Valentina
busca el Norte Gracineia AraĂşjo
C
on la memoria alegre, poblada por los recuerdos del ayer, Valentina nunca pudo olvidar el día en que voló por primera vez, tras haber pasado toda la infancia aturdida con el ruido de pequeñas avionetas de prospección que, en búsqueda de oro y piedras preciosas, rasgaban el cielo de su pequeño Edén. Fue allá por los noventa y pico, cuando la luz del sol seguía dispuesta a reposar, ya pasadas las diez de la noche, alumbrando el bochornoso verano ribereño. Las caudalosas aguas del río Tajo reflejaban los rayos de la luminosa puesta de sol, despertando el interés de parejas de viejos enamorados que durante mucho tiempo hacían el mismo recorrido, acompañadas de pequeñas criaturas que, otrora, decidieron traer al mundo. Ca3
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lle hacia arriba y calle hacia abajo, sin algún destino aparente, los transeúntes parecían no llevar prisa. En vano, intentaban esconderse de los violentos rayos ultravioletas, disputando cada centímetro de sombra de los últimos árboles que quedaban en el corazón de aquella ciudad cada vez más despoblada de criaturas jóvenes, cuyos vigorosos rostros se arrugaban aceleradamente en la incertidumbre del porvenir. La mocedad independiente había empezado a engordar las hileras de los aeropuertos, en búsqueda de nuevos destinos. Cada vez más dispuestos a romper las barreras del presente, hombres y mujeres jóvenes prescindían de las comodidades existentes en el seno materno, refrescando la memoria de los que, en pretéritos imperfectos, también tuvieron que lanzarse a alta mar en búsqueda de bienaventuranza. El avión aterrizó al mediodía en punto, disputando la sinuosa pista con otros tantos aparatos que llegaban y salían por entre los esponjosos cielos, en constante vaivén. Los pasajeros empezaron a moverse, antes, incluso, que el comandante anunciara el final del trayecto. De repente, empezaron a escapar los aires que venían sofocados, dibujando en la atmósfera la imagen del más fúnebre ajetreo. Mientras tanto, la tímida Valentina se mantenía oprimida dentro los nuevos pan4
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talones vaqueros que compró para el viaje, esperando impacientemente la salida del último viajero. Las partículas en suspensión le provocaron horror y náuseas, mientras que el alto nivel de ansiedad se intensificaba, alcanzando más y más velocidades estratosféricas a medida que se mezclaba con los nuevos, ahogados y contaminantes aires. Al mismo tiempo, se elevaba su alto temor de inquietud, provocado por el recelo a lo desconocido que ganaba protagonismo y le imprimía infinitas dudas, miedos y curiosidad. Pero el optimismo y perseverancia empezaban a florecer, motivados por la certeza de futuros y grandes descubrimientos. Allí mismo empezaba a manifestarse un torbellino de expectativas, reflejadas en las redondeadas y sobresalientes mejillas ruborizadas de quien todavía desconocía lo alto de los cielos y el copioso útero de las nubes pasajeras. Las esbeltas piernas de la sertanera se animaron a bailar al ritmo de los temblores incontrolables que, poco a poco, protagonizaban un momento de terror. El corazón se le disparó descontroladamente, abriendo las compuertas sudoríficas que buscaban abrigo en cada orificio. Cuando decidió levantarse para recoger sus pertenencias fue sorprendida por el incisivo berrido del comisario, anunciándole que ya no 5
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estaba permitido permanecer dentro de la aeronave ni un segundo más. Le tocó acelerar el paso, acompañar con agilidad el flujo sanguíneo de las corrientes migratorias en el laberíntico zaguán. Carteles luminosos indicaban el destino de las próximas andanzas. Mientras tanto, a la derecha, vigilantes altaneros realizaban el control de pasaportes desde minúsculos aposentos, adornados con pegatinas de prohibiciones: teléfonos móviles y cámaras fotográficas, agrupados dentro de pequeños círculos tachados con un elocuente y prohibitivo ribete rojo. Cuidadosa y firmemente, Valentina abrió la