MARIOLA
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i nombre es Mariola y tengo un don que quiero compartir contigo. Si continúas leyendo, te contaré mi historia. Mis antepasados vienen de un lugar muy lejano. Un lugar mágico, donde había inmensos prados verdes y montañas que acariciaban las nubes. Preciosas llanuras llenas de flores de todo tipo, una asombrosa amalgama de colores. Había un río que cruzaba las laderas y, si te acercabas, podías ver saltar a los peces en las cristalinas aguas. Los animales vivían tranquilos junto a los habitantes de las aldeas. Por las noches, el cielo estaba tan despejado que las estrellas se amontonaban y conformaban un inmenso manto de diamantes. Como ya os dije, era un lugar mágico. Las aldeas se organizaban jerárquicamente. Los hombres más fuertes se encargaban de la caza. Se adentraban en los bosques armados con sus lanzas. Las mujeres se ocupaban del cul3
tivo, sembrando todo tipo de alimentos. Los hombres de mayor edad cuidaban de los animales. Los ancianos, llamados los hombres sabios, contaban historias de antepasados. Cada noche, todos los aldeanos se reunían alrededor de una enorme hoguera, escuchando leyendas de grandes hombres y mujeres del pasado. Y, por supuesto, los niños, jugaban, jugaban sin parar. La vida en las aldeas era una vida pacífica y feliz. Pero un día, toda esa paz terminó. Había una aldea vecina, no muy lejos. Tenían un rey que, a medida que iba envejeciendo, se hacía más y más malo, envidioso y mentiroso. Este rey se llamaba Yekom. Yekom tenía dos hijos, Avnett y Zabek, y una hija pequeña, la dulce Bekya. Una noche, los hombres jóvenes, junto con los hijos del rey, Avnett y Zabek, se adentraron en el bosque para cazar. Pero esa noche, enormes nubes grises ocultaban la luna llena y era más complicado poder ver en la oscuridad. Aun así, los jóvenes se dispersaron para cazar. Rodearon a su presa, un ciervo que pastaba plácidamente. Avnett se acercó por detrás, preparado con su arco. De repente, el ciervo escuchó el crujir de una rama y salió corriendo. Avnett comenzó a correr tras él. Ambos esquivaban los árboles y saltaban las rocas que se encontraban a su paso a una velocidad vertiginosa. Avnett llegó a alcanzar al animal, y se quedó quieto un segundo para preparar su golpe de flecha. Sin embargo, en ese instante una lanza le atravesó el pecho y, sin poderlo creer, cayó fulminado al suelo. Zabek, junto a los demás hombres, llegaron hasta donde estaba Avnett. Se miraron entre ellos. No entendían qué había ocurrido ni quién le había lanzado aquella lanza. Observaron que la lanza que atravesaba a Avnett no era igual que la que 4
ellos utilizaban. De pronto, de entre la maleza, comenzaron a aparecer otros jóvenes cazadores de una aldea vecina. Uno de ellos, con el gesto triste, comenzó a hablar, disculpándose por el terrible error. Pero Zabek y los otros no entendían su lengua. El joven se lamentaba enormemente del terrible hecho, intentaba, con gestos, explicar el espantoso accidente. Él lanzó la lanza al ciervo, con la mala fortuna de que Avnett se cruzó por delante en ese preciso instante. Zabek no entendía las palabras, pero comprendía lo que había sucedido. Sabía que todo había sido un fatal accidente. Pero no podían perder más tiempo. Así que Zabek, con la ayuda de todos, cogieron en brazos a Avnett para llevarlo rápidamente a la aldea y poder salvar su vida. Cuando llegaron a la aldea y explicaron lo ocurrido al rey Yekom, este entró en cólera. Zabek intentó explicarle, sin éxito, que todo había sido un accidente. Que la oscuridad cubría el bosque y era imposible ver con claridad. Y mientras el rey Yekom gritaba y maldecía a la otra aldea, Avnett moría. Entonces el rey prometió vengarse. Día tras día, el rey Yekom comenzó a contar falsas historias sobre la aldea vecina. Historias de odio. Noche tras noche, juntaba a los hombres más jóvenes y fuertes inculcándoles sentimientos de venganza y de ira. Sobre todo, a su hijo Zabek, al que hizo responsable de la muerte de su hermano. Mientras tanto, la dulce Bekya veía, impotente, cómo la alegría de su aldea se iba transformando en un sentimiento que jamás había visto antes: el odio. Pasaron los meses. Una noche, los jóvenes cazadores, encabezados por el rey Yekom, se marcharon de la aldea, armados con sus lanzas. Bekya, que esa noche no podía dormir, tuvo un 5
