Viaje a mogontia

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Viaje a Mogontia Cuando llegué a la casa de don Claudio este me esperaba sentado en su viejo sillón preparado para el viaje. Indiferente al calor de la estancia ya llevaba puesto el abrigo y el sombrero. Todo su cuerpo traslucía una actitud de impaciencia que se manifestaba en los repetidos y compulsivos movimientos de su bastón, arriba y abajo, a un lado y al otro. Procurando hacer ruido con el fin de hacer patente su enfado. Milvia, la mujer boliviana que le asistía, ocultada su sonrisa sabiendo que el más pequeño detalle, movimiento o comentario, podría desatar un cabreo incontrolado repleto de latinismos y frases de los filósofos clásicos. Don Claudio fue mi profesor de filosofía cuando estudié preuniversitario y lo sigue siendo, es mi maestro más querido y apreciado. Cuando le obligaron a jubilarse se fue a vivir al Parque Natural de la Sierra Calderona, en la casa que fue de sus padres. Lo visito con mucha frecuencia, casi siempre cuando acabo de escribir alguna cosa, cuando tengo algo que consultarle o, sencillamente, para disfrutar de su inmensa sabiduría. Debo advertir, sin embargo, que nunca tiene respuestas. No son evasivas, responde indirectamente, con anécdotas, aforismos y metáforas, generando en mi ánimo una interminable avalancha de nuevas preguntas. Cuando acabo de hablar con él siempre la duda supera la incipiente certitud de mis ideas. Eso sí, entre la obscuridad siempre se vislumbra una luz en forma de libro, una cita o una sugerencia que intencionalmente el profesor, el maestro, deja en mi ánimo. Nada más verme se puso de pie, impulsado por una fuerza misteriosa que poco tenía que ver con sus noventa años. Una energía interior cuya procedencia nunca he podido averiguar. Tiene que ver, me dijo una vez, con Carl Jung, con la filosofía de la mecánica, más exactamente, con la cuántica y también con la termodinámica. Ya sabes, decía, la energía se imagina, se crea, se construye, se transforma y se proyecta. Nada más saludarle intuí que su poderosa miraba no presagiaba nada bueno. – ¿A qué hora habíamos quedado, muchacho? Dime, ¿a qué hora tenías que haber llegado? – A las ocho y media... – ¿Y qué hora es? – Las ocho treinta y cuatro. – No, ya son las ocho y treinta y cinco. Llegas tarde. No me dio opción a responder, se dirigió a paso ligero hacia el coche mientras Milvia cerraba la casa y yo me ocupaba de las maletas. Cuando me senté al volante pude observar que sobre sus piernas tenía una carpeta azul de tamaño DIN A4 con mi apellido caligrafiado en su excelente letra. No era el momento de 1


