Espejo de tres cuerpos
Colección THÉLEMA
Espejo de tres cuerpos Odette Alonso
Diseño de la colección: Benito López Martínez Formación: Ricardo Castillo Fotografía de portada: No sufre en la soledad, Marta María Pérez Administración: Víctor Espíndola Villegas Distribución mundial Odette Alonso/ Espejo de tres cuerpos Primera edición: febrero de 2009 D.R. © 2009, Odette Alonso Yodú D.R. © 2009, de la presente edición en español para todo el mundo:
Sergio José Rodríguez Téllez, editor (Quimera ediciones) Querétaro 172-6, Roma, 06700, Cuauhtémoc, Ciudad de México. Tel.: 55 64 43 38. quimera@anodis.com
ISBN: 978-607-00-0957-0 Queda totalmente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler, el almacenamiento o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa por escrito de los titulares de los derechos reservados. Impreso y hecho en México / Printed and made in Mexico
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«¡
Búscate un novio y déjame en paz!» gritó Raquel antes de cimbrar toda la casa con un portazo descomunal. «Igualita a su padre», refunfuñó Ángeles y se dejó caer en la banqueta. Enfrente, la del espejo tenía expresión de incredulidad. La observó en silencio por unos segundos; acabó alzando los hombros y haciéndole una mueca de resignación. Se alegró de recordar la escena detrás del ventanal de la sala de maestros, a buen resguardo. Afuera, el sol primaveral caía con furia perpendicular sobre el amplio patio de la escuela. Bajo los árboles más frondosos había un grupo de jóvenes sentados en semicírculo. Parecían divertidos, se reían, comentaban entre ellos. Como si los ojos de Ángeles taladraran, una de las contertulias giró la cabeza lentamente y la divisó tras el ventanal. Levantó la mano y saludó. Ella le respondió con un gesto triste, lejano. Cuando se dio la vuelta, encontró la mirada penetrante de Mario Valencia. —¿Cómo se pierde así la motivación? –le dijo. —¿De qué hablas? –el hombre parecía desconcertado. Más que por la pregunta, porque ella detectara en su mirada la carga de lascivia que trató de ocultar sin mucho éxito. —Ahí está Berenice, sentada con sus alumnos en el pasto. Como amigos. Con esa frescura de la juventud, de las cosas comunes... Y yo mirándolos desde aquí como quien mira el pasado. Un pasado tan lejano que ya no puedo reconocerlo. Hace tantos años que no se me ocurre sentarme con mis alumnos... Ya ni siquiera los saludo en los pasillos... —Berenice es ese tipo de gente que llama la atención así: echadotes, fumando marihuana.
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—Ay, Mario –Ángeles sonrió, condescendiente–, tú también fumas. —Pero en mi sillón, oyendo música... no tirado en el pasto con los alumnos. No se calmaba el fuego en los ojos del hombre. Era una lástima que una buena amistad se diluyera en los recelos y la insistencia de un amor no correspondido. Y no era que Mario le disgustara; le parecía un hombre atractivo, con personalidad, inteligente; pero tenía un defecto: era casado. Y Ángeles no quería infligirle a otra mujer los sufrimientos que ella había padecido. Sin embargo, aquel brillo en la mirada de Mario, aunque la inquietaba, no le resultaba desagradable. Y él lo sabía. —Tú sigues siendo una excelente profesora –le dijo, cubriendo con su mano grande la mano afilada de Ángeles. «Excelente y esquemática», pensó ella, «cansada, indiferente; de las que enseñan sólo entre las cuatro paredes del salón de clases».
