Lobas, de Helen Castor

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Lobas



Las vidas de cuatro grandes reinas medievales

Traducción de Cristina Riera Carro, María del Carmen Boy y Alba Pellicer

Barcelona - Madrid - México D. F.



Para Helen Lenygon y en recuerdo de Mary Yates



Ascender a una mujer para que ejerza el poder, la superioridad, el dominio o el gobierno de cualquier reino, nación o ciudad es repugnante por naturaleza, una afrenta a Dios, un hecho contrario a su expresada voluntad y su ordenanza reconocida y, en última instancia, es la subversión del buen orden y de toda equidad y justicia. John Knox, El primer toque de la trompeta contra el monstruoso gobierno de las mujeres, 1558 Sé que poseo el cuerpo de una mujer débil y frágil, pero tengo el corazón y las tripas de un rey, y también de un rey de Inglaterra. Reina Isabel I, 1588



Índice Prefacio.................................................................................13 Los inicios 1. 6 de julio de 1553: El rey ha muerto.........................21 2. Larga vida a la reina..................................................41 Matilde, señora de Inglaterra, 1102-1167 1. El reino se sume en la oscuridad..................................55 2. Mathilda Imperatrix..................................................67 3. Señora de Inglaterra..................................................89 4. Magnífica en su descendencia.................................117 Leonor, una mujer sin parangón, 1124-1204 1. Una mujer sin parangón............................................149 2. La guerra sin amor..................................................179 3. Reina de Inglaterra por la cólera de Dios.................199 4. Sobrepasa a casi todas las reinas de este mundo.......209 Isabel, la dama de hierro, 1295-1358 1. Un hombre que amaba tanto a otro...........................245 2. El más querido y poderoso......................................269 3. «Alguien se ha interpuesto entre mi esposo y yo»....293 4. La dama de hierro...................................................311 Margarita, una mujer formidable, fuerte y trabajadora, 1430-1482 1. Nuestra señora soberana............................................335 2. Una mujer formidable, fuerte y trabajadora............351 3. Fuerza y poder........................................................365 4. La reina nos mantiene.............................................389

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Nuevos comienzos 1. 6 de julio de 1553: Larga vida a la reina..................413 2. Impropio de una dama...........................................427 3. Reina y rey por el mismo tĂ­tulo...............................447 Notas sobre las fuentes y lecturas adicionales.......................457 Listado de ilustraciones.......................................................467 Ă?ndice onomĂĄstico...............................................................467


Prefacio La obra que tiene entre las manos es un intento por escribir el tipo de libro que me encantaría haber leído antes de convertir la historia en mi profesión y en uno de mis placeres. Trata sobre la gente y sobre el poder. Es una obra narrativa, más bien biográficaexplicativa que teórica o de comparación intercultural. He tratado de asentarla en la perspectiva de la gente cuyas vidas y palabras se narran aquí en lugar de plantear un debate historiográfico y he formulado mi propia percepción, hasta donde lo permiten las evidencias, de sus experiencias individuales. Con ello, espero que sus vidas también sirvan para iluminar una historia mucho más importante sobre las preguntas que trataron de resolver y los dilemas a los que se enfrentaron, una que cruza la tradicional línea histórica entre lo «medieval» y lo «propio de los inicios de la Edad Moderna», una frontera artificial que ninguna de ellas habría reconocido ni comprendido. Lo que nos permite observar la evidencia es, por cuestiones evidentes, muy diferente cuando examinamos el siglo xvi hasta el siglo xii. El rostro de Isabel I nos es casi tan conocido como el de Isabel II, y la historia de su vida puede reconstruirse no solo a partir de las abundantes declaraciones de su gobierno, sino también a partir de notas escritas de su puño y letra y de las observaciones personales de cortesanos, embajadores, eruditos y espías. Cuatro siglos antes, con la importante excepción de la Iglesia, la cultura anglosajona era, en su mayoría, oral. La memoria y la oralidad eran los archivos del aprendizaje de la mayoría y la palabra escrita solo lo era para la minoría que conformaba el clero. Si se basa más en la formidable resistencia de la tinta que en la ya desaparecida tradición oral, un historiador o historiadora nunca podrá conocer a Matilde, que casi ocupó el trono en la década de 1140, tan de cerca o tan bien como a su descendiente Isabel. No obstante, sabemos muchísimo sobre lo que hizo Matilde y cómo lo hizo, sobre cómo actuó y cómo reaccionó a la serie de trágicos aconte13


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cimientos de una vida agitada, sobre cómo la veían los demás, ya fuera desde la perspectiva que brinda el campo de batalla o desde la de un scriptorium monástico. Si las fuentes que han sobrevivido no pueden proporcionarnos un íntimo retrato que destila un carácter privado, nos ofrecen, en cambio, la esencia de la colisión entre las relaciones personales y los roles de carácter público que constituían el gobierno dinástico de una monarquía hereditaria. Estas biografías también detallan el grado de transformación y la configuración de los territorios gobernados por la Corona inglesa dentro de un contexto europeo que no conformaba un bloque estático de estados nacionales entrelazados, sino un ruedo impredecible en el que las fronteras retrocedían y fluctuaban con las corrientes cambiantes de la guerra y la diplomacia. Este contexto se desarrolla tras una inconsistencia sistemática que encontramos en las siguientes páginas: he usado distintas formas lingüísticas para distinguir entre coetáneos que compartían un mismo nombre. He optado por no alterar la identificación familiar de los personajes principales con su nombre anglicanizado; con todo, espero que tal diferenciación no solo contribuya a la claridad, sino que, además, refleje un tanto el mundo multilingüe en el que vivieron. Todas las citas de fuentes principales se reproducen con una adaptación [y traducción] actualizada; de vez en cuando, he reajustado mínimamente las traducciones que procedían de textos originalmente en lengua no inglesa. He optado por no salpicar la narración con referencias en forma de notas al pie, sino que los detalles de las fuentes primarias principales y las secundarias que se usan y se citan a lo largo del texto, así como las sugerencias de lecturas complementarias, aparecen al final de este libro. La escritura de este libro me obliga a dar las gracias a muchas personas. En primer lugar, a mi agente, Patrick Walsh, y a mis editores, Walter Donohue, de Faber, y Terry Karten, de HarperCollins, en Estados Unidos. Les agradezco sobremanera su apoyo constante y su experto asesoramiento, así como los consejos perspicaces de Walter en los momentos críticos. Hay tres instituciones que me proporcionaron un marco en el que desarrollar el libro: me siento sumamente afortunada por poder considerar el Sidney Sussex College, en Cambridge, mi alma mater acadé14


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mica; la escuela Ashmount Primary School es una comunidad de la que me siento privilegiada de haber formado parte, al menos durante unos años, y la biblioteca Hornsey (y su cafetería) me ofrecieron un refugio sin el que quizá nunca habría terminado de escribir este libro. Espero que sea evidente lo mucho que he aprendido de otros historiadores que trabajan en este campo, muchos de los cuales son amigos y compañeros, pero entre todos ellos debo mencionar en especial a John Watts, quien encontró el tiempo para leerse una buena parte del libro, lo cual tuvo unas consecuencias inestimables. También espero que mis amigos y mi familia sepan lo mucho que su generosidad, apoyo e inspiración me han supuesto: gracias de todo corazón a todos y, en especial, a Barbara Placido y Thalia Walters, las mejores vecinas que he tenido y tendré. Debo más de lo que puedo expresar a Jo Marsh, Katie Brown y Arabella Weir por su amistad sin límites, su fuerza y su sabiduría cuando más las necesitaba. Mis padres, Gwyneth y Grahame, y mi hermana, Harriet, han leído todas y cada una de las palabras aquí incluidas con una comprensión y una atención por el detalle que me dejarían anonadada si no estuviera tan ocupada dándoles las gracias, por todo esto y por muchísimo más. Y quiero agradecer especialmente, con todo mi corazón, a mis chicos, Julian y Luca Ferraro. Este libro lo dedico a dos de los profesoras de historia más inspiradoras que nunca habría imaginado que tendría.



