vol.2
Miguel Ă ngel Morillo
Capítulo 34 NOS VAMOS.. Y NO NOS VAMOS
El sol había vuelto, pero el invierno no se quería ir. Tal vez
se sentía feliz en Framheim y se resistía a marcharse, parecía agarrarse a las colinas y los valles a nuestro alrededor, se alejaba un poco y volvía. Unos días amanecían templados, luminosos bajo el cielo azul, la nieve se ablandaba en algunos repechos donde se podía lamer sin que se te pegara la lengua y por todo el campamento los gronlandshuns correteábamos alegremente o nos tendíamos en los altos para sentir la tibieza del sol en el lomo. El señor Amundsen, sonriente y con la capucha de su chaquetón echada hacia atrás, subía al «Observatorio» acompañado de uno o dos hombres y anotaba cuidadosamente en su libretita, con Frithjof pegado a sus botas. Luego mi amigo venía a informarme. La temperatura subía, subía. «Ya nos vamos, Pellejo, dentro de un rato, ya nos vamos». 3
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Pero poco después empezábamos a notar el soplo del viento del Sur, el cielo se volvía amarillento y el sol se apagaba como una mancha blanquecina hasta desparecer del todo. Ganaba el señor invierno; Framheim se ensombrecía y el viento helado volvía a endurecer lomos y nieve. El señor Amundsen, ahora con la capucha bien ajustada, subía de nuevo al «Observatorio» y con cara de contrariedad regresaba a la casa. Frithjof le seguía hasta la puerta con las orejas caídas: ―La temperatura ha bajado, Pellejo ―me explicaba después―. Hoy no nos vamos. No sé cuál de los dos estaba más nervioso, si el señor Amundsen o Frithjof. Los dos oteaban el horizonte y apuntaban la nariz y el hocico hacia el Sur, por donde el invierno se replegaba o se acercaba, jugando con la paciencia de los dos. Los jefes, también impacientes, cuchicheaban mucho entre ellos. Frithjof me explicó: ―Estamos nerviosos porque sabemos que el señor Scott también va a buscar el Polo Sur, Pellejo y queremos llegar antes que él. ―¿El señor Scott, Frithjof ? ¿El jefe de los hombres del Terra Nova, Frithjof ? ―Sí, Pellejo. ¿Te acuerdas cuando vinieron a Framheim y se lo comieron todo? Querían ponerse fuertes y por eso se comieron todos los bollos de Botas Grandes y también las galletas y la confitura. Pero nosotros llegaremos antes que ellos, ya verás. Y luego Frithjof me explicó lo importantísimo que es para un explorador llegar el primero a cualquier lugar pues, si no llegas el primero, no descubres nada. Un explorador estrena la parte del mundo por donde va. Para un explorador lo más importante es abrir caminos por donde no ha pasado nadie, pisar suelos que nadie ha pisado antes, surcar océanos nuevos, 4
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encontrar volcanes o montañas que nadie ha visto, cruzar bosques nunca hollados, contemplar por primera vez grandes ríos o lagos desconocidos. ―Y ponerles nombre, Pellejo. Frithjof sabía que en la inmensa bola de la Tierra hay muchos lugares desconocidos esperando que un explorador llegue hasta ellos, pero de todos esos lugares remotos aún por descubrir, el más importante, el más difícil de alcanzar, el más lejano y misterioso era el Polo Sur y por eso quien llegara el primero al Polo Sur sería un héroe. Nosotros seríamos unos héroes. Tal vez habíamos pasado tiempos muy duros bajo el invierno, pero nos esperaba un camino maravilloso porque todo sería nuevo a nuestro alrededor. ―Sí, Rynket, ya verás. Atravesaremos las montañas, pondremos nombre a las más altas y diremos cada día: «¡Somos los primeros en llegar hasta aquí!». Después de hablar con tanta emoción, Frithjof se quedaba largo rato con la mirada perdida en la lejanía, hacia las colinas, donde los bultos negros de los trineos, preparados para la partida, se dibujaban entre la bruma. Y, mientras los hombres, sobre todo el señor Amundsen, andaban inquietos de un lado a otro, el jefe Limdström, gordo y tranquilote, parecía divertirse con la situación. ―Botas Grandes no viene al Polo Sur, Pellejo, y por eso se alegra de que no nos vayamos todavía ―me comentaba Frithjof malhumorado, viéndole sonreír con su cara colorada en la puerta de la casa―. No quiere quedarse solo otra vez cuidando a los cachorros. Pero pasaron un día, dos, tres, de sol y de visitas al Observatorio con la capucha del señor Amundsen echada hacia atrás y, al fin, una mañana espléndida, los jefes vinieron a buscarnos 5
