LA PRIMAVERA DE LOS POETAS Cuando Paris se presentó ante Hermes desconocía el dilema con el que se iba a enfrentar. Cuenta la mitología que Hermes le dio a elegir entre tres diosas. Si elegía a Atenea sería invencible en la guerra, si elegía a Hera sería soberano del mundo y si elegía a Afrodita le prometió entregarle a Helena, la mujer más bella del mundo. Paris eligió a Afrodita, poniendo al descubierto las notas más profundas de un alma romántica. No sé lo que hubiéramos hecho nosotros. Lo que nos ocurrió, aunque próximo al relato mitológico, fue diferente. Sólo dos acentos pusieran la diferencia, estábamos en París en la tienda Hermès. A nosotros, no se nos presentó un dilema, en su sentido más estricto, pero, en cierta forma, tuvimos que elegir. Lo hicimos, dejando fluir la ternura, aquella que emana de las personas cuando perciben lo que el otro siente. Apenas puede subsistir la vida sin un atisbo de poesía. En prosa, en verso o de cualquier otra manera, poco importa, pues el vivir sin élla nos niega el sentir de los otros y con ello reducimos, cuando no exterminamos, el nuestro. Por cierto, en lo que a mi se refiere también hubiera elegido a Afrodita.
Caminado desde la estación de metro de la Madeleine pasando por la rue Boissy d’Anglas llegamos a la esquina con la de Saint Honoré, ya muy cerca de les Champs Elysées, en cuyo número 27 se encuentra la tienda central de Hermès. Transcurría el año 1989, creo, y éramos un grupo de estudiantes, técnicos comerciales y profesores, en un viaje de estudios programado por el máster de distribución comercial de la Universidad de Valencia. 1
Entramos en la tienda con algo de adelanto y esperamos mirando los productos expuestos en mesas y vitrinas. Entre susurros, incomodados por el exquisito ambiente y el refinamiento de las vendedoras, los comentarios apenas se hacían audibles: no, que no son vendedoras que son modelos, ¡qué van a ser modelos son vendedoras!, sí, que aquí son así, ¿cómo van a ser así?, has visto los precios, no aparecen, sí mira 2.000 francos una corbata, ¡cómo va a valer tanto una sencilla corbata!, ¿sencilla?, ¿corbata?, no es una corbata es otra cosa, ¿cómo va a ser otra cosa es una corbata?, pero no cualquier corbata, ¿has visto los cinturones?, son más caros, ¿y los pañuelos?, ¡joder, qué precios! El tipo que se acercó a nosotros era muy alto y de maneras distinguidas. De inmediato deducimos que iba a ser nuestro anfitrión. Nos miró displicente, hizo un gesto de bienvenida bajando ligeramente la cabeza, en diagonal, para ajustar su mirada a la mía y preguntó: – Vous êtes les espagnols? Como se me había asignado el papel de traductor aficionado, aún con reticencia y fastidio ante la actitud del hombre pincel, guapo y bien trajeado, respondí: – Sí, somos nosotros... – apenas me dio tiempo a continuar, me interrumpió haciendo un gesto enérgico con la mano y, señalando una escalera apenas visible entre espejos, armarios y estanterías, dijo. – Suivez moi!, ne touchez rien! De inmediato, tuvimos la sensación que ponía ancha distancia entre él y nosotros, sin alcanzar a comprender la razón. ¿Donde quedaba la politesse, la cortesía, de los franceses? ¡Síganme!, ¡no toquen nada!, había dicho. Teníamos la sensación de que nos trataba como a paletos. El trajeado adonis parecía dar a entender que éramos gente incapaz de comprender la excelencia de lo que nos rodeaba, el lujo equilibrado, sin ostentación y armónico, la originalidad y la maestría de la ejecución artesanal. Su evidente carisma contrastaba con sus gestos indolentes y la premura con la que nos alentaba a subir las escaleras sin que apenas nos diera tiempo a recobrar el aliento. Estábamos embelesados y sin tiempo a una mínima adaptación llegaba aquel