Lenin, de Victor Sebestyen

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Lenin



VICTOR SEBESTYEN

UNA BIOGRAFÍA

Traducción de Joan Eloi Roca

Barcelona - Madrid - México D. F.



En recuerdo a C. H.



Índice Mapas...................................................................................11 Introducción.........................................................................19 Prólogo: El golpe de Estado...................................................25 1. Un nido de respetables caballeros..................................45 2. Un idilio de infancia.....................................................54 3. El ahorcado...................................................................64 4. El Estado policial..........................................................72 5. Una educación revolucionaria.......................................82 6. Vladímir Ilich, abogado................................................93 7. Nadia. Un cortejo marxista.........................................102 8. Lenguaje, verdad y política..........................................109 9. Piezas extranjeras........................................................114 10. Prisión y Siberia..........................................................121 11. El nacimiento de Lenin...............................................138 12. Vidas clandestinas.......................................................153 13. Inglaterra, su Inglaterra...............................................159 14. ¿Qué hacer?................................................................171 15. El gran cisma: bolcheviques y mencheviques...............179 16. Cimas y abismos.........................................................189 17. Una autocracia sin autócrata.......................................195 18. De vuelta a casa..........................................................209 19. Expropiar a los expropiadores.....................................217 20. Ginebra, «una ciudad de mala muerte».......................232 21. Inessa: Lenin enamorado............................................243 22. Traiciones...................................................................258 23. Un triángulo amoroso: dos serán tres..........................269 24. Catástrofe: el mundo en guerra...................................277 25. En la tierra salvaje.......................................................287 26. El último exilio...........................................................301 27. Revolución. Primera parte...........................................307 9


28. El tren sellado.............................................................322 29. A la estación de Finlandia...........................................337 30. El interregno...............................................................343 31. «Paz, tierra y pan».......................................................354 32. El botín de guerra.......................................................364 33. Una apuesta desesperada.............................................372 34. Las Jornadas de Julio...................................................377 35. Fugitivo......................................................................387 36. Revolución. Segunda parte..........................................398 37. Por fin, el poder..........................................................406 38. El hombre en el poder................................................420 39. La espada y el escudo..................................................430 40. Guerra y paz...............................................................436 41. El Estado unipartidista................................................446 42. La batalla por el grano................................................460 43. Regicidio....................................................................471 44. Las balas de los asesinos..............................................481 45. La vida sencilla............................................................493 46. Rojos y blancos...........................................................510 47. Funeral en Moscú.......................................................527 48. La Internacional..........................................................534 49. Rebeldes por mar y por tierra......................................542 50. Indicios de mortalidad................................................556 51. Revolución, de nuevo.................................................564 52. La última batalla.........................................................570 53. «Una explosión de ruido»............................................584 54. Lenin vive...................................................................588 Personajes principales..........................................................596 Notas..................................................................................604 Bibliografía.........................................................................633 Agradecimientos..................................................................643 Índice onomástico...............................................................647


Introducción A un lado de la plaza Roja de Moscú tiene lugar un espectáculo que resultará familiar a cualquiera que conociera la extinta Unión Soviética durante la época comunista. Cada día, largas filas de personas se arman de paciencia y hacen cola para entrar a visitar el mausoleo de Lenin, dispuesto sobre un enorme pedestal de mármol erigido a finales de la década de 1920. La espera puede ser eterna y la visita en sí dura solo unos momentos. Antes de llegar al ataúd, los visitantes entran en un sótano y caminan por un pasillo desnudo durante unos pocos metros en una inquietante penumbra. Una luz muy fuerte ilumina el cuerpo embalsamado, que yace en su tumba sobre un mullido terciopelo rojo desde hace más de noventa años. La aglomeración es tal que se da un máximo de cinco minutos para que los visitantes presenten sus respetos, o simplemente miren. Unos pocos son extranjeros; la inmensa mayoría son rusos. Es un lugar macabro como destino turístico en el siglo xxi, sea quien sea quien esté enterrado allí. Pero dos décadas y media después de la disolución de la Unión Soviética, parece el más extraño de los anacronismos que Vladímir Ilich Lenin continúe atrayendo tales multitudes. Todo el mundo sabe el caos que provocó; pocos creen todavía en la fe a la que dedicó su vida. Sin embargo, sigue despertando atención —incluso afecto— en Rusia. El actual líder ruso, Vladímir Putin, no tiene ninguna intención de cerrar la tumba. Al contrario, en 2011 autorizó una cuantiosa inversión para reparar el mausoleo cuando se detectó que corría el peligro de hundirse. El culto a Lenin sobrevive, aunque haya cambiado de forma. El abuelo de Putin, Spiridón, fue el cocinero de Lenin tras la Revolución rusa, pero no es el sentimiento familiar del actual presidente lo que ha mantenido los restos de Lenin donde están. La clara señal que quiere enviarse es de continuidad histórica, la idea de que Rusia todavía necesita —como siempre lo ha hecho— un líder dominante, despiadado y auto11


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crático. Un jefe o, en ruso, el vozhd. La tumba de Lenin simbolizó en su momento una ideología internacionalista, el comunismo mundial, pero se ha convertido en un altar del renaciente nacionalismo ruso. El cuerpo de Lenin no es lo único que se embalsamó. Su carácter también ha sido «preservado»; su personalidad, su motivación y sus intenciones rara vez se han reevaluado durante la última generación, ni siquiera a la luz de la gran cantidad de información novedosa sobre él que devino disponible cuando los archivos de la antigua Unión Soviética empezaron a hacerse públicos. En la URSS, todas las biografías de Lenin eran hagiografías, lecturas obligatorias en las escuelas rusas, donde los niños aprendían a referirse al fundador del Estado soviético como dyedushka [‘abuelo’] Lenin. Incluso el último jefe del Partido Comunista, Mijaíl Gorbachov, se refería a él como «un genio especial» y lo citaba con frecuencia. Lenin era el pilar de la rectitud bolchevique en muchos sentidos. En el otro bando, pasaba todo lo contrario. A menudo, el discurso lo presentaba como un hombre que quizá no fuera tan malo como Stalin, pero que, aun así, creó una de las tiranías más crueles de la historia y un modelo de Estado que, en un determinado momento, se copió a lo largo y ancho de casi medio mundo. Lo más habitual —con algunas honrosas excepciones— es que los biógrafos se decantaran por un lado u otro de la trinchera ideológica, especialmente en una época en que la Guerra Fría todavía era un asunto importante. Estas disputas teóricas, sin embargo, quedaron inmediatamente desfasadas con la caída del muro de Berlín y el hundimiento de la Unión Soviética. Puede que el mundo comunista que creó Lenin muy a su ascética imagen y semejanza haya quedado en la papelera de la historia. Sin embargo, su figura sigue siendo muy relevante en la actualidad. Al final de la Guerra Fría, el neoliberalismo triunfó, junto con la idea de la democracia; el socialismo y sus variantes quedaron completamente desacreditadas. Parecía que no existiese alternativa alguna a las soluciones económicas que ofrecían los mercados globalizados. Pero el mundo se antojaba un lugar muy distinto tras la crisis bancaria y la recesión de 2007-08. La confianza en el propio proceso democrático disminuyó en buena parte de Occidente. Para millones de personas, las certidumbres que dos generaciones habían aceptado como suposiciones básicas, como he12


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chos de la vida, se habían vuelto mucho menos seguras. Sin duda, Lenin habría considerado que el mundo en 2017 estaba al borde de un momento revolucionario. Hoy no es relevante debido a sus deficientes, sangrientas, criminales y equivocadas respuestas, sino porque se formuló las mismas preguntas que nos hacemos hoy sobre problemas similares. Millones de personas, y algunos peligrosos líderes populistas de la izquierda y la derecha, dudan de si la democracia liberal es capaz de crear una sociedad justa y defender la libertad y la prosperidad o si se puede combatir la creciente desigualdad e injusticia. Las expresiones «élite global» y «el uno por ciento» se utilizan hoy de un modo decididamente leninista. Es improbable que las soluciones de Lenin vuelvan a adoptarse en algún lugar; pero sus preguntas han vuelto a realizarse constantemente, y quizá se recurra a métodos igual de sangrientos para responderlas. Lenin se hizo con el poder mediante un golpe de Estado, pero no gobernó por completo gracias al terror. En muchos sentidos, fue un fenómeno político completamente moderno, el tipo de demagogo que nos resulta familiar en las democracias occidentales, así como en las dictaduras. En su búsqueda del poder, prometió a la gente cualquier cosa. Ofreció soluciones sencillas a problemas complejos. Mintió de forma descarada. Identificó un cabeza de turco a quien luego aplicar la etiqueta de «enemigo del pueblo». Adujo que vencer lo era todo: los fines justificaban los medios. Cualquiera que haya vivido unas elecciones en las supuestamente sofisticadas culturas políticas de Occidente lo reconocerá. Lenin fue el padrino de lo que los comentaristas, un siglo después de su muerte, han llamado la «política de la posverdad». Lenin se consideraba un idealista. No era un monstruo, ni sádico ni despiadado. En sus relaciones personales fue indefectiblemente amable y se comportó tal y como lo habían educado, como todo un caballero de clase media. No era vanidoso. Tenía sentido del humor y, en ocasiones, se reía también de sí mismo. No era cruel: a diferencia de Stalin, Mao Zedong o Hitler, nunca preguntó por los detalles de las muertes de sus víctimas para saborear mejor el momento. Para él, en cualquier caso, las muertes eran teóricas, meros números. Nunca vistió uniforme ni abrigos 13


