El nudo perenne II

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JORGE GARCÍA

EL NUDO

PERENNE VOLUMEN II



CAPÍTULO 1. PALERMO

S

alió por la boca oscura y maloliente de Saint Denis Porte de Paris, y de inmediato se arrepintió de haber llegado cuando acababa de ponerse el sol. Aquello no se parecía al París del amor del que le había hablado monsieur Rieux, sino a un suburbio de cualquier capital africana. Dos tipos de aspecto árabe lo observaron con descaro abandonar la estación. Asier intentó disimular su aspecto de turista despistado, evitando mirar el nombre de las calles, y echó a andar hacia el norte por la Rue Gabriel Peri. Los tipos árabes se levantaron del banco que ocupaban, y lo siguieron a una distancia prudencial. Asier fingió no percatarse de sus dos acompañantes, y aceleró el paso como el que está deseando regresar a casa, y aparenta conocer a la perfección el espacio por el que se mueve, por efecto continuado de la rutina. De vez en cuando miraba hacia atrás con disimulo. 3


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Los dos tipos le seguían y hablaban, pero no en francés. Otros tres hombres negros apostados en un locutorio, lo vieron pasar como una exhalación. Parecían limitarse a dejar que la noche se les echara encima a pesar del frío, sin disimular las caras de aburrimiento. Aceleró aún más el paso para atravesar la Plaza de la Resistencia, que se encontraba en completa penumbra. Las farolas desganadas, arrojaban una luz insuficiente y mortecina, que negaban el sobrenombre de la ciudad. Las voces de los hombres se oían más cerca, y Asier distinguió perfectamente la pronunciación en árabe. Consideró colarse en algún local de los que todavía se veían iluminados y con las puertas abiertas, pero ninguno le ofreció la suficiente confianza. Si Marie hubiera estado con él, habría sabido lo que hacer. Pero ella prefirió despedirlo en la estación de Lyon, enfundada en una enorme bufanda, y con la tristeza asomando por sus labios. Antes de marcharse lo besó, y le regaló la moneda falsa. —Tírala a cara o cruz cuando no sepas qué hacer —le había dicho—. Siempre acierta. —Se sonrió antes de que Asier la viera difuminarse por la ventanilla de su vagón, con la mirada despeñada de quien solo ha conocido la distancia. —¿Regresarás cuando termines? —le preguntó ella. —No creo. Y sus caminos se separaron definitivamente. Marie se quedó sobreviviendo en Villafrache, sin terminar el viaje que había emprendido con trece años. Ahora, Asier llevaba su moneda de la suerte bailando en el bolsillo, mientras creía estar siendo perseguido por las aceras oscuras y tropicales del norte de París. 4


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Los pasos de los hombres le retumbaban ya en su espalda, y sus voces le iban erizando la nuca. Una era una voz fuertemente nasal, como si estuviera resfriada; la otra, mucho más seca, solo respondía con monosílabos. El corazón se le aceleró y se preparó para lo peor. Estuvo tentando a detenerse y darse la vuelta para encararse con sus perseguidores, pero continuó caminando, sostenido por el instinto de huida. —Si golpean, golpea. —Se dio falsamente ánimos, y apretó los puños para lo que creía inevitable. De repente escuchó cómo los dos hombres giraban a la izquierda. Puso atención, como si pudiera ver a través de sus omóplatos. Las voces se alejaron hasta hacerse imprecisas, devoradas por el ruido gutural de una motocicleta. Asier respiró hondo sin darse cuenta, y sintió un profundo alivio. Distendió las manos, y desaceleró lo suficiente el paso para echar un vistazo, y comprobar que los dos acompañantes ocasionales se introducían pacíficamente en un café rotulado Casbah. Se sintió un cretino racista de izquierdas. Estirando un poco más el cuello, aun acertó a vislumbrar cómo el hombre de la voz nasal saludaba efusivamente al camarero, y se perdía entre los acordes de música libanesa, que se filtraban por la puerta entreabierta. Con la íntima sensación de estupidez asomando por su rostro, continuó sin detenerse bajo la noche parisina, mientras los comercios regentados por congoleños, marfileños y chadianos, se aprestaban a echar las persianas. Las calles olían a cubo de basura y a comida recalentada, y aquello curiosamente le abrió el apetito. Al llegar al cruce con la Rue de la République se detuvo, y sacó del bolsillo trasero del pantalón tejano, un papel con la direc5


