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1. El morbo asiático En 1885, el año de la muerte de Su Majestad Alfonso XII, Teruel era una ciudad apacible tomada por la muerte. Una epidemia de cólera cuyas causas seguían siendo un misterio entraba por el hilo de cochambre que unía entonces a la población. La gente pisaba con toda naturalidad boñigas de caballo que podían provocar su muerte fulminante. Pero no lo sabía. La amenaza, sin embargo, no era nueva. Dos años antes, el morbo asiático había llegado a Francia y las autoridades españolas decretaron, con todos los defectos de la improvisación, cordones sanitarios, cuarentenas y fumigaciones; tan sólo habrían de incomodarse, aparte de los franceses, las familias de posibles que viajaban a pasar el verano en Hendaya o en San Juan de Luz. Pero fue la comidilla, y también el hecho inexorable de que tarde o temprano el cólera pasaría los Pirineos. A un invierno demasiado crudo, de cielos grises y carámbanos en los aleros, habían sucedido varias catástrofes naturales que proporcionaron casa y alimento al asesino, y un hambre voraz. Un terremoto de dimensiones desconocidas se había llevado por delante pueblos enteros en Málaga y en Granada, había partido árboles en dos mitades y enderezado el cauce de los ríos. En el pueblo de Guevéjar, las casas fueron corriéndose ladera abajo hasta una distancia de 27 metros. En toda la región las pobres paredes de adobe se habían deshecho con los estremecimientos de la tierra. Debajo del barro y la paja quedaban muchos vecinos que las autoridades se resistían a contar como muertos para que no cundiera todavía más el pánico. En Valencia, el deshielo tormentoso provocó inundaciones, arrasó aldeas, engulló ganados, separó familias, y cuando el monstruo hidráulico cesó en sus acometidas, los cadáveres sirvieron de húmedo sustento a toda clase de infecciones.
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Cualquiera que hubiese mirado un mapa se habría dado cuenta de cuál era el itinerario previsto de la epidemia, pero en el resto del país, en la parte no infectada, no sufrir aún el cólera se confundía con no sufrirlo ya. La idea generalizada de que se trataba de un miasma y no de una bacteria hizo que los habitantes de las ciudades se encomendasen a la providencia en vez de practicar una adecuada profilaxis. Se evitaban los sitios cerrados, pero la gente vivía en sitios cerrados. Se recomendaban ciertas normas de higiene, pero en la mayoría de los casos habría que haber cambiado las costumbres de la vida entera. Pese a que el doctor Koch, después de un arriesgado viaje al Ganges, la cuna del cólera, hubiese dictaminado que no se trataba de ningún miasma que viajase por el aire sino de un microbio que se propagaba por las deyecciones, la comunidad científica española no lo consideró nada nuevo y por tanto nada útil. Quizá era demasiado duro pensar que, tal y como se veía entonces, era imposible atajar la epidemia, así que se multiplicaron las teorías y las recomendaciones. Alcanzó cierta fama una que atribuía la infección a la falta de nitrógeno, y por ello recomendaba vivir cerca del estiércol y de los mataderos. En Teruel, entre los pocos vecinos alarmados por la situación estaba el doctor Benito, que tenía su consulta en la calle de Los Amantes, la que comunicaba la plaza del Mercado con la Torre de San Martín. No sólo su profesión de médico le impulsaba a reclamar una mejora en las condiciones higiénicas de la ciudad, sino sobre todo su condición política e incluso periodística. Debajo de la consulta, en la planta baja del edificio, el doctor Benito había inaugurado meses atrás el periódico El Ferro-carril, firme partidario de los conservadores de Cánovas y, por consiguiente, enemigo acérrimo de los fusionistas de Sagasta. Por las tardes escribía la mayor parte de los artículos del
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semanario, o se dedicaba a solicitarlos a los prohombres de la ciudad y a sus más afiladas plumillas. El médico era un hombre afable y dicharachero, optimista y conciliador. Nunca dejaba que se extinguiesen las conversaciones pero tampoco las monopolizaba. Es más, cuando notaba que ya se había prendido de nuevo la discusión, contemplaba satisfecho con una mano en el bolsillo del chaleco, adelantaba satisfecho la barriga, se atusaba los bigotes y se encendía un puro. Era miembro conspicuo del grupo de don Mariano Muñoz Nogués, adalid del movimiento que pretendía una línea férrea para unir Teruel con Calatayud. La imprenta de El Ferro-carril se convirtió en salón de tertulias regeneracionistas y cuartel general de la expedición que un grupo de notables, con don Mariano a la cabeza, iban a emprender en breve por todos los pueblos de la futura línea férrea para que se comprometiesen, por así decirlo, en la economía de su construcción. Si la tertulia se celebraba en la consulta del piso de arriba, el doctor Benito y el doctor García, amigos del alma y rivales científicos, trasladaban a la ciudad la polémica entre contagionistas y anticontagionistas que había contagiado a media España. El doctor García era firme partidario de los experimentos del doctor Letamendi, empeñado en demostrar que no había ningún producto químico capaz de matar a los microbios. Ni el vacteridio carbuncoso ni el diplococus de los puercos ni el bacilo de la tisis sufrían el menor daño por muchos sulfatos, cianuros, trementinas, aguas regias o ácidos arseniosos que se les suministrase. El nitrato de plata los dejaba como si nada. Sólo el fuego purificador podía con ellos, de modo que -argumentaba el doctor García- casi era preferible que el cólera fuese un miasma que volaba por los aires. Pero el optimismo del doctor Benito halló refugio en las tesis de un ilustre contrincante, el doctor Olavide, que no sólo se jactaba de matar microbios como moscas con el gas suponítrico, sino que había llevado a cabo un experimento revolucionario que
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llenaba de proyectos la mente de sus discípulos. Todos estaban de acuerdo en la efectividad del ácido fénico y en que el láudano mitigaba los síntomas del cólera, de modo que el doctor Olavide se propuso fumigar microbios con cada uno de los elementos del láudano por separado, a saber, opio, azafrán, canela, clavo y vino blanco. El vino no les hizo mucho efecto, ni el clavo ni la canela, y con el opio, todo lo más, se adormecieron un poco; pero el azafrán había causado efectos fulminantes en la tribu microbiana, como por otra parte ya se podían imaginar todas las madres que untaban de briznas rojas las encías inflamadas de sus criaturas cuando les empezaban a salir los dientes. El doctor Benito, al leer el resultado de las investigaciones, pensó de inmediato en sus parientes de Monreal del Campo, tierra rica en azafrán. Imaginó las virtudes curativas a gran escala, y las empresas productoras, y las masas esbrinadoras. En casa del doctor Benito la planta baja olía a tinta y a papel reciente, a humo de puro y a grasa; la primera, donde tenía la consulta, a ácido fénico, que era un olor dulzón desagradable que a su señora le producía vómitos; y la segunda, el piso donde vivía la familia, a esencia de azafrán. Las costumbres culinarias se hicieron valencianas. Todo sabía a paella. Nada más terminar la Semana Santa, cuando ya no había miedo de ofender al Sagrado Sacramento, el doctor Benito se decidió a publicar, sin nombre pero con todos los indicios de ser quien era, un informe sobre la desastrosa situación de la salud pública en Teruel, y lo acompañó con un ataque frontal a las más altas instituciones de la ciudad. Dijo que el Junta de Salud Pública estaba formada más por individuos de cierta relevancia social que por expertos en la materia médica. El doctor Benito había cumplido con Dios y con Hipócrates, pero estaba intranquilo. Lo malo no era que sus palabras fuesen atribuidas a la tradicional arrogancia de los médicos, sino que se interpretasen como que los había llamado tontos,
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incluido el cabildo de la Catedral. Eso de solicitar que se revisase la composición de la Junta eran palabras mayores. Bien podía ser que muchos de sus miembros, algunos conmilitones fusionistas, se sintieses ofendidos, dejasen de mandar artículos al periódico o abandonasen su consulta. Su familia le felicitaba por su gallardía y altura de miras, pero él sentía el cosquilleo del miedo. Dentro de aquel grupo de regeneracionistas, al doctor Benito le había sido asignado el regeneracionismo de la higiene. La Junta de Salud Pública intercambiaba chismes sin fundamento y se despedía hasta la próxima semana, pero a finales de marzo, en Játiva, casi en la provincia de Teruel, se había producido un caso de lo que entonces se llamaba la enfermedad sospechosa, y el doctor Benito se apresuró a divulgarlo en su periódico. El efecto fue como el del vino blanco en los microbios. Las calles siguieron embarradas de orines. En la calle de Carrasco, paralela a una calle como la de San Juan, no por estrecha menos principal, los cerdos hozaban entre los transeúntes, las inmundicias se arrojaban por las ventanas, los niños chapoteaban en el fiemo. Se necesitaba con urgencia limpiar la ciudad de pozos ciegos, y acometer de una vez por todas una red de alcantarillas conectada con todas las casas. Pese a que todos los esfuerzos de su periódico iban orientados a una misma vía férrea, el doctor Benito asumió este nuevo papel sanitario como uno de los principales de la obra regeneracionista. El doctor Benito vivía con su mujer, doña Emerenciana, que estaba muy delicada, y con sus dos hijos, Julio y Amparín. El mayor, Julio, había pasado unos cuantos años en San Carlos, estudiando medicina, y debió de hacerlo muy bien porque volvió con un título, pero escuchar el mundo a través de un fonendoscopio no le entusiasmaba lo más mínimo. Era un hombre todavía joven, de veintiocho años recién cumplidos, fuerte y guapo, de alicatada sonrisa y ademanes expeditivos. Su vida era la
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caza y el cultivo de la trufa, pasear por los bancales propiedad de la familia y sentarse bajo la parra de la masía para que la masovera le sirviese un buen almuerzo. Había flirteado con todos los poderes del Estado, pero le tiraba la tierra. A fin de cuentas era hijo de médico y por lo tanto un joven deseado entre las familias burguesas de la capital, pero su forma de ser prohombre se orientó desde el principio a las fanegas y las cabezas de ganado, a las perdices que abatir con la escopeta y las rehalas de perros que le acompañaban en la cacería. No era mal administrador, y en poco tiempo el doctor Benito se dio cuenta de que su hijo no seguiría sus pasos científicos, pero tampoco le daría dolores de cabeza. No sólo sabía manejar las pistolas y las vacas sino que supo exprimir su título de médico para desesperación de quien quisiera litigar con él. Su hija, la joven Amparín, sí le daba quebraderos de cabeza. El que Julio siguiera soltero era una cuestión de tiempo y de cálculo, no de amor. Pero Amparín era todo lo contrario. Había devorado la biblioteca del doctor Benito a una edad en la que debería haberse preocupado por elegir las telas de los vestidos. Pasaba las horas en un sillón de leer de su padre que consiguió subirse a la buhardilla mientras forraba de libros las paredes como un gusano va forrando una crisálida, o una araña tejiendo su red. La muchacha era un poco más alta que sus amigas, pero de mejor porte. Al hablar miraba con serenidad británica, obedecía a su padre en sus lecciones de enfermería y no provocaba más preocupación que el hecho de no provocar ninguna. La palidez de sus facciones y la oscuridad de sus labios reclamaban paseos por el campo, aire puro, probarse vestidos para el baile de Cuasimodo, hablar con algún mozo de su edad. A los veinticinco años, en materia sentimental, una mujer tenía que estar ya despabilada, y Amparín no llevaba trazas de dejar por un momento la lectura. Su actitud desenvuelta y agradecida era la alegría de la casa, pero de vez en cuando, en mitad de un segundo plato, a la hora de rezar el Ángelus, Amparín decía cosas inquietantes.
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En cierta ocasión en que la salud de doña Emerenciana la tenía postrada en cama y eran muy frecuentes las visitas, Amparín las agasajó con su saber estar y jarras de limonada y almojábanas rellenas de cabello de ángel. Apenas intervenía en la conversación, salvo que acudiesen a ella temas por los que sus ojos enfermos de literatura hubiesen merodeado últimamente. Una tarde, entre las visitas se encontraba don Remigio, el diácono de la Catedral, el mismo al que ahora, eso sí, sin señalar, el doctor Benito acusaba de incompetente en sus artículos de El Ferro-carril. Salió el asunto de los estremecimientos de la tierra, la ruina y la muerte que había caído encima de los pueblos andaluces con el último terremoto. Al diácono se le ocurrió decir que la desgracia uniría a las víctimas, y que, entre unos y otros y la providencia de Nuestro Señor Jesucristo, mal que bien saldrían todos adelante. Amparo, que llevaba un buen rato recta en la silla, sonriendo al que hablaba, dijo entonces con dulzura las siguientes palabras: -El hombre es para consigo mismo el más cruel de los animales; y en todo lo que a sí mismo se llama pecador y dice que lleva la cruz y que es un penitente, ¡no dejéis de oír la voluptuosidad que hay en ese lamentarse y acusar! De todos los presentes, sólo el diácono la entendió a la primera, y allí mismo se diagnosticó que Amparín sufría de algún tipo de desquiciamiento, pues una muchacha lista y sensata como ella jamás habría llegado, en el uso pleno de sus facultades, a excederse con semejante falta de respeto ante una alta jerarquía de la iglesia y ante su propia madre, que estaba en la cama. El doctor Benito lo arregló con recetar a su hija paseos por el campo y aire puro, quizá los últimos que se pudiesen dar antes de que el cólera los aguardara en cualquier parte de la ciudad. El incidente se había ido desdibujando con el paso de los días. Tan sólo lo recordaba el propio diácono, que no pasaba domingo sin preguntar después de misa al
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doctor Benito si la niña había experimentado alguna mejoría. Gracias a Dios, y quizá porque no cayeron en la cuenta de decirlo en su momento, nadie habló de que Amparín pasase las tardes en la biblioteca. Cuanto menos supiese el microbio de la Santa Inquisición, mejor para todos. Quizá el que menos importancia dio al incidente fuera el propio doctor Benito, que sabía las costumbres de su hija y tampoco le parecían mal. La frase seguramente había salido de alguno de los libros que de un tiempo a esta parte ella misma encargaba a los libreros de Zaragoza. El doctor Benito se propuso investigar el microbio literario que había infectado a su hija, pero la campaña del ferrocarril y las necesarias medidas higiénicas, además de atender a los enfermos, le ocupaban todas las horas del día. Nada más acabar la Semana Santa, sin embargo, Amparín tuvo otra salida de tono, esta vez más preocupante. Eran las dos de la tarde. Padre e hija permanecían en la consulta, cuando ya se había terminado el turno de los pobres. Ya casi había terminado de rociar con fenol el suelo de la consulta cuando apareció don Mariano Muñoz Nogués acompañado del joven Serafín Adán, que venían a celebrar con el doctor Benito la derrota sin paliativos del diputado Rodríguez del Rey, el enemigo del progreso número uno, que pedía al ministro de fomento trazar la línea férrea desde Teruel a Sagunto, y no desde Teruel a Calatayud. Las risas y los comentarios autocomplacientes de sucedieron mientras don Mariano leía el discurso del ministro. -¡Adónde te llevan, hijo del Ganges, con ruedas de hierro! –dijo, de pronto, la señorita Amparín. La intervención causó sorpresa y silencio incómodo entre los presentes por su carácter extemporáneo. Nada más pronunciar tan enigmáticas palabras, la señorita Amparín recompuso la dulzura de sus facciones y volvió a mirar con la sonrisa, pero el doctor Benito pudo ver clarísimamente cómo don Mariano enarcaba las cejas y, molesto por la interrupción, tosía y reanudaba su lectura. Y también vio cómo el
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joven Adán trató de quitarle hierro, si no a las ruedas, sí al asunto, y se apresuró a preguntar a la señorita si eran versos de su admirado Campoamor. -No –dijo la señorita Amparín-. Es la pura verdad.
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2. El aroma del suicida “Odio los polisones”, se dijo la señorita Amparo cuando Pascuala, la criada, había terminado de peinarla. Pese a que la irritante moda de los perifollos estaba tocando a su fin (la señorita Amparo recibía revistas de París que así lo acreditaban), el llamado estilo tapicero era todavía una obligación entre las damas de buena familia. El inminente baile de Cuasimodo, recién terminada la Semana Santa, no admitía otro tipo de atavío. Eso significaba que había que llevar un par de vestidos a la planchadora, probarse los frunces, dobleces y caracolillos, y mantenerlos tan protegidos como un pájaro cantor hasta el día en que hubiera que ponérselos. Lo del pájaro no es broma. Antes de alguna celebración importante, no era raro encontrarse a mozos que cruzaban la plaza del Mercado con un extraño artefacto: una vara al hombro de cuyo extremo posterior colgaba una especie de nasa para pescar cangrejos gigantescos, dentro de la cual viajaba el vestido con su polisón recién almidonado. El baile de Cuasimodo se había pospuesto hasta el día de San Vicente. Ya se habían terminado las procesiones y las lluvias. La ciudad era un lodazal de arcillas y catalinas por el que a la señorita Amparo le daba asco atravesar. Después del verano, según las últimas noticias, iba a comenzar el adoquinado de la plaza, pero de momento la señorita Amparo tenía que ponerse perdida de barro cada vez que quería salir a la
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calle. El recogimiento propio de los días de pasión se debía en su caso más a la lluvia que a la piedad. Pero esa mañana era necesario salir. También podía haber mandado al mozo a recoger el vestido, probárselo y volverlo a enviar a la costurera, pero, casi tanto como el barro, a la señorita Amparo la incomodaban las jovencitas tiquismiquis que pasaban el tiempo dándose a entender. Iré yo, se dijo. Nada más salir a la escalera casi se cae. Pascuala, la criada, había embadurnado el suelo con jabón de sosa. -Pero Pascuala, ¡otra vez! ¿No te das cuenta de que un día nos vamos a partir la crisma? Pascuala, de rodillas en el rellano, levantó la mirada. -El señor ha dicho que lo friegue con jabón todos los días. -¡Todos los días! Mi padre se ha vuelto loco. ¡Pero cómo vas a fregarlo todos los días! ¡Nos vamos a matar! En fin, ya hablaré yo con mi padre. -Tenga cuidadidco, señorita, y pase por aquí por este corro, que ya se puede pisar. Amparo trató de apoyar los botines en los atoques de los escalones. Su alta figura, acaso un poco demasiado alta, parecía, en situaciones delicadas, más torpe de lo que era, sobre todo si, como de costumbre, iba pensando no en lo que estaba haciendo sino en lo que iba a hacer o en lo que acababa de leer. Ahora iba pensando en lo que le diría a su señor padre pero reparó en que había olvidado algo, de modo que se volvió hacia Pascuala cuando ya había pasado por delante de ella. -¡Todos los días! –dijo-. ¡Igual se piensa mi padre que no tienes otra cosa que hacer! Pascuala, sin levantar la vista del suelo, sonrió agradecida. Amparo llegó al piso principal, un ancho corredor de baldosas pintadas de flores con muebles oscuros a los
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lados. La consulta estaba en el gabinete de la izquierda, justo enfrente del saloncito donde a esas horas su madre debería estar rezando el rosario. Había olvidado los propósitos de reprender a su padre, pero al pasar por la puerta de la consulta notó un olor extraño, mucho más extraño que el olor dulzón y bituminoso del ácido fénico con que su padre se empeñaba en perfumar la casa entera. Era un olor habitual en las calles y en las casas, pero no en la consulta de su obsesivo padre. Eran más de las doce, la hora en que los pobres acudían a consulta gratuita. Por eso no se molestó en llamar con los nudillos. -Pero, padre, ¿se puede saber que es esta pes…? No terminó la palabra. Un fogonazo de rubor le incendió la cara. Sentado en la camilla, cabizbajo, había un hombre desnudo, y su padre le aplicaba unos emplastos en la espalda. El doctor Benito miró a su hija por encima de los lentes. -Ven, ven, Amparín, ayúdame. Amparo no sabía si mirar o no mirar. Tampoco era la primera vez que veía en la consulta un cuerpo medio desnudo, porque casi todos los días ayudaba a su padre a la hora de los pobres, pero esta vez tuvo la sensación de que estaba violando la intimidad de aquel hombre. -Toma, sujeta esto. El doctor Benito tendió a su hija una palangana de metal llena de agua. El paciente llevaba la espalda en perdición, como si lo hubiesen azotado: rasguños, moratones, despellejamientos e incluso una herida abierta como una boca pequeña a la altura de la paletilla.
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Amparo contuvo la respiración. El paciente desprendía un olor nauseabundo, pero no propio, no suyo, pensó Amparo; más bien era como si se hubiera caído en algún albañal. -Ahora tú, hija mía. Limpia bien las erosiones y después las untas con este ungüento –dijo mientras se lavaba las manos en la jofaina. El doctor Benito siempre se estaba lavando las manos. Sus colegas lo llamaban el doctor Pilatos. -Tiene que aprender -dijo, dirigiéndose al herido, que aún parecía más turbado que Amparín. El doctor Benito, un poco a espaldas de su mujer, trataba de enseñarle a su hija siempre que podía los fundamentos de la ciencia médica. Hasta ahora le había ayudado a entablillarle la pierna a un niño, y también asistió a un parto difícil en el que se ocupó de tranquilizar a la madre mientras la criatura venía al mundo. Pero era el primer hombre que tocaba con las manos. Aunque no se sabe qué le habría dado más pena, si encontrarlo en cueros vivos o con aquellos calzones amarillentos y remendados, chorreantes de un líquido verdoso que era, pensó Amparo, de donde procedía la pestilencia, y que, por así decirlo, no era suyo. El torso al aire del herido le produjo una fuerte sensación de desvalimiento. Se le notaban los huesos del hombro, y los brazos eran, así como las piernas, largos y delgados, y muy blancos, igual que un tórax menudo, lampiño, como recogido en sí mismo. Era como si la cara, el mentón pronunciado y el enorme bigote que le tapaba los labios, la mirada entre sombría y consternada y la mata de pelo revuelto tuvieran que pertenecer a un cuerpo de más envergadura. Tenía perfil de héroe y cuerpo de anacoreta. Amparín sacó las tenazas y el hilo de la cubeta que había hirviendo sobre el infiernillo.
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-Esta es la más fea –iba diciendo el doctor Benito, mientras palpaba con el dedo el labio abierto de la herida, de por lo menos tres centímetros de larga, justo debajo de la clavícula. Amparín dejó las tenazas sobre un pañito, encima de la camilla. Supo que era el momento de desinfectar la herida. Nunca había visto tan de cerca una brecha tan profunda. Con sumo cuidado, sacó el tapón de corcho de la botella de fenol y la volcó para empapar una venda. Cuando fue a tocar la carne viva, su padre la detuvo. -No, no. Echa un chorro, echa. ¡Esto nos va a escocer un poco, amigo, pero más vale un dolor a tiempo que una septicemia para siempre! –dijo, con aire jocoso. Pero su hija no se sentía con ánimo de vaciar la botella en aquella carne rosa como la carne descuartizada que traían los tablajeros. Hasta se le pasó por la cabeza preguntar a su padre si no daría lo mismo lavarlo con agua del Carmen, pero finalmente se hizo al ánimo. Para su sorpresa, el herido no emitió el más leve lamento. Ni siquiera se le contrajeron las mandíbulas. Era como si en efecto le hubiesen echado agua del Carmen, o como si hubiera perdido la sensibilidad. Aunque, pensó Amparín, tampoco habría sido de extrañar. Entre rascones, brechas, heridas y magulladuras, apenas quedaba sitio para la piel blanquísima del cuello y de los brazos. Parecía que lo hubiesen azotado con un látigo romo. El hombre llevaba las manos enlazadas, en actitud casi de oración, y la mirada fija en un lugar indefinido. No pronunció una palabra, ni cuando Amparo dejó caer el chorro de fenol sobre la herida ni cuando el doctor Benito procedió a coserla. Amparo casi se desmaya cuando llegó a sus oídos el momento en que la aguja traspasa la piel como una lona y avanza entre la carne y asoma ensangrentada muy cerca de lo que ya debía de ser el hueso. El hilo le corrió a ella por las entrañas como una cuchillada. Y sin embargo sintió alivio cuando su padre fue estirando los hilos y los ató
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luego con los dedos, cuando la piel volvió a cubrir la carne y quedó una línea oscura por donde iría en adelante una señora cicatriz. La muchacha siguió lavando y desinfectando las heridas de aquel hombre inconmovible. El ácido fénico lo estaba usando a espuertas, y una cantidad de vendas fuera de lo normal. Pronto se había familiarizado con las magulladuras. El color de la sangre desaparecía y Amparo decidió que lo mejor era vendarlo entero, como a un penitente. El doctor Benito, entretanto, se volvía a lavar las manos. -Este hombre es un héroe, Amparín. Tengo que redactar una nota para el periódico en la que cuente lo sucedido con pelos y señales, si a usted no le parece mal. Pero yo creo que lo que ha hecho es digno de que lo sepa todo Teruel. El hombre miraba al suelo fijamente, y no decía nada. -Pero eso luego, luego. Lo primero es descansar, querido amigo. Le recomiendo que guarde cama un par de días. Y no se preocupe, yo mismo avisaré al Ayuntamiento de las circunstancias por las que no ha podido incorporarse al trabajo, y pediré que, como muestra de agradecimiento por su heroica conducta, no le sea descontado de sus honorarios. Más adelante, si le parece, celebraremos una entrevista. ¡Noticias como esta no dependen de la urgencia para ser igual de aleccionadoras! El hombre levantó una mano y giró la cabeza hacia Amparo, que había ya empezado con el vendaje. Amparo se detuvo al instante. -¿Le hago daño? -Un poco –dijo el hombre, como amortiguando el dolor con las palabras. El ácido fénico se había sobrepuesto al hedor del agua verdosa. Sobre el suelo de madera crujiente aún caían gotas de los calzones. El hombre temblaba. -Ahora mismo, en cuanto llegue usted a casa, se pone ropa limpia y se mete en la cama. De lo contrario me temo que puede coger un enfriamiento.
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Las ropas del hombre, un traje de paño ajado, estaban en un rincón de la consulta. A su alrededor se había formado un charco viscoso, como si su propietario se hubiera disuelto en ácido sulfúrico. Amparín terminó de atar los vendajes y salió al pasillo. Una vez fuera de la vista de su padre, aceleró el paso, casi corría, pero sin apoyar los tacones de los botines, para no hacer ruido, y se asomó a la escalera. -¡Pascuala! –gritó en voz baja. La criada se asomó a la barandilla del piso de arriba. -Corre, ve a buscar una muda limpia y un traje de calle del señorito Julio. Y unos zapatos viejos. Pascuala desapareció de la barandilla. -¡Y unas toallas limpias! –gritó Amparín. Cuando volvió a entrar en la consulta, el hombre estaba intentando ponerse los pantalones empapados de salitre. Le resultaba muy difícil doblarse para metérselos por los pies. -Oh, perdón –interrumpió Amparín-, enseguida estará preparada una muda limpia y unas toallas para que se asee. El hombre, de pie, encogido, tenía un aspecto aún más indefenso. Los calzones sucios y pegados a las garrillas le garantizaban no sólo un enfriamiento sino casi cualquiera otra enfermedad. Lo cierto es que Amparo no estaba dejándose llevar por la compasión sino por las enseñanzas de su padre y el amor de éste por el ácido fénico. -Ah –dijo el doctor Benito-, muy bien hecho, hija mía, y cuando se ponga un poco presentable me sigue contando lo sucedido. ¡No quisiera perder detalle! Luego, un poco azorado por su escasa sensibilidad, caminó rápido y erguido, como los grandes hombres cuando tienen que cruzar en diagonal el escenario, y descolgó el mandilón de hule de las intervenciones quirúrgicas.
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-Tome, póngase esto, haga el favor, y vaya donde le diga Pascuala. El hombre se lo echó a la espalda, como un capote de torear. Amparín notó una ligera contracción de sus mandíbulas cuando la punta de un pliegue del hule se le clavó en alguna herida. Parecía una fantasma. Mientras se secaba las manos, el doctor Benito dirigió un gesto de abrir mucho los ojos a su hija para que se quedase, cuando la muchacha ya se había sumado a la comitiva del héroe. -¿Sí, padre? -¿No querías escribir algo para el periódico, Amparín? Pues ahí tienes una buena historia. Intentó salvar a un suicida que se había tirado a un pozo. Bajó apoyándose con las piernas y con la espalda. Casi se desuella vivo. Luego subió al hombre, pero cuando llegaron arriba ya se había muerto. Amparín quedó suspensa, hasta que se dio cuenta de que sus deseos inmediatos coincidían con lo que tenía que contestar. -Lo que usted diga, padre. -Deberías ser tú la que lo entrevistases. No, no te preocupes, es un hombre educado. Es maestro de escuela. Te atenderá con amabilidad. Yo lo he visto alguna vez con Plácido, el catedrático de biología. Creo que es muy aficionado a las plantas. Por cierto, querida: es más pobre que las ratas, pero no tanto como para no poderse comprar una muda. Si encima que atiendo gratis a los pobres los tengo que vestir… ¡Tú me dirás, hija mía! -Sí, padre. Yo lo vi temblar y… -Sí, sí, ya lo sé. Pero para ser buena enfermera debes ser más práctica. Así que ahora dile a Pascuala que friegue bien con sosa cáustica el suelo de la consulta y lave
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todos los paños y lo rocíe todo bien con ácido fénico. ¡Cualquiera sabe lo que le pegó el suicida!
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3. Una carta con remite de Castelserás. El maestro pasó tres días en la cama. A pesar de las atenciones del doctor Benito y de su hija, el enfriamiento había sido inevitable. La primera noche sufrió fiebres delirantes que después le daba miedo recordar. Gracias a los cuidados del hermano Silvestre, un franciscano amigo suyo, y de las plantas medicinales que usaban en el convento, los síntomas más graves desaparecieron en cuarenta y ocho horas, pero al tercer día Ramón quedó postrado, incapaz de reaccionar, abatido por los acontecimientos. Ramón vivía en un sotabanco del barrio de las Cuevas. Era un sitio oscuro, con suelo de tierra pisada y mal ventilado por un ventano que daba al corral. Su cuarto había sido en tiempos la cuadra de las mulas, y eso le garantizaba una cierta amplitud para guardar sus libros, sus frascos y su pequeño herbario. Ramón y el hermano Silvestre lo habían limpiado bien con cartuchos de azufre y habían colocado algunos estantes con tablas sacadas de la escombrera. Por lo demás, un jergón, una silla y una mesa eran el mobiliario no científico de su vivienda. El hermano Silvestre pasó a su lado la primera noche. Después lo visitaba varias veces al día, de camino hacia sus múltiples ocupaciones. Le limpiaba las heridas, le aplicaba emplastos de hierbas machacadas y le suministraba expectorantes para que
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echase los sapos. Sólo a la caída de la tarde, antes de recogerse los hermanos, le traía comida y le daba un poco de conversación. Pero Ramón no tenía ganas de hablar ni de comer. Pasaba el tiempo tumbado boca abajo, con la cara hundida en la almohada. No obstante, cada vez que Silvestre se callaba, Ramón levantaba un poco la cabeza y decía: “Te estoy escuchando”. Lo único que el hermano Silvestre sabía de lo sucedido es lo que le había contado Ramón en muy pocas palabras: “Traté de sacar a un suicida del pozo, pero ya era demasiado tarde”. También hay que decir que el fraile no le formuló entonces ninguna pregunta. Después de un breve silencio, el hermano Silvestre reanudó la conversación anterior allí donde la hubieran dejado antes de que sucediera el accidente. Al anochecer del tercer día, cuando Silvestre le estaba dando algunos detalles de las especies de bledo que se veían desde la ventana, Ramón levantó la cara. -Silvestre, por favor, saca un cartapacio que hay en el cajón de la mesa. Ábrelo. Hay una carta sin abrir. Tráemela, haz el favor. El fraile, todavía más delgado que Ramón, la cabeza rasurada y una barba rala como las de los santos de Theotocópuli, hizo lo que le mandó su amigo. -Ábrela, ábrela. Silvestre prendió el cabo de vela que había en el alféizar y dejó caer unas gotas de sebo sobre un platillo. Estaba cayendo la luz. Por el ventano sólo se veían sombras de una tapia desconchada. -Lleva membrete de la Agencia de Castelserás. -Léela, por favor. -¿Y por qué no la has abierto tú? –dijo el hermano Silvestre, mientras intentaba domar la sonrisa que se le escapaba por los labios.
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Ramón se dio la vuelta y se incorporó, lentamente, con cuidado de que la espalda no tuviera que apoyarse sobre nada. Con delicadeza de miniaturista, el fraile rasgó el sobre sin dañarlo y desplegó la carta junto al resplandor de la vela. -“Estimado señor Vargas. He leído atentamente su “Relación de las especies vegetales que se producen en diferentes sitios del partido judicial de Villarquemado”, y, amén de agradecerle su envío, me complace hacerme eco de las excelentes referencias que sobre usted me dio nuestro común amigo, don Carlos Pau. “Sepa usted, antes que nada, que no es conditio sine qua non ser boticario para ser botánico, y con sumo gusto recibiremos sus aportaciones al Herbario Nacional, que en estas fechas lo cierto es que no pasa por su mejor momento. En estos menesteres sólo el rigor es imprescindible, y por eso me permito adjuntarle algunas normas de presentación de las especies. Debe usted cuidarse de que las plantas no presenten adherencias a los pliegos, bien secas, con el fruto muy maduro, y las que son anuales con la raíz entera. Los pliegos deben estar abiertos, no doblados, como V. nos los envía, y con una sola planta en cada pliego. Sepa también que el herbario debe tener 45 centímetros de largo y 32 centímetros de ancho: ¿qué menos?...” El fraile levantó la vista y no se recató de sonreír. En un rostro tan enjuto, sus dientes de caballo parecían desproporcionados, luminosos. -¿Pero por qué no te alegras, hombre de Dios? –dijo al final de la amplia sonrisa. -Tengo hambre –contestó Ramón. Ahora Ramón tenía los ojos muy abiertos y miraba fijamente al techo. El hermano Silvestre se acercó hasta la mesa. En un plato, cubiertas con un paño, había unas nueces. Con su pequeña navaja de cortar flores, el fraile se dispuso a quebrar una. -¿Sabes de quién es ese traje que hay en la silla? –dijo Ramón.
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Era un chaqueta corta de lana inglesa y unos pantalones bombachos, como un atuendo de caza. El fraile terminó de abrir la nuez y le sacó el fruto con los dedos. -Te estoy escuchando –dijo el hermano Silvestre, tras unos instantes en los que sólo se oía el ruido de las cáscaras. -Es de Julio Benito. El fraile lo miró con expresión de no saberlo y siguió a lo suyo. -No me digas que no te acuerdas de Julio Benito –dijo Ramón-. ¿Cómo es posible que no te acuerdes de quién te hizo la cicatriz que llevas en la frente? El instinto del hermano Silvestre le hizo subir la mirada. -Ah, esto –dijo, mientras la palpaba con la yema del dedo-. Ya me había olvidado de la cicatriz. ¿Y cómo es posible que te acuerdes tú de quién me la hizo? ¿Cuántos añicos teníamos, ocho, nueve? Ramón se incorporó en el camastro y alargó la mano hasta una jícara de agua que había encima de un cajón. -El maestro, don Crisóstomo, ¿te acuerdas?, nos había enseñado la palabra lapidar: si quis sine peccatum sit… –entonó Ramón-. Después, a la salida de la escuela, decidió practicarlo contigo. La verdad es que él y la mayoría de los chicos se liaron a pedradas contigo, conmigo y con todos los que íbamos a escuela sin zapatos. Todos corrimos menos tú. Te quedaste mirándolo. Y te arreó una pedrada que casi te descalabra. Me acuerdo de tu cara ensangrentada, tuviste suerte de que no te atacara entonces ningún microbio. -Cosas de chicos –dijo el hermano Silvestre. -De eso nada. Son rasgos determinantes. El destino no es lo que predicáis en las iglesias sino lo que llevamos escrito en la frente. Tú te comportaste como el franciscano que serías, y él como el señorito desaprensivo que sigue siendo. Yo me eché a correr.
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-Pensé que te había bajado la fiebre –dijo el hermano Silvestre, mientras arrastraba por encima de la mesa un puñado de nueces con una mano y las dejaba caer por el borde de la mesa para recogerlas con la otra mano. -Y sigo corriendo. Pensé que no te lanzaría la piedra, o que tú lo convencerías, o que te protegerías con la mano. Todavía no era consciente de tu santidad, hermano Silvestre. Y cometí un error. -¿Preferirías haberte llevado tú otra pedrada? Toma, cómetelas. -Preferiría no haber sido como los otros corderos asustados y sin zapatos que huyeron barranco abajo. -Pues yo creo que hiciste lo más sensato. Sabe Dios por qué me quedé yo quieto. Igual estaba paralizado por el miedo. Igual tenía tantas ganas de correr que no me movía. Quién sabe. Ramón miraba ahora al hermano Silvestre como si estuviera lejos. -Una vez estábamos tu y yo por los alrededores de la catedral, un domingo por la mañana. Habíamos ido a buscar boniatos y de regreso cruzamos la ciudad por arriba en vez de bordearla por abajo. Y había una boda. Yo nunca había visto una boda. Todo el mundo iba vestido de blanco. ¿Te acuerdas? -Pues no. Come. Di lo que quieras pero come. Ramón mordisqueó una nuez. -Entramos cuando estaban cantando misa. Recuerdo el olor de aquel incienso, luego he olido incienso muchas veces pero nunca igual que aquél, porque era un olor sofocado de perfume, de aromas caros, del olor del brillo, Silvestre. Sólo se veían espaldas grandes y bien vestidas. Nos quedamos en la puerta, al lado de la pila. Tú mirabas al altar, pero yo me di cuenta de que cerca de nosotros estaba la familia de Julio Benito, todos vestidos para la ocasión con sus mejores galas. No nos vieron. Sólo se
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giró una niña, su hermana la pequeña, que nos estuvo mirando mientras sus padres y sus hermanos atendían a la oración. Creo que ese día me hice ateo. El fraile se creyó en la obligación de mostrarse un poco más enérgico. -Voy a tener que cascarte más nueces –dijo-. Parece que todavía estás muy débil. Ramón volvió a mirarlo como si el fraile ya estuviera cerca otra vez. -Esa niña estuvo hace tres días curándome la espalda. Yo acababa de salir de un albañal –dijo Ramón, con aires de poeta. -Somos pocos, Ramón, aunque vivamos en mundos diferentes. Teruel es un juego de bolos. Es muy raro que un palitroque no se dé con los demás a lo largo de una partida. No tiene nada de particular. -Mira a ver si queda un huevo por ahí. Tengo más hambre. Ramón se deshizo de la vieja manta que lo cubría. -Creo que voy a mudarme. Estas cuadras son insanas. El Ayuntamiento lleva seis meses sin pagarme, pero a lo mejor ha llegado la hora de buscar otros ingresos. Necesito vivir en una casa limpia, Silvestre, en la casa más limpia que haya en Teruel. Llevo pegado a la pituitaria el olor de las aguas fecales y el aliento agonizante del suicida. Debo lavar mi cuerpo con jabón por fuera y por dentro. Debería probar a comérmelo. El fraile, tan paciente y contemplativo, decidió tomar cartas en el asunto. -Tú verás lo que haces, pero nada antes de tomarte una buena infusión de árnica. Estás débil, soy más fuerte y estoy más cuerdo que tú, de modo que lo más sensato es que me obedezcas. -¿Qué me vas a dar, opio? -No. Opio no. Poleo. Voy a ponerte un embudo en la boca y te voy a limpiar por dentro con poleo. ¿Se puede saber dónde vas?
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Ramón se estaba terminando de poner el traje de Julio Benito y buscaba un libro en la estantería. -Creo que voy a empeñar al señor Linneo durante unos días. -¿A Linneo? ¿Precisamente el día en que Loscos te acepta como corresponsal de la agencia de Castelserás? ¿Tantos años recolectando plantas para esto, para empeñar a Linneo por una cabezonería que no es más que una hija bastarda del orgullo? Las buenas palabras del fraile no hicieron en Ramón ninguna mella. Lo único que consiguió fue que, en vez de vender al botánico Linneo, se desprendiese de unos cuantos autores paganos. A Ramón le daba igual. Pasaba los ojos por la estantería con el brillo opaco de quien calcula su valor económico, no el personal, y actuaba con la soltura de quien ya ha terminado de planear algo y pone manos a la obra obedeciendo sus decisiones sin cuestionarlas. Cuando salió de casa, repeinado, vestido de cazador y con los libros debajo del brazo, el hermano Silvestre le pidió que se anduviese con cuidado, y regresó calle abajo hacia el convento. Ramón subió la cuesta que separaba el barrio de las Cuevas del centro de la capital. A su izquierda, las arcillas del cerro de Santa Bárbara proyectaban una luz anaranjada sobre la muralla. Casi era de noche, pero el librero del Tozal aún no había cerrado. A través de los cristales, Ramón vio brillar la calva del señor Martín. No era la primera vez que Ramón empeñaba un libro. Desde que el gobierno dejó a los ayuntamientos manos libres para contratar y pagar a los maestros de primera enseñanza, podían pasarse años enteros sin que recibiesen sus emolumentos. Era frecuente, a los que tenían mujer e hijos, verlos pedir por caridad algo con que llenar sus bocas. El Ayuntamiento despilfarraba el dinero en partidas más productivas que dar de comer a los maestros, y después acusaba al gobierno de tenerlos abandonados.
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Pero también es verdad que Ramón nunca dejó de desempeñar un libro. Podía rebajar su dieta o pasarse varios días sin cenar con tal de hacerse con las novedades de ciencia y de literatura. Cuando cobraba, bien del Ayuntamiento, bien de las familias que lo contrataban para clases particulares, antes de ir al mercado se pasaba por la tienda del señor Martín para poner sus cuentas al día. -¿Cuánto necesitas? –le dijo el librero, un señor orondo con un guardapolvo gris, que andaba poniendo el precio a un rimero de libros viejos. -No lo sé. ¿Cuánto vale un traje? -¿Necesitas un traje? -¿Piensa usted que puedo ir por la calle así vestido? -Sí, eso también es verdad –dijo el señor Martín-. ¿Y qué has hecho con tu traje? -Está en el tinte. Con dos duros yo creo que bastará, ¿no le parece? -Espera, espera… El librero se metió por un pasillo estrecho, sobrecargado de libros, y al poco volvió con un paquete. -Es de don Jacinto. Me lo dejó a cambio de unos libros de álgebra. Está casi sin estrenar. -¿Y si vuelve? -No creo. Está muriéndose de escarlatina. -En ese caso… Por cierto –dijo Ramón-, ¿no sabrá usted de alguien que admita huéspedes? Alguna patrona que… -¿Y también le vas a pagar con versos de Catulo? -No, no. He de cobrar unas clases particulares. Mañana mismo iré a cobrar. Usted ya sabe que yo no me dedico a pegar sablazos, señor Martín.
