La torre Maldita
ROGER CROWLEY
la torre
maldita La última batalla de los cruzados por Tierra Santa
Traducción de Joan Eloi Roca
Barcelona - Madrid - México D. F.
Para Richard y Sophie
Y vale la pena destacar que dicen que Nuestro Señor, cuando viajó junto al mar Sirio, no entró en esta ciudad, sino que maldijo una de sus torres, que hoy sus habitantes llaman la Torre Maldita. Pero yo creo, más bien, que tomó su nombre de otra fuente. Cuando nuestros hombres sitiaron la ciudad, esta torre fue la más defendida de todas; de ahí que la llamaran la torre Maldita.1 Wilbrand van Oldenburg, visitante de Acre, 1211
Índice Mapas...................................................................................13 Prólogo: La torre Maldita......................................................17 1. El segundo reino de Jerusalén.......................................25 2. Muerte en el Nilo.........................................................41 3. Entre los mamelucos y los mongoles.............................61 4. El León de Egipto.........................................................75 5. Un cachorro que ladra a un mastín...............................99 6. Guerra al enemigo......................................................121 7. «Mi alma ansiaba la yihad»..........................................139 8. La tienda roja..............................................................155 9. «Truenos y rayos»........................................................171 10. Salidas........................................................................191 11. Negociaciones.............................................................205 12. «¡Ved la herida!»..........................................................223 13. El día terrible..............................................................239 14. «Todo se perdió».........................................................251 Epílogo: Habitado solo por serpientes.................................267 Breve cronología de las cruzadas en Tierra Santa..................273 Fuentes sobre la caída de Acre.............................................275 Un apunte sobre los nombres..............................................281 Agradecimientos..................................................................283 Bibliografía.........................................................................285 Notas..................................................................................295 Ilustraciones........................................................................301 Índice onomástico y de materias..........................................305
Los Estados cruzados en el siglo xiii
El asedio de Acre, 1291
prólogo
LA TORRE MALDITA
En la primavera de 1291, el ejército más grande que el islam había reunido jamás contra los cruzados en Tierra Santa avanzaba hacia la ciudad de Acre. Según todas las crónicas, constituía un espectáculo extraordinario: una inmensa multitud de hombres y animales, tiendas, impedimenta y suministros que convergían en el último bastión de la cristiandad. El objetivo era asestar un golpe que dejara al enemigo fuera de combate. Se habían congregado fuerzas procedentes de todo Oriente Medio: desde Egipto, a ochocientos kilómetros al sur; desde el Líbano y Siria; desde las septentrionales riberas del Éufrates, y desde las grandes ciudades de El Cairo, Damasco y Alepo. Todos los recursos militares de la región se concentraron frente a la última ciudad cristiana. Las tropas de élite eran guerreros esclavos turcoparlantes de más allá del mar Negro, y el ejército incluía no solo caballería, infantería y cuerpos especializados de suministros, sino también voluntarios entusiastas, mulás y derviches. La campaña había desencadenado el fervor popular por la guerra santa, y una pasión mucho menos piadosa por conseguir botín. 17
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Entre este espectáculo se distinguían toda una serie de uniformes, aparatos y armaduras: nobles emires tocados con turbantes blancos; soldados rasos con cascos cónicos de metal, cotas de malla y chaquetas hechas con escamas de cuero; jinetes armados con arcos cortos, cuyas monturas estaban cubiertas de tela de colores y con sillas bordadas con insignias heráldicas; músicos a caballo que tocaban timbales, cuernos y címbalos; estandartes amarillos que ondeaban al viento y armas de todo tipo: mazas, jabalinas, lanzas, espadas, ballestas de asedio, piedras talladas, nafta para fabricar fuego griego y granadas de arcilla. Bueyes uncidos tiraban de carros cargados de árboles talados en las montañas del Líbano que se habían trabajado en los talleres de Damasco hasta convertirlos en componentes prefabricados de catapultas capaces de arrojar grandes piedras, conocidas en el mundo islámico como manjaniq (almajaneque) y por los europeos como trabuquetes. Los carros que traqueteaban sobre los caminos que llevaban a Acre transportaban un número sin precedentes de aquellas máquinas, algunas de descomunal tamaño, para derribar las murallas de la ciudad. Representaban el arma de artillería más potente antes de la era de la pólvora. La ciudad que este ejército había venido a atacar era muy antigua, y su papel en la política de la región siempre había sido importante. Había tenido muchos nombres: Akko, en hebreo; Akka, en árabe; Ptolemais para los griegos y los romanos; Accon, en latín cruzado o Saint Jean d’Acre para los franceses. Aparecía mencionada en jeroglíficos egipcios, en las crónicas de los reyes asirios y en la Biblia. Ya en la Edad de Bronce había existido un asentamiento en la cercana colina que se convertiría en la base de los sitiadores de Acre. Faraones la habían capturado y los persas la habían utilizado para planear ataques contra Grecia. Alejandro Magno la tomó sin combate, Julio César la convirtió en el puerto de desembarco de las legiones romanas y Cleopatra la gobernó. Había caído ante el islam en el 636, solo cuatro años después de la muerte del profeta Mahoma.