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o chaquetas militares, como les gustaba hacer a otros dictadores. Pero durante los años de enfrentamientos con otros revolucionarios y, luego, mientras se mantuvo en el poder, nunca se mostró generoso con un oponente derrotado ni realizó un acto humanitario a menos que fuera conveniente en términos políticos. Creó un sistema basado en la idea de que el terror político contra los oponentes estaba justificado porque se perseguía un fin más importante. Aunque Stalin perfeccionó estas ideas, fue Lenin quien las concibió. No siempre fue un hombre malo, pero hizo cosas terribles. Angélica Balabánova, una de sus viejas camaradas —que lo admiró durante muchos años, pero que, con el tiempo, llegó a temerlo y odiarlo— apuntó con perspicacia que la «tragedia de Lenin era que, como decía Goethe, deseaba el bien, pero creaba el mal». Lo peor que pudo hacer fue dejar a un hombre como Stalin en situación de sucederlo como líder de Rusia. Aquello constituyó un crimen histórico. Suele describirse a Lenin como un rígido ideólogo, un comunista fanático, y dicha caracterización es veraz, hasta cierto punto. La teoría marxista salía a borbotones de su boca: «sin teoría no puede haber un partido revolucionario» era una de sus frases famosas. Pero otra de las afirmaciones que decía más a menudo a sus seguidores suele ignorarse: «la teoría es una guía, no las Sagradas Escrituras». Cuando la ideología impedía aprovechar oportunidades, escogía de forma invariable el camino del tacticismo en lugar del de la pureza doctrinal. Podía cambiar por completo de opinión si con ello se acercaba a su objetivo. La emoción lo impulsaba tanto como la ideología. Su sed de venganza después de que su hermano mayor fuera ejecutado por conspirar en el asesinato del zar era para Lenin una motivación tan poderosa como su fe en la teoría marxista de la plusvalía. Anhelaba el poder y cambiar el mundo. Retuvo el mando personalmente durante algo más de cuatro años antes de que su salud se deteriorase y le imposibilitara física y mentalmente continuar. Pero, como dijo que sucedería, la Revolución bolchevique de 1917 «puso el mundo patas arriba». Ni Rusia ni muchos lugares, desde Asia hasta Sudamérica, se han recuperado desde entonces. Para un biógrafo, empero, lo político es lo personal, como el propio Lenin afirmaba de vez en cuando. Fue un producto de su tiempo y su espacio: una Rusia violenta, tiránica y corrupta. El Estado revolucionario que creó se pareció menos a la utopía 14


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socialista que había soñado que a una imagen especular de la autocracia de los Romanov. El hecho de que Lenin fuera ruso es tan significativo como su fe marxista. Rara vez emergía como persona en las versiones de su vida que surgieron durante la Guerra Fría. Ninguno de los dos bandos podía permitirse que pareciera humano, ya que eso no encajaba fácilmente en su marco ideológico. No era frío, lógico y unidimensional, como a menudo se lo presenta, sino una persona con una naturaleza muy emotiva que sufría ataques de ira que casi lo paralizaban. Escribió un gran número de textos sobre filosofía marxista y economía, muchos de ellos hoy ininteligibles; pero fue un amante de las montañas casi tanto como lo fue de la revolución, y escribió con lirismo sobre sus paseos por los Alpes y los campos abiertos. Le encantaba la naturaleza, la caza y la pesca. Era capaz de identificar cientos de especies de plantas. Sus «notas naturales» y las cartas dirigidas a su familia muestran una parte de Lenin que sorprenderá a la gente que lo imagina como una figura distante e insensible. Una de las sorpresas que me he llevado mientras investigaba para este libro ha sido la de descubrir que casi todas las relaciones importantes que mantuvo Lenin fueron con mujeres. Esto mostrará otro aspecto poco conocido de él: el del Lenin enamorado. Su esposa, Nadezhda —Nadia—, escribió unas estériles y aburridas memorias sobre su vida juntos; pero, a la luz del nuevo material que se ha encontrado, y gracias a la construcción de una narrativa a través de otras fuentes, emerge como mucho más que la secretaria/ sirvienta que se suele pensar que fue. Lenin jamás habría conseguido lo que consiguió sin ella. Durante una década, tuvo una aventura intermitente con una mujer glamurosa, bella e inteligente, Inessa Armand. Su ménage à trois aparece entretejido con el relato que se recoge a lo largo de casi la mitad de este libro, pues es fundamental para la vida emocional de Lenin, y también para la de Nadia. Este es un raro ejemplo de triángulo amoroso en el que los tres protagonistas parecen haberse comportado de forma civilizada. La única vez en que se vio a Lenin visiblemente afectado en público fue durante el funeral de Armand, tres años antes de su propia muerte. En los días de la URSS, mientras estaba destinado a Moscú como periodista, tuve la ocasión de realizar una visita guiada privada por el despacho y las salas del Kremlin que ocupó Lenin. Se 15


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habían conservado exactamente igual que en su día o, al menos, eso me aseguró el apparátchik sénior del Partido Comunista que me las enseñó. Me sorprendió lo ordinario que era aquel entorno, lo banal y burgués que resultaba, y —de un modo muy poco diplomático— así lo compartí en voz alta. Sorprendentemente, pues los halcones del partido en aquellos tiempos rara vez se permitían dar voz a pensamientos heréticos, mi guía contestó: «Sí, siempre me he preguntado cómo es posible que lograra hacer cosas tan extraordinarias». Nunca he olvidado esa conversación. Este libro es un intento de responder a esa pregunta. Victor Sebestyen, Londres, octubre de 2016


Prólogo El golpe de Estado La insurrección es un arte, igual que la guerra. Karl Marx, Revolución y contrarrevolución en Alemania, 1852 Hay décadas en las que no pasa nada, y luego hay semanas en las que pasan décadas. Vladímir Ilich Lenin, Las principales tareas de nuestro tiempo, marzo de 1918

Estaba preocupado por su peluca, una mata de pelo canoso que se le resbalaba constantemente sobre la calva y amenazaba con delatar su disfraz. Vladímir Ilich Uliánov —más conocido por el seudónimo de Lenin— había luchado durante toda su vida para llegar a este momento. Estaba a punto de hacerse con el poder absoluto en Rusia y desatar una revolución que cambiaría el mundo. Pero allí estaba, agarrándose aquella ridícula peluca para que no se le cayera, escondido en un apartamento del segundo piso de un barrio obrero de Petrogrado, mientras otros hacían historia a pocos kilómetros, en el centro de la ciudad. Ya no aguantaba más la frustración y la incertidumbre. Lenin sabía que él y su pequeño grupo de fanáticos socialistas, los bolcheviques, contaban con un apoyo popular limitado en la capital de Rusia, y todavía inferior en el resto del país. Su única oportunidad de triunfar consistía en «tomar el poder desde la calle» en ese momento, mediante una insurrección contra un Gobierno débil que tenía aún menos apoyo que ellos. La gestión de los 17


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tiempos era esencial, como afirmaba Lenin con monótona regularidad. Había declarado que el golpe debía producirse como máximo el miércoles 25 de octubre de 1917, pues, de lo contrario, sus enemigos aprovecharían su momento para acabar con él. Tenía cuarenta y siete años, ya no gozaba de una salud de hierro y temía que, si no aprovechaba esa oportunidad, no tendría otra. Era la noche del martes 24 y Vladímir Ilich no tenía ni idea de si los planes que sus camaradas habían ideado para la insurrección se habían puesto en práctica. Era un líder que no podía comunicarse ni con su Estado Mayor ni con sus tropas. Había establecido un «comité militar revolucionario» para que este desarrollara los detalles tácticos del golpe, pero su sede se encontraba en la otra punta de la ciudad, en el cuartel general bolchevique del Instituto Smolny, un elegante edificio que en otros tiempos había sido una escuela para las hijas de la nobleza. Por motivos de seguridad, los camaradas de Lenin habían insistido en que permaneciera en el piso franco que habían elegido para él en el distrito Víborg, un barrio de clase obrera. Escondido en la casa de Margarita Fofánova, una leal miembro del partido que tenía órdenes de no permitir que Lenin saliera de su apartamento, pasó la mayor parte del día caminando de un lado a otro en la principal habitación del apartamento, cada vez más irritado. Apenas había recibido visitas y no tuvo ninguna noticia del inminente levantamiento hasta las seis de la tarde, cuando Fofánova regresó y le dijo que no parecía que en ninguna parte de la ciudad hubiera señales de las tropas de asalto bolcheviques, la Guardia Roja. «No entiendo qué les pasa —dijo—. ¿De qué diantres tienen miedo? Pregúntales simplemente si cuentan con cien soldados o guardias rojos de confianza armados con rifles. No necesito más». Impaciente, Lenin empezó a temer que su comité militar, que contaba con escasos miembros con experiencia de combate, estropeara el golpe. Todavía peor, imaginó que, en su ausencia, sus camaradas civiles habían abortado por completo la insurrección. Sabía que muchos, incluso entre los más próximos a él, dudaban de que los bolcheviques pudieran hacerse con el poder, y mucho menos mantenerlo; algunos temían que los ahorcasen «de los postes de las farolas» si lo intentaban. Lenin había impuesto su voluntad sobre ellos, como siempre había hecho durante casi dos décadas de liderazgo del movimiento revolucionario clandestino. 18


