



¡Escribir es lo peor! ¡Odio escribir! Escribir es otra de las actividades que está en mi lista de «Peor imposible».
PEOR IMPOSIBLE:
• Montar en avión. ¿Qué hay peor que viajar encerrado en un guacal en la bodega de un avión, mientras todo está oscuro alrededor y con cientos de maletas rodeándote? No hay nada peor. Además, si tengo que viajar en avión, no entiendo por qué no puedo ir arriba acompañado por mis dueños, como hacen los perros pequeños. ¡Me parece injusto!
• Acompañar al abuelo a jugar golf sin poder perseguir las pelotas. ¡Injusto otra vez!
• Ir al veterinario.
• Escribir.
• Las tormentas eléctricas.
• La pólvora.
Todo el tiempo les pregunto a mis abuelos por qué tengo que aprender a escribir si puedo dejar mensajes cifrados en los árboles cuando hago pipí. Todo el mundo sabe que los perros dejamos mensajes cifrados en los árboles cuando hacemos pipí, mensajes que solo otros perros pueden descifrar. Pueden ser mensajes con palabras lindas o feas. En fin, soy un experto escribiendo mensajes en los árboles; lo hago muy bien desde que era chiquito, pero odio escribir con palabras humanas. Detesto mi clase de español. Sin embargo, la abuela me dice que no me queje tanto y que en menos de lo que «canta un gato» voy a ser uno de los mejores de mi curso. ¡Qué chiste tan malo! Mi abuela es especialista en chistes malos. El abuelo, en cambio, solo levanta sus ojos del periódico, se quita las gafas y me dice:
—Amigo, tú te lo buscaste.
Al menos ya me dice amigo otra vez. Cuando me llama por mi nombre, Martín, significa que estoy perdido.
El problema de la escritura empezó una mañana hace poco más de un mes. Era un día común, así que, como todos los días antes del almuerzo, Clara, mi nana, me llevó

al parque. Como era costumbre cuando era un perro libre, me encontré con Ignacio, el rottweiler de la calle 36, y Horacio, el golden de la esquina. También, como todos los días, las tres nanas se sentaron a conversar tranquilamente en un banco bajo la sombra de un árbol y nosotros fuimos a buscar cómo entretenernos: así de buena es la vida de los perros libres.
Por supuesto, en el problema de la escritura, como en la mayoría de los problemas, tiene que haber un gato. Así que no pasó mucho tiempo antes de que llegara Romeo, el gato de la 33. El tonto apareció por una esquina, caminando despacio y luciendo su cadenita de pepitas azules y blancas a juego con el color de sus ojos. Sus movimientos eran lentos, una pata detrás de otra a mínima velocidad, cabeza y mirada hacia arriba como si no se diera cuenta de la tierra que tocaba y sonrisa de medio lado. Su cuidadora se sentó lejos de las nanas, se concentró en la lectura de una revista y dejó que Romeo se fuera a mover su estilizada figura por el parque.
Apenas mis amigos y yo lo vimos desfilar entre los árboles, algo sucedió. Los tres nos miramos de reojo y, sin decir una palabra, supimos qué debíamos hacer: uno atacó por la izquierda, otro por la derecha y yo me fui justo por el centro. El gato estaba tan desprevenido que lo primero que hizo cuando se sintió rodeado fue tratar de saltar a un árbol, con tan mala suerte (¿buena suerte?) que se enredó con la cerca eléctrica que separa el parque de la residencia de ancianos. El maullido que dio fue tan fuerte que asustó a los viejitos que estaban en el jardín. La descarga de corriente lo dejó idéntico a una esponja de brillo: los pelos grises apretados, parados y retorcidos. Cuando nosotros vimos el espectáculo del gato-esponja, nos tiramos al suelo y nos retorcimos de la risa.
La situación se complicó en ese mismo instante. La cuidadora de Romeo se levantó de un brinco y, cuando Clara oyó la algarabía, vino hacia mí. Tan pronto me alcanzó, me miró de frente durante un par de segundos y… ¡no dijo ni una palabra! Guardó silencio. «Si-lencio». Un silencio tan sorpresivo que por un momento pensé que no había visto lo que había ocurrido. Luego, imaginé que por fin la había vencido y que se había cansado de regañarme.