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-Bueno, bueno. Ya preguntaré por ahí. Aunque…, si vas a cobrar mañana, también mañana puedes comprarte un traje… -Lo siento, señor Martín. Lo necesito sin falta mañana por la mañana. El señor Martín no quiso preguntarle más. Esa noche Ramón apenas pudo dormir. Estuvo leyendo hasta que se derritió la vela, y después se puso el traje de don Jacinto y paseó por el corral hasta el amanecer. Al día siguiente, a las ocho y cinco de la mañana, Ramón entró en las escuelas de San Miguel y subió corriendo las escaleras hasta el pasillo que comunicaba con las aulas. Al entrar en la suya, la de la izquierda, se iluminaron las caras de los niños. Cuando Ramón entró no estaban quietos sino inmóviles, no atendían a don Fabián sino que le rogaban clemencia. Don Fabián, el director de la escuela, vio a Ramón, se sacó el reloj del chaleco, consultó la hora, se puso la vara bajo el antebrazo, como los caballistas, y cruzó la tarima en dirección a Ramón. -Ya hemos empezado el dictado de las Sagradas Escrituras. Ahí lo tienes. Hoy toca el hijo pródigo. Ramón cerró con cuidado la puerta del aula una vez hubo salido don Fabián. Los niños entonces suspiraron aliviados y empezaron a preguntarle. Las voces se amontonaban y Ramón trataba de acallarlas para que su alegría no traspasara la puerta de la clase. No le preguntaban cómo estaba, sino si era verdad lo que se decía, si era verdad que Ramón se había tirado a un pozo para salvar a un hombre. Ramón les contestó con buenas palabras y le preguntó por los últimos días. Un chavalillo del Carrel se levantó del pupitre, se arremangó el blusón y enseñó a toda la clase la espalda llena de verdugones. Cuando unos y otros se hubieron contado sus miserias, Ramón cerró la
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Biblia con la que estaba dictando don Fabián y sacó otro libro del bolsillo, y empezó el dictado: -“Después de haber tenido que retroceder dos veces, a causa de fuertes temporales del Sudoeste, el Beagle, bergantín de diez cañones, al mando del capitán Fitz Roy, de la Marina Real Inglesa, zarpó del puerto de Devon el 27 de diciembre de 1831…”
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4. Manos de lavandera Ramón tenía tres trajes. El único suyo era el de ir a la escuela, el de entrar dentro de la ciudad antigua, su traje de maestro, de vecino humilde y formal, sencillo y cultivado, que estaba hecho un desastre: las coderas rotas, un siete en la espalda, los frunces nacidos y unas culeras de los pantalones que reclamaban un par de parches sacados del dobladillo. De los dos trajes que no eran suyos, uno, el que llevaba puesto, era una levita elegante que le venía demasiado grande y unos pantalones que hubo que meter por dentro de las botas para que no arrastrasen. Y el otro, que le venía como de molde, era un traje de señorito. La sola idea de ir con él vestido por la calle le daba a Ramón una mezcla de rabia y de vergüenza. Si no un traje, sí podía permitirse el lujo de remendar uno viejo, porque el hecho es que había que andar por la calle. Teruel era en aquella época una ciudad de poco más de nueve mil habitantes enclavada en un altozano abrupto y alargado, una terraza fluvial de margas rojas y yesíferas desde la que se divisaba, al oeste, el valle del Guadalaviar, que va a parar a Valencia, y al este los cerros de Santa Bárbara y las hondonadas de arcilla, salpicadas de mogotes, de la rambla de San Lázaro, por donde se desparramaban los barrios más humildes de la capital. En uno de esos barrios, el de las Cuevas del Siete, por debajo del acueducto, al norte de la ciudad, vivía Ramón, pero trabajaba dentro de la ciudad levítica, en uno de los tortuosos arroyos que desembocan en la populosa calle del Tozal, desde donde el río de la gente baja hasta la plaza del Mercado. Esta plaza y sus alrededores, la única parte de la ciudad que había previsiones de que se adoquinase, eran
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el centro importante de la ciudad. Las calles que embocaban en esta plaza y, más al sur, en la plaza de Emilio Castelar, eran como afluentes de aguas distintas. En la margen derecha las calles tenían consultas de médicos y despachos de abogados, iglesias catedrales y casinos mercantiles. En la margen izquierda, más angosta y empinada, se apiñaba la vieja judería, los gremios, las estrecheces. El señor Martín le había hablado de una lavandera experta en zurcidos, una viuda que vivía en una de estas calles oscuras y retorcidas, la calle de La Comadre. Ramón acudió allí con sus harapos y una mujer todavía de buen ver, grande y pechugona, vestida de negro, le abrió la puerta. El traje de don Jacinto le venía más grande de lo que Ramón creía. Si no el difunto, el moribundo era mayor, y es posible que este dato influyera en el ánimo de Francisca, la lavandera, que bastante tenía con almidonar los polisones para el baile de Cuasimodo, como para perder una tarde entera remendando un traje que más hubiese valido tirar a la basura. El hablar claro y los modales educados de aquel individuo le ablandaron su ya de por sí blando corazón. Cuando vio el traje, miró a Ramón y le dijo: -¿Y si le estrecho un poco el que lleva puesto, que será más fácil y más barato? Ramón se fiaba de la lavandera. -Seguramente –dijo-, pero mañana por la mañana tengo que ir a trabajar y no puedo presentarme con una gorra y un blusón. Soy maestro de escuela. Francisca frunció las cejas y ablandó el resto de la cara, como si un halo de compasión se estuviese apoderando de su severidad de viuda. -Pase un momento –dijo la lavandera. Mientras Francisca subía escaleras arriba, el maestro entró a un zaguán pequeño, con losas de barro brillantes y refregadas, dos tinajas dispuestas para que las recogiera el aguador y un perchero del que colgaba una capelina de paseo, al pie del que dejó el
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hatillo que llevaba consigo. Un vaho de olor a ropa limpia sacudió los sentidos embotados de Ramón. La misma Francisca, a pesar de su volumen, olía al agua de rosas que se usa para planchar las enaguas y las puntillas de los sagrados corporales. Nada más lejos del mundo de boñigas petrificadas que aún latía en su tabuco. La lavandera, además, tenía aspecto de muy buena salud. Ramón estaba muy contento. Aunque no lo hubiese dicho claramente ante el hermano Silvestre, la carta de Castelserás lo había sacado del marasmo. Nunca fuera capaz de reconocerlo, pero la verdad es que ese día leyó la carta una docena de veces, en los descansos de la escuela y de camino a casa, y varias veces más cuando decidió librarse de los trajes que no eran suyos. El doctor Francisco Loscos era por aquella época el científico más reputado de la provincia. Su Agencia de Castelserás, un modelo de organización al servicio del saber. Docenas de corresponsales se afanaban desde distintos pueblos de la provincia en enviar sus hallazgos al maestro. En las cátedras de media Europa se alababa el trabajo de don Francisco, mientras él, muy a duras penas, lograba completar nuevas secciones de su gran proyecto, el Herbario Nacional. Aquella carta debería haber significado para Ramón mucho más que un reconocimiento a su callada labor. Ese papel era un salvoconducto para adoptar otras poses en las conversaciones, para discutir de tú a tú con el catedrático de Biología del instituto, que no sólo no era miembro de la Agencia de Castelserás sino que ni siquiera era capaz de recaudar la financiación que necesitaba el doctor Loscos para ampliar el herbario del instituto. Aquel membrete tan deseado por cualquier ciudadano culto era, en cierto modo, un cambio de oficio. A partir de ahora ya no sería Ramón el maestro sino Ramón el botánico. En una ciudad como Teruel, donde las diferencias sociales eran
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barrancos más profundos que los que rodeaban la muralla, aquella carta iba a cambiar las cosas. Y, sin embargo, los tres días pasados en la cama, la debilidad de la fiebre y del soponcio le habían arrancado la facultad de disfrutar de aquella carta en términos de prestigio. Esa carta era también y por encima de todo el recuerdo del suicida. Sobre las losas frescas y pulidas de la lavandera se sucedían las imágenes de los acontecimientos: cómo recogió la carta de la diligencia de Calatayud, cómo bajó por la cuesta de la Nevera ilusionado por leerla y dispuesto a ser leal a su amigo Silvestre, y sólo abrirla en su presencia. Fue una tontería por su parte. Debió haberla leído. Así no habría tenido tanta prisa por llegar al convento de los Franciscanos, y se habría comportado de otro modo cuando aquel vejete medio borracho lo detuvo… -Mire a ver –dijo Francisca-. Yo creo que es de su misma talla. La lavandera volvió a aparecer por la puerta de las escaleras y le tendió a Ramón un traje marrón de paño. -Pruébese esto. Era de mi marido, que en paz descanse. El traje, a pesar de que su dueño ya estuviese muerto, tenía mejor aspecto que el de don Jacinto. Ramón se deshizo en gestos de agradecimiento, al final de los que preguntó cuánto tenía que pagar por su alquiler. -Un duro –dijo la lavandera-. Tenga en cuenta que está sin estrenar. No tiene que pagarme ahora si no quiere. -Muy bien, muy bien, lo que usted diga. -Y pruébese también este bombín a juego y esta corbata. La camisa que lleva está un poco sucia. Quítesela, le prestaré otra limpia por el mismo precio. -No sé, de veras, señora, cómo agradecerle …
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-Suba por esa escalera y entre en el gabinete de la izquierda. Allí se lo puede probar. Ramón obedeció las instrucciones de la lavandera y se metió en un vestidor. Un gran ventanal tamizado por cortinas verdes de muselina iluminaba docenas de polisones colgados de una barra en las cuatro paredes. En el centro, una mesa camilla con dedales, un acerico plagado de alfileres y una cesta de donde asomaban cintas de colores y trozos de encaje. Olía a intimidad almidonada, a labores de monja, a mañanas tranquilas, al agua de rosas con que perfumaba la casa la lavandera. En una de las paredes, detrás de los polisones, había un armario de luna. Ramón se puso el traje nuevo, que en efecto le calzaba mucho mejor que el de don Jacinto. La chaqueta corta le rejuvenecía, incluso el lazo de corbata y el bombín le quedaban como si fuesen suyos. Pero lo más llamativo era lo cómodo que se encontraba con aquellas ropas. Era, en efecto, un traje de maestro. Era más que de maestro. Era un traje de botánico. Con unos anteojos, un bastón de campo y un bigote bien engomado, ya casi no bastaban credenciales para entrar en la Sociedad Turolense de Amigos del País. No se notaba que era el traje de un muerto, desde luego. Ramón hinchó el pecho y abrió la puerta. Enfrente estaba la poderosa figura de Francisca, que nada más ver al maestro prorrumpió en sollozos. -Vaya chotaina que me ha entrado –dijo, cuando pudo sosegarse-. Usted perdone, pero es que…, bueno… -No me diga más. Le he recordado a su difunto esposo. -¡Ay, Dios mío, pero si son clavados! –dijo la lavandera. -Yo, si a usted le apena, yo… -Nada, nada, lléveselo puesto. Deje, deje, ya me pagará.
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Bajaron las escaleras. Antes de salir, Ramón cogió el hatillo que había dejado en el zaguán y se lo ofreció a Francisca. -Quería preguntarle si podía también lavar y planchar este otro traje. No es mío, tengo que devolverlo. Además, es…, es…, ¿cómo decirlo?, es un traje que no puede ser mío, que no puedo llevarlo por la calle. La lavandera ya se había repuesto del berrinche. -Lleva usted un poco de lío con la indumentaria, caballero –dijo, de buen humor, mientras cogía el hato con sus manos de lavandera. Ramón pensó en ese momento que aquella deshidratación subcutánea y aquel pulimento esmerado de la piel podrían ser también síntomas del cólera. Pero Francisca emanaba salud. Era una coincidencia sin sentido. Esta conversación sucedió un lunes por la tarde, al salir de la escuela. Al día siguiente Ramón volvió al trabajo con su traje nuevo y un libro que encajaba en el bolsillo de la chaqueta. A media mañana, cuando había terminado las lecciones de latín, Ramón estaba paseando por el patio de la escuela, los muchachos revoloteaban con los mandilones al viento y él trataba de concentrarse en la lectura del Dioscórides. El balcón del director se abrió y don Florián asomó su cabeza. -Sube –dijo. Ramón subió a la galería que comunicaba con el despacho mientras guardaba el Dioscórides en el bolsillo. -Coge eso –le dijo don Fabián, señalando un hato que había encima de una silla-. Te lo han traído hace un rato. -Muchas gracias, don Fabián. -Espera, espera. Don Fabián levantó la vista de unos papeles y se quitó los lentes.
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-En el recibidor te están esperando. Es una mujer. No sé qué diablos pinta en la escuela una mujer, pero es una mujer, y dice que quiere entrevistarse contigo. ¡Entrevistarse contigo! Me imagino que no serás capaz de traerte furcias a que te visiten en la escuela. ¿Se puede saber qué has hecho? Y ese traje nuevo, ¿de dónde lo has sacado? Porque tú llevas muchos meses sin cobrar, a no ser que, en fin, ¡ya me explicarás! No te vayas a creer que al Ayuntamiento le ha sentado nada bien no descontarte los tres días que has estado tocándote la pera, Ramón. Sí, no me mires así, y da igual que uno de esos días fuese el domingo. ¿Qué coño de entrevista es esa, si se puede saber? A Ramón le dieron ganas de enseñarle a don Fabián la carta de Castelserás, pero la victoria momentánea que habría supuesto su audacia le acarrearía, sin ninguna duda, muy crueles venganzas posteriores. -No lo sé –dijo Ramón. -Pues baja y entérate, y no tardes, que va ya siendo hora de recoger a los alumnos. Hala, coge eso y vete. Ramón volvió a bajar las escaleras que daban al vestíbulo. Sentada en un banco de madera, con un vestido verde manzana sin polisón, aguardaba la señorita Amparo, la hija del doctor Benito. Ramón se sintió molesto y cohibido. Por parte de Amparo todo fue dulzura. Le saludó y le preguntó por cada una de sus heridas. -Debería venir a la consulta para que mi padre le examinase la cicatriz que lleva en la paletilla. ¿Cómo van los cardenales? ¿Ha vuelto a tener fiebre? Ramón insistió con cortesía en que se encontraba en perfecto estado de salud, dispuesto para volver a la lucha diaria. Amparín llevaba un sombrerito ladeado con dos plumas de pichón, de columba livia, casi con toda seguridad, pensó Ramón en un gesto automático.
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-¿Se acuerda de la entrevista que habíamos acordado? –dijo la señorita Amparo. Ramón llevaba casi una semana tratando de no acordarse. -La verdad –dijo, después de pensárselo un momento, como si tratara de recordarlo- es que no hay mucho que decir. Al acabar la frase había sentido ya un brote de nerviosismo que le obligó a cortarla con brusquedad. -Mi padre me ha encargado que escriba para el periódico la noticia de lo que le sucedió. -Una mujer periodista –dijo Ramón, y se arrepintió al momento de decirlo. Quiso decir con buena intención unas palabras que sólo podían malinterpretarse. Pero no añadió nada para remediarlo. -Sí, sí -contestó ella, muy pizpireta-. ¿Tiene ahora unos minutos? Sólo necesito algunos detalles. A Ramón le abofeteó el entusiasmo con que se comportaba esa mujer. Los pocos periodistas que conocía no disimulaban su ambición personal en aras del asunto al que atendían. Sintió como un enfriamiento interior que le hizo ver el poco interés que despertaba en ella. -No entiendo por qué tiene que ser noticia lo que me ha ocurrido –dijo, también, sin meditarlo, tan sólo porque ella se había quedado en silencio. -Usted arriesgó su vida para salvar de la muerte a un pobre hombre. -Permítame, señorita –dijo Ramón-, pero la noticia, en todo caso, sería que no fui capaz de salvarlo. ¿Le gustaría a usted que de todas sus aportaciones al género humano sólo se recordase aquella en la que fracasó estrepitosamente? Hablaba más tranquilo, las palabras le salían solas. Pero después de salir le parecían injustas, desproporcionadas, surgidas más de un resentimiento propio que de la
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actitud defensiva que le inspiraba la señorita Amparo. Se sentía en la obligación de no bajar los brazos ante ella, y los recursos de que echaba mano su cerebro estaban todos infectados de falso abatimiento, pero, conforme Ramón los escuchaba, se daba cuenta de que eran la pura verdad. La señorita Amparo no insistió. -Muy bien, señor Vargas, lo siento mucho –dijo-. Espero que haga usted en adelante cosas lo bastante importantes como para que merezca salir en los periódicos. Amparín trataba de mantener la sonrisa, que se fruncía sin querer cuando pronunciaba palabras nacidas de la indignación. Hablaba como a punto de llorar, como hablan los débiles cuando se enfadan. Ramón se percató de inmediato. No sabía ser caballeroso. Sintió en sus manos el tacto recién lavado del hato, el perfume a limpio que aún subía de la ropa. Era el momento más adecuado para devolverle las ropas prestadas, pero Ramón decidió que era preferible llevarlas otro día a la consulta, disculparse en un momento en que ni sus nervios ni sus miedos le obligasen a decir lo que no pensaba. Ahora, en la penumbra del vestíbulo, entre recios muebles de madera y retratos de curas ilustres, a Ramón sólo se le ocurrió sacar la carta de Francisco Loscos, y se la tendió a la señorita Amparo. -Esto es algo importante –dijo.
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5. Sangre de pichón Los cielos escamparon, la tierra recobró su rostro seco y polvoriento, otra vez se oían trinar los pajarillos, y se celebró, por fin, el baile de Cuasimodo. Tradicionalmente, este baile se celebraba el domingo siguiente al de Resurrección, cuando resuenan todavía las campanas, los cohetes, los mazos y las campanillas con que la población celebra la festividad sagrada, pero las fuertes lluvias aconsejaron aplazarlo unos días, hasta que fuera posible ir por la calle sin que los carruajes se atascasen en el barro y pudieran lucirse los trajes de fino y vistoso dril. El salón del Casino, engalanado con guirnaldas de colores, pulidos los suelos de mármol y los dinteles historiados de las puertas, limpias de tela las arañas, empezó a llenarse de hombres a las cinco de la tarde. Antes de que apareciesen las damas, el humo de cien cigarros había formado una nube azulada por encima de sus cabezas. En el rincón mejor iluminado, en el buffet junto a los ventanales, media docena de músicos tomaron asiento con sus instrumentos. Los hombres se fueron distribuyeron en corros. El más nutrido de todos fue sin duda el corro de don Mariano Muñoz Nogués, en torno al cual reían los héroes del 77, Miguel Ibáñez, Pablo Torán, Francisco Laguía, Gregorio Maícas, entre otros, que arriesgaron sus vidas para repeler por segunda vez a los carlistas en nombre de la libertad. En aquellos levitones de gala colgaban medallas como cicatrices. Hombres ya provectos, que escuchaban con el gesto digno y los ojos cerrados desde los sillones, que habían acompañado al gran Víctor Pruneda en sus denuedos republicanos y que, en fin, habían visto crecer la ciudad, se juntaban con otros jóvenes para quienes estos próceres 44
representaban el camino del progreso, y muchas de cuyas hijas solteras harían de un momento a otro acto de presencia. Era difícil, por más festivo y desenfadado que fuera el motivo de la reunión, no regresar de inmediato al ardor político que daba color a los días. No sólo estaba a punto de partir la Expedición de los Amigos del Ferrocarril, no sólo había que celebrar la decisión del ministro Pidal para que el tren pasara por Teruel, y fuese camino de Zaragoza; no sólo resultaba perentorio escarnecer al diputado Rodríguez del Rey, que se había enfrentado con un rimero de deslavazados documentos a la más sensata de las decisiones, la más calurosamente acogida por los hombres de progreso de la ciudad. El buen tiempo había subido los ánimos, y ya estaba preparándose también la manifestación cívica del 3 de julio, donde los héroes caídos por la libertad contra la carcunda carlista serían homenajeados por los compañeros que lucharon codo a codo junto a ellos y por el pueblo agradecido en general. Largas barbas peinadas en dos crenchas puntiagudas, patillas feraces que recorrían el rostro entero, esculturas capilares que cincelaban el prestigio fueron repartiendo sus panzas decoradas con chalecos de fantasía por todo el salón de baile, y todo lo llenaron de humo. Las damas, como corresponde, se hicieron esperar. Y todas llegaron juntas, la mayoría con vestidos blancos, peinados altos, polisones abultados. Pero las hermanas de don Joaquín Igual vestían elegantes trajes de color azul celeste, y doña Bienvenida Marqués, que tan admirablemente desempeñó su papel de Margarita en el cuarteto de Rigoleto durante el último baile de Carnaval, vestía un precioso traje de color ceniza con adornos de terciopelo negro. Tan sólo había dos o tres mujeres más que llevasen atuendos oscuros. Las hijas de don Sebastián Polo iban vestidas de negro, aunque, como alivio luto, se habían acercado a saludar, pero se retiraron antes de que la orquesta entonara los primeros compases del vals de Panterose. Una muchacha muy joven, casi
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una niña, llevaba en este su primer baile de Cuasimodo un vestido también negro, pero con llamativos encajes claros. Y, en fin, las dos más deseadas, por encontrarse en la edad de merecer, y aun en la de seguir mereciendo, eran María Eugenia Gascón, que había embutido su cuerpo en un vestido gris, y su amiga Amparín Benito, el color de cuyo vestido, rematado también por encajes negros, dio mucho que hablar. Los hombres, cuando la saludaban, hacían gala de su cultura vitivinícola. -Lleva usted un precioso vestido color Burdeos, señorita Benito, le dijo don Bartolomé Esteban, uno de los catorce miembros de la recién constituida Junta Gestora del Ferrocarril. -De eso nada -replicó Mariano Jiménez, otro de los miembros-, qué Burdeos ni qué niño muerto, ¡ese es el color Cariñena! –dijo, como si ofreciese un brindis en honor de Amparín y de la vía férrea. La orquesta se arrancó con una polca, que a la gente, absorta en sus conversaciones, no la animó a bailar. Serafín Adán fue a pedírselo a Amparín Benito pero Amparín le dijo que no. Fue el mismo Serafín, elegantemente trajeado con un terno de dril y una pajarita verde, el que dictaminó el color exacto del vestido de su amada. -De eso nada, señores. Sosieguen sus furores… Hubo risas y protestas. No dejaba de ser un comentario inconveniente. -Este color es sangre de pichón. Sí, sí, don Aurelio, no ponga esa cara. Amparín no estaba para exquisiteces cromáticas. Un impulso le llevó a ese vestido cuando su madre le ordenó que fuera al baile. Aquello provocó una agria discusión en la que se enzarzaron los dos hermanos y Amparín dijo más de lo que hubiera querido decir. Todo había surgido esa mañana, durante la comida, por un comentario de don Aurelio, quien preguntó a Amparín qué vestido se pondría.
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-No voy a ir, padre –fue la escueta respuesta su hija. El padre, ya de por sí preocupado, trató de descifrar en el rostro de Amparín un síntoma como el de las frases extrañas. Por alguna razón el médico vio venir la recaída. -Pero, querida, si ya tampoco quisiste ir al baile de Carnaval. ¿No hay otro momento para leer esos librotes que te lees, hija mía? -Venga, hermana, que se te acaban los bailes –dijo su hermano Julio, mientras chupeteaba los cartílagos gelatinosos de unas manitas de cerdo. Este mismo comentario, en otras circunstancias, no habría tenido el virulento efecto que tuvo en el ánimo de la muchacha. Sintió cómo le ardían las sienes y las palabras le salían solas. -Yo no necesito buscarme novio. Ni tampoco voy a consentir que tus amigotes me pasen revista como a las vacas de las ferias. -¡Pero niña! -terció la madre. Amparo rebajó el tono de sus invectivas, pero no se calló. -Además, yo ya tengo un pretendiente, y quiero casarme con él. Todos quedaron suspensos, el padre con la cuchara llena de garbanzos, la madre con la servilleta en los labios, el hermano con un hueso entre los dientes. Si les hubiera dicho que estaba preñada no los habría dejado tan estupefactos. Quizá fue la primera vez que todos se dieron cuenta de lo que pensaban de su hija y hermana, que no se casaría nunca. El doctor Benito creía saber quién era. El joven Serafín, un hombre serio pero algo tontilán, aparecía últimamente mucho por la imprenta, acompañaba demasiadas veces a los amigos del doctor que venían a visitarle a la consulta. Lo que le sorprendía no era, en fin, la identidad del sujeto, sino el hecho de que su hija pudiera haber elegido a semejante meapilas. Si Amparín era capaz de enamorarse de ese
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individuo, la familia emparentaría nada menos que con los Adanes, pero todas sus certidumbres en materia de fisiognómica y genética quedarían en entredicho. A la madre le sentó mal la comida. Nada más saberlo se puso mala. La salud de doña Emerenciana dependía de que nadie le llevase la contraria, y tener novio, o casi, y no saberlo todavía la familia, era un disgusto tremendo. Ni se tenía que decir a bocajarro semejante cosa ni se tenía que hacer tampoco. No podía soportar la idea de que se metiera un yerno en casa, pero tampoco de que su hija la abandonase. Tan solo, después de suspirar varias veces con la boca cerrada y apartar unos centímetros el plato, como si le diesen bascas, se limitó a dirigirse a media voz a su hija: -Amparo, hija mía, yo creo que tienes razón: no deberías ir al baile de esta tarde. -¿Y quién es, si se puede saber? –preguntó, divertido, su hermano Julio, que, pasado el primer susto, había empezado a dar cuenta de la morcilla-. ¿No será el mendrugo de Serafín? El padre lo mandó callar con la mirada. En el fondo era una situación normal. Las hijas tienen pretendientes y lo anuncian en la comida familiar. Por eso era un poco extraña la poca alegría que se respiraba entre los humos que salían de las soperas. -No, no es Serafín –dijo Amparín, con la mirada baja. -Hija mía –terció su madre-, ya hemos tenido suficiente sofoco para que ahora te andes con secretos. -Se llama Ramón Vargas. -No hay nadie que se llame Ramón Vargas –dijo Julio-; quién es, ¿un forastero? -Entre tus amigos no hay nadie que se llame así, desde luego –le contestó Amparo, de mala uva. -¿De qué me suena a mí ese nombre? –se preguntó don Aurelio. -Te suena de que hace una semana le curaste las heridas.
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-¿El maestro de escuela? Madre y hermano saltaron a la vez. -¿¿Maestro de escuela?? -Sí –dijo Amparín, levantando la mirada-. El maestro. Todo lo que sucedió después fue muy desagradable. Las bromas de su hermano Julio adquirieron tintes ominosos. -¡Pues estaría bueno! ¡Yo pateando el campo para dar de comer a un maestro! ¡De eso nada! –se aventuró a ordenar, dando por hecho que su condición de hermano y de hombre le calificaba para ordenar la vida de su hermana sin esperar a que sus propios padres se pronunciasen. El más conciliador fue don Aurelio. -Calma, calma –dijo-. No debemos juzgar a las personas antes de conocerlas. Dime, hija, ¿tiene familia?, ¿de dónde procede?, ¿qué apellidos tiene? Amparín se había cerrado en banda. Se zafaba como podía de las preguntas. Tanto la incordiaron que pidió permiso para levantarse de la mesa, y eso que aún no habían sacado de la cocina la pierna de cordero con patatas con que solían acompañar el cocido. Su madre, antes de dárselo, volvió a sujetarse la frente y a cerrar los ojos, y susurró estas palabras: -Hija mía, yo creo que sí deberías ir esta tarde al baile. De lo que no se habló fue del vestido que tendría que ponerse. Aquella seda lívida como las berenjenas, rematada en frunces azabache, tenía el atrevimiento de las cármenes y de las majas, sobre todo porque, a pesar del chal de blonda negra, el escote era bastante pronunciado. Nunca jamás se había puesto Amparín Benito semejante escote. Pero ni su hermano ni su padre habían caído en la cuenta porque el chal estaba recogido con un prendedor a la altura del esternón, y tupidos encajes ocultaban el nacimiento del pecho.
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Cuando llegó al baile se lo quitó. Los que porfiaban por reconocer la cosecha que dio el color a ese vestido desparramaban la vista sin disimulo. De un cuerpo recogido había brotado una mujer bandera, pero sus carnes blancas nunca vistas proporcionaban el placer añadido del descubrimiento. No obstante, los escotes generosos eran el pan de cada día. Sin llegar a la altura del corpiño, que habría sido excesivo, las mujeres mostraban los hombros y las clavículas, y rivalizaban en gracia y naturalidad en cuanto a las líneas y las curvas que dibujaban. Amparín, de tanto leer al sol, llevaba moreno el cuello, y el contraste entre la piel colorada de la cara y la tersura ebúrnea del resto provocaba sentimientos encontrados y opiniones dispares. A unas les movía a risa; a otros, a desasosiego. El doctor Benito atendía al corro de Muñoz Nogués y a las inmediaciones de Amparín, a todos prestaba oídos y llevaba con la mano el compás del rigodón. Fue entonces cuando hizo acto de presencia el escote más disparatado de la fiesta, una mujer rubia, gallarda, imponente, con un vestido de lino de color violeta que a más de un asistente pareció en absoluto propio de las fechas que acabábamos de celebrar. Se le veía ya la sombra azulenca de los capilares de los pechos, y la enseñaba con elegancia y empaque. Pocos la conocían. Amparo sí, y no sólo porque la dama hubiera entrado en el salón acompañada por su hermano Julio. La conocía del teatro. Era la señorita Lis. Ya había triunfado, el jueves anterior, el primero de la temporada, con la comedia La Mariposa, del dramaturgo Leopoldo Cano, una pieza que en su estreno en Madrid había merecido los calificativos de pieza “romanticota, trasnochada y fiambre”, por mucho que, según era moda por entonces, tratase de representar los más sórdidos aspectos de la realidad. La tragedia de Martina, fea, coja y deforme, embelesada con una felicidad que no es más que fantasía, un estro volátil, “una larva miserable”, como la definió un crítico de la capital, había producido
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en Amparo sin embargo una emoción desconocida. Había sido, sin duda, la impresionante actuación de la señorita Lis, que siendo guapa hizo de fea, y siendo esbelta supo ser coja, y remontarse en las últimas escenas con un patetismo que hacía olvidar los evidentes desarreglos propios del estreno. Aquellas amargas carcajadas en la escena del asesinato, que se cortaban en seco como las de las locas, le habían llegado al alma. Quizás Amparín había visto en ella una imagen abstracta de sí misma; quizá fue solo la pasión arrebatada de Amparín por el teatro, o su admiración de una actriz que, a pesar del accidente sufrido por la compañía durante el viaje, sustituyó a compañeras lesionadas, dobló representaciones y el próximo jueves iba a estrenar una de las piezas más atractivas de la temporada, Los guantes del cochero. El hecho de que fuese acompañada por su hermano Julio, todo hay que decirlo, la llenó de indignación. Ella misma, antes del episodio lamentable de la comida, había ponderado las virtudes de la actriz ante su hermano, y él ahora la paseaba sonriente por el salón como por las mañanas paseaba ufano las reses recién apalabradas en la feria. La fama de don Juan bárbaro y aldeano que iba criando su hermano no se contentaba ya con las muchachas casaderas de Teruel. Para él, pensaba Amparín, nada como tener lo que los demás desean. La cómica talluda y el joven terrateniente fueron paseándose por todos los sillones del salón, entre damas que la miraban con recelo y caballeros que le sonreían con sus dientes amarillos. Se dirigían hacia donde estaba ella con su amiga María Eugenia. Amparín no se encontraba con fuerzas para soportar la ira que le inspiraba su hermano mezclada con la admiración que sentía por la señorita Lis. Al fondo, junto al ventanal por donde había pasado su hermano de largo, había un hombre de grandes patillas, levita de paño inglés y pantalones blancos, que hablaba sin sonreír con otro individuo, lejos de los corros que recitaban como si fuera un número de la
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suerte los 18 millones y pico que iba a costar la vía férrea. El hombre apartado a quien Julio no saludó en su paseíllo era el diputado Rodríguez del Rey. Y hacia él, cruzando el salón por entre los bailarines, se dirigió Amparín Benito. Hasta don Mariano Muñoz Nogués se percató del acontecimiento. Hasta los músicos que bailoteaban con los hombros vieron cómo esa mujer cruzaba erguida la sala, y casi resultaba más atractiva que la propia señorita Lis.
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6. La dicienda Qué vergüenza. Todo el mundo la vio conferenciar entre sonrisas, sin recato de ninguna clase, con aquel traidor. No había bastado el poco sentido de la dignidad del diputado Rodríguez del Rey para presentarse a cuerpo gentil en el baile de Cuasimodo, a ser la dicienda y a soportar con cínica entereza los desdenes de todo Teruel. Ni siquiera se conformó con haberse fugado en Madrid al partido fusionista, mientras aquí daba la batalla conservadora y se empeñaba, en contra de la opinión de los paisanos, en llevar a Sagunto el Ferrocarril. “Un gran puerto seco”, “exportar y no importar”, “las tierras se orientan por el cauce de los ríos” y otras paparruchas de ese jaez con las que se había llenado la boca en sus discursos ante el ministro Pidal, otro que tal. No, no sólo había sido eso. ¡Había flirteado sin rebozo con la hija de su más encarnizado enemigo! ¿No era eso lanzar un guante en público? Sí, sí. Concedamos que había sido Amparín la que se acercó por su cuenta hasta el infame diputado, cosa de difícil explicación tratándose de una mujer decente y un hombre soltero, delante de todo el mundo. ¡Pero es él quien, con toda cortesía, debería haber agradecido el saludo con una inclinación de cabeza y media sonrisa, haber mostrado gestos ostensibles de incomodidad, o bien haber buscado la compañía de otras damas entre las que escabullirse de tan comprometedor encuentro! Y, sin embargo –se dijo el doctor Benito mientras auscultaba el pecho escuálido de un niño tísico-, él también podía haber cruzado la sala detrás de su hija, podía haber saludado secamente y regresado con ella cogida del brazo. Y eso, señoras y señores, tampoco lo hizo. Su prudencia pudo más entonces que su honor. ¿Habría sido preferible protagonizar un encuentro desagradable con ese forastero, diputado por Teruel como
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podría serlo por Melilla? ¿Qué habría pensado la Junta Gestora y los héroes del 77 de un médico que tiene que llevar a rastras a una hija capaz de soltar cualquier barbaridad en público? ¿Con qué autoridad hoy mismo, cuando terminase la consulta, iba a escribir un largo artículo acusatorio contra Rodríguez del Rey si ayer hubiese perdido los papeles, si hubiese sido el hazmerreír del baile? El doctor Benito solía pensar como si estuviera echando un discurso. Era el tono en el que escribía sus soflamas de El Ferro-carril y en el que comunicaba su enfermedad a los pacientes. Era el tono en el que se pronunciaba cuando había que meter baza en las reuniones de la Junta Gestora (de la que el doctor Benito era secretario in pectore), y en el que comunicaba a su familia las últimas novedades. Hablaba así porque pensaba así, y porque sólo así el hilo de sus pensamientos no se enredaba en la primera duda. Su vida estaba llena de signos de interrogación tan bien dibujados como las guías engomadas del bigote. Pero no tenía más salida que esperar a que la loca de su hija se apartase de aquel sujeto. La cosa, afortunadamente, no había durado más que unos instantes. Es posible incluso que alguna dama no llegara a enterarse, o que no supiesen quién era el diputado. La verdad es que el doctor Benito se había quedado de piedra, pero su hijo Julio reaccionó con más astucia. Julio sentía un desprecio infinito por Rodríguez del Rey, pero no por el asunto de la vía férrea, o por lo menos no por las mismas razones que su sueñor padre, sino porque no aguantaba a los traidores. Julio Benito era de los que consideraban al ministro Pidal, tradicionalista ultramontano que aceptó un sillón en el gobierno de Cánovas, un traidor a la causa carlista, pero eso era un asunto privado. Su hermana, por lo demás, lo ponía muy nervioso. Primero les había dado el disgusto del maestro, y ahora el del diputado. Julio tampoco quería verse envuelto en una trifulca con Rodríguez del Rey, hombre de verbo afilado, acostumbrado a insultar
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con cortesía. Julio era más bruto. Sus discusiones no terminaban hasta que no se sentía vencedor, fuese de palabra o de obra. Por eso secreteó al oído de su despampanante amiga, la señorita Lis, y de inmediato ella volvió a cruzar la sala y al llegar a las inmediaciones del diputado lo trató como si hubiesen sido amigos de toda la vida. Pudo verse la cara un tanto sorprendida de Rodríguez, que achinaba los ojos, tratando de recordar, pero después estallaba en un interés de ojos muy abiertos y una sonrisa de recordar grandes momentos. Amparín quedó tan al margen que, según se fue girando la señorita Lis, el diputado terminó por darle la espalda, momento en el que su acompañante cruzó unas palabras con Amparo. Pocas, porque Julio acudió entonces al quite y susurró a Amparín que su padre quería hablar con ella. Gracias a la rápida intervención de aquella gran actriz la cosa no llegó a mayores, pero el doctor Benito no las tenía todas consigo. Terminó de auscultar al niño, se quitó el mandil blanco y los manguitos, cogió su bastón y su bombín y se dirigió a la calle. Había que hablar de hombre a hombre con aquel sujeto. En menos de dos meses celebrarían otro baile. Quién sabe qué giro habrían dado para entonces los acontecimientos. Don Fabián asomó la cabeza por la puerta de la clase. -Eh, tú, ven aquí. Ramón dejó el libro sobre la mesa y se llevó un dedo a los labios. Los niños continuaron su tarea, confiados en que no viniese don Fabián para sustituirlo. En el vestíbulo de la escuela estaba esperándolo el doctor Benito. -¡A mis brazos, Señor Vargas! –dijo don Aurelio, acaso con un exceso de amabilidad-. ¿Cómo van esas magulladuras? ¿Ha vuelto a resentirse de la herida? ¡Venga usted cuando quiera para que se la examine, no faltaba más! -Muchas gracias, muy amable.
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-¿Y qué tal está don Francisco?, ¿cómo se encuentra? El rostro redondo y colorado del doctor Benito se balanceaba de un signo a otro de sus interrogaciones. Ramón no cayó a la primera. -¿Quién es don Francisco? –dijo. -¡Por el amor de Dios, don Ramón, usted bromea! ¡De modo que tenemos entre nosotros todo un corresponsal de la Agencia de Castelserás y usted como si nada! Ramón se había arrepentido muchas veces de aquel gesto que tuvo con la hija del doctor. Daba la sensación de que aquella carta era como una partida de nacimiento, como un certificado de pureza. Las sonrisas que desde entonces empezaron a prodigarle personas que hasta ese momento lo habían despreciado le parecían de la más abyecta condición, le removían sus peores sentimientos y lo empujaban con violencia a la descortesía. En buena hora le enseñó esa carta. Estaba pagando por su soberbia, sin ninguna duda. Pero no se trataba de una soberbia religiosa y capital, sino un fallo en las bondades de la discreción. A los botarates que se conforman con un papel les pasa eso, que lo enseñan. En esos momentos, sin embargo, sólo buscó maneras de justificarse. -Bueno, bueno. Ser admitido tampoco significa demasiado… -Mi amigo Plácido, el catedrático de biología, no es de la misma opinión. Piensa que es el primer peldaño para ascender en el escalafón de la celebridad y… Además, sé que ustedes dos son buenos amigos. -No, don Plácido no es mi amigo. En todo caso, si su amigo es de este pensamiento, ¿por qué le niega al doctor Loscos la financiación para el Herbario Nacional? -¡Acabáramos!, ¿cómo dice usted eso? –clamó el doctor Benito. No era el mejor día de Ramón para los besamanos. Sentía un placer casi voluptuoso en decir lo que pensaba. La última carta de Loscos, en la que una eminencia
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como él echaba pestes del caciquismo analfabeto que campeaba en la provincia, le había empujado a no dejarse llevar por más prudencia que el amor a la verdad. Estaban los dos junto a la puerta de cristales que comunicaba con la capilla. Entre las aguas de los cristales se veían pasar sombras cuyos contornos flotaban tratando de pescar algo de la conversación. -Vamos a la calle, si no le importa –dijo Ramón. El doctor Benito estaba un poco asustado. Por la calle de San Miguel bajaban labradores con burros cargados de las frutas y verduras que no habían vendido esa mañana en la plaza del Mercado. Caminaban delante del burro con su sombrero de paja, y detrás, en parejas, se veían mujeres desgreñadas, exhaustas de gritar, con tinajas llenas de agua sobre la cadera, pues en todo el barrio del Arrabal, tierra de agricultores, se pensaba que la fuente de la plaza de la Catedral era más sana que la de sus caños, uno de los cuales, el que provenía de la Peña el Macho, pasaba por debajo del depósito de cadáveres. Allí, a la sombra interior de la muralla, Ramón se dejó llevar por sus impulsos. -He leído su artículo sobre la Junta de Sanidad, don Aurelio. Don Aurelio entrecerró los ojos y se atusó el bigote. -Tiene usted razón en todo lo que dice, pero me temo que va a ser demasiado tarde. -Explíquese, haga el favor. -Con mucho gusto. He leído también que los casos de cólera en Játiva dan lugar a mofas de todo tipo. Pues no, señor Benito. No fue una falsa alarma. Fueron varias, y dos de ellas están a punto de morir. Usted conoce al gobernador, demuestra estar al dedillo de las corruptelas consistoriales. Estamos a finales de abril. Con el calor la epidemia entrará en su apogeo, y la población entera está indefensa.
