Mino Panthera Hace unos meses una amiga me regaló un gato. Hacía tiempo que venía rumiando la idea, así que, en cuanto se presentó la ocasión y el estado de ánimo propicios me decidí y me lo traje a casa. Era chiquitín, una bolita negra con ojos de bebé, pero muy cariñoso desde el primer día, además de confiado y bueno. Me hice amigo de él a los pocos días, y se acercaba a mí casi de continuo con total complacencia, en busca de friegas o caricias. Le pasaba la mano, a contrapelo, a favor del pelo, le masajeaba el cuello, le acurrucaba en mi regazo o me hacía una bola a su alrededor, actividades todas ellas que le debían gustar mucho, pues ronroneaba y ronroneaba, y yo, tan contento. El gatito era tan frágil y confiado que, desde el principio, me resultaba fácil gastarle pequeñas bromas: le levantaba las patas de delante y le hacia caminar con las de atrás, o al revés, lo cual no parecía sentarle muy mal; si le ponía en el aire sujetándolo por las patas traseras o delanteras para hacerle «el péndulo», mostraba ciertas señas de agitación interior; sabiendo que tenía un poco de vértigo, le cogía y le asomaba a la ventana... ¡el pobre maullaba de miedo! En fin, bromas pequeñas que no van a ningún lado. Al poco tiempo decidí que mi gato no iba a ponerse gordo, y decidí someterlo a un régimen estricto de pienso, con contadas excepciones en forma de pequeñas latas de comida para gatos inmaduros. El gatito ya no era tan pequeño, la cola le creció enormemente... ¡me gustaba pisársela un poquito cuando pasaba a su lado! A veces pisaba un poco y... ¡miaaaaaauuuuuuuu!, chirriaba el animal, que salía corriendo. Pero a los pocos segundos volvía junto a mí. Entonces, a veces, le cogía, le abrazaba y besaba, le levantaba en el aire, le apretaba un poquito, se quejaba, le soltaba. Le volvía a coger, le ponía en el borde superior de una puerta y le dejaba ahí sujeto, con las patas delanteras ansiosamente agarradas para no caer. No le dejaba caer, lo hacía sobre mis manos. Pero no parecía gustarle mucho el juego. Una tarde en que me encontraba algo irritado se me ocurrió cogerlo de las cuatro patas, a modo de jabalí abatido en jornada de caza, las dos patas delanteras con una mano y las traseras con la otra, y le balanceaba. A esto lo llamaba «la balanza». No siempre se quejaba al principio. Bien es verdad que al poco rato empezaba a contonearse y retorcerse con el fin de zafarse de las garras que lo tenían atrapado. Algunos días que estaba irritado por cualquier motivo personal o profesional, si venía y se subía a mí, le empujaba de malos modos e incluso le lanzaba a algunos metros de distancia. Si estaba tranquilamente viendo la televisión o leyendo y me daba por ahí, le daba un pequeño (o no tan pequeño) sopapo, que el felino encajaba con bastante sorpresa y desconcierto, pero esto no afectaba a nuestras relaciones, que, por lo general, eran bastante buenas. Cuando el gato ya había cumplido sus buenos siete meses, y estaba bien crecidito, empecé a darle sustos. Me acercaba cuando le veía hecho un ovillo, durmiendo o reposando, y trataba de rodearlo súbitamente con todo mi cuerpo, al tiempo que daba un estentóreo grito. Ni que decir tiene que el minino salía despedido bastante asustado. A veces me partía de risa. Y con estas pequeñas travesuras se me pasaron los meses... No me percaté de lo que estaba sucediendo. La verdad es que llegó un momento en que perdí bastante interés por el gato. Conocí a una muchacha con quien empecé una relación, así que apenas le veía en casa. Sabía que andaba por ahí, pues a veces veía su sombra, la comida y el agua desaparecían de los cuencos, y la bandeja de tierra mostraba claramente que el gato andaba por casa. Le oía maullar de vez en cuando, pero apenas le veía. Bien es verdad que una de las pocas veces que pude verlo de cuerpo entero me pareció extrañamente grande, pero pensé que era normal; al fin y al cabo, el gato ya era adulto y yo había visto gatos realmente grandes. Así que no presté mucha atención. Luego vino la Semana Santa, en que me fui de vacaciones con Tina, la chica que he mencionado, y durante cinco días el gato estuvo solo, atendido por una mujer que venía a ponerle el pienso y el agua y a limpiar la bandeja. Cuando llegué, lo recuerdo perfectamente, era Domingo de Resurrección. Entré a casa, solo y bastante cansado del viaje. Por cierto, no había ido muy bien la cosa con Tina, tenía ganas de ver al gatito y acariciarle un poco: –¡Mino, Minito¡ ¡Mino bonito! ¿Dónde estás? Subí a mi dormitorio a cambiarme de ropa. Encendí la luz confiado y... lo que vi me dejó mudo. El gato reposaba ovillado sobre la cama... como tantas otras veces. Pero esta vez... ¡ocupaba toda la cama! ¡Era un auténtico gato-pantera, enorme, negro, igual de apacible y tranquilo que siempre, pero más grande que yo!
