... Durante años he estado oyendo a mi abuela que los «papeles», esto es, los recibos, las facturas, los sobres, las cartas..., hay que destruirlos, nunca tirarlos sin más a la basura. ¿Por qué? Para evitar que «nadie» los vea. Y durante años esta explicación me pareció suficiente. En consecuencia, los papeles se destrozaban en mil pedazos o, mejor aún, se quemaban. Llevo unos pocos años con cierta libertad de criterio, y esta ha llegado a tal punto que el otoño pasado decidí poner a prueba lo que a todas luces parecía una simpleza. Aprovechando un fin de semana en casa de la abuela, guardé por la tarde un par de recibos y una carta de la asistenta social, sin que mi abuela se percatara. –¿Estos papeles se pueden quemar?– me preguntó. –Sí, abuela, puedes quemarlos mañana, ya he guardado lo que valía. Por la noche, cuando mi abuela ya se había acostado, salí sigilosamente y tiré los papeles en el contenedor, dentro de una bolsa de plástico. Me oculté en el huerto, provisto de unos cuantos tercios de cerveza, y esperé. Desde dentro, sentado en una piedra, podía ver por una rendija los contenedores sin ser visto. Por allí apenas pasaba gente: la Ino fue a tirar su basura, algo más tarde el Caporal hizo otro tanto, pasaron dos personas que no conocía, un par de coches y después, calma total... Aguanté una hora, dos, y aunque el alcohol me excitó algo durante un tiempo, los ojos se me empezaron a cerrar. Hubo un momento en que caí dormido, para despertar sobresaltado a los pocos segundos. Ni rastro del... ¿cómo llamarlo? ¿El hombre de la saca? ¿El tremendo acechador de documentos? No se me ocurría nada ingenioso, pero pasaba el rato y el sueño me vencía al tiempo que reía para mis adentros, me reía de mí mismo al estar ahí como un pasmarote, pasando frío y sueño... Me dormí. Me desperté sobresaltado: un ruido de plástico, como de alguien abriendo una bolsa, me llegaba claramente a los oídos. Después, el ruido se hizo más seco, más opaco... ¡Por todos los diablos! ¡Era ruido de papel doblado! Me asomé frenético y algo asustado y alcancé a ver una espalda oscura de un bulto andante de cierto tamaño, que se alejaba con los papeles de mi abuela en la mano, con gesto que se me antojó triunfal. Agarraba fuertemente los documentos como diciendo: «¡Ah, ya son míos, ya los tengo, ja!», al tiempo que la bolsa de plástico flotaba aún en el aire tras el manotazo. No era el continente, sino el contenido lo que interesaba a... Me quedé atónito y, por una mezcla de miedo y de perplejidad, no pude mover ni un solo músculo hasta que desapareció tras la esquina. Ni que decir tiene que no concilié el sueño en toda la noche, el corazón iba demasiado rápido y no se me pasaba el susto. Desde entonces destruyo meticulosamente todos los papeles y documentos usados que puedan contener cualquier dato personal. Y te recomiendo lo mismo. No es broma.
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Fiesta Los tupís me abruman. Me abruma su promiscuidad, su caos, su forma de conducir, de divertirse, de hacer deporte. Me superan. Aparte de cerveza, toman bebidas raras y juegan al fútbol con zapatos y camisa. Las mujeres tienen hijos desde muy jóvenes, y lo hacen con fruición y en repetidas ocasiones. Tienen una religión extraña, mestiza. ¿Son creyentes o no? Por un lado, parece que mucho; por otro, andan a ciegas y son frecuentemente víctimas de arrebatos evangelistas, jehovistas, etc. Vete tú a saber en qué creen. Vivo en el barrio de Usera. Gracias a la pensión por invalidez y a lo que me da mi madre, puedo vivir, afortunadamente, sin trabajar. Pero desde hace diez años el número de tupís en mi barrio no ha cesado de crecer: primero ocuparon el bloque B de la colonia San Telmo, después toda la planta 2.ª del edificio Pryconsa de Amparo Usera, al lado de mi casa. Y hace tres años llegaron a mi bloque: empezaron por la planta alta y han terminado por ocupar casi todo el edificio. Solo quedamos la Sra. Lumi, del 2.