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Mientras paseaba por la playa, me encontré con un anciano que contemplaba el mar con cierta nostalgia. Decidí acercarme y le pregunté si se encontraba bien. Él aseguró que sí, que se sentía perfectamente, lo que me llevó a preguntar por qué observaba el mar con tanta tristeza. Fue entonces cuando el anciano me confesó que su tiempo estaba llegando a su fin, que pronto tendría que partir y sentía que aún no había completado la misión que lo había traído a este lugar. Sus palabras despertaron mi curiosidad y quise saber más sobre quién era él, cuál era su propósito y qué era lo que aún no había logrado terminar.
Ante tantas preguntas, el anciano me miró y, esbozando una sonrisa, me dijo que me invitaba a presenciar un espectáculo en el que él sería el protagonista.
También añadió que era para todos aquellos niños que quisieran saber más sobre la magia de la historia. Invité al teatro a todos aquellos que creía que pudieran interesarse en pasar una buena tarde viendo algo mágico y único. Estábamos en plenas vacaciones de verano, y era una manera amena de distraer a los niños. Como el sol ya se estaba
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ocultando, fuimos al pequeño teatro que me había indicado el anciano. Cuando llegamos, se abrieron las puertas y todos los niños se sentaron alrededor de un pequeño palco.
Casi sin darnos cuenta, las luces se atenuaron y comenzó a salir un humo espeso que cubrió toda la base del escenario, mientras al fondo, con un sonido hueco, comenzaron a escucharse las primeras notas de una ocarina. Del humo surgió un anciano delgado, ligeramente encorvado, con la piel flácida que acentuaba aún más su vejez. Estaba vestido con harapos y sus hombros estaban cubiertos con una piel de jaguar desgastada. Su forma de caminar era pausada, apoyándose en un bastón para soportar su empobrecido cuerpo.
Este anciano era un Ah Kij, un chamán que provenía de la antigua civilización maya y que se encargaría de contarnos una historia mágica que nos transportaría años atrás, cuando las personas convivían con su entorno, con su pasado y con su ser.
Con una agilidad pasmosa, el Ah Kij comenzó a moverse por el escenario, entre el humo. Dio un fuerte golpe en el piso para iniciar su historia; su voz era fuerte y profunda, llena de misterio y respeto. A medida que se deslizaba por el escenario, movía el humo con su bastón, creando diferentes formas.
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—Los antiguos mayas, como yo, pertenecemos a un pueblo que veneraba y respetaba la naturaleza. Para nosotros, los fenómenos naturales, como la lluvia y el trueno, eran considerados seres con personalidad y apariencia propias. Todos los seres, tanto yo como ustedes, las plantas y los animales, tienen un «Way», que es como nuestra esencia —dijo, levantando el bastón y apartándose, mientras creaba una figura nebulosa y humeante con su misma silueta—. Un hombre de poder como yo podía tener más de un «Way» — continuó, mientras la primera silueta se desdoblaba en otra más.
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—También poseemos un «Lab», que es nuestro animal compañero; el mío es un Balam —prosiguió, haciendo un movimiento con el bastón hacia el lado contrario, y del humo surgió la forma de un jaguar, el Balam, su animal compañero—. Para nosotros, los antiguos mayas, los cerros son la morada donde viven nuestros ancestros y el lugar de nuestro origen. Es de donde proceden todas las cosas. Es el lugar al que iremos y donde nuestras historias están guardadas.
De repente, se acercó al público abriendo sus largos brazos y se agachó, echando humo en el rostro de los 7
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niños. En un abrir y cerrar de ojos, fueron transportados a la antigua ciudad de Calakmul, como se conoce ahora y que antes se conocía como el Reino de Kaan.
Estaba amaneciendo y se podía apreciar la niebla que se formaba entre los edificios y las copas de los árboles.
El ambiente era fresco y se comenzaba a ver entre la bruma los edificios principales. El Ah Kij continuó con su relato, pero se lo escuchaba como si se encontrara en otra dimensión; su voz sonaba como un eco lejano.
—En esta ciudad, el Reino de Kaan —explicó el chamán—, se construyó una imponente pirámide que era el centro de la ciudad. Nuestros ancestros, que habitaban en el interior de la montaña, nos enseñaron que cada gota de rocío y el zumbido de los insectos en la selva guardan la memoria de nuestro pueblo. La savia que recorre los cuerpos de los árboles lleva consigo el recuerdo de los hombres. Todo lo que habita en la selva pertenece a la misma familia. Las flores perfumadas, el venado, el jaguar, el zopilote y todos los animales son nuestros hermanos.
La bruma fue envolviendo lentamente las escaleras y los cuerpos de la pirámide hasta llegar a la cima y se fue expandiendo hasta cubrir el imponente edificio. De repente, la bruma adquirió la forma de una serpiente conocida por los mayas como Witz, que es el acceso a
donde viven nuestros ancestros, y se deslizó sinuosamente por las escaleras centrales hasta llegar a la base de la pirámide, donde abrió sus fauces y nos transportó a otra época, muchos años atrás, a la casa de una pequeña niña.
En el crepúsculo del amanecer asomaba Yatziri, una niña con grandes mofletes y una mirada traviesa. Su cabello era largo y de un intenso color azabache, recogido en lo alto; de su nuca sobresalía una trenza muy larga sujeta con una cinta roja que ondeaba al compás de sus travesuras. Siempre llevaba consigo una pequeña bolsa atada a la cintura, donde guardaba los tesoros que encontraba durante el día. Antes de regresar a casa, escondía sus hallazgos, que para ella eran tesoros, en una pequeña caja oculta en el bosque, para que nadie más los descubriera.
El padre de Yatziri era el maestro pintor del Reino de Kaan; era muy diestro con el pincel y había realizado grandes obras. En esta ocasión, le encargaron la decoración de una de las zonas más importantes de la ciudad, conocida como Chick Naab. El gobernante quería que se hiciera algo muy especial que sorprendiera a otras ciudades, algo que hasta ese momento no se hubiera hecho. Así que el maestro decidió decorar todos los edificios con dibujos de animales, como tortugas,
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En la mágica selva maya, Yatziri emprende una peligrosa aventura para salvar a su amigo Noil, atrapado en un sueño profundo tras perder a su compañero animal, Koj. Guiada por sus amigos mágicos y el sabio Ah Kij, Yatziri se adentra en el mundo del Wayak, donde los sueños y la realidad se entrelazan.
Valores implícitos:
En la selva, Yatziri y sus amigos aprenden a cuidar la naturaleza y la biodiversidad, valoran la herencia cultural maya y respetan sus tradiciones. La historia destaca la igualdad de género a través de personajes fuertes, fomenta la creatividad para resolver desafíos y enfatiza la importancia de la paz, la justicia y el trabajo en equipo. ISBN 979-13-87663-00-1
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