LOS INICIOS


Enrique VII = Isabel de York

Arturo = Catalina de Aragón

Jacobo IV (1) = Margarita = (2) Archibald de Escocia Douglas, conde de Angus

María de = Jacobo V Guisa de Escocia

Margarita Douglas = Mateo Estuardo, conde de Lennox

Francisco II (1) = María, reina = (2) Enrique, lord de Francia de Escoica Darnley James Hepburn, (3) = conde de Bothwell Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra

Henry Brandon

Guildford = JUANA Dudley GREY


Enrique VIII = (1) Catalina de Aragón = (2) Ana Bolena = (3) Juana Symour = (4) Ana de Cléveris MARÍA I = (5) Katherine Howard = = (6) Katherine Parr Felipe II de España

ISABEL I Eduardo VI Katherine = Charles Brandon, (2) = María = (1) Luis XII de Francia Willoughby duque de Suffolk Charles Brandon

Frances Brandon = Henry Grey, duque de Suffolk

Eleanor Brandon = Enrique Clifford, conde de Cumberland

Catalina Grey

María Grey

Margaret Clifford



1 16 de julio de 1553 El rey ha muerto El muchacho que yacía en la cama tan solo tenía quince años. Había sido apuesto, tal vez incluso hacía unas semanas, pero ahora tenía el rostro hinchado y desfigurado por la enfermedad y por los tratamientos que le habían prescrito sus médicos en un intento por prevenir los estragos de tal afección. Su crisis ya no podía ignorarse. Los ojos, vacíos y grises, estaban inyectados en sangre y la piel, lívida, que otrora había sido translúcida como dictaba la moda, estaba salpicada de llagas. La tos desgarradora y ensangrentada que durante meses había sido incesante y agotadora de pronto parecía más temible debido a su ausencia: cada aspiración superficial se cobraba un precio físico y evidente. Los mechones de pelo que colgaban del cráneo pelado estaban mojados por el sudor y los dedos hinchados que se aferraban con fuerza a las finas sábanas de lino no tenían uñas, eran muñones gangrenosos. Eduardo VI, rey de Inglaterra, Francia e Irlanda por la gracia de Dios, defensor de la fe y cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra, se estaba muriendo. Era el hijo menor de Enrique VIII, ese rey tan escandalosamente carismático cuya obsesiva búsqueda del heredero varón había transformado el panorama espiritual y político de su reino. De los diez hermanos mayores del muchacho, siete habían muerto en el vientre materno o recién nacidos. Un hermano, un bastardo llamado Henry Fitzroy —nombrado duque de Richmond y Somerset, conde de Nottingham, lord almirante de Inglaterra y jefe del Consejo del Norte cuando solo contaba con seis años gracias a un padre que lo adoraba—, cumplió los diecisiete antes de perecer a causa de una infección pulmonar un año antes del nacimiento de Eduardo. Las dos hermanastras que 21


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lo sobrevivieron, la pálida y beata María y la lista Isabel de ojos negros, habían llegado al mundo rodeadas de banquetes, campanas y hogueras como herederas del trono Tudor, pero habían sido declaradas ilegítimas —María a los diecisiete e Isabel cuando solo era una pequeña de dos años— cuando Enrique había repudiado a cada una de sus madres. Así pues, cuando Eduardo nació, en la madrugada del 12 de octubre de 1537, no solo era el único hijo varón del rey, sino que era el único descendiente de Enrique cuya legitimidad no estaba en entredicho. «El tesoro de Inglaterra», lo denominaron los panegíricos, y Enrique no escatimó en cuidados para salvaguardar su «joya más preciada». Cuando el bebé contaba con dieciocho meses, el príncipe disponía de un servicio doméstico completo propio conformado por un chambelán, un vicechambelán, un mayordomo y un tesorero, así como una institutriz, una nodriza y cuatro «mecedores» de la cuna real, y todos habían jurado mantener un régimen meticuloso de higiene y seguridad siempre que estuvieran cerca del joven a su cargo. A pesar de que el rey no podía hacer nada para cambiar el hecho del que el niño no tenía madre —aunque Jane Seymour, la tercera reina de Enrique, había estado presente en el bautismo a la luz de las antorchas tres días después de haber dado a luz, había muerto dos semanas más tarde—, al final le había proporcionado una madrastra cuyo intelecto y amabilidad calaron hondo en el muchacho. Katherine Parr, la sexta esposa del rey, era una mujer inteligente, compasiva y llena de vida que se hizo amiga de los tres vástagos reales. Ya mantenía una estrecha relación con la princesa María, a quien había servido como dama de honor, y a los pequeños, Isabel, de nueve años, y Eduardo, de cinco, les ofreció un calor maternal que nunca habían conocido y alentó su desarrollo intelectual al mismo tiempo que los envolvía con una imitación aceptable de la vida de una familia funcional. «Mater carissima», la llamaba Eduardo, «madre queridísima», quien ocupaba «el lugar preeminente de mi corazón». Sin embargo, Enrique murió en enero de 1547, convertido en una mole hinchada y decrépita. Y Eduardo, que se convirtió en rey cuando solo tenía nueve años, tampoco pudo seguir contando con el apoyo de su querida madrastra. La confianza que le tenía se rompió cuatro meses después de la muerte de su padre debido a que Katherine volvió a casarse enseguida con el tío materno del 22


