Una flor de hierro

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Letra de Antonio Castellote Dibujo de Juan Carlos Navarro


1. LA CASA DE CRISTAL

El marquesito se llamaba Leopoldo, don Leopoldo, el marqués de Valdeavellano, el marquesito. Acababa de cumplir los treinta y ya nadie le apeaba el don, y lo de marquesito no era porque fuese joven sino porque era el hijo de la marquesa, y además soltero, en situación de prolongar la infancia y fundirla en una ociosa imagen de niño perdis con espolones. La gente siempre se había deshecho en lenguas con el marquesito, pero también cundía en torno a él una cierta simpatía servicial, una especie de agradecimiento patrio por el hecho de que el marquesito jamás, salvo cuando se fue a estudiar,

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se hubiera marchado de la provincia. No era lo normal. Los jóvenes modernistas como él eran aves de pluma voladora. Todo les venía pequeño y se instalaban en algún palacete de Valencia, o de Barcelona, y muy de vez en cuando, poco menos que para recoger los diezmos, nada más, volvían a la ciudad y pasaban unos días muy aparatosos, llenos de reverencias y actos públicos, para volverse a marchar con los primeros fríos y dejar la casa como un mausoleo abandonado. En el mismo Teruel había varias casas así, terratenientes que no se dignaban siquiera compartir el aire del que vivían. Esto la gente lo llevaba mal. De fuera vendrán..., comentaban a la mínima. Así que el caso de los marqueses de Valdeavellano, de la marquesa sobre todo, que necesitaba para ella sola y para su servidumbre casi todo el palacio de la calle de San Miguel, era muy apreciado entre la ciudadanía. La marquesa no era ruin, sorprendentemente, pero aunque lo hubiera sido siempre habría estado a su favor el hecho de vivir en la ciudad. Siempre la habrían perdonado por ser como de casa, tan campechana ella paseando por la carretera de Zaragoza con sus criadas. Y algo parecido sucedía con el cabraloca del marquesito. La marquesa, doña Dolores, se lo dejó bastante claro cuando Leopoldo terminó sus estudios de leyes. “Muy bien”, le dijo, “ya te han regalado el título y, como no creo que lleves intención de trabajar jamás -y menos mal, por otra parte-, lo único que te pido, hijo mío, es que vivas con discreción”. El marquesito dijo que sí. “Sí, mamá, no te preocupes por eso; tú hazme a mí el favor de no preocuparte, y yo no te daré ningún escándalo, te lo prometo”. El marquesito casi cumple su promesa. El marquesito era un hombre de palabra, pero la vida se interpone. Como él mismo solía repetir en momentos de especial decadentismo, la vida es una breve primavera. Debió añadir, al decirlo, que nunca sabes

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cuándo estallarán los truenos, cuando vendrá la tormenta; cuando, sin esperarlo, sin darnos tiempo a cobijarnos, nos anegará la lluvia. Pero en aquel momento, en la primavera de 1909, nadie lo habría dicho. Como esos mozos juerguistas que de la noche a la mañana se recogen y sientan la cabeza, y en pocas semanas su imagen, sus movimientos incluso, ya no son los de un gaire bebedor sino los de un padre de familia, así el marquesito, en cuestión de días, adoptó el aire grave de un señor: se encargaba trajes negros, usaba bastón, capa española y bombín de paño, y cualquiera hubiese dicho que era esa la imagen que cultivaría durante los siguientes cuarenta años, hasta que fuera rematadamente viejo. En la cabeza del marquesito estaba el alternar la imagen que deseaba su madre con algunas escapadas en las que hartarse de vino y rosas. Y así lo hizo, los primeros años. El señor severo que daba prestigio en los entierros se convertía en un pimpollo con las puntas del bigote retorcido que se pintaba los ojos y se perdía en francachelas de poetas. Su imagen pálida, su semblante adusto, esa forma digna de ir al lado de su madre, sujetándola del bracete, esa manera tan seria de intervenir en las conversaciones, todos esos achaques de solterón eran perfectos para las reuniones vespertinas de la marquesa y para el complejo entramado de actos piadosos con que la señora rellenaba su vejez. La marquesa era madrina de casi todas las cofradías de Semana Santa, ella en persona se encargaba de diseñar los mantos de flores de la Virgen de la Soledad. Bueno, ella no. El que lo hacía era el marquesito, pero su faceta de florista era una de las que su madre le había pedido que no sacase a pasear. A cambio, una vez al año, el marquesito podía asomarse al balcón del palacio de la Bombardera y ver una procesión de Viernes Santo que en realidad era un desfile de sus diseños florales, como aquel que asiste a una pasarela de moda de esas que un par de veces al año el marquesito veía en París.

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Lo de las flores era un secreto. A tres o cuatro leguas de la capital, según se remonta el Guadalaviar, en una de aquellas vegas que bajan del páramo hasta el río, Leopoldo cuidaba sus flores en una masía fluvial que él había convertido en invernadero. En los últimos tiempos, entre que su madre andaba un poco renqueante y que su pasión botánica lo absorbía, Leopoldo apenas viajaba perezosamente a Zaragoza, pero las grandes juergas valencianas iban distanciándose en el tiempo. Ahora ya se estaban pasando los fríos y en el invernadero había que trabajar a destajo. El marquesito empleaba en este tiempo a estudiantes pobres de los Hermanos de la Salle, venidos de los pueblos, a los que durante casi todo el invierno había metido en su biblioteca para que estudiasen junto a la estufa. Todos lo llamaron siempre el invernadero, empezando por la marquesa, a la que le horrorizaba una casa que en verano pudiera estar infestada de bichos del campo y que en invierno sólo fuese frecuentada por labradores. Era una de esas casas con forma de gallina clueca, típica de las masadas de los pueblos, pero estaba cubierta de octubre a mayo por una cristalera que daba la vuelta a las cuatro fachadas. Durante los meses de invierno sólo se veía desde el camino que bordea el río una cristalera de reflejos plateados entre la maraña de las ramas de los sauces, que cuando echaban hoja la emboscaban y ya no se veía nada. Al principio Leopoldo sólo iba para recoger las flores. En la parte más baja de la finca, al nivel del río, había sustituido las antiguas plantaciones de pipirigallo por hileras de dalias y de crisantemos, y los huertos que bañan en terrazas las acequias se poblaron de clavelinas. Hubo una época en Teruel, a principios del siglo XX, en que a todos los muertos se les echaba en la fosa un ramo de flores de Leopoldo, cuya oscura silueta figuró en la cabecera de la mayoría de los entierros.

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La jardinería no era solo un pasatiempo. Poco a poco, casi sin darse cuenta, un libro ahora, unas zapatillas de paño después, Leopoldo fue trasladando al invernadero las habitaciones que ocupaba en el palacio. Una tarde, como tenía por costumbre, mientras tomaban el té desde los balconcitos que daban a la plaza de la Bombardera, Leopoldo anunció a su madre que se iba de viaje. La madre nunca ponía el menor inconveniente. “Sí, hijo, sí”, le decía, “sal y desfógate un poco, y no te olvides de traerme unas botellas de agua de Vichy”. Esa vez, sin embargo, en vez de alojarse en el pisito del paseo de Colón, o en su apartamento del Park Güell, Leopoldo se marchó al invernadero y allí pasó, protegido por la enorme cristalera que brillaba entre las ramas de los sauces, un par de semanas en las que gozó de la felicidad morbosa del silencio y del cuidado constante de las flores. Ayudaba a sus estudiantes en sus deberes, un chico de Calanda, Luisín, y otro de Alfambra, Isidoro, pasaba revista minuciosa de las flores o se sentaba en el sillón de orejas frente al fuego bajo, a leer un tratado de Celestino Mutis o de cualquiera de los grandes botánicos que por aquellas fechas daban prestigio científico a la provincia. Y pensaba. La situación le hacía gracia. “Me parezco al emperador Tiberio cuando se retiró a las espeluncas de Capri”, bromeaba junto al rododendro, pero lo más gracioso era que aquellos dos muchachos, a su edad y en sus circunstancias, habrían estado al servicio de cualquier otra familia pudiente, y desde luego no los habrían empleado en ponerlos a estudiar. Y sin embargo, como tantas otras cosas, había que ayudarlos en secreto. ¡Un solterón con dos muchachos, y allí en el huerto! El escándalo que se imaginaba le hacía reír de emoción a Leopoldo, pero la promesa de no afligir a su madre y un cierto olfato para la prudencia que había heredado de su padre lo convencieron de llevar siempre consigo a un criado de la casa, alguien de la absoluta confianza de