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Acre era un área de gran habitabilidad y se consideraba valiosa desde tiempos inmemoriales por sus características y por la posición estratégica que ocupaba. A orillas del mar Mediterráneo, la ciudad se encuentra sobre un promontorio en forma de gancho que crea un puerto pequeño pero razonablemente protegido. Al sur queda una llanura costera y una larga bahía con playas de finísima arena, utilizada desde tiempos de los fenicios para fabricar cristal. Por la llanura discurre el río Naamán, que riega el interior de la ciudad. Sobre el siguiente promontorio de la costa, visible desde Acre en un buen día, está la también antigua ciudad de Haifa. La posición de Acre en mitad de la costa del Levante mediterráneo la ha convertido en una escala natural, un centro del comercio marítimo que va del sur al norte desde Egipto hasta el mar Negro y de este a oeste a lo largo del Mediterráneo. Acre ha sido un puerto para el intercambio y transbordo de mercancías, unido tanto por tierra como por mar con rutas comerciales a lo largo de la costa y otras que se adentraban hasta el corazón de Oriente Medio. Entretanto, bajo la superficie de la guerra, ha sido una puerta a través de la cual han pasado nuevas especies de cosechas, mercancías, procesos industriales, lenguajes, religiones y pueblos que han enriquecido el ciclo del comercio y el desarrollo de la civilización. Para los cruzados, Acre siempre fue importante. Cuando, en noviembre de 1095, el papa Urbano II pronunció su incendiario sermón en un campo junto a Clermont, en Francia, con el que llamaba a la salvación de Jerusalén, la ciudad en la que Cristo había vivido y muerto, despertó la imaginación de la cristiandad occidental… con asombrosos resultados. La Primera Cruzada vio cómo un gran número de personas corrientes partían espontáneamente hacia Oriente solo para morir de forma miserable. A continuación, se organizó una expedición más profesional bajo el mando de los grandes barones de Europa. Miles de soldados sudaron sangre para recorrer los más de tres mil kilómetros que separaban Europa occidental de Oriente Medio. Contra todo pronóstico, capturaron Jerusalén en julio de 1099, pasando por encima de los cadáveres de musulmanes y judíos de camino al monte del
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Templo. Sin embargo, a pesar de esta gesta, la larga marcha hasta Tierra Santa había supuesto un desgaste enorme. De los 35 000 hombres que partieron de Europa, solo 12 000 llegaron a ver Jerusalén. Los planificadores militares comprendieron enseguida la necesidad de transportar ejércitos en barco y la importancia de puertos como Acre para recibirlos. La ciudad fue inicialmente tomada en 1104 por Balduino de Boulogne, el primer rey cruzado de Jerusalén, y se convirtió en el principal punto de desembarco de peregrinos y de los ejércitos necesarios para protegerlos. La ciudad era tan valiosa que, cuando uno de los señores cruzados más importantes, Gervasio de Bazoches, príncipe de Galilea, fue capturado en una incursión cuatro años más tarde, el gobernante de Damasco trató de intercambiar a su prisionero por la ciudad, Haifa y Tiberíades, que estaba siguiendo la costa, y Balduino prefirió sacrificar al hombre que perder las plazas. La cabellera de Gervasio, atada a una lanza, se convirtió en una bandera musulmana y su cráneo, en una copa que el emir utilizaba para beber. Mantener Acre se demostró fundamental para la continuidad de Outremer («Ultramar»), que era como los franceses llamaban a los principados en las orillas de Palestina, Líbano y Siria que los cristianos habían establecido durante el transcurso de la Primera Cruzada. Pero, casi un siglo después, el islam recuperó la ciudad; en los días posteriores a la destrucción de un ejército cruzado en la batalla de los Cuernos de Hattin, en julio de 1187, Acre capituló rápidamente y se permitió a sus habitantes cristianos que partieran sin sufrir daño alguno. Este fue el preludio del enfrentamiento militar más extenuante de las cruzadas. Durante 683 días, entre 1189 y 1191, una fuerza cristiana luchó por recuperar Acre. La pugna por la ciudad tuvo como protagonistas a los grandes líderes de la época: Saladino, príncipe de la dinastía ayubí, se enfrentó a las cabezas coronadas de Europa, Felipe Augusto de Francia y Ricardo I de Inglaterra, Guido de Lusignan, rey de Jerusalén, y las fuerzas de la Tercera Cruzada. Fue una lucha titánica en la que los sitiadores cruzados se vieron, en ocasiones, sitiados ellos mismos. Hubo batallas navales, batallas campales, salidas y escaramuzas. Catapultas
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y arietes derribaron las murallas, que fueron superadas con torres de asalto, socavadas por minas y defendidas con un bombardeo de piedras, flechas y máquinas incendiarias. Los hombres eran desmembrados a espadazos, machacados con mazas, ensartados con lanzas y quemados vivos por el fuego griego. Los dos bandos tuvieron que hincar la rodilla en algún momento a causa del hambre, las enfermedades y la desesperación. Al final, la lucha se concentró en un solo punto. Los visitantes que estuvieron en Acre durante la Edad Media dieron con analogías muy vívidas para describir la planta de la ciudad. La dibujaron con forma de hacha o de escudo cruzado o, más crudamente, como un triángulo levantado sobre el mar. Los otros dos lados estaban formados por los costados septentrional y oriental de la única muralla de la ciudad, salpicada por puertas y torres, y precedida por una