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rey, el apuesto Thomas Seymour. Esta murió al cabo de poco más de un año, después de dar a luz a su único vástago, una hija que vivió pocos años y que bautizaron con el nombre de Mary. El joven rey se encontró con una familia fragmentada. Thomas Seymour, un imprudente y ambicioso empedernido, cayó en desgracia debido a sus desmesuradas conspiraciones al cabo de tan solo seis meses de la muerte de su esposa. Lo condenaron por traición y lo ejecutaron en marzo de 1549 bajo la autoridad del protectorado gobernado por su hermano, el duque de Somerset. Y tan solo siete meses después, en enero de 1552, el mismísimo duque de Somerset fue derrocado y decapitado en la colina de la Torre. Eduardo había perdido a su padre, a su madrastra y a dos tíos en el transcurso de cinco años. Todavía le quedaban sus hermanastras, pero no mantenía una relación estrecha y directa con ninguna de las dos. Él y María, que le sacaba veintiún años, se tenían un cariño enternecedor, pero se habían distanciado irrevocablemente a raíz de las agitaciones religiosas que había provocado la enrevesada historia matrimonial de su padre. En 1527, Enrique había decidido con una férrea determinación que iba a conseguir la anulación de su matrimonio con su primera mujer, la madre de María, Catalina de Aragón. No obstante, el papa —que en ese momento se encontraba atrincherado en el castillo de Sant’Angelo mientras el sobrino de Catalina, Carlos V de España, emperador del Sacro Imperio Romano, saqueaba la ciudad de Roma— no se encontraba en una situación en la que pudiera concederle a Enrique el divorcio que con tanta urgencia deseaba. Y si la autoridad papal no aprobaba los dictados de la conciencia de Enrique, entonces, según el parecer de Enrique, ya no estaba aprobada por Dios. Convencido de que la bendición de un hijo y heredero se le había negado porque su unión con Catalina estaba mancillada debido a su matrimonio anterior con su hermano Arturo —y con la intención de engendrar tal bendición con la cautivadora Ana Bolena—, Enrique rompió sus relaciones con Roma y se autoproclamó cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra. Para el rey, era un asunto de jurisdicción, no de doctrina. En cuanto a los principios fundamentales de su fe, Enrique siguió siendo católico hasta el fin de sus días. Sin embargo, en un contexto en el que las ideas de los reformadores protestantes ganaban cada vez más adeptos por toda Europa, se demostró imposible seguir en la línea de que la nueva Iglesia de Inglaterra era solo otra 23


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forma de catolicismo ortodoxo sin la figura del papa. A pocos de los súbditos de Enrique que compartían con su rey el conservadurismo doctrinal se les hizo tan fácil como al monarca desentenderse del poder espiritual del «obispo de Roma». Mientras tanto, el apoyo más ferviente de la supremacía real procedía de quienes ansiaban un cambio religioso más radical. Por consiguiente, la educación de Eduardo se encomendó a simpatizantes protestantes. Enrique, por supuesto, esperaba que estos suscribieran punto por punto su propio tipo idiosincrático de teología combinada, pero su influencia en un muchacho que más adelante describiría al papa como «el verdadero hijo del diablo, un mal hombre, un anticristo y un tirano abominable» era más que evidente. María, por otro lado, había crecido con la generación anterior, cuando su padre aún defendía la fe de Roma ante el desafío que representaba el apóstata Lutero. La nueva religión propugnada por su hermano no podía ser sino un anatema para ella, puesto que la reivindicación del honor de su madre y de su propia legitimidad como hija estaba inextricablemente ligada a la observancia de la autoridad papal. Desde 1550, la intransigencia mutua los precipitó a una amarga disputa debido a la insistencia de María de celebrar misas en su casa, un desafío directo a las proscripciones del gobierno protestante de Eduardo. Entre Eduardo e Isabel no existía tal brecha espiritual. Isabel era la encarnación de la Reforma anglicana: hija de Ana Bolena, había nacido después de que Enrique hubiera usado su nueva autoridad como cabeza suprema de su propia Iglesia para validar el divorcio que el papa le había negado. Igual que el vínculo con Roma era parte indisoluble de la herencia de María, separarse de esta formaba parte de la de Isabel. Y, del mismo modo que Eduardo, había sido expuesta a esta «nueva enseñanza» tanto a través de su educación de carácter humanista como a través de las influencias evangélicas que existían en el concurrido hogar de Katherine Parr. Así pues, seguir las directrices de la Reforma protestante iniciada por los ministros de Eduardo no suponía para Isabel ninguna crisis de conciencia. La princesa adolescente adoptó el sobrio vestido sin adornos que recomendaban los reformistas con tanta austeridad que Eduardo se refirió a ella como «mi querida hermana Templanza». (Observadores más cínicos apuntan no solo a la conveniencia política de esta devoción ostentosa, sino también a lo bien que encajaba este estilo austero con su juventud 24


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y atractivo, un contraste manifiesto con el efecto desfavorecedor de los vestidos sumamente enjoyados que vestía María, de treinta y cinco años). Con todo, la sutil inteligencia de Isabel poseía una naturaleza distinta a la profunda y dogmática devoción de su hermano y su hermana, aunque es cierto que este parecido temperamental entre Eduardo y María colocó a cada uno a un lado de una brecha religiosa insalvable. Isabel era precavida, pragmática y atenta, siempre consciente de la inestabilidad amenazadora de un mundo en el que su padre había ordenado el asesinato judicial de su madre antes de su tercer cumpleaños. No recordaba la época en la que su estatus y su seguridad no habían estado, en el mejor de los casos, supeditados a algo y, en el peor, en una situación explícitamente precaria. Como consecuencia, mantenía sus relaciones políticas y sus devociones religiosas con una flexibilidad diplomática más que con el absolutismo emocional con el que lo hacían sus hermanos. («Hoy —dijo cuando se le comunicó la ejecución de Thomas Seymour— ha muerto un hombre de suma inteligencia y poco criterio», una reacción astuta y sorprendentemente opaca por parte de una joven de quince años que no había sido inmune a los encantos de Seymour y que había evitado tan solo por los pelos no verse envuelta en los enredos fatídicos de los planes grandiosos que albergaba aquel). A pesar de su aparente compatibilidad religiosa, Eduardo e Isabel no mantenían una relación muy cercana. Los reunieron en enero de 1547 para comunicarles la muerte de su padre —se abrazaron y sollozaron juntos ante tales nuevas—, pero en los años posteriores se vieron en raras ocasiones. Con todo, que el joven rey no contara con el apoyo emocional y político de sus familiares más directos en la corte tampoco importaba demasiado, puesto que, un día, Eduardo se casaría y formaría una familia propia. Lo habían prometido formalmente en matrimonio en 1543, cuando tenía cinco años, con su prima María Estuardo, reina de Escocia, que entonces contaba con siete meses. No obstante, los escoceses no estaban satisfechos con las repercusiones de tal acuerdo matrimonial —que amenazaba con someter Escocia al reino de Inglaterra— por la misma razón por la que los ingleses lo esgrimían. No es de extrañar, pues, que los escoceses se resistieran a los intentos posteriores de reforzar el tratado mediante un «duro cortejo» por parte del Ejército inglés, que arrasaba con las tierras 25