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su señora madre, el más viejo y leal de los criados, Fermín, un anciano fibroso que escardaba los gladiolos con la mano. Estas medidas de protección ante el escándalo sólo lo abandonaban en la más absoluta soledad, lo que sintió aquella tarde que los muchachos ya se habían ido a sus pueblos y Fermín estaba en un entierro humilde, representando a la familia, y él se marchó al invernadero y las horas iban más despacio y más deprisa, lo primero porque pudo disfrutar todo el tiempo de sí mismo y su silencio y lo segundo porque al terminar aquellas dos semanas se sintió mucho más joven, menos cínico, con más ganas de vivir. Nada más volver a casa, como si viniera del extranjero, entró frotándose las manos al gabinete de su madre, dispuesto a contarle bellas mentiras y a proponerle proyectos interesantes. -Se me ha ocurrido que no estamos dejando en la ciudad, aparte de este palacio, ninguna huella arquitectónica, mamá. -¿Ah, sí? Pero querido, ¿y quién te piensas que pagó el panteón? -No seas tan estricta, mamá. Yo pensaba en algo un poco más visible. -Una estatua de tu padre, ni lo sueñes. -¿No? ¿Y por qué no? Una estatua tipo Castelar. O bien tipo Flaubert. ¿No te parecería mejor así? Papá fue un prohombre de la ciudad. A los prohombres se les hacen estatuas de bronce con barriga y bigotes largos. Papá gastaba bigotes de moco, mamá. La madre fingía enfados de madre, y el hijo se sentaba en el brazo de su sillón, mientras probaba las tortas finas. -No te rías de tu padre. ¿De dónde has sacado esas tonterías? -No te enfades, mamá. Yo estaba pensando en algo mejor. ¿Qué te parece un asilo para ancianitos desamparados? -Carísimo.

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-¿Y no te haría ilusión, mamá? -Llama a Rosalía y dile que me caliente la tetera, que está helada. No sé yo dónde querrás ir a parar, hijo mío. Leopoldo tiró de la campanilla. -¿Y una iglesia? -¿Otra? -Mamá, si te refieres al mausoleo, nadie se va a acordar jamás del dinero que pusiste. -¿Y se puede saber por qué una iglesia? ¿No te parecen pocas, que nos pasamos la vida en ellas? -Esto va a ser la fe, mamá. Esto va a ser que me he caído del caballo. -Yo no sé si tú te habrás caído del caballo, Leopoldo, pero yo, del guindo, hace mucho ya que me he caído. Así que tú verás lo que haces, pero las facturas las voy a seguir firmando yo. -¡En qué concepto me tiene, señora marquesa! -No me vengas con pamplinas. Si no sujeto a tu padre, nos deja en la puta calle. Así que como para ponerle estatuas. Leopoldo dio por cumplimentado el protocolo y se puso manos a la obra. Hacía tiempo que pensaba en un arquitecto catalán que vivió durante algunos años en Teruel pero tuvo que volverse a Cataluña y ahora trabajaba, según sus últimas noticias, para el ayuntamiento de Tortosa. Este arquitecto, Pau Monguió, había traído un aire nuevo a la ciudad. Sólo había estado tres años en Teruel, entre 1899 y 1902, pero en ese tiempo participó en la reconstrucción del convento de los Franciscanos y construyó el panteón del Capítulo Eclesiástico, aparte del nuevo Depósito de Cadáveres, todo ello en un estilo muy moderno.

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Leopoldo lo conoció en la Sociedad Económica Turolense de Amigos del País, donde pronto Monguió había sido nombrado presidente de la Sección de Instrucción y Bellas Artes. El marqués pensaba en él como el artista al que se podía dejar suelto para que desarrollase lo que no había tenido la oportunidad de crear en un mundo tan saturado de genios como el de Barcelona. Pensaba en él para el invernadero, para levantar una hermosa villa floral, una villa como la de Adriano, mejor que Tiberio. La llamaría, eso lo supo desde el principio, La Villa de Pomona. Pero Leopoldo era entonces todavía un estudiante que escribía versos en los libros de derecho mercantil. Entonces era sólo una ilusión modernista, y su padre, que aún vivía, nunca quiso saber nada de arte. Pero ahora era él. Y él quería decorar el invernadero. Había que averiguar qué había sido de Monguió, que salió a escape de la ciudad, víctima de un turbio asunto que Leopoldo no vivió y que ahora no le importaba en absoluto. Puesto que no había sido posible una revolución moral, por lo menos iba a darse el gusto de una revolución estética, aunque tuviera que vestirse de negro para siempre.

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2. LAS FIEBRES ONDULANTES

Guillermina estaba desesperada. En aquel pueblo no había más que mosquitos. La carrera del prometedor arquitecto con el que se casó estaba empantanada en un pueblo de huertanos cuyo ayuntamiento ni siquiera le pagaba el sueldo. Habían tenido ya que prescindir de casi todas las doncellas, y a este paso acabarían robando coles por los huertos para poder comer; cualquier cosa antes que dirigirse a su padre, don Sebastiá Oriol i Claramunt, a pedirle dinero. ¡Ella que se había empeñado en casarse con un artista, que había desdeñado a los jóvenes notarios que le presentaba su padre! Ella sabía

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que la vida del artista no es un camino de rosas. Pero, puestos a pasarlas canutas, ¡por lo menos que las pasasen en París, en un ático del Barrio Latino, y no en Tortosa, provincia de Tarragona, que estaba llena de mosquitos! Se pasaba el día escribiendo a sus amigas de Barcelona largas cartas de caligrafía mustia en las que Guillermina introducía toda clase de insinuaciones para que acudiesen a rescatarla. Escribía las cartas junto a la ventana que daba al corral de la casa de al lado, y cuanto más hiriente resultaba su desesperación más largas le salían las misivas, lo suficiente para que el cansancio emocional la terminara relajando y arrojase al fuego los papeles. No llegó a mandar ninguna. Fueron días de llorar apoyada en la repisa de la chimenea, alimentando el fuego con sus pensamientos y deshaciendo después las pavesas con el atizador, hasta que se confundiesen entre las cenizas de la madera. Esta tortura, sin embargo, era estrictamente privada. Pau Monguió nunca notó nada. Cada vez que se hacía la hora de volver de su despacho en el Ayuntamiento, Guillermina se lavaba la cara y mandaba poner la mesa para tres con la vajilla de la boda, aquellas lozas en las que ciervos asaeteados corrían por el borde del plato hasta morir de amor. Lo único que no abandonó a Guillermina fue un consejo de su padre, también el único que quiso seguir: nunca perder la compostura, nunca exhibir la debilidad. Guillermina bajaba por las mañanas a las callejuelas de Tortosa y se metía en las tiendas con las criadas y curioseaba en los puestos de pescado, y aprendía el arte de la resignación. Se había equivocado de hombre. ¡Y pensar que lo conoció en la misma fiesta que a Josep María Jujol, que ya estaba triunfando en Barcelona y era inseparable de Gaudí! Le dolía la cabeza de pensarlo, y de despreciarse a sí misma mientras lo pensaba, así que, cuando Pau Monguió se colgaba la servilleta en el cuello duro de la camisa, Guillermina se limitaba a sonreír con la dulzura que le habían inculcado. ¿Alguna novedad?, decía, sonriente, antes de que la criada repartiera en dos platos una fuente repleta de col.

