Manuela

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Manuela Juan Alfonso Belmontes



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GINKGO BILOBA © del texto: Juan Alfonso Belmontes © diseño de cubierta:

BABIDI–BÚ libros S.L.

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BABIDI–BÚ libros S.L, 2019 Fernández de Ribera 32, 2ºD Tlfns: 912.665.684 info@babidibulibros.com www.babidibulibros.com Impreso en España Primera edición: Noviembre, 2019 ISBN: 978-84-17679-18-7 Depósito Legal: SE 1758-2019 «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www. cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra»


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Juan Alfonso Belmontes



A Vicenta y a Montse, mujeres que tejen el mundo.



ÍNDICE PRIMERA PARTE. SU TROZO DEL MUNDO................ 11 Capítulo 1. ¿Quién es Manuela?................................................. 13 Capítulo 2. ¿Dónde va lo que se pierde?.................................. 31 Capítulo 3. La Sardina................................................................. 49 Capítulo 4. La canción del náufrago......................................... 59 Capítulo 5. El primer trabajo de Manuela................................ 69 Capítulo 6. Los preparativos...................................................... 77 SEGUNDA PARTE. TODOS LOS MARES........................ 85 Capítulo 7. Manuela se echa a la mar........................................ 87 Capítulo 8. Bañistas al norte....................................................... 97 Capítulo 9. Navegar en la ciudad............................................. 103 Capítulo 10. Una enorme marea verde................................... 129 Capítulo 11. La carretera........................................................... 145 Capítulo 12. Dentro de la piedra............................................. 167 Capítulo 13. Navegar en el polvo y la arena........................... 185 Capítulo 14. Guerra y barro..................................................... 197 Capítulo 15. La isla solitaria...................................................... 229



PRIMERA PARTE

SU TROZO DEL MUNDO



CAPÍTULO 1.

¿QUIÉN ES MANUELA?

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anuela iba a llorar, pero se le cortó el llanto cuando saltó un revoltijo de olas, lo llenó todo de espuma y le salpicó los pies. Se le pasó pronto la sorpresa y, conteniendo el aire, lo dejó todo salir en un chillido que hizo que las lapas se asustaran y se despegaran de las rocas para esconderse, rebotando, en la grieta más cercana. A Manuela le acababa de pasar algo asombroso. Nacer es una de esas cosas que te deja sin habla. Nacer tiene su toque misterioso. Un rato de tirones y apreturas. Es cálido, al fondo hace más frío. Se tiembla, se suda. Te amasan, te empujan, uno se agarra. Pero viene la marea y te lleva hasta la salida. Al final, como el pez que se rinde al pescador, uno se abandona y se deja nacer. Un último empujón, humedad y suspiros de gozo. Ya has llegado, no te volverá a pasar más. Un gran viaje, algo corto, pero grande de veras. Te pilla desnudito y poco limpio, pero lo llenas todo de un humor tan bueno que 13


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poco importa. Ya vendrán los problemas, prometido, pero, tan solo por un instante, parece que todo será posible y fácil. Y, aunque uno tenga dos minutos de vida, ya sabe la respuesta a la pregunta más difícil de todas. ¿Qué he venido yo a hacer aquí? Pues a estar encima de la tripa de esta señora. Se dice que el mundo tiene muchas cosas que ofrecer, pero eso ya vendrá. Date tiempo y descubrirás el escalofrío de un soplido de brisa tostada al sol del verano pasando entre los pelillos de la nuca, el chisporroteo de las piñas en la hoguera y el de las tostadas con mantequilla en la sartén, el siseo de los juncos doblados al viento, el crujiente quejido al pisar nieve nueva, el pan caliente, el olor de lluvia, arroparse hasta las orejas en invierno y el besito de buenas noches. Manuela, en ese momento no sabía de estas cosas, suficiente tarea tenía aquella primera noche en el mundo, pero las vivió todas. Y la primera de ellas, mientras la envolvían para que no cogiera frío, fue aprender un sonido único, el rumor de olas. Olas que salpicaban (ella no lo sabía) porque querían darle la bienvenida. Todos los niños que vienen a este mundo pequeño deberían tener un recibimiento como ese. Nació en medio de la noche, en la cabina de un barquito que la llevaba a ella y a su madre hasta el pueblo. La comadrona, que acudió a su casa del islote para ayudar al parto, vio que la niña quería nacer de pie, repleta de buena suerte, según dicen. Pero era algo peligroso tratándose de un nacimiento. Se acobardó la mujer al pensar que la cosa se podía complicar, allí tan solas y tan lejos de un médico, y le dijo al padre que aparejara el barquito para cruzar la bahía y llegarse al pueblo. Calculaban que tendrían tiempo de sobra, pero el bamboleo de su madre yendo en camisón hasta el muelle, a la luz de una linterna y bajo 14