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Los había intimidado, engatusado y, finalmente, chantajeado con la amenaza de dimitir y dejar a los bolcheviques a la deriva y sin timonel. Al final, quince días antes, había conseguido que la mayoría de los altos cargos del partido secundara su plan. No obstante, estos podían cambiar de opinión y cancelar la rebelión. El poder aún se le podía escapar de las manos. Lenin garabateó rápidamente una emotiva súplica a sus camaradas. «Retrasar el alzamiento resultaría fatal, está más claro que el agua —escribió—. Ahora, todo pende de un hilo. No podemos esperar. Debemos actuar esta tarde, esta noche; de lo contrario, lo perderemos todo. La historia no perdonará el retraso de los revolucionarios que podrían haber triunfado hoy (y sin duda lo harán) mientras que mañana se arriesgan a perderlo todo. El Gobierno se tambalea. El golpe de gracia debe asestarse cueste lo que cueste». Le dijo a Fofánova que llevara la nota al cuartel general local del partido en Víborg, que estaba cerca, y que se la entregara allí a su esposa, Nadezhda Konstantínovna Krúpskaya, «y solo a ella». Ella se encargaría de que llegara a los altos cargos del partido. Lenin estaba desesperado por llegar al Smolny. El líder tenía que liderar, no esconderse. Pero había una orden de arresto contra él y corría peligro. Llevaba en la clandestinidad desde principios de julio, en Finlandia durante tres meses y, durante las tres últimas semanas, en Petrogrado. Al principio, las autoridades hicieron tibios intentos de capturarlo. Unos días antes, los bolcheviques le habían advertido de que ahora el Gobierno estaba mucho más decidido a localizarlo. Otro peligro era que la ley y el orden ya no imperaban en Petrogrado y la violencia incontrolada de criminales corrientes hacía que no se pudiera entrar en ciertas partes de la ciudad. «Los atracos aumentaron hasta tal punto que era peligroso caminar por calles secundarias —escribió un periodista—. En Sadovaya [una calle principal, cerca de la estación de Finlandia], una tarde vi a una multitud de varios cientos de personas golpear y pisotear hasta la muerte a un soldado al que habían atrapado robando».1 Poco después de las nueve de la noche, el guardaespaldas de Lenin, Eino Rakhia, apareció en el apartamento. Era un bolchevique finlandés que había trabado amistad con Lenin durante sus 19


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muchos años de exilio. Dijo que el Gobierno había ordenado el levantamiento de todos los puentes sobre el río Neva. Si eso sucedía, el distrito de Víborg quedaría incomunicado con el centro de la ciudad y, en caso de reunir los soldados suficientes, los leales al Gobierno podrían tomar el control de Petrogrado barrio a barrio, aislar a las unidades de la Guardia Roja unas de otras y cortar las comunicaciones entre ellas. —Bien, pues iremos al Smolny —dijo Lenin. Rakhia le advirtió de que no había ningún transporte y de que tendrían que ir caminando. —Tardaremos horas… y es muy arriesgado —contestó el finés. Además, ambos carecían de los pases que daban acceso a las áreas centrales de la capital. Lenin insistió en que, en ese caso, lo mejor sería que se pusieran en marcha de inmediato. Encontró un poco de papel y dejó un mensaje a Fofánova: «He ido adonde no querías que fuera. Adiós, Ilich». Lenin se enfundó entonces una vez más en su disfraz: la ropa vieja de un obrero, unas gafas y la peluca que se negaba a quedarse en su sitio, ni siquiera cuando se ponía la gorra puntiaguda de obrero que se haría famoso en los años siguientes. Se había afeitado su característica barba rojiza ese mismo verano. Se tapó la cara con un pañuelo sucio. Si alguien lo paraba, el plan era decir que le dolía una muela. Salieron a la noche fría y ventosa. Lenin pensó que iba a llover y se puso un cubrecalzado para proteger los zapatos del agua. Caminaron unos pocos cientos de metros y tuvieron la suerte de encontrar un tranvía casi vacío. El transporte los llevó a lo largo de varios kilómetros hasta la esquina de los jardines botánicos de Petrogrado, cerca de la estación de Finlandia, donde terminaba el recorrido de la línea. En muchas historias soviéticas posteriores se afirma que Lenin mantuvo una conversación con una conductora de tranvía que le preguntó: «¿De dónde vienes? ¿Es que no sabes que va a haber una revolución? ¡Vamos a echar de una patada a los jefes!». Se cree que Lenin rio a carcajadas y explicó a la mujer cómo funcionaban las revoluciones, para enojo de Rakhia, quien temía que aquello lo delatase. El tranvía se detuvo junto al puente Liteini justo antes de la medianoche. A partir de este punto, el trayecto se volvía más 20


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difícil y peligroso. Un extremo del puente lo custodiaban guardias rojos, que creyeron que la pareja eran dos proletarios y les indicaron con un gesto que pasaran. El otro lado todavía estaba en manos de tropas gubernamentales, que comprobaban los pases de los transeúntes. Justo en ese momento, un grupo de trabajadores discutía con los soldados y los dos hombres aprovecharon la oportunidad para colarse sin ser detectados. Caminaron por la avenida Liteiny —cerca del Smolny—, pero se encontraron con dos cadetes del Ejército, unos jóvenes oficiales que les pidieron sus documentos de identificación. Rakhia estaba armado con dos revólveres y pensó que, de ser necesario, podría echar mano de ellos. Pero, entonces, se le ocurrió una idea mejor. Susurró a Lenin: «Yo me encargo de estos soldados, tú sigue adelante», y así hizo Lenin. Rakhia distrajo a los guardias discutiendo con ellos, tambaleándose mientras hablaba y arrastrando las palabras. Los cadetes se prepararon para desenfundar sus pistolas, pero al final decidieron no hacer nada. Les permitieron entrar al pensar que únicamente se trataba de dos borrachos inofensivos. En teoría, los marxistas no creen en la suerte, el azar ni la casualidad, sino que prefieren explicar la vida a través de grandes fuerzas históricas. Sin embargo, el segundo líder bolchevique más influyente en 1917, León Trotski, afirmó sin ambages que, si hubieran arrestado a Lenin, hubiera muerto o no hubiera estado en Petrogrado, «la Revolución de Octubre no habría tenido lugar». Llegaron al «gran Smolny», un enorme edificio paladiano de color ocre con una fachada de columnas que se extendía a lo largo de ciento cincuenta metros. El Smolny era la «arena interna de la Revolución». Aquella noche estaba «iluminado con muchas luces y, desde la distancia, parecía un trasatlántico que navegara de noche». Más cerca, «zumbaba como una gigantesca colmena». En el exterior, jóvenes guardias rojos, «piñas de muchachos con ropa de obreros, que llevaban rifles con bayonetas y hablaban nerviosos entre ellos», se calentaban las manos alrededor de hogueras. No reconocieron a Lenin, pero sus problemas no habían terminado. Tanto él como Rakhia tenían pases caducados: blancos, en lugar de los nuevos y válidos documentos rojos que se habían emitido aquella misma mañana. «¡Esto es ridículo! —gritó Rakhia—. ¡Qué desastre! ¡Estáis negando la entrada a un miembro del sóviet de Petrogrado!». Cuando eso no funcionó, Lenin empezó a discutir también con los guardias. Solo cuando la gente que se 21


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encontraba tras ellos en la cola empezó a empujar y a colarse, los guardias los dejaron finalmente pasar. «Lenin entró entre risas», recordó luego uno de los presentes. Cuando se quitó el gorro para despedirse de los guardias, la peluca se le cayó al suelo. Lenin nunca había estado en aquel edificio y no tenía ni idea de adónde ir. Durante semanas, el Smolny había estado lleno de soldados que dormían en los pasillos, de políticos revolucionarios que conspiraban en aquella madriguera de ciento veinte habitaciones y de periodistas que querían ser testigos del desarrollo de la historia de la Revolución rusa. El hedor del lugar era casi insoportable. «El aire estaba cargado de humo de tabaco; los suelos, cubiertos de basura y, por todas partes, apestaba a orín. Se habían pegado a las paredes fútiles carteles que decían: “Camaradas, por favor, mantengan el lugar limpio”». Rakhia llevó a Lenin, que todavía trataba de conservar oculta su identidad, al segundo piso. En el edificio había tanto oponentes como amigos. Al final de las escaleras encontró a Trotski, jefe del Comité Militar Revolucionario, el hombre encargado de planificar el golpe. «Ver a Vladímir Ilich disfrazado fue algo extraño», dijo Trotski más adelante. Cuando se saludaron, dos prominentes miembros de un grupo socialista opositor echaron un vistazo a Lenin de arriba abajo, sonrieron y se miraron con una expresión cómplice. «Maldita sea, esas sabandijas me han reconocido», murmuró. Condujeron a Lenin a la Sala 10, donde el Comité Militar Revolucionario llevaba reunido en sesión permanente desde hacía días. «Nos encontramos ante un hombre pequeño con el pelo gris que llevaba unos quevedos», recordó Vladímir AntónovOvséyenko, que pronto se convertiría en uno de los verdugos. «Podrías haberlo confundido con un director de escuela o con un librero de viejo. Se quitó la peluca […] y entonces reconocimos sus ojos, que brillaban, como era habitual, con una chispa de humor. “¿Qué noticias hay?”, preguntó». Oculto en su escondite, Lenin había recibido muy poca información sobre los detalles precisos del golpe. El artista de la insurrección pintaba a grandes trazos. En ese momento, vio los mapas de la ciudad desplegados sobre las mesas ante él y le dijeron que los principales puestos defensivos de Petrogrado estarían en manos bolcheviques por la mañana. Había unos veinticinco mil guardias rojos disponibles, pero solo sería necesaria una parte de ellos, según Trotski. Los revolucionarios se harían con el poder sin un disparo. 22


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Se colocaron algunas mantas y almohadas en una esquina de la sala y Lenin y Trotski se echaron en ellas. Pero ninguno de los dos pudo dormir. A las dos de la madrugada, Trotski echó un vistazo a su reloj y anunció: «Ha empezado». Lenin contestó: «Estoy mareado. De ser un prófugo al poder supremo… es demasiado», y, según Trotski, se santiguó.*2 Durante mucho tiempo ha perdurado el mito de que la Revolución fue una operación impecablemente organizada por un grupo de conspiradores con una gran disciplina que sabía exactamente lo que hacía. Esta es la versión de los hechos que más convenía a todo el mundo. Los historiadores soviéticos presentaron el «glorioso octubre» en las décadas posteriores como el levantamiento de las masas dirigido extraordinariamente por ese gran maestro de los tiempos y la táctica que era V. I. Lenin y sus hábiles y heroicos lugartenientes del Partido Bolchevique, que siguieron un estricto calendario de insurrección. Los derrotados «blancos», como pronto se los denominaría, también se aferraban a un mito reconfortante: que habían perdido el poder a causa de un golpe militar calibrado y ejecutado precisamente por un genio malvado cuyos diabólicos planes habían aprovechado a la perfección el caos que reinaba en las calles de Petrogrado. A los partidarios de los lealistas no les habría impresionado —ni habría halagado su vanidad— que se dijera que los había vencido un grupo de conspiradores que estuvieron a punto de arruinar su propia revolución. Los bolcheviques podrían haber fracasado fácilmente de haberse topado en ciertos momentos clave con una mínima resistencia. En realidad, el «complot» fue el secreto peor guardado de la historia. Todo el mundo en Petrogrado había oído que los bolcheviques estaban preparando un golpe de Estado inminente. El * Más tarde, se le preguntó muchas veces a Trotski si estaba absolutamente seguro de que un famoso ateo militante como Lenin se había santiguado de verdad en ese solemne momento. Contestó que a él también le había sorprendido, pero que no era el tipo de cosa que pudiera olvidarse o inventarse. A Trotski también le extrañó que, cuando Lenin dijo que se sentía mareado, empleara de forma deliberada la expresión alemana «Es schwindelt», probablemente para dar un mayor énfasis a sus palabras.