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El doctor Benito se puso muy serio. -Deberíamos charlar un poco más tranquilamente sobre este asunto, señor Vargas. Lo veo a usted bien informado. Pero tenga en cuenta que las autoridades aquí no son nada estables. El gobernador, el señor Fabra, se marcha un día de estos al gobierno de Castellón. Y en la diputación, si usted ha leído… Quiero decir que las autoridades no sólo no quieren sino que tampoco tienen tiempo de tomar decisiones. Pero dígame, ¿de dónde se ha sacado usted que lo de Játiva es grave? -Mi amigo Carlos Pau es el boticario de Segorbe y me tiene bien informado. Hay mucho que hacer, y quizá ni eso sea suficiente, pero es imprescindible tomar el asunto igual que se tomó con Francia. En el camino de Valencia debería haber ya un cordón sanitario. -Bueno, bueno. No creo que sea lo más recomendable para esos arrapiezos que un maestro los aterrorice con un miasma que todavía no sabemos si subirá hasta nuestra altura. -No es un miasma, es una bacteria. -¡Permítame, señor Vargas! ¡Usted será un experto en flores, pero yo soy médico! -Da igual. No vamos a discutir por eso. Lo único que le pido es que trate de organizar cuanto antes un decálogo de precauciones. No podemos permitir que ocurra lo mismo que la última vez. -Pues la última vez, en el año 65, tengo que decirle que no fue ni mucho menos tan grave como la anterior. Si usted se fija en la tendencia… -No fue del todo grave pero yo perdí a mi familia. La perdimos muchos como yo. Y la perderán ahora muchos que están como entonces estaba yo. El doctor Benito hizo mutis. Se sacó el reloj del chaleco y lo consultó.
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-Joven, usted y yo tenemos que hablar. -En cuanto se desate el cólera, usted sabe igual que yo que la mayoría de los médicos saldrán pitando de la ciudad. Pero los pocos que hay dispuestos a quedarse, como usted, deberían tomar decisiones. Y no sólo ustedes. Los franciscanos tienen experiencia en lazaretos. Sería importante que su voz fuera tenida en cuenta para dar consejos a la población. -Bien, bien… Lo veo a usted un poco alarmado. Pásese mañana cuando salga de la escuela por la imprenta de El Ferro-carril. Está justo debajo de mi consulta. -Debo volver a la escuela. -Adelante, adelante. Sin embargo… En fin, hay otro asunto que… El doctor Benito, el bastón colgando del antebrazo, se frotaba las manos, sacaba y metía del dedo el anillo de compromiso, ensayaba sonrisas que volvía a replegar. -Creo que usted y mi hija son amigos –dijo el doctor. -Le estoy muy agradecido a su hija por los cuidados que me dispensó. Por cierto, ¿puedo pedirle un favor? No sé si usted se dirige a su casa en estos momentos, pero yo quería devolverle estas ropas que me prestó el día del accidente… Si lo prefiere, puedo llevarlas yo mismo, o dárselas a su hija. -No, no. Traiga, traiga –dijo el doctor Benito-. Pero no me ha respondido. ¿Son amigos o no? -Por mi parte no habría ningún problema en serlo. Creo que fue ella la que se molestó porque yo no quise colaborar en su artículo sobre el suicida. La verdad es que se lo tomó bastante mal. Pídale disculpas de mi parte, si es usted tan amable. El doctor Benito no siguió preguntando. Sus peores sospechas se confirmaban. Amparín no sólo decía ya cosas extrañas, sino que había empezado a mentir. Pero entonces, pensó, si se inventó lo del maestro, ¿qué hay de Rodríguez del Rey? Hoy
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mismo se decía que su mano derecha, el secretario Sevilla, se marcha pronto de la capital, y Rodríguez seguirá el mismo rumbo. ¿No pensaría, antes de partir, vengarse de cuantos le zahirieron y muy en especial del doctor Benito, que es quien, casi sin seudónimo, con más saña lo había vapuleado desde las páginas del Ferro-carril? ¡Y qué menos que vengarse atacando lo más querido! El joven salvador fallido parecía una persona honrada. La mirada un poco aviesa, concentrada, endurecida, y la boca escondida bajo un enorme bigote que sin embargo, observó el doctor Benito, no llevaba las puntas engomadas ni estaba peinado siquiera. Parecía fácil sacarlo de la escuela. Su amigo Gumersindo le había comentado si tenía algún pariente para la plaza de secretario de Ayuntamiento, con tres mil pesetas al año, mucho más de lo que podía soñar un maestro. No, no sería difícil incluso meterlo de matute en el Instituto, o en la Diputación. Haya quien haya, mangonee quien mangonee, meter a alguien en la diputación siempre es posible. Además, pensó el doctor Benito, no tiene familia. No hay incómodos testigos, ni encuentros engorrosos. Y Amparín necesita alguien que la cuide, aunque sea tan raro como ella. El doctor Benito, más calmado, terminó de subir la cuesta que desemboca en la plaza de la Libertad, y paseó junto a la pared de la Catedral hasta el Ayuntamiento, donde paró a echar un trago en la fuente. ¡Una bacteria! ¡Qué cosas! ¡Si ya no vamos a poder disfrutar de esta agua tan rica…!, iba pensando, pero se disciplinó para volver a cosas más urgentes. Había cumplido la embajada de su señora esposa. Ya había ido a ver al mequetrefe del maestro y le había puesto las peras a cuarto. Ya le había dicho que ni se le ocurriese poner siquiera la mirada encima de su hija. El doctor Benito ensayaba incluso las frases con las que se lo había dicho. Procuraría decirlas a solas, sin que Amparín estuviera presente. ¿Y si trataba de templar gaitas? ¿Cómo podría templar gaitas, señoras y señores, en una situación tan comprometida para la familia?, iba
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diciĂŠndose el doctor Benito calle abajo, entre hojas de berza podrida que habĂan dejado los hortelanos en su regreso a las afueras de la ciudad.
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7. Inspecciones en la casa del suicida. Muchos domingos el hermano Silvestre salía de noche al campo. Las primeras luces lo encontraban recogiendo sus plantas medicinales por los barrancos margosos de Santa Bárbara, por los pinares ateridos de la sierra, por las gargantas selváticas del río. Y muchos domingos lo acompañaba Ramón. Tan sólo hablaban un poco al encontrarse, porque Silvestre solía aprovechar la oscuridad del camino para rezar y luego se enfrascaba en su trabajo, sin tiempo para ocios ni recreaciones. Ramón perdía mucho más el tiempo. Él no buscaba plantas concretas sino flores desconocidas. A veces le pedía consejo a su amigo fraile, que conocía mejor el terreno, pero era entonces, con las manos en la espalda y la cabeza baja, cuando Ramón se sumía en sus cavilaciones y aprovechaba para disfrutar. Silvestre, en cambio, no se habría perdonado dedicarse a dar paseos por el campo mientras sus hermanos velaban enfermos o fregaban los suelos de la casa convento. Se esforzaba en ir más deprisa, en coger más flores, en calcular las existencias y las necesidades. A Ramón esa figura menuda y agalgada del franciscano buscando hierbas entre las piedras le tonificaba el espíritu. Ahora él debería seguir el mismo ritmo que Silvestre, ya había un motivo para que el placer fuera un trabajo. La afición por la botánica se había convertido en profesión de oficio. Sin embargo, su concentración necesitaba placer. No era capaz de apartar los pensamientos y dedicar su atención a un solo fin. Podía concentrarse, pero por su cabeza iban y venían los recuerdos y las previsiones. Silvestre, al contrario, iba pensando en modificar las proporciones de sus fórmulas, en probar distintos elementos que mejorasen los
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preparados. Silvestre tenía dominio sobre el presente, y eso era lo que Ramón más admiraba de su amigo. A sus espaldas, el sol asomaba tras los montes azules de Gúdar. Las dos figuras encorvadas iban cobrando nitidez entre rastrojos de color grisáceo y campos labrados que apuntaban una sombra verde de primeros brotes. Subían por las lomas, bordeaban los bancales, saltaban las terrazas sujetas con lascas de piedra caliza. Evitaban los bosquecillos de pinos que se arracimaban en lo alto de los cerros, pero buscaban bajo las sabinas rastreras y en los ribazos de los linderos. Desde el cerro de Santa Bárbara Teruel era un espectro de ciudad tendida bajo la noche. Sólo las torres mudéjares asomaban sus alminares por encima de la bruma. Del resto apenas se veía el blanco sucio de la muralla y una sombra de tejados curvos, de techumbres pandeadas, de agujeros en los desvanes y cañizos en los gallineros. La ciudad amanecía entre la tersa transparencia y el color sufrido. El hermano Silvestre había hecho buena provisión de espliego y manzanilla, más que de ordinario, y había bajado hasta el arroyo para coger unos hinojos. Caminaba más deprisa que de ordinario, arrancaba los matojos sin su proverbial cuidado. Ramón, por su parte, iba buscando algún ejemplar ya florecido de Nacissus pseudonarcisuus, uno de los primeros en desplegar sus vistosas flores amarillas. Casi todos los narcisos (el assoanus, el bulbocodium, el dubius, el eugeniae o el pallidulus) se habían localizado en la sierra de Albarracín, en la de Cucalón y en la margen izquierda del Jiloca, además de un ejemplar que el doctor Loscos encontró en Calaceite. A juicio de Ramón, este pseudonarcisus le serviría para un pliego de amarilidáceas bastante completo. Ya de regreso, Ramón enseñó el narciso recién florecido como el mejor hallazgo de la mañana. -Un trompón –dijo el fraile-. Ahora hay muchos.
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-¿Tú no los usas? Dioscórides dice que es bueno para los espasmos. -Sí. Y es un buen vomitivo, y calma la tos violenta. -¿Y tú no lo recoges? -No. Yo no lo uso. Es tóxico. He visto utilizarlo en vez de la ipecacuana, y también he visto niños anestesiados con un licor de trompón que no hacían más que vomitar y no podían tenerse vivos. Así que ten cuidado: da sueño a quien lo huele. En la explicación del hermano Silvestre había un punto de moral severa. Ramón tenía con frecuencia la sensación de que el fraile le hablaba en clave, como un oráculo franciscano, a través de los síntomas y los olores. -¿Y tú para qué llevas tantas manzanillas? -¿No dices que se aproxima el cólera? –dijo Silvestre; Ramón tuvo la sensación de que apretaba el paso-. Vamos a necesitar cubas de tónico para las diarreas. No harán falta narcisos. Los enfermos vomitarán ellos solos, de eso puedes estar seguro. Ramón se dio por aludido. Bajaban ya por los desmontes rojos del calvario, hacia el barrio de los trabajadores. Ya había levantado la mañana y por las callejas sólo se veía pasar algún hortelano madrugador. -Estuve ayer hablando con el doctor Benito –dijo Ramón-. Vino a verme a la escuela, no sé a qué, la verdad, porque no hizo más que preguntarme por mi salud. Yo aproveché que estaba allí y le dije todo lo que tú me habías dicho. Me ha citado para un día de estos, que será mañana mismo, en la redacción del periódico. -Yo también estoy intentando convencer al hermano Pascual para que consiga cuanto antes una audiencia con el señor obispo. Pasaron junto a la iglesia de la Merced. Ramón decidió seguir rambla abajo, con el pretexto de acompañar al fraile al convento y darse un paseo hasta los lavaderos.
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-Deberías elaborar un decálogo de precauciones, Silvestre. Tú sabes mucho de esto. -Yo no sé nada, Ramón. El drama es que no sabemos nada. Quizá lo tengamos aquí, entre nosotros, envuelto con nuestros alientos. Quizás esté en ese narciso que llevas en el morral, o en estas manzanillas. Sólo sabemos lo que provoca, pero no dónde se esconde. Lo que dice el doctor Koch tiene mucho sentido, pero eso no arregla las cosas. Si resulta que el cólera entra por la mugre, más nos vale encomendarnos a la providencia. Los dos amigos se despidieron al pie de la cuesta de la Andaquilla, un angosto camino de piedras que subía desde la iglesia y el molino hasta la plaza del seminario, ya dentro de la muralla. Ramón tenía previsto volver a casa y preparar los pliegos de hierbas ya secas para su envío, de modo que regresó unos metros por donde habían venido, hasta cruzar por debajo el arco del acueducto. Entonces debería haberse metido a la izquierda, por las faldas del cementerio, pero siguió hasta la iglesia de la Merced y recorrió el camino que había hecho el mismo día que recibió la carta de la Agencia de Castelserás, y pasó por delante de la puerta que tuvo que forzar para llegar hasta el pozo donde un hombre agonizaba. Se había recuperado del susto y del enfriamiento, pero no del recuerdo. Las palabras del fraile lo habían vuelto a sumergir en un caldo de mala conciencia. Qué podía hacer él contra la llegada del morbo asiático. Qué pudo haber hecho para salvar a aquel pobre desgraciado. La gente, pensó, se quita la vida por un quítame allá esas pajas. Quizá el suicidio fuese otra bacteria que, como el cólera, puede que se transmita por los alimentos. ¿Pero por qué alimentos? Ramón ya había hecho algunas averiguaciones sobre el pobre hombre. Se llamaba Vicente y era valenciano. Por eso en el barrio lo conocían como el tío Visén o
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el Correcher. Junto a la estrecha fachada de la casa, de paredes abombadas con ventanucos, había una puerta grande de corral donde el tío Visén tenía su taller. Trabajaba sobre todo para los vecinos, les ponía ñapas en los arreos de las caballerías y medias suelas en los zapatos, pero también para los pastores que por estas fechas volvían con sus ganados de Levante para pasar el verano en las montañas. Varios meses al año, el tío Visén acompañaba a los pastores con un mulo cargado de leznas, agujas, clavos, tachuelas doradas para ornamentar las aparejadas, costillas de madera para los collerones y cuero para las suelas de las polainas. Según le contó un pastor del barrio, era buena persona, formal y cumplidor, poco amigo de fiestas y de despilfarros. Eso era todo lo que Ramón había logrado saber del suicida. Ramón llamó a la puerta de su casa. No tardó en abrirse la hoja de arriba y asomar entre la sombra una mujer enlutada. Una pañoleta negra anudada bajo la barbilla le alargaba el rostro. Los párpados y los labios tenían ya la forma del dolor, que era un gesto parecido al luto, un velo negro en la mirada que tardaría mucho tiempo en desaparecer. La mujer no lo reconoció a la primera, quizá porque no llevaba ropa de maestro ni galas dominicales, sino unas alpargatas de esparto, un pantalón de pana remendada y una gorrilla. La mujer lo miraba entre asustada y compungida. -Me llamo Ramón. El otro día intenté… La mujer seguía mirando sin expresión en la cara. Pero por detrás de ella se oyó una voz de mujer. -Es el que sacó al padre del pozo. La mujer quiso recordar la cara y rompió en sollozos. Su hija la cogió de los hombros y abrió la puerta de par en par. Era todavía una muchacha de quince o dieciséis años, flaca, desmedrada, traspasada de ese dolor juvenil que más bien parece odio, incluso a los propios que lo padecen. Llevaba puestas unas sayas negras abotonadas
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hasta el cuello y el pelo recogido en un coleto de cualquier manera, con mechones que le caían por la cara. Sólo sus ojos garzos parecían conservar la idea de lo que ese cuerpo habría sido sin privaciones ni sufrimientos, el de una muchacha en primavera. Pero la tez macilenta y los labios cortados daban idea del largo invierno en que había nacido. -Le acompaño en el sentimiento. La muchacha bajó la cabeza para cumplir. La madre, repuesta de un llanto monótono, del llanto que queda cuando cesan las ganas de llorar, se apresuró a sacar de una alacena vieja un plato con cuatro rosquillas de anís. El plato llevaba marcas en los bordes, dedazos de la madre, todos tintados de rojo, como manchados de pimentón. -¿Quiere usted pasar? –dijo la muchacha, seria y correcta, con una dignidad que a Ramón le resultó cercana, mucha más que el servilismo que exhibía la madre, y que a Ramón le parecía la primera costumbre que los pobres deberían erradicar para dejar de serlo. A veces se planteaba si ese servilismo negaba o bendecía las modernas teorías transformistas del señor Darwin. Ramón entró en una sala de techos muy bajos, con una cortina al fondo que debía de comunicar con las escaleras que subían al dormitorio. El suelo era, como el suyo, de tierra pisada, pero limpio y recién regado. En un rincón había una cómoda con las taraceas descoloridas, y un par de calderos de lata llenos de agua. Aparte de la alacena, no había más mobiliario que una mesa gorrinera y unas sillas de enea, ni más decoración que una hornacina de yeso dentro del que colgaba un retrato de San Lamberto decapitado, con la cabeza en la mano. Madre e hija estaban esbrinando azafrán. La madre le ofreció a Ramón su asiento. -Ya ve usted, qué desgracia –repetía la mujer, junto a una retahíla de frases de duelo que acompañaba con suspiros. La muchacha, apoyada en la cómoda, seguía callada.
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-Siento mucho no haber podido hacer nada más por su esposo –dijo Ramón, palabra por palabra, como si las estuviera dictando, como si esperara que a la madre iba a costarle comprender. -Uy, señor, ¡encima, encima!, ¡qué más se podía hacer!, ¡agradecidas tenemos que estarle!, ¡coma una rosquilla, que son del horno de la vecina, que están hechas de ayer y llevan huevo! -Veo que se dedican al azafrán –dijo Ramón, preparado para desviar la conversación al mundo de la botánica. -¡Y qué vamos a hacer! ¡Cómo vamos a salir adelante! Por todo este montón nos pagan dos perras gordas, y mañana iremos a por esparto para hacer serones, si hay esparto. Desde que murió Vicente nunca sabemos si vamos a poder comer. -Déjelo estar, madre. -Creo que su marido era guarnicionero. -¡Y bien bueno y bien cumplidor! Ramón no se atrevió a insinuar que el difunto las hubiese dejado en la miseria, pero parecía evidente que así había sido. Un guarnicionero, sin embargo, no tendría por qué pasar tantas calamidades. O sí. Esas mujeres no eran más pobres que el propio Ramón, pero sobre ellas había caído la maldición de la miseria, que es un estado de ánimo añadido a la pobreza. En casi todos los gremios los jornales eran miserables, pero los artesanos del cuero seguían resultando imprescindibles. Aun así, si el año había sido malo, lo normal era que en los pueblos hubiera dos o tres suicidios movidos por la desesperación o el orgullo, o tan solo por los trastornos que provoca el hambre. La necesidad de saber por qué se había suicidado ese hombre concreto no podía más que hurgar en la maldición de su mujer y de su hija. Era tan sólo una obsesión privada. -No ha sido un buen año –dijo Ramón, como todo resumen de sus pensamientos.
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La hija seguía callada. Apoyada en la cómoda, lo miraba con recelo, con una curiosidad a la defensiva que a Ramón le pareció señal de que era una muchacha despierta, no como esas otras que tan temprano se habían acostumbrado a resignarse, a tener miedo y a que las engañasen. Esa forma de apoyarse parecía incluso una pose femenina, pero Ramón se dio cuenta de que le dolía la espalda, quizá, pensó, de acarrear cestos de esparto, cántaras de agua, barreños de grasa. Ramón sintió llegado el momento de ofrecer sus servicios de un modo útil. -Soy maestro de escuela. Para mí también ha sido un mal año. Pero, en fin, he venido a decirles que, si hay algo que yo pueda hacer por ustedes… -Búsqueme un jornal –dijo la muchacha-. Búsqueme una cosa que no sea trabajar como una mula. -¡Pero Encarna, hija mía, qué va a decir este señor, encima que casi salva a tu padre! –dijo la madre con desgana, y le tendió a su hija una toquilla negra que colgaba en el respaldo de la silla-. Toma, ponte esto, a ver si te vas a enfriar. -A lo mejor soy yo el que también debería empezar a buscar una faena en la que paguen los jornales a su tiempo. Qué les voy a decir que no se imaginen. Pero les aseguro que estaré pendiente, y si encuentro algo vendré a decírselo. -¡Cómase otra rosquillica! –dijo la madre. -Valgo para cualquier cosa –dijo la hija, en un tono tan valiente y desengañado que a Ramón le revolvió las entrañas. Ramón se levantó de la silla y alisó la gorrilla, dispuesto a marcharse. Se despidio de las mujeres con toda la cordialidad sin afectación de que fue capaz y antes de abandonar la casa volvió a girarse hacia ellas. La muchacha se levantó de la cómoda y caminó hasta el barreño de agua, metió un vaso y empezó a beber. En el perfil de su
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cuerpo y en el modo de sujetarse los riñones mientras bebía Ramón llegó a la conclusión de que Encarnita estaba preñada.
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8. Los guantes del cochero La temporada teatral había empezado en Teruel con más pena que gloria. La compañía del señor Martínez, contratada para quince actuaciones en la capital, sufrió un accidente en la diligencia que la traía de Calatayud. Una rueda del carruaje se salió al pisar uno de los muchos socavones que jalonaban el camino. Las mulas, asustadas, giraron con violencia y el coche cayó de lado y dio varias vueltas de campana hasta el lecho de una rambla. Varios actores resultaron heridos de consideración. El primer galán se partió una pierna, a la vehemente señora Puchades le dio un ataque al corazón del que casi no se recupera. Las primeras noches sólo aparecieron en escena la señorita Lis y Juanita, la hija, todavía niña, del director de la compañía. Entre ellos tres y el segundo Galán, señor Costa, además del primer actor cómico, el gracioso señor Rodríguez, tuvieron que sacar adelante piezas de tanto fuste como La muerte civil o Los guantes del cochero. Los otros tres actores de la compañía sufrieron distintas indisposiciones y fracturas. Las condiciones del contrato eran las habituales: sesiones de jueves y domingo, repertorio moderno, Echegaray, Leopoldo Cano, Ventura de la Vega, si bien desde los círculos más puntillosos se les reprochaba que no llevasen autores más modernos como Matoses o Vital Aza. Las piezas dramáticas que representaban eran siempre sórdidas historias con personajes miserables y deformes que se redimían después de mucho monótono parlamento, o bien comedias de amantes despechadas y señoritos
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conquistadores muy necesitados, como dice el protagonista de Los guantes del cochero, de
una mujer que posea, a la vez que los encantos del pudor y la inocencia, el turbulento entusiasmo, sin trabas de la pasión.
En las giras de provincias seguían teniendo buena aceptación piezas como esta o como Bruno el tejedor, una comedia en la que el atildado señor Martínez tuvo que hacer de rústico, papel que bordaba el señor Huertas, enfermo de calentura, pero que a él le exigía mucho esfuerzo. Tenía la sensación de que el público no se reía del personaje sino del actor. En las sesiones de los domingos añadían loas y poemas compuestos por vecinos ilustres de Teruel, el Comandante de la Guardia Civil o el señor Atrián, muy aficionado a la poesía heroica local. Los palcos y plateas se llenaban de señoritas y en las butacas brillaban los puños de los bastones y los forros de las chisteras. Los domingos llenaban el teatro, pero a las sesiones de los jueves no iba nadie. El asunto se tomó muy en serio en la Diputación porque Martínez, el director, le había dado por carta un ultimátum: ellos no podían salir adelante sólo con la recaudación de los domingos; si no recibían un suplemento por actuar sin público, se verían obligados a seguir la ruta. Quince sesiones eran muchas cuando en importantes localidades de la costa se les aguardaba con los brazos abiertos y el entusiasmo inquebrantable del público. Porque no sólo consistían sus necesidades en avituallarse y en dormir, aunque fuera en la fonducha detestable que les habían asignado; ahora, después del trágico
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accidente de la diligencia, debían también sufragar los gastos en médicos y en medicinas, que no eran moco de pavo. La Diputación tomó algunas medidas. Llevaban ya varios años sin teatro en la ciudad. Después de que traían una compañía prestigiosa y un ramillete de obras modernas, a la gente le daba por no ir. Hubo de todo, como en cualquier nimia discusión, incluidos parlamentos incendiarios, molinetes con el bastón y cerradas ovaciones de asentimiento, y se decidió solicitar a los periódicos de la capital que fomentasen la asistencia con crónicas entusiastas y llamamientos al noble disfrute de la cultura. El Ferro-carril publicó un suelto en el que animaba a los padres a que dejasen ir los jueves a sus hijas al teatro. -Tú verás, Fernando, pero yo en esta pocilga no me quedo –dijo la señorita Lis cuando, al siguiente jueves, el teatro volvió a estar vacío. Cobrando casi la mitad de lo previsto, no podían permitirse alquilar un piso entero. Las cuatro habitaciones de la fonda no impedían que estuviesen todos amontonados, sin sitio para el vestuario, que tampoco convenía sacar de los baúles porque la fonda entera apestaba a caballeriza. Sus habitaciones estaban, nada más entrar en la ciudad, encima de la cochera donde tenían parada las diligencias y los coches de competencia, y casi todos los arrieros con sus carros cuajados de estiércol. A principios de mayo la temperatura era muy agradable pero de la cochera ya subían moscas que se colaban por los ventanucos cubiertos con tela de saco. La señorita Lis dormía con Juanita, la hija del señor Martínez. Y era la mejor parada. Los hombres dormían de tres en tres. Las discusiones en el seno de la compañía fueron en aumento. -Prefiero ir a un pueblo. Por lo menos nos meten en el granero del alcalde y nos dan chorizo para comer –decía, no exento de sorna, el viejo Costa.
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-A las primeras dificultades os dais por vencidos –se defendía Martínez. -¡Eso es por salir a escena con un vestido que huele a oveja! –insistía la vehemente Puchades. -Si mañana no nos buscas otro sitio, yo me largo –zanjaba la señorita Lis. -¡Escuchad,
escuchad!,
–suplicaba
Martínez-,
¡apaciguaos,
por
favor,
apaciguaos! Se hará lo que se pueda, Lisarda. Ahora mismo en que termine de vestirme saldré a ver lo que se puede hacer, de eso no debes albergar la más mínima duda. Pero también debes pensar, tú y el resto de compañeros exhaustos o malheridos, que el oficio de actor no admite tiquismiqueces. No seríamos buenos actores si despreciásemos a ese solitario espectador que tuvimos anoche. Porque, por otra parte… -A mí no me vengas con discursos, Teodoro –dijo la señorita Lis-. Yo no sé si soy buena o mala, si tengo que aceptarlo todo o no aceptar nada. Yo vivo de esto lo mejor que puedo, y lo que dice Nicolás es cierto. En los pueblos siempre queda el Ayuntamiento. Pero esto es un foco de infección. Aún sigue Genaro con la herida abierta y mira cómo está esto de moscas y de cucarachas. ¡Me voy! Aquí no se puede repasar el papel ni repasar nada. ¿Dónde hay un café donde puedan entrar solas las mujeres? Aquella misma tarde se había solucionado la situación. Martínez hizo sus gestiones y antes de cenar dijo muy solemnemente a los miembros de la compañía que recogiesen sus cosas, que cambiaban de hotel. Pocos metros más abajo, en la plaza del Mercado, en la esquina de la cuesta que sube hacia San Pedro, que es por donde, se dice, subió Isabel transida de dolor para besar en los labios el cadáver de su amante, había encontrado un piso amplio y ventilado, de techos altísimos y volutas historiadas en las escayolas. El suelo era de madera recién fregada con vinagre, los muebles aún estaban cubiertos de sábanas. En todas las habitaciones había una lámpara de gas y
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suntuosos candelabros, y en tres de ellas una chimenea. Las camas de los dormitorios estaban protegidas por doseles de columnillas salomónicas de cuyos techos pendían gasas blancas que se mecían con la brisa del atardecer. Estaban todos encantados. Por si fuera poco, un ama de llaves se ocupaba de llevar el agua y hacerles la comida, de mudar las camas y vaciarles las jofainas y los orinales. Aquello era un hotel que ni en París. Incluso la pequeña Juanita tenía una sala de recreo en la que compensar su precipitada madurez escénica con muñecas de cerámica pintada. Huertas y Genaro no salían de la sala de billar, adonde se hacían traer botellas de vino y, más de una vez, compañía femenina. -¿Has dicho quince representaciones? ¿Y por qué no nos quedamos a vivir aquí? –decía la vehemente Puchades. Martínez sólo dijo que les había salido un mecenas, un terrateniente, entusiasta del teatro, a cuyos oídos había llegado la penosa situación de la compañía. El piso era de su propiedad, e iba a darle el mismo rendimiento si lo tenía vacío que si lo alquilaba, gratis et amore, a tan espléndidos artistas de la escena. La señorita Lis aceptó con gusto el cambio pero conocía los manejos de Martínez. El tal mecenas resultó ser un abnegado admirador de la señorita Lis, que después de cada función le enviaba flores al camerino pero nunca se presentaba en persona. La señorita Lis casi se lo agradecía. En todas las ciudades había un aspirante a actor, o a bohemio, o a cabrito, que le enviaba flores o pugnaba por entrar en el camerino. De estos fanáticos solía encargarse Genaro. Pero estos fanáticos no les ponían a todos un piso. -Teodoro, esto no sale así como así –le dijo la señorita Lis. Ya me estás diciendo quién es el mecenas ese. ¿Algo querrá, no? Porque los mecenas de provincias, amor al arte, más bien poco.
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-Quiero que lo juzgues por ti misma. Martínez no se anduvo con rodeos. Una mañana, mientras desayunaban en el café cantante, se lo dejó bien claro. Con toda la compañía disfrutando de lo lindo en semejante casa, a ver quién era el primero en aplicar escrúpulos morales. Se trataba de un hombre joven, soltero y bien parecido, nada de un viejo barrigudo con patillas como escobas. Y era rico. Tenía tierras y ganados, y era el hijo del médico más respetado de la ciudad. -Eso también te da idea de que no va buscando ningún escándalo, Lisarda. -A mí lo del escándalo –dijo Lisarda, recomponiéndose el peinado, con una horquilla en la boca- me da lo mismo. Y si es guapo, miel sobre hojuelas. Lo que no quiero es que me toree. -Que no, tonta. Que sólo quiere presumir. Lleva las cinco funciones mandándote flores al camerino. Tan sólo quiere que lo acompañes al baile. -Pues entonces que vaya la Puchades, que se está quedando coja de verdad. -Lisarda, por lo que más quieras, ¿lo haces con un alcalde analfabeto que sólo nos regala un pollo sin desplumar y no lo haces por tu protector? Como si hubiera estado aguardando detrás de una cortina a que el director convenciese a su primera actriz, Julio Vargas entró en el café cuando Lisarda meneaba la cabeza sin saber a qué atenerse. Estaban al fondo del establecimiento, en uno de los veladores de la esquina, bajo cuadros mugrientos colgados sobre las paredes de color verde botella, venus de diferentes épocas y carteles taurinos llenos de sevillanas y picadores. En la tarima, al otro lado de la entrada, un vejete con el bombín echado para atrás y una tagarnina en los labios repasaba partituras nuevas en la pianola de teclas amarillas. El camarero era un señor muy serio con unos bigotes enormes que secaba vasos aburrido junto a la pila de cinc del mostrador. Apenas había un anciano leyendo la
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prensa, un tratante aburrido y una pareja de procuradores que habían hecho un alto en sus obligaciones. La mayoría de las sillas descansaban aún patas arriba sobre los mármoles de los veladores. -¡Menuda sorpesa! –dijo, de forma harto convincente, el joven Julio Benito, mientras guardaba los guantes en uno de los bolsillos de su chaquetilla de monte. Era un joven fresco, de ancha sonrisa y buen color. No exhibía ni la pretenciosidad paleta de los terratenientes ni tampoco su avasallador comportamiento. Más bien parecía un esteta que venía de cazar. Y era joven, demasiado joven para ella. -No sé cómo decirle lo importante que es para mí que acepte acompañarme al baile de Cuasimodo, señorita Lis. Mi hermana es una gran admiradora suya. ¡Se hace cruces de cómo puede pasar usted de la tragedia a la comedia en un abrir y cerrar de ojos, y con ese empaque! Lisarda estaba a la expectativa. El joven daba el tipo de uno de esos prohombres en ciernes que atienden a las personalidades a su paso por la ciudad. Sujetaba el sombrero entre las manos (un sombrero de cazador con una pluma de pichón) y antes de exhibir sus pertenencias, como suelen hacer los terratenientes, demostró que conocía bien el repertorio de la compañía, e incluso alguno de los teatros donde actuaba. No era pedante ni redicho, más bien noblote y de franca conversación. -¿Se encuentran ustedes a gusto en su nuevo domicilio? ¿Desean tomar alguna cosa? Lisarda se pidió una copa de anís. El señor Martínez prefería seguir con el vino. -Entonces, ¿a qué hora le parece a usted bien que pase a recogerla? Le prometo que la protegeré de todos los que desearían un rato de palique con usted. -¿A qué hora es el baile? –dijo Lisarda, como si aún no estuviese segura de aceptar.
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-A las siete. -Entonces pase a recogerme a las nueve. A los bailes hay que llegar tarde. Y, en efecto, a las nueve del día siguiente un coche de punto aguardaba en la plaza del Mercado. La señorita Lis pasó de las alfombras de su nuevo domicilio a la escalinata del Casino sin mancharse de barro el vestido. Después de pensárselo más de la cuenta, escogió un vestido que ella misma se había arreglado con un hábito de nazareno que le regalaron en Cuenca para ponérselo en algún juguete cómico picantoso. Huertas dejó caer alguna broma soez cuando la vio aparecer por el vestíbulo con semejante escote. -Lisarda, lo vas a indigestar con la pechuga. Lisarda le tiró una coz. Pero era verdad. Por algún motivo se había puesto más exuberante de lo que correspondía. Y sin embargo la belleza bruta y cultivada de aquel muchacho bien se merecía una actuación estelar. En el fondo era tímido. Hablaba con todos muy campechano pero a ella se dirigía con modales exquisitos. De cada comentario que recibía en el salón de baile, Julio le daba una explicación, como si se le ruborizasen las palabras ante las confianzas de sus paisanos. Qué tierno, pensaba Lisarda. Hubo un momento verdaderamente encantador. Estaban departiendo con la familia de Julio, un doctor muy respetado, y de repente Julio la llevó a un aparte. -Perdone, señorita Lis. ¿Podría pedirle a usted un favor muy personal? ¿Ve aquel individuo de levita marrón, allí, junto al ventanal? La que está hablando con él es mi hermana, que, en fin, está dándonos muchos disgustos. Y él, pues, quizá usted lo conozca, es uno de esos diputados que mandan de Madrid a que vivan del cuento. Un desaprensivo. ¿De veras que no lo conoce? Si fuese usted tan amable de interrumpirlos como si lo conociera, yo podría charlar con mi hermana sin que pareciera exceso de autoritarismo ni diésemos que hablar.
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-¿Cómo se llama? –dijo Lisarda. -Francisco Rodríguez del Rey. Sería muy interesante conocer su opinión sobre la ciudad por la que se supone que tanto trabaja. La señorita Lis ensayó entonces una sonrisa cínica y entrecerró los ojos como si descifrara las intenciones ocultas del terrateniente, y le hizo un gesto con el abanico para que acercase un oído a sus labios. -No me digas que me vas a contratar de espía. El joven Julio Benito sonrió por el lado de la boca que no estaba junto a ella. -Mujer –dijo Julio-, eres actriz. -Y cobro –dijo Lisarda-. -¿No tienes bastante con el piso? -No. -Está bien –dijo Julio, entre satisfecho por haber intimado e incómodo por las pretensiones de la señorita Lis-. Tú haz bien tu trabajo y no saldrás mal conmigo. -Eso espero –dijo ella, y cruzó el salón con su vestido nazareno y su escote flotante, ante la admiración de unas y el deseo de otros, hasta los ventanales donde una pareja departía.
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9. Desprecio y alegría Se había equivocado con ese muchacho. No merecía la pena la que se armó cuando Amparín, así, a bocajarro, como lo decía todo, anunció a la familia que se había enamorado de un maestro. Pero tampoco se les podía culpar por haber reaccionado de ese modo: lo primero era el bien de su hija, la garantía de un porvenir sin sobresaltos, no dejarse llevar por el primer capricho sentimental. Pero este joven (ya no tan joven, todo había que decirlo, como tampoco lo era ya su hija) había demostrado seriedad y disposición, amor a la ciencia e integridad en el comportamiento, que falta le haría para bregar con la vaca brava de Amparín. El asunto no era como para tomarlo a humo de pajas. Lo que al principio fue simple insolencia, o ese renegado amor por la verdad, así, a secas, la primera verdad que le viniese a los labios, estuviera donde estuviera, en los últimos días se había recrudecido de manera preocupante. A la sencilla pregunta de qué tal había pasado la noche, Amparín llegó a decir un día, mientras tomaban la sopa, que había dormido bien hasta eso de las tres o las cuatro de la madrugada, “cuando empezaron a trotar caballos por el tejado y Dido le suplicaba a Eneas que por lo menos le diese un hijo”. -¿Tuviste un mal sueño, querida hija? -No, estaba despierta –contestó Amparín-. Al cabo de un rato se callaron y me volví a dormir. Semejante insensatez no pasó desapercibida para el doctor Benito. La salud mental de su hija ya no era como para llamarse andana. Por eso, lo que un día, con una sopa, parecía un atentado al decoro y al respeto que merecía como padre de familia, otro
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día, con otra sopa, le vino al pelo. No debían ponerle tantos remilgos al maestro: quizá fuese la última oportunidad de casar a la hija. A su hijo Julio le daban ataques de ira cada vez que Amparín pronunciaba su nombre. “¡Ni lo sueñes!”, le decía, inflamado por ese defecto de las personas sanguíneas, capaces de tomarse a pecho cualquier hipótesis desde el momento en que se formula como si su cumplimiento fuera irreversible, y más llevado por las actitudes de un patriarca en ciernes que de un hijo mayor. Julio estaba acumulando mucho poder con los negocios ganaderos, pero no tanto como para torcer la voluntad de su padre. A mediados de mayo se dio una circunstancia que al doctor Benito le puso en bandeja un pequeño plan casamentero. El Aragonés, periódico rival, que había defendido al infame Rodríguez del Rey hasta que el diputado volvió a pasarse a las filas conservadoras, y que se estaba tragando unos cuantos rejones de muerte con las invectivas que escribía el doctor, publicó un largo artículo en primera página sobre la enfermedad sospechosa. Hasta entonces, El Aragonés tan sólo se había hecho eco de ciertos rumores que apuntaban a que la salud pública en Valencia no era tan satisfactoria como se decía. Eran ya varios los pueblos en que se repetían los casos de enfermedad sospechosa, y algunos vecinos de la capital temían que las fiestas consagradas a la Virgen de los Desamparados, patrona de Valencia, contribuyesen al desarrollo del microbio. El artículo era claro y no se andaba por las ramas. “Todo induce a creer”, decía, después de algunas frases de relleno, “que desgraciadamente se trata de la terrible epidemia del cólera, que habiendo aparecido en aquellos puntos en el último otoño, ha permanecido estacionario y oculto en la estación de los hielos para que desarrollase su germen con la venida de la primavera”. Y advertía: “Dejarlo todo para el último momento y cuando ya estuviera en medio de nosotros descargando sus mortíferos golpes, es exponerse a una derrota”.
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Lo primero que pensó el doctor Benito fue que El Aragonés estaba intentando tapar con la cortina del alarmismo su propia derrota en el asunto del Ferro-carril. Defenestrado Rodríguez del Rey, El Aragonés se había quedado sin causa y sin valedor, y como no tenía ya más armas con que defenderse, llevaba a la primera página el asunto del cólera. Era una puñalada trapera. ¿Cómo es posible –venía a decir El Aragonés entre líneas- que todo un doctor en medicina no haya caído en la cuenta de la que se nos viene encima? El doctor Benito sabía ver cuándo se la estaban jugando pero también la medida exacta de sus precauciones. Muy equivocado estaba don Salustio Herrero, director de El Aragonés, si pensaba que con un artículo en primera página iba a conseguir que don Aurelio Benito no hablase de la Expedición del Ferrocarril, que acababa de concluir felizmente en Daroca, o del medio millón de pesetas que estaba dispuesto a aportar el señor Santa Cruz en la construcción del trazado, o del entusiasmo irrefrenable que la iniciativa estaba provocando en los pueblos del Jiloca por los que la línea férrea discurriría. Y sin embargo era médico, y ese artículo le había herido en su amor propio. -Andresín, vete a las escuelas de San Miguel y le dices de mi parte a don Fabián que me mande a Ramón Vargas, que quiero hablar con él. -Sí, señor. La redacción de El Ferro-carril, justo debajo de la consulta, era un lugar oscuro que olía a papel de barba y a madera húmeda. Se entraba por un zaguán con un zócalo de azulejos de inspiración mudéjar. Enfrente quedaba la escalera principal, y a la izquierda una puerta que comunicaba con el bajo. Allí, además de dos pupitres inclinados sobre los que Nazario, el empleado, corregía y caligrafiaba los manuscritos, había un par de estantes con rimeros de cartapacios atados con badulaque, una mesa camilla rodeada de varias sillas junto al ventanal y una cristalera que comunicaba con el
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despacho del doctor Benito, donde el médico escribía sus artículos y daba el visto bueno a las copias en limpio, las ordenaba y dejaba listas para que Andresín las llevase a la imprenta de Mallén. Pasaba muy pocas horas en ese despacho, pero se había encargado sólidos muebles de palisandro y todo tipo de artefactos para el escritorio. Estaba convencido de que encima de aquel vade de cuero negro se estaba escribiendo la historia de la ciudad. Ramón no tardó ni media hora en aparecer. Don Benito lo recibió con agasajos fríos y le invitó a pasar a su despacho. No se anduvo con rodeos. -Tenía usted razón, querido amigo –dijo, recostado en el sillón friluno, su silueta se recortaba sobre los ventanales del patio-. Deberíamos empezar a tomar en serio el asunto del cólera. ¿Ha leído hoy El Aragonés? No dice nada nuevo, desde luego, al menos nada que yo no lleve repitiendo desde que inauguramos El Ferro-carril. ¡Ah, qué bien suena eso, desde que inauguramos el ferrocarril! Estoy esperando de un momento a otro las actas de la reunión de Daroca que voy a publicar la semana que viene. Pero bueno, a lo que iba: este don Salustio, el pobre, no tiene información de primera mano. Sabe lo mismo que los demás, que la cosa se aproxima… Usted, sin embargo, parecía bien informado. Yo, como usted comprenderá, me debo a mis enfermos, a las enfermedades de la realidad, pero no tengo tiempo ni medios para investigar algo que ni las más preclaras lumbreras han logrado dilucidar. De modo que, y ahora manda mi faceta periodística, quería encargarle un trabajo. Sí, sí, algo que puede usted desarrollar sin menoscabo de su empleo, y que, faltaría más, le será debidamente remunerado. Y quién sabe, porque el periódico sólo tiene dos empleados de momento, y, eso sí, una pléyade de colaboradores. Estoy considerando la posibilidad de contratar a un periodista…
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Ramón no sabía si le estaba ofreciendo trabajo o pidiendo un favor. El médico tenía inclinación a dormirse en la suerte. -Usted dirá. El doctor Benito apoyó los codos en la mesa y entrelazó los dedos. -Dígame, ¿qué hay de nuevo sobre el cólera?, ¿qué le ha dicho su amigo el boticario de Segorbe, Carlos…? -Pau. Carlos Pau. Hace días que no sé nada de él. Tan sólo sé que si había alguna esperanza, el gobierno se ha encargado de disiparla. Ha prohibido la inoculación anticolérica del doctor Ferrán. Lo considera un específico no conocido, y por lo tanto dice que se debe encargar a una comisión de expertos que dictamine sobre su eficacia. Cualquiera sabe cuánto tiempo llevará eso. -¿El doctor Ferrán? ¿Ya estamos otra vez con las dichosas vacunas? El hecho de que Pasteur haya tenido éxito con las gallinas no va a convencer a la gente de que se meta el cólera en el cuerpo antes de que le llegue por sí solo. -Permítame, doctor, pero la variolización y la sifilización ya llevan tiempo practicándose con éxito… El médico quedó suspenso, complacido por el revés dialéctico. Su pensamiento le llevó a repasar el destino que podría adjudicar a su futuro yerno. -Vaya, vaya, así que, además de por las plantas, le da a usted por las epidemias. Estupendo, estupendo. Quiero que me escriba usted un buen artículo sobre todas las teorías que se barajan, sobre los experimentos del doctor Ferrán y las últimas noticias del avance de la enfermedad. Lo nombro corresponsal del Ferro-carril en el morbo asiático, ¿qué le parece? –dijo el doctor, y sonrió con sus dientes pequeños, como de niño-. ¡Vamos a celebrarlo, hombre! Tome usted –el médico se echó mano a la cartera-, aquí tiene dos entradas para los toros, para que vaya con quien quiera.