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un paraguas, y luego aún más bamboleo en el barco sobre el agua, hizo que las cosas se precipitaran un poco. Manuela fue a salir sin problema ninguno justo en lo alto de una ola, sobre un barco enseñando la tripa a la tormenta. Cuando el padre la cogió del regazo de su madre, Manuela abrió mucho los ojos para ver qué se movía ahí fuera. Más allá de aquel cascarón se desplegaba un gran espectáculo. El mar, enfogonado por un relámpago, echaba carcajadas de espuma aquí y allá. La tormenta le golpeaba como un tambor. Era un mar bravucón que tenía de todo, olas en un baile desesperado, sudando espuma, acantilados cortados a cuchillo que rasgaban el cielo hasta hacerle lluvia, gaviotas refunfuñando por el aguacero, nerviosas por los lloros de una niña recién nacida. Al fondo, otra barquita cabezota cruzaba la ensenada, iluminando un trocito del mundo con su farol, en ella maldecía un pescador por haberse retrasado con el aparejo, queriendo llegar a casa hasta su estufa repleta de leños y su queso sobre pan caliente. En el puerto, medio pueblo estaba esperando. Ya estaba todo listo. Cama limpia y blanda en la casa del médico, un caldito para aliviar la mojadura y a esperar que escampe. Unos brindis por la pareja y la nueva criatura. Por la ventana, en medio de la tempestad, titilaba una gran estrella por Manuela. La luz del faro, su casa. La lluvia y los vientos eran invitados frecuentes en aquellas costas. Se los trataba con respeto, pero cuando se marchaban dejaban disfrutar de un sol tibio que te acompañaba en los paseos de la tarde. Desde que el amanecer clareaba azulando en el horizonte, los barquichuelos, afanosos, hormigueaban aquí y allá, en un agua intranquila, pero generosa en peces. Al volver con la panza repleta, las gaviotas les daban la bienvenida 15


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armando alboroto para obtener los restos de la pesca. Las nubes caracoleaban entre aquellos vientos y hacían nidos de bruma entre los acantilados y las playas de roca. El mar recortaba un país de piedra y oleaje, húmedo y frío, que parecía vivir de espaldas a tierra adentro. La única carretera que llegaba hasta allí desde el interior, lo hacía cansinamente, deshaciéndose entre curvas, caminos y veredas entre páramos para ir a morir a casitas humeantes y prados mojados. Los pinares subían a los promontorios y los roquedos. Desde allí veían, al sur, los valles reverdecidos por la primavera. Y suspiraban porque allí también llegara. Pero la primavera no se atrevía a llegar a la costa hasta bien entrada la estación. El sol y la brisa pasaban de largo en aquel lugar de paredes de piedra, y llegaban antes a otras playas y otras ensenadas. Esas paredes de piedra contenían el frío y el agua, y se envolvían en niebla durante días enteros. El frío y el agua las deshacía lentamente en astillas de roca ante el embate de las tronadas. Y así conseguían estar siempre jóvenes esos murallones invierno tras invierno, descamándose de piedras y líquenes, mostrando siempre una roca nueva de color gris claro y luminoso. Entre dos colinas de roca estaba aposentado el pueblito, y, no muy lejos, entre dos acantilados tallados por un zarpazo del mar, sobresalía un islote hecho de recias lajas de piedra tajadas a bisel, parecía una enorme ola petrificada. Piedra puesta en pie por quién sabe qué fuerza, sumergiendo sus pies en el mar confuso para mostrar los dientes al viento y tajar con sus filos las galernas. Podría parecer un lugar inhóspito, y para cualquiera lo sería. Pero tras la espalda de piedra enfrentada al viento se resguardaba un pequeño bosquete, no más de veinte árboles doblados por el hálito del océano norteño y, entre ellos, también un faro. 16