º B, y la familia Martín, o mejor, lo que queda de ella, porque el marido creo que está de nuevo en Alcalá-Meco y uno de los chavales se fue con una yonki hace unos meses. Así que vivo rodeado de tupís. Y hacen fiestas con frecuencia, a veces hasta altas horas. Algunos sábados, por ejemplo, hay música en vivo en el piso de arriba, y se pasan bailando hasta las tantas. Pero soy de buen dormir, eso no me molesta. Sí me molesta, en ocasiones, su extraño concepto de la higiene. Hoy, domingo, me fui a la Pedriza. A respirar un poco de quietud y de baja densidad humana. Iba camino del Cancho del Berrueco, disfrutando con mi lata de Coca-Cola y mi Winston. La mañana era esplendorosa, suave y plácida. Había ganado en los terrenos cercados, un viento suave, alguna nube. ¿Qué más podía pedir? Me sentía fenomenal. Pero de pronto vi algo extrañísimo: una hilera de gente venía en mi dirección. Primero unos pocos, a modo de punta de lanza; luego la masa humana se fue ensanchando, y al poco tiempo ocupaba toda la calzada por la que iba caminando. «¿Qué diantres es esto?», pensé. Me quedé atónito... ¡eran tupís! Estaban celebrando el día de la patria banderilera, y se habían venido al campo en autocares. Había infinidad de ellos: niños, viejos, chicas con amplios escotes, muchachos bebidos, hombres borrachos, otros sobrios. Bailaban, bebían cerveza e Inca-Cola, comían, algunos incluso fumaban. Y como la calzada estaba seca, levantaban una polvareda enorme. Pasaron ante mí casi en tropel, armando un jaleo tremendo y sin percatarse de mi presencia (hubo un tiempo en que eran simpáticos, ¿verdad?). Como una manada de búfalos. Afortunadamente, al cabo de tres horas empezó a disminuir el número de personas y en 45 minutos más solo quedaban los rezagados: impedidos, borrachos como cubas, inválidos, obesos, niños torpes. Estos últimos, en cambio, me parecieron más simpáticos. Muchos me saludaron y algunos incluso me sonrieron. Al marcharse definitivamente, constaté que habían dejado un rastro bien visible en la calzada. Casi dantesco, aunque no sé muy bien lo que significa esa palabra. No quise mirar mucho y volví por el camino más corto a Soto del Real, tratando de evitar los diversos residuos: botes de cerveza, botellas vacías, bandejas de comida, plásticos... Cuando llegué a casa me acosté. Algo después me he levantado y me he puesto a escribir. Está claro que voy a tener que acostumbrarme a ellos. No puedo ganar esta batalla. Además, ni siquiera hay batalla. Mi barrio, mi ciudad, no existe tal como la conocía. Y no hay que dramatizar, supongo. Aunque no estoy muy seguro.
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El cementerio de aviones I Hace unos días tuve que llevar a mi abuela a ver su casa en el pueblo. Quería hacer unas comprobaciones rutinarias y comprobar que ningún temporal había arrancado el tejado y que ningún fuego había terminado con sus posesiones. Un viaje de mero trámite, vamos, nada demasiado relevante. Yo estaba de buen humor, algo chistoso, y, como hago a veces, decidí gastar alguna broma a mi nonagenaria compañera. A la altura de San Sebastián de los Reyes se observan perfectamente las trayectorias ascendentes de los aviones que acaban de despegar del cercano aeropuerto de Barajas. Desde que ampliaron sus instalaciones, es fácil ver más de un avión en vuelo, siguiendo sendas diagonales, normalmente algo divergentes. –¡Mira, abuela, los aviones!– le dije con algo de cachondeo. –¿Qué dices de jamones, hijo? –¡Abuela, que digo que mires los aviones! –¡Ah, avi ones! –es extraño, tanto ella como mi madre convierten esa palabra trisílaba en dos bisílabas.– ¿Dónde? ¡Ah, ya los veo! –Fíjate cómo van, abuela, mira. ¿Sabes cómo vuelan?– y apunté con el dedo. –Ya los veo, hijo.– No oyó mi pregunta, no exenta de cierta sorna. –Que si sabes... –Pues esos se caen. –¿Cómo dices, abuela?– le pregunté algo sorprendido. ¿Se habría tomado todas las pastillas? –¡Que esos se caen, te digo! Suben un poco, así...