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bajas de Escocia, y que, en 1548, se llevaran a María a París para renovar la antigua alianza entre Escocia y Francia al casarla con el delfín, que entonces tenía cuatro años, heredero del trono de Francia. Más adelante se propuso una esposa francesa —la hermana del delfín, Isabel— para Eduardo, pero en el ínterin había hallado la amistad dentro de su casa, con los muchachos con los que compartía la educación. Sus compañeros del alma eran Henry Sidney, cuyo padre era cortesano en la casa de Eduardo; los primos de Sidney: Henry Brandon, el joven duque de Suffolk, y su hermano Charles, y Barnaby Fitzpatrick, hijo y heredero de un lord irlandés venido a menos. En 1551, enviaron a Fitzpatrick a Francia para que terminara su formación como cortesano y soldado, pero Eduardo mantuvo una cariñosa correspondencia con su «querido y amado amigo», a pesar de que Barnaby no cumpliera con la petición más seria del rey: «Hasta el punto de que veamos cómo sacas provecho de tu estadía en Francia —escribió Eduardo de todo corazón—, nos alegraría recibir cartas de vuestra parte escritas en francés, y así os responderemos». El joven monarca y sus amigos aprendían de la mano de algunos de los mejores eruditos humanistas que había en Inglaterra. Eduardo dominaba el latín antes de cumplir los diez años. No solo era capaz de conversar con elocuencia en esta lengua y de componer textos prosaicos, sino que también había leído y memorizado volúmenes de textos clásicos y bíblicos. En los siguientes años, adquirió un dominio fluido del griego y del francés y al menos unas nociones rudimentarias de italiano y de español a través de una enseñanza no solo de carácter lingüístico, sino también retórico, filosófico y teológico. Leer a Cicerón, Platón, Aristóteles, Plutarco, Heródoto y Tucídides le proporcionó una base intelectual para su oratio semanal, un ensayo en forma de declamación escrito de forma alterna en griego y latín que se le exigía que pronunciara delante de sus tutores cada domingo. Estudiaba matemáticas y astronomía, cartografía y navegación, estrategia política y militar y música, y era capaz de tocar tanto el virginal como el laúd. Su «inclinación por aprender» era innegable, pero sus intentos de emular las condiciones atléticas naturales por las que habían admirado a su padre, tan lleno de vida, no fueron igual de satisfactorias. Cuando era un muchacho, Enrique había destacado por ser un experto jinete y hábil en las justas. Había sido un 26


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hombre alto y corpulento, como su abuelo materno, Eduardo IV: ambos medían más de un metro ochenta y eran reconocidos por toda Europa debido a su destreza física y su belleza llamativa (al menos, antes de que el gusto por el exceso, que también ambos compartían, causara estragos en su físico y en su salud). Eduardo VI, en cambio, había heredado la complexión delgada de su madre, así como sus cabellos rubios y sus ojos grises, y tenía la tendencia, según algunos informes, de elevar el hombro izquierdo más que el derecho. Montaba bien a caballo y cazaba con regularidad, pero los documentos que han sobrevivido y que relatan sus primeros intentos en los torneos, donde tanto había destacado su padre, sugieren que no era una palestra en la que fuera a sentirse como en casa enseguida. En la primavera de 1551, Eduardo lideró a un grupo de amigos vestidos con los mismos colores, seda negra y tafetán blanco, contra un equipo rival vestido de amarillo que capitaneaba el joven conde de Hertford en una competición deportiva que consistía en «correr al aro», es decir, arremeter, lanza en ristre, contra un aro de metal que colgaba de un poste; la victoria era para el jinete que consiguiera llevárselo en la punta de la lanza. «El grupo amarillo se lo llevó en dos ocasiones de ciento veinte envites —observó el rey, desconsolado—, y mi grupo lo tocó más veces, pero no contó, y ninguna se lo llevó, lo cual se me antoja bastante extraño, así que perdimos el premio». Sin embargo, aunque parecía poco probable que llegara a rivalizar con las proezas caballerescas que había realizado su padre, no se notaba que el muchacho, solemne y delgado, fuera frágil. Al principio de su infancia, la política, más que un examen médico, había dictado los informes sobre la salud de Eduardo que se transmitían a los embajadores extranjeros que acudían a la corte de su padre. Cuando se estaba planteando una alianza matrimonial con los franceses, el enviado de Francisco I le comunicó a su monarca que Eduardo, de cuatro años, era «hermoso, fuerte y asombrosamente grande para la edad que tiene». Cuando las negociaciones fracasaron, observó que el príncipe poseía «una debilidad natural» y que probablemente moriría joven. En realidad, Eduardo había sufrido tan solo dos enfermedades graves: la malaria, que había contraído en el palacio de Hampton Court justo después de cumplir los cuatro años, en otoño de 1541, y de la que se recuperó completamente en cuestión de semanas, y un ataque de lo que le fue diagnosticado como sarampión y viruela a principios de abril 27


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de 1552. De nuevo, su recuperación fue rápida. El 23 de abril de ese mismo año había recobrado las fuerzas lo suficiente para vestir los pesados ropajes ceremoniales de la Orden de la Jarretera el Día de San Jorge en la abadía de Westminster, y el 2 de mayo, Eduardo escribió a su mejor amigo, Barnaby Fitzpatrick, para disculparse por la interrupción que se había producido en su correspondencia. Se había visto «un poco aquejado de viruela —le dijo—, […] pero ahora ya nos hemos recuperado». Era consciente de la suerte que había tenido. Un año antes, había recorrido a caballo las calles de Londres ataviado con toda su armadura para acallar los rumores que afirmaban que había sido víctima de la epidemia del sudor inglés que había asolado el sur de Inglaterra. Sin embargo, ese despliegue de realeza desafiante no protegió a sus amigos de tan virulenta enfermedad. El misterioso sudor inglés había llegado a las costas inglesas al mismo tiempo que lo había hecho la dinastía Tudor: hacía tan solo medio siglo, tal vez traída a través del canal de la Mancha por los mercenarios franceses que habían luchado en nombre del abuelo de Eduardo, el futuro Enrique VII, en la batalla de Bosworth. En ese momento era una enfermedad endémica —el brote de 1551 era el quinto que se producía desde 1485— y mortal. Ese verano, sus aterradores síntomas (a saber: fiebre, mareos, fuertes dolores de cabeza, erupciones cutáneas, dolor en las extremidades y sudores intensos) aparecieron en el St. John’s College, en Cambridge, donde estudiaban Henry y Charles Brandon, el duque de Suffolk y su hermano. Estos partieron del pueblo tan pronto como pudieron, pero ya era demasiado tarde. Henry Brandon murió el 14 de julio. Charles heredó el título de su hermano en su lecho de enfermo y fue duque de Suffolk durante los treinta minutos que sobrevivió a su hermano. Tenían, respectivamente, dieciséis y catorce años. Eduardo ya era consciente de la fragilidad de la vida, y disponía de su fe inflexible para aliviar su duelo. Sin embargo, las muertes de los hermanos Brandon ensombrecieron la corte ese verano a pesar de la fastuosa recepción que se celebró en honor de los tres nobles emisarios que mandó el rey de Francia, Enrique II, para investir a Eduardo con la caballeresca Orden de San Miguel. La visita fue bastante bien, pero varios de los presentes, tanto franceses como ingleses, entre los que se contaba el tutor principal de Eduardo, John Cheke, manifestaron su preocupación por 28