muralla baja y un foso. Ambos lados se encontraban en el ápice del triángulo. Ese era el sector más vulnerable y, por ende, también el más fortificado, y fue allí donde se vivió el momento más feroz de la batalla por Acre. Este ápice estaba protegido por una formidable torre, la piedra angular de la defensa de la ciudad, que los cruzados habían bautizado con el nombre de Turris maledicta: la torre Maldita. No hay ninguna explicación clara para el origen de tal nombre. Existían muchas leyendas sobre esta torre de mal agüero: según una, Cristo la había maldito durante su viaje por Tierra Santa y, por eso, nunca había entrado en la ciudad. Algunos decían incluso que había tomado parte en la traición a Cristo; que las treinta monedas de plata que Judas Iscariote cobró por venderlo se habían acuñado allí. Puede que el nombre antecediera al asedio, pero el clérigo Wilbrand van Oldenburg, que visitó la ciudad poco después, mostró un sano escepticismo hacia las explicaciones apócrifas. Estaba convencido de que, simplemente, «cuando nuestros hombres asediaron la ciudad, esta torre fue la más defendida de todas; de ahí que la llamaran la torre Maldita».1 La lucha por este bastión fue salvaje. Durante la primavera y el verano de 1191, sus muros se sometieron a los terribles bombardeos de poderosas catapultas. Pero los defensores respondie-
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ron con la misma moneda. La torre se minó y contraminó. Bajo ella, los hombres combatieron en túneles donde reinaba la más absoluta oscuridad hasta que acordaron una tregua subterránea. Cuando una sección de la muralla adyacente a la torre se hundió, los franceses buscaron la gloria con un ataque frontal a través de los escombros, pero los defensores los masacraron; uno de los miembros de la alta nobleza gala, Albéric Clément, señor de Le Mez y primer mariscal de Francia, murió durante el ataque. Y fue también allí, cuando los mineros demolieron la torre el 11 de julio de 1191, donde los defensores musulmanes de la ciudad aceptaron lo inevitable y se rindieron. Los cruzados habían recuperado la ciudad, aunque habían pagado un alto precio por ello. Quizá la torre encarnara toda aquella terrible experiencia y su nombre simplemente expresase toda la frustración, el dolor y el sufrimiento de los ejércitos que se habían enfrentado en las murallas de Acre. Su captura aseguró la continuidad de las guerras entre los francos y los sarracenos, que era como cada uno de los bandos denominaba al otro. El asedio dejó un legado amargo. El 20 de agosto de 1191, poco después de la rendición, Ricardo I de Inglaterra —Ricardo Corazón de León— ordenó atar a los defensores musulmanes de Acre, los llevó a una llanura extramuros y los decapitó. Probablemente, la cifra ascendiera a los tres mil hombres, que, según un acuerdo al que el monarca había llegado con Saladino, iban a ser objeto de un futuro intercambio. En los movimientos y respuestas a los mismos durante la pugna por Acre, ambos bandos cometieron errores, pero Saladino perdió una oportunidad de oro para empujar a los infieles al mar de una vez por todas. Al final, se vio obligado a buscar un pacto y rendir la ciudad. Cuando consideró que el sultán no estaba cumpliendo los compromisos de ese pacto, Ricardo, en una decisión tomada en consejo, no se creyó su farol y actuó de forma implacable. La Tercera Cruzada, cuyo prólogo fue este asedio, no consiguió su objetivo de recuperar Jerusalén. Ricardo volvió la espalda
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El sello de Corazón de León.
al premio más preciado cuando se encontraba a solo veinticinco kilómetros de la ciudad, al juzgar que el riesgo de un ataque era demasiado grande. Lo que no sabía es que, en ese preciso instante, Saladino se preparaba para evacuar la ciudad. El enfrentamiento entre estos dos grandes adversarios acabó en tablas, con la Ciudad de Dios todavía en posesión del enemigo y los cruzados aferrados a la costa de Palestina. En lo sucesivo, Acre se convertiría en el núcleo y el corazón de sucesivas aventuras cruzadas. Tras 1191, la supervivencia de Ultramar dependía casi por completo de la ciudad, que, rápidamente, repoblaron los cruzados; estos, en virtud de una ficción semántica, la nombraron capital del segundo reino de Jerusalén, a pesar de que la propia Jerusalén permaneció —excepto durante un brevísimo periodo— en manos musulmanas. Los monarcas cristianos de Acre se enorgullecían del importantísimo y a menudo disputado título de rey de Jerusalén y la máxima autoridad religiosa de la ciudad, que respondía solo ante el papa, adoptó también el cargo de patriarca de Jerusalén. La ejecución de los musulmanes que se habían rendido a manos de Ricardo Corazón de León sigue siendo un episodio controvertido de la historia de las cruzadas para el que no se ha
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ofrecido ninguna explicación clara. «Solo Dios sabe qué pasó»,2 reflexionó Baha al Din, asesor de Saladino en aquella época. Justo cien años después, el recuerdo de la guarnición ejecutada seguiría muy presente. En 1291 sería un ejército islámico el que asediaría Acre y los cristianos quienes defenderían una reconstruida Torre Maldita. Este libro es la crónica de los hechos que llevaron a musulmanes y cristianos a enfrentarse una vez más en las murallas de la ciudad y de lo que aconteció entonces: el acto final de una campaña de doscientos años de duración que los historiadores árabes conocen como Guerras francas y los europeos como las cruzadas por Tierra Santa.