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tema se había debatido en los periódicos durante los últimos diez días. El principal periódico conservador, Rech [‘Discurso’] incluso había revelado la fecha, el 25 de octubre, y el izquierdista Novaya Zhizn [‘Nueva vida’], dirigido por el escritor Máximo Gorki, había advertido a los bolcheviques que no debían recurrir a la violencia ni «derramar más sangre sobre Rusia». La organización de la insurrección, supuestamente perfecta, era tan vaga que nadie supo a ciencia cierta cuando comenzó. En un momento dado, el alcalde de Petrogrado envió una delegación a cada uno de los dos bandos para enterarse de si el alzamiento había empezado ya. No recibió una respuesta concreta. Los bolcheviques tenían muy poca experiencia militar. Aleksandr Genevski, uno de sus principales comandantes sobre el terreno, había sido teniente provisional en el Ejército zarista y lo habían declarado no apto después de sufrir los efectos del gas a principios de la Primera Guerra Mundial. Le habían pedido que se convirtiera en «general» de las fuerzas rebeldes. Tenía órdenes de mantener a los planificadores militares del Smolny al día de los acontecimientos llamando a un número que le dijeron que siempre estaría disponible, el 148-11. Las pocas veces que daba señal, comunicaba. Los bolcheviques no se hicieron con el sistema telefónico de Petrogrado, así que tuvieron que enviar a mensajeros corriendo por las calles de la ciudad. El contingente clave de marineros de la base naval de Kronstadt —fieles partidarios de los bolcheviques— llegó a Petrogrado un día tarde. Al final, se impusieron porque el otro bando, formado por el Gobierno provisional y sus partidarios —una coalición de centroderecha, liberales y socialistas moderados—, fue todavía más incompetente y estaba más dividido que ellos, y no se tomó en serio a los bolcheviques hasta que fue ya demasiado tarde. Vencieron, sobre todo, porque a la mayoría de la gente no le importaba qué bando lo hiciera. De hecho, pocos comprendieron que algo importante había tenido lugar hasta después de que todo hubiera terminado.3 En el Smolny, Lenin no pudo descansar durante la noche. No dejaba de estudiar los mapas y esperaba ansioso la llegada de noticias. Estaba de mal humor y exigía constantemente recibir información fidedigna y que se actuara con mayor rapidez. Insistía en que había que acelerar la revuelta. «Trabajaba a un ritmo vertiginoso, enviaba a mensajeros jadeantes que salían corriendo y despachaba con asistentes […] entre el ruido de los telégrafos». Estaba preparando a toda velocidad las declaraciones que haría 24


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y las decisiones que adoptaría en cuanto se hubiera asegurado el poder. Se movía entre la Sala 10, donde se reunía el Comité Militar Revolucionario, y la Sala 36, por un largo pasillo donde los olores humanos se mezclaban con el de la col hervida que subía del refectorio, en la planta baja del edificio. Allí era donde el resto de los líderes bolcheviques del Comité Central del Partido se reunían, «en una pequeña habitación, sentados a una mesa mal iluminada, con abrigos tirados sobre el suelo. La gente llamaba constantemente a la puerta con noticias». En algún momento poco después del amanecer, los camaradas empezaron a discutir acerca de la forma del nuevo Gobierno. Lenin se preguntó cómo deberían llamarlo. —No debemos llamar a sus miembros ministros —dijo—. Es una palabra repulsiva y trillada. —¿Por qué no comisarios? —sugirió Trotski—. Aunque ya hay demasiados comisarios. ¿Qué tal comisarios del pueblo? —Comisarios del pueblo. Me gusta. ¿Y cómo llamaremos al Gobierno? —El Consejo [sóviet] de los Comisarios del Pueblo. —¡Magnífico! —exclamó Lenin—. Huele a revolución.* Siguió una charada de modestia entre los revolucionarios que, en pocas horas, se convertirían en oligarcas supremos y ejercerían un poder sobrecogedor sobre las vidas y las muertes de millones de personas. Lenin propuso a Trotski como líder del Gobierno, mientras que él permanecería como líder del Partido Bolchevique. Nadie sabe si su reacción fue honesta o fingida, pero se mostró ligeramente sorprendido cuando Trotski rechazó el cargo. «Sabes muy bien que un judío no puede ser jefe de Gobierno en Rusia —dijo—. Y, además, nunca estarías de acuerdo conmigo. Tú eres el líder. Tienes que ser tú». La decisión fue unánime.4

* Tanto Lenin como Trotski habían estudiado la Revolución francesa con sumo cuidado y se habían inspirado en ella. Estas denominaciones eran un reflejo deliberado de los commissaires jacobinos, supuestamente los protectores del pueblo. La palabra procede originalmente del latín commissarius, que significa plenipotenciario de un poder superior (en este caso, los ciudadanos).

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Por la noche, pequeños grupos de guardias rojos se hicieron con las posiciones de mando estratégicas de la ciudad. Aseguraron todos los puentes sobre el Neva antes del amanecer, excepto el puente Nikolái junto al palacio de Invierno. Antes habían capturado la fortaleza de San Pedro y San Pablo, directamente sobre el río, cuyos cañones dominaban el palacio donde residía el primer ministro, Aleksandr Kérenski, y se reunía el Gobierno provisional. Se oyó algún disparo esporádico, pero no tuvo lugar ningún combate. «Todo ocurrió mientras la ciudad dormía —recordó Nikolái Sujánov, cuya crónica de la Revolución, que presenció en persona, sigue siendo hoy una de las mejores—. Se pareció más a un cambio de guardia que a una insurrección». A las seis de la mañana cayó el Banco del Estado; una hora después, la Central de Teléfonos, la Oficina de Correos y el Edificio del Telégrafo. Hacia las ocho de la mañana, los rebeldes habían tomado todas las estaciones de ferrocarril. Los bolcheviques controlaban las comunicaciones de todo Petrogrado y apenas habían tenido que utilizar las armas para ello. No hubo bajas. En teoría, el Gobierno podía llamar a las tropas de la guarnición de la ciudad, unos treinta y cinco mil soldados. Pero, como había predicho Trotski, si bien la mayoría de estos soldados no estaban activamente de parte de los bolcheviques, tampoco estaban dispuestos a combatirlos. El momento de la insurrección era crucial para la estrategia política de Lenin. Desde la abdicación del zar, siete meses atrás, el poder se había repartido con inquietud entre una serie de gobiernos de coalición —a cual más débil que el anterior— y los sóviets. En ruso, la palabra sóviet significa simplemente ‘consejo’; estos estaban formados por trabajadores y soldados elegidos de forma apresurada que afirmaban haber instigado la Revolución de Febrero que había derrocado la autocracia de los Romanov. Lenin había decidido que los bolcheviques no participaran en el recién formado gobierno, pero, durante el mes anterior, habían disfrutado de una pequeña mayoría en el sóviet de Petrogrado. El plan de Lenin era derrocar al Gobierno y proclamar que actuaba en nombre de los sóviets. El poder real lo ejercerían él y los bolcheviques, pero mantener al Sóviet a bordo le proporcionaba cobertura política y la apariencia de apoyo popular. Pero había un gran problema. El Congreso de los Sóviets tenía que reunirse ese 26


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mismo día en el Smolny, justo bajo la madriguera de salas donde los bolcheviques habían planeado su golpe. Lenin debía presentar la toma del poder como un hecho consumado cuando el Congreso se reuniera a mediodía y declarar el triunfo de la revolución. Sin embargo, el Gobierno aún no había expirado y el palacio de Invierno —símbolo del poder en Rusia desde tiempos de Catalina la Grande— no había caído. Su comité militar había informado a Lenin que tomar el palacio sería sencillo, cuestión de solo cinco o seis horas. Pero llevaría más de quince horas, debido a toda una serie de errores que resultarían cómicos de no ser tan importante lo que había en juego. A las nueve de la mañana, Lenin exigió la rendición del Gobierno, pero no recibió ninguna respuesta. El primer ministro Kérenski se había marchado poco después del alba en dirección al cuartel general del Ejército para intentar reunir algunas tropas leales con las que derrotar a los rebeldes. Los bolcheviques no habían hecho ningún esfuerzo para detenerlo, aunque su huida no había sido fácil. Había treinta coches aparcados frente al palacio, pero ninguno de ellos funcionaba. Ni siquiera encontró un taxi que lo llevara. Se envió a un alférez a que requisara un coche que estuviera operativo. La embajada británica lo rechazó, pero convencieron a un funcionario de la legación estadounidense para que prestara su coche, un Renault, a Kérenski, a condición de que se lo devolvieran.* Otro oficial consiguió un lujoso Pierce Arrow descapotable y un poco de combustible. Llevaron a Kérenski por la plaza de Palacio y por las calles de Petrogrado con la capota bajada, a la vista de todos y fácilmente reconocible. Cuando los ministros se reunieron en la Sala de Malaquita del palacio de Invierno alrededor del mediodía, se negaron a rendirse y decidieron resistir cuanto pudieran; «condenados, solos y abandonados, deambulamos por la inmensa ratonera», escribió en su diario Pável Maliánovich, ministro de Justicia. * Ni el propietario, el diplomático estadounidense Sheldon Whitehouse, ni el conductor encontraron una manera de retirar la bandera con barras y estrellas del capó. El préstamo del coche provocó una protesta formal del régimen bolchevique ante el Gobierno de Estados Unidos, la primera de las muchas que se producirían a lo largo de las décadas siguientes.