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cada uno con un manojo de correas para llevarnos hasta los trineos. ¡Nos íbamos! Les dimos una buena brega hasta que consiguieron colocarnos los arneses y poner orden en los equipos. Frihjof daba tirones, queriendo arrancar y llegar el primero al Polo Sur; Selma, en cabeza, le enseñaba los dientes, yo me enredé con Gorki en una pelea amistosa, aunque acabamos dándonos un par de buenas dentelladas mientras Jaala, pequeñita y callada, nos miraba suplicándonos un poco de orden. ¿Y Brisa? Brisa se había olido que algo se estaba preparando desde muy temprano y con su trozo de manta azul en la boca salió corriendo a buscarse un escondite. El jefe Bjaaland, después de buscar un poco por los alrededores, se olvidó de ella. Tal vez decidió dejarla con los cachorros al cuidado del jefe Lindström, pues sabía que Brisa, delicada y holgazana, no estaba hecha para el Polo Sur. Cerca de nuestro trineo, el jefe Hanssen trataba de calmar a su equipo repartiendo zurriagazos. Ni con la ayuda de Zanko pudo impedir la pelea entre los revoltosos de siempre, Hök, Togo, Hai. Camilla, un poco más lejos, hacía sudar a su jefe Johannsen. Y al fin emprendimos la marcha, con bastante desorden y más de una escaramuza, pero nos íbamos al Polo Sur. Al Polo Sur. ―¡Al Polo Sur, Pellejo! ―me gritaba Frithjof, unos pasos por delante de mí, al otro lado de la línea de tiro. ―¡Sí, Frithjof, al Polo Sur! ¡Madre, madre, nos vamos al Polo Sur! Al Polo Sur. El corazón me saltaba por debajo del arnés, lo sentía batir a toda prisa mientras me repetía a mí mismo «¡Al Polo Sur, al Polo Sur!». La reina Maud tendría que haberme visto en aquellos momentos. No sentía ningún temor, estaba lleno de energía y, el hocico hacia abajo, contemplaba el alegre ritmo 6
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de mis patas, buenas y fuertes patas de gronlandshun hechas para cruzar la Antártida sin descanso, para estrenar el Polo Sur. Me animaba verlas, una, otra, una, otra, rascando la dura nieve. ¡Al Polo Sur! Recordaba todo lo que había vivido hasta llegar a ese momento: La travesía en el Fram, cruzando océanos con sus brisas y sus tormentas, su Ecuador, su Círculo Polar, los hielos del mar del señor Ross, la Gran Barrera. Y luego, la construcción de Framheim, los escobazos del jefe Lindström, los pingüinos, el negro invierno, la chimenea de la casa y su olor a sopa, bollos y pasteles de vainilla, los conciertos bajo las estrellas, el regreso del sol y de la luz y, al fin, salíamos a buscar el Polo Sur. ¡El mundo era nuestro! Por delante de nosotros se extendía una blanca superficie ondulada que parecía no tener fin. Yo alzaba de vez en cuando la cabeza intentando mirar por encima de rabos y orejas, por si veía aparecer las montañas en el horizonte, pero no lograba ver nada. De cada manada lanzada a la carrera se levantaba una nube de vaho que salía de los hocicos ansiosos y se mezclaba con la niebla, cada vez más espesa. Los trineos que marchaban delante se sumergían en aquella densa niebla, y los más cercanos apenas eran manchas tenues moviéndose a un lado y otro. Solo el ulular de los perros y las voces de los hombres indicaban dónde se encontraba cada uno. Cada largo trecho encontrábamos los palos con su banderola con los que, en los primeros viajes antes del invierno, se había señalado el camino. En la distancia parecían pájaros oscuros aleteando en el aire. Poco a poco fuimos quedando en silencio. La llanura no tenía fin y a una suave pendiente hacia arriba sucedía otra hacia abajo. Ya costaba un poco tirar del trineo y las patas empezaban a doler. El camino del sol era todavía muy corto, las horas de 7