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Ramón no tuvo tiempo de exponerle sus ideas contrarias a tan bárbaro espectáculo, porque la puerta del despacho se abrió y el mismo mozo que había ido a buscarle asomó la cabeza y pidió permiso para interrumpir. -¡Ya los veo, ya los veo! –dijo el doctor, que había abierto un poco más la sonrisa, y los dedos, y los arcos de sus frases, para recibir a sus invitados. Eran Soto, Urrioz, Lafuente y Muñoz Nogués, la embajada turolense a Daroca. Entraban contentos, vocingleros, discutían entre risas graves la audacia de Lafuente, que casi al final de la reunión, cuando ya se habían sentado las bases para crear una comisión en defensa del ferrocarril, y a tono con el buen ambiente que se respiraba, solicitó que, puesto que Calamocha estaba representada, también debía estarlo Albarracín. -¡No deja pasar una el pájaro! –sentenciaba don Mariano-. ¡Tenías que haber visto, después de lo mucho y bien que habló el amigo Urrioz, lo a favor que teníamos a toda la concurrencia! ¡Así se hace, sí señor! Ramón encontró al doctor Benito más ceremonioso pero también más apagado. -Bueno, bueno, ¿y esas actas, dónde están esas actas? -Las actas –dijo Jaime Soto, señalándose la sien y abriendo mucho los ojosestán a buen recaudo. -¡Nazario! –gritó el doctor-. Ven, siéntate, que te vamos a dictar una cosa. Eran las fuerzas vivas. Ramón, más que incómodo, se sintió transparente. Nadie le había dirigido la palabra ni el médico había mostrado la menor intención de presentarlo. Su situación era tan subalterna como la de Nazario, que se sentó en su pupitre y se calzó los manguitos, o la del mozo, que después de dar el recado se había salido al zaguán. Tampoco nadie le dijo que se marchase. Aquellos señores barbudos empezaron a echar humo y a mover la falda de la levita cada vez que tomaban la
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palabra. A uno de ellos, al señor Lafuente, lo había visto antes en la escuela, en las varias ocasiones que, por Santa Emerenciana, había pronunciado una conferencia sobre la historia de la ciudad ante un auditorio de niños estupefactos que no sabían si tenían que entenderlo todo o sabérselo de memoria. Los demás no sabía quiénes eran, pero se lo imaginaba. Sólo se podía hablar con esa soltura del gobernador y de Madrid y de las barbaridades de dinero que se manejaban si uno estaba en contacto íntimo con el poder. Sentados junto a la mesa camilla, mostraban sus botines impecables, sus sellos de obispo, los cuellos de terciopelo de sus levitas, las agujas con que ajustaban sus corbatas, el blancor marmóreo de sus puños, el fulgor de sus gemelos. Vivir en la opulencia, pensó Ramón, es como vivir en la historia, como si la historia fuese un quinto piso desde donde se ve el horizonte. Los demás vivimos en el sótano, con las bacterias. Y somos transparentes. En un instante de silencio, entre dos párrafos de un gran discurso, Ramón introdujo una tos. -Perdón, doctor Benito. Debo marcharme. Los niños ya han vuelto del recreo. -Ah, bien, bien –dijo el médico, sin volver la vista de un legajo-. Necesito ese artículo cuanto antes. ¡Y diviértase en los toros, hombre, diviértase! –añadió, en el tono en el que despedía del consultorio a los pacientes aquejados de melancolía. Una mezcla de rubor e indignación le subió a Ramón por el cuello. -Hay pues que buscar esos ocho millones –siguió dictando uno de sus amigos-. Si lo intentamos y no da resultado, yo, por lo que a mí hace, me quedaré tranquilo… Ramón cerró la puerta con cuidado, se calzó el sombrero y salió de la redacción. A esas horas de la mañana, la sombra fresca de la calle de los Amantes y los cantos de los pájaros en las ventanas animaban a no pensar en el cólera. Junto a él pasaban curas con el manteo recogido que volvían al seminario, y carros cargados de patatas o de
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muebles que habían subido la cuesta de la Andaquilla y se dirigían a la plaza, a buscarse el pan. No habían hablado de dinero, pero estaba seguro de que un médico no sería tan moroso como un alcalde. Esa misma tarde redactaría una primera versión de su primer artículo, y con lo que ganase podría pagarle a la lavandera. -¡Señor Vargas, señor Vargas! –gritó una voz desde lo alto. Ramón miró al último piso, donde Amparo, asomada al balcón, le hacía señas de que lo esperase. A Ramón esa mujer lo ponía un poco nervioso. Seguía agradeciéndole la delicadeza con que lo curó, pero también seguía reprochándole la voracidad insensible con que quiso conocer detalles de la desgracia. Le agradaba su desenvoltura, lo bien que había construido las oraciones gramaticales las dos únicas y muy breves ocasiones en que se encontraron, pero recelaba de la alegría genética, de lo contentos que algunos se levantaban de la cama por las mañanas por el hecho de ser quienes eran. Según sus apreciaciones, estas vidas de salón aumentaban las muestras de entusiasmo casi en la misma proporción en la que reducían la lealtad. Por separado tendía a no fiarse mucho de las mujeres ni de los periodistas. Las dos cosas juntas lo sacaban de sus casillas. Amparo terminó de bajar las escaleras y salió a la calle vestida de verde manzana, sin polisón, y el pelo sujeto de cualquier manera. -¿Qué, le gustó mi artículo? Ramón se quitó el sombrero. -Buenos días, señorita Benito. Usted perdone, pero habíamos quedado en que no escribiría ningún artículo. -Quedamos en que no lo publicaría, pero no en que no lo escribiría. Se lo dejé ayer en la escuela, para que usted, si a bien lo tiene el señor, que siempre está igual de serio, le diese su visto bueno. ¿Todavía no se lo han dado? ¡Pues vaya un servicio!
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Amparín no dejaba de ser amable. Hablaba un poco atropellada, como si su pensamiento fuera más deprisa que su lengua. -No se arrepentirá. Allí me limito a decir las cosas, no a cebarme en los detalles. Tenía usted razón: lo desagradable, además de desagradable, es demasiado íntimo. Ramón no veía maldad en la muchacha. Lo que le molestaba, si acaso, era su alegría desbordante, tan exagerada que casi se tocaba con el desprecio desbordante que había recibido en el despacho de su señor padre. Eran, pensaba Ramón, dos caras de la misma tara. -Y qué tal, ¿ha venido a que le mirase mi padre las heridas? -No, no, de eso yo creo que vamos bien. Su padre me ha encargado un artículo sobre la enfermedad sospechosa. -Qué interesante. ¿Sabe? Yo estoy escribiendo otro. ¿No ha leído los periódicos? ¿Aún no se ha enterado? Señor Vargas, es usted maestro. Hoy daban la noticia de que ha muerto Víctor Hugo. Ya ve usted, don Ramón, se acabaron los romanticismos –dijo, risueña, antes de volverse a meter en su casa.
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10. La mujer más dichosa del mundo Fuese por su recién estrenada condición botánica o por su imaginación enfebrecida prematuramente, el caso es que a Ramón Vargas empezó a darle aprensión vivir en una cuadra de las Cuevas del Siete, por limpia que pareciese. Las teorías del alemán Koch, del inglés Snow y del tortosino Ferrán lo habían convencido hasta la hiperestesia. Si en efecto era una bacteria que se propagaba por lo sólido y lo líquido y no por lo etéreo, apenas había un palmo de tierra que no fuese un ponzoñoso caldo de cultivo. Regueros de aguas negras cruzaban las calles y se estancaban en albañales que desprendían un vapor fétido cuando les pegaba el sol. Las moscas bebían en la carne viva de algún burro, y se posaban después en el plato de entresijos que los niños comían con los dedos sucios y en la pastura de morcacho que echaban a las bestias de comer. En las casas, las pulgas hacían nido en colchones de lana podrida por generaciones de sudor. Los vasos de vino se enjuagaban con aguas turbias en las que habían bebido perros enfermos de rabia. Las manos que amasaban el pan acariciaban al caballo, y recogían su estiércol. Ramón se dio cuenta de que no había en el mundo nada intocable. Todos los objetos, todos los alimentos y todos los detritus formaban parte de una tela de araña mortífetra entre cuyas vías viajaba el microbio mucho más ligero que el ferrocarril. Ramón creía estar haciendo lo que debía. Si de algo le había servido la carta de don Francisco Loscos era para no dejarse llevar por la botánica. El ejemplo del hermano Silvestre, que ya se había puesto manos a la obra, le empujaba a considerar qué aspecto podía depender de sí mismo. En la escuela no sólo dictaba párrafos de Charles Darwin 94
sino fragmentos de cartillas sanitarias que después explicaba a los muchachos. Fuera de allí, y teniendo en cuenta que pocas personas sabían leer, Ramón aprovechaba siempre que podía sus visitas a las casas de los labradores y trataba de explicarles las más elementales medidas de protección. Los agricultores lo miraban con respeto, la mirada concentrada, los labios prietos, pero después de escucharlo se encogían de hombros o estallaban en una risotada a la primera gracia que soltase cualquiera. Ramón empleaba todos sus recursos para sortear la ignorancia y hacerse escuchar, pero pronto comprendió que la misma idea de higiene no era comprendida naturalmente. El olfato de aquellas gentes no distinguía como bueno o como malo sino como fragante o fétido, sin más. Las heces, como los cadáveres de los animales, no se arrojaban algo retiradas de la casas porque fuesen focos de infección sino porque olían mal. Y el olor, a fin de cuentas, nunca dejó de ser una cuestión de costumbre. Cada vez que se acercaba a la taberna, o paraba en un corro de albarderos que se juntaban a la caída de la tarde bajo la sombra del acueducto, o entraba en el obrador de compostura de sombreros usados que había cerca de la escuela, trataba de sacar de algún modo la conversación, pero la gente la espantaba como se espanta a una mosca. Su situación personal le parecía cómica. Estaba convencido de ser un nihilista y se dedicaba a predicar como un fraile. Explicaba teorías que, según se mirase, invitaban al catastrofismo, y al mismo tiempo trataba de justificar su conciencia trabajando por la causa de la salubridad. Detestaba las costumbres de los curas, pero si quería estar en paz consigo mismo debía comportarse como su amigo el franciscano. El encargo del doctor Benito, la promesa de un trabajo útil y remunerado, lo estaba sacando del atolladero. Y, como las dichas no se racionan (y así son de largas después las penas), los nuevos concejales del Ayuntamiento, renovado a principios de mayo, pagaron a los maestros parte de los atrasos, y les prometieron poner al día sus
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emolumentos antes de final de año. Lo primero que hizo Ramón fue desempeñar los libros de Catulo, pagar sus deudas con la lavandera y comerse un buen filete casi crudo en el figón del Tozal, después de semanas de comer sólo verdura por las noches. De todos era sabido que la carne cruda fortalecía el cuerpo, que llevaba mucho alimento la sangre que corría por los tendones y se empapaba como en una esponja entre las vetas de grasa. El estómago le cambió el punto de vista, como si su espíritu fuese una máquina de vapor y volvieran a escucharse, perezosos, desengrasados, los bufidos y las paletadas después de mucho tiempo de cenizas frías. Con los poetas paganos desempeñados y su traje marrón, Ramón subió hasta la casa de la lavandera. Era ya tarde. Los días empezaban a ser calurosos y al atardecer las calles se llenaban de corros de vecinos sentados en sillas de enea que tomaban el fresco a la puerta de su casa. Desde que embocó la calle de La Comadre hasta que, después de girar a la derecha, llegó al portal de Francisca, Ramón tuvo que destocarse cuatro o cinco veces, bien porque algún padre de algún alumno lo saludaba, bien porque un amigo de la infancia ya casado había ido a visitar a un vecino, o bien porque, sin conocerlo, se preguntaban quién sería y lo miraban. Cuando llegó al portal pudo comprobar que el vecindario en pleno estaba pendiente de sus movimientos. El suelo pedregoso se había dividido en dos por un reguero central de aguas fecales. Los corros de vecinos no hacían distinción entre las dos orillas. La puerta estaba entreabierta, Ramón asomó la cabeza y la llamó desde dentro del zaguán para que Francisca no tuviera que asomarse a la ventana. -¡Señá Francisca, que vengo a recoger el traje de don Jacinto! –gritó. Eso pareció apaciguar las expectativas de la concurrencia, que continuó tranquilamente sus conversaciones encima del arroyo negro.
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Al bajar Francisca las escaleras casi le vuelve a dar un vahído. No había reconocido la voz y de pronto vio a su Manolo mismamente, las mismas hechuras, igual de alto y escurrido, la misma mata de pelo revuelto de tanto pensar y el mismo bigotazo negro de albañil, sin guías ni pomadas. Manolo en persona con zapatos de charol. -¡Ay qué susto, Virgen Santa! ¡Hombre de Dios, llame usted más alto, que por lo menos la voz no la tiene igual que Manolo, y así voy haciéndome a la idea! Francisca lo decía todo sonriente, apresurada, como si estuviera contando lo que iba a poner para la cena, con un modo de exagerar que servía para quitar importancia a la exageración, casi como una broma. Pero pronto se recuperó del susto y volvió la mujer que olía a agua de rosas y a ropa recién planchada, grande y de buen color, rebosante de salud. -¡Ay que ver, todavía me hago cruces de lo bien que le sienta el traje! -A pagárselo vengo –dijo Ramón, que sonreía por debajo del mostacho. -¡Pues estaría bueno! ¡Yo vendiendo la ropa de mi Manolo, como si fuera el expolio de Nuestro Señor! De eso nada. Usted llévelo porque le sienta muy bien y además el traje de don Jacinto estaba hecho una pena y se lo he dado a los pobres. Ramón se sentía muy a gusto. Aquel zaguán olía maravillosamente. La mezcla de azahar y sosa cáustica que salía del patio se juntaba con el aura de almidón que iba despidiendo la lavandera cuando movía el cuerpo al hablar. Las aspidistras del patio parecía que les hubiesen sacado brillo, el mismo brillo que había en los baldes de lata y en los badiles, bien fregados con estopa y puestos a secar. -¿Cómo es posible que críe usted aquí azahar, con las heladas que caen? -Ay, amigo, pues con mucho cuidadico. Usted qué se pensaba, ¿que a las plantas se les caen las hojas y ya está? -Pues ya me enseñará el secreto, porque yo también cultivo un jardín.
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-Ay, secretos, secretos –dijo Francisca, sin saber muy bien por qué. -Disculpe, señora, pero el señor Martín el de la librería me ha dicho que usted también acoge huéspedes. Ahora mismo puedo pagarle varios meses por adelantado. Parece ser que nuestra situación, con el nuevo Ayuntamiento, es un poco más normal… Francisca lo miraba moviendo la cabeza arriba y abajo, pronunciando con los labios lo que oía. -Pues es que… -dijo al final, abriendo mucho los ojos- con los polisones y los vestidos tengo toda la casa llena, y yo ya…, alguna vez si es una chica que viene del pueblo, sabe usted, pero yo no, o sea, no... -Bueno, bueno, no se preocupe –reaccionó Ramón-. Yo, para serle sincero, iba buscando una casa tan limpia como esta. No sabe usted lo que hay por ahí. Pero ea, estoy muy agradecido con usted. Ya que no me alquila una habitación, permítame que la convide a ir a los toros. Ramón sacó los dos billetes del bolsillo y se los enseñó a Francisca. Aún no había perdido la esperanza de vivir en un refugio tan higiénico. -¡Uh! -gritó Francisca-. ¡Pues no hace años que no voy yo a los toros! Desde que me llevaba Manolo, que en paz descanse, yo ya nada. Yo voy a ver la salida. Aunque, mira, el otro día me dijeron que Fuensanta la del calderero, que le cayó un hierro en la nuca y lo descabelló, había ido de luto a los toros y nadie la miró mal ni le dijo nada. -Mujer, pasa el tiempo. ¿Cuánto hace que murió don Manuel? -El diecisiete de septiembre hará veintitrés años. -Igual ya es hora de que vaya sacando alguna prenda de alivio luto... -¿Verdad que sí? –dijo ella, algo colorada, sería por el entusiasmo. -Claro que sí, mujer. ¿Qué hay de malo en que se airee un poco?
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-Uy, hijo mío. Yo aireada estoy mucho. Pero es que allí, delante de todo Teruel… Bueno, traiga. -Eso, eso, cójase usted su billete, no se me vaya a perder a mí. -¡Pues no será por los agujeros del bolsillo, que de eso yo respondo! A Ramón le hacía gracia la lavandera. Sería lo menos diez o quince años mayor que él, y no tenía las manías de las patronas viudas, que de esas Ramón había sufrido ya unas cuantas: beatas malpensadas, avaras embusteras, y un poco guarras. Francisca era todo lo contrario. Era como si la pulcritud extrema de su piel se hubiera trasladado a su interior, hubiera calado como una lluvia fina de alegría. En todo caso, el que Ramón se pusiera así de pronto tan rumboso debió de ser efecto de la carne, no ya tanto de la generosa de Francisca cuando de la sanguinolenta que se ventiló en el figón. La plaza de toros estaba en los llanos de San Cristóbal, justo encima del barrio de las Cuevas en el que vivía Ramón. Se subía, desde la Ronda del 4 de agosto, por la carretera de Alcañiz, después de atravesar por los arquillos inferiores del acueducto el barranco del Arrabal. Algunos espectadores bajaban la Andaquilla y remontaban el otro lado del barranco, entre las casas del barrio y los pajares. Por aquí subían las mulillas enjaezadas con cintas y cascabeles y las reatas de caballos viejos. Ramón, de niño, había ido alguna vez a los toros. Lo recordaba como un griterío general cuya causa no conseguía adivinar, como si el público entero lo mirase y le sonriese, con gestos más propios del sueño que de la vigilia. Después, de mozo, le pareció absurdo y hermoso. La vida era demasiado corta como para no admirar a quien se burlaba de ella. El tiempo y la botánica hicieron que le pareciese una costumbre moderadamente bárbara, y cuando pasó ya bien pasada la treintena dejó de ir, sobre todo porque, aparte de cuestiones intelectuales, casi nunca tenía un real.
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Pero el hecho de pasar largas temporadas a dos velas hacía casi obligatorio pegarle fuego al dinero. Cada semana, los días de paga, los figones se llenaban de obreros borrachos y glotones para quienes la miseria del día siguiente sería una normalidad incuestionable. Y eso, pensaba Ramón, acaba metiéndose en la sangre. Las entradas eran buenas. Les tocaron dos casillas a la sombra. Subieron en un coche de punto, como los señores, que en días de feria costaba veinticinco céntimos. Ramón arregló uno por la mitad, un simón destartalado con un caballo viejo que subió la cuesta de la carretera a trompicones, parando a resollar a cada poco, hasta que el cochero lo arreaba con un trallazo. Les adelantaron casi todas las calesas, algunas de las cuales llevaba detrás, atado, otro caballo viejo que llevaban para la corrida. Los cocheros y muchos propietarios aprovechaban las fiestas para renovar el tiro. Francisca estaba entusiasmada. Eso de ir a los toros en un coche de caballos con el maestro era el no va más. Dentro, el río de gente sudorosa los apretujaba, entraba por los vomitorios como las ovejas, se amontonaba luego en las estrechas gradas de madera y empezaba a chillar. Había mucha expectación por ver a un joven picador madrileño, El Agujetas, del barrio de Lavapiés, que daba mucho espectáculo. A Francisca y a Ramón les correspondían unos bancos algo más holgados, y aun así Francisca ocupaba cuatro dedos de las localidades contiguas. En la tarde calurosa de primeros de junio, por la sombra corría una ligera brisa, pero el sol era un enjambre de abanicos destellantes, como un mar de colorines. La gente gritaba, comía, se levantaba para beber de la bota, se saludaba, discutía. Nadie parecía querer estarse quieto. En la sombra, los jóvenes rivalizaban con sus novedosos sombreros de paja, lo que, entre ellos, llamaban canotier, entonces muy de moda en las capitales. Pero también gritaban y reían y se saludaban.
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La localidad estaba justo debajo de los palcos de la presidencia y de las familias de particulares. Ramón se volvió porque le estaban poniendo el sombrero perdido con cenizas de puro, y vio que unos metros más allá, en el palco de al lado, estaba la familia Benito. La mirada del doctor Benito se cruzó con la suya y ambos se saludaron cortesmente con una sonrisa y unos gestos del doctor que parecían ponderar el gran ambiente de la plaza, que estaba de bote en bote. Sin acabar el saludo, el médico hizo señas a su hija de que se volviese, y la señorita Amparín también saludó muy efusiva a Ramón. No así el hermano, Julio, que masculló entre el griterío unas palabras y se terminó el saludo. A partir de entonces Ramón se pasó la corrida mirando al ruedo, porque alguna vez que desvió la vista vio a la señorita Amparín que todavía lo estaba saludando. La corrida, por lo demás, fue un desastre. Los toros de la viuda de Fornés, de Villar del Cobo, salieron bueyes de carreta. Aparecían en el ruedo en mitad de una nube de polvo, grandes, cornalones, engallados, pero luego escarbaban, salían abantos, se defendían. El único toro que tuvo interés fue Caramelo, listón, negro albardao, que hizo lucirse al joven Agujetas. Montado en un jamelgo con las orejas atadas y un pañuelo negro en los ojos, el Agujetas, junto a las tablas, enseñaba al toro los pechos del caballo, el toro ensartaba el caballejo contra el burladero, lo abría en canal y le sacaba el mondongo a cornadas, y entretanto Agujetas, volcado sobre la garrocha, desangraba al morlaco sin caerse. Cuatro caballos mató ese toro. El último cayó al suelo y cuando los monos sabios le rellenaban la herida con arena y estopa para cosérsela, el caballo dio un respingo y cruzó el ruedo pisándose las tripas, y en el centro del ruedo le dio un tembleque y cayó patas arriba. Ramón habría jurado que era el caballo que los llevó a los toros.
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Toreaba Tomás Larrondo. Corito, el Toni y el Manchao fueron a poner los palos. El toro se quedaba en la suerte y los peones ponían medios pares al cuarteo, porque el toro ni humillaba ni arrancaba. Corito fue a lucirse en el segundo par y se metió en la cuna del morlaco, que no lo deshizo porque estaba romo, pero aun así lo volteó y le dio un puntazo y el público chilló todo el tiempo que duró la cogida, y quedó muy impresionado. Francisca metió un alarido de ópera sin acompañarse con el gesto de la cara. El resto fue parecido. Los toros eran malos y los caballos morían de cuatro en cuatro. Poco antes de que terminase Ramón vio cómo la familia Benito abandonaba el palco, y el propio Ramón convenció a Francisca de que se marchasen antes para evitar apretujones. Salieron por el desolladero. Ramón se conocía bien los pasillos de la plaza. En invierno siempre había sido el sitio preferido de los niños. Unos obreros con pañuelo de nudos en la cabeza estaban echando tierra sobre un montón de caballos muertos, para detener la sangre y mitigar la pestilencia. Las cabezas crispadas se habían encogido y sólo se les veían los ojos y los dientes. Les colgaban las lenguas llenas de arena y el pellejo se les había puesto azul. La gente había empezado a acumularse para ver salir las carretas con los toros descuartizados. Atados a una pared, los caballos que habían sobrevivido comían paja poco antes de ser sacrificados y cubiertos de tierra junto a los demás, que a veces aún resollaban a su lado. Cuando entró el último toro de la tarde, varias madres con jícaras de barro hacían cola para ponerlas en el chorro de sangre del toro cuando los matarifes le daban el primer hachazo en el cuello. Llenaban el cuenco y se lo daban a beber a sus hijos enfermos de anemia. Volvieron a casa dando un paseo. Era la primera vez en muchos años que Francisca formaba parte del gentío alegre que salía de los toros. Incluso saludó a alguna
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vecina que como ella siempre había ido a la salida. Se sentía más joven. Era como ir con su Manolo. Era la mujer más feliz del mundo.
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11. Los fantasmas huelen a mirra No era tarde, pero ya era de noche. Por la ventana de la biblioteca sólo se distinguían las sombras herrumbrosas de los barandales, y ese olmo plantado en el centro del patio que jaspeaba las paredes con sus hojas negras. Ese olmo ya tenía tantos años como ella. Ese olmo era ella, y a su lado un ciprés más lento, crecido sólo hasta el segundo piso, pero quizá más firme, seguramente más duradero, era el de su hermano Julio. Doña Emeren siempre contaba que al plantarlos el doctor Benito había pronunciado en los dos casos la misma frase: “Ya sólo me falta un libro”. No había escrito un libro pero había fundado un periódico. Amparín se había pasado toda la tarde trabajando en la semblanza de Víctor Hugo. Menudo momento para romanticismos. Por la mañana, su padre y Ramón se habían marchado a disponer un cordón sanitario y un lazareto en el camino de Valencia, cerca de Albentosa, que con los de Libros y Torre de Arcas formaban el cordón sanitario de la provincia. Su prima Blanca, que vivía en Monreal del Campo, le había escrito y la animaba a que se fuese con ella a pasar el verano a Albarracín, algo que ya tenía previsto el doctor Benito para cuando regresase de su embajada sanitaria. Eran las últimas horas en la biblioteca, y no quería desperdiciarlas ensayando sentimentalismos de cartón. Con más gusto habría hablado de Gervaise, la heroína de L’Assomoir, un libro que había consumido sus noches con un placer febril aún más profundo que el que sintió al leer Los miserables. Se habían terminado las pamplinas, el mundo moderno exigía escritores como Zola que nombrasen objetos desconocidos para quien sin
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embargo pasa cada día junto a ellos. Se acabaron las damas enfermas que se volvían locas al primer galán que les echase cañamones. Pascuala fregando el suelo era mucho más importante que la señorita Gautier. Sí, esa era la cuestión palpitante. Pascuala era la cuestión palpitante. Se dio cuenta ese día, cuando cumplía con las instrucciones que había dejado escritas el doctor Benito para cada miembro de la familia y del servicio. Ella tenía que acompañar al mercado a Pascuala y no perder de vista los alimentos hasta que todos estuvieran hervidos. Nada de ensaladas ni de fruta fresca. En su ausencia, y por prescripción facultativa, sólo se comería hervido. Así que, nada más salir a la calle, cuando Pascuala dejaba de fregar el suelo de rodillas, la fámula se convertía en un ser individual que tomaba decisiones, era cordial con las amistades y se protegía de los enemigos, y verla regatear el queso roncalés, el bacalao de Escocia o las conservas de Calahorra en el comercio de Cristóbal Martínez era una realidad más interesante y más poética que desparramar el corazón en hemorragias líricas. De Pascuala adoraba, por ejemplo, el sentido de la previsión. Ella misma, una mujer malcriada en casa rica, no tenía más conciencia del futuro que la que podía llegar al final del verano, como les pasa a los niños. Y eso que Amparo vigilaba muy celosamente sus propios movimientos y se comportaban según las normas más estrictas de la mujer de acción, a pesar de que no saliese de la biblioteca. Pero la acción, para ella, no necesitaba salir de casa. La acción estaba en los libros. La acción y la decisión. Si había que salir, desde luego el mejor sitio no era un baile ridículo con hermanos mayores que te tratan como si estuvieses loca, sino a comprar cuellos altos de hilo y piezas de madapolam para camisas en el gran barato de Bernardo Sanz, y dejarse llevar por el ojo clínico de la sirvienta.
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Por eso, por un asunto de acción y decisión, había decidido unir su destino al de Ramón Vargas. Su madre la estaba empujando a sonreírle a Serafín Adán, un hombre pasivo, gregario, untuoso. Era un apareamiento lógico, establecido con los mismos criterios con que su hermano desechaba vacas para la cría o libraba del sacrificio a toros fuertes para sementales. No tenía en cuenta el pensamiento ni el sentimiento. No tenía en cuenta más que la sangre, el esfuerzo de depuración genética que con frecuencia, en círculos pequeños, degeneraba en endogamia. Casarse con Serafín Adán era negar la acción, prestarse al empobrecimiento de los genes por el puro afán de engrandecer el patrimonio. A Amparo no le pasó en absoluto desapercibido que Serafín apareciese todos los días por El Ferro-carril justo desde que doña Emeren le hubiese legado a ella todas las tierras de Bronchales y de Albarracín, que habían pertenecido a su familia desde el siglo XVII. Era el movimiento de la especie, cuando los machos berrean y rivalizan por la hembra más lustrosa. Su lustre, como en el caso de Pascuala, no eran sus carnes sino sus tierras de Albarracín. ¡Y pensar que había estado considerando la posibilidad de festejar con Serafín Adán antes de que Ramón Vargas apareciera en su vida! Fue a mediodía, cuando ya se habían ido los pobres de la consulta y vio aquel hombre magullado. Aquel hombre era fuerte, inteligente y sano. Y además tenía un algo de héroe trágico. Ese mismo día decidió pasar a la acción y tomarlo como pretendiente, aunque sólo fuese a ojos vistas de su familia. Ramón se había mostrado huraño con ella, despreciativo consigo mismo, pero ella no había cejado en el empeño y escribió un artículo sobre el rescate del pozo para cuya publicación Ramón dio su consentimiento. Amparín había hecho un ejercicio de muchas horas quitando lo que sobraba, lo que fuera exagerado, lo que no estuviera claro como el agua en la que feneció el suicida. Se había limitado, como en L’Assomoir, a describir los acontecimientos y los objetos, a mostrarlos, sin más.
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Sabía que eso iba a gustarle a Ramón. Era importante que dejase de pensar en ella como en una estúpida. Y su padre, que estaba portándose muy bien con ella, que había admitido la posibilidad de este matrimonio con una indulgencia sólo concebible si se daba el amor por supuesto, había colaborado proponiéndole a Ramón que redactase para el periódico, ahora que empezaban las vacaciones en la escuela, el viaje que la Sociedad de Amigos del Ferrocarril había emprendido por toda la ribera del Jiloca. Pero no, no había que dar nada por supuesto. Ramón era el hombre adecuado. Sabía mucho de botánica, y eso le vendría muy bien en sus paseos con su prima Blanca, que estaba convirtiéndose en una experta gracias a un cura científico de Albarracín. Sabía tratar con niños y eso vendría muy bien en la futura educación de los hijos. Era pobre, sí, pero era inteligente. ¿Amor? ¿No hablaba el señor cura todos los domingos de vencer la carne? ¿Qué mayor victoria sobre la carne que no tenerla en cuenta? Amparín estaba muy convencida de todo esto. Apenas había hablado con Ramón dos o tres veces, y solo una, brevísima, con él a solas, en aquella fría entrevista de la escuela. Pero los acontecimientos habían hecho que Ramón viniese cada día más por el periódico, y que su trato de pronto se hubiera convertido a las reglas de la costumbre, de compañeros que llevan mucho tiempo trabajando juntos. No sólo había logrado saltarse las primeras palabras románticas sino todo el baile nupcial. Cuando estuviera casada con Ramón, las cosas serían la mayor parte del tiempo como eran ahora. Ramón se iría en viaje sanitario con su padre y ella lo esperaría en casa, o se marcharía luego a pasar el verano en la sierra y su marido la iría a visitar. No habiendo hablado nada era como si lo hubiesen hablado todo. El efecto era el mismo y no había cansancios ni rencores. Así eran la mayoría de los matrimonios, pero en este, por lo menos, el arreglo lo harían los cónyuges, no sus señores padres.
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Ahora debía ser muy solícita con él porque Ramón había recibido un pequeño revés de manos del doctor Benito, quien sin embargo supo mitigarlo con sabios consejos y decisiones afortunadas. Ramón había traído, esa misma mañana, su artículo sobre el cólera. Amparín, cuando se fueron camino de Valencia, leyó el artículo una docena de veces, y repasó la caligrafía crispada de Ramón buscando secretos de su persona. A Amparín le convencía la necesidad de confiar en el doctor Ferrán, de inocularse la vírgula del morbo asiático estando sano, para que, cuando la mala vírgula sobreviniese, el cuerpo se pudiera defender. Su padre lo leyó apoyado en la chimenea de la redacción, sujetándose el monóculo a cierta distancia. Amparo había bajado a consultarle una duda gramatical y vio cómo Ramón aguardaba tamborileando, con las manos a la espalda, sobre el ala del bombín. Lo vio serio y nervioso, decidido. Por encima de su enorme bigote negro, un bigote de tribu germánica, sus ojos centelleaban, fijos en la lectura del doctor Benito. Igual que aquel día en la consulta, Amparín volvió a ver al hombre de acción que por las noches veía en los deslumbrantes apotegmas nietzscheanos. ¡Había que buscar un buen compañero de ruta para ascender a las cumbres de la sabiduría, y no un pelagatos como Serafín Adán! Pero su padre, después de atusarse un poco las guías del bigote, dijo que no, y luego añadió este pequeño discurso: -Mire, hijo, yo seré el primero en predicar las virtudes de la homeopatía cuando esté probada su eficacia. Lo mejor que podemos hacer es no precipitarnos. Sabe usted que el gobierno ha prohibido la inoculación anticolérica, y ya sé, ya sé, que las vacunas de Pasteur siguen dando muy buen resultado en el ganado de Villarluengo. Pero tampoco me negará que después de la Revolución Francesa quedó bastante diáfano que los hombres no eran animales. Si una vacuna falla en las ovejas, y se mueren mil, aquí no ha pasado nada. Los buitres lo disfrutarán. ¡Pero y si el antídoto falla en personas!
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Yo, de momento, estoy de acuerdo con el catedrático de Valencia, el joven Ramón y Cajal, en que las pruebas que se han hecho hasta la fecha no se avienen con los protocolos científicos, los pasos recomendables y los compases de espera. ¡Pero es que no hay tiempo que perder!, dirá usted, ya lo veo. Pues sí, lo veo, y como lo veo le digo que usted tiene mucho que escribir para este periódico; pero esto, de momento, no. Hágame el favor, Ramón, recoja su equipaje de mano y véngase conmigo a La Jaquesa. Vamos a organizar allí un cordón sanitario. Ha sido una suerte que vinieran a pasar unos días a la capital los marqueses de Tosos. Al nuevo gobernador, que, tengo que decirlo, está agarrando el toro por los cuernos, debemos agradecer sus gestiones para que los marqueses cedieran una masía en el camino donde llevar a cabo las cuarentenas y las fumigaciones. Yo me ocuparé de todo, y quiero que usted me acompañe y haga crónica de lo que vea, para después, a nuestro regreso, contárselo a nuestra ciudad. ¡Y no se amosque, hombre, por este pequeño revés! ¡No le va a faltar trabajo en mi periódico si el orgullo y el afán emprendedor nos llevan en volandas por la vía férrea del optimismo! Vámonos. En ese momento, pensaba Amparín, cuando los dos salieron de la redacción, el uno a prepararse para el viaje y el otro a dar las últimas instrucciones al gobernador y a despedirse del marqués de Tosos, la escena podía haber representado un matrimonio previo, sólo faltaron las palabras de la esposa, Andrómaca despidiéndose de Héctor, con un niño en los brazos cuya presencia también se podía obviar. ¿Por qué entonces dedicar ahora el tiempo a esa mezcla falsa de intereses y amor forzado? Vivirían con sus padres, Ramón se haría catedrático del instituto, en vez del haragán de don Plácido, que aún no se había acordado de dar curso a la provisión de fondos para el herbario del doctor Loscos. ¡Ah, no! ¡Otra vez se estaba dejando llevar por la selección genética de las titulaciones! ¡Al contrario! Ella se haría maestra, y marcharían los dos a enseñar en
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las aldeas. Se presentaría a las oposiciones, que iban a celebrarse pronto. Doña Visitación Pascual y doña María Dolores Edo, que habían sido maestras suyas, estaban en el tribunal. ¡Mal habría de hacerlo para que no la dejasen pasar! La idea de hacer algo que no fuese leer o probarse polisones la reanimó. Era ya muy tarde, más de las doce. La casa, sin su padre, tenía un silencio añadido, una ausencia que ningún otro silencio rellenaba. En las ventanas abiertas al patio las gasas de muselina se mecían con la brisa nocturna. Estaba en lo más alto de la casa, en el desván condenado a guardar muñecas sin cabeza y baúles llenos de polvo, que sin embargo se había convertido en paraíso de teatro y azotea de tranquilidad. Las vigas del techo eran nuevas. En noches cálidas como aquella rezumaban algo de resina por debajo del betún. Amparín solía sentarse cerca de la ventana, en el sillón de orejas, con una lámpara de gas encima del secreter donde yacían desordenados los elogios a Víctor Hugo. Encima de esos papeles, Amparín dejó el artículo sobre el doctor Ferrán y encendio la palmatoria con un fósforo para bajar hasta su dormitorio. Antes de apagar la bujía retiró los visillos y cerró la ventana. Se volvió hacia el secreter, giró la rueda del carburo con cuidado y al incorporarse tuvo una sensación extraña. Era como si un pájaro blanco hubiese pasado por el patio, una luz que había dejado una estela que duró un instante. Sería, pensó, la adaptación de los ojos a la oscuridad. No el pájaro, pero sí la sombra de su estela se había quedado flotando entre las aguas del cristal. Amparín se frotó los ojos cansados de leer y descorrió las cortinas. Había sido en el momento de apagar el quinqué, en el primer golpe de oscuridad. La noche era clara y aun sin una palmatoria podían divisarse a la luz de la luna los contornos de los muebles y la enorme rama del olmo atravesando la vista del balcón. Entonces sucedió algo en su cerebro que Amparín ya había sentido antes. Era un rumor que se articulaba en frases repetidas, como si arriba una familia discutiera y
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volviese a discutir, o se preguntara algo y lo volviese a preguntar. En cierta, lamentable ocasión, en la ocasión que mató cualquier brizna de romanticismo antes de que se muriera Víctor Hugo, Amparín había aprendido de memoria unos versos en alemán que ahora se reproducían en la oscuridad de la biblioteca como una ensalmo que cada vez salía de un lugar distinto de su cabeza. ¡Para vosotros dispuse mi casa en lo más alto!, creía oír, y luego otra vez la misma frase, como un eco que recogiera las últimas palabras pero les arrebatara la vida. Como si fuesen las palabras de un espectro. ¡Pero qué espectro! Arriba estaba el cielo estrellado, junto a la biblioteca el patio y la escalera de caracol que comunicaba con el gabinete. Las voces parecieron apaciguarse, quedaban reducidas a un monótono murmullo, de mucha menor intensidad pero mucho más comprensible: Eso ha debido de ser que el niño se comió una lata de escabeche en malas condiciones, escuchó Amparín, con una nitidez que la aterrorizaba, como si fuesen los vecinos de al lado a través de una pared de panderete. Pero al lado no había vecinos. Al lado no había nada. Las voces sonaban lejanas, amortiguadas, amordazadas, como hablan los sordos, sin timbre reconocible, como son los gañidos de los moribundos. Otras veces escuchaba risas de loca que desaparecían de su mente a mitad de carcajada, como si a alguien le hubiesen cortado el cuello mientras se estaba riendo, y entre las risas empezasen a surtir los borbollones de la sangre. Amparín trataba de quitarse aquellas voces como si se tratara de un insecto que se le hubiese colado por el oído. Un rumor de bajo continuo, un silbido fúnebre de órgano le atenazaba las sienes, y a veces un caballo que galopaba, las campanillas de un landó que acababa de llegar, o que empezaba a marcharse. El ¡sooo! del cochero, tan potente y verosímil que Amparo creyó que sí era verdad, quizá el carruaje de su padre, que ya volvía del lazareto y había entrado al patio. Amparín creyó en aquel sonido real y descorrió de nuevo las fallebas de la ventana. Al Abrir, una brisa fría le apagó la
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candileja, y percibió un desagradable olor a mirra, un aroma de cajones viejos, de membrillos podridos entre las enaguas llenas de polillas. No, no había entrado su padre. El fanal del patio titilaba, pero no daba más luz que al inmediato alrededor. El frescor de la brisa la serenaba. Creyó que iba a vomitar. Las piernas le temblaban y sólo venciendo el cuerpo, con la cabeza baja, encontraba un poco de alivio. Algo más repuesta, trató de incorporarse y entonces, cuando aún no le había terminado de subir la sangre a la cabeza, vio una imagen espantosa. Entre las ramas del olmo negro, atravesándolas, como un ente incorpóreo e insensible a la materia, un hombre la estaba mirando. El desconsuelo le oprimía la garganta. Aquel hombre trasparecía las hojas negras, su silueta no era estable, y según se moviera de su sitio Amparo la veía o la dejaba de ver. Era, como las voces, una secuencia repetida, como detenida en su trascurso y vuelta a suceder. Sólo en ocasiones, cuando el pájaro blanco le volvía a nublar la vista, podía barruntar el aspecto de aquel individuo. Tenía el rostro azul de los caballos de picar, la piel se le había pegado a los huesos y de los ojos le brotaban lágrimas oscuras. Parecía pedir agua, o decir adiós. No tenía encías y los dientes le brillaban como fuegos fatuos. Su imagen ondulante parecía la de un hombre ahogado, perdido en el momento de suplicar la muerte. La luz de una bujía que subía por la escalera definió de nuevo los contornos en un halo amarillo. Amparo sintió pasos en la escalera y de su cuerpo brotó un alarido. Se volvió sobre sí misma sin aliento. Era Julio, su hermano. -¿Se puede saber qué te pasa? –dijo, llevándose el quinqué a la cara, para ver mejor. Amparo no dejaba de temblar. Con vergüenza y estupor se dio cuenta de que estaba empapada de un humor viscoso que le recorría el cuerpo entero y emanaba un
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hedor insoportable. Se llevó las manos al vientre. Julio, al ver la cara descompuesta de su hermana, sus cabellos húmedos de fiebre, los labios pálidos, cambió de actitud. -¡Amparo!, ¡Amparo!, mírame, ¿estás bien? Amparo no acertaba a hablar. Se volvió a mirar por la ventana. Las ramas del olmo mecían sus sombras sobre la pared del patio. Las piernas le fallaron, quiso sujetarse, pero cayó al suelo, mientras veía cómo su hermano, con el rostro desencajado, estupefacto, reprimía la intención de recogerla, el instinto de tocarla.
