Escepticismo

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Uso y abuso de las máquinas (junio de 2019) A lo largo del pasado siglo las poblaciones de muchos países se fueron llenando de vehículos a motor que lo invadían todo. Cualquier lugar era bueno para estacionar más allá de la calzada: aceras, plazas, parques, jardines, los alrededores de muchos edificios históricos servían de aparcamiento más o menos improvisado. Son impactantes las imágenes de la Plaza Mayor, la Puerta del Sol, la Puerta de Alcalá o el parque del Retiro, por poner cuatro ejemplos madrileños. Pero la misma práctica tenía lugar en cualquier lugar. Más impacta aún ver automóviles aparcados junto a edificios del patrimonio cultural, como la catedral de Toledo o la de Santiago de Compostela. Los cascos históricos, tantos y tantos en Europa, lidiaban como podían con una afluencia enorme de vehículos a motor. El sentido común parece haberse impuesto en muchos lugares y los vehículos llevan años siendo gentilmente retirados de muchas calles y plazas, con el fin último de recuperar espacios, cada vez más y mejores, para peatones y ciclistas, que siempre deberían tener la prioridad. Áreas enteras de muchas ciudades han pasado a ser enteramente peatonales o bien se ha restringido mucho el uso del tráfico rodado. Tras un breve período de trifulca sociopolítica, el sentido común se impone y la opinión unánime es que las ciudades ganan con ello. Los vehículos nunca debieron invadir los espacios públicos que coparon en el siglo XX. El proceso de «evacuación» de los vehículos con el fin de conseguir ciudades más habitables o «amigables», si es que ello es posible, sigue en marcha, y somos muchos los que deseamos que siga su curso, hasta donde haga falta. Hay gente espabilada, especialmente en el norte de Europa, que está planteando cosas impensables hace unos años. Estamos en el siglo XXI.

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Hoy en día otro fruto de la tecnología se nos ha colado por puertas, ventanas y rendijas hasta ocuparlo todo o casi todo. El aparato prismático de pantalla táctil se ha hecho omnipresente; es un complemento que acompaña a la práctica totalidad de la población joven y adulta, en un rango de edad que se va ensanchando por ambos extremos, una tendencia en sí misma muy reveladora. Los aparatos están presentes en todo momento y lugar y en casi cualquier circunstancia: caminando, junto a la cama, en el retrete, en el puesto de trabajo, mientras comemos o vemos la televisión, cuando vamos a un evento, etc., etc., etc. Su vocación es que lo tengamos entre las manos, es atrapar nuestra atención de modo creciente, mostrándonos patrones de luces y colores cada vez más atractivos, más multimedia, más absorbentes. Si se observa con cierta distancia, da la impresión de que casi toda la población adulta y preadulta anda enfrascada en una afanosa búsqueda y que el dispositivo móvil es la única herramienta de que disponen; una búsqueda que les mantiene alerta en todo momento, pendientes del inabarcable maremágnum de datos y de información, cada vez más “interesante”. Durante un tiempo la incomodidad que sentíamos algunos parecía deberse a la impaciencia; bastaría con esperar un poco, educadamente, como quien espera el autobús. «Pronto terminarán de atender sus gestiones y estarán de vuelta», pensábamos ingenuamente. Pero no volvieron; casi nadie vuelve. La tarea que tienen entre manos es como una cinta de Moebius infinita, que además engordamos entre todas y todos. Los destellos y sonidos del aparato están presentes de modo continuo en nuestras vidas; si estamos acompañados, los avisos se multiplican, pues nadie o casi nadie parece dispuesto a renunciar a ellos y cualquier congregación de sapiens genera muchas combinaciones posibles de destellos entrecruzados. Nos hemos acostumbrado a su presencia, sonidos y parpadeos en todo momento, y atendemos de buen gusto cualquier señal de actividad que llega del aparato, es decir, continuamente interrumpimos el “fluir natural de la vida” para atender a esta pequeña oficina de comunicación e imagen personal que ingenuamente seguimos llamando “teléfono”. Lo atendemos en cualquier circunstancia. La excusa obvia es que el aparato es muchas cosas en una sola: un teléfono, un ordenador con conexión a internet, una 2