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Los faros pueden parecer cosas de otros tiempos y otros mares, pero no hace tanto, formaban su propia constelación. Y era tan buena como las otras para guiar el rumbo de los marinos. Con sus enormes ojos luminosos, abiertos a la noche, señalaban la presencia de una costa oculta en la oscuridad. El de farero era un oficio de mucho renombre entre los marineros y los pescadores. Cuando el resto de las personas se iban a dormir dejando que la oscuridad se apropiara de rocas, islas, cabos y rompientes, los fareros mantenían el guiño constante de sus lámparas. Todo podía parecer entonces tenebroso, el mar picado de olas, el viento gimoteante, el cabecear del barco. Pero esa estrella eléctrica del horizonte, cuando todas las demás podían estar ocultas por las nubes, esa estrella no mentía. Señalaba tierra que había que tener en cuenta y que allí existían personas compartiendo su rumbo solitario. El faro de aquel islote era esbelto y espigado, y tenía un caserón en su base, cerca de los arbolillos, aprovechando igual que ellos que el viento llegaba allí más calmado. Pintado de azul, ligeramente inclinado, parecía clavado como un cohete espacial entre los bloques de piedra. Desde la balaustrada de la cúspide se dominaba un largo y enrevesado tramo de costa. Por el día parecía un enorme caramelo de pirulí. De poder haberle dado un chupetón se quedaría uno con la lengua pintada de azul. De noche, el color perdía su importancia, se convertía en una cerilla diminuta que se burlaba de la negrura lobuna del cielo. Mirando ese mundo de agua a treinta metros del cielo, es fácil de entender que Manuela creciera de forma diferente. Asomada al azul del cielo o al gris oscuro de las nubes, desde aquel faro podía contemplar un mundo amenazador desparramado a sus pies; delante, el mar y lo que hubiera más allá; detrás, la tierra con sus mil caminos. Acodada en la barandilla 17


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aprendió los chismes de las gaviotas y las horas con las mareas, alegrándose de tener a mano todo lo que una persona puede necesitar: El mar entero, sin vallas ni adornos, poder reír o llorar sin venir a cuento, viento salado, fresco en verano y helado en invierno, nubes inmensas, y pescado para cenar. Su padre era farero incluso desde antes de nacer, porque fue hijo de una farera y nieto de fareros. Nunca pensó el hombre que pudiera ser otra cosa. Andaba en su día a día atareado como una hormiguita, siempre con algo pendiente en la mollera, con su gorra deshilachada entre los rizos, un lápiz en la oreja, una llave inglesa en las manos y los bolsillos repletos (un timbre de bicicleta, una herradura, tres interruptores para arreglar). En el pueblo le tenían por una persona más bien callada, pero dentro tenía tal lío de pensamientos, con tantos nudos como una red de pescar, que no quería liarlo más con parloteo innecesario. Para Manuela, su padre era el rey de la luz y del día. Arreglaba cosas en sus tripas, y no solo iluminaba la noche con el faro, sino que tenía siempre una linterna a mano para mirar en cada rincón escondido, cada montón de chatarra, cada motor o entresijo de máquina, cada grieta del acantilado. Y además, pintaba, lo que le convertía en un mago que transformaba aquella luz que sabía dominar con tanta sencillez. Pintaba el faro por la mañana, por la tarde cogía pinceles pequeños y lienzos y pintaba marinas en cuadritos diminutos que colgaba de las paredes de la inmensa escalera de caracol que giraba y giraba en las costillas del faro. Cada tres o cuatro días se acercaba al pueblo en 18