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12. El lazareto de la Jaquesa Más allá de los altos de Sarrión, al pasar la Venta del Aire, la tierra se quebraba entre arbustos y roquedales y descendía hasta una gran llanura seca. La carretera de Aragón era una línea blanca en mitad de un páramo de rastrojos, entre el fragor de las chicharras que acompañaban con sus cascabeles el cansino trote de las mulas. Desde la carreta, por encima de los ribazos amarillos, Ramón podía ver el contorno irisado y movedizo de las piedras. El aire ardía. Ramón y el doctor Benito viajaban en el carro de los compuestos químicos y los fumigadores. Llevaba las riendas un carretero de la Diputación, e iban custodiados, por detrás, para no llenar de polvo a los viajeros, por dos parejas de carabineros que sudaban como pollos por debajo de los quepis. -No se lo tome usted como un asunto personal, querido amigo –dijo el doctor Benito, mientras se enjugaba el cuello con un pañuelo arrugado ya de tanto viaje, sucio de tierra y de sudor-, pero no estamos para experimentos audaces. A fin de cuentas la prudencia mata menos que la valentía. El doctor Ferrán, por lo que usted me dice, ha experimentado en sí mismo y en el pueblo de Alcira, pero eso sólo significa que ni a él ni a los vecinos de Alcira les ha pasado nada, no que sea una panacea. ¡Y ya quisiera saber yo si es cierto que no les ha pasado nada! ¡Ya quisiera, ya! Ramón, a su lado, no se resignaba. -Pero está demostrado que atenúa los efectos. -¡Los de la vacunación, no te fastidia! Si no te mueres del jeringazo, no te mata ya ningún microbio. ¿Cuánto falta, cochero?
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El cochero, un hombre rudo con un sombrero de paja, se giró hacia los viajeros e hizo un gesto con la espiga que llevaba entre los labios. -Además, y en honor a la verdad, los casos fulminantes son excepcionales –dijo el doctor Benito-, y el mejor antídoto es la higiene. El cólera no se mueve, va adonde lo llevan y camina al paso que lo llevan. Convengo en que las noticias de Valencia puedan estar ocultándonos la realidad, ya se sabe que las autoridades valencianas informan de lo que les interesa. Pero convendrá conmigo en que el aislamiento y la desinfección es el único remedio. ¡Bueno, pues a eso vamos! ¿Lo haría mejor el doctor Ferrán? Al final de la llanada se veían unas casas bajas. La carretera cruzaba entre los pueblos de Fuen del Cepo y San Agustín. A igual distancia de ambos, dos masías de distinto dueño formaban un caserío. En medio, a la sombra, las caballerías descansaban en el abrevadero. Un carro cargado de hortalizas había parado a comer. El cabo de carabineros adelantó el paso hasta la carreta y saludó al doctor llevándose una mano al quepis. -O sea, que a partir de ahora no pasa ni Dios –dijo el cabo. -No, pero hagan el favor de tratar bien a los viajeros –le contestó el doctor. El cabo volvió grupas y ordenó con un gesto de la mano al contingente que se adelantase. Sus caballos echaron a trotar, una nube de polvo invadió el camino. -Vive Dios, qué bien vigilada está España –dijo el médico, espolsándose con el pañuelo el polvo de la levita. Las instrucciones del gobernador que el doctor Benito debía supervisar abarcaban la limpieza y fumigación de todas las dependencias del caserío, así como de todas aquellas personas que llegasen al apeadero, quienes deberían pasar una cuarentena de setenta y dos horas y presentar una cédula expedida por el Ayuntamiento de la
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localidad de donde proviniesen. Un segundo escuadrón proveería al puesto de control del avituallamiento necesario. El acondicionamiento del lazareto duró varios días. Los guardias empezaron su trabajo por la casa de los masoveros, dos cuartuchos miserables encima de una cuadra, con un suelo de maderas podridas por donde ascendía el vapor del fiemo. El doctor Benito prefirió que se le acondicionase un granero para las fumigaciones, y un pequeño patio emparrado como su oficina particular. Allí, sobre una mesa de campaña, el médico dispuso los compuestos químicos en frascos de cristal ahumado. Los soldados sacaban la suciedad a paladas, lo barrían todo y en el centro de cada estancia colgaban un sahumerio de azufre que se iba quemando entre brasas de carbón y sofocaba el aposento de un humo rojizo. Después de que la masovera lo hubiese fregado todo con lejía, los soldados encalaban las paredes y rociaban el suelo de tablas sobrepuestas y los escasos y míseros muebles con una solución de ácido fénico y de sulfato de hierro. En este trabajo también colaboraba Ramón. Traía y llevaba las barricas de ácido hiponítrico, y con disimulo, para no rebajar al cabo, vigilaba que los carabineros manejasen adecuadamente la máquina de fumigar. Sus aposentos, como los del doctor Benito, estaban en la otra masía, en la casa de los guardeses, más apañada y con mejor ventilación. A sus cincuenta y tantos años, el doctor Benito iba y venía silbando zarzuelas entre los viajeros que iban aumentando en número y que en el pequeño lapso de la cuarentena eran capaces de organizar una república en miniatura. Unos comían encima de una maleta, otros se acostaban en la diligencia. En las cocinas se improvisaban con cazuelas desparejadas guisos con judías secas, algún cordero y alguna gallina que vendían los masaderos. Todos bebían alegremente agua del pozo y del aljibe, y gastaban el tiempo en aviar un granero como cantina, o roncar, o escribir, o cortejar a sus acompañantes, o apañar una techumbre cuando empezó a llover.
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La mayoría se pasaba el tiempo dando quejas, la gestión de las cuales había quedado encomendada a Ramón. Con sus dotes pedagógicas, explicaba a los viajeros muertos de calor el protocolo del cordón sanitario. Las mercancías contumaces debían pasar por la desinfección y viajar en fardos envueltos con lonas embreadas. Pero muchos, sabedores de que se les iba a estropear la mercancía, trataban de llegar por sendas escondidas a los pueblos colindantes, de modo que hubo que apostar guardias en los puntales para que nadie burlara la vigilancia. Con una caja de petróleo sin fondo, Ramón fue dando voces por el lazareto, pregonando que los mayorales que se saltasen el cordón serían puestos a disposición de la justicia. Uno de los carromateros traía un cargamento de cubas de vino de Requena, y eso animó a la concurrencia y desató los primeros desórdenes en la cantina. Los hombres, creyéndose en tierra de nadie, en una cuarentena de su propia vida, se daban al juego y a al vino. A los tres días de estar allí, los carabineros tuvieron que intervenir porque un vendedor de tomates estuvo a punto de liarse a tiros con un consumero de Sagunto al que llevaba tiempo queriéndose echar a la cara. Los mismos viajeros generaban suciedad y reclamaban limpieza. Las damas exigían poco menos que un tocador. Los hombres dejaban todo lleno de orines, escupitajos y colillas de puro. A la mañana del cuarto día llegó una berlina de Sagunto y se procedió al control habitual de los pasajeros, así como a la desinfección y traslado de sus equipajes a la diligencia que los llevaría a Teruel. Uno de ellos, un individuo malencarado, vestido de negro, de barba cerrada, con los brazos en jarra y por encima de ellos la falda de la levita, se acercó al cuarto que Ramón empleaba para sus inspecciones. -He visto pocilgas más decentes -dijo. -Son órdenes del gobernador –contestó Ramón, como solía. El hombre le sonaba de algo. Quizá era sólo la ira del Señor en medio del desierto, que iguala las facciones.
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-Esos guardias ya me han tratado como a un contrabandista. Qué contrabando ni qué calabazas. Y ahora, ¿supone usted que yo voy a dormir ahí? Ramón intentó razonar. -Caballero, actualmente hay en el lazareto treinta y cuatro personas, catorce carros y sus correspondientes caballerías. Hacemos cuanto está en nuestra mano. -Cuanto está en nuestra mano… -repitió en un falsete sarcástico. Estaba mondándose los dientes grises con un hueso de pollo, que arrojó al suelo seguido de un gargajo-. Vamos a ver, mequetrefe –dijo, avanzando un par de pasos, hasta que estuvo junto a la mesa de Ramón-, todavía no sé las costumbres del lugar, pero me imagino que la gentuza como tú espera un regalito de los viajeros que no tienen tiempo que perder. Ramón se levantó de la silla para estar a su altura. Tenía la mirada fría y un aspecto entre forajido y enterrador. -No señor, aquí no se hacen regalitos. Aquí se pasa a la sala de fumigación. El hombre contuvo la respiración, después esbozó una sonrisa y dijo, en tono amenazante, muy bajo: -Me conformaré con dormir donde duermen los escribanos como tú. -Salga de aquí, por favor. El hombre acercó la cara, como si hubiera visto algo raro en el bigote de Ramón. -Aquí –dijo- hasta los gatos llevan zapatos. ¿Quién es tu jefe? Ya he perdido bastante tiempo contigo. -Acompáñeme –dijo Ramón. Ramón creía tener controlada la situación. De todos modos, no perdió de vista al sujeto hasta que llegaron al parral donde el doctor Benito ponía en orden los medicamentos y leía informes que habían llegado con el correo. -Doctor Benito, este señor quiere hablar con usted.
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El médico levantó la cabeza y compuso un gesto de alegría. -¿Será posible? ¡Cómo acá! ¡Don Manuel, a mis brazos! –dijo el doctor, sin caer en la cuenta de que en aquel sitio, y por mandato suyo, estaba prohibido tocarse. Salió del brete ofreciéndole un puro, pero no perdió la sonrisa. -¡Don Aurelio! ¡Menos mal que al fin encuentro un hombre! El doctor Benito se volvió hacia Ramón. -¿No lo conoces? ¿No tenéis en la escuela ningún retrato suyo? Te presento a don Manuel Polo y Peyrolón, catedrático de ética y psicología del instituto de Valencia. -Mucho gusto –dijo Ramón, pero no le tendió la mano. -Vaya, vaya, don Manuel, ¡en qué circunstancias el azar ha querido que nos encontrásemos! Pero dígame, ¿qué se dice en Valencia? ¿Ya se ha declarado el cólera? -¿Y para qué va a declararse, si ya entra en casa? –dijo Polo y Peyrolón-. Pues usted calcule, amigo mío: en Torres-Torres no hemos podido ni cambiar el tiro. El pueblo entero está apestado. El mayoral se detuvo en la plaza y no nos apeamos siquiera para estirar las piernas, y cuando el hombre lo tuvo a bien salimos pitando. En Segorbe medio pueblo ha caído, y en Viver ya nos dijeron que pasásemos de largo. Así que mira si lo tienes cerca. Pero yo que tú no me preocuparía. Valencia está llena de gente que viene de los pueblos infectados. Ayer tarde, en Sagunto, todo el mundo se apelotonaba para coger un número en la diligencia, agitaban las treinta y cuatro pesetas y veinte céntimos que vale el billete como si fueran papeletas de una rifa. Si no salimos de allí todos con el microbio, no salimos ninguno. Y todos queremos huir. En efecto, no se trataba de la ira, que iguala las facciones, sino de aquel profesor que predicaba la moral tridentina y empleaba sus clases en llamar criminales, infames, traidores, hipócritas, impíos y opuestos a toda autoridad a los masones y todos aquellos que no comulgasen con el ideal ultracatólico de los carlistas. El insigne autor de los
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Borrones ejemplares y de un panfleto contra Darwin titulado Supuesto parentesco entre el hombre y el mono. Con un riego de aquellas características, no es extraño que antes de acabar los años del instituto a Ramón ya le hubiera nacido el ateísmo y el amor por las ciencias naturales. El doctor Benito dispuso que se ofreciese a don Manuel unas habitaciones dignas de su prestigio. Ese día Ramón durmió en el cuarto contiguo al del doctor Benito, el que éste usaba como vestidor. Toda la noche lo oyó roncar. Al día siguiente, médico y maestro volvieron a Teruel, y dejaron al catedrático terminar tranquilo su cuarentena. Al despedirse, Ramón le dirigió al ilustre filósofo un saludo desde lejos con la cabeza, pero, antes de irse, le sonrió y le dijo: -Dé usted recuerdos de mi parte a don Marcelino. Sé que son grandes amigos. Polo y Peyrolón le regaló una mirada fría, una sonrisa forzada. -¿Quién es don Marcelino? –preguntó el doctor cuando arrancó la diligencia. -Don Marcelino Menéndez y Pelayo. Era muy amigo de este hombre. -Este hombre es muy importante, Ramón. -Sí, o por lo menos lo era, hasta que don Marcelino se enteró de que su obra sobre Darwin es un plagio. -¡Acabáramos¡ ¿Don Manuel un plagiario? -Sí, don Aurelio, sí. Sería una lástima que los conservadores españoles llegasen alguna vez tan lejos como él. -Te equivocas. Ser conservador no es eso. Estos carcas, y en eso sí que te doy la razón, son unos exagerados. Este Polo pidió en el congreso que los maestros diesen clase en las lenguas de las regiones. Imagínate tú, enseñar latín en gallego, ¡o en vasco! -Cosas de los carlistas –dijo Ramón-. Y no deja de ser curioso que este señor vaya ahora a Teruel, justo cuando se prepara la marcha cívica.
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-Es verdad. ¡Loor a los héroes del 77! El otro día, en el baile de Cuasimodo… Conversaron seis horas más entre lomas grises y bancales calcinados, hasta que bajó el sol. Hablaron largamente del ferrocarril y de Charles Darwin, de los efectos del ácido fénico y de los krausistas, a los que Polo y Pyrolón había puesto durante la cena de vuelta y media. A veces, cuando callaban para mirar el paisaje, los montecillos de rocas como raíces, de sabinas como musgo, las cales encima de las arcillas, o los campos recién segados, el doctor Benito pensaba que ese muchacho no aportaría nada al patrimonio familiar pero era lo mejor que le podría pasar a su hija. En los cuatro días del lazareto no había salido la conversación, y era una de las obligaciones que se había impuesto el doctor Benito desde que salieron de Teruel. Si el joven no decía nada, si no le pedía la mano de su hija, habría que ofrecérsela de algún modo. La última vez que la diligencia se detuvo para que abrevasen los caballos fue al pasar el alto de Caparrates. En mitad de una conversación sobre las islas Galápagos, el médico fue al grano. -Bueno, bueno, Ramón. Estamos tan ocupados que hay ciertos asuntos de los que no nos hemos acordado. ¿Y qué asuntos?, se preguntará usted. Pues bien, amigo mío, yo se lo diré. Puede usted estar seguro de que no albergo dudas sobre la calidad de su persona y la rectitud de sus intenciones, si bien es costumbre que determinadas cuestiones de trascendencia lleguen a formalizarse con palabras, no sé si me explico. -Mis intenciones son las mismas que las suyas, don Aurelio. -Me refiero a Amparo –dijo, por fin, el médico, como si un socavón en el camino le hubiera hecho escapar una frase clara y escueta. -¿Amparo? ¿Mis intenciones con respecto a la señorita Amparo, es eso lo que quiere decir?
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-¡Oh, qué lentos son estos viajes, qué poco a poco se dicen las cosas! –dijo el doctor. -Debo decir –dijo Ramón, algo azorado, retrepándose en el asiento de cuero sobado de la diligencia- que yo sólo he hablado con su hija una vez, media docena de palabras, y no muy cordiales, esa es la verdad. Me pidió escribir un artículo sobre el episodio del pozo y yo me negué. Luego, al leerlo, he visto que estaba equivocado, pero ni siquiera he tenido tiempo de darle las gracias como se merece. Don Aurelio, con semejante noviazgo, ¿cómo cree que puedo albergar intenciones de ninguna clase? -Oh, Dios mío –dijo el doctor Benito, enjugándose el sudor de la frente con un pañuelo que ya era una especie de albóndiga-. Esta niña me va a matar a disgustos. ¿Querrá usted creer que nos tiene a toda la familia convencidos de que se va a casar con usted? Su madre llora desconsolada, a su hermano se lo llevan los demonios, y yo, mira por dónde, soy el único que se molesta en hacerle los honores. ¿De veras no quiere casarse con mi hija? -Le doy mi palabra de que es la primera vez que me paro a pensar en ello. -Bueno, pues vaya pensándoselo. Tiene estas cosas, estos arranques teatrales, pero yo creo que es de tanto leer. Claro que, ¡cómo le vas a prohibir a una hija que lea libros de filosofía! -Hombre, si son de Polo y Peyrolón… Ya era casi de noche cuando cruzaron la rambla y siguieron la margen del río hasta el barrio de los franciscanos, y subieron la cuesta de San Francisco y después la calle Nueva, alumbrándose con el fanal de la diligencia por las estrechas calles. Con los últimos trallazos el cochero consiguió que los caballos remontasen la cuesta hasta la plaza del Mercado, donde se apearon los dos viajeros.
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Un mozo recogió el equipaje del doctor. Pero también estaba esperándole su hijo Julio, quien lo saludó con seriedad, y dirigió a Ramón una mirada que entre las sombras cabría haber calificado de hiriente. -¿Ocurre algo, hijo? El hijo titubeó antes de hablar, como si preparara el gesto más adecuado para una mala noticia. -Es Amparo –dijo-. Padre e hijo aceleraron el paso rumbo a la calle de los Amantes. Ramón ya no pudo escuchar lo que decían cuando se marcharon sin despedirse.
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13. Tiempo de mudanza
Amparín no recayó en la diarrea, pero se encontraba muy débil. No quería abandonar su dormitorio, donde pasaba el día con las cortinas echadas, sin ganas de leer, reproduciendo en su mente conversaciones entrecortadas, imágenes difusas que cuando cerraba los ojos se materializaban en la de un moribundo en el fondo de un pozo. El doctor Benito, con su buen temple de siempre, le insistía en que había sido una falsa alarma, unas caguetas de nada, y le daba detalles cromáticos de la diferencia. Pero en su interior el médico sabía que a veces los síntomas responden a un amago, a lo que se llamaba entonces una colerina, una indisposición de la que el enfermo se cura pero en breve contrae un cólera definitivo. Por eso, cuando decidió, a base de tisanas de azafrán y filetes de carne cruda, que la debilidad de Amparín respondía más a la impresión de sus delirios que a la salud de su intestino, ordenó al hijo mayor que dispusiera todo lo necesario para marcharse a Albarracín, a pasar los meses de verano en la casona de la familia. Julio dijo que tenía asuntos pendientes en Teruel y que como mucho podría llevarlas, pero luego debía volver. Don Aurelio no quiso discutir con él. -Haz lo que quieras –le dijo-, pero mañana por la tarde van a acantonar el pueblo. El que entre no saldrá. -Eso será para los arrieros -contesto su hijo-. ¡Estaría bueno que no me dejasen entrar en mi propia casa!
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-Para empezar –dijo el doctor, a quien las bravatas de su hijo lo confundían-, esa casa no es tuya. Julio lo miró con una media sonrisa, pero no dijo nada. El padre añadió: -Se marcharán también Pascuala y Marcial, así que vas a tener que arreglártelas tú solo. -Marcial no puede irse, padre. Lo necesito a mi lado. -Marcial tampoco es de tu propiedad, hijo mío. Julio supo hasta dónde podía llegar. El carácter normalmente alegre de su padre se había agriado desde que volvió del lazareto y recibió la mala noticia de la enfermedad de Amparo. Más que agriarse, había adoptado una postura hipocrática, insobornable. Las noticias de Valencia que le había dado Polo y Peyrolón en La Jaquesa le habían hecho caer del guindo. El antidarwinista plagiario se había tomado muy a mal que, siendo amigo como era del doctor, no se le hubiera permitido saltarse la cuarentena. Pero el doctor se lo había dejado muy claro al comandante de puesto: cuando esas situaciones se produjesen y algún viajero, en nombre de su clase o de sus amistades o inclusive de su parentesco, exigiera privilegios añadidos, el comandante debería desoír incluso las peticiones del médico, que siempre serían falsas, dichas para no enemistarse con nadie. Y no sólo era una cuestión de justicia sanitaria sino también de profilaxis personal. Aquellos tradicionalistas ultramontanos pensaban en la higiene como en un acto de cobardía, cuando no de incitación al pecado, y un viaje junto a él en la diligencia que los trajo de regreso habría implicado un riesgo innecesario. Porque el cólera ya estaba encima. El día 24 de junio, el periódico El Ferrocarril aún avisaba de que en toda la provincia de Teruel la salud pública era “completamente satisfactoria”. Eso sí, lo relegaba a una esquina de la segunda página, porque el resto estaba casi todo dedicado a la mortífera epidemia. No sólo publicó
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íntegro el artículo que Ramón había escrito sobre la vacuna del doctor Ferrán, sino también el informe de la comisión que desde París había sido enviada para inspeccionar el nuevo método terapéutico, acaso porque algunos de sus párrafos resultaron al doctor Benito todo lo moderados que podía asimilar su temperamento conservador. “Lo más importante tal vez de estas experiencias”, concluía el dictamen sobre las vacunaciones, “es lo inofensivo de la vacuna. En diez mil inoculaciones no se ha podido comprobar ningún accidente desgraciado”. Ramón trabajó esos días de lo lindo. Para el doctor Benito era muy importante, “ya que no tenemos los medios”, tener la información, y divulgarla. Por eso, desde entonces, no salió a la calle un solo número de El Ferro-carril que no ofreciera datos de la situación y diera toda clase de explicaciones comúnmente aceptadas sobre la epidemia, sus causas, los métodos de desinfección, la higiene pública y privada y las obligaciones que debían cumplirse en el caso de que algún familiar cayera infectado. El doctor Benito comenzó una actividad frenética. Junto con otros vecinos tan ilustres como alarmados, caso de don Bartolomé Esteban, don Atilano Navarrete o don Pascual Adán, consiguió que la Dirección General de Beneficencia renovase la Junta provincial de Sanidad con vocales más duchos en la materia médica. El propio doctor Benito, una vez elegido y sin esperar a que se confirmasen los casos que empezaban a ser sospechosos, dio instrucciones para que se dispusiera un lazareto junto a la cárcel de Capuchinos, en la carretera de Zaragoza. La experiencia de la Jaquesa le había inspirado la idea de un lugar preparado para combatir microbios, pero no para vencerlos. Al menos, pensó, podrían evitar que no fuera un indigno moridero. Se dispuso que la señorita Amparo, doña Emerenciana y Pascuala salieran en una calesa conducida por Marcial, el marido de Pascuala, a reunirse con sus parientes de Albarracín. El doctor Benito sometió a los criados a un duro entrenamiento hasta que se
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aprendieron las reglas de higiene que bajo ningún concepto debían vulnerar: nada de excesos, ni siquiera los genésicos, como los llamaba el doctor Benito, pues esos debilitan y empobrecen el organismo, y predisponen al contagio sin esperanzas de curación. No debían abusar de las bebidas alcohólicas, y discutir ante quien fuera la bárbara idea de que la embriaguez es un buen preservativo contra el cólera. Prohibidas terminantemente las aguas frías y los helados; comidas sanas, de fácil digestión, antes los asados que las salsas, y nunca jamás comer cruda una fruta, o una verdura; todas siempre cocidas o en compota. Debían vigilar que su esposa y su hija no se expusieran a enfriamientos repentinos o al relente de la mañana, y que llevasen (de esto se ocuparía Pascuala) todos una faja en los riñones, y una larga lista de precauciones muy escrupulosas que los fámulos tarareaban como si se tratase de unas oposiciones a notarías. Es una lástima que no se hubiese podido hacer lo mismo con todos los que no sabían leer, que era la inmensa mayoría. Ramón pasaba más tiempo en el periódico que en su propia casa, pero tampoco descuidaba las labores de divulgación oral. Volvió a visitar una por una las casas de sus alumnos, al menos las de aquellos cuyos padres no formaban parte de la caravana de los que sí sabían leer. A ciertas horas del día, el tráfico de carruajes en la carretera de Zaragoza era un cordón de polvo y látigos al viento, de todos aquellos que, como se decía entonces, adelantaban el veraneo, rumbo a cualquier sitio que no fuera el pestífero Levante. Ramón, esta vez con la autoridad que le confería un certificado de la Junta de Sanidad, visitó las tabernas, figones, lavaderos y obradores de los barrios del Calvario, del Arrabal y de las Cuevas del Siete. -Señores, por favor, señores, atiéndanme un momento... –comenzaba diciendo, aunque después su parlamento utilizase más recursos oratorios de los que tenía previsto Cicerón, porque Cicerón no hablaba para un Senado inculto y receloso, cuando no
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resignado y catastrofista. Es muy difícil convencer a la gente de algo que no se puede ver, y que todavía no se siente. Una tarde de finales de junio recibió un regalo inesperado. Francisca la lavandera tenía unos parientes en el Arrabal a los que bajaba a visitar. Ramón había conseguido un prospecto sobre el uso de las distintas máquinas de fumigación, las Ransom, Leoni, Scott, Freser y otras, algunas con termorregulador incluido, de manos de un viajante de farmacopea que al doctor le pareció el heraldo de la peste. El funcionamiento era relativamente sencillo, de modo que se acercó a casa del hojalatero del Arrabal y suegro de un antiguo compañero de juegos. Este hombre tenía fama de habilidoso. Con una chapa de cinc de los tejados y la ley de los vasos comunicantes hacía maravillas. Al pasar por la calle Mayor, entre los corros de vecinos que espantaban moscas a la sombra, llegó hasta sus oídos la voz fresca y nítida, la carcajada cristalina de Francisca. En los barrios de fuera de la ciudad antigua no era necesario andarse con remilgos. Ramón la saludó, y ella dejó el corro para salir a su encuentro. -Dichosos los ojos, don Ramón. ¡Una semana casi que lo llevo ya esperando! ¿Dónde se mete? Ramón, aunque se alegraba de verla, no sabía ser caballeroso. -¿Le dejé algo a deber? Francisca no se sintió ofendida. Para Francisca, después de haber ido juntos a los toros, ya no había motivos de ofensa. -Ande, acabe lo que tenga que hacer con ese cacharro y venga luego a casa. ¡Y tráigase sus cosas! -¿Entiendo que ha decidido alquilarme una habitación?
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-Bueno, más o menos –contestó Francisca, y regresó a ser el centro de atención en el corro de sus parientes. Al día siguiente, Ramón quedó asombrado cuando vio el cuarto que en la parte alta de su casa le había arreglado Francisca. Las paredes estaban recién encaladas y el suelo de barro se había cristalizado de tanto enjabonarlo. Había un ventanal al norte desde donde se veían los cerros de Santa Bárbara y el camino del Calvario. Incluso se podía ver el sitio donde Ramón recogió un narciso que ya estaba seco y preparado para enviárselo al doctor Loscos. Un largo tablero hacía las veces de mesa debajo de la ventana, y al lado había una alacena vieja, bastante grande, de madera repintada, con suficientes baldas para que Ramón trajese sus frascos y sus librotes. Aún olía el azufre quemado y el riego de ácido fénico. -Sí señor, así tenían que estar todas las casas de la ciudad –dijo Ramón, muy satisfecho cuando se vio libre por fin del nido de bichos en el que vivía. Esa misma noche se cambió de casa. Francisca dispuso en el patio un caldero de agua hirviendo para que Ramón fumigase sus enseres como lo había visto hacer en La Jaquesa, como si los estuviera bendiciendo con un hisopo. Los bártulos quedaron dispuestos en el patio como sala de desinfección para todas aquellas clientas que acudiesen a probarse sus polisones. El próximo 3 de julio, coincidiendo con la manifestación cívica, el Círculo del Casino había programado un baile, aunque para esas fechas ya eran pocas las damas que no habían, también, adelantado el veraneo. Bien entrada la noche quedó todo dispuesto como si Ramón siempre hubiera vivido allí. El olor de la cal y del azufre disipó de su mente la aprensión en la que había dormido envuelto las últimas noches. En cierto modo, pensó, me siento tan a salvo huyendo de las Cuevas como esos que se van a la sierra. La especie se siente a salvo
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cuando asciende en la escala social. Quizá por ese resabio que se le quedó en el gusto, Ramón se atrevió a pedirle a Francisca un último favor. -¿Va usted todos los días al lavadero, Francisca? -Sí, hijo, sí. De momento no he fundado ninguna empresa. -¿Y contrataría a alguien, si yo le pagara el jornal? -¡Hay que ver, cómo han prosperado los maestros! –se asombró la lavandera. Ramón sintió la necesidad de justificar que no era ningún sablista. -He recibido algún dinero de la Junta de Sanidad y también del periódico El Ferrocarril, y casi todos los atrasos del Ayuntamiento. Y yo sigo comiendo lo mismo. Ya le dije que podía pagarle unos cuantos meses por adelantado. -Por eso no se preocupe –dijo Francisca-. Su habitación está pagada. -¿Pagada por quién? -Por una clienta mía y admiradora suya. Ella misma me ayudó a elegir las cortinas, que no me ha dicho nada de las cortinas, por cierto, don Ramón. -Eso fue antes o después de echar el ácido fénico –dijo Ramón. -Todo se hizo como había que hacerlo, y no por las explicaciones que me dio usted en la corrida, que entonces no me enteré de nada, que lo sepa. Francisca parecía decidida a cumplir entre sonrisas su papel en la comedia. Ramón no estaba para secretos. -Sobre todo si las explicaciones las da la hija de un médico, ¿verdad? Bien, Francisca, esto lo arreglaré yo con su padre. Recibirá usted hasta el último céntimo de lo que pida, pero no de ella. Además... Francisca lo miraba ahora muy seria, con los ojos muy abiertos y actitud de desconcierto, de no saber a qué atenerse. Eso hizo que Ramón, sin saber el grado de confianza que hubiera entre las dos mujeres, se apresuró a intensificar el suyo, y le
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contó algo de lo que sabía de la señorita Amparo, tal y como, aquella misma mañana, en la redacción de El Ferro-carril, se lo había contado don Aurelio. -Es una mujer maravillosa, pero aún no está del todo claro que no haya sido contagiada –resumió Ramón, y añadió-: No soy amigo de difamar a nadie. Esa mujer está en las mejores manos, las de su padre, buen médico y mejor persona, pero a partir de ahora no debemos dejarnos engañar por nuestros sentimientos. Yo mismo veré y acaso toque cada día a personas que quizá ya lleven escrita en su intestino, que es donde se agarra la bacteria, su sentencia de muerte. Pero cada vez que entre pasaré por la fumigadora, y es importante que usted también lo haga, y todo el que entre y salga. No hay más lealtad en este trance que actuar con disciplina –dijo Ramón, al que la presencia de Francisca le despertaba su lado elocuente. -Bueno, bueno, no se hable más –dijo Francisca-, dígame a quién quiere que contrate. -Se llama Encarnita. Es una muchacha muy dispuesta. Quedó huérfana hace poco de un talabartero que la dejó en la miseria, a ella y a su madre. Le vendría bien aliviar su penosa existencia con unas perras de jornal, y es demasiado orgullosa para aceptar caridad. Tampoco pida de ella una mujer forzuda. No sé por qué, pero me temo que está preñada. -Ah, bueno, si no sabe por qué, entonces menos mal –le interrumpió Francisca, que no daba puntada sin hilo. -En todo caso, le garantizo que no la defraudará. -Eso ya lo veremos –dijo Francisca, escéptica, como necesitada de dar a entender que oponía una mínima resistencia. Hablando en el nuevo dormitorio se habían quedado casi sin luz. La sombra amortiguaba las palabras. Francisca no tenía tiempo para sentir miedo, ni de los nuevos
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inquilinos ni del morbo asiático. Desde que la memoria de su Manolo vino a verla y le inspiró la idea de regalarle a Ramón un traje suyo, la vida había cobrado un interés para Francisca que excluía cualquier forma de angustia. Don Ramón tenía razón y la señorita Amparo era muy generosa, y ya sabía ella que la limpieza es la mejor manera de llegar a cualquier sitio. -Hala, venga –dijo Francisca, en el tono cotidiano de quien resuelve una cuestión familiar-, vamos a cenar que mañana tenemos mucha faena. ¿O es que te vas a ir ahora a avisar a esa muchacha? Fue la primera vez que lo llamó de tú.
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14. Patrimonio inmaterial A principios de julio la temporada teatral estaba dando sus últimas boqueadas. Ya en la representación de El panadero del rey el público notó la ausencia de la señorita Lis. Pero la gran actriz, aun visiblemente mermada en su ánimo y en su salud, subió de nuevo a las tablas para poner el broche de oro a su gira con la representación de Los amantes de Teruel. A pesar de las protestas de algún que otro empecinado regeneracionista, para quienes ya valía de representar, un año tras otro, el drama de Hartzembusch, triunfaron quienes acudían a disfrutar al teatro y a la plaza pública de lo que Polo y Peyrolón llamó el patrimonio inmaterial. Teniendo en cuenta que tan sólo unos días después iba a celebrarse la manifestación cívica, la representación se prestó a encendidos parlamentos que intentaban apropiarse de su significado, el que quiera que fuese. El teatro, en efecto, y después de varias representaciones con una entrada más bien floja, se volvió a llenar. La gente prefería ver lo ya visto, repetir lo ya sabido, y al volver a verlo y sabérselo lo celebraba, lo consagraba. Y también hubo espectadores que condicionaron su asistencia a que reapareciese la señorita Lis, pues la señorita Martínez era demasiado joven para encarnar un papel tan doliente, y la vehemente Puchades estaba demasiado gorda. Ese papel era suyo. Huertas, bastante más joven que ella, haría de Diego, el amante muerto. Así que, de mal genio porque sólo había descansado un par de funciones, no tenía ganas de abrir los ojos ni de hablar y encima el teatro podía estar lleno de miasmas, la señorita Lis acudió puntual al camerino y se vistió con los pesados
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ropajes medievales, capas de piel de conejo, sayones de paño basto que en absoluto favorecían su proverbial empaque, y daban un calor insoportable. En el camerino tuvieron que abrir de par en par la puerta que comunicaba con el proscenio y un ventanuco que daba a un patio. La señorita Lis se asaba. Le entraban aguaderas, se tomaba la temperatura con el dorso de una mano sobre la frente mientras pasaba el primer acto y le tocaba la escena de la canastilla. -¡No me toques! –le dijo al señor Martínez cuando fue a comprobar si tenía fiebre-. Y tú, Huertas, ni por asomo me des un beso. Soy capaz de levantarme del catafalco y darte un par de bofetadas. Ni me eches el aliento cuando me hables, ni te acerques demasiado. Aquí los amantes no pueden tocarse, ¿entendido? Estos arranques de la señorita Lis eran conocidos por todos en la compañía. Se defendía de sus miedos como si ya fuesen verdades. Vivía acostumbrada a persistir, y de un tiempo a esta parte la desasosegaba el fantasma de la edad. Veía a Huertas, que era de la misma edad de Julio, y se miraba luego en el espejo picado y verdoso con candelas en el marco, y en medio de la fiebre y por detrás de la cochambre del camerino se sentía todavía hermosa. Eso sí, en su primer encuentro con Margarita, la madre de la amante Isabel, apenas miró al público, que exhalaba un denso vaho de inquietante contenido bacteriano. Casi veía flotar los microbios en la oscuridad cuando, en mitad de una frase, echaba un vistazo a las butacas y sólo veía los reflejos de las calvas de los hombres y un velo blanquinoso que lo envolvía todo. -De aquí no salimos vivos –dijo, cuando volvió con la Puchades, su madre en el drama, a descansar al camerino. El señor Martínez estaba en ese momento preparando las parihuelas en las que saldrían los cadáveres al escenario. Su hija, con la cara tiznada, repetía en un rincón sus frases en la escena en la que la mora Zulema le anuncia a Isabel la muerte de su amante.
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-No exageres, Lisarda. Tampoco es para tanto –dijo el director. -Hace veinte años el cólera me cogió en Albacete. Hubo que salir de allí con la cara tapada, como los fantasmas, y aun así Adelaida Trasobares se nos quedó tiesa. Hubo que amortajarla con la ropa de Julieta. Así que ten cuidado, Juanita, y no te acerques a nadie, aunque tengas que decirle un secreto. Tú dime a voces que se ha muerto Diego desde la otra esquina del escenario. Adelaida Trasobares tenía tu misma edad cuando cascó. -Lisarda, por el amor de Dios, deja en paz a la niña –dijo el señor Martínez. -Para trabajar como una jabata no es ninguna niña, y para protegerse tampoco. Y a ver si te vas a pensar que cuando me desmaye me voy a tirar al suelo. De eso nada. Sois todos unos pisamierdas, así que el escenario tiene que estar fino. -Es un miasma, Lisarda. -Es un microbio, lo sé de buena tinta. -¡Bueno, señores –interrumpió Huertas, que estaba sentado en el quicio de la puerta, repasando el libreto-, si siguen así, Diego va a morirse sin decir ni pío, porque yo no puedo concentrarme con semejante alboroto! -¡Habértelo aprendido anoche, gandul, en vez de irte de putas! ¡Cualquiera le da un beso a este! El señor Ubé, archivero de la Diputación, que hacía las veces de apuntador, asomó la cabeza por la puerta. -¡Señorita Lis, cinco minutos! -¡A ver esos papeles! ¿Dónde coño están mis papeles? –dijo Lisarda. La señorita Lis rebuscaba nerviosa entre los vaporizadores de cristal tallado, los lápices de ojos, las barras de carmín y los botes de albayalde. Juanita salió para su escena con Mari-Gómez. 139
-¡Qué más da! –dijo, y le dio un manotazo a una peluca que descansaba sobre una cabeza de madera-. Total, qué va a decir Isabel en esos momentos. -Total no, Lisarda, total no. El público se sabe el libreto de memoria. Como te saltes una coma, te apedrean. -Que se prueben –dijo la señorita Lis, y se volvió a poner el sayo de paño burdo, la capa de piel de conejo y la toca de lana gruesa-. ¡A mí me va a dar algo! Antes de subir los tres peldaños que la separaban de las candilejas, se acercó al oído del señor Ubé, que la esperaba con el libreto para meterse en la caja del apuntador. -¿Ha venido don Julio? –dijo. -Me temo que no, señorita Lis –dijo el señor Ubé, amante de Melpómene y Talía, y comprensivo con las debilidades de los artistas. Durante la representación casi se desmaya, pero no por las malas noticias sino por el bochornoso calor que sofocaba el aire con el sudor del público. Se recuperó un poco en el diálogo con Margarita, pero volvió al camerino pálida y desmadejada. Huertas y Téllez se juntaron con ellos en el estrecho pasillo que comunicaba con el camerino. Los dos se arrimaron a la pared todo lo que pudieron y giraron el rostro y contuvieron la respiración. El largo pasillo lleno de desconchones se le hizo interminable. Iba a caerse de un momento a otro cuando Juanita Martínez, delante de ella, le abrió la puerta. -¡Julio! –gritó la señorita Lis. Iba a seguir hablando, pero apretó los labios. -¿Cómo se encuentra, señorita Lis? –contestó, encantadoramente frío, el hijo del doctor Benito. -Pues aquí, ya ve usted, sudando la gota gorda –dijo Lisarda, de mal genio, e intercambió una mirada cómplice con el señor Martínez. -Juanita –dijo el director-, vamos ahí afuera con los demás.
