El nudo perenne I

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JORGE GARCÍA

EL NUDO

PERENNE VOLUMEN I



CAPÍTULO 1. MARTÍN

Apúrate y cóbrate la pieza. Aún recuerdo mis pies volando entre el cañaveral, a una orden de mi padre. Mis pies se hundían en el barro pegajoso, como una lengua infinita de resina negra, seguidos a toda prisa por Luca, que no tardaba en adelantarme, sorteando el enjambre de cañas retorcidas y tronchadas. Llegaba a la pieza antes que yo, pero no la tocaba. Aguardaba a que yo la alcanzara resoplando, describiendo semicírculos de alegría por la captura. Lo cierto es que nadie sabía de dónde había salido aquella perrita negra y mirada canela, que un buen día se apostó a dormir bajo mi ventana, para ir a morir en el mismo sitio, ocho años después. Con cuidado cogía el ave del fango, y mientras me la ataba al cinto, podía sentir su plumaje frío y húmedo. La cabeza le quedaba colgando como si fuera un patético muñeco de trapo roto, y sobre las pupilas dilatadas, se le había extendido una gasa traslúcida que anunciaba la ruptura brusca con la vida. 3


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Recuerdo pensar que era como si los ojos intentaran atrapar un último rayo de luz, antes de sumergirse para siempre en la tiniebla. Como un último gesto de intentar columpiarse en un aliento, que los perdigones habían cortado de cuajo, arrojando al suelo pringoso toda posibilidad de un nuevo aleteo. Recuerdo. Con el animal muerto golpeándome la pierna, desandaba el lodazal para llegar a donde mi padre de nuevo. Y entonces le mostraba el trofeo, que él examinaba cuidadosamente, como quien inspecciona una moneda sucia, mientras yo le sostenía la escopeta que mantenía aún el cañón caliente, en prueba irrefutable del asesinato. La imagen de mi padre profanando el cuerpo quebrado del pobre animal, me provocaba una extraña desazón. Un miedo atávico, un sabor metálico en la boca, que no se iba siquiera con el agua fresca y salina del pozo. Desde aquellos días, siempre me acompañó la imagen de mi padre hurgando en el cadáver, y lo que yo llamaba la náusea. Ese vómito incipiente, que me llegaba a trastabillar el paso en algunas ocasiones. El temor incontrolable a que un perdigón cualquiera me arrebatara el último rayo de luz, y me dejara con las pupilas cremosas y desvaídas, abiertas para siempre hacia un abismo negro. El regreso a casa tras la batida siempre era en silencio. Ese silencio penitente de los pueblos. Como si la miseria del estómago se hubiera corrido también al mundo de las palabras, y no hubiera nada que decir, igual que no había nada que comer. Mi padre era un tipo bajo con ojos de avispa. Cargado de espaldas, calvo, y con una mandíbula que parecía encajar a presión sobre unos pómulos volcánicos, sobre los que se dibujaban dos 4


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hoyuelos asimétricos y feos, cada vez que gesticulaba. Que era casi nunca. Olía a cereal y conejera. A hierba prensada y a sudor macerado sobre una camisa parda que rara vez mudaba, y caminaba mansamente, sopesando los pasos. Sin más prisa que la de respirar, en el profundo convencimiento de que en esta vida no había absolutamente nada por lo que mereciera la pena correr. Liaba pitillos con picadura, como un artesano en su taller. Con mimo, precisando cada movimiento de relojero, para después adjuntar la pequeña obra de arte a los labios cuarteados, a través de los cuales se dejaba intuir una dentadura catastrófica y amarilla. También poseía una habilidad formidable con la yesca, y tiraba a las liebres con una rapidez admirable y casi incomprensible, para unas manos aparentemente pequeñas y sin gracia. No sabía leer, pero entonaba a media voz coplas de la guerra de Melilla con bastante tino, que yo me aprestaba a memorizar, cuando creía que no le oía. Melilla ya no es Melilla, Melilla es un matadero donde van los españoles a morir como corderos. Mi madre decía que solo tenía un defecto, porque no le gustaba ir a misa, a lo que él solía responder rompiendo su mutismo, que aquello eran cosas de señoritos. Después se levantaba de la silla de mimbre descolada, y se acercaba al quicio de la puerta a contemplar la huerta aplastada por los rayos moribundos de la tarde, dando así por concluida la conversación. Y mi madre, que tenía dos bolas de cristal en la mirada, con las que podía ver el futuro, se aprestaba a callar, con la sumisión de quien no tiene más poder en la vida que la de desplumar pájaros, y retirar las sobras. 5