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el barquito. Hacía la compra de víveres para la familia y de paso recogía las cajas y paquetes que llegaban para ellos a la oficina de correos. Eran los repuestos que mandaban desde la ciudad para mantener el faro a punto. Manuela, siendo todavía muy pequeña, nunca se perdía el momento de abrir esas cajas y de inspeccionar su contenido. Al romper el precinto y separar las solapas se escapaba del interior un olor a nuevo y a fábricas y camiones, a gente atareada, a fuego y a herramientas. Alguien, en algún lugar había cogido un trocito de cosa, o la cosa entera y la había empaquetado a su nombre; irresistible tentación metida en una caja, que había que husmear y toquetear, forjando sus propias ideas del mundo más allá de la costa. Le gustaban las que contenían esos cachivaches con cables, palancas y tornillos que domaban la electricidad para convertida en señal de radio, con sus chasquiditos y zumbidos. Pero le emocionaban las cajas que guardaban las enormes lámparas de recambio para el faro. Venían envueltas entre papeles y periódicos desmenuzados, escritos en otro idioma, a menudo con letras hechas de palitos y astillas. Las letras no se entendían. Al estirar los trocitos del periódico sobre la mesa de la cocina, aparecían y desaparecían ojos, bocas, orejas de gentes fotografiadas en otros lugares del mundo, las pieles eran de tonos diversos, oscuros o brillantes, unos tostados y otros claros, pero las bocas solían todas sonreír, satisfechos de salir en la foto del periódico local. Su padre sumergía sus manos con cuidado en el montón de papel de la caja y pescaba en él la enorme bombilla de cristal para el faro, recién horneada en alguna fábrica fascinante, como una fruta mineral hecha de aire. También disfrutaba inspeccionando los aparatos que le enviaban a su madre. De cajas que venían de más lejos todavía, 19


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surgían máquinas misteriosas e intrincadas. Ellas, bien ajustadas y calibradas tornillo a tornillo, servían para medir cualquier cosa, como la respiración de la lluvia, la intimidad del agua del mar, los pálpitos del viento o el tiempo que murmulla bajo las cosas. Su madre, con las gafas de ver de cerca, desmadejaba cables, retiraba con cuidado los trozos de esponja del envoltorio, hojeaba los libros de instrucciones repletos de dibujos, de flechas y de advertencias. Era el mejor momento, el de abrir la tapa y verlo todo minuciosamente colocadito, todo a estrenar. Su madre, con esas máquinas, fabricaba números y con los números tejía mantos de listas y gráficos. Era la dueña y señora de un país extraño hecho de cifras que tenían sentido solo para ella, porque para Manuela era como mirar el fuego, algo incomprensible y fascinante. La mujer no dormía mucho, y a Manuela, a diferencia que su padre, le parecía que fuera la Señora de la Oscuridad porque trabajaba casi siempre de noche. Pasaba mucho tiempo mirando por un telescopio a las estrellas y apuntando en su libreta lo que veía; enfocaba al mar con el catalejo siguiendo la estela de los grandes buques y de las ballenas migratorias en la oscuridad, tomando nota de todo también. Cuando era pequeña, Manuela pensaba que su madre realmente buscaba a Moby Dick, al barco del Holandés Errante o la isla-pez de San Borondón, que se aparecía a los marineros con problemas y a los pescadores sin suerte. Luego vio que era mejor no intentar entender lo que su madre buscaba tan afanosamente, porque tan pronto abandonaba el telescopio, como cogía el microscopio para escudriñar gotas de agua de mar que traía su padre en frasquitos después de dar la vuelta a la bahía. Buscaba algas microscópicas y animalillos del plancton, más pequeños que la punta de un cabello, pero con formas prodigiosas y extra20


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vagantes: espirales, estrelladas, erizadas de púas o tapizadas de pequeños pelos. Se le iba el día paseando entre lo más grande y lo más pequeño, entre la deriva de las estrellas, las horas de los amaneceres o la cantidad de lluvia caída. Anotaba el número de días de niebla, la hora y rumbo de los cargueros, la temperatura del agua o el tipo de bichito que traía la marea. Después se sumergía en grandes hojas de números y letras extrañas escritas con esmero en cuadernos de pasta roja que enviaba a direcciones de todo el mundo, donde los esperaban señores con gafas y bata blanca, todos aparentemente muy listos y bastante serios. A Manuela le encantaba ver a su madre entre la tinta y el papel concentrada en la madrugada sin colores, y a su padre inundado de ellos durante el día, manchado de goterones rojos o blancos, sobre un fondo azul marino. El sol entró el primero por los ventanales de su habitación después de deslizarse entre los cortinones de lluvia de los acantilados. El resplandor le hizo gruñir y ocultaba su cara entre los edredones. Luego entraron los repiqueteos de las gotas sobre el cristal. Había borrasca y viento del este; las gotas, a oleadas, chocaban en la ventana y la despertaban con paciencia insidiosa. Había un buen trayecto hasta el pueblo, travesía en barco incluida, por lo que no debía despistarse ni remolonear demasiado. Abajo se oían los crujidos del suelo de la cocina. Su madre (que no se había acostado) andaba haciendo café y tostadas y charlaba a frases cortas y perezosas con su padre (que ya se había levantado); una hacía memoria de aquellas cosas interesantes que habían pasado en la madrugada, el otro repasaba las tareas del día. Ninguno se escuchaba realmente con atención, pero sí con cariño, así es la respiración de una familia que amanece. 21