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Padre e hija salieron del camerino y cerraron la puerta tras ellos. Cuando sonó el resbalón de la cerradura, Lisarda se volvió a Julio. -Eres un hijo de puta –le dijo. -Estuve muy ocupado, señorita Lis. Le he traído estas flores. -¡A mí no me vengas con flores! ¡Dáselas a la zorra esa con la que estabas anoche, cabrón! Julio no dejaba de sonreír y de tratarla de usted. -La veo un poco alterada, señorita Lis. -Llevo una semana mala en la cama, y tú no te has dignado ni preguntar por mí. -¿No tendrás el cólera? –preguntó Julio, divertido. -Ojalá. Julio se acercó hasta ella. -Sería muy romántico que me lo pegases. -Déjame. Julio la cogió del talle. Lisarda sintió un estremecimiento por todo su cuerpo. -Déjame –insistió, y retiraba la cara mientras Julio le pasaba los labios por el cuello. El pecho le palpitaba bajo los austeros ropajes medievales. Pero después se giró de nuevo hacia él, y mientras lo buscaba con los labios iba entrecerrando los ojos. -Eres un pendón –le dijo, antes de besarlo compulsivamente. Julio desató con habilidad las abotonaduras de la capa de piel de conejo y los nudos del hábito que le tapaba las clavículas. -Tengo que salir a escena –dijo ella, relamiéndose-. ¿Por qué no te vistes de amante? Yo te daría un beso en el escenario…
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-Luego me lo darás. Ahora ve a morirte de amor. Estaré mirándote entre bambalinas –dijo Julio. -Me vas a perder –dijo Lisarda. Tenía dificultades para respirar y el rostro lleno de saliva. -¡Cinco minutos, señorita Lis! –gritó el señor Ubé al otro lado de la puerta. -¿Nos veremos después? –dijo ella. -Por supuesto. Necesito que me hagas un favor. -Qué favor. -Ya te lo explicará Martínez. Llamaron a la puerta con los nudillos. Era la señal del último minuto. La señorita Lis, muy digna, se limpió la cara con un pañuelo y repasó los labios de carmín oscuro. Luego se volvió con desdén coqueto hacia el joven Julio. -El que con niños se acuesta… -dijo, y salió a escena. La señorita Lis sacó su papel a flote con patetismo y majestad. El público se emocionó al verla desgarrarse de dolor ante el cadáver de su amor prohibido. Las damas lloraban y los hombres se compungían, y en todos ellos se juntaba la tristeza del momento con el ardor patriótico regionalista. Cuando, vuelta por fin hacia el público, en un gesto de entrega, pronunció el célebre Pero también de mí se apiada el cielo con que concluye la tragedia, todo el mundo se volvía a mirar a sus esposas y esposos como cuando en los entierros se daban el pésame. Ya empezaba a ser tradicional que todos los años, al escuchar esas palabras doloridas, los matrimonios y los novios casaderos mostrasen en público su fidelidad. Al acabar la función, el señor Martínez esperaba con una maleta de cuero. -¿Qué pasa? –dijo Lisarda con displicencia- ¿Ya nos largamos? -No, Lisarda. Tú y yo tenemos faena. 142
Lisarda no tenía ganas de discutir. Pugnaba por desnudarse de aquellas telas bastas y calenturientas. El señor Martínez trató de templar gaitas. -Es un juego. Es una representación como otra cualquiera. Y una simple fiesta de despedida. -¡Sí, para divertirse con el pingo ese con el que estaba anoche! -Somos cómicos, Lisarda. Nunca nos hemos metido en la vida privada de nuestros clientes, y tenemos más de uno. Además, si tan malo es, ¿por qué te revuelcas con él como una…? -¡Como una qué! -Estoy hablando en serio, Lisarda. Mi hija ya se sabe tus papeles. Estoy retrasando el relevo para darte tiempo a encontrar algo en Madrid más duradero. ¡Y mira con qué moneda me pagas! -¡Esto me pasa por viciosa! –dijo Lisarda, fuera de sí. El camerino era un tumulto de atuendos medievales y cuerpos en paños menores. -Mira qué pronto la ha convencido –rezongó la vehemente Puchades. -¡Oye tú, gorda! –se revolvió Lisarda-. ¡Más te valdría darte un buen revolcón y comer menos, que vas a reventar! -¡Basta ya! –dijo el señor Martínez, con gravedad shakesperiana-. ¡Ni una palabra más! Tú, Lisarda, y tú, Huertas, venid conmigo. Y tú, Puchades, vete a casa y prepáranos la cena. -¿Y yo para qué tengo que ir? –protestó Huertas, que ya se veía en el café cantante para el resto de la noche. -Ya te enterarás –dijo el señor Martínez. Los tres salieron del teatro por la puerta de atrás. La plaza de Emilio Castelar se había llenado con multitud de corros que alababan la impresionante actuación de la 143
señorita Lis. Pero ellos cruzaron la estrecha calle de San Juan y fueron callejeando entre sombras de callejas encosteradas hasta la plaza de la Constitución, y de ahí a la calle de la Paz. Algún farol de gas a la puerta del Ayuntamiento era la única referencia que tenían, apenas podían percibirse los destellos del quinqué en alguna ventana. Martínez conocía bien el camino, pero Lisarda caminaba subiéndose el vestido y preocupada por distinguir entre las sombras de la noche los charcos, las piedras y las boñigas. A una señal del señor Martínez accedieron a un corral del que Lisarda sólo percibió el aroma del estiércol y los chorretones negros, sombra entre la sombra, que parecían derramar los ventanucos. Después entraron en un cobertizo, donde Martínez accedió a encender una palmatoria. En los contornos amarillos de la luz sólo se divisaban trozos de cuerda y tarugos de madera, baldes oxidados y aperos de labor. Por una portezuela, de perfil, pasaron a una escalera muy empinada y llena de telarañas por la que ascendieron tanteando los peldaños de madera, que crujían como un barco a la deriva. Por fin, agachados, accedieron a un palomar. Su presencia desencadenó el zumbido de cien alas en la noche y una lluvia de plumas grises. Martínez descorrió el cerrojo de una portezuela que daba a una bohardilla de techos tan bajos que los tres debían moverse de rodillas. Les acompañaba el sonido metálico del baúl que transportaba Huertas, y que parecía estar lleno de barras de hierro, o de instrumentos de tortura. La señorita Lis se tragó el llanto y el orgullo, y no tuvo reparos en desgarrar un trozo de su polisón para cubrirse con él las manos y así no tocar el polvo, las maderas podridas y las cagarrutas. Llegados a determinado punto, Martínez se sentó en el suelo y desencajó un trozo de cañizo que había sobrepuesto entre dos vigas. Con cuidado fue quitando suficientes tejas para que su cuerpo cupiese por el agujero. Huertas y la señorita Lis sólo veían, con el reflejo de la luna, los faldones sucios de la levita y las piernas hasta la
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cintura. Martínez metió una mano y chascó los dedos. Huertas abrió la maleta y sacó una especie de estufa de hierro muy pequeña, no llegaría a medir dos palmos de altura, con un tubo en forma de codo que se acoplaba a la parte superior. Así estuvo unos minutos, asentando el aparato sobre el tejado, mientras Huertas y la señorita Lis iban cambiando de postura porque les dolían las rodillas. La parte superior de Martínez regresó junto a sus compañeros al cabo de media hora. Sin hablar, y en torno a la mínima luz de la palmatoria, le dio un papel a Huertas y otro a la señorita Lis. Huertas sacó del cajón unas varillas metálicas y unas castañuelas, así como un pequeño altavoz de lata y un cuerno de caza que empezó a soplar con intensidad cambiante. Martínez, con las castañuelas, imitó entonces un galope de caballo, y con la varilla flexible los chasquidos del látigo. Contó hasta tres con el dedo. La señorita Lis entonó unas frases descoordinados, deliberadamente llenas de gorgoritos, del Dido et Aeneas, de Purcell, que se quedaban a mitad de fraseo, incluso a mitad de nota, envueltas en rumor de gárgaras y en un débil lamento de degollada. El señor Martínez, con voz muy grave, y valiéndose del altavoz, cuya boca pegó al suelo, dijo: -Eso ha debido de ser que el niño se comió una lata de escabeche en malas condiciones. Lisarda cogió el altavoz y, asomándolo al tejado, soltó una carcajada de neurasténica, que también se terminó de golpe. Todos callaron, y Martínez se volvió a poner de pie, con medio cuerpo a la intemperie. Abrió la caja de metal y encendió la mecha untada de aceite y sebo. Sus compañeros volvieron a ver su mano chascar los dedos. Huertas sacó del maletín un cristal en el que había dibujada, según pudo ver la señorita Lis cuando lo pasó junto a la palmatoria, la imagen de un mono peludo que bailaba una danza siniestra y procaz, y del que despuntaba una barriga que bien podría
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ser de mujer embarazada. Al subir de nuevo el brazo, Martínez tocó una teja con el codo que movió la máquina. El punto de luz que proyectaba entonces la linterna mágica pasó sobre la sombra de los árboles del patio como el espíritu de un ave nocturna. Huertas sacó también un sahumerio del maletín que llenó con bolas de mirra y tendió al director. Luego puso el oído pegado al suelo. Cerraba los ojos y se tapaba la nariz, y esperaba el momento en que, en la habitación de abajo, sonara el descorrer de las fallebas de una ventana. Cuando así lo creyó escuchar, tiró de la levita de Martínez, quien a su vez colocó el cristal en un extremo de la máquina. Un alarido espantoso resonó por todo el patio y estremeció las paredes moteadas de hojas negras. Martínez volvió a chascar los dedos, y Lisarda le puso en la mano un pañuelo húmedo con el que apagó la mecha de la linterna mágica. -Ya está –dijo el señor Martínez, cuando asomó la cabeza-. Y a ver si ahora nos limpiamos bien, que vamos a despedir a todo un señor diputado. Menudo ajetreo. Cuando desandaban a gatas el camino, escucharon, en el piso de abajo, voces masculinas. -¿Se puede saber qué te pasa? –creyeron entender, y después, mientras se arrastraban entre polvo y desperdicios, justo debajo de ellos, escucharon con claridad la voz de un hombre. -¡Amparo!, ¡Amparo!, mírame, ¿estás bien? –dijo la voz. Lisarda la reconoció enseguida.
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15. La silla en la puerta Encarnita terminaba de aclarar unas enaguas blancas. Se abalanzaba sobre la pila, metía las manos en el agua tibia, llena de espumas, irisada de grasas, y dejaba caer la prenda sobre una piedra pulida. Una hilera de mujeres arremangadas hacía lo mismo que ella, subían y bajaban sus cabezas como las bielas de la máquina de vapor que las surtía de agua caliente. Las otras lavanderas no dejaban a Encarnita que llevase los barreños hasta la tina. Estaba muy flaca y ya no podía disimular el embarazo. Si no se los llevaba el encargado de echarle carbón al calentador, se lo cogían sus compañeras. Encarnita echaba allí la lejía y la bola de añil y se desollaba las manos trayéndolas a pliego, y luego las llevaba, mojadas, pesadas, hasta los tendederos del río, junto a un puente de tablas donde ataban los cabos de los cordeles. Francisca estaba portándose muy bien con ella. Como tenía buenas manos para la ropa fina, le encargaba las blondas y las faltriqueras, que no pesaban para bajarlas sucias o subirlas limpias, no los paños bastos ni los pantalones de lanilla. Su madre y ella podían comer todos los días con el jornal que le pagaba, y todos los días le regalaba una jarra de leche recién ordeñada y la obligaba a beberse un par de vasos delante de ella. “Bébetelo y no me rechistes, que tienes que llenar esas tetas”, le decía. También le dio buenos consejos para desenvolverse con las lavanderas y ganarse su confianza. “Cuando tiendas la última colada”, le dijo, “no te quedes mano sobre mano hasta que se seque y mira a ver si puedes echarle a alguien una mano”. La verdad es que no habría hecho falta, pues el solo hecho de ser la protegida de Francisca ya le garantizaba la
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simpatía. Encarnita se subía a un taburete para poder apoyar la barriga sobre la losa fría, protegida por una estera, de modo que apretaba los muslos contra la pared de la pileta y sólo sufrían un poco los riñones. Era un trabajo llevadero. Francisca bajaba con ella muchas veces y vigilaba que no hiciera esfuerzos inútiles. Estaba metiendo las últimas enaguas escurridas en el cesto cuando un pequeño revuelo alteró el ritmo de las lavanderas. Una mujer muy sofocada lo estaba contando al otro extremo de la pila. Las lavanderas fueron arremolinándose y muy pronto a Encarnita le resultó imposible distinguir nada en el tumulto silencioso. Poco después, el grupo empezó a deshacerse y las mujeres volvieron a sus puestos. Todas gesticulaban, se llevaban las manos a la cara, perdían la mirada fuera de las columnas del lavadero. Agustina, que tenía su sitio dos puestos más a la derecha de Encarnita, fue quien la informó de todo. -Ha sido la Paquita. Anoche se puso mala y hoy se ha muerto. Dicen que ha sido el cólera. -¿Paquita, qué Paquita? -Una del Arrabal. Le empezó un dolor en el vientre y le dieron tembladeras y se puso azul, y empezó a echar unas caguetas blancas y a gañir como un animalico hasta que perdió el conocimiento y se murió. Le dio el ataque ayer tarde y esta mañana ya se había muerto –dijo Agustina. Encarnita pensó en su madre. El barrio de las Cuevas estaba a un paso del Arrabal, al otro lado del Calvario. Su madre había nacido allí, y no dejaba pasar un muerto sin velarlo. Ramón había dicho, cuando Encarnita también pensó que exageraba, que los muertos eran el peor foco de infección, de modo que recogió las últimas enaguas a medio secar, se puso el cesto de ropa en la cabeza y, en vez de subir por la Andaquilla desde el río a la ciudad, siguió hasta su casa, en las callejas de las Cuevas, casi debajo
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del acueducto. Su madre estaba en casa. Se había enterado y estaba rezando de rodillas el rosario. Intentó ir a velar el cuerpo de Paquita, ayudar en las faenas de la mortaja y pasarse la noche llorando, pero no se lo habían permitido. Habían metido el cadáver dentro de una caja, envuelto en una sábana, y lo habían rellenado de serrín para que no apestara, y fuera, en la puerta, habían puesto una silla vacía. El hijo de Paquita había ido a buscar a los guardias, a ver qué hacían con el ataúd. -Madre, por lo que más quieras –le dijo Encarnita-. No salgas de casa hasta que yo vuelva. -No, hija mía, si yo sólo voy a ir a la Merced a misa, porque esa es otra, que aún no saben si pueden o no pueden hacerle funeral. -Ni a misa tampoco, madre. Donde se junta mucha gente no hay más que microbios. De todos los que vayan a misa, seguro que unos cuantos se echan la sentencia. Usted rece ahí sentadica y no se mueva. Yo voy a devolver la ropa. Nada más llegar a casa de la lavandera, Encarnita preguntó por Ramón. Había ido a llevar un paquete a correos, una cosa muy importante, dijo Francisca, unos pliegos de flores secas importantísimos. Francisca se excusó por traer algunas enaguas mojadas y contó a Francisca lo sucedido. -¿Lo ves, tonta, cómo fumigarse no es ninguna tontería? Yo me fumigo todos los días y estoy encantada. Y luego tú dices que son los desvaríos de Ramón. Ven, anda, ayúdame a plegar unas cortinas. Desde la sala de costura, poco después, oyeron el silbido del soplete. Encarnita le dio a Francisca las dos puntas de la sábana doblada y se acercó a la ventana. -¡Ramón! ¡Ha habido una muerta en el Rabal! Ramón la miró desde el patio, muy serio. -¿Dónde está tu madre? –dijo.
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-Le he dicho que no se mueva de casa. -Ven, vamos a desinfectarla. Detrás de Encarnita, quitándose el mandil, bajó también Francisca. -¡Eh, tú, zagala, dónde te crees que vas! A tu madre me la traigo yo aquí a casa mientras Ramón os echa el desinfectante, que eso dura lo menos cuatro días, que no te enteras. Y tú aquí quietecica. Mira el rimero de ropa que tengo para planchar. Ya puedes emprenderte con él. Hala, Ramón, andando. Los dos caminaron hasta el Tozal y bordeando el barranco por la Ronda bajaron junto a los paños de muralla que habían quedado sanos de cuando los carlistas. -Yo me subiré a la falsa. Que duerman las dos en mi cuarto –dijo Ramón. -Bueno, ya veremos –dijo Francisca. -Esto pinta mal, Francisca. Nos empeñamos en pensar que Teruel está a salvo. En casi todos los pueblos de alrededor hay invasiones. En Villaspesa, ahí al lado, ya ha habido un muerto. En Santa Eulalia hubo un primer brote y ya los cuentan por docenas. Las calles están llenas de sillas. Aquí van a abrir un lazareto en la fuente del Gallo, pero es una fantasía pensar que nos vamos a librar del fuego cuando la provincia está ardiendo por los cuatro costados. -Pero eso es porque en los pueblos no se fumigan bien –dijo Francisca. -Santa Eulalia, Torremocha, Monreal, Torrelacárcel, Calamocha… El Jiloca entero está infectado. Y por la parte de Gúdar, en Rubielos y en Formiche Alto, también se han dado casos. -Paquita era de Formiche Alto. -Da igual, Francisca. No habrá modo de pararlo. -No seas cenizo –dijo Francisca- y mira a ver si has traído todos los ungüentos.
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La madre de Encarnita les abrió muy asustada, con un rosario en la mano. Conocía a Francisca del lavadero, y cuando supo que era la que había contratado a su hija se deshizo en zalemas cargadas de resignación y servilismo, igual que con Ramón, a quien trataba como si en verdad hubiese salvado a su marido. -¿Dónde tiene la ropa? –dijo Francisca-. Venga conmigo, dígame la que se va a llevar. -¿La que me voy a llevar? Ramón vertió alcohol y veinte onzas de azufre en una salamandra de base muy ancha que a su vez colocó en el plato del brasero. -Empezaremos por arriba. Desde luego era lo más lógico, pero hacía mucho tiempo que Ramón tenía ganas de subir aquellas escaleras. Una curiosidad morbosa le impulsaba a visitar las huellas del suicida. Empezó a sulfatar la casa por el tálamo matrimonial. Era una alcoba de techos bajos y paredes abombadas, sin más luz que la que entraba por la puerta, que tampoco era mucha. Era preciso sacar la cama, la cómoda y las dos mesillas, con toda seguridad el ajuar con el que se casaron, y todo el mobiliario que tuvieron nunca. Lo que sí había, colgados por las paredes, eran muchos objetos de cuero. La alcoba misma se había penetrado del olor a piel curtida. Hasta cierto punto el cuero sustituía a la madera: marcos de cuero con estampas de San Lamberto, cananas de cazador, cofres tachonados con botones de metal, rosarios trenzados con tiras de piel. En el suelo de madera crujiente había dos pellejos de cabra, uno a cada lado de la cama. Las mesitas eran apenas dos cajas que el correcher había forrado como los vades de los escritorios. Una de las mesitas estaba llena de cromos de santos, y la otra de los objetos del difunto, un reloj de plata vieja, una cartera de piel de cerdo, una petaca de lo mismo, una carlanca de pinchos dorados y un cinturón con escenas de caza repujadas y una
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hebilla de madera. Ramón se calzó los guantes, también de cuero, que usaba para las desinfecciones, pero antes de prender el azufre con espíritu de vino abrió la cartera. Dentro, con los bordes carcomidos, sólo había un retrato de bodas, un hombre de pie con camisa sin cuello y la calva blanca sobre la tez oscura, que miraba con ojos brillantes y cara de susto, y a su lado, sentada, vestida con un traje negro abotonado y un mantón cuyos flecos asomaban por los encajes del puño, una mujer de aspecto triste que cruzaba las manos. Y también había un papel doblado. Ramón lo desplegó y se acercó un poco al resplandor que entraba por la puerta. Era un certificado de suscripción de acciones de la empresa Delgado e Hijos a nombre de Vicente Barrachina. No sé indicaba la cantidad, tan sólo el número de las acciones, 218. Ramón roció el documento con el agua fenicada, lo agito un poco para que se secase y se lo metió al bolsillo. Después corrió todo lo que pudo la cama a la pared e instaló la salamandra con la solución sulfurosa. De regreso, y como la madre de Encarnita caminaba con dificultad por la Andaquilla, cuyo lamentable estado, lleno de piedras, había provocado serias quejas de los vecinos, Ramón se entretuvo llamando a las casas que se iba encontrando en el camino, todas de antiguos vecinos suyos, a quienes Ramón aprovechaba para saludar y dejarles unas onzas de azufre. Siguiendo las instrucciones de Francisca, Encarnita lo tenía todo preparado cuando llegaron. Madre e hija iban a ocupar el dormitorio de Francisca, y Francisca se trasladaría a la habitación de matrimonio, que al contrario que la madre de Encarnita no había vuelto a ser usada desde que murió Manolo. -¿Ya has cambiado las camas, Encarnita? –preguntó Francisca desde el patio, mientras fumigaban a su madre.
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Aquel cambalache no gustó a Ramón. Francisca no hablaba tan apenas de su esposo, pero en alguna ocasión, comentando la posibilidad de alquilar el cuarto que tenía cerrado, el semblante siempre alegre de Francisca se nublaba por momentos. -Lo que tendría que hacer es tapiarla –dijo una vez. Ramón vio en aquella circunstancia un modo de atraerse a Francisca, o por lo menos de corresponder con el arranque de generosidad que estaba demostrando hacia sus protegidas. -Escucha, Francisca. Aunque haya que trajinar un poco más, me gustaría dormir en la habitación cerrada. Sé lo que significa para ti, y a mí me da lo mismo. Francisca echó una bocanada de aire, como si hasta ese momento no hubiese podido respirar del todo. El corazón le palpitaba. Se puso una mano en el pecho y cerró los ojos. -Pues sí, Ramón, te agradezco mucho el ofrecimiento. Sólo de pensarlo me dan sudaderas. No te preocupes que no te tocaré nada de tu cuarto. -Faltaría más –dijo Ramón, caballeroso. Francisca condujo a la abuela a su nuevo dormitorio y Encarnita se quedó desinfectando la poca ropa que traían. -Encarnita –dijo Ramón-. Tengo que hablar contigo. La joven se volvió como si un perro hubiera estado a punto de morderla. -No te asustes, no es nada malo –se apresuró Ramón, apaciguando el susto con las manos-. Siempre me ha llamado la atención que tu padre, siendo un buen artesano como era, os dejara en estas condiciones tan lamentables. La muchacha siguió humedeciendo un vestido. -Pues ya lo ves –dijo, un poco a la defensiva.
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-¿Siempre tuvisteis lo justo para comer? ¿Incluso cuando tu padre se iba a Levante con los pastores? Encarnita plegó el vestido con cuidado y lo colocó encima de una silla. Después se dio la vuelta y miró de frente a Ramón. -¿Qué es lo que quieres saber? –le dijo. -Nada, nada. No quiero meterme donde no me llaman, pero hay algo… Encarnita casi no podía contener las lágrimas, pero eran lágrimas de rabia, como si –pensó Ramón- hubiera tocado la llaga de sus miserias, como si quedarse sin padre no fuese ya suficiente drama. -Has sido muy amable con nosotras. Me buscaste una faena y ahora nos traes aquí para que no nos pase nada. Yo te pagaré si tú quieres, pero deja a mi padre en paz. Se quitó la vida y eso ya no tiene remedio. No quiero que pienses en él. Ramón estuvo a punto de decirle por qué llevaba tanto tiempo obsesionado con aquel hombre. La muchacha llevaba razón. Todo lo que hacía por ellas era otra forma de seguir hurgando como un párroco en el mal ajeno. Cada vez que, como entonces, enviaba o recibía carta del doctor Loscos, le volvía a escocer el recuerdo de aquel episodio. No era nada grave, ni punible ni vergonzoso, pero durante semanas le mortificó la idea de que lo pudo haber salvado si hubiese atendido a los gritos de socorro de aquel borracho que se encontró en la calle. Entonces no tenía tiempo que perder, la carta de Castelserás era mucho más importante que las palabras de un viejo borracho. Si media hora después no hubiese pasado por el mismo sitio, nada de esto habría sucedido. Pero volvió a pasar ante la puerta y ya algunos otros vecinos estaban alarmados, aporreaban la puerta y lo llamaban a gritos. Entonces Ramón terminó de entender al borracho, y no dejó de temer en los días que siguieron que alguien por la calle lo señalara con el dedo como al maestro que negó su auxilio.
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Nada de esto podía decirse a nadie. Eran culpas íntimas, torturas privadas. Los peores remordimientos suelen surgir de acciones sin testigos que tampoco llegan a ser crímenes. Quizá Ramón estaba limpiando su conciencia con la sosa cáustica y con el azufre. No actuaba como Francisca, por inclinación natural, sino como resultado de sentirse perseguido por algún error sin solución. Muchas de sus acciones eran la purga de algún recuerdo que lo atormentaba. Deseaba con cálculo, temía con remordimiento. Por eso admiraba tanto a Francisca y desde el primer día se había sentido tan seguro junto a ella. Ella sí era una mujer sana. Y Encarnita, a pesar de su delgadez y de su estado, también lo era. Huía de la muerte de su padre, de su recuerdo y de sus consecuencias, y todo el agradecimiento que podía sentir hacia Ramón quedaba empañado, infectado por su curiosidad malsana. -Encarnita, ya te he dicho que yo no quiero meterme donde no me llaman, pero esta tarde, cuando estaba en tu casa, he encontrado un papel que te interesa. -No sé leer. -Da igual, te lo leeré yo. Es un título de participaciones. -¿Y eso qué es? -Tu padre tenía parte de un negocio, no sé si mucha o poca. Pero el documento es legal, y podríamos reclamar el valor de esas acciones. Lo más probable es que sean cuatro duros, pero algo es algo. ¿Tú has oído hablar a tu padre de Delgado e Hijos? -No –dijo Encarnita, como un resorte. Ramón se dio cuenta de que se había puesto colorada, pero no siguió preguntando. Por las escaleras ya se oían otra vez las voces perfumadas de Francisca. Había hecho muy buenas migas con la madre de Encarnita, y por lo contenta que bajaba nadie habría dicho que estuviera luchando contra el cólera. Ramón pasó la noche durmiendo en la cama de un muerto y acordándose de otro. Del uno era el fantasma. Del otro, su albacea.
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16. Caín y Abel Francisca Torres Martín, natural de Formiche Alto y vecina del Arrabal, falleció el día 5 de julio y fue la primera víctima del cólera en la ciudad de Teruel, pero no por ello se suspendieron las fiestas. Dos días antes, el 3 de julio, había tenido lugar la ya tradicional manifestación cívica en memoria de los heroicos defensores de la ciudad contra el asedio carlista. El doctor Benito se mostró contrario a la celebración de solemnidades que convocasen en las calles a mucho personal y lo invitasen al hacinamiento, pero el señor Esteban, nuevo alcalde de Teruel, no quiso estrenarse en el cargo provocando la desconfianza de los constitucionales. Así que no solo hubo desfile y pasacalles, homenaje y ofrenda floral, desencuentros con el obispo e incluso un detenido por no quitarse la gorra al paso del monumento, sino que al día siguiente se confirmó que para las inminentes fiestas de la Vaca del Ángel no habría una corrida de toros ensogados el domingo sino dos, una el domingo y otra el lunes. Esto había terminado de indignar al doctor Benito. Francisca Torres, como casi todos los vecinos, había asistido a la cabalgata dos días antes de su muerte. Entre los amigos del doctor cundía el convencimiento de que Teruel, de muros para adentro, era un lugar seguro. Meneaban la cabeza y ensayaban otros gestos de preocupación cuando les llegaban noticias de cómo el cólera estaba derramándose por la provincia, pero les parecía que las murallas que resistieron a los carlistas resistirían también a la epidemia. Los barrios del Arrabal y de las Cuevas estaban más allá de la ciudad levítica, de la tacita ensimismada, eran como pueblos añadidos, y por un caso que hubiese sucedido
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allí no era como para echarse las manos a la cabeza, ni mucho menos suspender las fiestas. Amparín y doña Emerenciana llevaban ya unos días en Albarracín. Allí las medidas preventivas se practicaban con celo extremo, y eso tranquilizó al doctor. Su hijo Julio, en cambio, iba y venía, entraba y salía, tan pronto cabalgaba por los pueblos de la sierra y alternaba con tratantes de ganado, como volvía a casa de madrugada, siempre con algún amigo que le riera las gracias. Tan sólo una vez trató de hablar en serio con él de sus obligaciones hipocráticas. Aunque jamás hubiera ejercido su noble profesión, él, Julio, también era médico. En vez de dedicarse a labores preservativas, a informar a los vecinos e instruirlos en el manejo de los desinfectantes, se había obcecado con un asunto al que el doctor Benito tampoco le daba tanta importancia. -Desde que anda enamoriscada de ese maestrucho está perdiendo la cabeza, padre. Una cosa es que suelte inconveniencias y otra muy distinta que vea visiones. -En Albarracín estará más tranquila. La amenaza de la epidemia la tiene perturbada. Su prima Blanca la confortará. Ya verás cómo en Albarracín no tiene visiones. -No. No es la epidemia. La epidemia tampoco es para tanto –bramaba el hijo-. Debería estar aquí. ¿En qué mejor casa que esta podría estar protegida contra el cólera? -Aquí, desde luego, no. Y tú, con la vida que llevas, si te quieres salvar, más te valdría irte con tu hermana. Aquí tampoco haces nada de provecho. Los dos hablaban en la redacción de El Ferro-carril. Don Aurelio estaba terminando de redactar una nueva lista de medidas higiénicas imprescindibles para publicarlas en el siguiente número. Sentado en su escritorio, miraba a su hijo con la distancia de quien ya no espera nada. -Es usted muy injusto conmigo, padre. Trabajo por el patrimonio familiar.
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-Ah, sí, comprando terneras a bajo precio para cuando llegue la epidemia y la carne se ponga por las nubes –dijo don Aurelio. Julio puso cara de sorpresa. Al médico le dolió que su hijo tratase de engañarlo. -Tú sabrás los manejos que te traes con el Delgado ese, hijo mío. Pero yo no quiero que mi nombre aparezca en ningún documento junto al suyo. -No se preocupe, padre –dijo Julio, ahora con el rostro serio y el mentón altivo-; si lo prefiere, firmaré sólo con la inicial de su apellido. -Eres un vago y un insolente. ¡Quítate de mi vista! Julio recogió su canotier. Su rostro dibujó una cínica sonrisa. -Yo trabajo por la vida, padre. Y usted trabaja por la muerte. Ya no le contestó. A duras penas pudo concentrarse en lo que estaba escribiendo. El correo de aquel día le había informado de que su amigo don León Culla, médico de Caminreal, había muerto víctima del morbo asiático. La provincia estaba quedándose sin médicos, unos porque caían invadidos y otros porque no se arriesgaban a una muerte muy probable. La Diputación, según constaba al doctor Benito, llegó a ofrecer hasta 40 pesetas diarias, una verdadera fortuna, a los médicos que prestasen sus servicios en la ribera del Jiloca, ya completamente invadida. Sólo dos médicos aceptaron ir, Sebastián Buj, que fue destinado a Villarquemado y Torrelacárcel y padeció la invasión del cólera casi de inmediato, y otro, Anastasio Escriche, a Berge, donde duró algún tiempo más. La ciudad de Teruel, entretanto, preparaba sus fiestas. En cierto modo, don Aurelio sentía haber perdido un hijo pero haber ganado otro. En todo este tiempo Ramón Vargas y él habían actuado codo con codo. Quizá era lo que más le dolía, que teniendo un hijo médico tuviera que ampararse en un yerno maestro, infinitamente más dispuesto y mejor informado que Julio. La jornada de Ramón no desperdiciaba un minuto. Llevaba onzas de azufre por las casas del Arrabal y
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de las Cuevas desde antes de que los agricultores sacasen las bestias de la cuadra, antes de que los trabajadores echasen su perra de cazalla en la taberna y las mujeres apoyasen los cántaros en la cadera. Iba comisionado por el gobernador provincial, que había creído más oportuno, para forzar al vecindario, amenazarla con duros castigos si entorpecían las labores de desinfección. Un alguacil lo acompañaba para que Ramón no perdiera el tiempo tratando de convencerlos. Él mismo se desinfectaba varias veces al día, al entrar a su casa o a la redacción del periódico, y ponía extremo cuidado en que su piel no tocase nada, en no beber más agua que la que traía de la Peña el Macho un aguador a casa de Francisca, y por supuesto en inspeccionar cualquier alimento que se llevase a la boca. La tarde en que padre e hijo habían tenido tan agrias palabras, Ramón apareció por el periódico con noticias frescas del doctor Ferrán. Primero se le había prohibido poner en práctica sus inoculaciones, sobre todo a raíz del informe del doctor Brouardel y de la polémica con el joven catedrático Ramón y Cajal. Luego, al ver la magnitud que amenazaba con alcanzar el cólera, se le dio permiso para que vacunase, y pocos días después se le retiró ese permiso de manera definitiva. En todo este tiempo, el doctor Ferrán sólo parecía haberse granjeado la curiosidad de todos y la fe de los pueblos afectados. La gente se agarraba a las promesas de salvación como lo ha hecho desde los hombres primitivos. Unas hermanas de Murcia se murieron antes de que las atacara el cólera por sobreingestión de láudano. Muchos ya infectados acudían a ponerse la vacuna milagrosa, moribundos en parihuelas le eran acercados como si fuera un santo. Pero las clases cultas se habían cebado con él. Los periodistas lo tachaban de charlatán y vendedor de crecepelo, un gobernador denunció que estaba intentando lucrarse con la industria del placebo, y el mismísimo Ministro de la Gobernación llegó a poner en duda, en sede parlamentaria, la seriedad científica del procedimiento. Para
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Ramón la culpa era del dichoso doctor Brouardel y del complejo de inferioridad del gobierno de España. Ese médico francés, tan pagado de sí mismo, le había cogido al doctor Ferrán poco menos que ojeriza. -Y si se trata de un invento tan noble que ha de proteger al género humano de sus enemigos más difíciles de combatir –decía el doctor Benito-, ¿por qué se niega a decir cómo cultiva el bacillus? ¿Y por qué quiere vender su invento? -Porque tiene que comer y alimentar a su familia, y porque tampoco se ha negado a decirlo. Él mismo le ofreció al francés sus caldos para que los analizase. Y el otro, en vez de ponerse manos a la obra, se sintió ofendido. Así no vamos a ninguna parte. Esta discusión se convirtió en habitual, pero no por ella el doctor Benito se negó a publicar cuantas nuevas le traía Ramón sobre el asunto. Hasta entonces sólo se trataba de explicarlo, pero esa tarde Ramón entró a la redacción muy excitado. -Don Aurelio –le dijo, sin percatarse de la palidez del médico-. Traigo noticias. Ramón desplegó entonces la franca sonrisa de quien ha encontrado solución a los problemas. -Mi amigo Pau me puede proporcionar cien dosis de vacuna –dijo. Al doctor Benito le costó reaccionar. Su pensamiento y su mirada permanecieron absortos en la pluma de escribir. -¿Y para qué las quieres? Están prohibidas. -¿Prohibidas por quién? -Por el gobierno. -Usted mismo me dijo ayer que el gobierno no ha dado un real para prevenciones. ¿Qué le importa al gobierno lo que hagamos en Teruel? El médico recuperó la compostura. Se arrellanó en el sillón y se atusó el bigote.
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-¿Y dónde vas a ir, a las casas del Arrabal? ¿Vas a pedirle a quienes vieron morir a Francisca Torres que se metan en su cuerpo el mismo bicho que la mató a ella? Ramón irguió la postura y cruzó las manos. -Yo mismo me vacunaré. Y me gustaría que fuese usted quien me lo inyectase. -¡Tú estás loco! –se dijo el doctor Benito, mientras se revolvía en su asiento. Entonces Ramón, con toda parsimonia, dejó el maletín que traía en la mano sobre el escritorio del doctor Benito. -Aquí la traigo –dijo. -Conmigo no cuentes, y quita ese maletín de ahí. ¿Va debidamente protegida? Ramón abrió el maletín. -Hasta el médico francés consintió en decir que no acarreaba efectos nocivos. -Ni hablar. Siempre que hay un desastre todo el mundo cree saber la solución. No puedes comportarte como esas pobres gentes de Gandía. Esto ya no es amor a la ciencia. ¡Esto es valerse de la ciencia como alimento del fanatismo! Ramón volvió a cerrar el maletín. -Como usted guste, doctor. Le diré a Francisca cómo tiene que inyectármela. El doctor Benito volvió a levantarse del asiento. -Escúcheme, joven. Hasta el momento ha sido usted un compañero leal y un ciudadano responsable. No me gustaría que se convirtiese ahora en un problema. Conozco, por otra parte, el ascendente de que goza usted ante mi hija, y su debilidad de carácter. Yo le pondré la vacuna si no hay más remedio, pero a mis hijos, por lo que más quiera, déjelos en paz. Ramón abrió de nuevo el maletín y sacó una cajita de madera rellena de algodón para proteger dos frascos de líquido turbio. -Debe ser en ambos brazos –dijo Ramón.
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-¿También va usted a darme lecciones de enfermería? –dijo el doctor. Luego tiró la pluma sobre los papeles y se recompuso la levita-. Vamos a la consulta –dijo. El doctor Benito se calzó el mandil y, después de desinfectar el instrumental, le inyectó con una jeringa de Pravaz casi un gramo de líquido-vacuna. Lo hizo con tanto esmero que utilizó una jeringa diferente para cada brazo. Ramón apenas sintió la aguja. Estaba sentado en la misma camilla en la que le curaron las heridas, y tenía el mismo aguante con el dolor. Pero este dolor pasó de ser un calor abrasivo en los antebrazos a la sensación de estar recibiendo picotazos en la médula de los huesos, y pronto le resultaron difíciles los movimientos. El tacto de los brazos se acartonó. En cuestión de minutos no era capaz de moverlos, ni siquiera para vestirse sin ayuda. Pocos minutos después, sin embargo, el entumecimiento volvió a ser solo dolor, y en cuestión de media hora casi había desaparecido por completo. El doctor Benito le propuso quedarse un tiempo prudencial en la consulta, o al menos pasar allí la noche. Ramón se lo agradeció mientras se ponía la camisa. -No se preocupe –dijo-. Francisca me cuidará estupendamente. -Ten cuidado, hombre de Dios. Al ir a despedirse, Ramón inició el gesto automático de tender la mano al doctor Benito. Lo detuvo a tiempo, pero el médico no era tonto. -Espera un momento –dijo-. Todo en esta vida puede hacerse con cordura. El médico sacó de una alacena unos guantes de caucho y se puso uno solo, el derecho, y le tendió la mano. Nada más salir Ramón de la consulta, mientras el doctor Benito desinfectaba el guante, su hijo Julio bajó las escaleras de la vivienda y entró a despedirse de su padre. -Me marcho, padre. Creo que Amparín me necesita más que usted. Al doctor Benito las palabras de su hijo se le pegaban al alma como el betún.
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-Haz lo que creas conveniente –dijo. El joven, vestido para montar a caballo, se acercó a su padre. Aquello no podía quedarse así. Don Aurelio se lavaba las manos hasta el codo en la jofaina, y Julio cogió el frasco de cristal que había sobre la mesa, junto al de alcohol y las jeringas. -¿Está usted vacunando a la gente, padre? En pocas horas el carácter de una persona es capaz de provocar todo tipo de recelos. Para el doctor Benito ya ninguna de las preguntas de su hijo eran normales. Un instinto, digamos, moral, le había llevado a sospechar que su hijo padecía, más que una lacra del carácter, una enfermedad del espíritu. -Una persona me ha pedido que se la administrase, eso es todo. Ni hay vacunación general ni la va a haber. -¿El maestro? Lo he visto salir de la consulta. Iba frotándose los antebrazos. El doctor Benito se volvió hacia Julio. Se secó las manos y se quitó el mandil. -Sí, el maestro –dijo-. -El maestro y usted, supongo, porque aquí hay dos jeringas. -Debería bastarte con la confianza que un hijo debe a su padre, pero te diré que le he puesto una inyección en cada brazo. -¿Y ese otro frasco? -Es de líquido-vacuna. Intentaré analizarlo. -No –dijo Julio, quitándose la levita-. Póngamelo a mí. Don Aurelio se impacientaba. -No digas tonterías. -Vamos, padre, si ha consentido en ponérselo a su futuro yerno, no puede ser nada malo.
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-Esto es inaceptable. Estás atentando contra mi autoridad. Pase que no asumas tus responsabilidades ciudadanas, y que te comportes como un ave de rapiña que sobrevuela las desgracias ajenas. Me duele que no te hagas cargo de la gravedad de la situación, y sigas de parranda por las noches con desprecio de tu propia vida. ¡Puedes despreciar al padre, pero no dudar del médico! -Por eso que no dudo quiero que me la ponga usted, padre. Es usted el que desconfía de mí. Conforme ha ido acercándose a ese maestro revolucionario, usted me ha ido tratando cada vez más como a un extraño. ¿Debería comportarme como él para ser digno de usted? ¿Debería ir a la taberna y repartir onzas de azufre? Sé que usted aprueba todo lo que él hace. Sé que lo trata como a un hijo, a pesar de la ponzoña que ha metido en la sesera de Amparín. Y, si usted acepta vacunar a un hijo, ¿por qué no a otro? -Deja el frasco, por favor. Puede verterse. -¿Y contagiarnos a los dos? El sarcasmo de Julio irritó al doctor Benito. -¡Respeta una orden de tu padre! –dijo, con la voz quebrada. Julio depositó el pequeño frasco en el estuche. -No se preocupe por mí, padre –dijo Julio Benito-. Preocúpese por el maestro. Julio salió de la consulta y, según sus palabras, partió hacia Albarracín. Le quedaban cuatro horas de camino y quería llegar de día. Cuando llegó a su casa, Ramón informó a Francisca de lo que había hecho y se metió en la cama. -A partir de ahora, y hasta que veamos los resultados, debes tener mucho cuidado en no tocarme. -Vaya por Dios –dijo ella, risueña y desentendida-. Ahora que empieza la fiesta.
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El dolor se había calmado poco después de la inyección, pero aumentaba paulatinamente, y a las nueve de la noche Ramón ya no podía mover los brazos. Le daban bascas y dolores de cabeza. Francisca, siempre a su lado, le hacía beber agua fresca. A eso de las once le acometieron violentos escalofríos, sufría temblores convulsivos, le castañeteaban los dientes. Él mismo, mientras Francisca miraba el reloj, se tomó el pulso. Tenía 96 pulsaciones, que fueron subiendo al tiempo que la fiebre, hasta que a media noche contó 120 pulsaciones y 39º. Entonces empezó a sudar copiosamente, y hacia las tres de la mañana la temperatura volvió a ser normal. Hasta las seis de la mañana todavía sufría náuseas, sin vómitos pero con diarrea. Los brazos seguían doliéndole, pero volvió a conciliar el sueño. Durmió hasta la tarde del día siguiente. La fiesta se había desatado y por los balcones de la calle de la Comadre se escuchaban los silbidos de los mozos al toro ensogado, el bullicio del gentío y los gritos de las mujeres.