herramienta de trabajo, una cámara fotográfica, una biblioteca, un “recurso educativo”, la vía de acceso a las redes sociales, etc., etc., es todas estas cosas y muchas más. Cada vez más, porque la tecnología digital avanza a un ritmo vertiginoso. A pesar de todas esas utilidades, pienso que el uso que se está dando al aparato es desbocado, indiscriminado, masivo, descerebrado, innecesario, inútil incluso. Es absurdo pretender que nuestra vida ha de pasar forzosamente por una pantalla táctil. Estos aparatos funcionan como un robot de intercomunicaciones cada vez más inteligente, más bonito y más potente; y también más demandante. Son como nuevos miembros o actores de la familia, del grupo de amigos, del trabajo. Unos actores, por cierto, impertinentes hasta decir basta. Les hemos dado el derecho a la intromisión permanente en nuestras vidas, sin ser en absoluto conscientes de lo que estábamos haciendo. O mejor: mucha gente les ha dado ese derecho mientras otros, una franca minoría, estamos obligados a tolerar, e incluso aplaudir, las continuas intervenciones de Google, Whatsapp, Facebook y demás familia, algoritmos complejos de comunicación cuyo megáfono llevamos siempre a mano. Por lo que parece, somos pocos los que sentimos la nostalgia o añoranza de las conversaciones, las reuniones, los eventos en los que estos actores aún no existían. De repente, no solo se han presentado, sino que han copado toda nuestra atención. Sencillamente reclamo la fuerza de una conversación interesante sin las respuestas instantáneas de Google (“¡Veamos cuándo nació Perico de los Palotes o cómo está la carretera a su paso por Talavera!”; “Espera, espera, que te pongo la canción que te digo…”), sin las intervenciones permanentes de wasap (“Mira, mira qué gracioso lo que me ha mandado Fulanito” o “¡Espera, espera, que te mando la ubicación!”) o sin el afán del pequeño objetivo del celular por captarlo todo, en cualquier momento o situación, con cualquier excusa (“Niñas, hacedlo otra vez, que estáis muy graciosas.”). Reclamo el derecho a hacer un viaje en autobús, en tren o en yate de lujo sin el parloteo continuo de los aparatitos que hay alrededor. Reclamo también una velada en agradable compañía sin los centelleos y sonidos impertinentes de los prismas táctiles. Reclamo la posibilidad de hacer miles de cosas interesantes, divertidas y creativas completamente al margen de los dispositivos digitales, en modo desenchufado. No es relevante casi nada de lo que quieres captar o mostrar en tu pantalla o lo que tu amiga quiere mostrarte a ti; puedes pasar sin ello perfectamente; es únicamente un hábito automático que tiene cada vez más pautas de conducta adictiva; no eres mejor persona, en el sentido de tu crecimiento personal, por el hecho de tener acceso a los metadatos en el bolsillo de tu pantalón. Más bien al contrario. ¿Salimos realmente ganando con la presencia constante, activa y demandante del aparato? Solo algunos ejemplos, al azar: 

¿Es necesario que el padre, la madre, el profesor o la profesora tengan activo el dispositivo delante de las niñas y niños, casi en todo momento? ¿Somos conscientes del ejemplo que con ello estamos dando?

Hace poco he leído un artículo en el que un joven actor muestra su estupor ante un hecho que se ha convertido en norma: en medio de las representaciones teatrales casi siempre se escuchan, varias veces, sonidos de dispositivos móviles de espectadores.

Un joven post-adolescente se lleva un disgusto de muerte al comprobar los pocos likes que ha recibido su última foto de pose sugerente. Para la siguiente se promete ser más atrevido. 3


Cinco chicos y chicas de 11 años se mantienen inmóviles en un banco del parque, cada cual con el cuello doblado y la mirada fija en la pantalla. Los más pequeños aún disfrutan de los toboganes, aunque ya hacen incursiones esporádicas en el mundo digital.

En uno de los plenos del Congreso más importantes del año, mientras el candidato a Presidente de Gobierno da su discurso, un buen racimo de diputadas y diputados se entretienen manejando sus dispositivos más o menos discretamente. Muchos manejando la pantalla táctil; otras incluso llegan a hablar discretamente, tapándose como pueden con una mano. Este es el deplorable ejemplo que dan a la ciudadanía. (Inevitable marcar en negrita la valoración de los hechos.)