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Echó un primer vistazo al mar para ver de qué humor estaba este por la mañana (áspero y gruñón, cenizo bajo nubarrones de panza negra, oscuro en los contraluces como un espejo de terciopelo) y corrió al baño para pelearse con su pelo. Manuela era coqueta, minuciosa con sus uñas y con las orejas, pero el reto matutino era domar su pelambrera erizada. Había heredado de su abuela un pelo fosco e indomable como alambres enfadados y se esforzaba cada mañana para convencerlo de que cada mechón, el que miraba a la luna y el que oteaba al Brasil, se colocara en su sitio correspondiente. Empezaba luchando con un león y lograba hacerlo gatito, dominando sus ondas y remolinos en dos coletas tirantes. Tocaba correr. Sacó brillo a los zapatos, se enfundó el impermeable azul y salió por la puerta, comiéndose un panecillo con mantequilla a toda prisa mientras llegaba al embarcadero donde su padre tenía casi a punto la barca para llevarla a clase. Cuando llevaban solo cinco minutos de zarandeo, Manuela, echando la vista al vacío, creyó ver un vientre de ballena un poco más lejos, quizás a cincuenta metros junto a unas rocas. Pero no se movía como un vientre de ballena, sino que se balanceaba sin prisa al compás de las olas. Su padre no pareció haberlo visto, y luego una ola más grande rompió en espuma contra el bulto y lo sumergió. No supo qué sería. Su padre miraba en otra dirección. Se levantó y echó el gancho por la borda. Al jalar la cuerda y recuperarlo, sacó una cuerda nudosa y retorcida de la que fue tirando hasta sacar un bulto pesado cubierto de algas. Era un ancla. A Manuela le pareció que tenía una forma algo extraña. Un ancla pequeña no es nada inusual en un pueblo de pescadores. La niña había visto docenas, y su padre no le dio mucha importancia, pero sí que le aclaró que no eran del estilo de las que se utilizaban por allí. Era en todo caso 22


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muy sencilla y estaba oxidada. Manuela, siempre en su ensueño, pensó si, en lugar de un ancla, no sería un tornillo que sirviera para unir el armazón del mundo, algo así como uno de los remaches con los que el mar tapa sus junturas para no vaciarse. Las preguntas fueron turnándose, iban y venían, se montaban unas a otras, poniéndole a su padre la cabeza del revés. «Quizás podrían ser buenas preguntas para buscar en algunos de los libros del maestro», le dijo. «Es cierto», pensó ella. «Pero no uno de esos libros que cuentan las cosas para salir del paso, con cuatro letras mal puestas; no, uno de los que se meten de lleno en los misterios del mundo y te cuentan las cosas buenas y malas sin que parezcas una tonta. Los que verdaderamente guardan los maestros para sí mismos». La escuela estaba en medio del pueblo, junto a un pilón lleno de renacuajos y una vaquería que vendía leche. Era un caserón frío, lleno de humedades y de mugidos de vaca. Como solo había niños para tres clases, al fondo del pasillo dormitaban un buen puñado de aulas vacías. Antes había más familias en el pueblo, y la escuela rebosaba. Ahora la escuela no pasaba una buena época, había habitaciones llenas de trastos y muebles, un sótano mohoso y un desván con goteras, con cajas llenas de cuadernos usados y mapas viejos. También llenos de las preguntas que se quedaron sin atender. Eran las preguntas que los niños tiraban o se les caían y que ningún profesor recogía. Había preguntas entre las rendijas de las maderas del suelo, metidas a puñados debajo de los armarios y en el espacio detrás de los cuadros. Allí se quedaban, junto al polvo o en las cajas de libros viejos, y sin respuesta. Manuela imaginaba que el maestro tenía una llave. La Gran Llave que abría un misterioso hueco en el sótano, casi una mazmorra. Dentro, como pequeñas alimañas, vivirían cientos 23