prototipo, no se presentaba, destruía el encanto del momento y nos instaba a subir por una escalera sin que supiéramos las razones ni a donde nos llevaba. Lo seguimos, no estábamos dispuestos a incomodarnos más allá de nuestro pundonor. Aún era soportable y mostramos la gallardía de los que no les queda otra solución. Subíamos al ritmo que marcaba el larguirucho, mas sin mostrar desaliento alguno. – ¿De qué va esto?, este tío es antipático de cojones– me inquirió un profesor del grupo. – Ni idea, pero hemos llegado hasta aquí, así que será mejor que le sigamos– respondí, con un tono que casi excusaba las maneras de nuestro cicero2
ne. No se podía decir que el personaje fuera maleducado, no, sencillamente nos apremiaba a subir, sin darnos tiempo a pensar en nada que no fuera seguir subiendo. Conforme lo hacíamos pudimos observar, a nuestra derecha, un taller en el que se afanaban maestros artesanos y sus correspondientes aprendices en la elaboración de sillas de montar, bozales y cinturones. Su concentración era proverbial y sus movimientos resueltos y calculados. Parecía una especie de ballet al ritmo acompasado de los sonidos que hacían las herramientas chocando entre cueros y metales. Los veíamos desde arriba, desde un primer rellano en el que nos fuimos apretujando. Los olores del cuero y las tinturas llegaban hasta nosotros y nos sentíamos fascinados por el ambiente, casi mágico, sosegado y atrayente. Una voz imperiosa y conocida rompió la magia del instante: – Continuez, s'il vous plaît –. En esta ocasión creí percibir un tono diferente. La resolución de nuestro guía pareció flaquear por unos segundos, mas se repuso. – Allez, allez... – insistió, y seguimos subiendo. Al llegar al segundo rellano pudimos vislumbrar más abajo cuadros, en los que aparecían siempre caballos o carruajes y, también, monturas, cabezadas, arreos, estribos, caronas, riendas, varas, arneses y rebenques. Se ordenaban en mesas y vitrinas en un museo que ocupaba la misma superficie que el taller pero en el lado opuesto. Lo supimos cuando lo visitamos al bajar, al subir fue imposible. Nuestro interés y comentarios de admiración fueron cercenados de nuevo. – Allez, allez... – esta vez el grupo comenzó una carrera en la que las bromas y comentarios alcanzaron el grado de la triste revancha de los agraviados, los que no tienen otra posibilidad que la de seguir un guión enojoso y extraño. Ya no eran susurros, eran voces que se querían hacer oír: !Tendrá narices el larguirucho!, ¡la madre que lo parió! El repertorio de improperios siguió hasta el momento en que pedí silencio, y cuando iba a justificar mi solicitud llegamos al final de la escalera en la que apareció una estrecha puerta, tras la que encontramos una terraza que acogía un jardín que ocupaba la esquina del edificio. No tuvimos tiempo de recrearnos con las espléndidas vistas de París. Aunque, en esta ocasión, el comentario de nuestro guía estuvo acompañado de un ligero guiño, eso sí apenas un esbozo de complicidad, al señalar el jardín abarcándolo con su mirada y decir: – Le petit jardin de l’amour Que se puede traducir, más o menos, como el jardincito del amor. Vaya, el sujeto parecía humano. Su sagaz mirada parecía transmitir cierta complicidad. Poca, pero suficiente para hacernos imaginar los ambientes descritos por Pierre Choderlos de Laclos en Las amistades peligrosas. Sí, desde luego, era un 3
jardín para el amor. Pero tampoco pudimos recrearnos, ya que rápidamente tuvimos que dirigirnos hacia una escalera de caracol por la que fuimos subiendo ordenadamente, acentuado nuestro cabreo por las imaginarias delicias a las que nos invitaban las estatuas que se percibían entre el verde de los sotos artificiales, los matorrales y los ramosos arbustos.