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la presión incesante volcada sobre el monarca, de trece años, con esa elaborada coreografía diplomática, además de la acostumbrada presión impuesta por su educación y por las reuniones diarias de su Consejo Privado. La enfermedad de Eduardo la primavera siguiente intensificó tales preocupaciones, pero el verano de 1552 estaba lo bastante fuerte para acometer una desfilada majestuosa por Sussex, Hampshire, Wiltshire y Dorset, y concedió a algunos de sus súbditos más acaudalados el costoso honor de agasajar a su monarca y a su séquito, enorme e imponente, durante días en cada ocasión. Durante el viaje, Eduardo mandaba boletines con regularidad a Barnaby Fitzpatrick, que en ese momento se encontraba sirviendo en el ejército de Enrique II en Nancy. «Mientras estabas ocupado matando a los enemigos —le dijo a su amigo—, con largas marchas, travesías dolorosas, calor extremo, grandes escaramuzas y asaltos diversos, nos hemos ocupado matando bestias salvajes, con viajes de placer, buena comida y con ver la hermosa campiña, y preferiría descubrir cómo reforzar nuestro país que echar a perder el de otro hombre». Era evidente —por mucho que el mismo Eduardo se negara a admitirlo— que en ese momento incluso esas distracciones agradables ponían a prueba sus fuerzas. Sin embargo, no parecía haber razones para preocuparse de verdad por su salud cuando, por Navidad, la corte se volcó en una celebración extravagante de las festividades bajo la dirección del «Señor del Desgobierno», un caballero que pertenecía a la casa real y que se transformaba de forma temporal en el cabecilla anárquico del entretenimiento de la época navideña. Sin embargo, en la Pascua de 1553, las festividades de la corte (y con ellas, la salud del monarca) habían dado un giro que no auguraba nada bueno. Ese abril, en el palacio de Westminster, el Señor de las Festividades presentó un cortejo de valientes griegos que llevaban cabezas «con forma de león, cuya boca devoraba la cabeza de los hombres a modo de casco», acompañados por sátiros que portaban antorchas y cada uno de los cuales llevaba un par de «piernas de buey y pies falsos». Pero después de la música y de las vueltas al son amenazador de un solo tambor venía la «Máscara de la Muerte», un desfile macabro de figuras espectrales, cada una con «una doble máscara, un lado como un hombre y el otro como la muerte», que también llevaban escudos adornados con cabezas de animales muertos. Y para entonces, mientras los acto29


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res corrían y brincaban, empezaba a emerger la posibilidad horripilante de que Eduardo estuviera contemplando un cuadro vivo de su propio sino. Sus médicos no lo sabían, pero un ataque de sarampión, como el del cual el rey se había recuperado hacía un año, puede eliminar la resistencia de la víctima a la tuberculosis. Y a principios de febrero de 1553 —tan solo dos meses antes de que la Máscara de la Muerte se presentara en el gran salón de Westminster— Eduardo había contraído un resfriado con fiebre y congestión en el pecho del que no era capaz de reponerse. Al cabo de seis semanas, seguía confinado en sus aposentos y el embajador de Carlos V, Jehan Scheyfve, informó al emperador con un francés cifrado: «Y, al parecer, está muy débil y delgado, además de que sé de buena tinta que sus doctores […] son de la opinión de que el más mínimo cambio podría poner su vida en grave peligro». En abril, Eduardo se recuperó lo bastante para que se le permitieran salidas breves y supervisadas con celo bajo el sol de primavera en los jardines de Westminster, y después de las fiestas de Pascua lo envolvieron en terciopelo y pieles para transportarlo por el Támesis en barcaza hasta su palacio favorito en Greenwich, y los grandes cañones de la Torre de Londres retumbaron para saludarlo cuando la flotilla real pasó por delante. Al cabo de dos semanas, sin embargo, el embajador Scheyfve observó que el rey solo se había dejado ver fuera una sola vez desde que había llegado. A una «fuente de confianza» se le había escapado que Eduardo se estaba consumiendo y que su tos convulsa iba ahora acompañada de sangre y de un esputo alarmantemente manchado. En público, los consejeros del monarca se afanaban en sostener la farsa de que su recuperación era inminente. El 7 de mayo, John Dudley, duque de Northumberland, el político despiadado que había reemplazado al tío de Eduardo, el lord protector Somerset, como canciller en 1549 anunció con firmeza que «nuestro rey soberano con regocijo empieza a mejorar y a reponerse». No obstante, Scheyfve no tenía dudas sobre la mano de hierro que había tras tales afirmaciones aterciopeladas. Los doctores reales, cuya infortunada responsabilidad era ser testigos del lento deterioro del monarca, habían solicitado una nueva opinión médica y se habían incorporado refuerzos a sus filas, pero todos los que trataban a Eduardo tenían «estricta y expresamente prohibido, so pena de muerte, mencionar a cualquiera detalles particulares 30


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sobre la enfermedad o el estado del monarca», redactó el embajador. Mientras tanto, los rumores que corrían por las calles de la capital sobre el deterioro de su salud se aplacaban a la fuerza: a tres londinenses a quienes se había oído comentar que el rey se estaba muriendo les cortaron las orejas como castigo. El propio Eduardo recibió presiones para cumplir con sus obligaciones en un intento de poner freno al aluvión de rumores y contrarrumores. En ese momento ya estaba demasiado débil para dejarse ver fuera o incluso para estar de pie sin ayuda, pero el 20 de mayo lo sostuvieron ante la ventana del palacio de Greenwich para que contemplara cómo tres grandes naves zarpaban por el Támesis en un viaje de exploración planeado y organizado por el cartógrafo veneciano Sebastián Caboto. Capitaneados por sir Hugh Willoughby y pilotados por el prodigioso oficial Richard Chancellor, el Bona Esperanza, el Bona Confidentia y el Edward Bonaventure se habían financiado a través de una sociedad por acciones de mercaderes y cortesanos y tenían la intención de encontrar un itinerario que atravesara los mares nororientales hasta las rutas comerciales de China. Era un espectáculo para la vista: las altas naves y sus respectivas tripulaciones se apiñaban en cubierta vestidos de azul pálido al zarpar mientras los cañones retumbaban y el gentío vitoreaba. Afianzado dolorosamente tras el cristal ornamentado de Greenwich, Eduardo no podía saber que dos de los tres navíos que zarpaban con tantas esperanzas nunca volverían a ver Inglaterra. La pequeña flota se separó durante una tormenta ante la costa noruega al cabo de poco más de dos meses. Richard Chancellor, que estaba al timón del Edward Bonaventure, llegó al puerto de San Nicolás, en el mar Blanco, y siguió adelante en trineo hasta Moscú, donde sus tentativas de acercamiento al zar, Iván el Terrible, instauraron privilegios comerciales ingleses con tanto éxito que la Compañía de China se convirtió en la Compañía de Moscovia de inmediato a su regreso. Sin embargo, Hugh Willoughby —un destacado soldado que había implorado que le concedieran esa comandancia a pesar de no tener experiencia en el mar— no tuvo tan buena suerte. Sin disponer de la experta guía de Chancellor, el Bona Esperanza y el Bona Confidentia serpentearon por la costa de Rusia irremediablemente perdidos, hasta que en septiembre echaron ancla en aguas árticas, en la costa deshabitada de Laponia. Al verano siguiente, unos pes31