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Era con la venida del otoño cuando salíamos a bajar torcaces, zuritas, o zorzales, algunos domingos. Emprendíamos la marcha siendo aún noche cerrada, y con el frío de la madrugada mordiéndonos sin misericordia la espina dorsal. Ese frío carroñero de la estepa, que se te agarra a la carne como dos tirantes de acero. Ese frío de un pueblo que no tiene nada que ganar, y que aún puede perder mucho menos, y que solo cuenta para pasar el invierno, con reservas bien provistas de incertidumbre y algarrofas. Mi padre me alargaba la bota para que entrara en calor, mientras esperábamos el alba entre las cañas, como dos juncos famélicos y tristes más, batidos por el viento seco de noviembre, sin percatarse de que yo tenía catorce años. Pero entonces, a los catorce años el aliento ya te empezaba a oler a vino, y para la mayoría continuaba agrio durante buena parte de su vida. Antes de llegarnos a casa para el almuerzo, parábamos donde Venancio el Tuerto, que en realidad no era tuerto sino estrábico, aunque todo el mundo lo conocía por el Tuerto. El Tuerto regentaba uno de los dos bares que había en el pueblo, y recogía además el correo que llegaba de Murcia, cada tres o cuatro días. Al descorrer la cortina y entrar en el establecimiento, que condensaba una atmósfera de eructo y cueva, mi padre daba los buenos días entre la penumbra, únicamente rota por los haces de luz que se filtraban por las cintas de la cortina, a los parroquianos que alargaban todo lo posible el domingo, matando la melancolía bajo las fichas de dominó, que aplastaban eufóricamente sobre la mesa, como quien resuelve con éxito una anhelada venganza. Sin desviar las miradas de las fichas, los hombres correspondían a mi padre, pronunciando únicamente su nombre de pila. 6


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—Martín. Y otra vez el local se sumía en un murmullo indescifrable de voces roncas y magulladas, confundidas y trompicadas entre el humo picante de tabaco negro, acentuando todavía más el aspecto cavernoso del bar del Tuerto. Mi padre pedía sin más protocolo una paloma, a la que dejaba largo rato aburrirse en el vaso mal enjuagado, antes de apurarlo de un trago. —Así se hace estómago —decía. Para mí no pedía nada. En la cueva del Tuerto los hombres hablaban a media voz, reverberada por la desnudez de las paredes, empapeladas únicamente por un calendario pasado de fecha, y una imagen polvorienta de Belmonte. —Después de los peces y los panes, Belmonte es el mayor milagro de Dios —me susurraba el Tuerto, enfocándome únicamente con el ojo bueno. —¡No jodas tú con Dios al chaval! —le recriminaban desde las mesas. En la cueva te envolvía siempre una especie de susurro vigilante, desconfiado, huidizo. Rara vez los hombres se interpelaban directamente, mirándose a la cara. Más bien eran sentencias que alguien soltaba al aire de forma indefinida, para que otro la cogiera al vuelo, y respondiera de forma igualmente genérica, con la misma brevedad y vaguedad. Casi nunca se daban ni pronunciaban nombres concretos en las conversaciones, pero allí todos se reconocían sin necesidad de mirarse. En la mesa de la puerta, y junto a la única ventana del establecimiento, con unos cristales que parecían esmerilados, pero 7