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EL SEGUNDO REINO DE JERUSALÉN
1200-1249
Cuando el clérigo francés Jacques de Vitry desembarcó en Acre en noviembre de 1216 para ocupar la cátedra episcopal, quedó consternado. Había acudido para revitalizar el fervor espiritual de su población cristiana como antesala a una nueva cruzada, pero, en lugar de la ciudad devota que se imaginaba en Occidente —la puerta de entrada a la tierra por la que Jesús había caminado y en la que había muerto—, se le antojó «como un monstruo o una bestia, con nueve cabezas, cada una de las cuales lucha contra todas las demás». Encontró allí sectas cristianas de todo tipo y pelaje: jacobitas que hablaban árabe (sirios occidentales) y que circuncidaban a sus hijos «a la manera de los judíos» y se santiguaban con un solo dedo; a los siríacos orientales los consideraba «traidores y muy corruptos» y afirmaba que algunos de ellos, si se los sobornaba, «revelaban los secretos de la cristiandad a los sarracenos» y, además, sus sacerdotes casados «se peinaban a la manera de los laicos». Para colmo, las comunidades de mercade25
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res italianos —genoveses, pisanos y venecianos— ignoraban por completo sus intentos de excomulgarlos y rara vez escuchaban la palabra de Dios, si es que lo hacían, e «incluso se negaban a asistir a mi sermón». Por otro lado estaban los nestorianos, los georgianos, los armenios y los pullani (europeos orientalizados nacidos en Siria), que se entregaban «por entero a los placeres de la carne». Sin duda, la exótica apariencia de los cristianos orientales, cuyos hombres solían lucir pobladas barbas y vestían como musulmanes y cuyas mujeres llevaban velo, desconcertó todavía más a De Vitry; cuando trataba de corregir sus errores doctrinales, a menudo debía recurrir a un intérprete de árabe. De Vitry estaba experimentando la desorientación típica de quien visita Oriente Medio en una ciudad cuyas iglesias, casas, torres y palacios tenían un aspecto asombrosamente europeo. No fue solo la divergencia de las prácticas cristianas lo que provocó una conmoción cultural a De Vitry; fue el lugar en sí mismo: «Cuando entré en esta horrible ciudad y la encontré llena de actos vergonzosos y maldad, me sentí muy confundido». Describió un antro de vicio, repleto de «extranjeros que han huido de sus tierras como forajidos por los horribles crímenes que allí cometieron»; donde se practicaba la magia negra y el asesinato estaba a la orden del día; donde los maridos estrangulaban a sus esposas y las esposas envenenaban a sus maridos; donde «no solo los laicos, sino también los hombres de la Iglesia y algunos miembros del clero regular, alquilaban sus aposentos a prostitutas a lo largo y ancho de la ciudad. ¿Acaso habría alguien capaz de enumerar todos los crímenes de esta segunda Babilonia?».1 Es muy posible que De Vitry exagerara la reputación de Acre como ciudad del pecado, pero no cabe duda de que no era como había esperado. Esta sensación de desconcierto entre los cristianos que llegaban a la ciudad con expectativas de cruzada es algo que vemos repetirse una y otra vez, y que tendría trágicas consecuencias en la crisis final que viviría Acre, setenta años más tarde.
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Tras la caída de Jerusalén ante Saladino y el fracaso de Ricardo Corazón de León en su esfuerzo por recuperarla, los Estados cruzados se habían visto reducidos a tres pequeñas cabezas de playa conectadas entre ellas y reducidas a la costa mediterránea: el principado de Antioquía, al norte; el condado de Trípoli y el llamado segundo reino de Jerusalén, una estrecha franja de tierra costera que se extendía a lo largo de unos doscientos noventa kilómetros, desde Beirut a Ascalón y Jaffa, en el sur. Acre se convirtió, en la práctica, en la capital y el centro político de este desplazado reino santo. En ella se concentraba toda la administración secular y religiosa: en Acre se encontraba la corte real y el castillo de los reyes de Jerusalén, y, luego, sería la sede del patriarca del reino, el representante nombrado por el papa. Las poderosas órdenes militares de los templarios y los hospitalarios también transfirieron sus cuarteles a Acre, donde construyeron impresionantes y formidables palacios y fortalezas. Estas órdenes, inmensamente ricas, constituían ahora la fuerza defensiva más efectiva del Oriente latino. A principios del siglo xiii, las órdenes redoblaron los esfuerzos dedicados a la construcción de castillos y el desarrollo de posiciones avanzadas para garantizar la seguridad de los caminos y proteger el resto del territorio. En Acre se les unieron toda una serie de órdenes menores —entre ellas la de los caballeros de la Orden de san Lázaro, fundada originalmente para cuidar a los leprosos— e imitaciones recientes de las antiguas órdenes, algunas de las cuales habían surgido de la Tercera Cruzada, entre ellas la de los caballeros teutónicos alemanes y la orden, de inspiración inglesa, de los caballeros de santo Tomás de Canterbury. Al mismo tiempo, muchas de las órdenes religiosas, expulsadas por Saladino o temerosas ante la falta de seguridad, trasladaron sus iglesias, monasterios y conventos al corazón de Acre. Jacques de Vitry no acababa de llegar a la sustituta ficticia de la ciudad santa de Jerusalén; al poner pie en tierra firme, todavía mareado y desorientado por el viaje, se encontró con un puerto mediterráneo colorido y étnicamente diverso, con toda la efervescencia de actividades y atracciones que ello conllevaba. Acre era el emporio en el que se intercambiaban los bienes y mercancías de
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una vasta región y la ciudad más cosmopolita de todo el mundo medieval. Era un barullo multilingüe de gentes y culturas, cada una con su barrio y sus instituciones religiosas. Entre sus ochenta y una iglesias, había una dedicada a santa Brígida de Kildare, en Irlanda; otra a san Martín de los Bretones, e incluso otra a Santiago, de la península ibérica. Las comunidades de comerciantes de las repúblicas marítimas italianas —Génova, Venecia y Pisa— eran muy prominentes y competían salvajemente por los mercados mediterráneos junto con comerciantes de Marsella y Cataluña. A muchos de estos grupos de mercaderes se les había concedido la independencia judicial y comercial respecto a la autoridad real. Existía una pequeña comunidad de judíos, coptos de Egipto y mercaderes musulmanes procedentes de Damasco, Antioquía y Alejandría que acudían con frecuencia a la ciudad para hacer negocios. La principal lengua de comunicación era el francés, pero el alemán, el catalán, el occitano, el italiano y el inglés se oían en las calles y se mezclaban con las lenguas del Mediterráneo oriental. En primavera y otoño, con la arribada de los navíos mercantes occidentales, el puerto quedaba abarrotado de barcos y la población de la ciudad aumentaba con la llegada de los hasta diez mil peregrinos que habían viajado para ver los santos lugares. Los charlatanes, guías turísticos y posadas se beneficiaban de esta multitud de visitantes. Cuando la inestabilidad del hinterland palestino imposibilitaba continuar hasta Jerusalén, Acre, a pesar de no guardar relación alguna con la vida de Jesús, se convertía en un lugar de peregrinaje por derecho propio. Bajo la guía de los sacerdotes locales, Acre ofrecía un circuito de cuarenta iglesias que visitar, cada una con sus propias reliquias y souvenirs sagrados, gracias a los cuales los peregrinos podían obtener igualmente el perdón de sus pecados, otorgado por el papado. Con el aumento de la densidad poblacional a causa de los refugiados procedentes de toda Palestina y gracias al atractivo que poseía para los mercaderes y los peregrinos europeos, a principios del siglo xiii, Acre experimentó una época de gran prosperidad. Como puerto importante del Levante mediterráneo latino, no solo comerciaba con el Mediterráneo occidental, sino que se ha-