preguntarle nada, me contuve. El día era muy frío pero el sol, un bendito regalo del que casi siempre disfrutamos en estas tierras, presagiaba un día bondadoso y amable. Don Claudio se mantuvo en silencio durante los primeros kilómetros, disfrutando del paisaje que transcurría desde la montaña al valle. El pardo amarillento de la tierra, el verde de los matojos y los pinos mediterráneos de la Calderona. Extasiado pensé en la sabiduría ancestral de los agricultores del pasado, aquellos que habían dibujado la tierra, con respeto y perspicacia. Naranjos bien cuidados y alineados, manteniendo las distancias entre sí, sabiamente alimentados de abonos naturales y de agua. Entramos a Valencia por la avenida de Cataluña contorneando el cauce del Turía. No tuve dudas y me decidí por coger la carretera del Saler. El viaje era un poco más largo pero sabía que a don Claudio le gustaba mucho esa carretera. Allí la luz era diferente. La proximidad del mar transformaba su color, suavizando su tono, quizás bajo la imperceptible influencia de la Albufera. Don Claudio seguía en silencio, impasible, intentando ocultar su alegría. Pero era fácil comprobar que estaba feliz. Siempre hacíamos el mismo viaje el último sábado de noviembre de cada año, momento en el que se iba a pasar la Navidad con su hermana en Les Rotes, a escasos kilómetros de Denia. Tras recuperar la autopista a la altura de Sueca y después de unos cincuenta kilómetros apareció el Montgó. Siempre ha estado allí, a lo lejos, nítido o sometido a la leve caricia de alguna nube enamorada. Siempre me sorprende, aparece al girar una curva, casi de improviso y siempre me emociona su presencia. Me angustia pensar que alguien o algo lo pueda destruir. Está ocurriendo, pero cuando lo veo nunca pienso en eso. Pude percibir que el semblante de don Claudio mostraba una inmensa alegría que transformó su estado de ánimo. – ¡Ah, el Montgó! Una montaña próxima al mar provista de una larga capa que se extiende hacia el poniente. Un mogote que busca el cielo al borde del agua. La representación terrena de la diosa Mogontia de los druidas. ¡Sométete a su grandeza, muchacho!, goza de su belleza y busca, pequeño mortal, como accedemos a la sabiduría desde nuestra extrema ignorancia. Tierra y agua, aire y fuego. El fuego lo creó, la tierra lo mantiene, el agua lo nutre y el aire lo purifica. Es la esencia de lo que somos y de nuestro destino. Nacer, vivir y morir. El Montgó simboliza esta sagrada sabiduría. Por eso le rindo culto, en homenaje a la vida. ¿Te acuerdas del amanecer que vivimos desde su cumbre hace unos años? – Sí, me acuerdo muy bien. – ¿Sigues haciéndolo? – Sí, don Claudio, siempre que puedo. – ¡Bien hecho! Un amanecer ante el mar en paz, soledad y sosiego nutre nuestras entrañas de energía impulsando los sentimientos adormecidos. El cosmos está ahí, delante de ti, allí donde el horizonte se curva. Es cosa buena sus2


traerse al sometimiento de los engendros tecnológicos de nuestra época. Dibujar nuestro interior, de eso se trata, hilvanar trazos interiorizados de la belleza que nos inunda, fuentes telúricas de energía inagotable de la que formamos parte. Un amanecer es una comunión al empezar el día, con la luz, el Sol Invictus, Mitra, que obra la vida y con Mogontia la diosa madre de la tierra. La vida que proviene más allá del horizonte, de las estrellas, pero también del cosmos interior y de lo que está afuera... Ya sé, ya sé, no me interrumpas, me he excedido. Pero, créeme, es lo que siento y desconozco la forma de compartirlo contigo de otra manera.

¡Ah, el Montgó! Una montaña próxima al mar provista de una larga capa que se extiende hacia el poniente.

Percibí la expresión de Milvia a través del retrovisor. Sonreía siguiendo el discurso del profesor, puede que pensara en la Pachamama, en Maliku y Amuru, la tierra, el espíritu de la montaña y la serpiente. La trilogía de los Aimara, la fuerza que une las personas entre si y con la naturaleza. La suprema sabiduría del vínculo sagrado entre todos los humanos y la madre tierra. La filosofía de don Claudio no distaba demasiado de la de Milvia, por eso se entendían tan bien. Don Claudio siguió hablando sin parar. Siempre nos contaba historias sobre la fauna del Montgó, sus cuevas prehistóricas, la cueva del Camell, la del agua y la de la higuera, leyendas acompañadas de historias sorprendentes y no pudo evitar describirnos algunos de sus matojos, en los que era un verdadero erudito: la Quercus coccifera o coscoja, también llamada carrasca con la que se hacían las peonzas con las que jugaba de niño y las bellotas que se daban a comer a cerdos y cabras. No sé como se las ingeniaba para hablar del Montgó sin apenas repetirse ya que cada año hablaba de matorrales pero nunca eran los mismos. 3