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que en realidad estaban opacos de no limpiarse nunca, se sentaban siempre los mismos hombres, en lo que constituía una especie de reservado tácito dentro de la cueva. La gente del pueblo los conocía como La Comisión. El Miñiques, llamado así porque había perdido el dedo meñique en la instrucción militar, y al que nadie identificaba por su verdadero nombre; Roque el Santo, porque de joven había querido ser seminarista, aunque más tarde abandonó la vocación y se hizo comunista; Félix el Manso, que había sido mansero en un cortijo de Jaén, y don Antonio el maestro, que era el único que tenía el privilegio de que le llamaran de don en la cueva del Tuerto. Alguna vez, pocas, presencié alguna subida de tono, que casi nunca reventó en una discusión abierta, porque don Antonio tenía la extraña habilidad de cortarla de raíz cuando a los hombres se les empezaba a calentar la sangre y la lengua, haciendo un simple gesto de la mano que llamaba al sosiego. Los hombres entonces, detenidos por esa bayoneta magnética que era el brazo del maestro, se volvían a sentar, y sacaban un cigarro aun con rostro crispado, que encendían como de mala gana, pero que venía a simbolizar el punto y final al calentón, y el triunfo silencioso del pacificador. —Aquí estamos todos en el mismo barco, ¿no?, pues ¡ea!, no se hable más —concluía don Antonio. Y efectivamente, ya nadie hablaba más del tema, y los hombres volvían mansos a sus partidas inacabables, a sus pensamientos circulares, y al fondo turbio de sus vasos, que siempre tenían bailando un último trago invencible. —Tú, ver, oír y callar, que aquí las paredes están vivas —me ordenaba mi padre acodado en la barra, cuando se tensaba el ambiente. Y yo asentía con gesto de obediencia incondicional, 8


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intuyendo que mi padre me estaba enseñando una lección imprescindible, de las que pueden salvar una vida. Los encontronazos se producían por lo general por tres motivos: Los primeros estallaban a causa de las trampas que unos y otros intentaban colarse en las partidas, y que cuando subían demasiado en descaro y humillación del contrario, podían degenerar en enfrentamiento, acentuado por los efectos que el coñac, y el anís seco, que algunos llamaban cazalla, producían sobre aquellos cuerpos arrasados por el sol y la intemperie. Los segundos estaban generados por las deudas no saldadas, que casi nunca ascendían a grandes cantidades, porque nadie tenía grandes cantidades que gastar y, mucho menos que prestar. Y los últimos y menos frecuentes, por la política. Cuando alguien comentaba esto o aquello de la República con desdén, don Antonio dejaba inmediatamente lo que tuviera entre manos, y sostenía durante unos segundos con su interlocutor una mirada de rapaz que calcula la distancia hasta la presa antes de iniciar el descenso en picado, y solo después de esa interminable pausa, respondía. Don Antonio siempre tenía la última palabra en cualquier trifulca. Su capacidad para pronunciar discursos sin titubear, su dominio de los términos legales, y su habilidad para citar a eminentes personajes en los entreactos de cualquier conversación, aniquilaba cualquier capacidad dialéctica que pudieran tener los hombres de la cueva, que se quedaban siempre con la réplica en la garganta, sin saber cómo proseguir la discusión, ante los argumentos apabullantes del maestro. —Además, callando, que los amos tienen oídos hasta en el culo de las tinajas, ¿estamos? —Don Antonio reforzaba su au9


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toridad en aquella gruta de espectros en alpargatas, sostenida por colañas empachadas de bostezos y termitas. A mi padre no le gustaba el maestro. Desde el primer momento le mostró una indiferencia calculada. Una distancia siempre prudente y desconfiada. Nunca le concedió ni el beneplácito de la duda, desde el primer día que aquel personaje zampo y acoclado, cruzó la Corredera camino del ayuntamiento. Don Antonio llegó en el autobús procedente de Granada que hacía parada en Lorca, un año y medio antes, en pleno mes de julio. Cuando los terrones de la tierra se abrían y agrietaban bajo un calor infernal por falta de líquido, como dos pulmones resecos a los que ya no les llega la sangre para respirar. Desde Lorca se acercó al pueblo con la ayuda de un carretero, y desde que se apeó en la plaza principal junto a un baúl y tres maletas de cartón, una mujer y dos hijas muy discretas, y un reloj de bolsillo de la época de Prim, el pueblo no volvió a ser el mismo. Nadie avisó de su llegada. Nadie lo esperaba, y a él, lejos de ofenderle, le agradó incluso el revuelo causado en un lugar que más que un pueblo, parecía una cofradía de viernes santo en la que todos controlaban quién estaba y quién faltaba, con la precisión de un notario del ministerio. Su bigote enhiesto, y sus gafas de cristales gruesos que le daban aspecto de desfasado poeta del noventa y ocho, enseguida se ganaron la atención del pueblo, que rápidamente se acostumbró a su impostado acento andaluz, y a su colección de corbatines que desentonaban profundamente con la huerta, y con la ermita de santa Eulalia. En dos meses, y moviendo incansablemente su cuerpo enfermizo y bohemio, fue capaz de habilitar una escuela en lo que 10