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Unos días le afectaba más la ira y otros menos. Se relajaba en la lectura de novelas francesas y en una muy moderada vida social, si por vida social podían entenderse aquellas comilonas de tenderos que alicataban las fachadas de sus comercios con azulejos de colorines. En una mujer peor educada, su carácter habría sido, como se suele decir, de rompe y rasga, pero Guillermina supo desde niña cuáles eran los indicios para barruntar aquellos ataques de ira, y también qué remedios la sosegaban. La lectura solía ser un buen termómetro para su angustia. Si la velocidad con la que leía era la misma que la velocidad con la que pensaba, Guillermina estaba tranquila. Pero cuando, después de comer, cuando Pau se marchaba al Casino de Tortosa y el niño, el pequeño Raimon, se sentaba en el secretaire de su gabinete para rellenar las hojas de caligrafía, cuando Guillermina, en fin, descansaba en la mecedora junto a la ventana, si entonces la lectura le proporcionaba más alivio que otros días, si notaba remansarse el pensamiento con las idas y venidas de las heroínas, entonces Guillermina se preparaba para un ataque sin tregua del que nadie debería notar nunca más que la simpatía que se le supone a una joven y bella esposa. Y eso era dolorosísimo. Las tardes de lectura se alargaban porque le daba miedo salir a la superficie no leída y sentir que su pensamiento se había desmelenado. Entonces aparecían uno por uno a desfilar por su cerebro en llamas los fantasmas, sentía punzadas en las sienes y lo normal habría sido tomarse unas sales y retirarse a la penumbra de sus habitaciones, a pasar la tarde sin mirar a nadie, devorándose por dentro, pero Guillermina, en esos momentos, lo que hacía era ponerse a limpiar. No estamos diciendo que asumiese las funciones de la servidumbre. Guillermina sólo limpiaba los muebles de madera de plátano que su padre, íntimo del señor Güell, le había regalado para cuando ella y Pau se instalasen en Barcelona. Su mejor descanso era un sillón vegetal tallado en madera de Argelia, con enredaderas que subían por las patas y macizos de rosas que colgaban de los

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brazos, y que exigían usar el plumero como en las excavaciones arqueológicas y meter la punta del dedo envuelta en un trapo por los instersticios de las flores. Todo esa minuciosidad de ir quitando el polvo mota por mota la relajaba mucho. De momento, la pieza más hermosa, el aparador estilo Vaillin, lo tenían metido en la cuadra, tapado con forros de mantas, al lado de la tartana, porque no cabía por la escalera. En Tortosa vivían en una casa estrecha del carrer de l’Om, de espaldas al río Ebro. La única estancia agradable, y tampoco con demasiada luz, era un salón que además usaban de comedor, de despacho y de gabinete. Los muebles de madera de plátano se amontonaban en un espacio de techos bajos y humildes proporciones, para ir de un sitio a otro tenían muchas veces que caminar de lado. El Ayuntamiento de Tortosa debía ya unas cuantas mensualidades a Pau Monguió. Él y su mujer estaban liquidando el patrimonio, pero sobre todo él estaba trabajando gratis y ella no vivía en Barcelona. Guillermina, para resolver estos conflictos, o al menos apaciguarlos, leía o limpiaba o seguía las normas previstas: ella debía seguir confiando, si es que eso servía, por lo menos, para dominar algo mejor su pensamiento. A sus cuarenta y cuatro años, el arquitecto Pau Monguió había perdido el optimismo. En su obsesivo huir hacia Barcelona tuvo que enfrentarse a circunstancias muy desagradables. Ya ni siquiera era posible regresar a Tarragona, donde había firmado algunos de los edificios más modernos de la ciudad. Desde que se marchó de Teruel, en 1902, su obra daba vueltas a una noria que iba estrechando su propio cerco como un sumidero. Había fundado una familia y los muebles no cabían en el comedor. Su esposa, no obstante, aportaba la tranquilidad necesaria para no desesperarse. Su dulzura imperturbable disipaba cualquier nube, pero a Pau, en las horas muertas del café, cuando las conversaciones sobre el Riff ya le asqueaban, o cuando alguien, con más o menos retintín, mencionaba al maestro Gaudí, y sobre todo al gran Jujol, su compañero de estudios,

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gran triunfador, y otrora, quién lo diría, rival de amores, en esos momentos Pau Monguió notaba la sangre írsele piernas abajo y que un silencio vacío se apoderaba de su cuerpo, pero siempre lograba recomponer la sonrisa, colgarla otra vez de sus bigotes engomados y a la mínima gracia que alguien dijera batir la panza con sus carcajadas. Pau Monguió pasaba las mañanas en su despacho del Ayuntamiento, un cuarto del sótano donde se amontonaban rimeros de legajos. Como trabajaba mucho más deprisa de lo que aquel ayuntamiento era capaz de construir, el arquitecto acumulaba los proyectos. Guardaba el desánimo absoluto para cuando estaba solo, metido en aquel agujero de paredes abombadas y olor a salitre. Luego, cuando se sentaba en el comedor, mientras se ajustaba la servilleta al cuello duro, Pau Monguió sonreía otra vez. Una mañana de marzo el correo le trajo dos cartas al Ayuntamiento. Una de ellas tenía el peso y el aspecto de las reclamaciones denegadas y los concursos perdidos. La otra tampoco llevaba remite, pero los rasgos de la letra subieron el pulso del arquitecto. Era su hermana Monserrat, que vivía en Barcelona. Lo normal era que Monserrat le pusiese al corriente de la vida cultural barcelonesa y le avisara de algún encargo particular. La letra de su hermana siempre le hacía sentir que acababa de visitarle la gran oportunidad de su vida. Esta vez, sin embargo, las noticias eran muy tristes. Rosser, su sobrina, la hija de su hermana, había contraído las fiebres ondulantes. Al parecer había sido la leche de unas cabras que pastaban junto a las obras de la Sagrada Familia, adonde Rosser había ido, como siempre desde que era casi una niña, para copiar los nuevos edificios modernistas de Barcelona y enviárselos a su tío Pau, metidos en las cartas de su madre. La noticia le llenó de dolor. Rosser ya no era la niña que pintaba monigotes en la escuela. Había cumplido de largo ya los veinte años, y llevaba tiempo dándole disgustos a su madre. Otras veces, en tono de discreto reproche, Monserrat había afeado a Pau la

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costumbre de mandar a la muchacha a que dibujase los portales de las casas. Siempre había ido acompañada, naturalmente, pero Monserrat, cada carta con mayor frecuencia, insistía en que la niña estaba viendo mucha calle, demasiada calle. Pau Monguió se sintió culpable de haber inducido a su sobrina Rosser a probar la leche de las cabras de la Sagrada Familia. La madre no sabía qué determinación tomar con ella, ni cómo corregir su extremo comportamiento, ya de por sí de lo más imprevisible, ni, por encima de todo, como atacar la brucelosis. Al final, tras unas cuantas consideraciones finales en torno al amor fraterno, Monserrat pedía a Pau dinero para llevarse a la niña a la sierra, para curar allí sus fiebres ondulantes con el aire sano del monasterio de Poblet. Pau quería mucho a su hermana, y también a Rosser. No poder ayudarlas era peor que no haber triunfado en Barcelona, mucho peor que no haber vivido en París. Aquella carta entre sus manos húmedas era un aviso del diablo, el momento después de un silencio largo y feliz en que suena por sorpresa el picaporte. No podía ayudarlas, a no ser que prescindiera de la criada, que le volviesen a pagar su sueldo en el Ayuntamiento, o que, en último término, vendiesen a un burgués de Barcelona el aparador estilo Vaillin y todos los muebles inmensos que no le dejaban pasear por casa con las manos en la espalda. Sólo había empezado a pensar en una solución y ya se sentía agotado. El salitre del despacho le sofocaba los pulmones. Como primera tregua de sus desvelos, abrió la segunda carta. No llevaba sobre oficial, pero el membrete era del Ayuntamiento de Teruel. La palabra Teruel lo volvió a poner en guardia. Monguió se sentía orgullosísimo de sus trabajos en aquella primera época, pero aún no había digerido el desprecio y la humillación con que fue desposeído de su cargo de arquitecto municipal, aquel hundi-