A sus veinticinco años, Berenice Gallardo era brillante. Al menos eso le pareció a Ángeles, especialmente después de que su ponencia acerca de los métodos de enseñanza en la universidad posmoderna le hiciera transitar de lo que consideró payasadas al inicio de la lectura a la admiración. La muchacha había transformado aquella tediosa reunión de maestros en un debate enriquecedor y encarnizado, como hacía años no ocurría en esas sesiones de supuesto intercambio. A partir de entonces, sus encuentros se hicieron más frecuentes y prolongados. Ángeles sentía que conversar con Berenice era la transfusión de juventud y entusiasmo que necesitaba. Se convirtió en la primera lectora de sus textos académicos y literarios, y se deslumbró con su excelente redacción y ortografía, su amplio bagaje teórico, su certeza de enfoque y su profundidad de análisis, cualidades cada vez más difíciles de encontrar, incluso entre sus colegas. A Berenice le agradaba esa cercanía. Aunque la mayor parte de las veces era Ángeles quien la buscaba para hacerle bromas, comentar algún suceso o preguntarle qué estaba escribiendo, fue la muchacha quien
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propuso, una y otra vez, actividades comunes para alargar el tiempo que pasaban juntas. Se volvieron inseparables a las horas de comida y en las sesiones de cineclub de los jueves. Tanto, que las amigas de Berenice comenzaron a hacer bromas. —Me preguntó por ti –le dijo Daniela, dejando incompleta la frase a propósito; Berenice la interrogó con un gesto–. Tu novia… Ella se reía halagada, pero le advertía que si seguía diciendo esas cosas, le iba a buscar un problema. Y sonrió en la entrada a la sala de maestros esa tarde, alegre de reencontrarla allí, de espaldas a la puerta, concentrada. Se acercó en puntillas de pies para que no la oyera y le susurró al oído: «¿Me extrañaste?» A Ángeles le estalló el júbilo desde el fondo del pecho como un orgasmo. Justo en ese instante comprendió que la sensación de vacío que sintió durante toda la semana era eso: que la había extrañado los días en que se ausentó para asistir a un congreso de pedagogía. También admiraba de ella su interés en la preparación y la actualización profesional, en compartir experiencias no sólo con sus compañeros más cercanos, sino también con educadores de otros países. Su sed de mundo. Ella no había tenido esas inquietudes en su juventud y ahora, a la distancia de casi dos décadas, comprendía la importancia de esas actividades. —¿Cómo te fue en Cubita la bella? –le preguntó, ensanchando la sonrisa. Berenice puso una colorida taza sobre la mesa de trabajo. —Para que veas que me acordé de ti. Había unas del Che, pero pensé que ésta te gustaría más. —Es muy bonita –dijo Ángeles haciéndola girar en su mano para no perder detalle–. Una estampa colonial, supongo. La joven blanca abanicada por la sirvienta mulata mientras una esclava sostiene la bandeja con la cafetera y una taza; esto haría la delicia de las feministas –las dos rieron–. Me gusta, gracias. La del Che sería para Mario, que sigue en los sesenta. Volvieron a reír. «Me fue muy bien», le dijo Berenice, y durante toda la tarde le fue contando por episodios los pormenores del viaje. «Te ex-
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trañé», susurró Ángeles bajando la mirada y ruborizándose un poco, cuando la muchacha la acompañó como cada noche hasta el carro y se quedó observándola hasta que salió a la avenida.
Berenice tenía el don natural de hacerlo girar todo a su alrededor. Al poco tiempo de ingresar a la facultad como profesora auxiliar, ya capitaneaba el grupo de las maestras jóvenes. A Ángeles, que se sentía feliz teniendo en exclusiva su amistad, le molestaba que cada mediodía las invitaran a compartir mesa en la cafetería escolar. —Es que son unas chamacas… Informales, tontas... No como tú. Berenice se infló como pavo real y, desplegando su abanico de plumas, le argumentó: —Las formalidades las inventaron los sumisos y los acomplejados. Se puede ser serio sin ser amargado… ¿Te han faltado el respeto acaso? No le quedó otro remedio que negar con la cabeza y hacer un gesto resignado. Le asustaba la posibilidad de volver a comer sola en aquella mesa alejada de siempre; la única manera de conservar a Berenice sería integrarse. Aunque en los primeros días se mantuvo reservada y silenciosa, terminó por comprender que también tenía cosas comunes con aquellas muchachas y se engolosinó con la pertenencia a un grupo en el cual, a pesar de las diferencias de edad y de criterio, y tal vez por eso mismo, se sentía apreciada y tomada en cuenta, sentimientos que nunca había percibido entre las otras profesoras y que cada vez le era más difícil recibir de Raquel. Agradecida y deseosa de perpetuar esa suerte, propuso a sus nuevas amigas una reunión en su casa. —El sábado, que Raquel se va con su papá. Inmediatamente después de decirlo se arrepintió. Pero Berenice, con un entusiasmo que a ratos parecía exagerado, les repartió tareas y compras. El viernes en la tarde todo estaba perfectamente planeado. «A las ocho en punto», les advirtió antes de echarse al hombro la mochila y salir de la sala de maestros con un brazo en alto en señal de despedida.
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