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había sido un pósito municipal, y reunir una pequeña biblioteca de no más de cuarenta o cincuenta ejemplares. Estaba especialmente orgulloso de una vieja edición de las coplas de Jorge Manrique, con más de cien años de antigüedad, de la que nadie sabía de dónde o cómo había sido conseguida en aquel rincón olvidado del evangelio. Había quien aseguraba en confidencia, que tenía contactos importantes en Madrid, aunque mi padre nunca lo creyó realmente. —La gente importante no se viene a morir a los pueblos de mala muerte —apostillaba para convencernos. Lo cierto, es que nunca pude confirmar de dónde le venía a mi padre tanta mala baba hacia don Antonio. Intuyo, que con su olfato de perdiguero para los problemas, mi padre se barruntaba que el maestro era de aquellas personas que no se contentaban con dejar las cosas tal y como están. Que en realidad se trataba de uno de esos tipos caídos desde la ciudad, cuya sola presencia servía para cambiar sin pedir permiso la vida de la gente, trastocando todo el precario equilibrio sobre el que se sostenía la frágil existencia de los individuos, más prescindibles y corrientes del mundo. Y, quizás por ello, mi padre, cuyo máximo valor era levantarse por la mañana sabiendo exactamente cómo iba a acostarse a la noche siguiente, marcaba la máxima distancia con el recién llegado, espoleado por el fundado temor de perder la única seguridad de toda su vida, que era la seguir disfrutando de su miseria bien llevada. Un advenedizo, un forastero —pensaba él— que traía en sus maletas raídas, en su bigote pretencioso, y en sus libros extravagantes, una necesidad de cambio desconocida hasta ahora en un pueblo, en el que por otra parte, todas la estampas de sus 11


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calles, se encontraban día tras día prediseñadas de antemano, por el peso rocoso de la costumbre, hasta el fin de los tiempos. Y solo por eso, por el miedo a perder el bastón de la rutina, sobre el que mi padre apoyaba su lumbago y su hambre, fingía no reparar en el maestro cuando atravesaba la cortina del Tuerto, y pasaba imperturbable junto a la Comisión, como pasaría un invidente que solo se dejara guiar por el trote alegre y despreocupado de Luca. De esta forma, cuando mi padre se acomodaba en la barra a degustar su licor de espaldas a don Antonio, no solo se volvía ante el nuevo maestro de un pueblo periférico e insignificante del país, sino que se giraba ante el hombre del nuevo siglo, que esparcía a su paso radiantes ideas, que alteraban el ciclo natural de las cosas, que habían sido así desde siempre. Se desmarcaba del hombre de ojos gatunos y aceitunados, que bajo unas lentes redondas e inofensivas, arrastraba consigo el deseo de un cambio profundo y definitivo. Una revolución pacífica, a través de los libros y los pupitres. De la palabra y la resistencia. Algo del todo inaceptable para mi padre, que tenía el profundo convencimiento de que nada muda de aspecto en este mundo, si no viene acompañado de la desgracia. Mi padre no sabía quiénes eran Ortega, o Costa, Jaurés o Castelar, pero en su mundo iletrado y sin palabras, sabía reconocer sin dudarlo ni un instante, a un perdedor. En cualquier caso, la impostada indiferencia de mi padre, no era ningún obstáculo insalvable para don Antonio, sino que al contrario, le representaba un desafío con el que medir su éxito social entre aquella parroquia de desarrapados. La ocasión perfecta de verificar la potencia real de su desbocada vena dialéctica, con un hombre que además, tenía pública fama de cabezota, pasivo e irreductible. 12