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miento inesperado del que, con los planos en la mano, Monguió siempre defendió que no era el culpable, y así lo habían ratificado los tribunales. Pero aquel accidente acarreó un sinfín de requerimientos y evasivas que llegaban cada pocos meses con el correo. Esta vez, para su sorpresa, nadie le negaba nada. La nota era muy breve. El Ayuntamiento le invitaba formalmente a cubrir la vacante de arquitecto municipal de la ciudad de Teruel. Ofrecía un sueldo anual de tres mil pesetas. Pau Monguió se quitó el blusón que usaba en su despacho para protegerse de los ácaros, y apañó con él un hato donde llevarse los enormes rollos de papel con sus proyectos de los últimos seis años. Mientras bajaba por la rambla de Pedrell, con el maletín de cuero en una mano y en la otra el bolsón lleno de tubos que asomaban, Pau Monguió casi no tuvo tiempo de pensar en la buena administración de las noticias. Los problemas económicos habían quedado resueltos, y también, en cierto modo, los artísticos. ¿Pero y Rosser? El que Guillermina fuese de tan buen conformar sólo implicaba un sacrificio cada vez. Ella no diría nada, pero Pau, un hombre de su tiempo, con proyectos de patriarca bonachón, pero sin un pelo de tonto, notaría sin duda la mella en el rostro de Guillermina. Antes de llegar al portal de su casa, Pau volvió a atusarse los bigotes, y metió un poco la barriga, y desplegó su sonrisa cotidiana. Cuando se hubo ajustado al cuello la servilleta, se detuvo un momento, congeló la sonrisa, y luego dijo: -¡Bueno, familia, se acabaron las estrecheces! -¿Ya te han pagado? −dijo Guillermina, con un leve quiebro de la voz, como sujetando el tono violento que salía de su alma. -Me han subido el sueldo, encargos aparte. Y lo mejor -dijo Monguió, y esperó a que la criada hubiera puesto la sopa para continuar-, y lo mejor es que nos cambiamos de casa. Amplios salones, vistas al río, habitaciones para el servicio. ¡Te van a faltar muebles, Guillermina! ¡Vas a ver cómo te lucen! La casa tiene luz a todas horas del día.

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Guillermina sintió la noticia como una puñalada. El único consuelo de vivir en aquella casucha con el aparador en la cuadra era su condición de insostenible, de que aquello no podía ser el resto de su vida. Pero una casa más grande, un palacio incluso con todos los detalles que Pau Monguió seguía recitando con su jerga de arquitecto, sólo podía significar que el camino había terminado. Junto al río, pensó mientras a duras penas mantenía la sonrisa, seguro que hay más mosquitos. Como pudo recompuso el gesto y preguntó a su marido. -¿Y en qué calle está? -No lo sé -dijo Pau Monguió-. Aún no lo sé. No es aquí. Las cucharas se posaron sobre los platos. Sólo se oía comer al niño. -Es en Teruel -dijo, y antes de que Guillermina contestase nada siguió enumerando las estancias de la nueva casa, sobre todo aquellas que pudiesen ilusionar al pequeño Raimon.

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3. LOCOMOTORA MASTODONTE

Una locomotora Mastodonte de la Compañía Minera de Sierra Menera cruzaba el puente de Albentosa con quince vagones cargados de veinte mil kilos de hierro cada uno. Tan sólo llevaba unos meses de funcionamiento, pero ya su máximo accionista, Sir Ramón de la Sota, entonces todavía don Ramón de la Sota, a secas, había empezado a forrarse. El hierro de Ojos Negros bajaba al desembarcadero de Sagunto y de allí lo exportaban en barco a las industrias de Inglaterra. Un millón de toneladas de hierro bajaban al mar cada año. - 18 -


Las formidables Mastodontes 240 de cuatro ejes motores llevaban los nombres de las minas grabados en placas de bronce, y en llano pasaban de sesenta kilómetros por hora. Eran la envidia de las locomotoras, y con ellas un tendido que, por expreso deseo de Ramón de la Sota, iba paralelo pero no compartía la línea de la Compañía Central de Ferrocarriles. A pesar de que la nueva compañía formalizó todos los permisos en 1902, hasta 1907 no cesaron los litigios sobre el trazado de la vía férrea. La mayor parte de las demandas y las negociaciones se centraron en aquellos terrenos por donde pasaba la nueva vía, unos porque la Compañía Central los reclamaba como suyos y otros porque los terratenientes se hicieron de rogar. Pero don Ramón no reparó en gastos. Construyó hermosos puentes de piedra y redujo los desniveles al tremendo puerto de Escandón, donde más a fondo debía emplearse el fogonero. Este puente de Albentosa era el más grande de todos. A lo largo de ciento veinte metros se sucedían diez arcadas de piedra, y el tren minero lo atravesaba por encima del vacío, a cuarenta metros del suelo. Desde la cabina de la locomotora Bárbara el espectáculo era sobrecogedor. El señor Moreno, el maquinista, un hombre fuerte, serio y ceñudo, que llevaba largas barbas de navegante y no se quitaba nunca el chaquetón ni la gorra de plato, solía tirar del silbato justo al pasar por este puente, cuando los campos de carrascas y sabinas negras se cortaban en un vértigo de piedras desnudas al final del que sólo se veía un hilillo de plata. El fogonero, Facundo, se sentaba entonces en el asiento que traían las nuevas Mastodonte incorporado, y se quedaba tieso, conteniendo la respiración, sin mirar al vacío, asombrado de la fe que su maestro el maquinista tenía depositada en el progreso. Una nube de humo denso acompañaba entonces al rugido de la máquina, y a Facundo le daba la sensación de que con tanto ruido tenían que temblar las bielas, o romperse la caldera, o salirse alguna rueda. El señor Moreno lo miraba enton-

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ces con condescendencia, como diciéndole que hasta que no se le quitara el miedo no sería un maquinista de verdad. Sin embargo, casi cada día que llegaban a las minas, mientras los mineros cargaban los vagones, había que reparar alguna válvula, restañar un engranaje, fundir un gancho, empalmar una cadena. Eran las ocho de la mañana. Habían viajado de noche hasta Caparrates, iluminados por el carburo que alumbraba unos metros de las vías y donde a veces se veían fugaces los ojos rojos de alguna zorra. Para Facundo, atravesar cada mañana los llanos del Jiloca en la locomotora era lo mejor que le había pasado en la vida. Aquellos trigos verdes que perfumaban la cabina en los días de lluvia, aquel avanzar entre montañas azules y dejar el pensamiento al pairo de las bielas. No contradecía en nada al señor Moreno, quien por otra parte tampoco soportaba el servilismo, y se esforzaba por cuidar los detalles y descubrir fisuras en las arandelas. Cuando paraban la locomotora en el muelle de carga de Ojos Negros, un campo de arena roja cruzado por vías de hierro, Facundo bajaba de la cabina y se iba de inmediato a buscar al herrero, que a las ocho, como todos los demás mineros, paraba media hora para almorzar. Ese día el herrero no estaba en la cantina. Estaba su ayudante, Tomás, un muchacho de la edad de Facundo que había venido a Ojos Negros desde Alfambra para trabajar en la mina Bárbara pero se quedó ayudando en la herrería. Igual que el fogonero era el privilegiado que aspira a ser maquinista, el oficial era el privilegiado que aspira a la herrería. El trabajo era también muy duro, también tenían que caminar siete kilómetros desde el Barrio de los obreros hasta la boca de la mina, iluminados por alguna que otra lamparilla, para empezar el tajo cuando saliera el sol. Pero no pasaban el día entero en la galería, a veces ni siquiera entraban, y eran los muleros los que les llevaban a la fragua las ruedas rotas de las vagonetas o incluso los raíles torcidos. Ambos, Facundo y Tomás, y en parte los muleros y los capataces, tenían el privilegio de la luz. Tomás pa-

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saba el día en el yunque, sudando junto al fuego, pero veía la luz. Los otros, los mineros, cargaban seis vagones de mineral cada día, dieciocho toneladas de hierro en el silencio negro de la mina, y estaban a expensas de que los enrunase una chorrera, de que los muleros no anduviesen con cuidado y los vagones les cortasen una pierna o una mano, de que se cayesen los terreros mientras cargaban, o como había sucedido hacía un par de meses, en pleno invierno, cuando estaban los mineros en un hueco y arriba no habían desescombrado, y mientras barrenaban se cayó una burra por el terrero, y enrunó a los de abajo. Sacaron dieciséis cuerpos. En sus viajes a Sagunto, el fogonero había visto más que campos de trigo. Cuando lo eligió el señor Moreno como su segundo, Facundo no perdió el tiempo, aprendió a leer y a escribir y conoció a más fogoneros y a más maquinistas en los desembarcaderos del Mediterráneo. Él era, en cierto modo, el mensajero del mundo real. En Ojos Negros solo los jefes recibían el periódico, y nunca se los dieron a leer a los mineros. Ahora, cuando Facundo entraba en la caseta donde los mineros bebían su perra de anís, buscaba al herrero pero también esparcía noticias sobre la gran huelga minera que se había desatado en Inglaterra. Cuando Facundo daba las cifras los mineros abrían la boca y subían los ojos, como tratando de hacerse cargo de cuánta gente era un millón de mineros, un millón de hombres que no iban al tajo y que perdían su salario para conseguir un sueldo de cinco peniques. Los mineros no sabían qué era un penique, cuántas perras de anís había en un solo penique. Los otros, los privilegiados, Santiago el mulero y Tomás, escuchaban a Facundo con más atención. Ese día no era mucho lo que había que arreglar. Una ñapa en un vagón que estuvo parado en los muelles de Sagunto y se había podrido con el salitre. Estaban sentados en el banco exterior de la caseta, hombres cubiertos de barro que miraban con los ojos muy abiertos mientras masticaban unos trozos de conejo escabechado. Los