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–Mi...Mi...Mi ni to... ¿Qué...qué...? El gato abrió la boca y maulló, aunque puede imaginarse que el maullido de un bicho así no es exactamente un maullido; más bien parece un rugido. Yo me quedé clavado en el umbral de la puerta, y empecé a recular poco a poco. Pero Mino protestó y alzó la cabeza con cierta atención. Parecía que no le gustaba que me marchara. Así que me quedé quieto de nuevo. Volví a intentar retirarme y volvió a dejarme rígido con un leve movimiento. Parecía que esperaba de mí que hiciera mis cosas. Así que, venciendo cierto temor, acabé por entrar en la alcoba, me cambié e intenté incluso ser simpático con él. Pero ni se inmutó ni hizo ningún gesto. Se limitó a observarme con desgana y a bostezar de vez en cuando. Cuando terminé de cambiarme, el gato se desperezó y creí entender por un gesto que quería que bajáramos. Así que bajé, delante de él. Entré en el salón, él me seguía: -¿Qué... qué tal, Minito? ¿Quie...quieres algo... algo de comida? Rugió suavemente, y entendí que sí, que le había llegado la hora de comer. Así que fui a la cocina, busqué un cuenco grande, una ensaladera y le preparé algo de comer. Decidí hacerle algo de arroz y mezclárselo con pienso. Le gustó mucho, se lo comió en un momento y me instó a que le echara más. Así que vacié la sartén y le puse otra ración. Cuando terminó de comer me hizo una seña para que fuera a la cocina. Entendí que había llegado la hora de que yo comiera algo. Y eso hice, comí lo que pude sin apenas apetito y fui al comedor... Mino estaba repantingado en el sofá, así que me senté en el suelo sobre un cojín y encendí tímidamente la televisión, con el fin de dar un aspecto de normalidad a la extrañísima situación en que me encontraba. Intentaba centrarme en las noticias para olvidar todo esto cuando noté... ¡plaff! una especie de manotazo sobre mi cabeza, que me despeinó y casi me descoyuntó el cuello. Miré al gato con horror y comprobé aliviado que su expresión era de placidez, ¡tan solo estaba jugando! ¡Ptaff! Otro sopapo me tiró al suelo y yo, para que no se irritara, esbocé una risilla, eso sí, bastante nerviosa. Intenté escabullirme y él, haciendo uso de las patas traseras, me atrapó y dio la vuelta sobre el suelo. Yo andaba bastante sofocado, pero no por eso perdía la sonrisa. –¡Ah, ja! ¡Bueno, Mino, si no me importa! ¡Agggh...! El gato se tiró sobre mí. Me encomendé a los pocos santos que conozco y supliqué que la muerte fuera rápida. ¡Pero no! Mino no quería comerme, tan solo estaba jugando conmigo a los «caballitos». Me agarró el cuello con sus fauces, pero apenas apretó. Yo, como puede imaginarse, no me movía por miedo a perder el cuello al mínimo descuido. Al poco rato, el gato pareció cansarse de mí, se levantó y se dio unos paseos por la casa. Recuperé poco a poco el resuello... no sabía qué hacer. Me quedé rígido viendo la televisión, sin ánimo para hacer nada. «¡Ya lo pensaré mañana!», me dije. Al rato el gato volvió al salón. Me enganchó de una pierna y me arrastró un poco en dirección a la escalera. Entendí que había llegado la hora de acostarse. Él se subió a la cama, yo me quedé arrebujado en la alfombra, a sus pies. No conseguí dormirme en muchas horas, no daba crédito a lo que me estaba pasando. Finalmente, ya al amanecer, caí rendido y tuve, como es normal, varias pesadillas. Notaba como un ojo enorme delante de mí, y había viento, un viento cálido, sofocante. Abrí los ojos. El susto fue casi de infarto: ahí delante, a diez centímetros de mi cara, tenía la del gato-pantera, mirándome con curiosidad y resoplando levemente. Pegué un grito y traté de apartarme