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Como decía su esposa, Nadia, a menudo, Lenin era propenso a tener furiosas y desaforadas «rabietas». Estas se hicieron más frecuentes a medida que su salud se deterioró y empeoraron el insomnio y los dolores de cabeza que siempre lo habían torturado. Pasó la mayor parte de este día hecho una furia, viendo cómo sus planificadores militares parecían errar constantemente. Pospuso su aparición en el Congreso de los Sóviets, programada para el mediodía, a las tres de la tarde, pero, si se veía obligado a retrasarla mucho más, toda su estrategia política se vendría abajo. Era vital presentar el golpe como un éxito absoluto, como un trabajo bien hecho. En la Sala 10 del Smolny, ladraba órdenes a sus asistentes y a los comandantes de la Guardia Roja, y envió docenas de notas en las que suplicaba que se acelerara la toma del palacio. Pronto, sus súplicas se convirtieron en órdenes y, luego, en amenazas. Caminaba por la habitación «como un león enjaulado», recordó Nikolái Podvoiski, uno de los funcionarios de alto rango del Comité Militar Revolucionario. «Vladímir Ilich abroncaba y gritaba. Necesitaba el palacio a toda costa. Dijo que estaba dispuesto a fusilarnos».5 Los ministros resistían en el vasto pero sombrío símbolo de la Rusia imperial, que había sido la sede del Gobierno provisional desde julio. Buena parte de la historia imperial zarista se había desarrollado en sus mil quinientas habitaciones, diseminadas por un edificio que se extendía a lo largo de más de cuatrocientos metros en la orilla del Neva. Kérenski se había mudado a la suite del tercer piso, que había pertenecido al emperador, cuyos grandes ventanales ofrecían unas excelentes vistas de la espira del edificio del Almirantazgo. La mayor parte del edificio se utilizaba ahora como hospital militar para los heridos de guerra y, ese día, albergaba a unos quinientos pacientes. En el gran patio de la parte trasera del edificio había cientos de caballos que pertenecían a las dos compañías de cosacos cuya misión era defender al Gobierno. Junto a los cosacos, había doscientos veinte oficiales cadetes de la escuela militar de Oranienbaum, cuarenta miembros del pelotón ciclista de la guarnición de Petrogrado y doscientas mujeres del Batallón de la Muerte.* Esto fue todo lo que el Gobierno provi* A pesar de ese nombre tan impresionante, estas mujeres eran, principalmente, chicas de provincias a las que no les hacía ni pizca de gracia formar parte de la última y desesperada defensa del Gobierno provisional, al que no apoyaban. Se las seleccionaba por su baja estatura y se les cortaba el pelo

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sional fue capaz de reunir de unas fuerzas armadas de nueve millones de rusos para proteger la capital y su propia continuidad. El «asalto del palacio de Invierno» —el plato fuerte de la Revolución rusa— fue tan chapucero que los periodistas estadounidenses John Reed y su esposa, Louise Bryant, llegaron al edificio paseando durante la tarde sin que nadie los detuviera. Sirvientes de palacio vestidos con sus uniformes zaristas azules tomaron sus abrigos, como era habitual, y algunos de los cadetes de la escuela militar les enseñaron el palacio. En la planta baja, «al final del pasillo, había una gran sala decorada con cornisas doradas y enormes arañas de cristal —escribió Reed—. A ambos lados del suelo de parqué había largas hileras de sucios colchones y mantas, sobre algunos de los cuales había tumbado algún soldado; había colillas de cigarrillos, trozos de pan, ropa y botellas vacías con etiquetas francesas de aspecto caro por doquier. Los soldados se movían en aquella atmósfera de humo de tabaco y humanidad sin asear. Uno tenía una botella de borgoña blanco que, evidentemente, había birlado de la bodega del palacio. El lugar era un inmenso barracón». A las tres de la tarde, Lenin no podía demorarse más. Apareció ante el Congreso de los Sóviets en el Smolny y proclamó descaradamente la victoria, a pesar de que el Gobierno todavía no había caído, no se había detenido a los ministros y el palacio de Invierno no estaba aún en manos de los bolcheviques. Esta fue la primera gran mentira del régimen soviético. Leyó una declaración que había preparado a primera hora de esa misma mañana, cuando creía que el éxito del golpe ya era total. «A los ciudadanos de Rusia: El Gobierno provisional ha sido depuesto. El poder del Estado ha pasado a manos del órgano de de tal manera que parecían chiquillos. Los fotógrafos que las retrataron para la prensa se fijaron en lo pequeñas que parecían comparadas con los cosacos. Estaban asustadas, y no solo de los bolcheviques. «Por la noche, hombres llamaban a la puerta de nuestros barracones y gritaban blasfemias», dijo una de las chicas del batallón. Cuando se les ordenó que se dirigieran al palacio, se hizo bajo el pretexto de que formarían parte de un desfile regimental. No estaban dispuestas a disparar a compatriotas rusos. Su presencia también preocupaba a los sitiadores bolcheviques: «La gente dirá que disparamos a mujeres rusas», dijo uno de ellos.

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los diputados del Sóviet de Petrogrado de Obreros y Soldados, el Comité Militar Revolucionario, que dirige al proletariado y a la guarnición de Petrogrado. »La causa por la que la gente ha luchado —es decir, la inmediata oferta de una paz democrática, la abolición de la propiedad de la tierra, el control de los obreros sobre la producción y el establecimiento del poder de los sóviets— se ha asegurado. »¡Viva la revolución de los soldados, obreros y campesinos!». Declarar que los bolcheviques habían tomado el poder era tan importante para su plan que estaba dispuesto a inventárselo.6 Cuando regresó arriba, Lenin fue incapaz de contener su ira. Ordenó el inmediato bombardeo del palacio desde la fortaleza de San Pedro y San Pablo, pero la absurda tragicomedia del asedio no había hecho sino comenzar. El horario, supuestamente meticuloso y preciso, se dilató más y más, hasta que, a medida que avanzó el día, dejó de haber plazos precisos por completo. En la fortaleza había cinco cañones de campaña, pero eran piezas de museo que no se habían disparado en años ni limpiado en meses. Se sacaron algunos cañones más ligeros de los que se usaban para adiestramiento y se colocaron en posición, pero nadie encontró los proyectiles de tres pulgadas adecuados para ellos. Luego resultó que estos cañones no tenían miras. La tarde llegaba a su fin cuando los comisarios dedujeron que los cañones pesados solo necesitaban limpiarse. Las cosas se volvieron más surrealistas para los insurgentes. Incluso la tarea, aparentemente sencilla, de colocar una linterna roja en la cima del asta de la bandera de la fortaleza —la señal que marcaría el inicio del bombardeo y el asalto por tierra— resultó estar más allá de sus capacidades. No encontraron ninguna linterna roja. El comandante bolchevique de la fortaleza, Gueorgui Blagonrávov, se dirigió a la ciudad para buscar una linterna adecuada, pero se perdió y cayó en un cenagal. Al final, consiguió regresar con una linterna, aunque no roja, sino púrpura; pero dio lo mismo, porque no fue capaz de fijarla al mástil de la bandera. Los rebeldes abandonaron la idea de emitir una señal. A las 18.30, los bolcheviques, que controlaban la cercana base naval de Kronstadt desde hacía unos pocos días, ordenaron a los cruceros Aurora y Amur que remontaran el río y se situaran frente al palacio de Invierno. Diez minutos después, enviaron un ultimátum: «Gobierno y tropas deben capitular. Este ultimátum vence a las 19.10, tras lo cual abriremos fuego de inmediato». 30


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Los ministros rechazaron este aviso. A las 18.50 se sentaron a cenar borsch y pescado con alcachofas al vapor. Llegados a este punto, los defensores estaban dispuestos a abandonar y rendirse ante lo inevitable. «Los soldados solo querían fumar, emborracharse y maldecir su mala suerte», recordó uno de sus oficiales. La mayoría se marcharon a medida que se acercaba la noche. Gran parte de los cadetes salieron a buscar algo de cenar y algunas de las mujeres del batallón femenino se marcharon. Los cosacos, los únicos que tenían formación militar, abandonaron el lugar airados, «hartos de los judíos y las mozas que había dentro». Dentro quedaban menos de doscientas cincuenta personas. Los guardias rojos podrían haber entrado fácilmente cuando quisieran. El «Gobierno» continuó emitiendo edictos y efectuando cambios en el gabinete; el ministro al que Kérenski había dejado al mando esa misma mañana decidió que había que debatir el nombramiento de un «dictador» de Rusia; de qué sería dictador, más allá de la Sala de Malaquita y sus grandes columnas, elegantes hogares y enormes jarrones, nunca lo aclaró. Decidieron aguantar todo lo posible, con el argumento de que, si los bolcheviques los derrocaban por la fuerza, los rusos condenarían de forma generalizada tal agresión.7 La mayoría de los vecinos de Petrogrado no sabían que estaba teniendo lugar una revolución. Los bancos y las tiendas habían permanecido abiertos todo el día y los tranvías funcionaban. Todas las fábricas operaban con normalidad: los obreros no tenían la menor idea de que Lenin estaba a punto de liberarlos de la explotación capitalista. Esa noche, Chaliapin aparecería en Don Carlos ante una národny dom* completamente llena y, en el teatro Aleksandrinski, se representaría una función de La muerte de Iván el Terrible, de Alekséi Tolstói. Los clubes nocturnos y las salas de conciertos estaban abiertos. Las prostitutas buscaban clientes en las callejuelas cerca de la avenida Nevski como cualquier otro miércoles por la noche. Los restaurantes estaban repletos de comensales. John Reed y un grupo de otros periodistas estadounidenses y británicos esta* Una «casa del pueblo» era un establecimiento cultural público, habitualmente gestionado por asociaciones independientes. La idea era que sirvieran para acercar la cultura a los ciudadanos. A menudo disponían de biblioteca, sala de lectura, salón de conferencias y escenario para representaciones teatrales o, como en este caso, operísticas. (N. del T.)