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otros mineros los escuchaban sin mirarlos. Ellos estaban sentados en piedras y en troncos que había esparcidos por la entrada de la mina, llevaban una boina grande y un pañuelo anudado al cuello, de sus camisas blancas sucias salían unas manos rojas que apenas podían doblar los dedos para sujetar los huesecillos. Facundo leía a trancas y barrancas una página de El Mercantil: -”Siguen cerrándose fábricas y manufacturas un numerosas fundiciones apagan sus hornos. Han sido suprimidos los trenes matutinos que salían de Manchester. La catástrofe se acentúa en proporciones incalculables. Se calcula que diez millones de hombres, mujeres y niños están afectados directamente por la huelga. La prensa conservadora aconseja a los patronos que resistan con energía, diciendo que, si capitulan, todos los obreros ingleses pedirán también el salario mínimo y se abrirá ante el país una larga era de huelgas desastrosas”. La sirena de las ocho y media interrumpió el trabajoso parlamento de Facundo. Como siempre, tenía la sensación de que nadie le había hecho caso. Tomás se levantó del poyo antes incluso de que sonase. Facundo lo siguió después, leyendo las últimas líneas. -¿Qué vagón es? -El séptimo. Joder, Tomás -decía Facundo, mientras trataba de seguirle el paso entre las piedras de la vía-, no os estoy contando cuentos. El mundo es algo más que esta puta mina. -¿Y entonces? -le contestó Tomás, sin volverse siquiera-, ¿qué te importa a ti que nos suban el jornal, si no vamos a salir de aquí? -¿Sabes cuántos menores de dieciocho años trabajan en esta mina? -Unos cuantos.

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-¿Unos cuantos? Ríete tú de los romanos en Riotinto, que hacían las galerías estrechas para que sólo entrasen los zagales. ¡Por lo menos cien muchachos hay ahí escarbando el hierro! -¿Qué vagón has dicho? -El séptimo -dijo Facundo, resignándose un día más. Tomás, sus anchas espaldas desnudas, iba delante de él. -¿Y tú cómo sabes eso de Riotinto? -dijo Tomás. -Porque yo sé leer, algo que deberías aprender tú también. Llegaron al vagón dañado. Tomás sacó una maza que le colgaba de la faja y dobló a mallazos la chapa carcomida por el salitre. Después tomó medidas con un cordel sin decir nada y se volvió hacia la herrería. -¿Quieres algo de Teruel? -le preguntó Facundo. -No -le contestó Tomás, sin darse la vuelta siquiera. El herrero ya tenía preparadas planchas de hierro cuadradas de dos palmos de lado que podían fundirse en diferentes posiciones para suplementar los agujeros desde dentro del vagón. Tomás entró en la fragua. El herrero había vuelto. Era un hombre grueso, de cincuenta años, de grandes mostachos todavía negros y un mandil de cuero que no se quitaba nunca. Tomás cogió las herramientas para componer que había en la repisa de la campana, junto a la cadena del fuelle. El herrero, a quien no llamaba nadie nunca por su nombre, cogió el botijo con huellas negras de los dedos que colgaba de un aro junto a la puerta, echó un trago y volvió a mover el fuelle. El fuego levantaba bocanadas de chispas que culebreaban hasta la boca de la campana. Tomás ajustó el filo de las dos placas con dos abrazaderas y una cuña y las acercó al hogar sujetas con las tenazas. Desbastaba las rebabas de las placas y pasaba una y

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otra vez el rodillo para que la figura final fuese una sola superficie. El herrero estiraba de la cadena. -Nos ha jodido -dijo el herrero-, ni que fuera para una iglesia. Tomás colocó la tercera placa y sin decir nada volvió al vagón de la locomotora Mastodonte. No necesitó el carburo para restañar las juntas: calzaba perfectamente. El fogonero sonreía. -¡Estás hecho un artista, templao! -dijo Facundo-. Sí señor. Lo malo es que es un arte que no lo va a ver ni Dios en cuanto le echen la primera carga. -Dios sí lo ve -dijo Tomás. Facundo se asustó un poco. No se esperaba esa salida de Tomás. -¿A qué hora marcháis? -le preguntó. -En dos horas como mucho. -Espérame -dijo Tomás-. Tengo que bajar antes al pueblo. Me voy con vosotros. Díselo al señor Moreno. Tomás bajó a buen paso los casi cinco kilómetros que había de distancia entre la mina Bárbara y el poblado de barracones donde dormían los mineros o se jugaban el jornal. Sobre las lomas descarnadas iba cayendo el sol naranja de la tarde que reverberaba sobre las arcillas, como si la tierra entera pudiera fundirse en la fragua. Tomás entró en el barracón donde llevaba dos años durmiendo. Se quitó las perneras de cuero, se lavó en una jofaina que puso en el poyo de la puerta, y se puso un traje negro, estrecho, anticuado, el traje con el que se había casado su padre, la única herencia que le quedaba. Debajo de la cama guardaba un cartapacio con algún retrato, y unas hojas bastas de rayas donde poco a poco, a lo largo de estos dos años de herrero en Ojos Negros, Tomás Maícas había aprendido a escribir.

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La locomotora Mastodonte bajaba en un atardecer de marzo por la vega seca del Jiloca. Los montes azules de Gúdar jalonaban el paisaje. El convoy descendía poco a poco para juntarse en la estación de Teruel con la vía de la Compañía Central. Tomás ayudó en el fogón a su compañero, que le prestó un mandil. El ruido de la máquina cargada casi no les permitía hablar. De todas formas, Tomás estuvo callado todo el tiempo. Sólo una vez, cuando estaban ya entrando en la estación de Teruel, Tomás le preguntó a Facundo algo. -¿Dónde está la calle Alcañices? -dijo, quitándose el mandil de fogonero. Facundo le indicó, y también le preguntó por qué lo quería saber. -Hay una plaza de oficial en los talleres de El Vulcano -dijo Tomás, y se apeó de la locomotora, que había llenado los andenes de vapor. Al decir adiós a Facundo con la mano, le gritó:- ¡Lo he leído en el periódico! La sombra sorprendida de Facundo se alejó con la locomotora, y al disiparse la nube de vapor Tomás vio a una familia en el andén que casi no podía respirar. El vestido verde brillante de la señora se había tiznado de negro, y el señor trataba de disipar con el bombín la carbonilla. Parecían quejarse al jefe de estación de que aún no habían bajado sus muebles del vagón, pero Tomás no los entendía del todo bien. Hablaban un castellano raro. Tomás no había oído nunca a nadie hablar en catalán.

