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POR BENITO TAIBO
La curiosidad de Charles
Darwin nos reveló nuestro origen, gracias a su inagotable capacidad de observación.
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scribo hoy estas líneas desde la certeza que me da el saberme perteneciente a una especie que evolucionó, desde el fondo de los tiempos, de otras especies. Con esto, lo único que pretendo asentar es que me queda claro quiénes somos y de dónde provenimos. Pero esa certeza se ve constantemente nublada por la incertidumbre que provoca el hecho de no tener ni la más pálida idea de hacia dónde vamos. Tal vez, tristemente, el creador de la etología (estudio del comportamiento animal), Konrad Lorenz, tenga razón: “El ser humano amenaza con hacer precisamente lo que de otro modo casi nunca les sucede a los sistemas vivos, es decir: sofocarse a sí mismo”. ¿Será que la conciencia de nuestra aparente “superioridad” frente a otras especies, nos haya condenado para siempre? No lo sé y no me gustaría ver con mis propios os ojos la extinción de esos organismos vivos que dieron al mundo belleza y sinrazón a partes iguales. El joven Charles está destinado a ser médico, siguiendo la tradición familiar; pero siempre está sumido en n una inmensa melancolía, observa con n ojos penetrantes, y parecería que su mirada atraviesa las cosas dotándolas de significados que al resto de los que e miran les pasan desapercibidos. Su padre piensa que no tiene remeedio. Charles es curioso, no se conforma ma con explicaciones simples. Se pregun-ta, como otros muchos lo han hecho a lo largo de la historia: ¿de dónde salimos? ¿Quiénes somos? Pero no desde razonamientos filosóficos. Y sí, arrastrado por su enorme capaciidad de observación de la naturaleza y de los seres vivos (y muertos). El 27 de diciembre de 1831, a sus escasos 22 años, Charles Darwin se embarca en Plymouth, Inglaterra, en el HMS Beagle, en un viaje que durará á
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cuatro años, nueve meses y cinco días, y que lo cambiará para siempre. Su talento innato para observar y sacar conclusiones lo convertirán en un hombre extraordinario que lanza una tesis publicada en 1859, llamada “El origen de las especies”, que se convierte en trabajo precursor de la biología evolutiva. En él se puede leer de primera mano esta aseveración: “[…] llegué a la conclusión de que las especies no han sido creadas independientemente, sino que han descendido, como variedades, de otras especies”. Y encuentra muy pronto una enorme cantidad de enemigos, entre ellos los llamados “creacionistas”, que siguen (hoy, en 2014) diciendo que provenimos todos, de esa mítica costilla de Adán. Tengo dos libros junto a mí. Y los dos son espectaculares. Uno es el texto de divulgación científica del paleontólogo español Juan Luis Ursuaga, titulado El reloj de Mr. Darwin, que de una manera clara e inteligente habla sobre la evolución de las especies para todo público, y que recomiendo con enorme entusiasmo. Bella y contundente a partes iguales. Y el otro, la magnífica novela de Rosa Beltrán titulada El cuerpo expuesto, donde con enorme brillantez narra la vida de Darwin, b mientras entrelaza los avatares por los que pasa el último “darwinista”, y que a mí, me parece imperdible. Yo sólo quería decirles que camino erguido, no por un proceso de selección natural, sino como un homenaje al talento observador y singular del señor Darwin, al que le doy las gracias, siempre.
Parecería que su mirada atraviesa las cosas dotándolas de significados.
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Escritor. Cree que en la ciencia también hay poesía. Ilustración: Carlos Velez