– Hay tal cantidad de especies de aves y tipos de matorral que me harían falta cien años y aún no habría completado la lista. Su humor había cambiado y aquel era un buen momento para preguntarle sobre la carpeta azul que sostenía en su regazo. – ¿Puedo preguntarle que es esa carpeta azul? – Puedes, inténtalo. Había cierto tono de reproche en sus palabras, así que tenía que ser lo más directo posible. Don Claudio no era un hombre de medias tintas y pensaba que la cuestión esencial siempre está en las respuestas, nunca en las preguntas. Pregunta, decía, y luego veré si te puedo responder o debes recurrir a otra fuente. El asunto no era para tanto, una sencilla carpeta, pero con el anciano profesor nunca se sabía lo que podía ocurrir. Siempre se guardaba un as en la manga, llevando la curiosidad del otro hasta al límite, generando cierta ansiedad, una inquietud por descubrir y saber, sin importar su trascendencia y fuera lo que fuera, haciendo posible un aprendizaje activo. Esto lo hacía en las situaciones más variadas e inusitadas, interpretando el poso de un café prediciendo el futuro; sí, lo hace cuando tiene ocasión y acierta. También ante un cuadro de Velázquez haciendo patente el profundo simbolismo de la Rendición de Breda o de las Meninas, analizando la biografía del rey Fernando VII poniéndolo de vuelta y media, describiendo un matojo o manteniendo una carpeta azul a la vista con el nombre de su interlocutor escrito. Una táctica irresistible. – No me he atrevido hasta ahora, su humor no era... – No, yo no cambio de humor, siempre es el mismo. Tengo pocos motivos para la alegría, salvo cuando veo el Montgó. Entonces mi regocijo, oculto por tanta injusticia, incompetencia, hambre y sufrimiento, emerge tímidamente para recordarme casi de inmediato que dentro de mi nada cambia. Sigo confiando poco en los humanos, algo en los jóvenes y mucho en la reflexión. Buscar, pensar y creer que sé alguna cosa no me lleva a ningún sitio pero me reconforta y me hace sentir que existo, que estoy aquí y que estoy hecho de la misma materia que ese monte o esa gaviota que vuela hacia el mar; no, no la mires sigue conduciendo. Luego están las personas, las pocas personas con las que me vinculo, un pacto simbólicamente labrado en los petroglifos de nuestros pensamientos y emociones. Unas rúbricas sobre piedra para que duren eternamente. Bajo el fardo de la vida y el sufrimiento lo que hay, lo único que hay es el amor y eso, querido amigo, además de las tierras, las faunas y las flores, también incluye a lo humanos. Aunque no siempre podamos comprender lo que hacen y lo mal que lo hacen. Responderé ahora a tu pregunta sobre la carpeta azul. Aquí guardo los relatos impresos de los cuentos con los que a final de cada año felicitas a tus estudiantes y amigos. El del año pasado no lo tengo porque no me lo trajiste. 4


– No, efectivamente, aún no lo había terminado. Me retrasé bastante con el del año pasado, quería hacer algo diferente. Se lo doy ahora debidamente impreso, como a usted le gusta. Milvia, por favor, está en mi mochila, es un folio escrito por ambas partes, sácalo y se lo pasas a don Claudio junto con sus gafas, ¿quiere leerlo ahora? – Sí, muchacho, lo voy a leer ahora. Pero no en silencio, voy hacerlo en voz alta para que lo escuche Milvia y tu que a buen seguro no lo habrás vuelto a leer. No dije nada, era inútil. Si don Claudio decidía leerlo en voz alta había muy poco que discutir, lo haría. Tuve un momento de duda, recordaba que el cuento era una nueva versión de otro anterior. Lo modifiqué ligeramente, emocionado por el trato recibido por mis amigos y los estudiantes del segundo año de psicología del curso 2012, lleno de afecto y agradecimiento. Don Claudio no perdió el tiempo, sujetó la hoja entre sus manos y alterando el tono de su voz anunció el título: “Astrea, la estrella de Abdel”. Cuando Abdel Rahim era un niño siempre miraba la misma estrella. Todos los días al anochecer se sentaba bajo el árbol que su abuelo había plantado hacía mucho tiempo. En el horizonte su estrella palpitaba entre azules, blancos y algunos rosas apenas perceptibles entre las largas pestañas del rapaz, quien ensimismado pensaba: ¡Eres mi estrella, querida Astrea, y nadie es tan bella como tu! Una noche al extender sus brazos Astrea voló desde el cielo y se posó entre sus manos, Abdel sintió que su pulso se avivaba y después tras cerrar los ojos sintió que desde su interior una voz le decía: –Abdel Rahim, sirviente del más compasivo, hermano, compañero, soy Astrea tu estrella y siempre estaré contigo, la miel endulzará tus labios, tus pensamientos serán los míos, tus certezas mis dudas y tus dudas mis certezas, no habrá nadie entre tu y yo, seremos como el lucero en el alba de nuestras penas y tus alegrías serán como el vino de Alejandría, dulces y reconfortantes. Cuando me necesites, búscame. Durante toda su infancia habló con élla, le confió sus pensamientos, compartió sus secretos, sus dudas, sus miedos y sus preocupaciones y Astrea siempre le escuchaba, atenuaba sus miedos y sosegaba su ánimo. Abdel fue creciendo, pasaron los años, el tiempo fue aprisionando lentamente su corazón y la gente le persuadió de que Astrea no podía ser lo que él creía, que su estrella era una quimérica ilusión, una fantasía de niños. Debía pensar como un adulto y preocuparse por otras cosas, alcanzar una posición, proseguir con el oficio de su padre y tener, cada día, más camellos para aprovisionar caravanas más grandes. Y así sucedió. Cuando su corazón sentía la presencia de Astrea la ignoraba y pensaba que las estrellas eran simplemente estrellas, misterios inalcanzables, senderos sin final, ilusiones imposibles. Prosigue tu camino Abdel, ya no eres un niño, déjate de tonterías y sienta la cabeza, se decía. Sin embargo, su corazón se apresuraba y allá en un rincón recóndito 5