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bía convertido en un eje de intercambio comercial para todo el Mediterráneo oriental, desde el mar Negro y Constantinopla, al norte, hasta Egipto, al sur. Esta situación conllevaba cierto aclimatamiento al mundo islámico y necesariamente ignoraba las fronteras que dibujaba la religión: para disgusto del papado, Acre empleaba el sistema monetario de sus vecinos musulmanes. Acuñaba imitaciones en oro y plata de las monedas fatimíes y ayubíes, con inscripciones en árabe, y cuando, en 1250, el papa prohibió el uso de inscripciones y estilos de fecha islámicos, la ceca de la ciudad se limitó a reemplazar las palabras en sus monedas por palabras cristianas…, pero siguió escribiéndolas con caracteres árabes y añadió cruces. La interdependencia de los comerciantes cristianos y musulmanes aseguraba que ninguno de los dos grupos tuviera interés en perturbar el statu quo. En el transcurso del siglo xiii, Acre llegó a rivalizar e incluso a superar a la gran ciudad portuaria de Alejandría en cuanto a volumen y variedad de mercancías que pasaban por su puerto. El conde de Cornualles, que llegó a la ciudad a principios de la década de 1240, estimó que la ciudad atraía comercio por valor de cincuenta mil libras al año, una suma que rivalizaba con los ingresos de los monarcas de Europa occidental. Tejidos como la seda, el lino y el algodón viajaban del mundo islámico a Europa, bien como materias primas o como piezas terminadas, junto con productos de cristal, azúcar y piedras preciosas. A cambio, de Europa llegaba lana —los comerciantes latinos viajaban hasta Damasco para venderla—, herrajes, alimentos (especias, sal, pescado), caballos de guerra y diversos suministros necesarios para apoyar el esfuerzo cruzado. La alfarería entraba en Acre como lastre en la bodega de los barcos europeos y desde puntos tan lejanos como China, y, a diario, cruzaban las puertas de la ciudad camellos y asnos cargados con los alimentos frescos necesarios para sustentar a la gran población de la ciudad: vino de Nazaret, dátiles del valle del Jordán, trigo, fruta y verduras cultivadas en la zona por cristianos orientales y musulmanes. Asimismo, Acre era un centro industrial: los templarios y los hospitalarios producían cristal y refinaban azúcar en sus propios molinos y hornos más
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allá de las murallas, mientras que en los abarrotados mercados cubiertos había talleres que se especializaban en la fabricación de cristal, metal, cerámica y recuerdos para peregrinos, además de curtidurías y fabricantes de jabón. Si bien sucesivos papas se escandalizaron por el estilo islámico de las monedas de Acre, otro negocio muy lucrativo generaba una mayor preocupación: gran cantidad del material de guerra que se vendía a los sultanes ayubíes de El Cairo —hierro y madera para construir barcos, armas y máquinas de guerra, y nafta para armas incendiarias— procedía de mercaderes italianos, que se los hacían llegar a través de Acre. Todavía más revelador para la Santa Sede era el tráfico de seres humanos. Esclavos militares de las estepas al norte del mar Negro llegaban a través de Constantinopla o en barcos bizantinos o italianos a Acre, que era, a la vez, una escala para los comerciantes de esclavos y un mercado de esclavos por derecho propio. El papado había prohibido en numerosas ocasiones la venta de personas, pero se ignoraban sus proscripciones. En 1246, el papa Inocencio IV condenó a las tres comunidades de comerciantes italianos de la ciudad por transportar esclavos desde Constantinopla a Egipto con el fin de engrosar los ejércitos del sultán. La aceleración de este comercio a partir de la década de 1260 tendría consecuencias inesperadas para lo que quedaba de los Estados cruzados: Acre estaba destinada a ser asediada por ejércitos reclutados gracias a su propio puerto. Tal vez De Vitry exagerase un poco la iniquidad de Acre, pero es cierto que la ciudad hacía las veces de colonia penal: en ocasiones, las cortes europeas conmutaban sentencias penales por la deportación del culpable a Tierra Santa; y sin duda, dio en el clavo al describir el lugar como una fuente de discordia en la que sus nueve cabezas estaban enfrentadas. Bajo la autoridad prácticamente nominal del casi siempre ausente rey de Jerusalén —un título que conduciría a una continua fragmentación interna y a luchas intestinas durante el siglo xiii—, en Acre convivían grupos con intereses distintos y básicamente independientes entre sí que
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Mapa medieval de Acre, redibujado con tipografía moderna, que muestra el plano de la ciudad, la doble muralla, el barrio de Montmusard, a la izquierda, y el puerto, a la derecha. Señala la posición de las iglesias y edificios más importantes, así como la del castillo de los templarios (Templum), junto al mar, y del complejo de los hospitalarios (Hospitale) y las áreas que ocupaban los venecianos, genoveses y pisanos. Representa a la perfección la planta laberíntica de la ciudad. Curiosamente, este mapa todavía ubica la Torre Maldita (Turris Maledicta) en el ángulo recto de la muralla exterior, a pesar de que, en esta época, su posición real era en ese mismo ángulo, pero en la muralla interior.
se disputaban propiedades en la ciudad y el acceso al puerto. Las comunidades dentro de la ciudad disfrutaban de una considerable autonomía, sus propios privilegios históricos y, a menudo, incluso contaban con sus propios sistemas jurídicos, cosa que dificultaba una efectiva administración de justicia. Las órdenes militares, entre las cuales existía una enconada rivalidad, respondían solo ante el papa, lo cual era especialmente relevante, dado que constituían el sector más rico y más efectivo en términos de la comunidad. La presencia dominante de los templarios y hospitalarios, que ocupaban grandes áreas de Acre con sus enormes palacios y complejos amurallados, era evidente en la ciudad.