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(quizás más) de respuestas, codiciosas y chillonas. Si el profesor quisiera, podría abrir de vez en cuando esa puerta y estas saldrían en tropel, desbordándose. Se armaría un lío tremendo. Revolotearían y jugarían con las pelusas y las cucarachas, fisgando, de cacería. Respuestas al acecho de preguntas, correteando por los pasillos y las cañerías de su escuela achacosa. Por la mañana, antes de que Manuela y sus compañeros entraran de nuevo a clase, habría que poner de nuevo un poco de orden. Pero como el profesor perezoso no quería darse el trabajo de atrapar de nuevo todas las respuestas para meterlas a toda prisa, a puñados, en los libros y en los cajones, o barrerlas de nuevo al sótano, no utilizaba esa Gran Llave. Prefería no tener que preocuparse mucho con preguntas incómodas. Manuela, en el cajón de su pupitre, siempre encontraba muchas de sus dudas, todavía solitas, sin pareja, hambrientas, deseosas de ser cazadas. —Maestro, ¿cree usted que en el fondo del mar están bien sujetos los tornillos para que así no se vacíe?, y, si no, ¿dónde iría toda esa agua?, ¿usted cree que podría entonces venir andando a la escuela como mis compañeros? ¿Y si se vaciase solo un poquito saldrían a flote otras islas que ahora están sumergidas?, y esas islas, ¿ya tienen nombre o hay que ponérselo? —le dijo esa mañana. Porque Manuela no tenía dudas normales. Si llegaba a primera hora con los ojos brillantes y el dedo levantado al maestro le empezaba a temblar el bigotito y a sudar la nuca. «Maestro, tengo una duda». «Dime, Manuela»: —¿Qué es el infinito, y dónde se guarda, si es tan grande? —decía. —¿Para qué sirve su bigote? —¿Cómo se decidió que los ojos fueran dos y los dedos veinte? —¿Quién inventó la almohada? ¿Le dieron un premio? 24


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—¿Dónde guardamos el amor para que no se manche? Esa mañana, el maestro, agobiado (y sin saber mucho de las profundidades del mundo, sus cordilleras submarinas y sus volcanes ardientes), sacó su enorme atlas y lo abrió por cualquier página, para entretener a Manuela y ganar un poco de tiempo. Era un enorme libraco lleno de mapas y lugares lejanos, también cercanos. Un libro hecho para mostrar lo que se esconde bajo tierra y sobre ella, bajo el mar y sobre él. Manuela leyó en aquel atlas muchas cosas de tierra adentro, también de mares que había visto en las cartas náuticas de su madre. Vio fotos de otras gentes y otros países, donde no llega el olor a mar. Sumió a Manuela, absorta y encandilada, con los ojos abiertos, en una madeja de pensamientos. Estudió mapas, esos misteriosos dibujos con sus escalas, leyendas, coordenadas y declinaciones. Buscó en aquellos donde salía su costa, aunque vio que su faro, su islote, su pueblo no salía. Pasaba el dedo por aquellas líneas azules, que eran los ríos, y decía entre dientes sus nombres cargados de misterio. Se fijó en que todos iban hacia el mar, y pensó que era algo muy raro que ninguno prefiriera darse la vuelta y fluir hacia las montañas o quedarse regando un desierto cualquiera (con el tiempo descubriría que hay un río en África con ideas propias, al que no le da la gana de ir al mar y que se hunde en arenas y planicies resecas). Con el atlas del maestro aprendió que las nubes eran de agua y que la gente les había puesto nombres como cúmulo o nimbo, palabras puestas sin duda por un par de chalados. También las nubes eran unas viajeras de tomo y lomo, pobladoras del cielo, y hechas de agua por añadidura. ¡Qué cosa el agua! Viajaba por el mundo vagabunda: regatos, arroyos, torrentes, ríos y corrientes marinas, nubes volanderas. El vaho que sale de la boca en invierno, o incluso las lágrimas 25