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luz eran muy pocas y nosotros seguíamos corriendo, mientras la Antártida se oscurecía a nuestro alrededor y el gélido viento del sur empezaba a azotarnos la cara. Fue una jornada agotadora y, cuando al fin nos detuvimos, me dejé caer derrengado. Creo que todos teníamos la lengua fuera y jadeábamos ruidosamente. Frithjof se me acercó tambaleándose. ―¡Sí que es duro, Frithjof! ¿Falta mucho para llegar, Frithjof? ―El Polo Sur no es para holgazanes, chico ―me reprendió Frithjof, aunque a él también le colgaba una buena porción de lengua y la nube de aliento que salía de su hocico casi le ocultaba la cara. ―Ya lo sé, Frithjof. Yo no soy holgazán, pero ¿falta mucho? Frithjof tardó unos momentos en contestar mientras recuperaba el aliento: ―Un poco, chico. En cruzar las montañas tardaremos un buen rato. Y se dejó caer sobre un costado. Me fui a dormir junto a Selma, aunque en realidad no creo que nadie durmiera aquella noche, ni hombres ni perros. Nosotros estábamos demasiado nerviosos, era nuestra primera noche lejos de Framheim y teníamos algo parecido a un ataque de nostalgia, así que, apenas los hombres se metieron en sus tiendas, empezaron a levantarse por todas partes aullidos y lamentos. No tardaron en organizarse algunas trifulcas que al final acabaron en batalla total. ¡Bonita noche! Y para colmo, el invierno, desde su oscura muralla, nos mandaba oleadas de viento helado y estábamos a la intemperie. Habíamos salido tan felices que parecía que nada nos podía detener en nuestro camino al Polo Sur y, sin embargo, en los días siguientes, cuanto más nos adentrábamos en la Antártida, más intenso se hacía el frío. El señor invierno ganaba. Parecía que estaba enfadado y quisiera decirnos «¿Adónde vais tan pronto? ¡Todavía mando yo!». 8
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Por las mañanas amanecíamos temblorosos, con las patas medio heladas y una quemazón en los dedos y en las orejas que nos hacía gemir. Frithjof, a pesar de todo, con mechones endurecidos como espinas sobre su cabeza, se mantenía firme: ―Tranquilo, Pellejo, no pasa nada, seguro que hoy mejora el tiempo y encontraremos las montañas. Pero ni el tiempo mejoraba ni las montañas aparecían por ninguna parte, aunque cada día recorríamos un largo camino hacia el Sur. Hubo una jornada de un frío tan intenso que nuestros jefes ni siquiera levantaron la tienda y para refugiarse construyeron dos iglús cortando trozos de nieve con hachas y cuchillos. Dos iglús tan destartalados que yo mismo, que nunca había visto uno de verdad, estuve de acuerdo con mi madre cuando los miró y dijo: ―Qué mal hechos; qué feos. Y llegó el momento en que tuvimos que reconocer nuestra derrota ante la crueldad del invierno. Fue al llegar al primer depósito de los tres que se habían establecido durante los «viajes de avituallamiento». El depósito era un montículo de cajas y fardos medio cubiertos de nieve, apilados hasta alcanzar la altura de un hombre. Nuestros jefes sacaron de ellos buenos trozos de carne y grasa de foca y los vapulearon bien con las palas para ablandarlos un poco, pero habíamos llegado tan extenuados y ateridos que apenas podíamos movernos, ni siquiera para pelearnos un poco por las mejores tajadas. Los jefes hombres no estaban mejor que nosotros. Tiritaban encogidos bajo sus gruesas pieles ―«Dios, qué fríooooo»―, moqueaban y resoplaban ruidosamente, tenían la cara oscura, del color de la madera, las cejas blancas y continuamente se arrancaban de los labios y la nariz costras de hielo. Algunos cojeaban. Veíamos al señor Amundsen, a los jefes Bjaaland, Hassel 9
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y Wisting descargar apresuradamente los trineos y amontonar como podían, entre tiritones, los bultos que habíamos llevado. Y Frithjof, que había estado moviéndose entre ellos, vino desolado a darme la noticia: ―Volvemos a Framheim, Pellejo. Lo ha dicho el señor Amundsen. Reconozco que me sentí aliviado, pero Frithjof tenía tal cara de consternación que lo disimulé como pude. ―Se han asustado por un par de ventolinas ―siguió, mirando desdeñosamente a nuestros jefes― y además al jefe Hannsen y al jefe Prestrud se les han congelado las patas. Selma, que se mantenía un poco ausente, se volvió para mirarlo y le dijo en tono de reproche: ―Maniitok no hubiera salido a cazar con este tiempo. Maniitok sabe que el invierno es duro y cruel y que ningún hombre puede con él. Maniitok sí es un buen jefe. Entretanto, la retirada se organizaba a toda prisa. Algunos gronlandshuns, agotados y ateridos, apenas podían levantarse sobre sus patas rígidas y se arrastraban lastimosamente. Los hombres soltaron a los más extenuados para que volvieran al campamento por su cuenta sin tirar de los trineos. Entre los que soltaron estaba Camilla, pero no por agotada ni enferma, sino porque, sencillamente, se negó a dar un paso más. Se tumbó en el duro hielo, metió la cabeza entre las patas y lo único que asomaba eran los dientes amenazadores a cualquiera que se le acercara. Al fin, su jefe Johannsen se dio por vencido. ―No me vas a dar un mal rato más, perra testaruda, cabezota, zopenca. Y se alejó de ella, dejándola a su aire. Cuando hubo uncido a todo su equipo se dirigió al señor Amundsen: ―Dejémosla aquí. Que vuelva si quiere con los demás que 10