creía oír un tenue suspiro cercano al llanto que parecía proceder de su interior más infinito. Nada dijo, nadie supo nada, era el secreto de su infancia. Sin darse apenas cuenta olvidó a su estrella. Pasaron mucho años y un día su vecino Ibrahim entró en su casa diciendo que alguien había llegado al pueblo preguntado por Abdel y que le había dado un recado, esa misma noche debía acudir al árbol de su abuelo a la hora que él bien sabía. Al principio desconfió, luego se acordó de Astrea y no pudo contener su curiosidad. Sentado apoyado en el tronco del árbol del abuelo un anciano parecía meditar, sus ojos estaban entrecerrados, apenas respiraba. Nada se alteró cuando Abdel llegó a su lado y así permanecieron juntos largo tiempo, sin palabras, sin gestos que delataran sus emociones. El silencio les acompañaba. Cuando Abdel levantó su mirada allí estaba Astrea, como la primera vez pero más brillante, exultante y centelleando según los colores de un hermoso arco iris. Entonces sintió más que oyó que el anciano le decía: ¡hay en esta vida una gloría más grande que saber emplear las piernas, los brazos y el corazón!, mira tu estrella Abdel, nunca te ha abandonado pues siempre ha estado dentro de ti, es el amor que a todos nos desborda pero que lo contenemos y que no lo sabemos compartir. Cuando extendías tus manos hacia Astrea lo estabas haciendo hacia el mundo, cuando dejaste de hacerlo quedó dentro de ti y ahí está atrapado, inútil, incapaz, entristecido. Abdel deberías saber que bajo el fardo de la vida y su quebrado camino si se busca intensamente lo que hay y lo único que queda es amor. Mas el amor que se da no el que se retiene. Vuelve a tu casa Abdel, vuelve con tu familia y tus amigos, vuelve con tu querida estrella y recuerda que mi mejor regalo es tu regalo. Y así sucedió, pues así ha sucedido siempre. Cuando Abdel volvió a su casa y abrazó a sus hijos, algo susurraba desde su interior: mi Astrea es la misma sustancia que la vuestra, es el amor que compartimos.

– Me gusta, me gusta mucho, ¿Cómo llevas el de este año?, ¿ya lo has escrito? – El de este año, querido don Claudio, lo estoy escribiendo ahora. Se lo dedico a usted, por todo lo que me ha enseñado. Por su inmenso amor, por su capacidad para hacerme sentir humano. Por sus engaños y exageraciones, su erudición y su frescura. Por su sinceridad, su sabiduría y sus constantes dudas. Por la claridad de su mirada, por su ternura y su paciencia. Hoy yo soy Abdel Rahim y usted el anciano que me recuerda constantemente que no debo alejarme de lo fundamental. No debo olvidar mi Astrea, que está dentro de mi y ahí, junto al Montgó, un hermoso trocito de la Pachamama. Nadie dijo nada, mientras el tiempo se detuvo iluminado por la mirada de don Claudio. Gracias, maestro.

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