El sol de la tarde

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El sol de la tarde


Colección THÉLEMA


El sol de la tarde Luis González de Alba


Lic. Juan Pablo de la Torre Salcedo Presidente Municipal Interino de Guadalajara Mtro. Eugenio Arriaga Cordero Director General de Cultura de Guadalajara Diseño de la colección: Benito López Martínez Formación: Ricardo Castillo Fotografía de portada: Taller de Documentación Visual (TDV) Distribución mundial

El sol de la tarde / Luis González de Alba Primera edición, revisada, corregida y autorizada por el autor: noviembre de 2009 D.R. © 2009, Luis González de Alba D.R. © 2009, Ayuntamiento de Guadalajara

Av. Hidalgo # 400, Zona Centro de Guadalajara, Jalisco, C.P. 44100

D.R. © 2009, de la presente edición en español para todo el mundo: Sergio José Rodríguez Téllez, editor (Quimera ediciones) Querérato 172-6, Roma, 06700, Cuauhtémoc, México. quimera@anodis.com Tel.: 55 64 43 38. ISBN: 978-607-00-2211-1 Queda totalmente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler, el almacenamiento o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa por escrito de los titulares de los derechos reservados. Impreso y hecho en México / Printed and made in Mexico


Al lado de la ventana estuvo la cama; el sol de la tarde le llegaba a la mitad. Kóstas Kaváfis: El sol de la tarde



A Pepe Delgado, Ernesto Bañuelos, Salvador, Philippe, Daniel, Michel, a todos los que se me han ido (y me han dejado sin saber qué carajos hago aquí). Y otra vez, y otra y otra: a Pepe Delgado.



Nota

Esta novela ha corrido con mala fortuna. Un primer borrador comenzaba, como ahora, con el capítulo de los hechos lúbricos en San Pietro in Víncoli, de Roma; luego entreveraba en flash backs los antecedentes por los que Esaú se transforma en David Sánchez. Un lector amigo no pudo pasar de ese capítulo 1 por escabroso. Lo llevé más adentro. Rearmé la novela de forma lineal y así la publiqué. Los editores hicieron cambios inexplicables y solicité el retiro de la edición completa. De cualquier forma, otro lector amigo tampoco pudo pasar del nuevo capítulo 1 porque le resultó aburrido. Ahora vuelvo a mi plan original, con la basílica donde el adolescente romano estudia canto. Y así podría quedar, eliminando antecedentes, como narración del afecto entre dos jóvenes, pero entonces no se comprende la admiración desmedida de Paco Torres por David Sánchez y por qué acepta lo para él inaceptable. Así que esos motivos los he colocado en medio, como un Interludio de cinco capítulos A, B, C, D, E. Puede usted saltárselos y leerlos después. O ir alternando capítulos, uno de número y otro de letra… Agradezco mucho a Sergio Téllez-Pon, mi editor en Quimera ediciones, haber tomado a su cargo ésta que, legalmente, es la primera edición de El sol de la tarde. L. G. de A.

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1. Margarita

Cuando Paco dio por terminado nuestro noviazgo, un tumulto de grajos me envolvió en sus gritos, me ensordecían los graznidos de urracas y cuervos enredados en mis cabellos, una tormenta de alas negras me cegaba al cruzar las calles sin ver señales ni autos. No podía llorar porque miles de pequeñas garras me atenazaban la garganta, sólo veía el frenético batir de alas ante mí y sólo escuchaba la algarabía de los chillidos. Por la noche me tendía en la cama con los ojos abiertos a la oscuridad, sintiendo declinar los pechos que él había hecho florecer y redondearse. El chillido feroz de las urracas me impedía el sueño y una sola pregunta, obvia y común, lograba despejar de entre el fragor: ¿por qué? Paco. Paco Torres. Nunca pude llamarlo Francisco ni darle alguno de esos diminutivos cordiales con los que se procuran quienes se aman. Llegó como un campamento de gitanos a mi llanura estéril y la llenó de juegos, de risas y de aventuras. Los ojos sonrientes, los labios llenos, los dientes hermosos, los hoyuelos en las mejillas, el remolino infantil en el cabello corto, el color sano y soleado. Era lo contrario a mi blancura aséptica y mi yermo sin horizonte. Yo había terminado la carrera de educadora y no veía futuro, ni bueno ni malo, tan sólo una vida que debía vivir porque allí estaba cada mañana al despertar. Debía vestirla y alimentarla, debía llevarla al cine, a veces con algún pretendiente, otras