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El trazado de la ciudad reflejaba lo cerca que estaban las diversas comunidades y facciones religiosas unas de otras. La planta de Acre consistía en un centro urbano muy denso, donde los grupos de mercaderes tenían sus propios barrios hacinados. Estos acabaron pareciendo diminutas ciudades fortificadas italianas, con barricadas, altas torres de vigilancia y muros erigidos para protegerse de sus vecinos, y en su interior, uno encontraba tanto almacenes como comercios y viviendas. Una maraña de callejuelas (que probablemente provenían de una anterior planta árabe de la ciudad) llevaba a pequeñas plazas de mercado, que eran los centros de cada una de estas comunidades, cada una con su propia iglesia e instituciones y casas religiosas. La actividad era más intensa cerca del puerto, donde se descargaban las mercancías. En consecuencia, la competición por conseguir acceso directo al puerto era feroz. Puede que Acre fuera un antro de vicio, pero, desde luego, también era una ciudad increíblemente sucia. Visitantes y peregrinos se quedaban pasmados ante lo insalubre del lugar. El peregrino griego Juan Focas, que llegó a la ciudad en 1177, se quejó de que «el aire está corrupto por la enorme cantidad de extranjeros, entre los cuales surgen a menudo enfermedades y las muertes son frecuentes, y, en consecuencia, el aire está viciado e impregnado de terribles hedores».2 Al viajero árabe Ibn Yubair, que procedía de la muchísimo más civilizada España mora y tenía pocas cosas buenas que decir sobre los cristianos, el lugar le pareció una pocilga: «Los caminos y calles están abarrotados de una masa de gente […]. Apesta y está sucia, llena de basura y excrementos».3 Los hospitalarios, dentro de su magnificente complejo, contaban con una letrina y un sistema de alcantarillas extremadamente eficiente, la cual transportaba desechos que, junto con gran parte del resto de los excrementos de toda la ciudad, se canalizaban hasta el puerto, una extensión de agua relativamente pequeña y cerrada que se conocía como «Lordemer», el «mar Sucio». La situación llegó a tal punto que los venecianos decidieron tapiar la ventana principal de su iglesia de San Demetrio, que daba al puerto, para impedir que el pútrido hedor llegara al altar.
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Más allá, hacia las murallas de la ciudad, había jardines y terreno más abierto, aunque esos espacios se redujeron durante el siglo xiii. Extramuros se extendían fértiles llanuras, donde abundaban viñedos, huertas y campos de cultivo que no solo alimentaban a la ciudad, sino que aportaban un muy necesario alivio de su tenso ambiente. A medida que creció la población, se abrió un segundo núcleo residencial al norte de la ciudad vieja, conocido como Montmusard, que, con el tiempo, se convirtió en una parte orgánica de Acre. Cuando los cruzados recuperaron Acre en 1191, la ciudad estaba protegida por una única muralla en la cual las secciones adyacentes a la torre Maldita estaban muy dañadas y la propia construcción se encontraba en un estado ruinoso. Ricardo Corazón de León dirigió las reparaciones, pero, en 1202, grandes secciones de la muralla se desmoronaron de nuevo, en esta ocasión a causa de un terremoto. Forzosamente, debieron de coordinarse esfuerzos para su reconstrucción, pues, en una década, las murallas no solo se habían levantado de nuevo, sino que también se habían ampliado a fin de proteger Montmusard. La muralla era ahora una línea defensiva impresionante, de más de un kilómetro y medio de longitud, que protegía a la ciudad de orilla a orilla. También la torre Maldita se reforzó con contrafuertes. Wilbrand van Oldenburg, que acudió a Acre en una misión de exploración y recopilación de información para el lanzamiento de una nueva cruzada, quedó impresionado con la ciudad y sus defensas. Es una ciudad rica y fuerte, situada a orillas del mar de forma que, aunque su planta es un cuadrángulo, dos de los lados, que forman un ángulo, están circundados y protegidos por el mar. Los dos lados restantes están bordeados por un buen foso, ancho y profundo, y amurallado desde el mismo fondo, y por una doble muralla, fortificada con torres bien dispuestas, de modo que la primera muralla, cuyas torres no exceden la altura de la muralla madre, está protegida y guardada por la segunda muralla, la interior, cuyas torres son altas y muy fuertes. […] Tie-
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la torre maldita ne un buen puerto resguardado, protegido por una torre excelente en la que los pérfidos paganos adoraban el señor de las moscas, a quien llamamos Belcebú pero ellos llamaban Ecrón, de donde viene el nombre de la propia ciudad, como Acrón o Acarón.4
Desde las puertas de Acre salían caminos que conducían a lo que quedaba del reino cruzado: la ruta costera hasta la Alta Galilea y al castillo de los templarios en Safad, a Tiro y al castillo de los caballeros teutónicos en Montfort. El laberinto de complejos amurallados era un reflejo de la falta de cohesión social de la urbe y de la desunión de sus gobernantes. La fragmentación del poder político incapacitaba la toma de decisiones. Las interminables disputas por hacerse con el título de rey de Jerusalén, que convirtieron a ambas grandes órdenes militares y a las comunidades de mercaderes italianas en facciones rivales, hicieron que, durante sesenta años, no hubiera ningún rey presente en la ciudadela real de Acre. Durante un tiempo, en 1250, el populacho declaró la ciudad comuna independiente del resto del reino. El único posible unificador era el patriarca de Jerusalén, cuya iglesia de la Santa Cruz era, a todos los efectos, la catedral y el principal punto de confluencia de la ciudad. La discordia interna en el reino de Jerusalén y la debilidad del resto de enclaves cruzados en la primera mitad del siglo xiii abrió la posibilidad de que cualquier ataque islámico llevado a cabo con determinación resultase letal. Sin embargo, tal ataque no se produjo. Saladino, que era kurdo y, en muchos sentidos, un extranjero, creó brevemente una sensación de propósito religioso compartido en el mundo islámico y consolidó un imperio suní que se extendía desde Egipto y las costas del norte de África, pasando por Palestina y Siria, hasta el norte de Iraq y las orillas del Tigris. Bajo el mandato de Saladino, que acuñó monedas de oro con la leyenda «sultán del islam y de los musulmanes», el espíritu de la yihad ardió con fuerza: tras la batalla de los Cuernos de Hattin
