Parentesis a 'La niña' por Barbara Jacobs

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Bárbara Jacobs

Paréntesis

Una tentación es dejar el Paréntesis en blanco y no entrometerme en el cuento de La niña. Otra, hablar del miedo que parece dominar a este personaje de Christine Lavant. O no sé si es la propia autora quien, una vez despierta, teme seguir sus recuerdos de infancia hasta


el final, una vez que ha dejado de soñar. Esa niñez de hospital, de un pasillo largo y blanco que conduce a una ventana abierta, de fondo distante y negro. Puertas blancas a cada costado, pero cerradas. Eso, y el silencio, serían suficiente tormento si no fuera por la oscuridad que espera, sin estrellas. ¿Qué significa? Crecer, morir. O la vida. Vivir, despertar y recorrer el largo día sin saber a dónde va a ir a dar él ni tú con él, que vas pisándole los talones, clac, clac. Qué puerta se va a abrir a tu izquierda o a tu derecha. Quién se va a asomar. ¿Tiene trenzas? ¿O lleva puesta una bata blanca y es adulto? Miedo. Es un niño hidrocefálico, una cabeza grande y un puñado de facultades mentales chicas. Aumento y disminución. Desequilibrio. Miedo. O de la puerta que se abre no se asoma nadie, pero en cambio algo o alguien te atrae hacia adentro lo quieras o no, hacia la profundidad, contra tu voluntad, y te atrapa. Miedo. Es una boca que te succiona y te deglute. Ingiere mastica zampa. Engulle consume come. Traga. Deglute. Es una aspiradora, es una todopoderosa que te hace polvo. Es más probable que las puertas se azo66


ten a tu paso y no te enteres nunca de qué había detrás, de qué había adentro exactamente que se te cerró en las narices infantiles de niña miedosa y para siempre. Erik no vivió muchos años. Los encefálicos tienen esa ventaja. Aparte, la cabeza les resulta demasiado pesada para el cuerpo. Y no se trata de una cavidad vacía. Pesa por la cantidad enorme, desbordante, motora, de colonias de gusanos que la ocupan. Se convierten en palabras y todas son altisonantes, por desatentas y por inconvenientes, pero sonoras, estridentemente resonadoras. Es decir, ruidosas, estrepitosas, ensordecedoras. Chillonas, bulliciosas. Irritantes. Discordantes. O, sencillamente, desapacibles. Piedras arrojadas sin querer que dan en el blanco al estrellar un cristal, víctima sólo porque estaba ahí, de paso o a la mano. Sin deberla ni temerla. Pero ¡cómo duele, si eres cristal! ¿O el culpable es el destino? Miedo, entonces. Una y mil veces más. Miedo, entonces. Lo que tú tienes no es miedo, es mucho peor. Porque el miedo se enfrenta. ¿Tú lo enfrentas? Dime cómo para imitarte, Capitán. ¿Entonces qué es lo que tengo si no es miedo? 67


Amanezco de este lado del pasillo largo y blanco. A mi izquierda y a mi derecha hay puertas angostas y también blancas. Todas están cerradas. Al fondo hay una ventana que en cambio sí está abierta. Pero da a la noche, sin estrellas y eterna. Y Christine dice que la eternidad es más grande de noche que de día. Le creo. Y tengo miedo. O algo mucho peor que el miedo.

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III

“Sí,

querida mía, si no te levantas pronto, voy

por la vara. No te ayuda nada si haces como si quisieras dormir. – – También te has bajado la venda con muchos trabajos. ¡Espera! –” ––––––––– En la visita matutina: “¿por qué aún no han traído a la niña? Ya desde hace ocho días se les es­ cribió a los padres para informarles que se puede seguir tratando en casa.” “Yo creo, señor Primariusdoktor”, dijo la je­


fa de enfermeras, “que esa gente es muy pobre. Qui­zá no tienen el dinero para pagar un viaje tan largo.” “Entonces – ¿Eso cree usted? Pero la herma­ na que visita a la pequeña se pasea con su som­ brero de listones y juega a ser una dama.” Aunque esta vez sólo se trata de una pequeña inyección, los ojos nunca le habían dolido de ese modo. La puerta de cristal aún sigue ahí, pero uno ya no debe tener miedo de ir hacia dentro. Las esquinas son tan extrañas, ya ninguno de sus lados otorgan protección. Liselotte dice: “cuidado pequeña, hoy viene de nuevo tu tapete celeste y con el doctor lo volverán a hacer a profundidad, ya lo escuché sacudirse. – Bueno, abuela, ¿qué pues? ¡Aún puedes conservar los ojos en la cabeza!” De pronto suena como si todos los cristales del mundo se hubieran quebrado. El niño hidro­ cefálico se tapó los ojos quemados con las manos y se estrelló contra la puerta de cristal.

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