presentimiento y se marchó tras ellos sigilosamente para que no pudieran verla. Pasadas unas horas, llegaron a la aldea vecina. Bekya sabía que era la aldea donde vivía el joven que, por accidente, había matado a su hermano, y un escalofrío recorrió su cuerpo. El rey Yekom hizo unas señales a su hijo y a los demás cazadores para que rodearan la pequeña aldea. Luego, otra señal para que encendieran unas antorchas. Y en pocos segundos, se desató la tragedia. Los jóvenes comenzaron a atacar por sorpresa a los aldeanos que dormían plácidamente. Bekya no pudo hacer nada. La aldea ardía en llamas. Corrió para intentar ayudarles, pero era inútil. En pocos minutos todo quedó reducido a cenizas y escombros. Bekya volvió a su aldea. Aunque quería a su padre y comprendía su dolor, porque ella misma lo sentía, tenía que contarles a todos que su rey se había vuelto ciego por la sed de venganza, y que ya no podía seguir gobernando su pueblo. Pero entre los aldeanos solo encontró miedo y resignación. Y donde había paz se desató la guerra. Todas las aldeas comenzaron a luchar entre ellas. Una noche, Bekya dormía en su cabaña cuando un sonido la despertó. Se levantó rápidamente y salió fuera. Vio una sombra a los lejos. Bekya se acercó, pero la sombra desapareció por el sendero que llevaba a la montaña. —¡Espera! —gritó la niña. Bekya corrió con todas sus fuerzas hasta que llegó a una cueva. Temió que aquello fuera el cobijo de algún animal salvaje. Pero, aun así, entró. El suelo estaba frío y húmedo. Las paredes de la cueva eran estrechas, pero a medida que avanzaba se iban ensanchando 6
más y más. Finalmente, Bekya llegó a un espacio abierto, con un pequeño lago en el centro, de un azul turquesa como nunca antes había visto. Las paredes, de caliza cristalina, brillaban como nidos de perlas. Y del techo colgaban estalactitas con formas, tamaños y colores muy curiosos y llamativos. Le parecía sorprendente no haber visto jamás aquel lugar tan mágico. De repente, tras una enorme roca, apareció Avnett. Bekya no podía creérselo. Era su hermano muerto. Se frotó los ojos, intentando despertar de aquel sueño. —¿Avnett?, ¿de verdad eres tú? Avnett asintió dibujando una cálida sonrisa en su rostro. —¡Pero, si habías muerto! —la voz de Bekya temblaba con cada palabra. Su hermano se acercó a su lado, extendiendo sus brazos para tranquilizarla, y parecía que sus pies no tocaran apenas la tierra. —Bekya, escúchame atentamente. He estado en otro lugar. Y he tenido tiempo para comprender la gran verdad del mundo —Avnett dijo esto con voz firme pero tranquilizadora. Quería que su hermana, a la que sabía inteligente y de gran corazón, grabara a fuego lo que tenía que decirle. —¿De ahí vienes? Avnett asintió. Y dijo: —¿Aprenderemos algún día la gran lección? —¿A qué te refieres? —A que el ser humano es el único responsable de su casi desaparición. —No entiendo lo que me estás diciendo —dijo Bekya. Entonces, aprovechando unas rocas, Avnett tomó a su hermana de la mano y la llevó a sentarse junto a él. —Bekya, nosotros los humanos llevamos viviendo y progresan7