cremallera del discreto bolso que llevaba consigo y empezó a sacar los papeles que necesitaba para presentar en el cruce de la frontera. Además del pasaporte verde con letras doradas, recién sacado y con olor propio, cual aroma de libro nuevo, traía el resguardo de la primera matrícula en la universidad, segura de que este le podría proteger ante posibles adversidades. Llegado su turno, se acercó a la ventanilla y saludó al agente que inauguraría las olorosas páginas del recién hecho pasaporte, sellándolo para siempre el inicio de otras tantas aventuras, allende los mares. La ausencia de respuesta a su saludo hizo que la viajera pusiera en tela de juicio toda la teoría aprendida en el aula, según 6
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la cual, en cualquier situación de extremada formalidad, jamás podría faltar un saludo. De la sala de al lado, se oía el ruido de las cintas magnéticas, listas para recibir y distribuir los equipajes que parecían no querer llegar. Con la huelga de los inmigrantes-funcionarios, las maletas retrasaron su vulgar desfile, provocando inquietud en el enjambre de criaturas que, impacientemente, se amontonaban alrededor de las sinuosas pasarelas. Mientras algunos bostezaban pacientemente, otros se anclaban expectantes en los carritos oxidados del aeropuerto, intentando reposar el cansancio acumulado y disimular la cólera interior que les corroía las entrañas. Con la mirada espabilada, siempre atenta a lo que sucedía alrededor, Valentina se desplazó de un lado para otro de la pasarela, tratando de imprimir cada detalle que acababa de captar. De repente, el aluvión de maletas empezó a decorar el ambiente hasta entonces sombrío y deprimente. En la desembocadura se abrían los pequeños flecos que componían las desgastadas cortinas, arrojando violentamente cada bulto esperado. Sin piedad, los invisibles motores evidenciaban su furia, indiferentes a la condición óptima del contenido de cada objeto expelido. Presentía el abordaje posterior que se acaba7
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ba de concretar. Sentía borroso su derecho de ir y venir, diferentemente de los demás viajeros del mismo vuelo que, en mayoría absoluta, arrastraban sus desproporcionadas maletas por los rincones del «nada a declarar» sin que nadie les molestara. Lleno de sueños y también pesadillas, el pequeño equipaje despertó el interés de los arios rostros que controlaban el paso de algunos pocos viajeros. Al verse acorralada, la muchacha no logró entender nada de lo que pasaba. En aquel entonces carecía de una madurez que la permitiera entender la razón por la cual se había vuelto blanco de impertinentes interrogantes. No contaba con un segundo control de seguridad. No llevaba objeto prohibido ni demostraba nerviosismo sospechoso, pero fue inevitable ser cuestionada de dónde venía y a qué se dedicaba. Aturdida, la viajera recibió órdenes para abrir el sencillo equipaje. Sin titubear, erigió firmemente la cabeza, emitió una tímida sonrisa y le dijo al interlocutor que, con mucho gusto, obedecería su mandato. Una vez abierto el volumen sospechoso, decenas de libros cayeron desordenadamente por el suelo, causando pesar al ahora atónito ser que, desprovisto de razón aparente, se encargó de protagonizar el hundimiento de su propia incoherencia. Aparentemente avergonzado, el 8
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mandatario cruzó la mirada con el colega de al lado y decidió agacharse para recoger los libros que agonizaban a sus pies. Finalizada la tarea, se encargó de acomodarlos todos en el lugar en que estaban y cerró cuidadosamente la maleta. Le pidió disculpas a la viajera y le deseó buen viaje, subrayando que lamentaba el contratiempo que le acababa de causar. Valentina siguió su destino. Empezaba a hacer una autolectura de su imagen y procedencia, pasando a encarar la realidad con buen humor e ironía. Fue invadida por la sensación de pisar más firme y avanzar el paso sin zigzaguear. Evitó ser aplastada por los malos recuerdos que osaban dejar clavadas profundas cicatrices en su cuerpo y en el alma. Más que nunca, decidió mirar hacia adelante, firme, tal cual cirujano en su faena. Con la mano izquierda sujetó firmemente la pequeña maleta roja que transportaba en la cabina, mientras acomodaba el bolso que traía en forma de bandolera. Con la mano derecha, ya gozando de total libertad, hizo deslizar veloz y elegantemente el equipaje de bodega hasta que esta aterrizara en el pasillo de la aeronave. A continuación, se zambulló por entre la muchedumbre, sin serpentear, arrastrando los pocos kilos que llevaba acomodados en el equipaje de mano, 9