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ción anotada en casa de Marcel. Distinguió la letra insegura de aquel día en el que Marie, casi consiguió engañarle con un juego de niños. De nuevo había sido una mujer la que la había indicado el camino, que se mostraba incapaz de encontrar por sí mismo. Buscó el número hasta que pudo identificarlo. A su izquierda se alzaba un hermoso edificio abuhardillado de cuatro plantas, que se abría entre las dos calles a modo de chaflán, como la proa de un barco que avanzara cortando el aire frío de la noche, y el pavimento pegajoso. Tres de los cuatro enormes ventanales iluminados parecían adelantarse a la construcción, e incluso despegarse de ella, para convertirse en tres serenos de ronda, en un barrio en el que todos parecían vigilar a todos. Se coló por el portón sin cerrar, y subió el primer tramo de escaleras, acompañado por la luz de una bombilla apática y desnuda, a la que alguien había dejado sin tulipa, desde hacía tiempo. Solo había una puerta por piso, pero en su anotación únicamente figuraba el nombre y número de la calle, así que tuvo que recurrir a pulsar cada timbre a ciegas. Probó suerte en el primer piso. Le abrió la puerta una mujer negra de unos treinta años, acompañada de dos niños pequeños, pegados a sus faldas. Asier se disculpó por gestos, haciéndole entender su equivocación. La mujer asintió, y conminó a los pequeños a entrar de nuevo en casa. Cerró la puerta con una sonrisa blanca, capaz de iluminar el rellano sin necesidad de darle al interruptor. Subió al segundo piso, y repitió la misma operación. 6


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Alguien miró por la mirilla y se ocultó rápidamente evitando abrir la puerta. Asier lo intentó una vez más sin éxito, hasta que desistió, escalando a continuación con desgana hasta el tercer piso. El timbre no funcionaba, así que llamó con los nudillos. Oyó descorrerse un cerrojo. Tras la puerta apareció el rostro de una mujer madura. Asier le calculó sesenta años bastante bien llevados, rejuvenecidos sin duda por una mirada azul que no había perdido la curiosidad, ni la luz del que lee mucho, y viaja a menudo. Asier intentó presentarse en francés, pero al instante se bloqueó, demostrando que los idiomas no eran su fuerte. Maldijo, y entonces la mujer pareció entenderle. Ante su gesto de apuro, la mujer le hizo una señal tranquilizadora con la mano, y le indicó que la siguiera al piso de abajo. Asier obedeció, y desanduvo los peldaños con cuidado de no tropezar. La mujer tocó el mismo timbre que había utilizado Asier instantes antes. Otra vez la mirilla se oscureció invadida por un párpado al otro lado de la puerta. Pero en esta ocasión, se oyó una vuelta de llave, y la puerta se abrió de par en par. Del interior surgió un hombre bajo y fornido, con mandíbula de tiburón a medio abrir. Saludó de mala gana, con el gesto arisco del que no desea ser molestado. La señora ignoró las señales poco amistosas, y se acercó para susurrarle algo cerca del oído, mientras Asier permanecía inmóvil junto a la puerta. El hombre pareció entender, y asintió. —¿Es usted español? —se dirigió entonces a Asier, con voz pedregosa. 7


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El eco de su pregunta quedó retumbando un instante en el hueco del ascensor. —Sí —afirmó Asier con alivio de poder hacerse entender—. Permítame presentarme, mi nombre es Asier. Vengo de Bilbao. ¿Usted también es español? —De Cáceres. Del pueblo de Malpartida. —El hombre se detuvo como sopesando la conveniencia de dar más información—. Me llamo Julián, pero todos me conocen por Palermo —se decidió a continuar por fin—. ¿En qué podemos ayudarle? —interrogó nuevamente, sin abandonar el ceño fruncido. —Estoy buscando a una familia que vivió en esta dirección hace mucho tiempo. La familia Marechal —puntualizó Asier. El hombre se encogió de hombros y negó con la cabeza. A continuación le tradujo a la mujer, quien dio un salto tan inesperado, que casi logró desestabilizar a Palermo. —Par qui demande? —preguntó de nuevo la mujer en francés. Asier la entendió a la primera, y se atrevió a responder. —Familie Marechal. La mujer se echó la mano al pecho, y le indicó nuevamente que la siguiera. Hizo lo mismo con Palermo, que se había quedado mudo, con la comisura ligeramente colgando en una mueca de desagrado. —Je? —Se sorprendió el hombre, cerrando su poderosa mandíbula. —Oui, S’il vous plaît —Y la mujer se lanzó escaleras arriba, hacia su domicilio. Los dos hombres la siguieron atónitos. La mujer cerró la puerta tras ellos, y les pidió que se acomodaran. Los hombres obedecieron, y tomaron asiento en un salón de techos altos sin pintar, decorado con una profusa decoración de máscaras africanas y polinesias. 8