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17. El cantón de Albarracín Don José María Catalán de Ocón García de Vera Vicente de Espejo y Martínez de Azagra, señor de Valdecabriel, vivía en Barcelona, pero solía pasar los veranos en las Casa de la Campana, en las escarpaduras de la sierra que ascienden hasta el nacimiento del Tajo. La familia poseía ya esos títulos desde los tiempos de Jaime I, y los señoríos de Albarracín y Monreal les fueron confirmados en el siglo XVI y desde entonces se habían mantenido indivisos a través del primogénito. Ahora era su hijo Manuel el que llevaba las riendas de la familia, mientras don José María contemplaba la historia en la puerta de su casa, debajo de una parra. Con los primeros rumores de epidemia, el patriarca decidió trasladarse a su palacio de Albarracín. Manuel había casado en segundas nupcias con doña Loreto, dama catalana, educada en un convento de monjas suizas. En aquel montañoso país debió de aprender doña Loreto los secretos de las hierbas, cómo buscarlas, ordenarlas y presentarlas, y enseñárselo a su hija Blanca, que alcanzó cierto renombre como botánica e incluso dio nombre a una flor, la saxífraga blanca, que encontró en sus excursiones por las feraces gargantas fluviales a las que se asoma la villa de Albarracín. Su otra hermana, Clotilde, encontró su vocación entre los lepidópteros, las dos tuteladas por el canónigo de Albarracín, mosén Bernardo Zapater, que también tenía un modesto prestigio como naturalista. Entre pecíolos y espiritrompas, las niñas eran muy felices en la sierra. Conservaban las amigas de la infancia, y a pesar de lo que hubiese dado de sí la vida, de los caminos distintos que hubieran emprendido sus padres, ellas mantenían su afecto en 169
verano como quien mantiene la infancia un par de meses al año. Era el caso de Amparín Benito, algo mayor que ellas, que sin embargo, cuando eran niñas, les había dado lecciones de latín durante las vacaciones, y desde entonces se habían visto todos los veranos y siempre salían juntas en sus excursiones por la sierra, y se reunían por las tardes en el mirador del palacio para escuchar las hermosas poesías de Clotilde, y juntas paseaban entre peñas gigantescas de rodeno y altos pinos. Decimos que la amistad no se resintió de los vaivenes de sus mayores porque fue Manuel, su padre, rico terrateniente, entusiasta liberal, quien pronunció una frase que lo distanció levemente del doctor Benito: “Llega más pronto a Valencia un barco de Odessa que una carretada de grano expedida desde cualquier punto de la Sierra de Albarracín”. Fue la frase más celebrada entre quienes pretendían que el ferrocarril no prolongara la estéril dependencia de Teruel con Zaragoza, sino que convirtiera la provincia en productora de materias con salida directa al mar. Siempre se profesaron el mismo respeto, como parientes lejanos que eran, pero después de aquello un encuentro de los dos en la plaza mayor de Albarracín habría resultado un tanto incómodo. No hizo falta, ésa es la verdad. Bastante ocupación tenía el doctor Benito por aquel entonces, que no solo atendía su consulta sino que viajaba por los pueblos más castigados de alrededor. Sin embargo los equívocos se sucedieron. A finales de junio, al poco de que el doctor Benito levantara el lazareto de la Jaquesa, un grupo de catedráticos entre los que se encontraba Polo y Peyrolón había intentado entrar en Albarracín. No se les permitió el acceso cuando se supo que venían de Valencia, los viajeros se quejaron airadamente, el gobernador amenazó al concejo con una multa de 500 pesetas y alguien aprovechó un artículo del doctor Benito que hablaba de cantonalismo sanitario para denunciar que Albarracín se había declarado independiente. El doctor Benito tuvo que explicar la metáfora simple y todo quedó aclarado. No sólo
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no le parecía mal a don Aurelio el cantonalismo sanitario sino que pudo demostrarse cómo daba sus frutos durante la epidemia. Lástima que el resto de los pueblos, incluidos los de la sierra, no se hubieran declarado también independientes. Allí había familias importantes y estaban muy bien protegidas. Sólo les preocupaba la edificación del nuevo cementerio, porque el viejo, junto al campo de San Juan, en las peñas descarnadas que jalonan el río, se mantenía en condiciones insalubres. Cada vez que llovía, el agua se filtraba por las tumbas e iba a parar al Guadalaviar. Unos decían que el cólera, de haberlo, correría aguas abajo y no sería problema. Otros, más lúcidos o más clementes, defendían que el cólera no sabe de geografía, y que todos bebían las mismas aguas. Por lo demás, las medidas sanitarias se cumplían con escrúpulo, el vecindario se tranquilizó hasta el punto de que dentro de la fortaleza mora, por los balcones asomados al vacío, entre las cuestas empedradas de rodeno y los tejados que se juntan sobre las callejas, sus habitantes se hacían las mismas visitas de todos los veranos. Cuando llegó la familia del doctor Benito, ya todo el mundo sabía que Amparín había sufrido una indisposición. Ella misma comunicó a sus primas por carta que había sido nada más que un amago, y no provocado por el vírgula sino por una intensa emoción que, cuando tuvieran oportunidad de volver a verse, ya les contaría. Esa oportunidad había llegado y Blanca y Amparín pudieron compartir su intimidad en el mirador de la azotea, una tarde de julio, cuando el sol se había puesto por detrás de la muralla y del río llegaba un fragor de sombras y de chopos. Mientras Blanca estuvo en Monreal, antes de salir rumbo a sus otras posesiones de la sierra, las dos amigas habían mantenido apasionada correspondencia, Amparín hablando del maestro botánico que había conocido, y Blanca suspirando por un científico alemán mucho mayor que ella. Había sido tanto el entusiasmo de Blanca en sus misivas, tanta la
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delicadeza y la sinceridad de sus consejos, que Amparín había confiado en ella desde el principio, y cuando recibió la orden de marcharse, menos le pesó su cuerpo desmadejado por la diarrea que la promesa de encontrarse con sus primas. -Debes darle tiempo, Amparín –dijo Blanca, bastante más joven que ella, pero igual de inexperta en las lides del amor. Estaban sentadas junto al ventanal. En un entredós descansaban los últimos poemas de Clotilde reunidos en un libro de cubiertas jaspeadas, encuadernados con amor por el abuelo, que estaba ocioso. La primera intención de Blanca, como mujer para quien la felicidad ha vivido siempre dentro de los libros, fue leerle unos versos de su hermana. Amparín la miraba, la lánguida cabeza ladeada, el vestido gris sencillo sin puntillas, esa grave lucidez con la que hablan algunos enfermos de espíritu. -No basta con desear las cosas –dijo Amparo-. Ese hombre no me quiere. Sería el marido ideal, sí, culto y paciente, serio, comprometido, sin servidumbres de niño rico. Se pasaría el tiempo con mi padre, salvando el mundo, y yo lo vería pasar como si ya todo hubiese pasado entre nosotros, como si nos hubiésemos dormido el día que nos conocimos y al despertar ya fuésemos una familia cargada de hijos. -No te rijas por lo que lees en las novelas, Amparín. -No, yo no me rijo por nada. A mí Víctor Hugo me trae al fresco. Ya te dije hace tiempo que yo quería un novio naturalista, sin contemplaciones. -¿Pero entonces en qué quedamos? ¡Él se acercará tarde o temprano! En realidad ya todos en la familia lo dais por hecho. Mi hermana Clotilde me ha contado que tu madre le comentó a la mía que lo mejor sería que te casases con el maestro. -Sí, pero eso lo dice mi madre porque teme que me vuelva loca. -¡Amparín! -Sí, Blanca, sí. Y yo también lo temo.
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-¡Pero habría sido otra cosa! Estabas cansada, eso es todo. -Llevo muchos días cansada, Blanca. He oído varias noches ya esas voces. Ramón quiere una mujer sana, no una histérica que de vez en cuando ve fantasmas. -Aquí no ves nada. Tú misma me has dicho que aquí duermes divinamente. -Sí. A los fantasmas no les gusta el aire de la sierra. Eso será. Las dos primas rieron divertidas la ocurrencia, en ese momento de las confesiones en que la confianza reclama una pequeña broma, que es afecto hablado, cariñoso y confortativo. Blanca creyó adecuado el momento para cambiar de conversación. -Ven, Amparín, vamos a mi cuarto, que te voy a enseñar las palabras en latín que me ha dedicado Mauricio en su Supplementum Prodomi Florae Hispanicae, que son muy bonitas. ¿Sabes?, me ha enviado un retrato suyo y me ha pedido uno mío. ¡Si no fuera tan mayor…! Con la suerte que tienes, querida Amparo. ¡Qué no daría yo por que me saliese a mí un novio botánico, y que no fuese tan viejo! Habían embocado ya las escaleras sujetándose las faldas para no caerse cuando apareció en el descansillo, congestionada, despavorida, la hermana de Blanca, la señorita Clotilde Catalán de Ocón. -¡Clotilde, hermana, qué te pasa! Clotilde jadeaba para hablar, y señalaba a Amparo con el dedo. -Es tu…, es tu… hermano Julio… Blanca miró a su amiga, y le guiñó un ojo. De todas era sabido que Julio a Clotilde le hacía tilín. Fue la señorita Amparo la que supo detectar a la primera que había algo raro. Julio había dicho que vendría, sí, pero no era normal que se presentara de buenas a primeras en el palacio de los Ocón. -Serénate, Clotilde, ¿qué ocurre?
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Clotilde rompió a llorar al tiempo que hablaba, casi no se le entendía. -¡Es que ha venido y ha empezado a decir unas cosas horribles yo creo que va un poco bebido y luego ha cogido una espada de la pared y se ha puesto a dar sablazos a los floreros y a mí me daba mucho miedo…! Blanca se quedó paralizada, sin saber si seguir bajando las escaleras o llamar a gritos al servicio. -Déjame pasar, Blanca. Voy a ver –dijo Amparo, y bajó taconeando la escalera y cruzó el amplio vestíbulo que comunicaba con la sala de armas. Abrió la alta puerta de doble hoja y allí vio a su hermano, apoyado en la repisa de la chimenea. Con la otra mano sostenía el sable, que era un sable de conquistador, y arrastraba por el suelo. -¿Se puede saber qué estas haciendo? –le gritó Amparo, mientras cruzaba la sala. Las dos hermanas Catalán de Ocón se quedaron en la puerta. Julio levantó la cabeza con parsimonia. Llevaba los bombachos y la chaquetilla de cazar, el traje que Amparo prestó a Ramón el día que se conocieron. Ramón se lo había devuelto limpio, pero ella ordenó a Pascuala que volviese a lavarlo y no dijese nada al señorito. Si hubiese sabido algo, no se lo habría vuelto a poner en su vida. Amparo se acercó hasta que lo tuvo al alcance de la mano. Su aspecto era lamentable. El pelo le caía por la frente, tenía los ojos inyectados y una sombra morada bajo los párpados, el labio inferior le colgaba como el de un caballo cansado. Estaba exhausto, o había bebido. Lo primero que hizo Amparo fue ir a quitarle la espada. -¡No me toques! –se revolvió su hermano-. Te puedo pegar el cólera. -¿Dónde has estado? ¿Qué te ha ocurrido? -Ya lo ves. He venido a verte. El hijo mayor debe velar por su madre y por su hermana. Además, traigo buenas noticias. O no tan buenas, quién sabe.
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Julio se volvió hacia ella. La miraba con un velo de resignación salvaje, de fracaso incontrolable. -Aquí estáis en la gloria –dijo-. Seguro que aquí no ha habido todavía ningún muerto. Tiene razón el alcalde de Bronchales, esto es la Suiza española. ¿No os dedicáis por las tardes a leeros cuentos para no aburriros? Sería lo más apropiado. Las hermanas Catalán, viendo el tono más calmado de su primo, se decidieron a entrar en la sala. Clotilde no dejaba de mirar la espada. -Sí, más os vale no salir de esta burbuja de felicidad. El camino hasta aquí está lleno de cadáveres. Sin ir más lejos, delante de vosotras tenéis uno. ¿Ves, Amparín, cómo es verdad que ves fantasmas? -No bromees con eso, Julio. Tú estás borracho, pero no enfermo. Julio la miró y tragó saliva. Luego caminó hasta la ventana, apoyándose en el espadón. -De aquí a Teruel hay un reguero de sillas vacías, y ya podéis afinar vuestra clausura, porque río arriba están cayendo como moscas. Cuando ves un carro te tienes que tapar la boca porque seguramente lleva un fiambre. Dile a tu señor padre, querida Clotilde, que ha organizado un cinturón sanitario impecable. Pero yo me he colado. -No era necesario –insistió Amparín-. Los pasajeros de Teruel pueden entrar… Julio se volvió hacia ella y la cortó en seco. -No pueden entrar. Yo no he podido entrar. He bajado hasta el río. Esas pisadas de barro que veis en el suelo son de tierra del cementerio. He dicho: “soy Julio Benito”, y me han dicho: “pues pase de largo o vuélvase por donde ha venido, Julio Benito”. Así que no os preocupéis, vuestro papá os protege. -Julio, estás en su casa. De un momento a otro puede aparecer don Manuel, estás muy excitado y no quiero líos. Así que compórtate, por lo que más quieras.
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-¿Pero cómo? –dijo Julio, en falsete- ¿Es que no me crees, hermana? Te he dicho que tengo el cólera. -Si tuvieses el cólera no podrías ni pronunciar las tonterías que estás diciendo. En vez de agua has bebido vino, y a lo mejor has hecho bien. Ahora vas a callarte y nos vamos a ir los dos a casa. Vamos. Amparo fue a cogerlo del brazo. -¡Te he dicho que no me toques! El semblante de Julio variaba de la ira al miedo, del cinismo al ruego. -Además, quiero ver a don Manuel. -De eso nada, Julio, vámonos de aquí. -Sí, quiero preguntarle a don Manuel un par de cosas. Quiero preguntarle qué pasa con los que hemos perdido todo en el negocio del ferrocarril a Sagunto. ¿No sabéis nada, queridas primas? Pues yo os lo voy a contar, si me permitís un momento. ¿No te contó nada a ti, Amparín, tu amigo Rodríguez del Rey cuando flirteabais en el baile de Cuasimodo? Sí, sí. ¡Negocio seguro! ¡Ha dicho Rodríguez que ya está a punto de aprobarse, que el ministro está en el bote! ¡Hay que comprar terrenos, vías, traviesas, locomotoras! ¡Compren bonos del ferrocarril a Sagunto! ¡Están garantizados, palabra de Rodríguez del Rey! Julio no gritaba, pero tampoco se apeaba del tono cínico, que era lo que de veras asustaba a las hermanas. -Vuestro papá no ha perdido nada. Total, cuatro perras, unos miles de acciones de la compañía. Pero te gustará saber, querida Amparo, que yo he perdido hasta la camisa. Si se entera tu padre le da un ataque. A fin de cuentas, yo he sido discreto, pero el tonto de Ramiro Delgado, que puso hasta su nombre y el de sus hermanos para fundar
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la compañía, también lo ha perdido. Todos lo han perdido todo. Pastores, ganaderos, comerciantes…, ¡hasta el que me hacía las carlancas para los perros! Amparo lo miraba consternada. Todo era confuso y en el hablar pastoso de su hermano no se podía ver dónde acababa su melopea victimista y empezaba su verdadero drama. Amparo no se fiaba de su hermano, le parecía todo mentira. Julio hablaba lentamente pero sin detenerse, como si la lengua se moviese sola. -¿Quieres saber cómo buscábamos los accionistas? -Vámonos a casa, por favor, Julio. -Sí, vámonos, aquí no somos bien recibidos. Yo no tengo dónde caerme muerto y tú te vas a casar con un maestro. ¿Os habéis enterado, chicas, de que tiene novio? -¡Julio, por lo que más quieras, vámonos! -Aunque por poco tiempo –dijo Julio-. Ha empezado la lotería de la peste. ¡Compren, señoras, sus números! Pues tu novio, querida hermana, tiene unos cuantos. Y tu padre también. Aquí casi no hay números. Es posible incluso que Albarracín acabe sin víctimas la epidemia. Qué bien. Además, hermana, aquí no hay fantasmas. Los fantasmas ya se han vuelto a meter en sus libros. Julio soltó una carcajada sin ganas, como es la risa de los borrachos cuando se dan cuenta de que todo el mundo quiere deshacerse de ellos, como si se riesen de sí mismos, o riesen por no llorar, y dejó caer la espada al suelo, que retumbó en el maderamen, y atravesó la sala delante de Amparín. Las hermanas Catalán de Ocón se separaron para abrirle camino. Al pasar junto a ellas, Julio miró a Clotilde. -Una lástima, Clotilde. Dedícame una poesía, anda, y me la envías al cementerio. Amparo lo vio salir. Ella permaneció inmóvil, con la mirada de quien acaba de descubrir su propio crimen. La carcajada siniestra de su hermano le había traído a la mente, como una ráfaga de horror, las carcajadas que había escuchado en su cerebro
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aquella noche, que se paraban en seco. Su memoria las mezclaba con carcajadas reales, oídas, vividas, como las carcajadas de la señorita Lis en Bruno el tejedor, o la carcajada falsa que le dedicó en el baile a Rodríguez del Rey. -¡Julio! –gritó- ¿Qué has hecho? ¡Dime qué has hecho! Julio abandonaba ya el vestíbulo, las palabras de su hermana quedaron envueltas en los ecos del palacio. Amparo cruzó entonces la sala y como toda despedida cogió a sus primas de la mano. -Tengo que ir a Teruel –les dijo-. Tengo que ir como sea. -No, como sea, no –dijo Blanca Catalán de Ocón-. Me voy contigo. Iremos en el tílburi, que va más deprisa. Clotilde, dile a Evaristo que nos lo prepare. Tú y yo, Amparo, vamos a recoger nuestro equipaje.
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18. Plegaria Días después de la Vaca del Ángel, las calles seguían cubiertas de inmundicias de la fiesta. El paisaje no era muy distinto al de otras épocas del año, pero se notaban más los vahos fermentados del vino y la incontinencia general del mocerío, que en punto a decoro dejaba mucho que desear. Quedaban en los charcos de la plaza rastros de sangre de los toros ensogados, de cuando eran arrastrados por la muchedumbre y se arrancaban las pezuñas con las piedras. A pesar de que ya se hubiese detectado algún caso de contagio extramuros de la ciudad, en los barrios del Arrabal o del Calvario, la gente se agolpaba en las tabernas y caminaba cogida del brazo, los mozos de los pueblos que habían acudido a emborracharse y buscar novia mezclaban el aliento y el sudor delante de los toros, en las iglesias la multitud se apiñaba en silencio y el cura rezaba un Pater noster, Ave María y Gloria Patri mientras por el suelo de los templos, arrastrándose como culebras venenosas, un ejército de microbios escogía sus víctimas entre los fieles, se emboscaba en las suelas de los zapatos y en los restos de alimento de las manos, en las manchas de los trajes y en el agua bendita. El Reverendísimo e Ilustrísimo Prelado de la Diócesis se dignó conceder cuarenta días de indulgencia por cada vez que devotamente se recitara esta plegaria: ¡Oh castísima doncella, Virgen sin mancha y Mártir insigne de nuestra sacrosanta fe! ¡Oh Emerenciana gloriosísima, Patrona y Abogada nuestra cerca del trono del Rey inmortal de los siglos!, clamaba la multitud. Y así la epidemia se cebó con tal violencia en la ciudad que de un día para otro las calles empezaron a llenarse también de sillas vacías, igual que en los pueblos del
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Bajo Aragón y de Gúdar y de la muy castigada ribera del Jiloca. En una semana se contaban más de treinta invadidos en Calamocha, y casi la mitad perecían sin remedio, lo mismo que sucedía en Villel, a bien pocas leguas de la capital. Las cifras de invasiones se dispararon a finales de julio. En la última semana la contagión afectó a veintiocho personas en la capital, y murieron catorce. En la provincia entera, en ese mismo tiempo, murieron casi setecientas personas, y dos mil trescientas fueron infectadas. La proporción siniestra se cebó con espantosa crudeza en algunos pueblos. Esa semana la epidemia se ensañó con los pueblos del Bajo Aragón. Castelserás, Híjar, Albalate o Alcañiz sufrieron invasiones masivas y perdieron a decenas de vecinos. En pueblos pequeños como Ariño, Ejulve, Obón, Urrea o Villel, la espada segó miembros de todas las familias, todos tuvieron motivos para vestir de luto. En Villastar, muy cerca de Teruel, de ciento ochenta vecinos que eran, en quince días enterraron a sesenta. Pese a los esfuerzos de las autoridades por que nadie franqueara el paso al asesino, y las muy detalladas instrucciones sobre cómo fumigar las casas de los muertos, se veían a veces, como dice el poeta Lucrecio, a quien tanto leyó Ramón aquellos días, los cadáveres tendidos de los padres encima de los hijos. Los parentescos y las deudas eran fieles aliados de la peste. Hubo familiares que sentían como un pecado mortal no atender a los suyos en la cabecera de la cama, madres que jamás se habrían perdonado no besar el cadáver de su hijo, y otros que tuvieron que cargar con el baldón de no haber atendido a una madre agonizante como estaba mandado. Ese fue el caso de Nazario, el empleado de la redacción del Ferro-carril, y también del regente, Laureano. Los dos fueron contagiados por ser piadosos e inconscientes. El cólera no había hecho sonar sus trompetas ni había levantado polvo del camino en sus ataques. La gente moría obsesionada con morir, enloquecida de luchar contra enemigos invisibles, y de sospechar de sus seres queridos hasta el punto
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de dejarse llevar por el pánico y abandonar familias o incluso destruirlas. Hubo días de agosto en que el aspecto de las calles era tétrico. Una fila de carros llegó a llevar al nuevo cementerio para coléricos, también en los terrenos del Calvario, a más de treinta cadáveres en una sola jornada. Hacían el mismo camino que los caballos de picar, pero los hombres eran más jóvenes. Un carro que transportaba cuerpos muertos de unos huérfanos perdió un cadáver por el camino que fue pasto de los perros, milagrosamente inmunes al microbio, como si fuera un castigo pensado solo para el ser humano. A primeros de agosto el doctor Benito se vio obligado a cerrar el periódico. Se había convertido en un foco de infección. La enfermedad no sólo hacía estragos entre los pobres, más supersticiosos, que se inmolaban en aras de la costumbre, de la ignorancia o del miedo, sino en casas tan principales como la del señor Gobernador, cuya esposa pereció a los pocos días de alzarse la bandera negra en el corazón de la ciudad. Pero quedó demostrado, y así se empeñaba el doctor Benito en divulgarlo, que las medidas de higiene correctas eran útiles aun en el trato directo con los enfermos. Los médicos, en cambio, no se dejaban convencer así como así. Jóvenes voluntarios como el doctor Delgado (pariente de Ramiro Delgado y a la sazón pretendiente de Clotilde Catalán de Ocón) aceptaron destinos en pueblos infestados, y si guardaron en sus prevenciones verdadero celo, con un poco de suerte lograron salvar la vida. Tampoco para el doctor Ferrán fue un camino de rosas. En su expedición vacunadora, cuando la epidemia ya se había desbordado, llegó a pueblos como Híjar donde a finales de julio hubo hasta diez muertos diarios y el doctor, sí, fue recibido como un héroe, pero nadie dio un paso al frente para ponerse la vacuna. ¡Oh culpa funestísima! ¡Oh ira de Dios! Por eso es lanzado sobre al haz de la tierra el azote de la epidemia reinante, como emanación de un Dios omnipotente y eterno, tan villanamente ultrajado de los míseros e insensatos mortales.
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Ramón sí estaba convencido, y durante algunos días se convirtió en la mano derecha del doctor Benito. Aprendió a diagnosticar las distintas fases de una invasión de cólera, repartía por las casas los desinfectantes y enseñaba a utilizarlos. El día que el doctor Benito decidió cerrar el periódico, al menos hasta que la enorme virulencia de la peste se calmase, Ramón le ayudó a desinfectar la redacción. En los cruces de las calles y en las plazas ardían hogueras de azufre, al sol hiriente de julio seguían noches de fuego, grandes piras en las que los familiares arrojaban los despojos de sus muertos, sus ropas y sus enseres, y junto a los que algunos preferían soportar el calor cercano de las llamas y el hedor acre de la muerte antes que morir ellos mismos degollados por la brisa nocturna. El procedimiento no era siempre el mismo y dependía de las existencias. Esa vez Ramón y don Aurelio usaron una solución de agua fuerte con virutas de cobre. La echaban en un balde y cuando reaccionaban los elementos regaban el suelo y frotaban bien el excusado con el líquido azul. Ramón estaba procediendo a sellar las ventanas, antes de prender una gran salamandra de azufre, cuando dos guardias con fusil al hombro llamaron por los cristales con los nudillos. -Estos vienen a por agua fenicada. Voy a bajar una barrica de la consulta. No quiero que la pisen –dijo don Aurelio. El doctor Benito salió al zaguán y abrió a los guardias, que se cuadraron delante a varios pasos de la entrada, temerosos de que estuviera contagiada. Uno de ellos sacó un papel y lo leyó como si fuera un bando. -¿Don Ramón Vargas Espílez? -Sí, soy yo –dijo Ramón, que estaba encajando trapos en los dinteles. -Está usted arrestado –dijo el guardia. El doctor Benito compuso una expresión de alarma.
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-¡Acabáramos! ¿Será posible? ¿Pero cómo que arrestado? ¡Pues sí que son ustedes de ayuda! –dijo, iracundo, congestionado. -A nosotros nos ha mandado el juez. No se crea usted que nos hace mucha gracia custodiar a ese sujeto. Siempre anda metido en casas de apestados. Ramón bajó del taburete y se asomó a la puerta limpiándose las manos. -¿De qué se me acusa? -Oiga, yo no sé nada. Yo soy el guardia. -¡No preocuparse! –dijo, ceremonioso, don Aurelio-. Ahora mismo te envío a mi abogado. No te preocupes lo más mínimo, Ramón. ¡Será posible! ¡Pues buen ánimo tiene los jueces de terminar con la epidemia, si a los pocos que intentamos combatirla nos meten en chirona! -Bueno, señores, ¿vamos o no? –insistió el guardia. Ramón salió a la calle y un guardia con guantes le puso los grilletes. -¡Y no me toque! –dijo el guardia, cuando echaron a andar. Ramón fue conducido a los calabozos del Ayuntamiento, que estaban muy cerca de la redacción, en la plaza del Seminario, al pie de la torre de San Martín. Los guardias abrieron una puerta de madera recia y lo dejaron al principio de la escalera. Lo primero que hizo Ramón fue cerciorarse de que los grilletes no le habían hecho heridas en las manos, y descendió con cuidado hasta una oscura bóveda de ladrillo por cuyas paredes chorreaba un agüilla que iba carcomiendo la argamasa. La luz y la ventilación procedían de una claraboya cuya tenue luz azul entraba desde la cuesta de la Andaquilla. Tan sólo debajo del fanal podía verse con cierta claridad, pero el resto era un hedor de sombras húmedas, aire sofocado y brillos de salitre en las paredes. Si Ramón hubiese dado por buena la teoría del miasma, en ese mismo momento se habría dado por muerto. Por eso nos ha puesto el Excelso como a disposición del ángel de la muerte, que se entroniza en
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las ciudades, se ensaña en los pueblos, destruye las familias, tala en flor y de un golpe la vida de los individuos, viste de luto el mundo, y llena de consternación y quebranto a las criaturas. En vez de desesperarse con interrogantes que solo el tiempo disiparía, Ramón se concentró en no tocar nada. No se sentó en los bancos de esteras mugrientas en donde los detenidos se tumbaban a dormir, ni mucho menos en el suelo lleno de restos podridos y de ratas cuyos lomos cerdosos espejeaban en la oscuridad. Se limitó a pasear de un lado a otro. Cuando estaba llegando al otro extremo de la bóveda, una voz lo detuvo: -Quieto ahí. No te me acerques. Ramón se esforzó por distinguir el bulto que le había hablado. -No estoy invadido. -Yo sí –dijo la sombra, y después de carraspear un poco, añadió-: Bueno, eso es lo que yo me digo. Sería muy raro que no me pegara nada esa zorra. Cuando se le acostumbraron los ojos, Ramón distinguió un hombre grande y corpulento de unos cincuenta años, que llevaba la faja enrollada y la camisa de tirilla, y unas alpargatas de esparto. Estaba rollizo, sudoroso, y no dejaba de mirar el suelo como quien mira un recuerdo amargo, y se frotaba las manos con avaricia. Justo es pues tan formidable azote; comprendemos la causa de tamaña aflicción; pues hemos pecado, inicuamente hemos obrado revelándonos contra un Dios todo majestad, todo santidad, todo poder, cuya justicia ofendida nos hiere y nos aflige. El cerrojo del portón se descorrió de nuevo. -¡Ramón Vargas! –se oyó la voz de un guardia. -Cuidado con lo que toca –dijo Ramón, como toda despedida.
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El hombre lo tomó como una broma, incluso soltó una carcajada débil, trastornada, seguida de una fuerte tos. Arriba estaba esperando Pepe Larrubia, abogado del despacho de don Mariano Muñoz Nogués. Era un tipo enclenque y encorvado, todavía joven, de nariz larga y aspecto macilento, que sin embargo vestía chistera corta y elegante levita de dril, amén de una corbata de fantasía de color azafranado que era como la marca de la casa. En aquel ambiente oscuro, el blancor almidonado de los puños resplandecía como las luciérnagas. El abogado se presentó con distancia y ceremonia, sin tender la mano a su cliente, pero enseguida fue al grano. -Tiene usted dos denuncias. Una podría quedar en nada y salir usted libre con obligación de comparecer ante el juez, pero la otra puede que lo retenga más tiempo. Don Fabián Trillo lo ha denunciado por sustracción de bienes de la escuela municipal. -¿De bienes? –interrumpió Ramón- ¿Qué bienes? El abogado levantó la vista de sus legajos y en tono aséptico dijo: -Un aparato. Una linterna mágica. -¿Una linterna? ¿Y qué más? -Nada más. -¿No hay más denuncias? -Sí, bueno. Esta otra también la firma don Fabián Trillo. El abogado tomó aliento y continuó. -Se le acusa de perversión de menores. Ramón empezó a sonreír. Aquello no tenía pies ni cabeza. Si querían echarlo de la escuela, no era necesario que lo metiesen en la cárcel. Habría bastado un expediente administrativo, una retirada del servicio, incluso un apartamiento del cargo.
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-¿A mí? ¿Perversión de menores? ¿Con la linterna mágica? ¡Vamos, hombre! -No, señor. Esta es otra denuncia, y viene firmada por más personas. Se le acusa de impartir el darwinismo en la escuela como si fuese una disciplina más. La incredulidad de Ramón se tiñó entonces de furia. -¿Ah, sí? ¿Y quién más me acusa de eso? ¿No serán por casualidad los miembros del círculo tradicionalista? ¿No será el diácono, don Remigio? ¿No será también algún catedrático de psicología depravado? ¡Se supone que Cánovas no mete a la gente a la cárcel por enseñar las ciencias naturales! Pepe Larrubia dejó que Ramón se desahogase. No estaban todos los nombres que Ramón imaginaba, pero sí un par de ellos, los dos notorios carlistas, de estos que practican una discreción escandalosa, y que en la manifestación cívica del tres de julio tampoco se destocaron al paso de la comitiva. Pero a ellos las autoridades, para templar gaitas, no los acusaron de nada. -Se le olvida a usted, señor Vargas –dijo Larrubia, con gesto luctuoso, pero firme, como dando a entender que esto era un asunto para profesionales-, que el juez es tan tradicionalista como Polo y Peyrolón o incluso un poco más. -Sí, claro, la justicia es ciega, y el cólera invisible. Igual es solo un escarmiento. Me quitan el trabajo y me ponen a la sombra una temporada, a ver si me devoran los microbios. Para odiar tanto a Darwin, han comprendido sus mensajes a la perfección. El abogado era paciente, pero tampoco demasiado. -Se hará lo que se pueda –dijo-. Las pruebas son bastante burdas. La linterna mágica fe encontrada en el corral de su antigua casa, mal disimulada, por un guardia medio borracho y sin testigos de ninguna clase. De lo otro, sin embargo, ya hay más pruebas. Don Fabián Trillo presentó unas hojas de dictado de sus alumnos. Es incuestionable que se trata de fragmentos de la obra de Charles Darwin.
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Por ello, pues, oh nuestra Patrona adorada, decid a nuestro Dios y Señor, en cuya presencia estáis, de cuya corte formáis parte, que hemos visto y adorado su mano, que nos reconocemos ya reos y confesamos culpables: que no queremos más ofenderle, que nos pesa de todo corazón haber pecado. Ramón pasó las horas que siguieron en el calabozo, de pie, caminando por la estancia con un pañuelo en la boca. Su compañero de celda no dejó de toser ni de maldecir su suerte ni de arrojar esputos. Un guardia encendió un candil de sebo que sólo iluminaba la escalera. Ramón se sentía herido, pero no quería atormentarse. En aquellos momentos, se decía, es cuando tenía que servir de algo su defensa de la causa del doctor Ferrán. Se negó a dormir en toda la noche, y paseó tozudo por el calabozo, entre los ronquidos de gigante triste del compañero y las violentas sacudidas del hedor. Se entretuvo en medir incluso las horas por el resplandor de la claraboya, pero consiguió no sentarse y dormir. A eso de las nueve da la mañana, el cerrojo volvió a descorrerse. -¡Ramón Vargas! –gritó la misma voz. Ramón subió deprisa, convencido de que alguien tan influyente como Muñoz Nogués o el propio doctor Benito no dejarían que un juez carlista se riese de ellos. Cuando subió al estrecho vestíbulo lo cegó la luz del día que entraba por los ventanales. Las pupilas recobraron su tamaño y Ramón se dio cuenta de que no era el abogado quien lo había venido a visitar, sino la señorita Amparo.
A tus plantas, hermosa doncella, Acudimos en trance cruel: Que la peste, mortífera huella A imprimir comenzó ya en Teruel. 188
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19. Evitar toda emoción moral Lo primero era evitar toda emoción moral, no afligirse ni impresionarse por nadie ni por nada. Así era la primera norma del método del doctor Morell para el tratamiento del cólera, que había cosechado excelentes resultados en Gandía y que el doctor Benito aplicó entre sus pacientes de Teruel. Entre ellas, una dieta preservativa que al parecer había sido, junto con la visita de Su Majestad, lo único que surtió efecto en el desastre de Aranjuez: tres gotas de láudano, dos de esencia de menta y una cucharada de ron, disuelto todo en una taza de té y tomado en ayunas por la mañana. Este y otros métodos y prevenciones fueron anotados con esmero en un papel por el doctor Benito cuando se convenció de que Amparo se había vuelto de Albarracín para quedarse y ayudar, no como el cobarde de su hermano, que cuando la cosa se puso fea se encerró bajo siete llaves en la casa de la sierra. Pero le preocupaba sobremanera la excitación de su hija, el berrinche tan tremendo que se llevó al ver a Ramón Vargas en los calabozos, su obsesión por descubrir quiénes estaban detrás de la denuncia y sobre todo por cumplir con los deseos del maestro: “Cuida de Encarnita”, le había dicho, “no dejes que baje al lavadero, dile a Francisca que coja todo el dinero que tengo en mi cuarto, que no les falte de nada, pero que no salgan de casa, sobre todo la muchacha”. Y así lo hizo, pero antes fue a ver a Pepe Larrubia para ponerse al tanto de la situación. El problema ya no era la gravedad de las acusaciones contra Ramón, toda vez que la Santa Inquisición hacía medio siglo que no podía condenar a muerte a nadie (y el
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último, por cierto, fue un maestro que no llevaba a misa a sus alumnos), sino la dilación del procedimiento y el ambiente corrompido e insalubre de los calabozos. Pero Pepe tenía un deje ladino por el que Amparo conocía que no estaba diciéndole toda la verdad. Hablaba de los carlistas, así, en general, como promotores de la causa contra Ramón Vargas, y le preguntaba una y otra vez si en los últimos días había vuelto a tener alucinaciones. Al parecer, una perturbación mental de la señorita Amparo –según el fiscal- habría venido de perlas a su futuro esposo y probable fideicomisario. -Te lo diré más claro, Amparín –dijo, algo impacientado, Pepe Larrubia-. Es posible incluso que te llamen a declarar. Si se agarran al argumento de que Ramón estaba interesado en que tú te volvieses loca, puedes estar segura de que lo va a pasar mal. -¿Ramón? ¿Sabe eso mi padre? -No... –dijo Larrubia, como si aún no se hubiese atrevido a decírselo-. Si tu padre se entera... -¡Si mi padre se entera les pone una denuncia a todos esos santurrones de la Unión Católica! ¡Ramón está haciendo por la ciudad mucho más que todos ellos con sus rogativas! ¡A quién se le ocurre! ¡A cualquier juez que tenga dos dedos de frente le ha de parecer inconcebible! Pepe Larrubia miraba con cara de circunstancias. No era capaz de decirlo todo, y Amparín tampoco podía comprenderlo todo. Era indignante, a estas alturas, en estas circunstancias, tomarla con un maestro por enseñar los experimentos del señor Darwin. Toda esa canalla de carlistas meapilas buscaba en la enseñanza lo mismo que en la judicatura: llenarla de familias de caciques, apacentar al populacho y custodiar sus privilegios. Le tenía dicho a Julio que no se anduviese con ellos, pero Julio la despreciaba porque era menor y porque era mujer, y en más de una ocasión se lo había
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visto en el café soltando disparates contra el Rey, como probando a los jefes de la cuadrilla que él también sabía desafiar a las autoridades. Tan sólo rogaba a Dios que su hermano Julio no tuviese nada que ver con ellos. Amparín le hizo prometer a Pepe Larrubia que conseguiría una rápida libertad condicionada, costase lo que costase, y después, acatando las órdenes de su padre (y las de Ramón), se fue a casa de Francisca y ya no salió de allí en algunos días. Doña Emerenciana estaba bien cuidada por Pascuala en Albarracín, en su casa de la calle de los Amantes Amparín no debía estar porque su propio padre podría ser un agente nocivo, pero la limpieza a prueba de microbios de Francisca y las prevenciones obsesivas de Ramón garantizaban que las mujeres estarían a salvo si no abandonaban el domicilio. Francisca y ella se entendían bien. Su relación había sido siempre la de la clienta con la costurera, pero nunca habían cruzado más que un par de frases seguidas. Ahora las conversaciones necesitaban trascender los protocolos. Hablar era un advertirse, un ten cuidado con la fruta, un lávate las manos, hierve el agua, mensajes precisos para caminar sin lastimarse sobre el filo de una espada. A la madre de Encarnita le dieron instrucciones precisas de no tocar nada más que el rosario, y no llevarse nunca los dedos a la boca para santiguarse. La pobre mujer estaba en un ay. Encarnita padecía frecuentes bascas y mareos, por efecto del embarazo, pero a la mujer cada vahído le parecía un mal agüero. -Usted no se preocupe, mujer. Vamos a rezar un poco y luego nos desinfectamos todas otra vez, y así matamos la tarde –la tranquilizaba Francisca. Amparín no dejaba de darle vueltas a la imagen de Ramón en el calabozo. A Francisca la llevaba mártir, que si yo debería estar haciendo algo por él, que si Pepe Larrubia se mete en su casa y adiós muy buenas, que si cuánto tardaba su padre, quien
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solía visitarlas un par de veces al día en sus idas y venidas por la capital. Y Francisca, llevada de su optimismo natural, tiraba de repertorio para sosegarla. -Pero chica, ¿tú te crees que esto puede acabar sin que tú te cases con tu novio? -Ay, Francisca, qué buena eres –le decía Amparín, en un tono que, se daba cuenta ahora, era un término medio entre el que empleaba con Blanca y el que usaba con Pascuala-, pero lo peor de todo es que ni siquiera somos novios. Él es un hombre activo, como tú, y yo, por más que me empeñe, soy una mosquita muerta. Me hice la valiente viniéndome de Albarracín y aquí me tienes, enclaustrada en una sala de desinfección. Estaban las dos en el gabinete de costura, entre polisones recién planchados que nadie había venido a recoger. La tarde caía por detrás del cerro de Santa Bárbara, las paredes encaladas de la casa se tomaban por momentos del color del azafrán. Francisca contó a Amparín con pelos y señales cómo fueron sus dos años de casada, los más felices de su vida, y Amparín las dudas sobre qué hacer con su vida, ella que podía permitirse el lujo de no hacer nada. -Me gustaría ir a lavar contigo al lavadero, Francisca, que se me pusiesen las manos tan esmeradas como las tuyas. -Tú no sabes lo que dices. -Me gustaría ser como tú –dijo Amparín. -¿Cómo? ¿Viuda, vieja o pobre? –desdramatizó Francisca. -No. Sana, como dice Ramón. Siempre se lo oigo decir. Francisca es sana. Amparo y Francisca regresaron a la cocina. -Lo siento, Francisca, pero voy a ir. Tengo que ir al juzgado. Él se ha expuesto mucho por nosotras y yo tengo que hacer lo mismo.