instintivamente, pero estaba encajado entre sus patas y solo pude apartar la cabeza, circunstancia que el felino aprovechó para darme unos cuantos lametones por toda la cara y el pelo, con una lengua que me parecía del tamaño de una alfombra. Me apretó con su propia cabeza y me obligó a enseñarle el otro carrillo, que chupó y lamió igualmente. Cuando estaba totalmente empapado, decidió liberarme, no sin antes dar un tremendo rugido de «buenos días» que me recordó vivamente quién mandaba ahora en casa. Me levanté, me vestí de cualquier manera y noté cómo Mino me empujaba levemente. –¡Ah, quieres echar una carrera, verdad? Bueno, bueno... Y salí corriendo por la casa. El gato me perseguía simulando cierto esfuerzo. Tuve el espejismo de que si le dejaba atrás escaparía de él, pero le bastó un mínimo esfuerzo de una pata trasera para, de un solo salto, coparme por la espalda y tirarme al suelo. Después me soltaba y me volvía a empujar. Yo volví a salir corriendo y no se me ocurrió nada mejor que esconderme debajo de una cama. Él me enganchó de un tobillo y me sacó arrastras. Estaba sofocado, sudoroso y con varios arañazos, pero había que seguir jugando, y en estas
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carreras pasamos un buen rato, hasta que se sentó en el sofá mirando su cuenco de comida. Le había llegado la hora de desayunar. Esto fue hace un par de meses. Es innecesario, por lo previsible, dar más detalles sobre mi vida con Mino durante todo ese tiempo. Por lo demás, terminadas las vacaciones me reincorporé al trabajo, pero no comenté a nadie lo que estaba viviendo. Los arañazos no siempre fueron entendidos correctamente, creo que incluso algún compañero pensó que tenía una novia algo bruta. No podía denunciar al animal, al fin y al cabo una parte de mí seguía considerándolo «mi» gatito, mi pequeño peluche negro con el que jugaba y bromeaba cuando era chiquitín. Me acostumbré a mi nueva vida. Evité las visitas a casa durante todo ese tiempo, y me fui acostumbrando. Hace una semana, el viernes, ya con bastante calor, volvía muy desanimado a casa. La semana laboral había resultado agotadora. Tuve que pasar antes por el supermercado para comprar un saco grande de tierra, varios kilos de arroz y una buena porción de sardinas para Mino, que a pesar de su aspecto de pantera prefería a todas luces el pescado a la carne. Llegué sudoroso, estaba algo triste y deprimido, y me esperaba una sesión de juegos, la de la tarde, la más larga de las tres que teníamos cada día. No me sentía con fuerzas, pero tenía que hacerlo. Así que entré con decisión... –¡Hola, Minito! ¿Dónde estás? No oí respuesta. O, bien pensado, sí la oí pero apenas me percaté de ella. Lo que sonó fue un leve maullido que me pareció minúsculo, como de un tímido cachorro que apenas se atreve a molestar. «¿Minito?», volví a preguntar, pero tampoco obtuve el esperado rugido. En eso vi con el rabillo del ojo una manchita negra que me pareció diminuta, en una esquina del sofá. –Mi...Minito... ¿eres tú? –¡Miaaaaauuuuuuu!– me respondió tímidamente, y se acercó a mis tobillos en busca de caricias. Caí al suelo con todas las bolsas, atónito, sin saber qué hacer. Durante varios minutos no pude reaccionar a las muestras de afecto del minino. Poco a poco fui percatándome de que Mino volvía a ser el gatito que había sido antes de Semana Santa. Le empecé a acariciar, suave, delicadamente, le cogí en mis brazos, le acuné un poco, le solté, le volví a acariciar. Él me miraba de soslayo de cuando en cuando. No parecía claro que fuera consciente de lo que había pasado. ¿O sí lo era?
Fin
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