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A continuación, la mujer trajo tres botellitas de agua con gas que nadie le había pedido, y con una sonrisa luminosa, le pidió amablemente a Palermo que tradujera. La mujer comenzó por presentarse como Isabelle Julot, y acto seguido interrogó a Asier sobre el motivo de su búsqueda. Asier dudó antes de pronunciarse. No estaba seguro de lo que tenía que responder, ni tampoco quién iba a resultar ser aquella mujer de exquisitos modales, y de indudable gusto por lo étnico. —Permítame, señora —comenzó Asier. —Hermana Isabelle —corrigió la mujer, sin perder el encanto. —Ah, disculpe. —Se ruborizó Asier. —Pertenezco a la orden de la Sagrada familia de Burdeos, pero no se apure —tranquilizó a Asier—, no todas vestimos hábito, y por eso es fácil confundirnos. —Sonrió mientras puntualizaba. —Hermana Isabelle —prosiguió Asier, con un leve acento de duda—, trabajo para una agencia en España que busca personas desaparecidas. La hermana Isabelle asintió a las palabras que le iba dirigiendo Palermo con la boca espesa, y la respiración dificultosa. —En concreto busco a un miembro de la familia Marechal, una mujer, Olympia Marechal, o Torregrosa, que es como se apellidaba en español, puesto que tenía padre español y madre francesa. —Continúe, por favor —le solicitó la religiosa. —Pues, el caso —obedeció Asier— es que pude obtener unas cartas antiguas de esta persona, y el remite correspondía a esta dirección. En su última carta expresa su intención de huir, ante la inminente llegada de los alemanes a París en 1940, pero ahí se corta todo contacto con ella, y desconozco el destino y 9


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la suerte que corrió. Ignoro también si consiguió su propósito de salir de París y de Francia. Solo tengo esta dirección como punto de partida para continuar mi búsqueda, y ese ha sido el motivo de presentarme aquí, e importunarles esta noche. — Asier tomó aire. Palermo lo observaba, como quien contempla un cuadro abstracto del revés. Isabelle se tomó unos segundos antes de responder. Lo hizo con la calma de quien está acostumbrado a los imprevistos, y a las visitas a deshoras. —Aquí no vive ningún Marechal en la actualidad —comenzó a explicar la mujer—, pero no está usted desencaminado. Esta era la finca de la familia. Todo el edificio era suyo. Y ahora es mío. Asier abrió los ojos todo lo que pudo, de forma que parecía que acabara de despertar de una larga siesta. —No comprendo —le hizo saber Asier. —Es sencillo —le volvió a tranquilizar la hermana Isabelle—. Mi madre era la asistenta de la familia —comenzó a explicar—, en especial de la señora. Fue ella la que la acompañó durante su enfermedad y su muerte, poco después de terminar la guerra. Creo que la pobre perdió a toda su familia durante esos años. Una auténtica desgracia. La pobre mujer se quedó sola después de regresar de las colonias, y solo tuvo la mano atenta y amiga de mi madre, que la cuidó más como a una hermana, que como a una jefa. —¿Ha dicho usted de las colonias? —Asier comprendió que Isabelle se estaba refiriendo a la madre de Olympia, que sin duda había podido regresar desde el norte de África, acabada la guerra. —Sí, exactamente. Creo que venía de Argelia. Probablemente hubiera enfermado allí, porque las condiciones en las colonias eran bastante duras por aquel entonces. 10


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—Perdone que insista, ¿dice que fue su madre la que la cuidó? —Con toda la atención que le fue posible. En realidad por cómo hablaba, yo creo que siempre quiso mucho a la señora, y el sentimiento debía de ser recíproco. Por eso pienso que, en agradecimiento a estos desvelos, y también porque la pobre mujer no tenía a quién legarle el poco patrimonio que le quedaba, fue por lo que mi madre se convirtió en su única heredera. Y de ella pasó a mí. Así de sencillo. —Isabelle hizo una pausa—. Por su gesto, deduzco que no es eso lo que esperaba oír —dejó caer con cierto tono de lamento. —La verdad es que no, hermana. ¿Y dice usted que murieron todos? —Bueno, de eso no estoy segura. Yo nací un par de años después de su muerte, y solo supe de su existencia por lo que contaba mi madre, que no era mucho, la verdad. A ella, no le gustaba hablar de aquella época, ¿sabe? Fueron unos años horribles para todos los que lo vivieron, y la mayoría prefería no recordarlos. Es lo que ocurre en todas las guerras, que cuando se cierran las heridas del cuerpo, se abren las del alma. Asier revivió entonces la mirada de Marie, cuando la muchacha recordaba durante la madrugada, al legionario recorriendo con sus manos, su cuerpo casi infantil. —¿Entonces no tiene la certeza de que murieran? —insistió Asier, intentando recomponerse. —Bueno, que yo sepa no le quedó nadie, así que deduzco que debieron morir, claro. Hágase usted cargo, la guerra dejó asolado medio país. —¿No volvió con su marido desde el norte de África? —Asier parecía profundamente contrariado. —A mí eso no me consta. Mi madre nunca lo mencionó. Siento no poder ser más precisa —se disculpó Isabelle. 11