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dejamos sueltos, y si no, que se la lleve la ventisca. Es el animal más cerril que he conocido. El señor Amundsen asintió con un poco de risa y Camilla quedó tendida en el suelo, gruñendo sordamente hasta que comprendió que estaba libre. Entonces asomó un ojo, se levantó sacudiéndose el lomo y se paseó muy ufana entre los equipos ya preparados, se despidió de mi madre con cariñosos lametones y repartió al azar unos cuantos gruñidos. Luego tuvo el descaro de acercarse a su jefe Johannsen y frotarse afectuosamente en sus botas. Johannsen la despidió con una buena patada y Camilla, sin alterarse, se alejó estepa blanca adelante y la vimos perderse en la bruma, tan feliz. Nos pusimos en marcha, esta vez hacia el Norte, hacia nuestro campamento, desandando el camino. Frithjof no ocultaba su enfado y gruñía tirando con desgana de su arnés, pero el resto de la manada se lo tomó de otra forma y apenas los guías de cada equipo se dieron cuenta de que volvíamos a Framheim la marcha se animó y corríamos, corríamos, azotados por el viento helado, huyendo del señor invierno. Con los trineos descargados podíamos ir mucho más aprisa. Escuchábamos el rápido girar de la rueda de medir la distancia como un riiisssss continuo y casi volábamos sobre la nieve, en medio de los torbellinos que el viento del Sur nos enviaba. Creo que hicimos dos, tres jornadas, de vuelta a todo correr. En la última, presintiendo Framheim, nos lanzamos a una carrera en la que los más fuertes se fueron imponiendo. El señor Amundsen y el jefe Wisting, sentados en el mismo trineo, cuyo guía era el fornido Coronel, pronto se adelantaron a todos y se perdieron a lo lejos, seguidos por el trineo del jefe Hanssen, con Zanko a la cabeza, que también fue ganando ventaja hasta desaparecer de nuestra vista. Detrás de nosotros venían los tri11
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neos de los jefes Hassel, Johannsen y Prestrud, pero pronto dejamos de oírlos y al fin nos quedamos solos con el jefe Bjaaland azuzándonos a voces. Creí que nos habíamos perdido mientras corríamos a la desesperada, con la noche encima. Y en medio de la oscuridad, medio muertos de frío y de cansancio, llegamos al fin a Framheim y nos refugiamos en las tiendas para devorar la cena. Oímos llegar el trineo del jefe Hassel y, mucho más tarde, cuando bien apretados unos con otros llevábamos largas horas de sueño, llegaron los últimos trineos. Frithjof y yo nos asomamos y vimos pasar a los desfallecidos perros tirando penosamente de sus trineos y al jefe Prestrud y al jefe Johannsen, tambaleándose y apoyándose el uno sobre el otro. El jefe Prestrud era el que parecía ir en peor estado. Apenas podía arrastrar los pies mientras caminaba casi colgado del hombro del jefe Johannsen. El jefe Lindström, desde el hueco iluminado de la puerta, les enseñaba la cafetera.
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GINKGO BILOBA
Rynket es uno de los perros de Groenlandia que Roald Amundsen llevó en su expedición a la Antártida para conquistar el Polo Sur. A su regreso, enfermo y agotado, fue entregado para que lo cuidara a un anciano caballero, el Señor Feddersen, con el que vive en su casa de Cristianía. Ya restablecido, sale frecuentemente de paseo con su dueño y visitan cada día el puerto de la ciudad, lugar preferido por Rynket, al que le gusta pasar largos ratos contemplando el movimiento y la vida de los muelles. Allí, mientras el Señor Feddersen descansa dormitando un poco en algún banco, Rynket recuerda al Fram, el barco en el que acompañó a la expedición de Roald Amundsen y al que espera volver a ver algún día. Siente nostalgia de los días pasados en él durante la travesía y de las aventuras vividas en la Antártida y, mientras mira al horizonte esperando el regreso de su querido barco, nos cuenta su historia.
ISBN 978-84-18017-47-6
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788418
017476
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