Subimos y nos encontramos con una estancia abuhardillada, en cuyo extremo opuesto y sentado de espaldas estaba una persona mayor acompañada de un muchacho que parecía ejercer de aprendiz. Los dos, absortos en su trabajo, apenas se percataron de nuestra llegada o, si nos notaron llegar, no hicieron gesto alguno que lo delatara. Estaban confeccionando lo que parecía una silla de montar. El muchacho le pasaba, rayano la veneración, las herramientas al anciano con las que este iba tachonando con meticuloso cuidado los ribetes de la montura. La actitud del discípulo era deferente y respetuosa, toda la del maestro concentrada en su tarea. La situación era tan irreal, afable y sugestiva que parecía extraída de un cuento infantil: un Gepetto real atareado en la fabricación de un Pinocchio imaginario. Afectados por el ambiente, sin decir palabra y procurando no hacer ruido, nos fuimos apretujando en los primeros metros tras la puerta. Nadie decía nada, nadie se atrevía a avanzar. Nos quedamos absortos, esperando que lo que tuviera que ocurrir no lo fuera de inmediato y de que dispusiéramos del tiempo suficiente para recrearnos con aquel singular momento. El larguirucho trajeado pareció entenderlo. Avanzó hasta el centro de la sala nos miró superficialmente y, como nosotros, concentró su atención en el trabajo del maestro. Así transcurrió un momento de cuya duración no puedo dar cuenta. Después, se dirigió a mi y, manteniendo su frialdad, me dijo, lo que ahora traduzco con mayor o menor acierto: – Este señor es el mejor maestro artesano de la casa, ahora pueden preguntarle lo que deseen. 4
Yo esperaba una explicación, algo que nos permitiera comprender la extraña farsa que nos había llevado a la buhardilla. No sabía nada de sillas de montar ni de Hermès, ni de herraduras, cojines y barrigueras. ¿Qué podía preguntar? Así que, cuando el artesano volvió su mirada hacia el grupo, me decidí por explicar quienes éramos y qué hacíamos en París. Comencé, pero su voz en un castellano perfecto sonó amortiguada por la abundante madera de la estancia: – No te esfuerces –dijo–, que soy de Ciudad Real. Oír estas palabras en castellano, tras haber tenido que aguantar al petimetre guía, fue magnífico. Todos nos relajamos de inmediato, incluido el mocetón, quien por primera vez sonrío de manera efusiva, como dando final a un papel que había desempeñado con desgana. Me miró alegre, encantado, disfrutando de la sorpresa y me pidió que tradujera sus palabras. – Mi nombre es Maurice y soy el director de relaciones internacionales de Hermès. ¡Bienvenidos a esta casa! Están ustedes en la central internacional de la empresa. A esta buhardilla han subido grupos muy variados de personas provenientes de los lugares más remotos. Nunca han sido atendidos de manera tan... vamos a decir... especial. Sí, porque son ustedes los primeros españoles que suben aquí y que pueden hablar con Pepe. Así desea que le llamemos al que es nuestro maestro artesano número 1, el mejor y el más hábil, un maestro de maestros. Comprenderán ahora que la primera emoción positiva en Hermès debía ser un privilegio de Pepe y de todos ustedes. Yo me tenía que limitar a señalarles el camino, cosa que he hecho lo mejor que he podido y, he de decirlo, con gran desasosiego. Cada una de sus paradas retrasaba este momento que tanto ha deseado Pepe. Así que les pido disculpas, luego visitaremos con calma el lugar, espero que gocen de una buena estancia con nosotros y que sea él quien les explique lo que hacemos. Pepe empezó mostrando su satisfacción al no necesitar traducción. Lo hizo sentado, medio vuelto a nosotros y sin apenas moverse. Su actitud reflejaba timidez, puede que fuera modestia o como dando a entender que lo suyo no era hablar sino construir aperos para monturas. Explicó lo que era Hermès, lo que fabricaban y como lo hacían. Nos dijo complacido que la silla que estaban apunto de acabar, él y su aprendiz, era un encargo de la Casa Real española; aunque él fuera republicano, ¡a