do en la tierra durante miles de años. ¿Sabes que llegaron a volar con aparatos increíbles que llamaban aviones? Pero también crearon tanques que lo destruían todo. Curaron enfermedades, aunque crearon luego muchas otras. Salieron a buscar vida en otros planetas, pero aniquilaron la vida del suyo propio. Ahogaron los mares, devastaron los bosques, persiguieron a los animales… Las lágrimas de Bekya recorrieron sus mejillas y una tristeza se apoderó de su pecho sin apenas entender lo que le contaba Avnett. Avnett suspiró profundamente antes de continuar. —Los humanos acabaron con ellos mismos. Se mataron odiándose. Y pasaron miles de años. Los bosques volvieron a crecer, los animales regresaron, las aguas negras se tornaron de nuevo cristalinas y el hombre tuvo de nuevo otra oportunidad. Y es cuando aparecimos nosotros. Nuestras aldeas. Tú, yo… Bekya estaba asombrada. —¿Antes de nosotros había otros? —preguntó. —Sí. Había muchos. Consiguieron tantas y tantas cosas. Bekya —dijo, mirándola a los ojos— no podrías siquiera imaginar todo lo que consiguieron. Pero no supieron cuidarse de sí mismos. Les invadió la envidia y el odio. —Pero ¿por qué? —preguntó su hermana. —Porque igual que se puede enseñar a amar, se puede enseñar a odiar. Por eso estoy aquí contigo ahora. Sé que es mucho lo que te pido, pero has sido elegida para esta misión por tu valentía y tu bondad. Avnett continuó: —Vas a tener un don y, con él, una gran responsabilidad que pasará de generación en generación. Un don que tendrán tus hijas, y las hijas de tus hijas… 8
Bekya se sintió extraña; a un tiempo inquieta pero agradecida. Ella quería con todas sus fuerzas que lo que vivió nunca más se repitiese. Y también estaba muy feliz porque su hermano había vuelto con ella, aunque solo fuera en esos momentos; y por saber que él no se había ido de su lado en vano. —¿Un don? —A partir de ahora podrás viajar en el tiempo. Solo tendrás que concentrarte y viajarás a los lugares que quieras. La finalidad de todos esos viajes es conocer a personas únicas, increíbles que, con su amor, cambiarán el mundo. —¿Para qué? —Para enseñar, para contar... Los niños, Bekya, ellos son la única esperanza. Deben conocer las historias de todas esas personas asombrosas. Para que les inspiren. Para enseñarles a amar. Para mostrarles que deben cuidarse los unos a los otros. Avnett se acercó a Bekya. Acarició su mejilla y le dio un beso en la frente. —Ahora debo irme. Avnett se giró para marcharse, pero Bekya le agarró del brazo. —Pero, espera. ¿Y qué he de hacer con todas y cada una de las historias que me cuenten? —Escribe un cuento. Un cuento que se leerán todos los niños del planeta. Un cuento con las historias de luz. Para que aprendan que es mejor amar que odiar. Avnett se marchó ante la atenta mirada de Bekya, quien permanecía de pie, sin poder moverse, mientras su hermano desaparecía tras la roca. Y así fue como Bekya obtuvo su don. Un don que pasaría a su hija, y así seguiría… hasta el día de hoy. Hasta Mariola. La mágica Mariola. 9
Y esa soy yo. Mariola. Érase esta vez… una historia del presente, donde estás tú y donde creo que estoy yo… …El autobús del colegio llegaba a la parada, como todas las tardes. Mi madre me esperaba con una gran sonrisa en la cara y un enorme bocadillo en la mano. Hacía poco que el viento había desnudado los árboles y las hojas secas formaban alfombras crujientes bajo nuestros pies. Empezaba a hacer frío. Mi madre y yo seguíamos siempre el mismo ritual. Ella me preguntaba sobre las cosas que había aprendido en la escuela. Y yo, con los ojos centelleantes, la ponía al día. Cuando llegábamos a casa, mi perro Yoda, un perro callejero que recogimos cuando era un cachorro, me daba la bienvenida, agitando su rabo y corriendo entre mis piernas como un loco. Yoda era feo de narices, pero lo que tenía de feo lo tenía de cariñoso. Cuando jugábamos, se ponía tan nervioso que iba de un lado a otro de la casa como un relámpago, y como el suelo resbalaba, acababa empotrado contra puertas y paredes. A gracioso no le ganaba nadie. Y a feo, como ya os dije, tampoco. Nada más entrar por la puerta de casa, lanzaba la mochila en un rincón y subía a la buhardilla, me arrebujaba en un viejo sillón de cuero azul, agrietado por el paso de los años y por las pezuñas de Yoda, y me zambullía en las muchas historias que leía… Y pasaban las horas volando… —¡Mariola, a cenar! —me gritaba mi madre desde la cocina. —Ya voy, mamá… —le respondía sin levantar la vista del libro. Pasaban entonces diez minutos, o quizá muchos más... —Mariola, que no te lo tenga que volver a decir… 10