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que salen del cuerpo y se evaporan para ir quién sabe dónde. ¿Por qué el agua no se está quieta? El atlas aseguraba que sí, que había un sitio donde el agua se detenía, los enormes pantanales de Sudamérica donde el agua se enmaraña y queda detenida, cansada, tendida al sol. Entonces se llena de fango, de pájaros, mosquitos, cocodrilos, mil formas de vida y mil clases de olores. Una tierra que nunca se veía harta de agua, un charco de un palmo de profundidad y grande hasta más allá del horizonte. El maestro llevaba ya un buen rato dando su tranquila clase de aritmética, pero ella seguía atrapada por ese libro. Según parecía, en el mundo había de todo; aunque fuera grande, cabía. Los sorprendentes desiertos sonaban a tomadura de pelo, a cosa imposible o quizá muy improbable. Pero no, allí estaban, como un manchurrón de color amarillento sobre los mapas, como un oleaje en sus fotos a blanco y negro. Manuela, resignada, encontró una explicación bien sencilla: «el agua no anda bien repartida; si hay tanta agua en mi lado del mundo por fuerza tiene que faltar en otros sitios», pensaba mirando fotos del desierto del Gobi o del majestuoso Sahara. «El caso es que ondea graciosamente, dunas de arena, como playas exageradas, en un eterno sube y baja como el del océano», concluyó. Pero es que esos arenales y pedregales se topaban a veces con junglas espesas a medida que el atlas descendía hacia el sur y se acercaba a los trópicos, ciñendo la línea del ecuador como el cinturón que sujeta la tripa del mundo. A doble página, una enorme imagen de un bosque eterno y su río llamado Congo, que parecía oler a humedad y a escondrijos sin límite. Esos bosques interminables parecían una inundación de árboles, y de cuando en cuando alguna casita o poblado asomaba, parecía un barco navegando. Varias páginas más adelante, las líneas de los ferrocarriles y los 26


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barcos mercantes se detenían en puntos redondos y cuadrados rojos; en las fotos, los aviones se acercaban a las grandes ciudades. Tokio aparecía desmesurada, creciendo como una costra de cemento sobre una isla chorreante de volcanes. San Francisco tenía tantas luces que su faro azul se hubiera sentido ridículo y pobretón. Mazacotes de piedra, tierra dibujada con regla y compás. La clase de matemáticas terminaba y ella regresaba de su viaje en libro. Desiertos, junglas y ciudades le parecieron emocionantes a una simple niña que vivía en un faro en medio del agua. También se quedó pensativa, porque creyó que, en realidad, los tres sitios tenían un enorme anhelo: querían ser como el mar, que le era tan familiar: Uno de ellos, un mar de arena caliente, otro mar vegetal, hervidero de cosas vivas, el tercero, un mar de personas y aire atrapados en enormes edificios. Después de todo, el mar era lo único que Manuela entendía bien. Pensó entonces en el ancla que había encontrado. Se preguntó si vendría de puertos cercanos a esos lugares, caviló sobre por qué había ido a parar a su lugar del mundo, y si en algún lugar habría algún chaval, un Ibrahima, una Yin, un Joao que estuvieran admirando en un atlas sus costas ásperas y sus acantilados. Cada tarde hacía algunas visitas antes de dirigirse al puerto para volver a casa. Comía en la cantina y el cantinero le tenía prometido una naranjada de postre, si tras jugar un rato a las cartas le contaba, para que él lo entendiera, las cosas que el maestro había enseñado ese día. Manuela aprovechaba entonces y hacía los deberes en las mesas de la taberna. El cantinero, 27


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cuando chaval, no había pasado muchas horas en el colegio, siempre pensando más en pescar y en ir con su bote a explorar cuevas. Un día, por ganarse un dinero para las fiestas, cogió un cajón de vino y se subió a él para alcanzar a hacer el café y a atender en la barra. Desde entonces, prácticamente no había salido de allí. La barra de la taberna tenía un aroma confuso, mezcla del vino derramado y de los olores, no siempre agradables, de todos los puertos del mundo, los que traían los pescadores del pueblo o los marineros que iban de paso en los cargueros y demás buques. Esos marineros le hacían sentir pequeño al cantinero, porque tenían mucho mundo visto y oído. Pero cuando Manuela se ponía de maestra se le quitaba el complejo y en él despertaba el hambre de conocer cosas; nadie se sentía pequeño con ella (excepto algunos, los que de verdad sí eran pequeños, aunque parecieran grandes y dieran miedo). Hacían una extraña pareja. Se sentaban en una de las mesas de la taberna y mientras él elaboraba cuentas o repasaba el mapa del Sistema Solar, Manuela realizaba la tarea apretando el lápiz. Los dos con la cara concentrada, el ceño fruncido. Los parroquianos no debían molestar y se ponían ellos mismos los cafés o los vinos sin hacer ruido. Dejaban el dominó para más tarde y hablaban bajito o jugaban a las cartas. Por la mañana, cuando el cantinero iba bien temprano a la vaquería, a veces se cruzaba con el maestro que abría la escuela. Le palmeaba la espalda y le decía: «Muy buena la historia de ese rey francés que perdió la cabeza», «los deberes de lengua, un poco rebuscados». El maestro no sabía por qué el cantinero le decía esas cosas. Manuela se despedía de todos por sus nombres cuando terminaba los deberes. Luego le tomaba algún tiempo hacer un par de encargos para la casa o visitaba a la señora de la tienda de 28


