A saber cuándo y dónde

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A saber cuando

y donde

ILUSTRADO POR

FLOR RODRÍGUEZ ACTIS

Michelle Rovira

A SABER CUÁNDO Y DÓNDE

Rebuscando donde no debía, encontré una maleta con papeles carcomidos. Era la letra de alguien a quien adoré, la letra de quien nunca me confesó mi origen. Sentí que me llamaban. Agarré la maleta, huí hacia el establo, subí la escalera, empujé la tapa de madera pintada de blanco y me senté sobre el pajal. Comencé a sacar los papeles y sentí un olor a humedad… Pero sufríamos una terrible sequía. De pronto, me pareció que el olor venía de la caja. Quizá con el tiempo agarró humedad, pensé. O quizá ella los escribió llorando. ¿Quién me buscaba? Nunca me ente-

ré. Quedé tan absorta en la lectura que no fue hasta hoy, al no poder mover las piernas, que me percaté de que era tiempo de salir. Mi madre parece que vivió mucho tiempo en un lugar terrible, donde todo parecía normal pero poco a poco se desvanecía. Allí conoció a Consuelo…, ese nombre que tanto murmuró en su lecho de muerte.

LA CIUDAD GRIS

Consuelo llegó a mi vida cuando mi felicidad se apartaba de ella. Fue la primera en abrirme los ojos, la primera en decirme que el gris de este cielo no solo oscurecía la ciudad, sino que acercaba la muerte. Parada en una esquina de la habitación, mirándolo todo como quien no mira nada, repentinamente volvió su rostro hacia mí y enseguida supe que había llegado el momento de irme. Le sonreí en complicidad, agradeciendo la señal que me daba. Cerré los ojos un instante. Al abrirlos, Consuelo ya no estaba. Tampoco estaba Walter.

La primera vez que vi a Walter, el tío de Consuelo, terminaba una ensalada en su sitio usual arriba en la calle Elmwood. Salía del establecimiento cuando Berta, una excéntrica conocida mía, lo llamó a nuestra mesa. Medía unos cinco pies y diez pulgadas. Su pelo rubio le caía en la frente, a la vez que aparecía una dulce sonrisa en sus labios.

—¿Cenabas solo? —preguntó Berta, mientras él se acercaba a nosotras.

—Vine por la ensalada y caminaré hasta Tazón por la sopa de habichuelas negras.

—¿No me dices que aún comes cada plato en un lugar diferente?

—Las costumbres nunca cambian. Pasaré por el postre en Sweet Tooth.

Me reí sorprendida y él volvió su mirada hacia mí. Por un momento, me perdí en esos ojos cristalinos como el agua. Inexplicablemente, sentí frío.

Aunque dijo andar de prisa, acabó acompañándonos más de media hora. Berta nos presentó, y los tres entablamos una conversación que tocó diferentes aspectos de la vida personal. Por supuesto, yo fui quien menos habló, quizá porque hablaban en otro idioma o porque ellos parecían haber sufrido una experiencia personal con la cual no me podía relacionar. Walter no comentó mucho sobre la suya, pero percibí que en otros tiempos de felicidad hubo una mujer y que ahora, aunque repuesto, lamentaba haberla perdido.

—Tu mirada, tu sonrisa... —me comentó mientras examinaba mi rostro con su dulce mirada—, tienes todo el amor que perdí.

Sonreí. No era necesario contestar lo que ya sabía y ahora me afirmaban reflejaba mi rostro.

La conversación fue amena, y solo al mirar el reloj me percaté de que había pasado otro de los escasos ratitos que disfrutaba en esta ciudad fantasma.

Diría que nos trajo el destino, pero nunca podría entender por qué el destino querría traernos a este aburrido lugar. Mi esposo, Braulio, y yo llegamos aquí por casualidad. Solicitábamos a lugares donde él pudiera entrenar en ese campo de la cirugía que le apasionaba.

Yo, como siempre, me ocupaba de todos los papeles. Parece que eso lo heredé de mi padre, quien, como buen ingeniero, mantenía todos sus papeles en perfecto orden. Pero, a pesar de mi organización en papelería, nunca me he explicado cómo llegó a mi casa esa solicitud en particular. Fue indiscutiblemente por error.