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ban cenando en el Hotel de France, cerca de la plaza de palacio. Salieron a ver la Revolución después de los entrantes. Durante las siguientes décadas, la Revolución se retrató en la mitología soviética como un levantamiento popular de las masas. Nada podría estar más lejos de la verdad. Las fotografías contemporáneas muestran unos pocos puntos aislados de la ciudad donde un puñado de guardias rojos deambulaban tranquilamente. No hubo grandes multitudes en ninguna parte ni barricadas ni combates en las calles. Es imposible saber cuánta gente participó en las escasas áreas de la ciudad que tuvieron relevancia durante la insurrección. Trotski estimaba que «no más» de veinticinco mil, pero con ello se refería al número de miembros de la Guardia Roja a los que podría haber llamado a las armas. El número real era mucho menor; probablemente no ascendía a más de diez mil en una ciudad de cerca de dos millones de habitantes. No hubo ningún «asalto» del palacio como el que se muestra en Octubre, la épica y brillante —aunque ficticia en su mayor parte— película de 1928 de Serguéi Eisenstein. Se emplearon muchas más personas como extras en esa película que las que participaron en el acontecimiento real.*8 A las 21.40, al fin, se dio la señal para iniciar el bombardeo con una salva disparada desde el Aurora, que había fondeado frente al muelle de los Ingleses, delante del palacio. Los ministros se echaron cuerpo a tierra; la compañía entera del Batallón de la Muerte de mujeres se asustó tanto que tuvieron que llevarlas a una sala al fondo del edificio para que se calmaran. Veinte minutos después, los cañones de la fortaleza de San Pedro y San Pablo comenzaron a disparar munición real. Se dispararon tres docenas de proyectiles, pero solo dos acertaron al palacio, y desconcharon algunas cornisas. Uno de los proyectiles se desvió del objetivo de mil quinientas habitaciones varios cientos de metros.† Podvoiski y Antónov-Ovséyenko, a quien Lenin * Y todavía más intervinieron en la recreación de la toma del palacio en el quinto aniversario de la Revolución rusa en 1922. † Las explosiones asustaron a Vladímir Nabókov, el hijo de dieciocho años del secretario del gabinete, el principal funcionario al servicio del Gobier-

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había amenazado con fusilar solo unas horas antes, entraron en el edificio al mando de un pequeño grupo de marineros y guardias rojos y comprendieron enseguida, en cuanto comenzaron el registro de las salas, que prácticamente no había oposición. En la Sala de Malaquita, «el miedo se apoderó de nosotros como si respiráramos aire envenenado —dijo después el ministro de Justicia, Maliánovich—. Era evidente que el fin estaba cerca». A alrededor de las dos de la madrugada, un hombre pequeño de cabellos largos y ondulados que llevaba un sombrero de ala ancha y una corbata roja holgada entró en la sala, con «una chusma armada tras él». No parecía un soldado, pero gritó con una voz estridente y estremecedora: «Soy Antónov-Ovséyenko, representante del Comité Militar Revolucionario. Les informo a todos ustedes, miembros del Gobierno provisional, de que están detenidos». Los hombres fueron escoltados a la fortaleza de San Pedro y San Pablo entre empujones de grupos de guardias rojos que gritaban «¡Hacedlos trizas!» y «¡Tiradlos al río!». Antónov advirtió que quien les hiciese el menor daño sería fusilado. En todo el día, el total de bajas fue de media docena de muertos y menos de veinte heridos, todos los cuales se habían visto sorprendidos durante el fuego cruzado. El problema que tenía ahora el Comité Militar Revolucionario era el de controlar a las propias tropas bolcheviques. Las salas del palacio estaban repletas de cajas que contenían algunos de los tesoros del antiguo zar, que estaban a punto de enviarse a Moscú para su custodia. La Guardia Roja, empero, tenía otra idea. «Un hombre se echó al hombro un reloj de bronce —dijo Reed, que los acompañó—. Otro encontró una pluma de avestruz y se la clavó en el gorro. Apenas estaba comenzando el saqueo cuando alguien gritó: “¡Camaradas! ¡No os llevéis nada! ¡Todo esto pertenece al pueblo! ¡Alto! ¡Dejadlo todo donde estaba!”». Muchos detuvieron a los saqueadores. Les arrebataron los tapices y damascos a quienes los habían tomado y dos hombres devolvieron a su sitio el reloj de bronce. Rápido y de cualquier manera, los artículos volvieron a guardarse en las cajas. Por los pasillos y escaleras del palacio, se oía el grito, cada vez más débil a medida no provisional, en su casa de la calle Morskaya, justo al lado del palacio. En ese momento, intentaba escribir un poema.

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que se ahogaba en la distancia en el enorme edificio: «¡Disciplina revolucionaria! ¡Propiedad del pueblo!». Otros fueron directos a la bodega del zar, una de las mejores del mundo. Contenía cajas de tokais de la época de Catalina la Grande y de Château d’Yquem de 1847, el favorito de Nicolás II. «El tema del vino […] fue fundamental —recordó Antónov—. Enviamos guardias de unidades seleccionadas. Se emborracharon. Enviamos guardias de los comités regimentales. También sucumbieron. Lo que siguió fue una violenta bacanal». Acto seguido, llamó a la brigada de bomberos de Petrogrado para que inundara de agua la bodega, «pero los bomberos […] también se emborracharon».9 El auténtico drama se desarrollaba en el Smolny. Fue allí donde realmente venció la Revolución. El Congreso de los Sóviets se reunió de nuevo a las 22.30 y, para entonces, no solo había humo de tabaco en el ambiente del salón de baile, sino también ira. Lenin había albergado la esperanza de que el Congreso aprobara el golpe, pero se encontró con la denuncia de muchos de los delegados. Incluso unos pocos bolcheviques se mostraron contrarios. Los enemigos de Lenin le hicieron entonces un gran favor. Los otros grupos socialistas dijeron que «no querían tener nada que ver con ese golpe criminal» y se marcharon del Sóviet. Nunca volverían a gozar de una posición influyente en Rusia. De haber permanecido y mantenido una férrea y unida oposición frente a los bolcheviques, se lo habrían puesto difícil a Lenin. Quizá incluso podrían haber evitado que estableciera su dictadura. Marcharse de la cámara supuso un error fatal, como muchos de ellos admitieron poco después. «Dejamos que los bolcheviques se adueñaran de la situación —dijo Sujánov, un oponente de Lenin—. Al abandonar el Congreso, les concedimos el monopolio de los sóviets. Nuestras propias decisiones irracionales garantizaron la victoria de Lenin». A alrededor de las cinco de la mañana, con la oposición a punto de realizar su salida para adentrarse en el olvido, el mejor orador de los bolcheviques, el brillante, vano e implacable Trotski, ofreció uno de los discursos más famosos del siglo xx. «Lo que ha tenido lugar es una insurreción, no una conspiración […]. La masa popular ha seguido nuestra bandera. Pero ¿qué nos ofrecen 34


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ellos? —preguntó, señalando a los otros socialistas—. Nos dicen: “Renunciad a vuestra victoria, haced concesiones, pactad”. ¿Con quién?, pregunto yo. A aquellos que se han marchado les digo: sois unos miserables fracasados, vuestro papel ha terminado. Id adonde os merecéis: al basurero de la historia». Dos horas después, Lenin apareció en el Congreso. Ahora, seguro de la victoria y ya sin disfraz, estaba pletórico. No iban con él las florituras retóricas. Leyó el Decreto de Paz que había escrito esa misma mañana, en el que prometía el final de la guerra, y el Decreto de Tierra, con el que se comprometía a adueñarse de las granjas de los terratenientes. Su intervención fue recibida con tumultuosos aplausos. Algunos viejos bolcheviques, hombres y mujeres duros que jamás habían creído que vivirían para ver ese momento, rompieron a llorar. Aquellos que lo vieron por primera vez no tenían la impresión de que fuera un revolucionario capaz de establecer una nueva sociedad y transformar la historia, según afirmó John Reed. «Era un hombre bajito y fornido, con una enorme cabeza calva sobre un cuello robusto, de ojos pequeños y saltones, nariz grande, boca grande y mentón prominente. Llevaba un traje bastante raído y unos pantalones demasiado largos para su talla. No había nada impresionante en él que llevara a pensar que se trataba de un ídolo de masas […]. Era un líder popular extraño, puramente por virtud de su intelecto; común, sin humor, inflexible y distante, sin apasionamientos efectivos, pero con una poderosa capacidad de explicar ideas complejas en términos sencillos. Y a su astucia se unía la mayor audacia intelectual». Poco después del «glorioso octubre», Lenin dijo que hacerse con el poder había sido sencillo, «tan fácil como levantar una pluma». Estaba siendo travieso y jugando a la confusión. De hecho, el camino hasta allí había sido largo y arduo.10



1 Un nido de respetables caballeros No os preocupéis por Lenin. No es un hombre peligroso. Príncipe Gueorgui Lvov, primer presidente posimperial de Rusia