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cadores rusos encontraron los navíos cubiertos de hielo con los cuerpos congelados de Willoughby y su tripulación. Eduardo, cuyo escritorio negro y dorado a menudo estaba plagado de mapas y atlas junto a su cuadrante y su astrolabio de latón, se había emocionado con los planes ambiciosos de Caboto, y el duque de Northumberland, que encabezaba el gobierno del joven monarca, era un exlord almirante de Inglaterra que había jugado un papel decisivo para traer a Caboto de España a Londres y para reunir a la acaudalada organización que iba a financiar la misión de Willoughby. No obstante, en mayo de 1553, mientras las tres naves desaparecían entre la bruma, Northumberland no tuvo tiempo de saborear los frutos de su trabajo. A pesar del optimismo beligerante de los pronunciamientos públicos del duque, era evidente que Eduardo no iba a sobrevivir para presenciar el regreso del navío que llevaba su nombre. No se lo volvió a ver en las ventanas de palacio, pues en ese momento apenas era capaz de salir de la cama y tenía fiebre constantemente. No dejaba de toser y se le empezaron a hinchar el rostro y las piernas. Los nocivos tratamientos que le administraban sus doctores, preocupados, se tornaron aún más opresivos: le afeitaron la cabeza para permitir la aplicación de cataplasmas en el cráneo y los estimulantes recetados como «reconstituyentes» no le permitían descansar a menos que tomara grandes dosis de opiáceos. Las conversaciones entre susurros que se producían en los pasillos de Greenwich y Westminster ya no versaban sobre si el rey moriría o no, sino sobre cuándo lo haría. Ahora todo dependía de quién iba a sucederlo, y esta era una cuestión de una incertidumbre aterradora. Enrique VIII había movido cielo y tierra —casi de forma literal, dada la conmoción que provocó en las vidas espirituales de sus súbditos— para asegurarse de que lo sucedería un hijo, no una hija. Al final, todas sus esperanzas se habían depositado sobre las delgadas espaldas de un muchacho que había demostrado ser demasiado frágil para cargar con ellas. Y, por extraordinario que parezca, no quedaba nadie que pudiera reclamar el título de rey de Inglaterra. Por primera vez en la historia del reino, todos los aspirantes a la corona que Eduardo estaba a punto de ceder eran mujeres. Esta falta sin precedentes de un rey a la espera era consecuencia, en parte, de la paranoia de los Tudor sobre la solución diluida de sangre real que corría por las venas de esta familia. Cierto es 32


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que Enrique VII, el primer monarca Tudor, podía detallar su ascendencia hasta Eduardo III, el poderoso rey guerrero que había gobernado Inglaterra en el siglo xiv. Sin embargo, esa ascendencia pasaba por los Beaufort, vástagos ilegítimos de Juan de Gante, hijo de Eduardo III (una familia bastarda que más tarde fue legitimada por una ley del Parlamento, pero que explícitamente los excluía de la línea de sucesión real). La obtención de la corona por parte de Enrique VII en la batalla de Bosworth, en 1485, estaba, por tanto, enteramente relacionada con los efectos impredecibles de la guerra civil y no con el derecho de nacimiento. El derecho al trono de Enrique VIII era menos endeble gracias a su madre, Isabel de York, hija mayor de Eduardo IV y hermana de los príncipes asesinados en la Torre de Londres. Sin embargo, ninguno de los dos Enriques habría admitido nunca que su papel fue más trascendental que el de ser la esposa adecuada para el «legítimo» monarca Tudor. Mientras tanto, ambos reyes se habían enfrascado en una matanza selectiva de los representantes que habían sobrevivido de la línea de sangre Plantagenet. Pocos de los primos reales de Isabel de York murieron en la cama: a algunos les segaron la vida en el campo de batalla y otros perecieron a manos del verdugo. La violencia había conducido a los Tudor al trono y esa misma violencia los dejó en ese momento sin rivales en su posesión del trono. Con todo, esta nueva dinastía era un pimpollo en comparación con el árbol genealógico de la familia Plantagenet y había concebido a pocos muchachos para llenar las ramas. Enrique VII había sido el hijo único de una madre de treinta años que nunca había vuelto a quedarse embarazada, y él engendró ocho hijos: solo cuatro sobrevivieron a la infancia y, de ellos, el mayor, Arturo, murió cuando tenía quince años, de modo que solo quedó un hermano menor, el futuro Enrique VIII, y dos hermanas, Margarita y María. Las dos princesas Tudor tuvieron matrimonios de conveniencia diplomática que duraron poco pero que fueron magníficos: Margarita con el rey de Escocia y María con el rey de Francia. Ambas contrajeron matrimonio de nuevo tras enviudar, Margarita con Archibald Douglas, conde de Angus, un poderoso lord escocés, y María —con unas prisas empecinadas, tan solo unas semanas después de la muerte de su primer marido— con Charles Brandon, duque de Suffolk, el apuesto mejor amigo de su hermano, el rey Enrique. 33


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En 1553, Enrique VIII y sus hermanas, Margarita y María, estaban muertos y enterrados. Mientras el hijo de Enrique, Eduardo, oscilaba entre plegarias fervientes y delirios febriles, todos los ojos se posaron en sus hermanas y primas, las posibles rivales por el trono. Y la perspectiva no era tranquilizadora. Por un lado, estaban las dos hermanastras de Eduardo, María e Isabel, quienes habían sido declaradas ilegítimas hacía más de quince años. También estaba María Estuardo, la reina de los escoceses, que tenía diez años de edad y era nieta de Margarita Tudor en virtud de su primer matrimonio, el monárquico, y que en ese momento vivía en París como futura esposa del heredero del trono de Francia. El segundo matrimonio de Margarita —una relación violenta y tempestuosa que había terminado en divorcio— la había dejado con una sola hija, Margarita Douglas, cuya legitimidad se había cuestionado a raíz de la separación de sus padres. Estaba, por otro lado, Frances, la única hija viva de la unión amorosa entre María Tudor y su segundo marido, Charles Brandon, y Frances, a su vez, era en ese momento madre de tres niñas: Jane, Katherine y Mary Grey. La hermana pequeña de Frances, Eleanor Brandon, había muerto hacía unos años, pero también había engendrado una hija, Margaret Clifford. En estas nueve mujeres —la mayor estaba cerca de los cuarenta y la menor todavía no tenía los diez— residían las últimas esperanzas de la dinastía de los Tudor. Por extraordinario que parezca, su género fue el centro de la poca discusión que hubo en la tensa situación que se originó en mayo de 1553. Al fin y al cabo, era lo que tenían en común. Lo que entonces importaba era lo que las separaba: problemas de principios (cuestiones relativas al nacimiento y a la fe) y los cálculos políticos urgentes que identificarían a la siguiente monarca entre ellas. Enrique VIII no había tenido dudas sobre cuál era el factor determinante de la sucesión en caso de que le ocurriera lo peor a su único hijo: su propia sangre, había anunciado, debía prevalecer. El derecho de su hija mayor, María, y luego de su segunda hija, Isabel, a heredar la corona después de su hermano se ratificaba en la ley de sucesión de 1544 y se confirmaba en las últimas voluntades de su padre, a pesar de la insistencia férrea de Enrique de subrayar, en otros contextos, su ilegitimidad. Como homenaje a la autoridad personal y abrumadora de Enrique, la tácita contradicción entre la bastardía de sus hijas (que se había consagrado en un estatuto en la década de 1530) y su conside34