– e hizo un gesto con su temblorosa mano–, y después, ¡pum! al suelo. –Y entonces la mano giró bruscamente hacia abajo y vino a chocar con el salpicadero del coche. –Ja... Ja... ¿Pero qué dices, abuela? No volvió a hablar. Yo no quise insistirle, no fuera a ser que empezara a desbarrar y la gracia se convirtiera en algo desagradable. No sé por qué, sin embargo, quedé algo inquieto. ¿De dónde se habría inventado eso de los aviones? Mientras hablábamos, habíamos estado viendo, al menos yo, un Boeing de Iberia en su vuelo ascendente. Ahora quedaba por detrás de nosotros. Me incliné un poco y conseguí verlo de nuevo por el espejo retrovisor. Me quedé estupefacto. Cuando parecía que el avión iba a escapar de mi ángulo de visión, detuvo su movimiento ascendente, alcanzó un punto de máxima altura y, a partir de ahí, empezó a inclinarse hacia el suelo, primero lentamente, luego con decisión. Giré la cabeza con angustia para verlo por mí mismo: el avión enfiló una trayectoria casi en picado y fue a caer detrás de un cerro que me impidió contemplar la colisión. –¡Pero...! ¡Pero...! –no acerté a decir nada más. Casi me estrellé contra un camión que iba delante de mí. Tuve que dar un brusco frenazo y volví a la realidad. Miré de reojo a la abuela, pero no me atrevía a preguntarle detalles. Estaba tranquila, parecía que iba a empezar a dormitar en cualquier momento. El resto del viaje estuve bastante silencioso, no salía de mi asombro. No sucedió nada especial y llegamos al pueblo sin contratiempos. Puse la televisión ansioso para informarme del accidente y, estupefacto, comprobé que en ningún canal daban la noticia. ¿Cómo era posible? Hablé con algunas personas en el pueblo, pero nadie sabía nada e incluso algunos me miraron de reojo un poco extrañados. Al pasar de vuelta por el mismo sitio, los aviones que vimos cruzar la carretera siguieron su trayectoria ascendente camino del cielo sin ninguna alteración.
II Ni que decir tiene que el suceso me dejó sumamente inquieto, sin saber a qué atenerme. Había visto el avión estrellarse, o casi, pero por la noche el accidente tampoco salió en los telediarios. Ni una mínima reseña en la radio, ni en la prensa del día siguiente ni, por supuesto, en la televisión. ¿Cómo diantres era posible? No entendía nada. Así que decidí investigar por mí mismo el suceso.
3
Sabía que el avión se había estrellado cerca de San Sebastián de los Reyes, al norte de esta localidad, hacia San Agustín de Guadalix. Así que miré los mapas y decidí hacer una excursión como las que normalmente hago a la sierra, pero esta vez en busca del misterioso avión estrellado. No me fue difícil encontrarlo. A escasos kilómetros del complejo comercial situado al norte de San Sebastián de los Reyes, detrás de un cerro, encontré una amplia vaguada cerrada por sus lados septentrional y occidental por la tapia del Soto de Viñuelas, mientras que el lado sur mostraba unas pendientes de cierta escarpadura. Así pues, la entrada y salida a ese hoyo natural era su lado oriental, que bajaba en suave rampa. En lo hondo de esta amplia hondonada, de unos dos kilómetros de diámetro, apareció ante mi vista un enorme depósito de viejos aviones desvencijados y hechos trizas: alas, morros, fuselajes, restos de turborreactores, filas de sillones a modo de butaca de patio de un surrealista teatro... Todos amontonados unos sobre otros, unos junto a otros, en caótica compostura. Creo que estuve muchos minutos mirando, sin apenas dar crédito a lo que veía. Pero no es esto lo que me dejó seco. Parece increíble, pero... allí había gente. ¿Qué gente?, me preguntaréis, «¿tripulación, viajeros, pilotos?» Nada de eso: gente de diversísima extracción y de aspecto muy humilde: muchos tupís e isleños y no pocos colibrillos, pero también muchos bereberinos, eslobunos, armiñanos... y lo más sorprendente de todo es que parecía que, dentro de aquel inmenso caos, había un cierto orden. A un lado de la enorme rampa de entrada, la que a todas luces utilizaban los aviones para efectuar su último y definitivo aterrizaje, se extendían seis u ocho mangueras enormes que, según entendí al momento, esa gente utilizaba para sofocar los posibles fuegos o calentamientos en los aterrizajes, a buen seguro forzosos. De hecho, un espléndido Boeing 737 de Avianca parecía descansar plácidamente sobre todos los demás, y leves columnas de humo salían de dos de sus cuatro motores. No pude controlarme y me fui acercando con cuidado, pues, como he dicho, la cara sur, por la que estaba acometiendo el descenso, era escarpada. A medida que me acercaba me fui percatando de lo que veía: un pequeño gran poblado que bien podría calificarse de «babélico» en el que las tareas parecían muy bien distribuidas: los colibrillos, cómo no, se encargaban de extraer las enormes bobinas y otras piezas metálicas de los motores, los bereberinos despegaban con cuidado la