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Francisca no tuvo que hacer esfuerzos para convencerla. En el quicio de la puerta, con una mano en el pecho y tratando de hablar sin conseguirlo, la madre de Encarnita las llamaba. Intentaba decir algo y sus palabras se desmenuzaban en un llanto incomprensible. Francisca salió disparada escaleras arriba. Amparo corrió tras ella. Al llegar al cuarto de Encarnita las abofeteó un hedor nauseabundo. Encarnita estaba en la cama, tumbada boca arriba, sujetándose el vientre y llorando a lágrima viva. Francisca retiró las sábanas de golpe y vio las piernas enclenques de Encarnita en un charco de grumos blancos como agua de arroz. -Madre de Dios –dijo Francisca, y se volvió a Amparín-. Tráeme sábanas limpias y pon a cocer un caldero de agua. Y tráete todos esos ungüentos que nos ha dejado tu padre. -He roto aguas, ¿verdad? –dijo Encarnita, pero nadie supo contestarle. Amparín conoció de golpe la sensación que tantas veces había anhelado, y de la que tuvo un ligero vislumbre la tarde en que salió de Albarracín con su amiga Blanca. Consistía en no pensar en asuntos pasados ni futuros, en un estar en la vida con la presencia con que leía los libros, en leer la vida y correr entre sus páginas. Amparo hizo lo que le había mandado Francisca porque ella era la que naturalmente lo gobernaba todo, la instintiva capitana de aquel barco con grietas. Pero Amparo se sabía de memoria las instrucciones de su padre, y en un momento preparó una lavativa de cebada con un poco de santonina y un vaso de agua con azúcar y unas gotas de limón, ácido clorhídrico y jarabe de grosellas, y puso unos ladrillos encima del fuego. Para cuando volvió a subir al dormitorio, Francisca ya había cambiado la cama y ventilado la habitación. Encarnita llevaba puesto un camisón limpio. Francisca estaba fregando el suelo con jabón de sosa.
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-Yo me avío bien –dijo Francisca-, y tú estás un poco floja. Más te valdría volverte con tu familia. -Vamos a ponernos los guantes –dijo Amparín-. Mi padre no tardará en pasarse. Desde aquel momento las mujeres se repartieron la tarea de cuidar a Encarnita como a una reina. La madre, repuesta de sus sofocos, se quedó en el patio, cociendo las sábanas y los camisones que cada poco tiempo tenía que cambiar Francisca. Ella misma las ponía a tender en la azotea y quizá ese fue el único beneficio que les trajo el verano, que se secaban enseguida. Amparín preparaba las cataplasmas y los emolientes y desinfectaba con sulfato de hierro las bacinillas. Encarnita tenía mucha sed. Si probaban a darle agua fresca o bolitas de nieve, la sed se recrudecía. Si lo intentaban con infusiones calientes o caldo de jamón, Encarnita las vomitaba enseguida. Su malestar iba en aumento y aún antes de que llegara el doctor Benito Amparín decidió agregar unas gotas de láudano a las lavativas y unas briznas de azafrán en las infusiones. Bien entrada la noche llegó el doctor a dar las buenas noches a su hija. Venía exhausto de visitar enfermos. El Ayuntamiento había decidido pagar a los médicos hasta cincuenta pesetas diarias por ejercer su trabajo, y aun así eran pocos e iban con el agua al cuello. Se multiplicaban los casos de orfandad y las familias necesitadas, y de todos los casos había ejemplos lamentables que añadir. Cundió la especie, muy habitual en los pueblos, de que los borrachos eran inmunes al microbio, y la gente los contrataba para llevar los cuerpos al cementerio o para velar a los desahuciados. Hubo quien llegó a pedir hasta 120 reales por dormir la mona junto a un moribundo. Unos estaban más preocupados por la suerte de las Carolinas que por el infierno desatado en la ciudad. Otros, aprovechando la munificencia del obispado, iban a pedir auxilio cuando en su casa criaban gallinas que vendían a 24 reales para caldo de los enfermos. El trabajo
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extenuante no era mucho comparado con el desánimo a que invitaban las circunstancias. La gente no se concentraba en evitar el contagio. Por muy egoísta y desconfiada que se hubiese vuelto, al no verlo, se olvidaba, no se imaginaba a sí misma en una situación tan lamentable como la de los enfermos que morían por docenas, no los visitaba y se sentía segura, o se despreocupaba. Y, entre los que sí eran conscientes, también los había tan seguros de la muerte que procuraban dar suelta a sus deseos, fuesen anhelos o depravaciones, y obstinados en su búsqueda caían antes en las redes del asesino. Los curas decían que el único preservativo contra el cólera era la castidad y las costumbres pías. Se multiplicaron las rogativas y el propio doctor Benito criticaría, cuando abriese otra vez su periódico, a las autoridades que por miedo al contagio no las secundaban, pero no dejaba de considerar que con eso no bastaba, que las hogueras de azufre por las calles tenían más de placebo siniestro que de comprobación científica, que daba igual crear vacunas con bacterias vivas como Ferrán o con bacterias muertas como decía Ramón y Cajal. El cólera era agua entre las manos, y si no dependían de San Roque, al doctor Benito ya no se le ocurría de quién podrían depender. Con esta pesadumbre llegó el doctor Benito a visitar a su hija y se encontró con semejante papeleta. Pero él se quitó el cansancio como quien se quita el abrigo, auscultó minuciosamente a Encarnita y escuchó con atención los cuidados que le habían dispensado. Tan sólo le pareció mal que no lo hubiesen mandado llamar. -El niño está bien –dijo, como todo consuelo. Volvieron a bajar al patio para desinfectarse, y el doctor Benito fue muy serio con su hija. -Debes volver a Albarracín, hija mía.
-De ninguna manera, padre. Es aquí donde debo estar. Ahora más que nunca es aquí donde tengo que estar.
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El doctor Benito no insistió. A fin de cuentas, era lo que esperaba de su hijo. A las pocas horas ya no hubo manera de parar los cursos, vómitos y borborigmos de Encarnita. Sufría frecuentes vértigos y desvanecimientos, síncopes que la dejaban paralizada y asustaban a su acompañante al creer que había llegado el momento. El cólera es fulminante, pero la suya es una lenta fulminación de varios días, una desesperante procesión de momentos dolorosos. De nada sirvió el agua gomosa con láudano y limón, ni tampoco el subnitrato de bismuto ni el extracto de ratanía que recetó el doctor Benito, ni tampoco las sanguijuelas aplicadas en el epigastrio. No comía nada, unas cucharadas de caldo le provocaban diarreas biliosas e insoportables dolores de hígado. Tan sólo el láudano parecía sosegarla, aplicado en lavativas o en agua dulce, pero no conseguía destruir los microbios ni atajar sus secreciones venenosas. El doctor Benito dio permiso a su hija para que no lo escatimara. Francisca llenó la azotea de sábanas tendidas, y cuando Amparín le dijo que no trabajase tanto, que podían lavar con paños a Encarnita y aguardar un poco a cambiarle la ropa, Francisca dijo que en su casa no había habido nunca sábanas sucias en las camas, y así seguiría siendo. Y Francisca cogía en sus brazos el cuerpo estragado de Encarnita y la cambiaba de ropa y la limpiaba, y cada vez que Amparín le echaba unas gotas de láudano en el vaso ella perfumaba la estancia con agua de rosas. Las dos trabajaban con cuidado. Bajaban a desinfectarse cada media hora, siempre llevaban puestos guantes de un hule muy fino que les trajo el doctor Benito y un tapabocas de lino untado con goma, y cuando hablaban con Encarnita o la limpiaban procuraban no hablar. Encarnita las miraba como rogándoles que le dijesen que sus males eran de parturienta, no de moribunda. Pero cada vez estaba más inquieta y más de
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una vez tuvieron que sujetarla una por cada lado para que no hiciese bruscos movimientos con la barriga. El niño, según volvió a certificar el doctor Benito, seguía vivo. Pero pronto le salieron sombras azules por debajo de los párpados y junto a los labios. Se le alteró el semblante, estaba muy demacrada. Ya no era la muchacha despierta de boca grande y risueña. Los ojos se le hundieron, su mirada languidecía y la piel empezó a tomar un tono lívido. Probaron a cortar los vómitos con la poción antiemética de Riverio y un antiespasmódico de láudano, agua de menta y jarabe de cidra. Pero la sed y los sudores aumentaban. Sólo el láudano le hacía efecto, pero también le enturbiaba el cerebro y le relajaba los músculos. La tranquilidad era una hora en la que Encarnita pudiera entregarse a un sueño desmadejado, o hablar un poco con Amparo o con Francisca. A su madre solo la dejaban entrar hasta que trataba de incumplir las normas, de llorar con desesperación o agarrarse al cuello de su hija y cubrirla de besos. Al principio a Encarnita sólo se preocupaba del niño. “¿Nacerá vivo o muerto?”, preguntaba, como si su propia situación ya fuera irrelevante. Pero a medida que la cianosis hizo estragos en su cuerpo y comenzaron los calambres, hubo que redoblar las dosis de láudano, y Encarnita fue perdiendo poco a poco el sentido de la realidad. A veces incluso, en momentos de tranquilidad, hablaba como una niña, se transportaba a sus sueños y unas veces estos le arrancaban una sonrisa y otras la volvían a sumir en el llanto. “Tengo un novio”, decía, y al ver el gesto condescendiente de Amparo se ponía seria: “¡Sí, un novio!”, insistía, ”¡y tiene poderes!” Otras veces torcía el gesto, y el mismo recuerdo que acababa de hacerla feliz parecía martirizarla.
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20. Los vivos y los muertos Fueron, en todo caso, lapsos de tranquilidad, porque cuando empezaron los calambres la situación se complicó vertiginosamente. El cuerpo de Encarnita no cogía temperatura. Tenían que abrigarla en pleno mes de agosto con mantas gruesas de pastor y ladrillos calientes envueltos en paños mojados de láudano, pero la temperatura de su piel seguía bajando y cuando intentaba hablar, cuando intentaba siquiera gritar, de su boca salía una voz rota, afónica, como si los microbios le estuvieran devorando la garganta. Las mujeres no daban abasto con los sinapismos de mostaza, se turnaban para darle friegas con aceite de alcanfor y trementina, le aplicaban cáusticos en las piernas, en los brazos, y sujetaban a Encarnita cuando intentaba gritar porque algún tendón de las piernas se le había puesto rígido y no podía soportar el dolor. El doctor Benito añadió una poción con espíritu de Minderero, coñac, éter y anís, pero Encarnita también la vomitó. Al atardecer del cuarto día dio la sensación de que había mejorado un poco. Cesaron los calambres y Encarnita, ayudada por el opio, pudo dormir casi una hora. -Vamos a airearnos un poco, anda –le dijo Francisca a Amparín. Las dos, después de volver a desinfectarse, subieron a la azotea. Se veían los tejados nítidos bajo un cielo brillante y oscuro, bandadas de vencejos iban y venían por las azoteas y las torres de las iglesias, como buscando un árbol para dormir que no estuviera corrompido. Allí estaba Benilde, la madre de Encarnita, a quien casi le da un síncope al verlas juntas a las dos. -No te asustes, la chica se ha quedado dormida –dijo Francisca.
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Francisca empezó entonces hablar de las tejas que había mal puestas en el tejado. -En cuanto se pase esto tengo que llamar a alguien que las ponga en su sitio –dijo. -Ramón ya te lo habría hecho –dijo Amparo, pero no se dejó vencer por la emoción. -Lo sacarán, tú no te preocupes que lo sacarán –la consoló Francisca. -¿Y lo sacarán vivo o lo sacarán muerto? Nadie sabe nada. El juez no tiene tiempo. Todo tiene que seguir su trámite. ¿Pero es que no se dan cuenta de que la vida no va siempre tan despacio como ellos quieren? Amparín se desahogó hasta que vio la cara de Benilde, la madre de Encarnita, que la miraba como añadiendo leña al sufrimiento. -¡Ya basta! –se dijo a sí misma Amparín, y dejó de hablar del asunto. Pero no de pensar en él. Su cerebro estaba enfermo de conjeturas. Repasaba uno por uno los conocidos carlistas, amigos de don Fabián, que habían firmado la denuncia contra Ramón, pero de vez en cuando volvía a un asunto sobre el que no quería pensar. Era como si pensar en la denuncia de los carlistas fuera un pensamiento sano, pero amenazado por otro pensamiento microbiano, venenoso, una nebulosa gris que no entendía y le daba miedo entender. -Me bajo a preparar el caldo. Quedaros un rato aquí si queréis –dijo Francisca. Amparo trató de hablar, de disipar el pensamiento. Amparo intentó hablar de los tejados. -Desde mi cuarto se ven las azoteas y la torre del Salvador –dijo. -Vicente habría arreglado esas tejas en un abrir y cerrar de ojos. -Era muy mañoso... -Era mucho bueno, mucho bueno –insistía la mujer, y elevaba las manos curtidas al cielo y se ajustaba la pañoleta negra bajo la barbilla, un gesto que repetiría cada día de los aún muchos años que le quedaban por vivir, acompañados de los mismos ayes y los
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mismos suspiros, las mismas invocaciones al cielo y los mismos lamentos de resignación-. Mira que se lo dije, no te vayas con los pastores... -¿Se le fue pastor? –preguntó Amparín, sin ánimo de hurgar, por pura curiosidad. -¡Ca!, se fue a trabajar con ellos, cuando se llevaban las ovejas a Valencia. Los liaron de mala manera. Les hicieron pagar no sé qué para un tren que iba a Sagunto. ¡Que sí, Benilde, que sí!, que es un negocio, que de esta nos vamos a vivir al Tozal. ¡Ay, Dios mío, qué bien que lo hemos pagado! -Y luego Encarnita –dijo Amparo. -Y luego Encarnita –repitió la madre-, el día que nos vino con el bombo. -¿El padre vive? -Ya lo creo que vivirá. Menudo señorito estaba hecho. Es el que engañó a su padre con esas cosas del tren. Y me engañó a mí también. Yo pensé que llevaba buenas intenciones. Era muy bueno con Encarnita. La sacaba de paseo, la montaba en una calesa, como las ricas. -¿Ese es el novio del que habla? ¿El que tiene poderes? -Poderes, poderes... ¡Arruinarnos a todos, engañarnos porque somos pobres, llevarse a esta criatura y devolverla luego como se devuelve una perra después de cazar! Ella dice poderes porque le hacía trucos de magia, luces de magia y cosas de esas. Encarnita es que es muy farandulera. Es muy buena chica, pero vienen los carros del circo y se le van los ojos, y cuelgan los letreros del teatro y allí la tienes, a ver entrar a las artistas. Yo le decía a Vicente: Vicente, esta chica se nos va con unos cómicos el día que menos te lo pienses. Y mira si se fue, ya lo creo que se fue. Menudo cómico la pilló por banda. La mujer había hilado un lamento difícil de cortar. Amparo sintió que se desvanecía, le ardían las sienes y le costaba mantener los ojos abiertos. Se le había puesto un nudo en el estómago, le faltaba la respiración. Amparín se tapó la cara mientras la madre de
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Encarnita seguía hablándole del novio traidor, pero ya no escuchaba nada. Su pensamiento estaba siendo asediado por imaginaciones insoportables. Su mente enferma lo relacionaba todo. Al final se atrevió a preguntarlo, con un hilo de voz. -¿Cómo se llama? -Dijo que se llamaba Federico, pero vete tú a saber. Nosotros nunca conocimos a sus padres, decía que es que sus padres eran de Alemania o de no sé dónde. ¡Cómo nos engañó a todos! ¡Cómo engañó a mi marido! La voz de Francisca fue como un soplo de aire que devolvió a Amparo la presencia de ánimo, el sentido de la realidad. -Amparo –dijo Francisca, muy seria. Amparo bajó corriendo y se puso unos guantes limpios. Encarnita estaba muy inquieta, le daban calambres en el pecho y en el abdomen, padecía un hipo que se le clavaba en los pulmones cada vez que latía. Al ardor de vientre insoportable se unía el peso de su embarazo, y ella, envuelta en agua, azulada ya toda su piel, con los dedos arrugados y las uñas lívidas, con manos de lavandera, pugnaba por desprenderse de las mantas y ponía las manos alrededor de la barriga para proteger al niño de sus convulsiones. La muerte se había desatado. De nada sirvieron ya las cataplasmas ni los cocimientos, ni las dosis de bismuto ni las sanguijuelas aplicadas a la altura de las paletillas o en el abdomen. Pronto los cursos adquirieron un tono sanguinolento y Encarnita perdió la visión. Amparo comprobó que los ojos inyectados ya no eran sensibles a la luz. Sus córneas transparentes se ocultaban en la cima de la órbita. Intentaba desabrigarse, pero ya no era su voluntad sino sus músculos flexores, que actuaban como un último soplo de vida.
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El doctor Benito asistió a sus últimos momentos. Llegados a cierto punto, tan sólo trató de que terminasen los padecimientos de la criatura. Su voz casi inaudible se apagó en una palabra que Amparo no quiso escuchar. Todavía respiró unas horas lenta y convulsivamente. Doña Benilde preguntó si ya no se podía hacer nada más. El doctor Benito contestó con voz baja. -Los hay que inyectan en vena cloruro de sosa, pero yo creo que ya ha padecido bastante. Luego se volvió a su hija. -Ahora debemos estar preparados. Hay que sacar al niño en cuanto deje de respirar. Encarnita murió entre sábanas limpias al amanecer de un día luminoso. Su cuerpo quedó yerto, frío como el mármol mucho antes de su último suspiro. El doctor Benito certificó la muerte, llamó de un grito a Francisca y sacó del maletín unas tijeras. Amparín entró entonces en el dormitorio y la encontró, por fin, tranquila. Se acercó a ella, y en un gesto instintivo le cerró los ojos y se santiguó. -Quita de ahí, Amparín. Ahora prefiero que me ayude Francisca. Salte fuera, por favor, hija mía. Tú también has padecido ya bastante –dijo el doctor Benito. Amparín se subió a la azotea. Nunca había sentido tan cerca la muerte de nadie. Jamás había dado tan poco valor al miedo. No quería pensar. Sentía languidecer los miembros y su único deseo era visitar a Ramón en la cárcel, decirle que todo había sido cosa de los carlistas, un susto, una broma salvaje. Necesitaba decirle que jamás había dudado de él. Estaba segura de que no había robado ninguna linterna mágica y también de que enseñaba a Darwin en la escuela, como era su obligación, y por eso lo quería. Un calabozo en aquellas circunstancias se diferenciaba poco de un depósito de cadáveres. No podía consentir que a Ramón le pasase algo sin hablar, sino por fin hablar, no jugar a los noviazgos cultos ni a los coqueteos. Hablar y decirse cosas simples. Quizá el amor
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era difícil de mostrar, porque incluso era difícil de sentir, pero sí podía mostrarle su confianza, y arriesgarse por ello si fuese necesario. -¡Amparo! –la voz de Francisca sonó como un baldeo por las escaleras. Amparín fue a embocarlas, pero era ella la que subía, con un niño en sus brazos. -¡Pero has visto qué preciosidad! –dijo Francisca, a voz en grito, fresca y orgullosa, como si no hubiera un muerto en la casa. El niño estaba bien. Respiraba. Lo habían desinfectado y era el propio doctor Benito el que daría parte al Ayuntamiento para que trajesen enseguida una nodriza. Francisca lo había fajado con ropas blanquísimas bordadas, espumantes de puntillas, y lo elevaba al cielo como si lo estuviera ofreciendo al sol, y sólo hacía que mirarlo. -Voy a subirme aquí con él hasta que limpien bien la habitación y se lleven a Encarnita. Dice tu padre que vendrán enseguida. Y tú lo mejor que puedes hacer es quedarte aquí conmigo. El niño no abría los ojos y en su esfuerzo por mover los labios producía diminutas bambollas de saliva. Estaba coloradote, y era bastante peludo. Francisca lo había ya peinado y puesto guapo y perfumado, y le ponía la mano de visera para que no le diese la luz en la cara. -Francisca, yo me voy. -Ni se te ocurra. Tu padre me ha dicho... Amparo no la dejó seguir. -No te preocupes por mí. Tú atiende al niño. Amparo dejó la casa y cruzó Teruel para ir al Juzgado. Pretendía ver al reo Ramón Vargas, pero el reo Ramón Vargas ya había sido trasladado con otro convicto de asesinato al penal de Capuchinos. Y allí se presentó Amparín en menos de media hora. Se subía las faldas del vestido para correr por la carretera de Zaragoza, hasta el antiguo
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convento que en tiempos de Mendizábal se empleó como presidio. El edificio ya era viejo y las paredes iban desmoronándose sin nadie que las repellase, los chorretones ferruginosos cubrían toda la fachada, horadaban el yeso y se mezclaban con el arroyo de aguas fecales que la flanqueaba. En las ventanas sólo se veían prendas atadas a secar y a veces la mirada perdida de un preso. A pocos metros de la entrada, un portalón podrido y sujeto con una cadena de hierro, dos guardias dieron el alto a la señorita Amparo. -Quiero entrevistarme con un preso –dijo. -Eso tiene sus horarios y sus normas. ¿Es familia suya? -Soy su novia. -Entonces, si quiere traerle algo de comer, déjenoslo, que nosotros se lo daremos. -No, no quiero llevarle comida. Quiero hablar con él. -Imposible. Amparín suponía que los guardias eran sobornables, pero no sabía cómo. Prefería pedirlo por favor, insistentemente, una y otra vez, hasta que uno de los guardias perdió la paciencia. -A ver si acabamos con esto de una vez. ¿Cómo coño se llama su novio? -Ramón Vargas. -Voy a ver si está en los papeles. -No vayas –dijo el otro guardia-. Es el maestro, ¿verdad? Hace un par de días se puso malo y se lo llevaron al lazareto. Allí no te impedirán la entrada. ¡Allí, si te descuidas, lo que te impedirán es la salida! Amparo no se dejó abatir. -¿Ves esas casicas de ahí arriba? Allí están. A lo mejor aún no se ha muerto. Amparín siguió la carretera de Zaragoza hasta un barracón cercano a la masía del Chantre, entre lomas blancas y hierbajos puntiagudos. El barracón estaba cercado por
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unas empalizadas de caña y custodiado por otros dos guardias. Por encima de los cañizos se veían mecerse las lonas de las tiendas y algunos tejados de chapa en lo que parecía una masía en ruinas. -Quiero ver a un enfermo. -Eso no puede ser. Dígame quién es y le daré recado. -Se llama Ramón Vargas. El guardia sacó un cartapacio del morral y consultó una lista. -Sí, está. Lo trajeron de Capuchinos hace un par de días. El otro que venía con él ya se ha muerto. Él todavía no. -Déjeme ir a verlo. -Le digo que no puede ser. Sucedió que dos Hermanos de San Juan de Dios, que llevaban ya unos días en Teruel y alrededores cuidando enfermos, fueron a relevar a sus hermanos, que habían velado toda la noche y de par de mañana necesitaban descansar. Amparín les explicó su situación, y los hermanos dieron al guardia su palabra de que la mantendrían vigilada. Nada más entrar en el recinto del lazareto, Amparo vio dos grandes cubas de agua hirviente que rezumaban el humo amarillento de la lejía, y dos frailes dedicados a sacar y meter las ropas con un palo y ponerlas a secar en los arbustos. -Espérate aquí –dijo el hermano-. Voy a preguntar si lo puedes ver. El fraile entró por una puerta y poco después salió acompañado de Ramón Vargas, que, salvo porque le había crecido la barba y llevaba la camisa sucia y arremangada, parecía en perfecto estado de salud. Amparo volvió a sentir que le faltaba la respiración. -Entonces te han soltado. Ramón se mantuvo a prudente distancia.
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-No, no me han soltado. Me he ido yo. ¡Gracias a Víctor Hugo! ¿Cómo está Encarnita? -Encarnita murió anoche. Ramón, por primera vez, contuvo los deseos de abrazarse a ella. Pero no dejaba de ver moribundos en el lazareto, y si alguien cumplía con la norma de no dejarse impresionar, ése era él. Le dolía Encarnita. Tampoco a ella había sido capaz de sacarla con vida del pozo en el que había caído. -Vaya –dijo, un poco sarcástico, pero muy serio-, me quedo sin saber por qué se mató su padre. -Pero ha tenido un niño precioso, y sano. ¿Y tú, estás bien? -Yo estoy muy bien. Escucha, Amparo, no te preocupes por mí. Aunque no lo parezca, un lazareto es un sitio seguro. Del barracón salió un fraile muy delgado que llamó a Ramón. Era el hermano Silvestre. -Debo volver, Amparo. Me llama mi Víctor Hugo. Ahí dentro hay un montón de gente desesperada. -¡Espera! Yo... lo único que quería decirte es que siento lo que te ha ocurrido. Yo no he tenido nada que ver y sé que tú tampoco, que todas las denuncias son mangoneos estúpidos de unos cuantos... Amparín no pudo continuar. También hubiera deseado abrazarse a Ramón, pero seguía siendo peligroso.
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21. Adaptación al medio El cólera dejó una estela de tristeza que se evaporó enseguida. A principios de septiembre cesaron las defunciones. Teruel despertó al otoño como los viajeros de una diligencia cuando bajan a desentumecer las piernas. El luto se concentraba en los barrios pobres, o fuera de la ciudad. Se celebraron solemnes funerales en la Santa Iglesia Catedral, se dieron gracias a San Roque y se agradeció en público el amparo del Obispado. De los algo más mil infectados que hubo en la ciudad, murieron la mitad. En toda la provincia hubo más de quince mil contagios y casi cinco mil muertos, y muchos otros arrastraron secuelas que poco después acabaron con sus vidas. Pero la gente tenía ganas de vivir. El cólera fue a partir de entonces el hito mayor del calendario, hasta que lo sustituyó la guerra. Pocas eran las familias que no fueron amputadas de la noche a la mañana. Los hospicios estaban atestados. Pocos eran los motivos de felicidad, pero la gente supo agarrarse a ellos. Ramón permaneció en el lazareto ayudando a su amigo Silvestre hasta que murieron los últimos casos perdidos. Había salido de la cárcel como en un novelón romántico. Por eso, cuando se refería al hermano Silvestre, lo llamaba con sorna mi Víctor Hugo. Quizá fue lo único romántico que sucedió en esta historia, y tampoco merece la pena perder mucho tiempo en narrarlo. La cárcel era un foco de infección. Cada vez que se declaraba un invadido, los presos bramaban entre los barrotes, clamando por que sacasen de allí al apestado. Lo arrinconaban, le tiraban piedras incluso, a ver si aceleraban su muerte o su traslado. Fue el caso del hombre que encontró en el calabozo. A las pocas horas de estar encerrado empezó a gritar que tenía
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el cólera. Se arrinconó junto a una estera y empezó a sufrir convulsiones que sólo Ramón sabía que eran fingidas. Ramón descansaba entonces, ya sin esperanzas, junto a un ventanuco que por lo menos traía el aire renovado, y vio perplejo cómo poco después las asistencias de la cárcel dejaban pasar a unos frailes con unas parihuelas para recoger el enfermo. Uno de ellos era el hermano Silvestre, que después de atender al herido se acercó a Ramón. Al verlo junto a él, los otros presos instintivamente se apartaron, y Silvestre le pidió que se tendiera en el suelo. Después habló unas palabras con otro hermano y ambos procedieron al protocolo que solían seguir con todos los apestados. Por el camino, el falso colérico empezó a retorcerse de auténtico dolor, y murió a las pocas horas de llegar al lazareto. -No sé si Dios en su misericordia me perdonará alguna vez por lo que acabo de hacer –dijo el fraile-, pero si no te marchas ahora mismo volverán a meterte en la cárcel, o te llevarán al cementerio. Ramón se limitó a preguntarle dónde había unos guantes, donde guardaban los medicamentos, qué enfermos estaban en peor estado. Fueron días instructivos. Ramón se manejaba bien sin tocar nada, y los frailes empleaban cobre y arsénico en sus tratamientos, infusiones de tomillo, espliego y camomila, friegas de alcanfor e ipecacuana. -Sí –dijo el fraile-, y alguno también le hemos dado licor de trompón, para que se muriese más tranquilo. Cuando fue a verlo al lazareto, el único pensamiento de Ramón estuvo en que Amparo regresase junto a su padre cuanto antes. Amparín se esforzó en ponerle al corriente de su situación. Ramón imaginaba que podría defenderse de unas causas tan estúpidas, de unas historias tan desustanciadas que a punto habían estado de costarle la vida. Comprendió de inmediato que Julio Benito, esa mezcla salvaje de niño y de amo,
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estaba detrás de semejantes insensateces. Lo que le sorprendió fue que Amparo ni siquiera lo pronunciase, que no se atreviese a hilar tan simples deducciones, que negase la evidencia en sus juramentos contra los carlistas. Que añadiese a su hermano a la lista de las víctimas, que después de todo lo siguiera protegiendo. Eso también sorprendió al doctor Benito, quien nada más apaciguarse la situación, y cuando todos los jueces hubieron vuelto de su veraneo preventivo, consiguió que la causa se sobreseyese por falta de pruebas, sin mayores consideraciones. Jamás se volvió a hablar de aquella denuncia en la mesa familiar, pero el doctor Benito no había terminado su trabajo de desinfección. Don Aurelio Benito llevaba mucho tiempo al tanto de las correrías de su hijo. Lo primero que había hecho con la herencia de sus tíos fue despilfarrarla en un proyecto sin tres ni revés detrás del que estaba Rodríguez del Rey. Que su hijo estuviera empeñando el patrimonio familiar en un ferrocarril a Sagunto lo llenaba de vergüenza, pero mucho más las compañías que frecuentaba. Lo vio en el café con el director de la escuela, ese tal Fabián, y también, en alguna de sus arengas montaraces, con el insoportable Polo y Peyrolón y otros carlistas de colmillo retorcido. Fue Pepe Larrubia quien le informó de que había algo raro en todo ese asunto, y en el peligro de desvelarlo. Con franqueza mortuoria, Pepe Larrubia se lo dejó muy claro. -Lo única duda que tengo es si su hijo sólo quería deshacerse del maestro, evitar su matrimonio con Amparo, o..., en fin, buscaba algo más. -Y encima es imbécil –fue lo único que acertó a susurrar don Aurelio. De modo que fue difícil retirar la denuncia con tanta gente implicada sin que saltase la verdadera liebre. Amparín con su silencio amnésico no sólo consiguió que su familia no hablase de ella en la mesa, ni Pepe Larrubia ni nadie en su sano juicio. Seguía siendo una muchacha impresionable, nadie quería volver a las andadas.
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Olvidaban sus desvaríos y lo que hubiera podido provocarlos. Ni siquiera Ramón, y eso el doctor Benito se lo agradeció el resto de sus días, se atrevió jamás a mencionarlo. Pasados unos meses del desastre, el doctor Benito llamó a capítulo a su hijo. Fue en el despacho de la renovada redacción. El hijo se comportaba como si una epidemia no hubiese pasado por su familia, como si él mismo no hubiera sufrido un contagio de crueldad, y sus palabras y sus movimientos eran tan hirientes e infantiles como siempre. -Pasa, pasa –le dijo don Aurelio. -Esto no arranca –venía diciendo su hijo-. Han bajado los corderos. -Siéntate, haz el favor. -¿Todavía estás de uñas conmigo por lo de Delgado? -No. Lo de Delgado sólo era la herencia de mi hermana Petra. -Mi herencia, padre. El riesgo lo corrí yo. El doctor Benito no contestó. Abrió un cajón del escritorio y sacó un sobre. Lo miró un poco al trasluz y se lo tendió a su hijo. -Toma. Es un pasaje a Cuba y cien duros para tus gastos. Esta mañana te he desheredado, y ahora te estoy echando de mi casa. Si tienes un poco de pudor, si te queda un poco de delicadeza, hazlo pasar por una idea tuya, y así por lo menos ayudarás a tu madre a pasar el trago. Julio, como siempre, trató de tomárselo a broma. -Pero, padre. ¿Y eso a qué viene? El doctor Benito abrió un cajón del otro lado del escritorio y sacó otra carta. Esta venía sellada por el correo, y firmada por la señorita Lis. El doctor se la tendió a su hijo, que leyó aquellas líneas manuscritas con estupefacción creciente. -Pero padre –dijo Julio, al final de la lectura, abofeteando el manuscrito-, esto es una tontería. Esta señora es una resentida. ¿Dónde voy yo con semejante tía? Yo la
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contraté para ir al baile y luego para ir a la despedida de Rodríguez del Rey, a la que ni siquiera fui porque Amparín se puso mala. ¡Intentaba recuperar mi dinero como fuese! ¡Yo mismo estaba con Amparo, cambiándome para la fiesta! ¡Estas son invenciones absurdas! ¿Cómo ha podido pensar...? De acuerdo con que yo animé a Fabián con lo de Darwin, pero esto otro, ¡por el amor de Dios! ¿Hasta qué punto llega su desconfianza en mí, padre? -Ya lo sabes –le cortó el doctor-. Dile a tu amigo Fabián que retire la denuncia. Las dos denuncias. La de Darwin también. Esa la primera. Y luego ya sabes lo que tienes que hacer. -Pero padre... -Escúchame bien, hijo, porque no te lo volveré a repetir. Prefiero pensar que sólo querías apartar a tu hermana de Ramón. Esa es la razón que me hace repudiarte. Porque si lo otro también fuese verdad, si estuvieras intentando dar por loca a tu hermana para quedarte con su herencia y despilfarrarla con traidores como el diputado ese, te juro por mi honor que yo mismo te pondría en manos de los tribunales. Afortunadamente para ti, esta señora se ha dirigido a mí, no al juez. Y lo ha hecho movida por alguien que tiene, como has podido leer en la carta, mejor corazón que tú. No hubo sombra de conciliación. Pocos días después, Julio Benito embarcaba en Valencia, en un periplo que lo llevaría a Cuba, de donde no habría de regresar hasta pasados algunos años. La casa del doctor quedó marchita. A principios de otoño, y empujada por Ramón y por el doctor, la señorita Amparo marchó a Madrid, a estudiar medicina en San Carlos, forrada de todas las cartas de recomendación que pudo conseguir su padre. Era también protegida de los regeneracionistas y niña mimada de quienes buscaban una
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mujer científica para enseñar al mundo. Eran pocos, no obstante, y la carrera de Amparo se enfrentó con más obstáculos de los deseados. -Tú lo que tienes que hacer es irte ahora a tu casa y cuando pase la peste marcharte a estudiar medicina, en una facultad, en un laboratorio o donde sea –le había dicho Ramón cuando se despidieron en el lazareto, y Amparo le dijo que confiaba en él, y no pudo tocarlo. Y desde entonces no paró hasta conseguirlo. Seis años después, ya con su título debajo del brazo, Amparo Benito regresó a Teruel, a tiempo para asistir a la inauguración del monumento al doctor Francisco Loscos, que había muerto poco después de terminar el cólera, en noviembre del 85, el mismo mes en que murió Su Majestad Alfonso XII. Durante toda la epidemia se mantuvo a pie de obra. Llegó a preparar hasta setenta y cinco recetas diarias en la farmacia de Castelserás. Pasó el embate de la epidemia, pero no resistió las secuelas. No vivió lo suficiente para ver culminado su gran proyecto del Herbario Nacional, o por lo menos no murió viendo que había modos de financiarlo. Los mismos que le negaron unos duros para sus investigaciones promovieron años después una colecta con la que levantarle un monumento colosal. Lo erigieron en la plaza de Emilio Castelar, que años después pasó a llamarse plaza de San Juan, y era un mamotreto de cinco metros de altura, con gradería de dos peldaños de piedra de Villalba, un zócalo y un espigado pilastrón de jaspe sobre el que se asentaba el busto del botánico. Empotrados en las caras de la pilastra, había cuatro placas de bronce con el nombre del maestro y el de algunas de sus obras. El monumento estaba rodeado de parterres con figuras geométricas, y una verja de hierro fundido que descansaba sobre un plinto de sillería. Pocos monumentos tan aparatosos había entonces en la capital.
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Su inauguración convocó a un nutrido público. Amparín acudió con su padre, que se paseaba todo ufano con ella entre sus amigos de la Junta del Ferrocarril. Amparín ya era una mujer madura. Atrás habían quedado esos ojos demasiado abiertos siempre, ese aire frágil, tan impresionable. Era como si el saber la hubiera fortalecido, como si hubiera tomado jarabe de anatomía, emplastos de cirugía, infusiones de psicopatología. Llevaba todo el tiempo unas gafas redondas de alambre y por supuesto no usaba polisón sino un vestido entallado de falda recta y abotonado hasta el cuello. Amparín no dejaba de ver gente conocida. Por mucho que viniese casi todos los veranos, el hecho de que doña Emerenciana pasase largas temporadas con ella hizo que sus visitas se fuesen espaciando, y que en ninguna de ellas ocurriese ningún acontecimiento donde reunir a tanta gente ni Amparín quisiera dedicarse sino a visitar a sus más íntimos amigos. Ya todos los jóvenes llevaba canotier y a las muchachas se las veía un poco menos empaquetadas, pero poco. Vio, cómo no, a Serafín Adán, casado con María Eugenia Gascón, según Amparín había ido sabiendo en años de cartas sin entusiasmo. Se acercaron hasta ella los ilustres amigos de su padre e incluso alguno de los amigotes de su hermano, al que Amparín saludó sin prestar atención. Era un hermoso día de principios de junio. Los cielos eran anchos y el color de las cosas muy cercano. Las primeras sombras de la tarde, proyectadas por la iglesia de San Juan, esparcían un aire templado entre las acacias. El ferrocarril seguía sin pasar por Teruel, pero el puente de la Reina Isabel II había sido reconstruido. En los círculos de barbas puntiagudas seguían los temas de siempre. Don Domingo Gascón había venido al acontecimiento, y su presencia ensombreció ligeramente la de otros prohombres que en los malos momentos habían permanecido en la ciudad. El propio señor Gascón, al saludar al doctor Benito y felicitarle por el insólito logro de su hija, dedicó unas cariñosas palabras a Amparín y le preguntó por sus primas. Supo que Blanca se había
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casado con un juez y se había ido a Cartagena, y había dejado la botánica. Clotilde, sin embargo, estaba muy enferma, pero aún seguía escribiendo poemas. -Envíeme un florilegio de esas poesías, señorita Benito. Los publicaré en una Miscelánea Turolense que hace tiempo que me ronda por la cabeza. Rodeada de hombres barbudos, Amparín apenas podía ver nada, hasta que su rostro se iluminó y una sonrisa fresca y sin intenciones acudió a su cara. -¡Ramón! Un niño pelirrojo y muy lustroso se acercó corriendo hasta ella. -¡A ver qué beso le vas a dar a la tía! –dijo Amparo, abriendo los brazos. El niño le dio un beso. Al zagal se lo veía contento, aunque un poco ruborizado. Amparín se agachó para estar a su altura y le arregló los lazos del corbatín, que se le habían salido del cuello. -Te he traído unos mapas. -¿Sí? –dijo el niño-. -Y muchas cosas más. ¿Cómo has acabado la escuela? -Bien, pero Ramón me ha puesto una mala nota. -En casa del herrero... –dijo Amparín. -¡Mira que le tengo dicho que no se me quite la chaqueta que estos días parece que hace calor pero viene un airecico que se jode el basto! –tronó la voz de Francisca, que venía deprisa entre el gentío, antes de besar a Amparo y saludarla. Enseguida se formó a su alrededor un corro de señoritas que escuchaban divertidas, un escenario circular en el que Francisca desplegaba sus movimientos de madre preocupada. Detrás de ella, tratando de escurrirse entre el gentío, apareció Ramón. Se saludaron con cortesía, se preguntaron por las flores. Se felicitaron mutuamente por los estudios de medicina y por el niño tan sano y tan bien educado que
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estaban criando. Se prometieron comer juntos algún día en Albarracín con su prima Clotilde, que estaba muy enferma. Ramón se había puesto ese día el traje marrón del señor Manolo. Tenía más trajes, pero ese le gustaba, era como no llevar ninguno, le hacía sentirse más cómodo, por lo menos en una circunstancia tan encopetada como aquella. Amparo era otra mujer. Es posible que en su momento no hubiese sido invadida mortalmente por el cólera porque ya lo había sido antes, en menor medida, en aquella colerina a la que nadie dio importancia, o no la importancia debida. Quizá ese primer y flojo ataque ya la hubiera vacunado para todo lo que vino después. Pero es el caso que el cólera había roto algo en sus vidas. Tratando de desinfectar sus sentimientos, habían matado para siempre cualquier forma de romanticismo. Ramón había fundado una familia con su patrona y con su ahijado. Nada había cambiado entre ellos, al menos en apariencia. Francisca seguía siendo la lavandera estruendosa que reanimaba a las clientas y Ramón el estudioso que vivía metido en su pequeño laboratorio, o salía al campo con su amigo el fraile, o gastaba sus ahorros en viajar a congresos internacionales y a exposiciones universales donde se exponían los últimos descubrimientos de botánica. De vez en cuando se daba sus garbeos por Valencia o por Madrid, y en vez de tantos libros de Linneo se aficionó al teatro. Pero no aceptó ninguno de los destinos que le ofreció el doctor Benito, empezando por el de ser su yerno. Tampoco siguió colaborando con la Junta del Ferrocarril ni con el periódico de don Aurelio ni con ninguna actividad que requiriese la más mínima relevancia pública. Todos perdieron algo con el cólera: la esperanza, la dignidad, o por momentos la cabeza. Era ya algo lejano, pero en las horas de tormenta parecía picar como las cicatrices. En cierto modo, llevaban luto por sí mismos, por la parte de sí mismos que arrebató el cólera. Ramón la empleó en buscar hierbas por el monte, y Amparo en
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cuidar enfermos. Amparo los quería, y aún llegó el tiempo en que, medio en broma medio en serio, animó a Ramón a formalizar las relaciones con Francisca. Pero Ramón a aquello no lo llamaba matrimonio, sino adaptación de la especie. Aquella tarde, junto al monumento a Francisco Loscos, Amparo y Ramón cruzaron entre el gentío algunas frases de cortesía. -Ese traje me suena –dijo Amparín. -Sí. Debí haberlo quemado, pero aguantó bien la desinfección. Hubo un breve silencio entre ellos antes de que se despidiesen. Ramón no sabía qué hacer con las manos y, como estaban hablando del traje, las metió en los bolsillos. Su mano derecha tocó la carta de Castelserás, que siempre viajaba con él, casi como un amuleto. Con su mano izquierda, tanteando en las costuras, los dedos de Ramón juguetearon con unas piedrecillas. En el interior del bolsillo, Francisca le había metido unas bolitas de alcanfor.
FIN
Escrito en Madrid, Crespos, Teruel y Valencia, entre el 1 de julio y el 13 de agosto de 2009
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