La mayoría de las relaciones importantes de la vida de Lenin fueron con mujeres. Tuvo muy pocos amigos varones y, casi sin excepción, perdió estas amistades o se deterioraron debido a la política. Los hombres debían estar completamente de acuerdo con él y doblegarse a su voluntad; de lo contrario, los expulsaba de su círculo íntimo. Como recordó uno de sus confidentes durante muchos años en el exilio: «Empecé a alejarme del movimiento revolucionario […] y con eso dejé de existir por completo para Vladímir Ilich». Para cuando tenía treinta y tres años, el único hombre al que se dirigía con el íntimo ty ruso en lugar del formal vy era a su hermano menor, Dmitri.1 Durante la mayor parte de su vida, Lenin estuvo rodeado de mujeres: su madre, sus hermanas, su esposa durante un cuarto de siglo —Nadia— y su amante, Inessa Armand, con quien mantuvo una compleja historia de amor, además de una estrecha relación de trabajo, que fluctuó en intensidad a lo largo de muchos años. Durante la década y media que pasó en el exilio, en varias pensiones abarrotadas a lo largo y ancho de Europa, convivió en armonía con su suegra, una mujer de opiniones contundentes muy distintas de las suyas con la que tenía confianza. Siempre se ha considerado que las mujeres de Lenin eran meras bestias de carga que realizaban tareas domésticas para él o a quienes permitía llevar a cabo tareas políticas simples y mundanas. Pero no fue así. Lenin tenía una visión más progresista 37


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y avanzada sobre el papel de las mujeres que la mayoría de sus contemporáneos del movimiento revolucionario, aunque es cierto que esto no pone el listón particularmente alto. En muchos sentidos, Lenin, el gran radical, era un burgués ruso convencional de finales del siglo xix; difícilmente se lo podía considerar un feminista en el sentido moderno del término. Esperaba que las mujeres que lo rodeaban lo mimaran, se preocuparan por él y lo cuidaran, y ellas cumplían sus expectativas. Pero, además, las escuchaba y se las tomaba tan en serio como a los hombres en temas políticos. A su esposa, Nadia, se la presenta a menudo como poco más que su secretaria, una amanuense sin opiniones propias. Sin embargo, era muchísimo más. Ya era una revolucionaria cuando lo conoció, había pasado por la cárcel y vivido en el exilio en Siberia antes de casarse con él, y desempeñó un papel vital a su lado en la red clandestina de conspiradores que mantuvo viva la llama de la revolución en Rusia antes de 1917. No escribió libros sobre marxismo ni filosofía, rara vez habló en público sobre tácticas o estrategias políticas y muy pocas veces lo contradijo; sin embargo, Lenin confiaba en sus habilidades prácticas y en su buen juicio. Dirigió a docenas de agentes secretos bolcheviques a lo largo de todo el Imperio ruso y conocía todos los aspectos de la organización del partido. Y, lo más importante, mantenía a raya el genio y los cambios de humor de su esposo, para lo que se requería un inmenso tacto. Inessa Armand es otra mujer cuyo papel en la vida del dirigente ruso se ha malinterpretado o —como es el caso de las autoridades soviéticas después de la muerte de Lenin— se ha ignorado deliberadamente. Durante diez años, hasta su muerte en 1920, tuvieron una aventura intermitente. Armand desempeñó un papel fundamental en la vida emocional de Lenin. Era una de las mujeres socialistas más conocidas de su generación y fue una de las principales ayudantes de Lenin, a quien este confió algunas de las tareas más confidenciales. A menudo lo representó en reuniones entre revolucionarios, una responsabilidad que delegaba en muy pocas personas, y ocupó cargos junto a él tras la Revolución. Con frecuencia no estaba de acuerdo con él y se lo decía claramente, pero, aun así, siempre fueron inseparables. Todos los que la conocían —incluida la esposa de Lenin, que se convirtió en íntima amiga suya en un triángulo amoroso curiosa38


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mente cariñoso y devoto— comprendían lo importante que era para él. Sin embargo, después de que él falleciera, sus sucesores desarrollaron un «culto» de Lenin que animó a adorarlo como si se tratara de un icono secular y un pilar de la rectitud bolchevique, por lo que el nombre de Inessa prácticamente desapareció de los libros de historia. En los cinco años anteriores a 1917, Lenin escribió más cartas a Inessa Armand —sobre cuestiones personales y políticas— que a ninguna otra persona. Su correspondencia y los diarios de ella se censuraron durante casi setenta años, hasta el hundimiento del Estado comunista que fundó Lenin. Dos de las hermanas de Lenin sobrevivieron a la juventud y trabajaron codo a codo con él en la clandestinidad revolucionaria. Anna Ilínichna Uliánova, nacida en 1864, era seis años mayor que él; María, ocho años menor. Ambas fueron encarceladas o exiliadas en repetidas ocasiones durante el régimen zarista por sus actividades subversivas; ayudaron a entrar de contrabando en Rusia a agentes y obras socialistas. Tras la Revolución, ocuparon cargos de responsabilidad en el régimen soviético. Durante los muchos años de exilio en Europa, una o ambas —habitualmente María— compartieron hogar con Lenin, Nadia y la madre de esta.* A lo largo de su vida, Lenin confió en una red de mujeres devotas que mostraron una total lealtad hacia él y, la mayoría de ellas, a su causa revolucionaria. Hicieron enormes sacrificios por su carrera y, en ocasiones, corrieron enormes riesgos por él; la revolución era un negocio peligroso. Lenin podía, y en ocasiones así lo hizo, dar por sentada la fe de estas mujeres en él. No obstante, el compromiso era mutuo. * Lenin tuvo otras dos hermanas, ambas llamadas Olga. La primera, nacida en 1868, murió durante su infancia, cuando tenía menos de un año. Tuvo una relación más estrecha con la segunda Olga, nacida en otoño de 1871, dieciocho meses más joven que él. Durante su niñez y adolescencia, fueron inseparables. Según muchos amigos de la familia, ella era el prodigio de los Uliánov, intelectual y con grandes dotes artísticas, y estaba destinada a grandes cosas. Además de su extraordinario talento, era guapa y elegante. Murió víctima del tifus a los diecinueve años. En esos momentos compartían habitaciones en San Petersburgo y Lenin fue quien la cuidó en su lecho de muerte. Lo destrozó no poder hacer nada para salvarla y, durante meses después de su muerte, sus cartas estuvieron llenas de culpa y tristeza.

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Muchos hombres despiadados y cínicos experimentan cierta nostalgia al hablar sobre sus madres. Lenin afirmaba con frecuencia entre su familia y sus camaradas que «Madre […], en fin, simplemente, es una santa». Su madre murió en 1916, mientras él estaba en el exilio en Suiza, y la vio pocas veces durante los últimos veinte años de su vida, pero fue un corresponsal no solo diligente, sino devoto. Desde allí donde lo llevara su deambular por Europa, le escribía con regularidad. Las cartas rara vez versaban sobre política ni sobre su actividad literaria o periodística, sino que en ellas le informaba, en ocasiones con minucioso detalle, de sus disposiciones domésticas, su salud y sus viajes. Muchas son «notas naturales» sobre sus partidas de caza o sobre sus excursiones por los Alpes, pues una de sus grandes pasiones era caminar por las montañas y por campos sin cultivar. Sus cartas a casa siempre están dirigidas a su «Estimada madre» o «Mamushka querida». La última, unas pocas semanas antes de que ella muriera, termina diciendo: «Te mando un cariñoso abrazo, queridísima madre, y te deseo salud». Lenin era petulante, malhumorado e irascible, especialmente a medida que envejecía, pero nunca se quejó de su madre a nadie. Ella fue la única persona hacia la que siempre mostró un amor incondicional. María Aleksándrovna Blank nació en 1835 en San Petersburgo. Su padre era un excéntrico, un rigorista y —un hecho que las autoridades soviéticas mantuvieron estrictamente en secreto tras la muerte de Lenin— judío. Había nacido como Sril (la forma yidis de Israel) Moiséyevich (Moisés) Blank en Odesa, pero mientras estudiaba Medicina, se había convertido al cristianismo ortodoxo y había cambiado su nombre y patronímico a Aleksandr Dmitriyévich. Viajó mucho por Europa después de licenciarse como doctor y se casó con la hija de un adinerado comerciante alemán, Anna Groschopf. Ella era protestante. Bajo las restrictivas leyes religiosas de la Rusia zarista, su esposa tenía que convertirse a la fe ortodoxa, pero ella se negó y crio a sus seis hijos como luteranos.* * Casi con toda seguridad, Lenin no era consciente de sus ancestros judíos. Su hermana Anna descubrió parte de la historia cuando tenía ya más de treinta años, al visitar Suiza por primera vez y conocer a una familia llamada Blank. Le dijeron que lo más probable era que casi todos los suizos con

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Aleksandr Blank empezó como médico del Ejército, luego ocupó un puesto de doctor de la policía y, finalmente, llegó a inspector de hospitales en Zlatoust, en la enorme provincia de Cheliábinsk, en el oeste de Siberia. Esto le otorgó la categoría funcionarial de «consejero del Estado», que le permitía considerarse un noble. Cuando se retiró, en su cincuentena, se registró como miembro de la nobleza de Kazán y compró una finca, Kokúshkino, a unos treinta kilómetros al noreste de la ciudad, con una elegante casa solariega y cuarenta siervos que trabajaban la tierra.2 La madre de María Aleksándrovna murió cuando ella solo tenía tres años. Su padre empezó a vivir con la hermana de su difunta esposa, Ekaterina von Essen, que también era viuda. Se trataba de una relación escandalosa para aquellos tiempos, y Blank quiso dotar a su cuñada de la categoría de una mujer honesta. ese apellido fueran judíos. Luego descubrió que una copa de plata —un tesoro de la familia Blank que había pasado de generación en generación hasta su madre— era del tipo que se utilizaba típicamente en los festivales religiosos judíos. Poco después de la muerte de Lenin, el Instituto Lenin, establecido en 1924 para preservar su legado, pidió a Anna que escribiera una historia definitiva de la familia Uliánov. Esta investigó a fondo y descubrió detalles sobre su abuelo completamente nuevos para ella. No mencionó su trabajo a nadie fuera de la familia durante muchos años. Pero en 1932, poco antes de su muerte, escribió a Stalin y le reveló sus descubrimientos. Fue a su despacho del Kremlin y le entregó la carta en persona. «Probablemente no sea un secreto para ti que nuestra investigación sobre nuestro abuelo revele que procedía de una familia pobre judía», le dijo. Publicar los hechos, dijo, «podía ayudar a combatir el antisemitismo […]. Vladímir Ilich siempre valoró mucho a los judíos y consideró que eran personas de excepcionales habilidades». Stalin leyó con sumo cuidado la carta y le respondió inmediatamente; le ordenó que no dijera «absolutamente ni una palabra de esta carta a nadie». Stalin sentía un odio furibundo hacia los judíos y probablemente comprendía a un nivel visceral, además del correspondiente cálculo político, que no habría ayudado a la causa de los bolcheviques entre los rusos que se hubiera revelado que el fundador del Estado soviético tenía raíces judías. De haberlo sabido el propio Lenin, seguramente no habría dado mucha importancia a la revelación. Como le dijo en una ocasión al escritor Máximo Gorki, «no tenemos mucha gente inteligente. [Los rusos] son una gente con talento. Pero son perezosos. Un ruso brillante es casi siempre un judío o una persona con sangre judía».