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en 1187, ofrecieron a hombres santos musulmanes decapitar prisioneros cruzados, una tarea que llevaron a cabo con espeluznante ineptitud. Pero este compromiso con la fe religiosa, mediante el cual Saladino unificó a su belicosa familia, se deshizo tras su muerte en 1193. El Oriente Medio islámico se fragmentó en una serie de principados ayubíes enfrentados entre sí —con Egipto como único Estado unificado— y la voluntad de luchar para expulsar a los francos desapareció. Los gobernantes negociaron por su cuenta sus propios tratados con los intrusos occidentales y, en ocasiones, incluso formaron alianzas con ellos para enfrentarse a príncipes rivales. El apaciguamiento y el temor a nuevas cruzadas reemplazaron la agresividad. Jerusalén, cuya imagen como ciudad santa había unificado a los musulmanes, se convirtió en un enclave sin importancia estratégica. Por sorprendente que parezca, en 1229 la ciudad se devolvió sin más a los cristianos mediante un tratado, sin combate de por medio; una afrenta al orgullo musulmán que habría sido impensable solo unas décadas atrás. Aunque los musulmanes la recuperaron en 1244, Jerusalén siguió siendo moneda de cambio. El último de los gobernantes ayubíes de Egipto, Al Malik al Salih, ofreció a su hijo, Turan Shah, el siguiente consejo: «Si [los francos] exigen que les entregues la costa y Jerusalén, dales esos lugares sin dudarlo bajo la condición de que no tengan ninguna tierra en Egipto».5 Los ayubíes habían rechazado la Quinta Cruzada en Egipto en 1221 y estaban decididos a hacer prácticamente cualquier concesión para evitar otro ataque como ese. Esta descarnada realpolitik provocó rabiosas condenas por parte de los más devotos. El historiador Ali ibn al Athir deploró que, «entre los gobernantes del islam, no vemos ninguno que desee combatir en la yihad o ayudar […] a la religión. Todos se dedican a sus pasatiempos y diversiones, y con ello ofenden a su rebaño. A mi parecer, esto es más horrible que cualquier cosa que haga el enemigo».6 Los Estados cruzados se convirtieron simplemente en un participante más en el juego de alianzas y enfrentamientos. El reino de Jerusalén incluso se alió con Damasco en las guerras civiles ayubíes y, como consecuencia, sufrió una derrota
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aplastante en La Forbie en 1244, donde las fuerzas templarias y hospitalarias fueron aniquiladas casi por completo. El comercio era otro de los factores que impulsaban la détente. Los Estados cruzados eran económicamente útiles para el mundo islámico; Acre y Tiro, en particular, obtuvieron pingües beneficios de esos intercambios durante la primera mitad del siglo xiii, por lo que recibieron duras críticas del papado, del mismo modo que sus socios comerciales islámicos recibían las de los musulmanes piadosos. Sin embargo, en ningún momento la desunión del mundo islámico permitió a los francos recuperar los grandes territorios que habían perdido ante Saladino. Los periodos de tregua se intercalaban con cruzadas a pequeña escala lanzadas desde Europa. La Quinta Cruzada había fracasado en el delta del Nilo, y a esta la siguió una serie de pequeñas iniciativas que no consiguieron alterar el equilibrio de poderes. El emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Federico II, excomulgado por el papa, llegó al Mediterráneo oriental en 1228. A pesar de negociar con éxito la recuperación de Jerusalén —que no duraría mucho en manos cristianas—, concitó una profunda oposición de los poderes fácticos del reino. Cuando se marchó de Acre al año siguiente, los vecinos de la ciudad le arrojaron una lluvia de vísceras. Teobaldo, conde de Champaña, dirigió una cruzada intrascendente en 1239-40 y Ricardo de Cornualles lideró otra igual de infructuosa poco después. Fueron precisamente las incapacidades de los ayubíes y de los Estados cruzados lo que mantuvo el statu quo. Sin una respuesta islámica más unificada, sería imposible desalojar a los francos; sin el consenso de las facciones cristianas, el objetivo de tomar Jerusalén de nuevo seguiría siendo solo un sueño. Poco a poco, en Occidente se prestaba cada vez menos atención a Ultramar. Europa vivía la consolidación de sus imperios y estados nación. El largo enfrentamiento del papado con Federico II y sus sucesores por el gobierno de Sicilia sustraía fondos que, en otro caso, tal vez se habrían dedicado al Oriente latino. Los fieles tenían ahora la posibilidad de cumplir sus votos cruzados en otros lugares —en Sicilia, en la España mora o en los bosques de Prusia— o incluso
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de comprar directamente el perdón de sus pecados. El poeta templario Ricaut Bonomel se quejó de que: [El papa] perdona por dinero a gente que ha tomado nuestra cruz, y si cualquiera desea cambiar Tierra Santa por la guerra en Italia, nuestro legado se lo permite, pues por dinero vende indulgencias y a Dios.7