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—No se preocupe, ciertamente me está ayudando usted mucho. ¿Y nadie tampoco preguntó por ella, después de morir? —Al funeral solo fue mi madre, y unos pocos amigos que le quedaban en París. Nadie la echó especialmente de menos, aunque… —Isabelle dejó la frase sin terminar y desvió la mirada hacia el techo, cuajado de desconchones y rodales de humedad. —¿Aunque? —Asier se incomodó en su asiento, aguardando impaciente el final de la frase. —Mire, no le conceda usted demasiada importancia a lo que voy a decirle, pero yo siempre he pensado que a esa buena mujer le sobrevivió alguien, la verdad. —Ahora no puedo seguirla, hermana. Discúlpeme. ¿Por qué piensa usted eso? —Por la sepultura. —¿Qué sepultura? —Mis padres están enterrados en el mismo cementerio que esa mujer, lo cual no es extraño porque ambas familias residieron en Saint Denis. Y cosas del destino, ambas sepulturas no distan mucho la una de la otra. Es como si Dios hubiera intercedido para que mi madre y esa mujer pudieran seguir juntas después de abandonar este mundo. ¿Puede usted creerlo? Asier sonrió, y tuvo que contenerse para no morderse las uñas. —Es cierto que voy a visitar a mis padres menos de lo que debiera —prosiguió Isabelle— pero cuando acudo al cementerio, paso junto a la lápida de esa señora y me fijo. —¿En qué se fija usted? —apremió Asier. —En esa sepultura a veces hay flores. Y flores frescas —dijo Isabelle con un susurro. —¿Se refiere usted en la tumba de madame Marechal? —Sí. 12


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—¡Menuda historia! —Se sobresaltó Palermo sin traducir la última intervención—. Discúlpeme, hermana Isabelle, pero es que contado así, no me dirá que no parece esto una novela de misterio. —Y a continuación soltó una carcajada, que derivó en una tos irrefrenable. La hermana Isabelle sonrió. —Don Julián, usted, tan bien como yo, sabe que hay historias que se cierran en falso durante muchos años. —¿Y usted no sabe quién pone esas flores? —interrumpió Asier. —Me temo que no. Un día por curiosidad pregunté al encargado del cementerio, y me dijo que las traía una empresa, pero él tampoco sabía mucho más. Simplemente se limitaba a colocarlas sobre la tumba, según las instrucciones de la tarjeta que venía con las flores. Pero es de lógica. —¿El qué es de lógica, hermana? —Palermo se había olvidado de su labor como traductor, para convertirse en parte de la conversación. —Pues que alguien que debe tener relación con la señora fallecida las envía. Así que es posible que haya algún familiar vivo en alguna parte. ¿No cree? —se dirigió directamente a Asier. —Es posible —dijo Asier, intentando encajar la nueva información. —También es posible que las envíen las personas para las que usted trabaja —insinuó Isabelle. —No, eso es imposible. Ellos no conocían el destino que corrió madame Marechal. —Ah, ya —dijo Isabelle sin darse por satisfecha—. Por cierto, y si no es indiscreción, ¿para quién trabaja usted? ¿Quién quiere buscar ahora en España a algún superviviente de los Marechal? —se extrañó la religiosa. 13


El viaje solo termina cuando no se empieza. Esta es la inexorable verdad a la que deberá enfrentarse Asier en su frenética búsqueda del pasado, en donde cada respuesta viene siempre acompañada de nuevas y peligrosas preguntas a las que se verá obligado a responder, para poder desvelar finalmente la interrogante más importante de todas:

679347 788417 9

ISBN 978-84-17679-34-7

¿Quién soy yo?

www.mirahadas.com


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