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Y movido quizás por ese deseo de poner a prueba sus dotes revolucionarias, su artimañas de apostolado, fue por lo que se decidió a abandonar momentáneamente el lugar de honor que le reservaba la Comisión, para abordar a mi padre en aquella mañana de caza casi infructuosa, dando con ello un giro a los acontecimientos que habrían de encaminar mi vida, sin que yo tuviera la más mínima sospecha de ello. Lo hizo con seducción felina, acortando la distancia distraídamente, y deslizándose por la cueva con estudiada simplicidad, dando así entender que en el corto trayecto desde su mesa hasta nuestra posición en la esquina del mostrador, no traía ninguna mala arte bajo la manga. —¿Se dio bien la mañana, Martín? —Se dio —fue la respuesta seca de mi padre, lanzando un mensaje explícito y sin indirectas, de que no tenía ningunas ganas de conversar. Don Antonio no se dio por aludido en aquella respuesta de mi padre, que acababa de cortar en dos como la manteca el viciado ambiente de la cueva, y que de paso había convertido el metro escaso que separaba a los dos hombres, en un abismo sin puentes. Pero incluso en esas circunstancias, tuvo el maestro el ánimo de proseguir ufano un asalto, que no parecía dispuesto a dejarse ganar sin pelar. —¿Un pito? —Gracias, tengo los míos. —¿Ya no se caza como antes, verdad? —Verdad. Las contestaciones cada vez más escuetas de mi padre, dejaban a don Antonio en una delicada situación, en la que sus estrategias de tribuna parecían incapaces de atravesar la canana dentada de cartuchos y los oídos impertérritos de mi padre, 13


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ante la mirada de reojo de la Comisión, que no perdía detalle de los intentos infructuosos de aquel que consideraban su jefe natural. Lo que el maestro aún no había parecido comprender, era el compromiso de mi padre con el ahorro de las palabras estériles. Su austeridad lingüística, que se regía únicamente por el principio de considerar una estupidez, el tremendo esfuerzo que suponía decir cualquier cosa, para seguir exactamente igual que antes de decirla. Lo que don Antonio con todos sus conocimientos no había sido capaz de captar, era que mi padre, sin creer un ápice en Dios, actuaba como un perfecto cartujo en su celda de severidad y devoción, al que le sobran todas las golosinas y distracciones que le trae la civilización, para encapricharlo. —Oye, Martín, ¿te has pensado ya lo del muchacho? —No empiece don, que ya le dije que no hay nada que pensar. El chico se viene al campo conmigo. —Pero hombre, no seas así, ¿no te das cuenta de que es una buena oportunidad? —El chico ya sabe leer, y además escribe, ¿no? Pues ya. El padre Marcos le enseñó en catequesis, y no necesita más. —Talmente Martín, por eso mismo, el chico lo vale, y en la escuela tendría más oportunidades. La República está haciendo un enorme esfuerzo por darle un futuro a los chicos de los pueblos, por eso hace escuelas, por eso me mandan aquí, y por eso te hablo, carajo. —¿Qué futuro? —El futuro, Martín, el futuro. Que ya es hora hombre, de que la gente pobre se gane su sitio en el mundo. —Déjese de sitios, lo que hay que ganarse es el pan. Y eso no lo regalan en ningún sitio, que yo sepa. 14