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4. MONTES DE PIEDAD

Los hermanos de La Salle llevaban poco tiempo instalados en Teruel. Nada más llegar se hicieron cargo del flamante asilo para huérfanos de San Nicolás de Bari, pero pronto abrieron unas escuelas para los muchachos de la ciudad y aquellos otros huérfanos que apuntaban maneras en los estudios. Todos los alumnos de sus aulas eran la primera promoción del nuevo colegio lasaliano, un caserón en forma de ele al que se entraba por la calle de Francisco Piquer, el que inventó los Montes de Piedad. Al día siguiente de su llegada, Raimon fue acompañado de su padre a inscribirse como alumno - 26 -


de tercero, el curso que había dejado a mitad en las escuelas de Tortosa. Los recibió un curilla jovencísimo, el hermano Jesús, un seminarista seco como un palo y con una sonrisa muy grande que llevaba en el cuello de la sotana un largo babero blanco partido en dos lengüetas paralelas. Por tener los doce años le correspondía ir a la segunda clase, pero el señor Monguió insistió en que ponerlo con los de su edad sería un atraso porque Raimon era un estudiante magnífico que sacaba unas notas extraordinarias, y porque ya se había quedado a mitad de tercero. La conversación resultó apacible y llena de sonrisas. La del cura era muy grande, y la del señor Monguió muy contagiosa. Su padre se marchó diciendo adiós con el sombrero y el hermano Jesús replegó la sonrisa, y subió delante de Raimon una escalera estrecha con un barandal de hierro, a mano izquierda de la entrada, que comunicaba con las aulas del piso de arriba. Raimon estaba preocupado. Su madre le había obligado a ponerse un traje con pajarita, y aún le escocían las rechiflas que tuvo que soportar en Tortosa el primer día que apareció por la escuela con semejante indumentaria. Afortunadamente, a mitad de pasillo el hermano Jesús abrió un armario y sacó un guardapolvo de rayas que se abotonaba casi hasta el cuello. Mientras el hermano calculaba la talla, Raimon se quitó la pajarita. Había empezado a llover. Por las cristaleras de la galería que comunicaba con las aulas se veían los primeros charcos en el patio, los muros de ladrillo de la catedral mojados por las primeras gotas. El hermano Jesús tocó en el picaporte de una puerta negra y ambos pasaron a la clase de tercero. El profesor, el hermano Serafín, un anciano que sujetaba el libro encima de la barriga mientras paseaba por la clase, estaba dictando a los alumnos, que mojaban sus plumas en los tinteros del pupitre y sacaban la punta de la lengua por la comisura de los labios. El hermano no detuvo el dictado, y con dos gestos de sus ojos de búho indicó un lugar en la primera fila reservado para el nuevo. Raimon sintió dos palmadas en el hom-

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bro de la mano del hermano Jesús, que desapareció con su sonrisa, y se sentó donde le decían. Raimón sacó del maletín de madera su cuaderno, su plumín y su tintero, guardó el maletín debajo del tablero abatible, cuyas bisagras chirriaron levemente, y se dispuso a copiar. -Era bínubo y no bígamo el bigardo y begardo Alberto, que se guardó en el bolso la bonificación obtenida en la reventa de las anchovas y del escabeche -dijo el hermano Serafín. Pero Raimon no estaba todavía en condiciones de respirar a gusto. El hermano Serafín le había indicado con los ojos el extremo más cercano a las ventanas, junto a la mesa del profesor, y su figura menuda y un poco pálida se abrigaba un poco entre las sombras de las nubes. -El vacabuey es un árbol silvestre cubano que cultiva mi vecino el que vive en el bulevar y toca la marimba -dijo el hermano Serafín. Raimón terminaba en un momento de copiar su frase, y aún le daba tiempo a mirar discretamente, por debajo del brazo, al resto de sus compañeros. Todos llevaban blusón de rayas, pero no los mismos zapatos. Las dos filas delanteras estaban llenas de zapatos de charol como los suyos, y las dos traseras de alpargatas. -En el cuadrivio encontré a tu perro cuatralbo, que iba de escurribanda -dijo el hermano Serafín. No, no había llegado lo peor. Nadie aún le había oído hablar. Su familia se marchó de Teruel cuando no había cumplido aún seis años. Sólo recordaba una imagen bondadosa de la señorita Gregoria, que le enseñó a escribir, y por eso le extrañaba que seis años más tarde siguiesen aún con la ortografía. En estos años su castellano se había vuelto gomoso, lleno de anchas vocales catalanas. Esa misma mañana le había dado los

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buenos días la doncella y la doncella, Milagritos, que, como todos, era nueva en la casa, no había entendido a Raimon, y la pobre muchacha no salió del apuro hasta que por fin se echó a llorar delante de Guillermina y le pidió que por favor que por favor que es que ella no sabía si el niño le había mandado algo y ella que era una burra no lo había logrado entender. El malentendido se aclaró al momento, pero Raimon se imaginó entonces la que se le venía encima. -Las bestias sitibundas abrevaban en una balsa rebosante de bazofia -dijo el hermano Serafín. Los muchachos miraban caer la lluvia, una sombra húmeda entre los cristales de la clase y la galería, con la boca abierta, aupándose de sus pupitres, mientras el hermano Serafín llegaba caminando a la estufa de hierro que había en el fondo, se daba la vuelta y regresaba nuevamente hacia su mesa. El hermano Serafín empezó por el extremo opuesto a recoger las hojas y uno a uno, como si al entregar el ejercicio se sintiesen liberados de cualquier consideración, los alumnos miraban a Raimon y se reían. Al pasar por las filas de atrás, el hermano Serafín dio un sonoro capón a un alumno que había manchado la hoja con el tintero. Toda la clase se volvió, y Raimon vio impresionado como aquel muchacho rubio de pelo cortado a cepillo y cara de pueblo se rascaba la cabeza para mitigar la escocedura, pero no movía un solo músculo de la cara, ni una sola muestra de dolor. El sonido del capón había recrudecido el silencio. Todos se sentaron firmes en sus sitios, con los brazos cruzados, a la espera de que otra gota de tinta hubiera caído en algún otro papel. El último papel que recogió fue el de Raimon. El hermano Serafín abrió mucho los ojos cuando estaba mirando el ejercicio, y después esbozó una sonrisa buena, una sonrisota de labios grandes y papadas agradecidas. -¿Cómo te llamas?

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-Ramón. -¿Ramón o Raimon? -dijo el hermano Serafín, que también tenía un leve deje levantino. Ramón se arrepintió de haber alargado un poco más la incertidumbre. -Raimon -dijo, y no puso el menor empeño en disfrazar su acento natural. -Pues muy bien, Raimon -dijo el hermano Serafín-. Lo primero que tienes que saber es que esto no es un dictado sino una clase de caligrafía redondilla, no de letra inglesa corriente y moliente. ¿Sabes escribir con redondilla? -No. -No te preocupes. Ninguno hemos nacido enseñados. El mejor maestro echa un borrón, ¿eh, Maícas? Maícas era el muchacho que había soportado el capón sin gestos de dolor. Como si su cuerpo controlara el tiempo, el hermano Serafín posó el libro cerrado sobre su barriga y esperó unos segundos a que se oyeran repicar las campanas de la catedral. A Raimon lo asustaron, y los otros se rieron de su sorpresa. Sonaban como si las tuviera encima, los cristales mojados de la galería vibraban con los tañidos: -El ángel del Señor anunció a María -dijo el hermano Serafín. -Que concibió por obra y gracia del espíritu santo -contestaron los muchachos. Todos rezaban de pie, y cuando terminó el Ángelus aguardaron una palmada del hermano Serafín para salir ordenadamente al patio. -Parece que ha dejado de llover -dijo el hermano-. Asensio, coge la pelota. Sangüesa, ve a pedirle al hermano Francisco la llave de la sala de abajo. Los que no llevéis zapatos iros a jugar a las damas, que las alpargatas luego no se pueden limpiar de barro. Andando.

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Raimon aguardó a que saliesen los últimos. No quería bajar al patio. Cambiar de colegio con cierta frecuencia le había enseñado a Raimon a oler el peligro. Ese Asensio, por ejemplo, un muchachote de mandíbula cuadrada y el desparpajo de quien manda en todo el mundo, era de los que suelen esperar el primer juego de pelota para dejar caer un puñetazo en las narices del novato. La corte de zapatones que iba detrás de él no le inspiraba mucha más confianza, así que le preguntó al último de todos, a Maícas. -¿Por dónde se va a la sala de juegos? Maícas le miró los zapatos, se dio media vuelta y se fue, mucho más deprisa de lo que podía seguirle Raimon por aquel laberinto de corredores. Raimon esquivó la puera del patio, siguió hasta el final de la galería, bajó por una escalera todavía más estrecha que la que había subido y entró por una puerta. Media docena de hermanos oraban de rodillas, desperdigados en la penumbra de la capilla. Raimon volvió a la otra ala del edificio. Un hermano que no conocía de nada le salió al paso. -¿Qué hace usted por aquí? -le preguntó, con tono inquisitivo, casi cantarín, en ningún modo amenazante. A Raimon todos los curas le parecían muy viejos, pero este también era muy ágil, además de muy alto, y caminaba dando grandes zancadas por el pasillo con un pedrusco entre las manos. -Haga el favor de coger ese saco que dejé en la entrada, y sígame. Raimon le ayudó a dejarlo todo en un armario, nada más entrar a las dependencias de la comunidad, de la que después Raimon sólo recordaría las losas verde oscuro y la penumbra de los crucifijos. El armario estaba lleno de piedras. Eran fósiles, y a Raimon le subió por la garganta el incontenible deseo de lucirse. -Ammonites -dijo el chaval. -Sí señor -dijo el hermano Alfonso, mientras se subía gafas redondas de concha con el antebrazo-. ¿Te gustan los fósiles?