mucha honra!, enfatizó. Mientras nosotros nos acercamos un poco más a la mesa de trabajo pudimos percibir lo emocionado que estaba. Quizás impelido por el interés que reflejaban nuestra miradas, empezó a explicar como había llegado a Francia, justo con la ropa que llevaba puesta, acumulando rabia y desesperación, como lo habían ingresado en un campo de refugiados, cerca de Béziers, en Argeles sur mer, como tras unos meses había salido para trabajar en una granja y como, después al comenzar la Segunda Guerra Mundial, había ido de un lugar a otro huyendo de los nazis. Tras numerosos avatares y penalidades había lle5
gado a París, acabada la guerra, con una maleta vacía y el corazón maltrecho. Alguien le ayudó y, mientras proclamaba su agradecimiento, percibimos como sus ojos enrojecían. – Sí, alguien me ayudó y pude empezar a trabajar en Hermès como aprendiz. Mi oficio anterior era el de marroquinero. Luego fui mejorando y poco a poco, muy poco a poco, no creáis, fui subiendo por las escaleras por las que habéis pasado vosotros, hasta llegar aquí. Han sido muchos años de trabajo y.... Pepe dejó de hablar, desviando su mirada de nosotros hacia sus pies, apareció el silencio, nadie habló, todos respetamos su retraimiento, esperamos, nos volvió a mirar y dijo: – ¿Conocéis a Miguel Hernández? Aquello de: Abrazado a tu cuerpo como el tronco a su tierra, con todas las raíces y todos los corajes, ¿quién me separará, me arrancará de ti, madre?... Decir madre es decir tierra que me ha parido. Algo así me sucede, estoy con vosotros y no dejo de pensar en la tierra que me ha parido. Sí, ya sé, que puedo ir cuando quiera y que allí me espera parte de mi familia, pero cuando estoy allí hecho en falta a París y todo lo que tengo aquí y cuando voy a España no acabo de sentirme en mi casa. Desde hace muchos años, por Navidad suelo escuchar Suspiros de España, cantada por doña Concha Piquer. Siempre me hecho a llorar, os parecerá una tontería, quizás lo sea, pero no lo puedo evitar. Pienso en los años que me han robado, los años que no he podido disfrutar del lugar en el que nací. Ahora, ya es tarde, no sé de dónde soy, me hago mayor. Cuando vuelvo a España no la reconozco y siempre tengo miedo. Miedo, ¿de qué?, me dicen los amigos, ahora no es como antes. Pero yo sigo recordando cosas... Pepe paró de hablar y nosotros no sabíamos que decir. No lloró, simplemente se quedó mirando sus píes. Ensimismado se refugió en sus recuerdos. La historia de una vida y la vida hecha historia. El silencio ocupó el espacio y el tiempo, nadie dijo nada. En voz muy baja, susurrando, un profesor del grupo me dijo: – Di alguna cosa, tu tienes facilidad de palabra. Venga, hazlo, di algo. Me resistía y no sabía qué decir. ¿Qué podía decir?, ¿qué lo comprendía o alguna sandez similar? Mi amigo insistió y me armé de valor. No recuerdo lo que dije. Hace unos días este mismo profesor me lo recordó. Fue, más o menos, lo siguiente. – Mire, don José... Al instante, el maestro, cambió su actitud, sin duda era un hombre fuerte y curtido, volvió sus ojos hacía mi y me espetó: – Pepe, de don José, nada y ya puedes ir tuteándome. – De acuerdo... –vacilé–..., Pepe. Estos estudiantes que ves aquí representan algo nuevo y diferente. Muchos de ellos habrán oído historias parecidas a la tuya. Algunos desearán olvidarlas, otros no, pero todos, de una manera u 6
otra, creen fervientemente en la libertad y no conciben vivir de otra manera. Unos pocos años de democracia han permitido recorrer a pasos acelerados el camino que dejamos inconcluso en el pasado. Tu tierra ha cambiado mucho y los españoles han probado que pueden vivir en paz y en libertad, ahora ya no hay camino de vuelta. Nuestra transición hacia la democracia no ha sido perfecta, pensarán algunos, pero ha sido buena y estos jóvenes han probado la vida en libertad, y no pueden concebir lo contrario. Estos jóvenes que tienes ante ti representan un nuevo país, un país que empieza a creer en sí mismo, libre de complejos...