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personalizado con alegres cintas de Bonfim que compartían el asa de la parte superior con un manojo de cintas rojo-vivo y amarillo-chillonas, semejantes a los antiguos pompones de animadoras que poblaban la memoria de su infancia tropical. En el desembarque internacional, Valentina se topó con la Evangelina, la piadosa, y su inseparable abanico de Carmen. Se sintió acompañada y fresca al recibir una pequeña y continuada corriente de aire que se desprendía de aquel reluciente objeto. Por un instante, el calor de las altas temperaturas estivales se amenizaba, resumiéndose en los acalorados abrazos de bienvenida. El Trèsor de Dior aromatizó los nuevos aires con su inconfundible perfume. La hermosa anfitriona traía en la cara las huellas del paso del tiempo y de la soledad creciente. Su pelo cano, mimosamente peinado, se mantenía firme, obedeciendo a los poderosos poderes de la laca que, dejando el pelo como elegante erizo del mar, reflejados vivamente a cada choque de los rayos solares que, sin pedir permiso, se anidaban debajo de los pocos hilos supervivientes de los escasos pelos. Evangelina parecía haberse incorporado a la moda del siglo dieciocho francés, llegada al país para remover el panorama juvenil. Sus labios exteriorizaban un llamativo carmín, cual reflejos del 10
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inmortal Siglo de las Luces. Era una señora gorda, de pechos grandes y estatura mediana, cuyo humor les hacía espantar a todos los diablos de la tristeza. Tras cuatro primaveras en un convento, la Piadosa decidió perderse entre la muchedumbre de pecadores, adoptando nuevos trajes y modales. Anhelaba volar mucho más alto de lo que le había permitido su juventud enjaulada. No se había arrepentido de la decisión que otrora tomó, y recordaba con entusiasmo los misteriosos años dedicados al trabajo voluntario, de meditación y reclusión. El primer contacto que tuvo con la anciana ocurrió en lengua extranjera, cuando la alegre señora pasaba unas vacaciones en la organización no gubernamental donde por las tardes daba clase de apoyo a los estudiantes internos. La conversación fluyó cordialmente, aunque Valentina, algo nerviosa, sintiera trémulas las débiles piernas finas que acabó apoyando en un pequeño banco de metal; revestido con un acolchado negro, cuya espuma blanquecina se asomaba por los sonrientes orificios, el banco estaba siempre dispuesto a reposar el cansancio de los visitantes. En general, allí reposaban madres barrigudas y con empolvados pies agrietados, que venían del campo para ver a sus vigorosos hijos que pasaban la semana en el internado. Evangelina era una anciana cu11
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Valentina busca el Norte es la historia de una estudiante universitaria que se zambulle en el corazón de lugares como París, Lisboa, Oxford, Ámsterdam, Marrakech, Salamanca... donde vive experiencias inolvidables. La protagonista tiene la memoria poblada de los recuerdos del misterioso mundo donde nació y creció, un pueblo ubicado en una tórrida geografía, y lleva consigo un equipaje lleno de sueños, rebosante de anhelos e inquietudes que le permite descubrir y disfrutar de nuevas culturas, nuevos sabores, nuevos colores. Es muy perspicaz, observadora e invita a acompañarla a lo largo y a lo ancho de sus andanzas. Valentina es soñadora y hace soñar.
ISBN 978-84-18017-29-2
9
788418
017292
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