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ración de herederas no se puso en entredicho mientras el monarca vivió. Sin embargo, en 1553, el viejo rey llevaba seis años muerto y ni siquiera su espíritu aterrador inspiraba obediencia desde la tumba. Tanto era así que el ímpetu por dejar de lado los derechos de su descendencia era el resultado del proceso contencioso por el que la encarnación fundamental de su reinado, la Iglesia de Inglaterra posterior a su reforma, también se había abandonado. Desde que había muerto en 1547, los sucesivos regímenes, liderados por los duques de Somerset y Northumberland, habían desmantelado el conservadurismo doctrinal de la institución religiosa de Enrique en pro del protestantismo evangélico en el que creía con tanto fervor su joven monarca. Durante siglos, las iglesias de Inglaterra se habían llenado de la estampa, los sonidos y los olores de la liturgia católica, de las notas de la misa en latín que resonaban en el aire, que se tornaba visible debido a la presencia de los santos, que tomaban forma no solo a través de pedazos de carne y hueso que se guardaban con sumo celo, sino también en imágenes pintadas sobre yeso y realizadas en vidrio, piedra, madera y alabastro. Sin embargo, en solo dos años las iglesias parroquiales habían sufrido una transformación. En 1549, las paredes se habían blanqueado con cal, las estatuas se habían destruido y los relicarios se habían desmontado. Ventanas sin adornos dejaban entrar la luz a lugares de culto dedicados a la palabra (y ya no a la imagen) de Dios. Se prohibieron procesiones, festividades y misterios. Las capillas, creadas para proporcionar misas y plegarias que aceleraran el paso de las almas pecadoras por el purgatorio católico, se disolvieron. Y los fieles que acudían a esta nueva Iglesia desmontada tras la reforma de Eduardo descubrieron que la misa en latín —la expresión más fundamental de la fe cristiana desde que existía el reino de Inglaterra— había sido sustituida por una liturgia en el inglés de la gente extraída del nuevo Libro de Oración Común, del arzobispo Cranmer. La resistencia que levantaron estas innovaciones drásticas adoptó la alarmante forma de una rebelión armada en Devon y Cornualles el verano de 1549 y contribuyó a derrocar el gobierno del lord protector Somerset ese mismo otoño. No obstante, el ritmo del cambio religioso solo se acrecentó bajo el gobierno de su sucesor, el duque de Northumberland. Se privaron a los obispos conservadores de sus sedes, se prendieron hogueras de libros 35


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de oficios religiosos católicos, las patenas y vestiduras valiosas se confiscaron, y en 1552, Cranmer publicó un segundo libro de plegarias radicalmente revisado y, sin lugar a dudas, protestante. Al cabo de tan solo unos meses, sin embargo, la salud del joven monarca, que se deterioraba a un ritmo acelerado, amenazaba con deshacer la «devota reforma» que este había promulgado. En caso de que Eduardo muriera —una posibilidad que debería afrontarse en la primavera de 1553—, la ley de sucesión otorgaba la corona a su hermana María, cuya devoción a la antigua fe había demostrado ser férrea e inamovible, tanto como la lealtad de Eduardo a la nueva. Era una perspectiva completamente inaceptable tanto para el monarca como para su canciller: para Eduardo, porque era incapaz de aceptar la idea de que su propia muerte precipitara a sus súbditos de nuevo al abismo papal; para Northumberland, porque sus convicciones protestantes se apuntalaban en la certeza política de que su propia carrera, y tal vez incluso su vida, no iban a durar demasiado tras el ascenso de María al trono. Eduardo tenía tan solo quince años, pero era un rey Tudor que creía en su autoridad para gobernar el futuro tanto como lo había hecho su padre. A pesar del tecnicismo problemático de que, como menor, no podía hacer un testamento que fuera legalmente vinculante —y de que, incluso si lo hubiera podido hacer, un documento privado no tenía el poder de invalidar una ley del Parlamento—, Eduardo redactó con sumo tino lo que él llamó «mi estrategia para la sucesión». Redactado y corregido de su propia mano, se dedicó a excluir metódicamente el derecho de su hermana católica al trono. El quid de la cuestión era la religión, pero, sin embargo, por mucho que eso intranquilizara a Eduardo, la fe de María no ofrecía una justificación formal para prohibirle su derecho de nacimiento. No obstante, la cuestión sobre su legitimidad como hija resultó un terreno más fértil. La insistencia de su padre en el hecho de que María era una bastarda, a pesar de haberla nombrado heredera de su hermano, ofrecía a Eduardo un abanico de opciones para argumentar (como más tarde evidenciaron las cartas redactadas por sus consejeros legales) que «era evidente» que su hermana «no estaba capacitada para pedir, reclamar o desafiar dicha corona imperial». Era una táctica que producía un daño colateral. Si María era ilegítima, entonces también lo era su hermana menor, Isabel, una férrea creyente en 36


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la nueva religión. Con todo, este era un resultado que Eduardo estaba preparado para aceptar, ya fuera porque estaba convencido de la bastardía de su hermana o porque sabía que el protestantismo de Isabel tenía un cariz más político y menos sincero que el suyo. La decisión de dejar de lado a María y a Isabel solucionaba un problema: la posibilidad intolerable de que se restaurara el catolicismo, pero provocaba otro: ¿a quién, entonces, podía confiar Eduardo su corona y su legado? La ley de sucesión ya había descartado a los descendientes de la hermana mayor de Enrique VIII, Margarita, y Eduardo no tenía más razones que su padre para restituirles ese derecho. La nieta y heredera de Margarita, María Estuardo, era una católica devota que, como reina de Escocia y delfina de Francia, encarnaba la alianza tradicional entre los dos eternos enemigos acérrimos de Inglaterra. Su cercanía al trono de Inglaterra había sido un elemento importante de su atractivo como posible nuera del rey de Francia, Enrique II, pero la amenaza de que Inglaterra terminara sumida bajo un nuevo imperio franco-británico gobernado desde París creaba la alarma suficiente para truncar cualquier posibilidad de que en Londres se la viera como una pretendienta viable al trono. Por consiguiente, las únicas aspirantes que quedaba eran las herederas de la hermana menor del rey Enrique, María, y su segundo marido, Charles Brandon, duque de Suffolk. Eduardo, por supuesto, conocía bien a la familia Brandon. Sus amigos de la infancia, Henry y Charles Brandon, cuya pérdida tanto le había afectado en 1552, no eran familiares suyos de sangre, sino hijos de otro matrimonio del duque con una heredera de catorce años tan solo tres meses después de la muerte de María Tudor. Ahora bien, la sangre de los Tudor corría por las venas de la hija de María, Frances Brandon, cuyo marido, Henry Grey, el nuevo duque de Suffolk después de la muerte de los hermanastros de su mujer, era miembro del Consejo Privado de Eduardo. A principios de la primavera de 1553, el monarca enfermo —«sin dudar que por la gracia y bondad del Señor Todopoderoso le devolvería la salud y las fuerzas»— percibió el derecho al trono de Frances Brandon y de sus tres hijas como un seguro más que como una realidad política inminente. El primer borrador de su «estrategia» nombró, en consecuencia, a cualquier futuro hijo que todavía pudiera dar a luz Frances como su sucesor, seguido por los herederos varones 37