Al mediodía, como de costumbre, me despedí de los chicos y me encaminé hacia mi casa, feliz y radiante. Había sido una buena mañana. Había atacado al gato. Valía la pena que todos los del barrio se enteraran de Romeo-esponja, así que en el camino dejé varios mensajes en los árboles. (Ya saben que para eso utilizo el «método del pipí». Es un código perruno. ¡Tal vez algún día se los pueda enseñar!).
No había transcurrido mucho tiempo desde la llegada a casa cuando sucedió la catástrofe. Estaba en la cocina recostado sobre el piso frío para refrescarme un poco cuando Clara entró, me miró de nuevo, sonrió y me dijo que me esperaban en la biblioteca. «¿En la biblioteca? ¡Guau!, ahora sí tengo problemas», pensé.
Como cualquier perro inteligente, entré en el salón con actitud humilde: cabeza agachada, orejas caídas, rabo entre las patas y pasos muy corticos. Me senté en la mitad de la habitación, justo en el centro del tapete, y por primera vez pensé que la lámpara que colgaba del techo estaba a punto de caer sobre mí y quitarme la cabeza (¡Adiós, Martín! Bye, bye).
Como no hubo palabras de saludo, pensé que me iban a regañar, que mi abuelo, ofuscado, me iba a decir como tantas veces:
—Martín, has ido demasiado lejos. Solamente a ti se te ocurre tratar de electrocutar a un gato. Desde hoy está prohibido que camines suelto por el parque. Estarás siempre al lado de Clara. No quiero tener más problemas, ¿entendiste?
Pero eso no fue lo que sucedió. Sucedió lo peor. Mi abuelo se levantó, dio dos vueltas a mi alrededor y, sin levantar el tono de voz (mala señal), me dijo:
—Tu abuela y yo queremos informarte que desde mañana asistirás al colegio. Tal vez allá sí te logren educar. Acuéstate temprano para que puedas madrugar. El bus te recoge a las 6:15, un poco antes que el de Miguel.
«Bus, Miguel, madrugar…». ¿De qué hablaba? Todas las palabras se mezclaron en mi cabeza y pensé que no había entendido nada. ¿Madrugar, yo? ¿A coger

un bus? Yo nunca había madrugado. Mi único movimiento en las mañanas era acomodarme mejor en la cama cuando mi abuelo se levantaba. Pensé que tenía que haber algo que no había escuchado. Es cierto que en mi ciudad hay algunos colegios de humanos que reciben perros, pero es muy inusual que los papás de los perros los manden a ese tipo de programas porque a eso solo van los PP (perros problema).
Para tratar de relajar el ambiente, intenté jugar al perro bueno: me levanté, cogí una pelota que había dejado tirada en la puerta y la puse en las piernas de mi abuelo. Él, sin mirarla, me dijo:
—Amigo, creo que no has entendido. Desde mañana irás al colegio. Ve a dormir.


A las 6:15, un bus amarillo se detuvo frente a la portería de mi edificio. Germán, el portero, se despidió de mí con un gesto de burla que en otro momento habría lamentado, pero, en esa ocasión, apenas tuve tiempo de atacarlo con mi mirada de medio lado, ojo rasgado y amenaza de «no te metas conmigo o lo lamentarás».
Cuando el gusano amarillo abrió la puerta y me subí, una señora, que luego supe que era Martha, la directora de la ruta, me indicó que me sentara en el tercer puesto, al lado de la ventana. Así lo hice. Tres cuadras más adelante se subió un ser delgaducho, cabizbajo y con cara de pingüino. Martha le indicó que se sentara al lado mío y, apenas lo hizo, reconocí en el aire el desagradable olor a suavizante de ropa para bebé. Entonces, lo miré de reojo (mirada rasgada por segunda vez en el día) y el pingüino se puso a temblar. En general, se me dan bien las relaciones con los humanos, así que no entendí exactamente qué fue lo que pasó, pero, de todas maneras, pensé que era mejor que estos muchachitos tuvieran miedo de mí a que fuera yo quien tuviera miedo.
En la puerta del colegio me estaba esperando Silvia, la directora de 4.º B, para acompañarme a mi prisión y mostrarme dónde me iba a sentar.
Ninguno de mis compañeros de curso pareció sorprenderse cuando llegué. Varios de ellos me miraron y siguieron jugando fútbol hasta que Silvia les quitó el balón, les recordó que no estaba permitido jugar dentro del salón y los mandó a sus asientos.
Entonces, me presentó y me pidió que me sentara en un asiento en la primera fila, ¡al lado de pingüino! Luego me dijo que los demás profesores estaban al tanto de mi llegada y que ya tendría tiempo de conocerlos a todos.
Para mi sorpresa, yo no era el único perro en el salón. También estaba Otto, un bulldog, bastante gordo y que, según me contaron después, estaba repitiendo cuarto de primaria por tercera vez. Su mamá lo había enviado al Liceo Peste por su mal comportamiento, pero Otto descubrió que en el colegio lo molestaban menos que en su casa, así que había decidido no aprender nada para que nunca lo sacaran de ahí. En cambio, yo pretendía aprender lo más rápidamente posible para regresar a mi casa cuanto antes.
Martín, un perro travieso, debe enfrentarse al colegio. Con la ayuda de sus nuevos amigos y maestros, descubre que superar los miedos es posible con apoyo y valentía.