Eso fue parte de lo que creo que dije. Se respiraba una fuerte atmósfera emocional y cuando esto ocurre las palabras son lo de menos, lo importante, lo verdaderamente importante son los sentimientos. Tras escuchar la historia de Pepe y sintiéndonos parte de la misma, se abrieron las puertas que todos llevamos dentro, casi siempre cerradas, y las emociones fluyeron, ayudadas por un ambiente limpio y el olor a cera de las maderas de aquella buhardilla. Siempre ocurre así en los momentos eternos, los que no se olvidan, y cuando pretendemos explicarlo a los demás, a los que no estuvieron, no podemos hacerlo o lo hacemos sin poder compartir la fascinación del instante. ¡Qué limitadas son las palabras y cuánto calado emocional contiene una poesía, o el sonido armónico de una partitura bien interpretada! Y eso fue, una sinfonía de emociones compartidas. Puede que fuera el día que Pepe estaba esperando, un instante de catarsis grupal, acompañado de jóvenes españoles. Alguien que le dijera: entendemos lo que nos quieres decir, no lo podemos sentir como tu pero te hemos escuchado y nos hemos emocionado contigo, lo que cuentas sucedió, pero tu lugar está aquí ahora, en lo que haces, admiramos lo bien que lo has hecho, ven a España cuando quieras, siempre será tu tierra, la que sentía el poeta encarcelado, la de los suspiros, la del sol y el lucero, y cuando vuelvas aquí, a esta buhardilla no te olvides que en Valencia estamos nosotros, ven a vernos. 7
Todo esto se dijo, sin palabras, mientras Pepe mostraba su mejor sonrisa, se acercaba hacia el grupo y el espacio se estrechaba entre todos nosotros. No recuerdo si aplaudimos, si nos abrazamos, si lloramos o si cantamos suspiros de España. Pero alguna de estas cosas ocurrió. Tampoco recuerdo como acabó la entrevista con Pepe. Sí, recuerdo como al ir bajando la escalera Maurice iba explicando al detalle todo lo que íbamos encontrando. Su simpatía y cordialidad fue una generosa receta para salir, muy poco a poco, del estado de tropiezo anímico en el que nos encontrábamos. Vimos de cerca los artesanos, visitamos largamente el museo de Hermès y en la tienda, en el mismo sitio, en el que nos habíamos encontrado con el larguirucho indolente nos despedimos del amable Maurice. Cuando salimos a la calle nos esperaba el centelleo de un sol primaveral. Andamos sin comentarios, ensimismados en nuestros pensamientos, en ese deleite interior de los momentos eternos, que acaban, sí, pero que mientras duran lo hacen con tal intensidad que quedan inscritos en lo más profundo; y que siempre, siempre se recuperan. Puede que España quedara lejos, pero otra, más tolerante, pacífica, solidaria, creativa, ingeniosa y cabal, iba cobrando forma, se iba fraguando con los ingredientes de nuestro encuentro con Pepe. Ya en la calle, el grupo miró hacia la ventana de la buhardilla, que apenas lográbamos entrever, para despedirse del maestro, mientras París, el alma enamorada de un pintor enano, vivía un día más de su transcurrir milenario: la primavera de los poetas comenzaba. –––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––– MacDiego ha hecho las ilustraciones de este año. Atareado y con muchos compromisos ha encontrado un momento para regalarnos, con el ingenio que le caracteriza, tres láminas de gran contenido simbólico. Gracias amigo, te quiero mucho. Este es MacDiego según MacDiego:
Y su página Web es http://www.macdiego.com/
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