Dado que nuestras aptitudes son finitas, es obvio que la llegada arrasadora de los pequeños dispositivos, cada vez más poderosos, ha generado damnificados. El principal de ellos es nuestro tiempo: el aparato se ocupa de mantenerte permanentemente en guardia, física y mentalmente ocupada, ocupado. No solo se terminaron los tiempos muertos, que según muchos psicólogos son tan beneficiosos; además, al conceder tanto protagonismo al aparato tenemos que quitárselo inevitablemente a otros hábitos “analógicos”; un solo ejemplo: ¿dónde quedó el hábito de leer tranquilamente un libro o una revista, en soledad, en el banco de un parque? Por último, un deseo: Si sirve la analogía con los vehículos a motor, ahora estaríamos en un nuevo período de fascinación tecnológica en el que aceptamos gustosamente todo lo que nos llega de las «nuevas tecnologías», estimulamos y aplaudimos su presencia en cualquier lugar y circunstancia. Siguiendo con la analogía, quizá en un futuro empecemos a tratar de poner coto a esta ubicuidad y tratemos, poco a poco pero —esta vez sí— con conciencia, de retirar los aparatos de muchos lugares y circunstancias donde hoy campan a sus anchas. Se colaron sin pedir permiso. El esfuerzo necesario quizá merezca la pena. Cosas importantes pueden estar en juego. Postdata 1: Es probable que al menos una parte de la verdad que todos andamos buscando se encuentre en la ciencia, en la escuela, en la medicina convencional, en la homeopatía, en el yoga o en el budismo zen. Pero tengo la casi total certeza de que nadie va a encontrar el santo grial ni la respuesta a una pregunta esencial ni la felicidad en una pantalla táctil, por muchos millones de megapíxeles que presuma tener. Postdata 2: Los dispositivos móviles funcionan casi siempre como juguetes tecnológicos. Juguetes de todo tipo abundan en todas las sociedades; lo lúdico es connatural a nuestra especie. Pero no hay que olvidar que un juguete no es ni más ni menos que eso, un juguete, por más que lo queramos adornar con calificativos prestigiosos. Y lo que resulta chocante a más no poder es que tanta y tanta gente adulta ande enfrascada en los múltiples juegos que permite el juguete. Jugar con moderación es justificable y seguramente beneficioso; excederse es un vicio; convertirse en adicto o adicta es una enfermedad. Postdata 3: El juguete del que hablo tiene vocación de preeminencia sobre las tecnologías previas: aparatos de radio o TV, teléfonos fijos, equipos de música, cámaras fotográficas, relojes, despertadores, revistas, periódicos, libros, mapas de papel, cartas de amor o de amistad, juegos y juguetes analógicos, etc. Mucha gente piensa que esto los convierte en el aparato definitivo, en el paradigma de la practicidad. Pero no debemos escamotearnos el derecho a levantarnos con un despertador convencional, leer el periódico de papel, mirar la hora en el reloj de pulsera, consultar un mapa físico o incluso a escribir algo a mano, sea en verso o en prosa. Y por otro lado, ¿piensas que una pantalla de unas pocas pulgadas es la más idónea para 4