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de sus hijas (que todavía no estaban casadas) Jane, Katherine y Mary Grey. Ahora bien, en mayo ya no había ninguna duda de que Eduardo se estaba muriendo. Si el rey todavía se engañaba con falsas ilusiones sobre su posible recuperación, Northumberland ya no podía permitirse alimentarlas, pues los dos imperativos de salvaguardar la nueva Iglesia anglicana tras la reforma de Eduardo y de asegurar la carrera política del duque se habían convertido ahora en cuestiones de suma urgencia. A principios de junio, con Northumberland junto a su lecho, Eduardo agarró la pluma para corregir su «estrategia» para la sucesión. Allí donde el borrador original hablaba sobre que la corona recaería sobre los hijos, aún por nacer, de la hija mayor de Frances Brandon —«el heredero varón de lady Juana»—, el monarca alteró el texto para que rezara «lady Juana y su heredero varón». Con la alteración de unas pocas palabras, Juana Grey se convirtió en la heredera elegida de la corona de Eduardo. Parecía la solución perfecta. Jane tenía quince años y era una alumna excepcional, así como una férrea devota de la misma fe evangélica que Eduardo. El 21 de mayo, además, también se había convertido en la nuera de Northumberland al casarse con el hijo adolescente de este, Guildford Dudley, en una ceremonia espléndida en la casa de Londres del duque. Sin embargo, Jane era una novia infeliz forzada a acatar, por deber, lo que le habían ordenado sus ambiciosos padres, y no estaba nada claro si la propia Jane y el reino que ahora iba a heredar aceptarían de mejor grado sus responsabilidades monárquicas que las maritales. Sin duda, la hermana de Eduardo, María, a quien se le había arrebatado tantísimo en sus treinta y tres años de vida, no iba a quedarse de brazos cruzados mientras sus derechos como «princesa de Inglaterra» se anulaban en detrimento de una mocosa que representaba a la Iglesia que María odiaba. Como tantas veces se había hecho evidente, la intensidad de las convicciones de una y de otro estaba igualada, y la determinación de María de conducir a su pueblo de nuevo hacia la verdadera fe de Roma era tan categórica como la de Eduardo de salvar a su pueblo de ella. Y en esa campaña, su hermana esperaría el apoyo de su primo, el emperador del Sacro Imperio Romano, Carlos V —cuyo embajador, Jehan Scheyfve, continuaba enviando unos informes sobre el deterioro físico de Eduardo que no auguraban nada bueno—, así como el respaldo de una parte todavía desconocida de sus futuros súbditos. 38


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En consecuencia, junio de 1553 fue un mes de tensión creciente y de temor apenas reprimido. Las princesas María e Isabel, a quienes se les había prohibido ver a su hermano desde las primeras etapas de la enfermedad, desconocían por completo el progreso de su padecimiento más allá de lo que deducían de las especulaciones que se propagaban desde la capital hasta sus casas, situadas a más de treinta kilómetros al norte, en Hunsdon y Hatfield. El duque de Northumberland reforzó la guarnición de la Torre de Londres y ordenó que los buques de guerra reales surcaran el Támesis, y los abogados y los consejeros del rey fueron convocados en secreto a sus dependencias para sellar la «estrategia» de Eduardo para que lo sucediera lady Juana. El magistrado principal del Tribunal de las Peticiones Comunes, sir Edward Montagu, objetó con aprensión y fundamento que tal ardid no solo carecía de base legal para hacerlo cumplir, sino que incluso podía considerarse traición de acuerdo con la ley de sucesión de 1544. Con todo, la combinación de la furia de un muchacho moribundo y la promesa de que el Parlamento ratificaría de inmediato el plan hizo entrar en vereda a los jueces. Su visto bueno convenció a los consejeros que todavía vacilaban, entre los que destacaba el arzobispo Cranmer, de añadir sus respectivas firmas al documento. A principios de julio por fin se convocó a la princesa María para que acudiera junto al lecho del rey. Northumberland tenía previsto hospedarla en un alojamiento de propiedad real que fuera seguro y adecuado —por ejemplo, en la Torre de Londres— cuando llegara a la capital. Pero no fue ninguna sorpresa que María huyera en dirección contraria y buscara refugio en sus propiedades de Norfolk, que se encontraban bastante cerca de la costa en caso de que fuera necesario escapar y donde estaba rodeada de sus leales criados. La tarde del 6 de julio, el rey yacía en la enorme cama dorada transformado por la criticidad de su sufrimiento en una figura de un patetismo grotesco. No estaba solo: su médico personal, George Owen, que lo había atendido en su nacimiento quince años atrás, lo asistía en todo momento, auxiliado en silencio por Christopher Salmon, uno de los ayuda de cámara preferidos de Eduardo. Su abnegado amigo Barnaby Fitzpatrick no había podido regresar como había querido Eduardo, retenido en Irlanda por responsabilidades familiares. A pesar de eso, dos caballeros de la cámara del rey —sir Thomas Wroth y sir Henry Sidney, 39


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compañero de Eduardo desde la infancia— velaban al monarca junto a su cama. Se había informado a las cortes reales de Europa de la certeza ineludible de su inminente muerte y, una vez tras otra, Eduardo había desafiado los rumores, pero los efectos estimulantes de las potentes drogas que le habían suministrado los médicos se desvanecían mientras sus toxinas envenenaban un cuerpo que ya estaba fallando. En ese momento, yacía quieto y en silencio, con los párpados cerrados, la cara hinchada y oscurecida y las manos desfiguradas inmóviles. Durante un instante, pareció que incluso se había detenido esa respiración superficial, pero entonces Eduardo empezó a murmurar para sí; la plegaria era inaudible, pero su propósito, evidente. Sidney lo agarró en brazos y lo sostuvo hasta que murió. Fuera se había desatado una tormenta de verano. Más tarde se dijo que la oscuridad huracanada que había envuelto Londres era la ira de Enrique VIII, que rugía desde la tumba porque se había quebrado su voluntad. Su hijo había muerto y con él moría la visión de Enrique de una dinastía gloriosa de reyes Tudor. Entre el caos y la confusión, una sola cosa era segura: por vez primera, el trono de Inglaterra lo ocuparía una mujer.


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