Y claro que me lo tenía que volver a decir, diez veces y mil, por lo menos hasta que me diese tiempo a terminar el capítulo de lo que estaba leyendo. En este caso no podía dejar solo a Frodo en el momento en el que Sauron, el Señor Oscuro, descubre que el anillo lo tiene el hobbit… —¡Mariolaaaaa! Cuando notaba la exasperación en el tono de mi madre, cuando volvía a gritar mi nombre a pleno pulmón, corría escaleras abajo. Entraba en la cocina y me preparaba para cenar como una bala y volver a mi rincón favorito, junto a mis libros. Esa noche mis padres me esperaban sentados en la cocina con una enorme pizza en la mesa. Mi favorita. Llevaba doble de todo. —Mariola, ¿sabes qué día es mañana? —me preguntó mi padre mientras me ponía otro trozo de pizza en mi plato. Con la boca llena asentí y, sin poder esperar a tragar, contesté: —Mi cumpleaños. —Así es. Once años. ¡Cómo pasa el tiempo! Parece que fue ayer cuando te sostuve entre mis brazos por primera vez —añadió mi madre con un brillo vidrioso en sus ojos. Yo seguía engullendo a toda prisa. Me había acostumbrado a comer a esa velocidad. Más que una niña parecía un hámster con los mofletes hinchados a punto de estallar. Cuando acabé de cenar me fui a mi habitación, recordé que tenía que terminar de repasar una redacción para el día siguiente. Hablaba sobre Martin Luther King. Yoda estaba sentado a mi lado, mirándome fijamente, bueno un ojo lo tenía puesto en mí y el otro creo que apuntaba a Egipto. El pobre era bizco. Comencé a leer lo que había escrito en voz alta cuando, de repente, una rama golpeó el cristal de mi ventana dándome un susto de muerte. Me levanté de la silla para asomarme. Unas enormes nubes 11
oscuras se desplazaban por el cielo a gran velocidad, se acercaba una tormenta. Volví a sentarme en la silla y continué leyendo en voz alta mi redacción ante la mirada fija del ojo de Yoda: — ¡Tengo un sueño! Sueño que un día, en las rojas colinas de Georgia, los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de los antiguos dueños de los esclavos, se puedan sentar juntos a la mesa de la hermandad… fueron las palabras que Martin… De repente, un tremendo trueno estalló sobre la casa. Las ramas se agitaban violentamente contra mi ventana. Y antes de que me diera tiempo a reaccionar, cayó otro fogonazo que hizo temblar las paredes de mi habitación. Mi corazón comenzó a latir con fuerza, notaba los latidos en la garganta. El suelo temblaba bajo mis pies. Era un terremoto. Un terremoto que sacudía la casa. Me metí debajo de mi escritorio lo más rápido que pude, abracé a Yoda entre mis rodillas y cerré los ojos con fuerza. Unos segundos después todo había acabado. Abrí los ojos con miedo y al hacerlo pude comprobar que ya no estaba en mi cuarto. Me encontraba en otra habitación. Estaba paralizada. Escuché un crujido, unos pasos que se acercaban a la puerta. Y entonces ocurrió algo mágico. Él, el mismísimo Martin Luther King, abrió la puerta. Allí estaba, ante mis ojos, ante mi asombro. —¿Martin Luther King, de verdad eres tú? Martin se sorprendió con mi presencia, no menos que yo. —Sí, soy yo. Pero la pregunta es, ¿quién eres tú y qué haces en mi habitación? Y antes de que pudiera contestar volvió a suceder. El suelo comenzó a temblar con fuerza, las paredes a agrietarse como si estuvieran hechas de papel. Volví a abrazar a Yoda y a ocultar mi cabeza entre las piernas. Cerré los ojos con más fuerza 12