ver una serie? ¿Te resulta cómodo tratar de ver fotos del último viaje de tu amigo recién llegado, a plena luz del día mientras tomas algo en una terraza? Cuando grabas en un concierto esa canción que tanto te emociona, ¿de verdad crees que se va a escuchar o ver bien cuando quieras mostrárselo a alguien? Cuando una profesora pone música a los chavales, ¿de verdad es el móvil el mejor aparato de música disponible? Da la impresión de que muchas tecnologías previas, de utilidad y rendimiento bien probados, están siendo barridas sin contemplaciones con la complacencia de la población, que solo parece tener ojos para la tecnología única y definitiva. Todo esto produce estupor. Postdata 4: Los patrones de uso de los dispositivos móviles son una manifestación más de consumismo, asociado a un puro exhibicionismo materialista, para los demás y para nosotras mismas, en el sentido de que parece que, cuanto mejor tecnología tengamos, tanto mejor. Los anuncios de teléfonos móviles muestran que el aparato físico se ha convertido en un nuevo icono de consumo capitalista. Además, ha surgido un nuevo consumismo ligado al trasiego de datos: cuantos más datos consumamos, tanto mejor, más prestigio para nosotros, más altos estamos en la enorme ola de las telecomunicaciones en la que parece que andamos todos rodando. Pero sabemos desde hace muchos años que cualquier forma de consumismo es pura quimera. Postdata 5: A 12 de julio de 2019, puede asegurarse que vivimos el tiempo del “delirio de los grupos de Whatsapp”. Cualquier excusa es buena para hacer un grupo nuevo capaz de atender las necesidades grupales del momento. Parecen indispensables y necesarios para casi todo. Han estimulado hasta decir basta la inclinación natural de muchos sapiens a sentirse “integrados”. Miel sobre hojuelas para las empresas del ramo: una nueva pauta de consumo que nos hace pasar más tiempo delante de la pantalla y que multiplica el consumo de datos. Más paja irrelevante de colores, más intercambio de datos en forma de destellos y sonidos atractivos y atrayentes. Postdata 6: Veo a la gente mayor con el aparato entre las manos y me da la impresión que, más que manejar el aparato, están peleándose con él. Es difícil para alguien de 70 u 80 años manejar y ver una pantalla táctil. La vista está cansada, los dedos algo torpes y el pulso no responde bien. Los vemos parados en cualquier lugar, bregando con el aparato para tratar de extraer de él esa información que, también ellas o ellos consideran irrenunciable. Al fin y al cabo, la nieta está muy graciosa en el columpio y quieren ver ese vídeo; o bien no quieren perderse ese último chiste tan gracioso; o bien sencillamente tienen que mandar un wasap ineludible a su nuera. Este nuevo derecho irrenunciable ha añadido tareas a la ya de por sí apretada agenda de la gente mayor. Y ha añadido mucho ruido a su alrededor, pues el volumen de los aparatos manejados por gente mayor suele ser excesivo. Vivimos en una sociedad de gente muy ocupada, tremendamente ocupada. Al casi inacabable hilo de ocupaciones más o menos imaginarias que habíamos construido ha venido a sumarse el aparatito de señales centelleantes, que multiplica por diez las posibilidades de “tiempo ocupado”. Mientras andamos todos tan ocupados, la vida sigue, o más bien se nos escurre de las manos. Postdata final: Sencillamente reivindico el derecho a que el primer gesto del día justo después de despertar, y el último justo antes de dormir, sea algo más saludable y creativo que consultar el dispositivo de pantalla táctil.  5


Demasiado escepticismo para una mañana de verano. La era de los ciborg está a la vuelta de la esquina. Hace poco leí que la sociedad actual está siendo en gran medida diseñada por ingenieros, es decir, por mentes de ingenieros. Chavales jóvenes, expertos en algoritmos y en sacar máximo rendimiento a sus tareas, a sus programas, a sus empresas. Ellos diseñan, conciben, producen. Nosotros consumimos lo que nos venden, y lo hacemos —por lo que parece— con sumo placer. Espero que siga quedando un cacho de bosque, algún río o alguna montaña donde refugiarse. Epílogo

(Foto

Facebook:

Hernán

Coria)

www.elsaltodiario.com

Hace no muchos años el acceso de las niñas y niños a la televisión era objeto de debate. Las opiniones oscilaban entre los padres y madres que más o menos daban vía libre a que los chavales vieran “los dibujos animados” u otros programas infantiles, y aquellos, más concienciados, que pensaban que debía limitarse su uso. Los más sensibles llegaban incluso a prescindir de los aparatos (la “caja tonta”, decían algunos). En menos de una generación, una proporción creciente de esos mismos niños y niñas tienen a su disposición una pantalla que les da acceso a dibujos animados, fotos y vídeos de cualquier categoría, películas, series, juegos de todo tipo, etc. Tienen a su disposición el “juguete” prácticamente sin ninguna criba, sin apenas control, sin conciencia de ningún tipo por parte de las madres, padres o educadores. ¿Puede explicar alguien qué ha sucedido en este breve lapso de tiempo? ¿Acaso alguien piensa que esa vía libre indiscriminada carece de consecuencias? Me temo que la población adulta está, por su parte, tan enfrascada en atender su propio dispositivo que apenas presta atención a lo que hacen los pequeños. Cada día llegan más noticias de niñas y niños que han grabado disparates con sus dispositivos móviles y han subido los vídeos o las fotos a las redes. Adolescentes y postadolescentes hacen lo mismo sin parar: graban y suben a las redes cualquier desvarío que podáis imaginar. La población adulta trata de no quedarse rezagada. (El delfín de la foto murió a los pocos minutos.) 6


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