En el corazón de Asia, empero, las placas tectónicas del poder comenzaban a desplazarse. A principios del siglo xiii, los mongoles se embarcaron en su arrolladora expansión hacia el oeste, y su avance desplazó a otros pueblos nómadas. Las repercusiones de este progreso pronto se dejaron sentir en el mundo islámico. Los mongoles acabaron con la dinastía persa reinante, la tribu turcómana de los jorezmitas, y la obligaron a retirarse a Palestina. (Fue este belicoso pueblo, de orígenes similares a los de los mongoles en el Asia central, el que saqueó Jerusalén en 1244). Entre aquellos desplazados por el avance mongol se contaba también otro pueblo tribal de las estepas asiáticas: los cumanos. Como los mongoles, los cumanos también eran nómadas que vivían en tiendas y subsistían gracias al ganado y a las incursiones contra sus vecinos. Eran animistas que adoraban la tierra y el cielo mediante la intercesión de chamanes. También como los mongoles, eran un pueblo de jinetes, muy hábiles en el combate y expertos en el uso del arco compuesto y en las tácticas bélicas de la caballería. La expansión de los mongoles los empujó hacia el oeste, hasta la región al norte del mar negro, donde jóvenes miembros de esta tribu fueron capturados en incursiones de pueblos vecinos y enviados a los mercados de esclavos de Anatolia y Siria, y allí los convirtieron al islam y los vendieron al mejor postor. Las cualidades como guerreros de los pueblos nómadas no eran desconocidas. El califa de Bagdad llevaba incorporando a su ejército soldados esclavos de las tribus nómadas ya desde el
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siglo ix. Estos eran célebres por su extraordinaria habilidad en el combate a caballo: «Incursiones, la caza, montar a caballo, escaramuzas con jefes tribales rivales, hacerse con botín e invadir otros países. Siempre dirigían sus esfuerzos a estas actividades, y a estas ocupaciones dedican todas sus energías». Los muchachos cumanos probablemente empezaban a aprender el tiro con arco a los cuatro años. «De ese modo —según se decía—, son a la guerra lo que los griegos a la filosofía».8 Aunque estos soldados, musulmanes suníes de primera generación, todavía conservaban muchas de sus prácticas tribales, abrazaron su nueva religión con el celo de los conversos. Al analizar lo ocurrido desde el siglo xiv, el historiador árabe Ibn Jaldún consideró la aparición de los pueblos túrcicos providencial para revivir a un islam decadente: «Los pueblos sedentarios —escribió— se han habituado a la pereza y la comodidad. Se consideran seguros tras las murallas que los rodean y las fortificaciones que los protegen. [Los pueblos nómadas] no tienen ni puertas ni murallas. Para dormir, echan cabezadas […] en la silla de montar. Prestan atención a cualquier ladrido o ruido. La entereza, a fuerza de costumbre, se ha convertido en una virtud de su carácter, y son por naturaleza valientes». Ibn Jaldún los consideró una bendición que Dios había enviado para «revitalizar el moribundo islam y restablecer la unidad del mundo musulmán».9 Saladino, que era kurdo, había dirigido ejércitos cuyo espíritu era túrcico. En las inestables dinastías de Oriente Medio, había una larga tradición de reclutar esclavos militares de esos pueblos. A estos esclavos se los llamaba en árabe mamluks, ‘mamelucos’, es decir, «los poseídos», pues eran propiedad de sus amos. Al no haber heredado vínculos con ninguna de las facciones enfrentadas, su lealtad era completa hacia su señor. En palabras de un estadista: Un esclavo obediente es mejor que trescientos hijos, pues estos desean la muerte de su padre y aquel, larga vida a su señor.10
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El concepto de esclavitud militar en el mundo islámico era radicalmente distinto al que existía en Europa. Los mamelucos se parecían más a mercenarios de élite que a siervos. Podían ascender en las filas del ejército a posiciones de poder como la de emir, se les pagaba un sueldo y su puesto no era hereditario. Por ello, la demanda de nuevos reclutas procedentes de las praderas allende el mar Negro era constante. Cuando el príncipe ayubí Al Malik al Salih llegó al poder en Egipto en 1240, empezó a comprar esclavos militares cumanos y a importarlos hasta Egipto. A lo largo de su reinado, Al Salih adquirió un contingente de unos mil mamelucos. Muchos estaban acuartelados en una isla del Nilo, de la que derivó el nombre por el que eran conocidos, los bahriyyah, o ‘baharitas’, es decir, el «regimiento del río». Otro contingente un poco más pequeño, los jamdariyyah, actuaba como guardia personal del Al Salih. Aislados en sus barracones y sometidos a un intenso entrenamiento en las artes de la equitación, el combate cuerpo a cuerpo y el tiro con arco, los mamelucos desarrollaron un fuerte esprit de corps que los hacía especialmente letales en batalla pero que, al mismo tiempo, los convertía en una amenaza potencial para sus señores, que dependían cada vez más de ellos. En la estela de la pérdida de Jerusalén en 1244 se produjo en Europa una nueva llamada a una cruzada. Luis IX, el rey de Francia, se sintió llamado a tomar la cruz y se puso manos a la obra para preparar la expedición militar mejor planificada y financiada que jamás se había organizado para recuperar Jerusalén. Esta grandiosa misión iba a tener consecuencias imprevistas. Provocaría la caída de la dinastía ayubí y haría que los mamelucos baharitas ascendieran de esclavos a nuevos sultanes. Además, pondría en marcha una cadena de acontecimientos cuyos resultados llevarían a poner un ejército musulmán a las puertas de Acre en 1291.