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hilos y lanas. Siempre tenían una partida de ajedrez pendiente, era su gran afición. La viejecilla tenía un cajón enorme lleno de tableros de ajedrez, una colección que había empezado su padre hacía ya décadas. Para que no cogieran polvo los prestaba a los chavales del pueblo que jugaban en la trastienda de la mercería. Había tardes de lluvia en las que llegaban a juntarse allí doce o trece muchachos haciendo bailar las piezas; y entre ellos, la anciana jugando a veces varias partidas a la vez (sabiendo que cuando saliera a despachar sus bobinas, madejas y cremalleras le iban a cambiar las piezas de sitio). Manuela aprendió allí a tejer sus famosas bufandas y allí hizo el chal que todavía se pone la bisnieta de aquella señora de los hilos, que ya es más que anciana. Cuando sonaba la campana anunciando la llegada del barco de la ciudad, Manuela se despedía y caminaba despacito hacia el puerto balanceando la cartera sobre su cabeza, rumiando las cosas que le habían dicho todas las personas, intentando hilar todo lo que había oído a unos y a otros en pensamientos. No quería olvidarse de nada importante, para luego contarle a sus padres, a los que veía un poco fuera del mundo, en el mundo particular del aquel faro que asomaba clavado en la piedra. El día que encontraron el ancla, su padre esperaba ya sentado en la barca, listo para volver al faro. Mientras comían pipas poniendo rumbo a casa, Manuela le bombardeó con todo lo que le había sucedido ese día, lo que había visto en el atlas y lo que un marinero de Las Azores le había contado de los puertos de Indochina (aunque sospechaba que la mitad eran embustes). Quería conocer su opinión de todo lo aprendido. Doce preguntas por segundo podían salir de su cabeza. Su padre a veces la escuchaba, pero en otras ocasiones decía que sí, distraído y comentaba: «Ya veo, comprendo» y les daba un tironcito cariñoso 29


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a sus coletas sin prestar realmente atención. Su padre a veces se envolvía sin querer en sus pensamientos, en sus colores, en las máquinas que tenía que instalar o reparar, y en ese mundo pequeño estaba en paz. Manuela comprendía que una persona mayor podía asustarse con todas esas cosas tan nuevas y sorprendentes que ocurrían entre las arrugas y los dobleces de la tierra que hay más allá del mar. «Porque todo el mundo sabe que las personas crecen por fuera, les salen pelos y luego canas, se les agrandan las piernas y el trasero, pero se estrechan por dentro. Cada vez les cuesta mirar más allá de lo que tienen entre las manos o delante de sus ojos». Así pensaba Manuela cuando su padre permanecía callado mientras volvían a casa. Pero justo cuando llegaban, su padre levantó una tela que había al fondo de la barca. Había pintado el ancla, la había lijado, enderezado uno de los brazos y le dio un bonito color verde botella. Así consiguió el color perfecto para un ancla que guardaba muchos secretos y mucha vida.

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GINKGO BILOBA

Manuela había crecido en lo alto del faro que vigilaba una costa encrespada y rocosa. Desde allí, era inevitable, se formó una curiosa manera de ver el mundo. No había mucha gente capaz de entender lo que pasaba por su cabeza, lo que sentía en las yemas de sus dedos o lo profundamente que era capaz de mirar dentro de los demás. Un día descubre con su padre los restos medio hundidos de un pequeño barco. Comprende que los náufragos no son invenciones de viejas historias de marinos y en su interior crecerá el anhelo secreto de encontrar todo aquello que esté en peligro de perderse. Solo es cuestión de tiempo que aquel barco la lleve más allá del océano y de cualquier costa conocida.

ISBN 978-84-17679-18-7

9

788417

679187

www.babidibulibros.com


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