Si de algo estábamos seguros en aquellos años de indecisiones, era de que nunca viviríamos en esa ciudad en la que acabamos viviendo.

Bien dicen que «la vida es como una caja de chocolates; nunca sabes lo que te va a tocar».

Braulio la echó a la basura cuando leyó de dónde era. Fue de allí que la saqué, mientras

repetía las palabras que tanto escuché de niña... «la peor gestión es la que no se hace». Estaba enérgica y harta de hacer nada. Ese día me había resuelto terminar con aquellas odiosas solicitudes. Añadí a mi argumento que aquella era la más corta, una sola página, y que solicitar no significaba que nos aceptaran ni que aceptaríamos la posición allí. La firmé y la envié.

Fueron los primeros en ofrecer la entrevista. Tarde en la noche de un duro invierno, por primera vez, entrábamos Braulio y yo manejando en aquella horrible ciudad que en otras ocasiones habíamos observado desde la autopista. La cita era a primera hora el siguiente día. Tan pronto concluyó, nos fuimos de allí pensando no volver jamás.

—Todavía no lo creo —fueron las palabras de Berta luego de presentarse y pedirle a Braulio que tomara asiento. Acabábamos de

verla pasar frente a la vidriera del restaurante, seguros de que era ella sin nunca antes haberla visto. Unos días antes me había telefoneado para invitarnos a almorzar antes de comenzar la búsqueda de un hogar. Vestía modernamente, con una chaqueta de cuero negro sobre su camisa de seda y unos palazos bajo los cuales se asomaban las puntas de unas botas de calidad. Llevaba suelto el pelo rojo rizado y la cara bien maquillada. Lucía varias prendas: pulseras, sortijas, collares, pantallas. Braulio y yo pensamos que definitivamente no parecía americana. Entró, y luego de contarnos que hacía solamente un mes había firmado su divorcio y todavía no lo creía aunque hacían ya dos años que él había abandonado el hogar, nos enteramos de que era canadiense. Almorzamos y partimos juntos los tres.

Berta sonó la bocina de su auto varias veces y luego le gritó su nombre, como si fuese posible que no la escuchara. A la puerta se asomó la silueta de un hombre alto y delgado. Era

Paul, un gran chelista de la sinfónica, una estrella de esta ciudad. Tenía buen aspecto y era simpático, pero me parecieron horrendos los apartamentos que nos mostró. Mantas con diseños artísticos cubrían las ventanas y un olor a incienso impregnaba el ambiente.

Berta y Paul parecían conocerse de mucho tiempo, aunque con los años descubrí que ella era tan conversadora con conocidos como con desconocidos. Ella lo bromeaba y él sonreía, en ocasiones avergonzado. Por un momento los imaginé como pareja, solo antes de enterarme esa misma tarde de que él pronto se casaría por tercera vez.

Era también la tercera vez que volvíamos Braulio y yo a aquella ciudad intentando encontrar un lugar donde vivir. Trabajamos en cada ocasión con una persona distinta. Esta vez nos habíamos dicho que sería la última. La energía de Berta parecía confirmar nuestra presunción. Nos mostraba un sitio mientras contactaba a otro. Entre tanto nos interrogaba, nos señalaba

La novela narra las aventuras de una joven recién casada que se muda muy lejos de su país al reconocer una buena oportunidad de desarrollo profesional para Braulio, su pareja. A él, su trabajo lo acapara. A ella, su inexperiencia le da tumbos de lado a lado, pero le sirve para aprender a disfrutar de los inconvenientes y sobrevivir la soledad. Querer es poder, y ambos jóvenes entienden que únicamente el apoyo mutuo, la comunicación entre ellos, la confianza y la fidelidad en el matrimonio los hará felices. Aislados de familiares y amigos, aprenderán el valor de la amistad sin mirar la cultura o situación social, y aprenderán que el regalo de una sonrisa mueve montañas y revive muertos.

GINKGOBILOBA

ISBN 979-13-87558-23-9

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