vol.1
Miguel Ă ngel Morillo
Capítulo I YO, RYNKET
Me llamo Rynket.
Vivo en la parte vieja de la ciudad, en una hermosa casa con jardín. En el jardín hay árboles, plantas con flores azules y amarillas, arbustos y enredaderas que trepan por las piedras negras de la tapia y tienden largas ramas sobre el tejado de pizarra. También hay pájaros, bichos, ardillas que, a veces, pasan veloces sobre la hierba y se escapan como rayos troncos arriba. Y en verano, lagartijas oscuras que toman el sol sobre las losas delante de la puerta. Al otro lado del muro que rodea el jardín por el lado por donde sale el sol, se alza un bosquecillo de abetos al que algunas veces me escapo saltando sobre las piedras para dar unas carreras y entrar en calor por la mañana. En otoño se llena de bayas azules y rojas, muy ricas para comer. Mucha gente se pasea por allí los domingos y se llevan cestitas llenas de ellas para hacer 3
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pasteles y mermeladas. A veces me riñen porque, al parecer, estropeo las matas arrancando las bayas y dejo muchas desperdiciadas por el suelo. Bueno. Allá ellos. Hago lo que quiero y solo hago caso, aunque no siempre, al señor Feddersen, con el que vivo desde hace unos años. Es un buen hombre. Alto, de pelo blanco, algo encorvado ya porque es un poco viejito, o muy viejito. No lo sé bien, pero le quiero mucho, aunque con frecuencia se enfada conmigo por cosas que no acabo de entender. Tiene costumbres fijas y para él tienen mucha importancia cosas como la hora, el día de la semana, la estación del año… y todo se organiza según estas normas: Cuándo se come, cuándo se duerme, cuándo y de qué forma debe vestirse, salir, ir a la iglesia, recibir o hacer visitas a las que me suele llevar, aunque sabe lo que me fastidia estarme quieto un rato largo y permitir sin protestar que me contemplen con curiosidad o me acaricien. Por eso, a veces la visita termina de pronto, cuando pierdo la paciencia y asusto a todo el mundo dando unos cuantos saltos por encima de los sillones tapizados o las mesitas llenas de figuritas de porcelana, platitos con dulces, tazas de té o café y copas de licor. ¡Vaya disgusto! El señor Feddersen me lleva de vuelta a casa muy serio, a paso rápido y llamándome rebelde, maleducado, insoportable… Yo estoy desolado de verdad y no sé cómo dárselo a entender. Solo caminando junto a él calladito, con la cabeza baja hasta que parece que se le pasa el enfado y me rasca un poco detrás de las orejas y dice algo como: «Bueno, yo también me estaba aburriendo un poquito». ¿Eso significa que me da permiso? Pues allá voy, disparado calle abajo o calle arriba, a la derecha o a la izquierda según de donde me llegue el olor a salitre y brea del puerto. El olor a pintura vieja, a madera mojada y carcomida, a humo negro, a vela y 4
Rynket, el Tormenta, vigía del Fram. Vol. I
cabo de cáñamo. Oigo la voz del señor Feddersen llamándome a gritos, pero ¿quién se detiene ante la llamada del puerto? A veces me he perdido yendo a cualquier parte, pero jamás cuando voy en busca del puerto, aunque tenga que pasar por calles o plazas que nunca he pisado. Al final siempre está allí, grande, abierto, luminoso. A veces, envuelto en una neblina que casi esconde las farolas, las chimeneas y los mástiles. A veces, bañado de luz, con los islotes y las laderas del fiordo de verde oscuro y las gaviotas y petreles rompiendo el azul de agua. Pero tal vez cuando más me gusta es en las mañanas de invierno, a medio despertar la ciudad, todo de color violeta, con las farolas encendidas y las pequeñas hogueras hechas en cubos de hierro, alrededor de las cuales se calientan un poco los pescadores que se preparan para salir a la mar o que acaban de volver con su carga de pescado fresco. Me gusta esta época y esta hora porque es cuando más gente y más actividad hay en los muelles. Hombres vestidos casi todos de azul o de negro, mujeres que se reúnen en animados grupos, todas con su pañuelo en la cabeza y su gran bolso colgado del brazo. También merodean por allí los chicos que esperan que alguien los contrate para descargar o estibar. Golfos con los que me llevo bien y que me conocen y me llaman por mi nombre. A veces me hacen correr para divertirse un rato. O los hago correr yo. Pero al final siempre acaban dándome algo: Una buena cabeza de pescado, un trozo de pan mordisqueado, un espinazo de merluza o de jurel. Y en la temporada de la pesca del bacalao también aparecen por allí los estudiantes que roban las cabezas en las salas de despiece. En realidad, es un robo consentido ante el que los trabajadores de las lonjas hacen la vista gorda, pues es una vieja tradición que los estudiantes se lleven con más o menos disimulo esa parte del bacalao para sacarse unas monedas vendiendo las lenguas. 5