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Trató de casarse con ella, pero tal matrimonio era ilegal a ojos de la Iglesia, que negó el permiso a la pareja. El dinero de ella ayudó a comprar la finca de Kokúshkino y allí permanecieron juntos hasta que ella murió en 1863.* La madre de Lenin era un mujer tranquila, tozuda e introvertida, con cabello castaño oscuro y figura esbelta, que sabía vestirse con elegancia, aunque rara vez a la última moda. En la casa de María Aleksándrovna no había ni besos ni abrazos y, por lo general, no animaba a las muestras de afecto. La mujer era la figura dominante de la casa, profundamente respetada y reverenciada por todos sus hijos. «Tenía nuestro amor y obediencia —recordó más adelante Anna, la mayor de los hijos de los Uliánov—. Nunca levantaba la voz y casi nunca recurría a los castigos».3 Era muy sufrida y siempre protegió a sus hijos de las reducidas circunstancias por las que pasarían tras las muertes familiares y de los efectos de la constante atención de la policía secreta. Era frugal, pero nunca actuó con mezquindad. Inteligente y bien educada, nunca apoyó —y a menudo, no comprendió— las radicales opciones políticas de sus hijos. Sin duda alguna, no era marxista ni revolucionaria, pero sabía que lo mejor era no discutir con sus hijos sobre política ni hacer demasiadas preguntas acerca de sus actividades ilegales, por muchos sufrimientos que sus creencias les causaran. Han sobrevivido pocas de las cartas que escribió a su hijo Vladímir, pero en las que nos han llegado apenas menciona temas políticos más que en una ocasión. Para María Aleksándrovna, la familia era lo primero. En diversos momentos de su vida, todos sus hijos adultos estuvieron en la cárcel o en el exilio, en ocasiones varios de ellos a la vez. Siempre se mudaba cerca de la prisión donde estaban o a una ciudad lo más cerca posible de su lugar de exilio. A menu* Aleksandr Blank a menudo escandalizó a la clase media con otras cuestiones aparte de las domésticas. Se enfrentó a sus jefes, aterrorizó a sus subordinados y tenía opiniones muy poco ortodoxas sobre lo que hoy llamaríamos medicina alternativa. Era un gran defensor de la «balneología», que implicaba envolver a los pacientes de pies a cabeza en mantas y toallas mojadas. Creía que estar cubierto de agua era bueno para la higiene y mataba a los gérmenes. El tratamiento no tiene ninguna base científica, pero probablemente acabó con la vida de muchos menos pacientes que las sangrías y el uso de sanguijuelas, prácticas todavía habituales en aquella época.

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do se humillaba y suplicaba a los funcionarios que liberasen a una de sus hijas o hijos, o que los tratasen con más indulgencia. Aunque nunca fue rica, no pasó apuros económicos, y toda su familia dependió de su dinero durante largos periodos. Les enviaba dinero, ropa, libros y comida, y nunca pareció quejarse de lo que le pedían. Vladímir le solicitaba ayuda más que ninguno de sus otros hijos, aunque en ocasiones recibió muchos fondos de otras fuentes. Durante algunos años, Lenin se otorgó un salario en el Partido Bolchevique, pero ganaba poco de sus libros y sus artículos periodísticos. La vida como revolucionario profesional podía ser muy precaria y, a veces, no disponía de mucho dinero en efectivo; hasta bien entrados los cuarenta, no podría haber sobrevivido sin la ayuda regular que le proporcionaba su madre. Vladímir no heredó ni la serenidad ni la paciencia de María Aleksándrovna Uliánova, pero sí otros rasgos de su carácter. «Tan pronto conocí a su madre, descubrí el secreto del encanto de Vladímir Ilich», comentó Iván Baránov, un camarada de los primeros años de Lenin como revolucionario.4 Sus antepasados por parte de padre eran tan problemáticos para los historiadores soviéticos como los que tenía por parte de madre. La última biografía oficial de Lenin publicada en la URSS, que apareció en la década de 1950, declaraba que su padre, Iliá Nikoláyevich Uliánov, procedía de una familia «pobre de clase media baja de Astracán», lo que oculta más de lo que dice. La abuela paterna de Lenin, Anna Alekseyevna Smirnov, era una mujer calmuca analfabeta procedente de Asia Central que poseía el aspecto típico de las mujeres de su etnia. La mayoría de las descripciones físicas de Lenin mencionan sus «ojos mongoles» y marcados pómulos altos, pero los soviéticos suprimieron información sobre sus abuelos de forma sistemática. No habría encajado bien con la cuidadosamente pulida imagen oficial del fundador del bolchevismo, que tenía que presentarse como un gran ruso de cabo a rabo.* * Bajo Stalin, se destruyeron pruebas de la ascendencia calmuca de Lenin. La verdad salió a la luz por casualidad. La novelista armenia Marietta Shaginyan se encontró con uno de los escasos documentos que habían sobrevivido a la censura mientras trabajaba en su libro The Family of the

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Iliá nació en 1831 y sus padres murieron muy jóvenes. Lo crio y recibió una buena educación de su tío Vasili, un próspero sastre y comerciante que regentaba un rentable negocio en Astracán, una apestosa ciudad pesquera del delta donde el Volga se encuentra con el mar Caspio. Consiguió un puesto de profesor de Ciencias y dio clase en una serie de escuelas de secundaria en ciudades de provincias del sur de Rusia. Se casó en 1863 y enseñó en Nizhni Nóvgorod hasta 1869, cuando consiguió un importante ascenso y se convirtió en inspector de escuelas de la región de Simbirsk, un puesto que comportaba la adquisición de un título hereditario de nobleza. De todos los hermanos Uliánov, Vladímir era el que más se parecía a su padre. Iliá Uliánov tenía unos ojos rasgados de color ambarino, una gran frente culminada en una calva abovedada y cabello rojizo que empezó a perder ya a los veintipocos años. Como su hijo, no podía pronunciar bien la «r» y, en ocasiones, mostraba un asomo de ceceo. Era más extrovertido que su esposa y disfrutaba de la compañía de otros. Pasaba mucho tiempo fuera de casa durante su giras de inspección por el enorme distrito escolar que supervisaba. La madre de Lenin, aunque nominalmente luterana, rara vez frecuentaba la iglesia. Su padre era religioso y se aseguró de que sus hijos recibieran una educación ortodoxa como dictaba la tradición rusa. Era un hombre liberal honesto y decente que creía en la reforma gradual y el cambio evolutivo a través de la educación; exactamente el tipo de burgués bienintencionado que su hijo llegaría a despreciar y del que se burlaría más que de un reaccionario a ultranza. Iliá reverenciaba a Alejandro II, el «Zar Libertador», que había emancipado a los siervos en 1861 y había introducido una serie de medidas modestas para modernizar la autocracia de los Romanov. Tras su asesinato en 1881 a manos de terroristas del grupo revolucionario Voluntad del Pueblo, Iliá Uliánov lloró durante días. Asistió al funeral en la catedral de la Sagrada Trinidad de Simbirsk ataviado con el uniforme de gala del servicio civil. Era un miembro del establishment y estaba orgulloso de ello. HasUlyanovs [‘La familia Uliánov’], que se publicó originalmente en una pequeña revista en 1937 y, de inmediato, provocó la ira de las autoridades. No se reimprimió hasta 1957, tras la muerte de Stalin, durante un breve periodo de deshielo cultural en la URSS.

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ta donde se sabe, solo se mantenía en contacto con un conocido «subversivo», el médico de la familia Uliánov, Aleksandr Kadián, a quien la policía secreta había sentenciado al exilio interior y que estaba obligado, según los términos de su condena, a no salir de la ciudad. Sin embargo, su relación fue estrictamente profesional. «Nuestro padre nunca fue un revolucionario —escribió Anna en su breve historia de la familia—. Durante aquellos años, ya entrado en los cuarenta y como cabeza de familia, quería protegernos a nosotros, sus hijos, de esa manera de pensar». Su hermana María estaba de acuerdo. «Padre era totalmente leal al régimen zarista, desde luego que no era un revolucionario —le contó a un joven camarada—. En realidad, no sabemos lo bastante como para decir qué opinión tenía sobre las actividades radicales de los jóvenes». El propio Lenin nunca intentó esconder ni maquillar sus orígenes, aunque los soviéticos después crearon el mito de que el fundador del primer Estado obrero del mundo «salió del pueblo» y tenía «orígenes sociales humildes». Para muchos de los que lo conocían, sus modales y forma de ser eran reveladores. Máximo Gorki, un socialista convencido que había nacido sumido en la más abyecta pobreza y que realmente venía del pueblo, dijo que «Vladímir Ilich tiene la confianza en sí mismo de un “líder”, un noble ruso que muestra algunos de los rasgos psicológicos de esa clase».5


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