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-Sí. -Eso está bien -dijo el hermano Alfonso, mientras cerraba el armario-. La semana que viene organizaremos una excursión a la Muela. A ver cuántos eres capaz de encontrar -le dijo, y le preguntó por qué no estaba en el patio. -No sé dónde está la sala de juegos. -¿También te gustan las damas? -dijo el hermano Alfonso, torciendo de nuevo a la derecha. -Me gusta más el ajedrez. -¿Lo dices en serio? Aquí hay algunos chicos que juegan muy bien. Llegaron a una puerta de cristales y al abrirla Raimon vio dos hileras de mesas con alumnos que jugaban a las damas. Era un salón de techos muy altos. Por las ventanas grandes, llenas de chorretones, entraba la luz grisazul de los días nublados. El hermano atravesó las filas de jugadores, que no movieron la mirada del tablero, y llegó a la penúltima mesa, donde Isidoro Maícas estaba jugando al ajedrez con Luisín Moragriega. -Tú, levántate -le dijo el hermano Alfonso a Moragriega, un muchacho de Calanda, rubiales, con los ojos claros y la cara chupada en torno a la boca pequeña. Luego se dirigió a Raimon. -Venga, siéntate, a ver si le ganas a Maícas -dijo, y empezó a colocar los trebejos en la posición inicial de una partida. La mirada de Maícas cuando Raimon se sentó y puso los ojos a su altura fue de una inexpresividad hiriente, la mínima expresión permitida del insulto y del desprecio. -A ver si puedes con él -insistió el hermano Alfonso-, que este es duro de pelar. Venga. Luego me contáis -dijo, y volvió a abandonar la sala. En la puerta se cruzó con el hermano Crescencio, que vigilaba la sala leyendo un tomo de Jaime Balmes.

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Le tocaba mover a Raimon, que llevaba las blancas. Moragriega se había quedado de pie, y algunos otros muchachos levantaron las cabezas para mirarlos. Reinaba un silencio absoluto, pespunteado por las toses de un muchacho enclenque y los ruidos de los culos de esparto de las sillas, que sonaban como si estuvieran pensando. Raimon, en vez de uno cualquiera de los movimientos permitidos, empezó a poner las piezas en la posición que mantenían en el momento en que llegaron él y el hermano Alfonso para interrumpirles la partida. En pocos segundos había reconstruido la situación, y después, en su gomoso castellano, invitó a Moragriega a seguir su partida con Maícas. El hermano Crescencio levantó un poco los ojos de los lentes, como si se hubiera oído algún murmullo, pero los volvió a bajar. -Al cavall es manja l’alfil -susurró Luisín Moragriega.

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5. WAGNER A CUATRO MANOS

Los gorgoritos de Pilarín Sangüesa se escuchaban por toda la plaza del Venerable Francés de Aranda, entraban por los ventanales neogóticos del Sagrado Corazón de Jesús, donde las niñas aprendían a bordar, y se colaban por el claustro del Palacio Episcopal hasta el despacho mismo del señor Obispo. -¿Betrügt Isolden / betrügt sie Tristan / um dieses einzige, / ewig kurze / letzte Weltenglück?1 1

¿Traiciona a Isolda, la traiciona Tristán de esta única, breve y eterna, extrema felicidad del mundo?

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Pilarín Sangüesa cantaba con una mano apoyada en el piano y con la otra iba hilvanando notas en el aire. Su hermana, Sagrario Sangüesa, con lentes de pinza en la punta de la nariz, interpretaba el bellísimo canto de muerte que cierra la ópera. Estaba empezando abril y ya podían abrirse las ventanas. Los pájaros que solían piar por las mañanas desde la estatua del Venerable se desgañitaban con aquellos gritos desaforados de Pilarín y con la potencia alemana que imprimía Sagrario Sangüesa cuando se trataba de interpretar a Wagner. A las doce en punto detuvieron el ensayo, rezaron el Ángelus y Sagrario Sangüesa cerró de un golpe la tapa del piano. No tenían tiempo que perder. ¡Siempre que llegaban estas fechas iban con las mismas prisas! La Semana Santa ya estaba encima, más que encima, y aún había que terminar los preparativos para la velada musical del Círculo Tradicionalista. Los jaimistas querían adelantarse a la gran velada de recaudación a beneficio de las víctimas del Riff que estaban preparando en el Círculo Radical. -Nos hace falta otro piano, Pilarín -dijo Sagrario Sangüesa, que se ocupaba de la intendencia. Se quitó los lentes, que cayeron sobre los frunces del canesú, colgados de una cinta negra-. Ayer me soplaron que los radicales van a tocar L’Africana con un piano y un armonio, además del violín. Nosotras vamos a tocar a Wagner a cuatro manos. -¿Y el otro piano, Sagrario? ¿Quién va a tocar el otro piano? -El otro piano voy a ofrecérselo al señor Monguió. -¿El señor Monguió? ¡Eso es maravilloso, Sagrario! ¡Qué idea tan buena has tenido, Sagrario! ¡Pero yo no sabía que el señor Monguió simpatizara con los jaimistas, ni que supiera tocar el piano! -No hables tan alto, Pilarín -dijo Sagrario Sangüesa-, que están las ventanas abiertas. -¡Como tú quieras, Sagrario! -contestó Pilarín.

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-Tenemos que ir a probar el piano del Café Suizo. Me ha dicho Manolo que nos lo pueden prestar para esa noche. Pero antes había muchas otras cosas de las que ocuparse. Para las hermanas Sangüesa, la llegada de la primavera significaba un sinfín de preparativos urgentes, un rebrotar del espíritu ritual y levantisco que había que atender sin perder de vista un solo fuego alrededor. Las misas se hacían más largas y las novenas se multiplicaban. Había que tenerlo todo listo en la Cofradía del Santo Sepulcro, y llevar los hábitos morados a las monjas de clausura, a que almidonasen los capirotes y las mantillas que las hermanas Sangüesa se colgaban de la peineta, junto a las autoridades civiles y eclesiásticas, al final de las procesiones, como madrinas de una de las más antiguas cofradías. Y en medio de semejante tráfago de faenas sagradas, el Círculo Radical estaba contraatacando claramente con unas reuniones en el Café Moderno de las que Teruel entero llevaba meses haciéndose lenguas. Allí se leían poemas modernistas de tono más que subido. El sábado anterior, a las tantas de la mañana, según le había contado don Victoriano Redondo (que también iba a interpretar una serenata del Faust en la velada), alguien, y no hubo manera de arrancarle a don Victoriano de qué alguien se trataba, alguien leyó unos versos subidísimos de tono, verdaderas cochinadas que ahora mismo está escribiendo Juan Ramón Jiménez, un poeta muy prometedor, pero hasta la fecha muy limpio y muy sereno. ¡Señores cultos y respetables que han leído lo que hay que leer se tapaban los oídos para no escuchar las marranadas de Juan Ramón! La cosa, en fin, y sin que Sagrario Sangüesa lograra sacarle más a don Victoriano, es que la velada terminó con un espectáculo infame en el que… -don Victoriano había bajado la voz y acercado sus labios al oído de Sagrario Sangüesa- ¡…casi podría decirse que profanaban símbolos sagrados!