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Creo que están riquísimas, aunque no las he comido nunca, pero al menos esta costumbre pone a mi disposición un buen montón de cabezas ya deslenguadas, colas, espinazos y restos de bocadillos. Cosas buenas, aunque al señor Feddersen le parecen asquerosas y si consigue encontrarme después de darse unas buenas carreras por los muelles, sofocado y con los pelos tiesos, quiere quitármelos de la boca. A veces hasta le hago caso, cuando ya me he zampado casi todo. Después de todo, quiero al señor Feddersen, me apena verle disgustado y hago todo lo posible por hacer las paces con él: me acuesto a sus pies y le lamo un poco las botas. ―Rebelde, rebelde ―dice él, serio, y sin querer mirarme―. Eres un perro maleducado y rebelde. No sé qué hacer contigo. Y como está agotado de perseguirme, se sienta un rato en el primer banco que encuentra, después de sujetarme bien la correa al collar y darse un par de vueltas con ella alrededor de la mano para que no me escape de un tirón. Entonces, despacito, empieza a decirme todo lo que espera de mí, cómo debo portarme, cuánto se preocupa por mí sin que yo parezca agradecerle nada. Ya no está enfadado. Solo un poco triste y ya quisiera yo evitarle esa tristeza y decirle que sí, que de acuerdo, que desde ahora me portaré mejor. Pero mi cabeza no da para escucharle mucho tiempo y enseguida estoy pensando en mis cosas y mientras él habla y habla, yo estoy mirando a lo lejos, aguzando la vista sobre los muelles más alejados por si en alguno de ellos apareciera el barco que espero. También miro al horizonte, a las brumas del fiordo, deseando que alguno de los veleros que se ven dibujarse a lo lejos como garabatos grises que poco a poco se perfilan y muestran uno, dos, tres mástiles, tal vez una chimenea oscura con su jirón de humo blanco, sea al fin el mío. 6
Rynket, el Tormenta, vigía del Fram. Vol. I
El señor Feddersen, ya descansado, quiere levantarse para volver a casa. Da un tironcito a mi correa, intenta incorporarse, pero yo aún tengo muchas cosas en qué pensar y me niego a moverme. Se resigna, me mira con curiosidad como intentando descubrir qué ideas me pasan por la cabeza, por qué contemplo con tanta atención los muelles y creo que al fin entiende. Se acomoda sobre el respaldo del banco para esperar un buen rato, echa la cabeza hacia atrás, entorna los ojos y al poco rato unos ronquidos suavitos y la correa que se afloja me indican que se ha quedado dormido. Ahora puedo incorporarme, procurando no despertarle y sentarme sobre las patas traseras para contemplar mejor, de un extremo a otro y desde mi orilla a la de enfrente, toda la extensión del puerto. Veo los hombres que se mueven y se afanan ya a plena luz del día, las grúas que se alzan a lo lejos, lentamente, como pájaros torpes, la ola que levanta de vez en cuando algún remolcador de vapor, negro, gordo y sucio que arrastra fiordo abajo a un elegante velero. Pero ¿dónde está el mío? ¿Dónde está el Fram? Mi Fram. 7
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Yo nací marino. Tenéis que saberlo. Mucho más que todos esos hombres que se mueven por ahí sobre los muelles y las cubiertas. Yo nací marino, más que aquellos que, en los barcos que van y vienen, allá lejos, veo pasar asomados a la borda o trepando por las escalas mástiles arriba. Yo nací en el Fram. A ver cuántos de esos sucios fogoneros o de esos cargadores gritones pueden decir lo mismo. A ver quién puede decir que el primer sonido que recuerda es el de un golpe de viento sobre la vela mayor, el crujir de los mástiles o el chirriar de los cabos tensándose al ceñir. Y quién recuerda que el primer color que vio, asomando el hocico por alguno de los imbornales, es el añil de un mar a mediodía. O el primer olor el de la cubierta recién baldeada con agua salada. Quién, apenas abiertos los ojos, ha trepado por las cuerdas, las velas plegadas, los botes salvavidas; quién se ha estrellado desde la botavara, a quién le ha pisado el rabo la bota de un marino. Quién ha rodado por la cubierta en medio de una galerna cuando no era más que una bola peluda. Yo, Rynket. Un perro, sí, pero no un perro cualquiera: Un Gronlandshun. Un perro de Groenlandia, grande y fuerte de pelaje blanco y canela, y lomo oscuro. Mis bisabuelos fueron lobos del Ártico, cazadores errantes de la tundra y la estepa nevada. Iban en manadas por aquella tierra sin fin detrás de los osos, los renos y los toros almizcleros y en algún momento, hace muchísimos años, antes seguramente de que el señor Feddersen hubiera nacido, se hicieron amigos de otras manadas de cazadores, los hombres, y aprendieron a vivir cerca unos de otros y a prestarse algunos servicios: Calor, protección y algo de comida los hombres y, a cambio, los lobos les brindaron su astucia y su instinto para perseguir la caza y su fuerza para llevarlos de un lado a otro, a ellos y a sus tiendas, armas y herramientas sobre sus lomos o cargados en los trineos que aprendieron a arrastrar por el hielo y la nieve. 8
GINKGO BILOBA
Rynket es uno de los perros de Groenlandia que Roald Amundsen llevó en su expedición a la Antártida para conquistar el Polo Sur. A su regreso, enfermo y agotado, fue entregado para que lo cuidara a un anciano caballero, el Señor Feddersen, con el que vive en su casa de Cristianía. Ya restablecido, sale frecuentemente de paseo con su dueño y visitan cada día el puerto de la ciudad, lugar preferido por Rynket, al que le gusta pasar largos ratos contemplando el movimiento y la vida de los muelles. Allí, mientras el Señor Feddersen descansa dormitando un poco en algún banco, Rynket recuerda al Fram, el barco en el que acompañó a la expedición de Roald Amundsen y al que espera volver a ver algún día. Siente nostalgia de los días pasados en él durante la travesía y de las aventuras vividas en la Antártida y, mientras mira al horizonte esperando el regreso de su querido barco, nos cuenta su historia.
ISBN 978-84-18017-46-9
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788418
017469
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