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con un par de amigas. Una vida que no había pedido ni deseaba, pero tampoco era motivo de rechazo. Estaba allí conmigo, esa vida mía, para que la gastara cada jornada y la arropara por la noche. Entonces llegó él, como un titiritero lleno de sorpresas que descubre un mundo de magia en el pequeño escenario de un noviazgo de barrio ordinario, convirtiendo cada cita en un regalo de risas y guiños. Me sorprendió con un imprevisto pudor en el trato, una templanza inusual en un joven de su vivacidad; extrovertido e ingenioso, parecía guardar bajo la batahola de chanzas un núcleo íntimo inaccesible, un lago sereno a donde se retiraba, súbitamente abstraído en medio de un torrente de carcajadas, sol que se eclipsa por una nube pasajera y luego reaparece con el encanto de una sonrisa plena. Me gustaba respetarle ese rincón de soledad imprevista a la orilla de su lago interior. Así lo quise más. Tras un año de habitar un paisaje de vidrios y dormir en una cama de sal, me llegó su carta: estaba en Roma, estudiando un doctorado sobre especies mayores, y me proponía matrimonio. Vino sólo para casarse, a los dos días de recibir mi respuesta no sólo afirmativa, sino febril. Regresó a Roma llevando con él a una mujer que había pasado de la ruina a la opulencia.

Paco nunca había besado unos pezones más duros y erectos: cabezas de palomas; hundía el rostro y un seno con suavidad de jazmines se abría entre pechos ariscos. Y se repetía a sí mismo: es ella, es la mujer que deseo, la que me levanta la curva de la bragueta, ella, ella, la que tengo aquí abajo. Galopó a través de un llano con claridad de luna azulosa, abriéndole los muslos con pudor, colocándose, entrando con un estregar de anillos de hierro apilados en torre. «Margarita», murmuró al morderle los lóbulos de las orejas entre descargas y emisiones fluidas que la llenaron tibiamente hasta escurrir con las contracciones que ella alcanzó por primera vez en su vida. Y en el espejo de la cómoda, hacia un rincón sombreado, Paco se miraba los brazos morenos y duros sobre la piel blanca, nacarada, y le

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gustaba el violento contraste. Se miró la espalda tensa, la cadera ondulante en la penumbra y esa breve ojeada endureció su erección hasta hacer restallar la piel. Volvió a mirar el renovado ondular de su cadera sobre la piel blanca, sintió el balanceo de sus testículos chascando contra el ano de su mujer e imaginó el doble placer que le estaba produciendo. Se esforzó por ella, arremetió sin pausas y, bajándose del tren en marcha a toda velocidad, la salpicó hasta los pechos y volvió a entrar con el mismo impulso. Ella no dijo: así estoy completa, así estoy llena, entera: quédate allí dentro; no, apenas le cruzó la idea sin palabras y la tomó al vuelo, la dejó ir, la buscó luego sin poder repetirla en voz alta: llena de ti es como quiero estar sin este hueco que se te adapta igual a un guante estrecho, que amortiza mi deuda, me reembolsa; lo tengo repleto, justo; ah, no terminará nunca este instante, no terminará porque lo tengo asido y es el inicio de la eternidad. Paco sintió el envanecimiento del trabajo bien hecho. Se miró de nuevo en la cómoda con espejo: su cuerpo moreno sobre el blanco azul de su mujer, su espalda separando los pechos enrojecidos por el frote del vello áspero, los pezones tensos todavía, latiendo bajo la carga de un hombre. Y entonces lo vio: una sombra, un escorzo, y la piel blanca fue la del jovencito que se dirigía todos los días al coro en una lateral de San Pietro in Víncoli: una escultura de Cellini en pleno manierismo con sus partituras bajo el brazo. Aún tenía voz de soprano o quizá mezzo. Agitado, Paco buscó el rostro de su mujer y lo encontró igual a siempre, algo enrojecido, con los ojos cerrados. Pero no evitaría, tampoco en esta ocasión, entrar a San Pietro con sólo mirar de nuevo hacia la cómoda, e instalarse sigilosamente en lo más velado de la nave lateral izquierda para evitar los turistas que van en tropel hacia el Moisés, a la derecha, y sentado entre las bancas vacías esperar el final del ensayo, un día tras otro, con la práctica de las vocales de «amore», las de «amico», las oscuras oes de «poderoso», la tercera menor hacia arriba y abajo para la articulación de «io ti amo»: ejercicios previos que Paco recibía para sí mismo, extasiado bajo las naves sombrías y sonoras donde cantaba el querubín entre querubines; la fechoría cometida por un turista alemán:

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