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—Mira, en Rusia… —¿En Rusia lo regalan? —¡No, coño!, pero todos comen por igual. —Eso está bien. —Pues claro que está bien. Pero para eso la gente tiene que empezar por saber sus derechos, y ahí entra la escuela. —¿Y qué dice que puede ser el chico si sabe sus derechos? —Lo que él quiera, pero para eso tiene que venir a la escuela. Lo que sí te puedo decir es lo que va a ser si no viene. —Aparcero, como su padre. —No, Martín, va a ser pobre. —Mire don, los pobres siempre han sido pobres, y eso no lo cambia ni yo, ni usted, con todas sus frases bonitas. —Ya no. Ahora ya no es así. —¿Y eso quién lo dice? —La República. —Bonita República la que tienen ustedes montada en Madrid. —No es de Madrid, Martín, es de todo el país. —No creo que este pueblo le importe mucho a los señores de la capital, ¿no cree? Nunca ha venido nadie a ver cómo estábamos, o a preguntarnos si necesitábamos algo. Nunca ha venido nadie a enterrar a ningún vecino, ni a saludar a la viuda, ni tampoco se han dejado caer cuando se echó a perder la almendra, o cuando lo del gusano de la uva hace treinta años, que hizo que se tuviera que marchar la mitad del pueblo a Barcelona. ¿Acaso alguna vez ha venido alguien? Por un momento la cueva parecía haberse quedado en silencio. Los hombres dejaban que los cigarros murieran despreocupadamente entre los dedos, despeñando las cenizas al suelo de arcilla apisonada. 15


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Carraspeaban y se removían inquietos en sus sillas, en la certeza de que las palabras de mi padre reflejaban sin paños calientes su insignificancia. Les pellizcaba la inquietud de que la realidad apabullante e irrebatible de aquellas preguntas sin respuesta, diera al traste con las tibias ilusiones de cambio que varios de ellos habían empezado a albergar, en medio de las convulsiones de una época, en la que lo único que parecía seguro, era que algo importante iba a pasar. Algo tan importante que haría que las cosas ya no fueran nunca igual para ninguno de ellos. —He venido yo. —¿Usted? —Sí, yo. —Algo ganará, digo yo. —Meter a mi familia a vivir en un viejo almacén, ¿te parece suficiente? —Usted tiene poder para decir cómo mejorar las cosas, pero no para mejorarlas, no se ofenda. —No me ofendo. Mira, Martín, todos los cambios empiezan siempre de la forma más humilde. Piénsalo, una cosecha se gana de algo tan chico como unas semillas. Pues igual con los hombres. Hay que cuidarlos, y mimarlos para que den buen fruto. —Mucha labia. Tiene usted salidas para todo, don. —Lo que tengo es razón, Martín. Y ese muchacho tuyo, es espabilado, y trabajador, y te digo yo que nos puede dar buena cosecha y muchas alegrías. Mi padre apuró el poso del vaso, se limpió las comisuras de los labios con el dorso de la mano, y pareció quedarse absorto una décima de segundo, como quien llega a un cruce de caminos y tiene que decidir la dirección correcta, guiado solo por el pálpito de la intuición. 16


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—Hasta la próxima, señores —se despidió aclarándose la garganta tan fuerte, que llegó a ensordecer la respuesta de la cueva, que le devolvió cortésmente el gesto. —Considéralo, Martín, piensa seriamente en lo que te he dicho —presionó don Antonio, fingiendo no reparar en el corte brusco de mi padre. —Ya veremos, vamos —me ordenó mi padre, y yo le obedecí como Luca me obedecía a mí. Sin cuestionar lo más mínimo la jerarquía que el universo había decidido implantar en mi vida. Don Antonio me sonrió. Su rostro ya no parecía el de un inflexible Mesías. Había perdido los matices épicos, la mirada encendida, la mandíbula prognática apuntando desafiante hacia su adversario como un sable, para mudarse en un gesto de compasión y hasta de ternura. En ese momento de flaqueza, cualquiera hubiera podido decir que aquel tipo insignificante, que parecía un insecto aplastado contra sus propios zapatos por el peso excesivo de una cabeza ridículamente grande y artificiosamente rizada, era un feriante de tres al cuarto, que acababa de llegar con su carromato desde alguno de los caminos secundarios que atraviesan y parten España en muchos trozos desiguales, para animar la fiesta, y romper el adormilamiento de un pueblo apático y ajado, en una tarde cualquiera de domingo. —Adiós, Fernando. Yo incliné la cabeza para corresponder a la despedida, pero no despegué los labios. Seguí a mi padre hacia la salida como un falderillo, mientras oía cómo don Antonio volvía a acomodarse a mi espalda junto a la Comisión, para reemprender la tarea de reequilibrar el mundo, con soflamas de bodega y manos de cinquillo. 17


