el
ParlanchĂn
Caridad O´Farrill Montero
Ilustraciones Gonzalo Perdomo Luis
El pez Parlanchín Mi amigo Gaspar vivía lejos del mar cuando tenía nueve años, sin embargo, le gustaba como si siempre lo hubiera tenido cerca. A esa edad, comenzó a irse del poblado una vez por semana, durante varias horas, sin decir el motivo ni a qué lugar iba; al mismo tiempo, comenzó a ocuparse de asuntos no habituales para él, y esto le duró el resto de la infancia y la adolescencia. Años más tarde me reveló la experiencia vivida por él, y que contaré a continuación: Resulta que, en cierta ocasión, el padre de Gaspar lo llevó a la costa. Por un momento y con miles de recomendacio-
nes, el papá lo dejó solo, contemplando el mar y sentado sobre los restos de un viejo pilote. Mientras mi amigo chapoteaba, pensaba: «Estoy aquí tan aburrido... Y tú estás lleno de pececitos que tal vez quieran jugar…». A los pocos segundos, sintió un cosquilleo en los pies; de inmediato, apareció un remolino entre ellos y, como de lo profundo de su pensamiento, un pequeño pez que parecía de oro y plata, emergió, diciendo sonriente: —Niño hermoso, no te engañas. Sentí tu deseo, y es verdad que también quiero jugar contigo. —¡No puedo creerlo! —interrumpió mi amigo, medio asustado—. ¡¿Me escuchaste, me entendiste y además hablas?! El niño, muy sorprendido, miraba a un pececito muy gracioso y que no para de moverse. —¿Cómo no iba a entenderte? —continuó diciendo el pez con voz fina, como si su aparición fuese lo más natural del mundo—. Te conocemos y, más que jugar contigo, sería grandioso tenerte por siempre. —Pues soy Gaspar. Estoy esperando a mi padre y me alegra mucho conocerte, aunque eres tan libre en el mar que no vas a querer venir conmigo —respondió el mucha-
cho, mientras se le hacía la boca agua pensando en lo lindo que sería tener un pez chiquito y hablador que dispusiera de sus diminutas aletas pectorales como si fueran manos. —Soy libre, es verdad. Yo nunca temo estropear una casa, un portal, un jardín, un potrero ni un corral; ninguna jaula de oro o cristal me priva del movimiento, pero voy a confesarte que ¡estoy loco por saber acerca del amor de los humanos! Sin embargo, vine a conversar por un ratico. No me demoraré porque mi familia está en apuros, y no intentes conocer cuáles son, pues no quiero enturbiar el día de nuestro encuentro. Además, tampoco podrías ayudarme. —Está bien. ¿Y vives por estas aguas? —preguntó el niño, totalmente sorprendido por lo que veían sus ojos. —Sí, y mucho más allá, nado muy rápido —se meció, orgulloso—. Sabrás algo: en mi mar azul verdoso puedo viajar sin descanso y casi sin barreras hasta donde llegue mi voluntad. Nunca el aburrimiento se apodera de mí. Voy de ola en ola, juego con mis hermanos; jugando y jugando encontramos alimentos, nos entretenemos y nos cuidamos del peligro, ¡porque hay mucho peligro en mi mar!
Imagínate: los peces pequeños cabemos en todas las bocas, también existen algunas personas irresponsables que arrojan cualquier cosa al mar y, por si fuera poco, hay pescadores… Además, solo crecemos en aguas limpias y puras. —¿Cómo sabes sobre nuestras vidas? ¿Por qué dices conocerme? —continuó indagando el pequeño. El pez respondió con discreta arrogancia: —Porque vemos todo lo que hacen las niñas y los niños. Conocemos sus hábitos y conductas: desde cómo se asean las manos, los cuerpos y se cepillan los dientes, hasta cómo cuidan de la casa y la escuela, cómo se comportan con los padres, maestros y amigos, con los animales y las plantas. Cada uno de ustedes tiene en el mar un pececito como yo, que les observa y les quiere. Cuando nos reunimos a conversar en nuestro lenguaje del silencio, damos nuestras impresiones sobre el chico o la chica que nos corresponde. Así los conocemos a todos. En nuestro caso, tú eres mi niño y yo soy tu pez, y acudí a tu llamada.
El equilibro de Morfeo i
ISBN 978-84-18499-03-6
9 788418
499036