tapicería de las butacas y, según pude ver más tarde, confeccionaban bonitas alfombras que recordaba haber visto en el Rastro algunos días atrás. Los eslobunos parecían más técnicos: recogían cuidadosamente ciertas piezas de los motores y del fuselaje y, según vi también más tarde, construían aviones pequeños y avionetas que recuerdo haber visto en la publicidad de alguna compañía aérea de bajo coste. ¡Era sorprendente! Los tupís parecían encargarse de renovar el interior de lo que quedaba de los aviones, y de reconstruirlo de nuevo con el fin de hacerlo habitable. Vi algunas de sus obras, y os aseguro que no os creeríais lo que puede hacerse uniendo partes sueltas de, digamos, cuatro o cinco Boeing 747. A medida que me iba acercando, con mi mochila, mis pantalones relativamente limpios, mi ropa de campo, los habitantes del cementerio de aviones que se percataban de mi presencia quedaban un poco sorprendidos de ver a alguien «como yo» merodeando, pero la sorpresa les duraba poco y volvían a sus quehaceres enseguida. Según me contaron después, eran muy pocos los extranjeros, como ellos decían, que pasaban por allí. En cualquier caso, salvo los desconfiados colibrillos, los demás eran muy sociables, y al poco rato de andar deambulando empezaron a contarme su modo de vida. Muchos vivían allí, en el interior de los antiguos aviones, totalmente remozados por dentro y unidos unos con otros hasta formar auténticas comunidades vecinales, a modo de extrañas corralas con espacios abiertos interiores a los que llamaban patios. «Se vive bien aquí», me dijo Mongómeri, un tupí de cola dorada que instalaba macizos de hiedra en el interior de los habitáculos. «A veces hay problemas, pero en general la convivencia es buena. Lo mejor es que no tenemos que pagar impuestos y es relativamente fácil conseguir un trozo de fuselaje.» También resultaba muy curioso el «barrio tropical», como ellos lo llamaban, un rincón alejado de la zona central y más bulliciosa donde habían conseguido hacer crecer multitud de enredaderas y árboles de exótico aspecto, que regaban con el agua sobrante de las mangueras, y que en consecuencia parecía un pequeño vergel, si se me permite la licencia. Allí se había instalado un grupo de unos doscientos isleños, en extremo afables y hospitalarios, que me dejaron entrar en su recinto: habían extraído un buen número de sillones antes de que los bereberinos les echaran mano, y los habían dispuesto en un recinto central, a la cabeza del cual habían colocado un pequeño escenario. Según me contaron, no eran pocas las actuaciones teatrales y musicales que allí se celebraban, a las cuales eran muy aficionados los demás habitantes del cementerio.
4
–¡Vaya, esto es una auténtica ciudad!– exclamé ante Mongómeri y Vladimir, los dos acompañantes en mi periplo por este maravilloso submundo. –¡Claro que sí, helmano! ¡Esto es casi como vivil en la Ihla!– me dijo Vladimir. –¡Quédate con nosotros cuanto quieras! Además, hay unas mujeres helmosííísimas, ya verás!– Y soltó una suave carcajada que nos hizo reír de muy buena gana. –Lo siento, Vladimir. Muchas gracias, de verdad, os lo agradezco. Pero me tengo que volver, de veras. –Si quieres, te buscamos un tramo individual de fuselaje. Hace tres días cayó un helicóptero del ejército. Allí solo puede vivir una persona, o a lo sumo una pareja. Podríamos conseguírtelo por la mochila que llevas. –Me dijo Mongómeri. –No, gracias, Mongómeri, de verdad, te lo agradezco mucho, pero creo que... tengo que irme.– Le dije. –Una pena, helmano. Se ven pocos armiñanos por aquí, y tienen mucho éxito con las mujeres...– me dijo Vladimir gastando su último cartucho. –No, gracias, me voy ya... No había recorrido veinte metros, cuando me detuve, me di la vuelta y les pregunté. Aún estaban mirándome, sonrientes: –Por cierto, ¿que es de los pilotos y de la tripulación de los aviones que caen en el cementerio? –¡Ah, no, no hay...! –¿Cómo que no hay?– insistí. –Nunca vienen con gente. Están vacíos. Los hacen estrellar por control remoto, o con el piloto automático, o como sea. Nunca viene nadie en los aviones.– me explicó Mongómeri. –¿Vacíos? –¡Vacíos!– me respondieron a coro, y sacudieron las manos como despedida, sonrientes.
Fin
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