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Enfilamos el regreso a casa subiendo hacia la huerta, por la cuesta del Matarile. Alguien con pocos escrúpulos decidió llamarla con tan desafortunado nombre, después de que la Guardia Civil matara allí a culatazos a un huelguista de la CNT, en el verano del diecisiete. Quedó así grabado en el pueblo, como una premonición, el nombre de la muerte, pero no el del infortunado, que como casi siempre, se consumió como una sombra más que apuntar en el olvido selectivo de los hombres. Durante el resto de la tarde mi padre se mantuvo a distancia. Apenas probó el encebollado con huevo y miga que preparó mi madre, a la que cada vez le costaba más llevar los platos a la mesa sin derramar el contenido, porque la artrosis había comenzado a deformarle las manos, llenándola de nódulos que daban la extraña impresión de levantar diminutas cordilleras en su piel acartonada. Ella era el reverso amable, al silencio áspero y monolítico de mi padre. Con una inteligencia natural poco común, nacida de una tenacidad de supervivencia asombrosa, que le permitía crear un nuevo amanecer de la nada, siempre tenía una frase hecha, una palabra simple y recurrente, a veces una interjección animosa, que podía no significar nada, pero que era capaz de llenar la casa de eco y vibración, de calidez y arrullo, y que sin duda le servía para aferrarse a la sensación de que la vida a su alrededor, se extendía más allá del cloqueo quedo y asustadizo de las gallinas en el corral trasero. Quiero imaginar que era su forma de renegar del sentido burocrático y práctico de la vida impuesto por mi padre. Su manera de resistirse a convertirse en otro planeta solitario y triste que aguarda al borde de la cama, o al fresco de la tarde, a que se apague definitivamente la luz de su estrella. 18


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Mi padre fumó largo rato sentado a la puerta, a pesar del frío. Sostenía la mirada por encima de la larga fila de nísperos desnudos, esqueléticos, que como un ejército miserable y derrotado por el incipiente invierno, recortaban sus ramas nudosas contra un cielo que ya no era ni azul ni negro, sino de un cobrizo sucio y desgastado. Esperando la noche. Dejando que los minutos le recorrieran nómadas su cuerpo, para ir a morir en las caladas largas y pausadas de su cigarro. Inhalaba el humo con calma y método, y solo expulsaba una pequeña parte por la nariz chata y ratonera, que se dilataba burdamente con cada exhalación. Estuvo dos horas largas en la misma posición, hasta que se volvió bruscamente buscándome entre la luz mortecina de la lámpara, que no daba ni para alumbrarme las rodillas. —Fernando, mañana quiero que te acerques a donde don Antonio, y que te quedes allí, ¿estamos? —Estamos. Me sorprendió el propio sonido de mi voz, y temí parecerme demasiado a mi padre, que solo hablaba cuando ya era tarde. Al día siguiente me levanté temprano, y salí corriendo hacia la escuela. Bajo mi ventana, Luca se quedó contemplando con sus ojos canela, cómo mi cuerpo adolescente, que ya empezaba a muscularse, se perdía a toda prisa por la cuesta abajo hacia el pueblo que empezaba a desperezarse. No hizo el amago de seguirme como era su costumbre. Quizás fuese cierto que supiera que ese día no podía acompañarme. Ahora, lo que más recuerdo son mis pies volando a una orden de mi padre.

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Asier inicia una búsqueda de una persona desconocida, que le llevará a descubrir unos insospechados orígenes familiares, a los que siempre había estado vinculado sin imaginarlo, y que han condicionado toda su vida hasta la actualidad. Para ello tendrá que transportarse al pasado, y recomponer una a una las piezas antiguas de un tiempo que ignora por completo, y en las que finalmente y para su sorpresa, aparecerá representada

679231 788417 9

ISBN 978-84-17679-23-1

su propia vida.

www.mirahadas.com


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