todavía. Unos segundos, y de nuevo el silencio. Abrí los ojos y está vez estaba de nuevo en mi habitación. Mi corazón estaba desbocado en el fondo del estómago, un temblor más y acabaría saliendo disparado por mi boca. Sin pensarlo, me levanté y salí corriendo de mi habitación, atragantándome con mis propios gritos. —¡Mamáááááá…!, ¡papááááááááá…! Los encontré sentados en el comedor, viendo la tele como si nada. —¡Mamáááááá! —grité sin apenas respiración. —¿Qué pasa Mariola? —me preguntó mi madre con una tranquilidad pasmosa. —El terremoto. Martin Luther King. Su habitación. Lo he visto… el terremoto… —les decía atropellando las palabras sin apenas aire. No entendía por qué no estaban igual o más histéricos que yo. Lo normal es que sean los adultos los que entran en pánico y ahí estaban ellos, sentados a la bartola. Lo más que hizo mi madre fue mirar a mi padre y suspirar mientras dibujaba una sonrisa extraña en su rostro. —Creo que ha llegado el momento. —¿El momento de qué? —pregunté. Mi madre se levantó. Me cogió de la mano y me llevó hasta la buhardilla. Yo andaba tiritando. Mirando el suelo, las paredes, hasta el techo, con miedo de que volviera una réplica del terremoto. Cuando llegamos a la buhardilla mi madre me señaló el viejo sofá. —Siéntate, Mariola. —¿Qué pasa, mamá? Mi madre se acercó a un pequeño baúl, un baúl que siempre estaba cerrado con llave, una llave que mi madre decía que se 13
había perdido y que sin ella era imposible abrirlo. Sacó de su bolsillo algo pequeño. Era una llave. ¡Caramba!, la famosa llave perdida. Yo permanecí atónita. Mi madre metió la llave en el cerrojo y lo abrió. Introdujo sus manos en el interior y sacó un enorme libro. Un libro precioso, brillante. Las letras de la portada parecían cosidas con hilo de oro. Mi madre se sentó junto a mí y comenzó a contarme una historia: Me habló de una aldea, en la que vivía una niña llamada Beckya… y de un malvado rey que sembró el odio en todas las aldeas tras la muerte de su hijo… Cuando acabó de contarme la historia, alargó sus brazos y colocó el cuento sobre mis rodillas. —Ha llegado el momento, Mariola. Tu momento. —¿El momento de qué? —repetí. —Beckya tenía el don de viajar en el tiempo y en el espacio, ese don se lo transmitió a su hija y así de generación en generación; yo soy una de ellas y ahora ha llegado tu turno. —Pero, mamá. Yo soy una niña. —Precisamente por eso. Yo ya soy demasiado mayor. Deben ser los ojos de una niña, los ojos puros de la infancia los que visiten a estas personas, los que cuenten la historia… —Entonces, ¿el terremoto era eso? —El don aparece cuando estás preparada. Suele ser a los once años y mañana es tu cumpleaños. —Pero ¿para qué sirve el cuento? Mi madre tomó mis manos mirándome fijamente a los ojos: —Debemos aportar nuestro granito de arena. En cada rincón de este mundo se alzan voces de personas buenas que denuncian los abusos defendiendo los derechos más básicos como un valor fundamental. Voces de mujeres y hombres excepcio14
nales que nos inspiran con su ejemplo. Tu deber es encontrarlos y que todos los niños del mundo los conozcan… Debemos promocionar la cultura de la paz y la superación. —Pero tengo miedo, mamá. No sé si sabré hacerlo. —Mariola, tienes el valor de tener miedo, pero eso te hace más fuerte. Y por supuesto que sabrás hacerlo… has nacido para ello. No dejes nunca de escuchar, de tejer historias en este cuento… Hoy inicias un cuaderno de bitácora como marinera de los sueños de todos los niños. Sin dejar de mirar los castaños ojos de mi madre inspiré profundamente. Y al soltar el aire sentí cómo una sensación me inundaba. Esa sensación se llamaba: VALOR. —Lo haré, mamá. Mi madre dibujó una sonrisa de orgullo en su rostro. —Cada persona que conozcas te enseñará las muchas virtudes del ser humano: compasión, valentía y coraje, persistencia, alegría, integridad, paciencia, entusiasmo, resiliencia, justicia, lealtad, autenticidad, perdón, amistad, sacrificio, optimismo… y todas ellas juntas: EL AMOR. …Fue así como comencé a viajar a través del tiempo y del espacio, gracias a mi don… para poder escribir el libro que tienes ahora mismo entre tus manos. ¡Bienvenido a mi Mundo!
TU MUNDO.
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ISBN 978-84-18017-12-4
9 788418 017124