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Sagrario Sangüesa estaba segura de que tampoco habría sido para tanto, y de que la imaginación de don Victoriano era temible, pero también sabía, sobre todo, que en el Café Moderno había últimamente más cultura que en el Café Suizo, que es donde se reunían los jaimistas. Y a la gente, por lo que se comentaba en el periódico y en el paseo de la carretera a Zaragoza, ahora que estaban saliendo estas tardes tan agradables, a la gente eso le gustaba. Sagrario Sangüesa se confesaba regeneracionista católica, naturalista piadosa, y ese arte que consistía en no sentir, en despojar a los objetos de ese sentimiento cristiano con que estaban acostumbradas a mirarlos, eso no podía traer nada bueno. Cada vez que recibía una nueva revista literaria, Sagrario Sangüesa se daba cuenta de que el modernismo era una hemorragia espiritual. Les habían contentado con la idea de que Gaudí, aquel viejo estrafalario catalán, era sin embargo un gran cristiano, pero luego esas casas, por el amor de Dios, aquellos despilfarros de una estética borracha, esa relatividad moral de usar cada azulejo de su padre y de su madre y romperlo todo luego a martillazos, todo eso, aquella peste bohemia que Sagrario ya creía periclitada, estaba calando aun en las poblaciones más protegidas de las modas parisinas. Con más misas y más novenas estaba claro que no arreglarían nada, así que las hermanas Sangüesa procedieron a ocupar puntos calientes del mundo moderno. Sagrario Sangüesa fundó el Club Wagneriano de Teruel, donde una vez a la semana, y muy a su pesar, se leían los párrafos menos escandalosos de Friedrich Nietzsche. Pilarín Sangüesa, por su parte, fue madrina del Club Velocipédico Turolense, y el día de la carrera no sólo cortaría la cinta sino que daría un paseo en bicicleta entre los corredores con bombachos y jerséis de cuello alto que fuesen a participar en la competición, que la sujetarían para que no se cayese. Estas concesiones a la modernidad, en otro tiempo inaceptables, eran necesarias para no quedarse como dos viejas beatas que claman en un desierto de curas.

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-¿Vamos a ir ahora al Café Suizo, Sagrario, a probar la voz? -No. Nos vamos al asilo. Sagrario Sangüesa sí sabía quién era Pau Monguió. Seis años atrás, cuando el señor Monguió fue, vamos a decir, desterrado de la ciudad, ella era muy joven todavía para participar en la polémica. Pero lo habría hecho con gusto, porque aquel individuo se pensaba que hasta un depósito de cadáveres es un buen sitio para practicar la poesía visual y la sensibilidad arquitectónica. Las escuelas del Arrabal tenían algo de soberbias, lucían más que las iglesias, eran una rebelión de proporciones que a la entonces joven Sagrario todavía no la perturbaba lo suficiente. Pero ahora, seis años después, ella una señora ya de treinta años, comprometida con la cultura de su ciudad, este señor Monguió volvía para quedarse, y de poco le habría valido declararse su enemiga desde el primer día. A su esposa, Guillermina, ya casi la tenían en el bote. Pilarín Sangüesa les bajó una fuente con rosquillas bendecidas por San Blas y les ofreció con su dulzura estrepitosa todo aquello que necesitasen al llegar a la ciudad. Fueron las Sangüesas las primeras en dar por zanjado el triste asunto del hundimiento, las primeras que invitaron a Guillermina a que las acompañase a los ejercicios del Septenario a la Virgen de los Dolores, para que, nada más llegar a la ciudad, no se sintiera tan sola, y ya habían quedado en que el domingo pasearían juntas por la carretera de Zaragoza y la misma Pilarín le presentaría a todas las mujeres de su clase y de su edad. Las hermanas Sangüesa sólo pisaban calles adoquinadas. Pilarín era muy delgada y sus largos vestidos de blonda muy abotonados hasta las puntillas de la garganta le daban un aire de sílfide con alferecías. Sagrario era más corpulenta, pero también un poco más pequeña que su hermana, y a ella los vestidos tan ajustados con frunces en el canesú no le sentaban tan bien. Por eso iba siempre con un mantón de Manila.

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Teruel se terminaba por aquel entonces en el paseo de la Glorieta. Más allá la ciudad se asomaba a la rambla de San Julián, una depresión arcillosa de más de cien metros de ancha y cuarenta de profunda, al otro lado de la cual se extendían los campos yermos en el camino hacia Valencia. En la ribera de aquella rambla se apiñaban las casas junto a la ermita de San Antón. Había que bajar una cuesta de piedras muy empinada para llegar al barrio. Las hermanas Sangüesa, calzadas con botines de tafilete, se agarraban del brazo para no caerse y evitaban el borde inseguro, lleno de yerbajos y de desperdicios, donde un mal paso había hecho caer a más de un burro barranco abajo. A mitad del caminacho encontraron un racimo de ancianos harapientos que habían ido a ver cómo iban las obras, a ver cuándo les abrían su nueva casa. Las obras del asilo nuevo estaban a punto de terminar. Albañiles con pañuelos en la cabeza desataban los nudos de los andamios, todo alrededor del edificio estaba blanco del trajín de los yeseros. Las hermanas Sangüesa se sujetaron los faldones para no manchárselos con el polvillo que había desparramado entre las palas y las carretillas. Un encargado de grandes bigotes y chapela vasca se acercó hasta ellas. Sagrario le informó con firmeza wagneriana de que querían ver al señor Monguió, y el capataz sacó un palillo del chaleco, se lo metió debajo de los bigotes y con la otra mano se rascó la cabeza por debajo de la visera. -Ahora mismo, ahora mismo. Espérense ustedes, no se vayan a manchar. Pau Monguió se había limitado a restaurar y ampliar el antiguo asilo, que estaba hecho una ruina, pero discretamente había introducido novedosos elementos decorativos. Todo era de piedra basta, pero había pináculos a ocho aguas, y hastiales recamados de ladrillo, y mensulillas y jambas en forma de greca. Detalles de dignidad estética, de modernidad sencilla, como los que había ya intentado en Tarragona en el convento de las Carmelitas. A Sagrario Sangüesa le pareció que los hastiales y las mensulillas le

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quitaban seriedad al conjunto, le daban un aire de cuento. En los corrales donde antes sólo había desperdicios Monguió dispuso unas amplias cristaleras que daban a las huertas, para que a los ancianos les diera el sol sin necesidad de sacarlos a la intemperie. Era un edificio digno y recogido, plantado en curva, cuesta abajo, a orillas de la rambla, al cabo de la vida. El señor Monguió salió sacudiéndose las mangas de la chaqueta. Guardó el equilibrio en un tablón que se movía, y eso le sirvió para ensayar un divertido volatín que hizo reír a Pilarín Sangüesa. ¡Qué hombre tan gracioso es el señor Monguió!, diría desde entonces a todas sus amistades. -¡Bueno, bueno, bueno, señor Monguió! ¡Esto está ya más que terminado! -dijo Sagrario Sangüesa. -Nos falta la decoración interior, pero puede decirse que ya está. ¿Le gusta? -Cómo no me había de gustar, señor Monguió… -¡A mí me gusta muchísimo! -dijo Pilarín. -Es usted un artista, señor Monguió. Y me han dicho que no sólo del ladrillo. -¡No lo dirán por mis habilidades circenses! -dijo Monguió, señalando el tablón con sus ojos vivarachos. -¡No no no no no no no! -dijo Sagrario Sangüesa-. Lo decimos porque nos han contado que interpreta usted a Wagner al piano como los mismísimos ángeles. -¡Porque sería una indiscreción preguntar de dónde han sacado semejante disparate, por que si no se lo preguntaba! -No se queje, señor Monguió -dijo Sagrario-, no se queje. No todo el mundo tiene una esposa que hable tan bien de su marido. -¿Conocen ustedes a Guillermina? -¡Qué buena chica es Guillermina!

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-Sí -dijo Sagrario. Hubo un silencio. El señor Monguió las miró muy sonriente por debajo de los bigotes engomados. Sagrario sacó rendimiento a sus zalemas con Guillermina. -Estamos intentando convencer a su señora de que se incorpore con nosotras al coro de la Colegiata, pero ella es muy sencilla y dice que no y que no, así que nada, señor Monguió. Mi hermana y yo hemos decidido que usted nos ayude. ¿Conoce el final del Tristán e Isolda? -Pues…, en este momento… -¡Tiene que venir a ensayar al café Suizo, señor Monguió! -dijo Pilarín. -Bueno, bueno, señoras. ¡Primero acabaremos el asilo! -Ha dicho que sólo falta la decoración… -Sí. A la entrada hay un arco desnudo, hay una pared que necesitaría un cuadro. -Pues no se preocupe más por la decoración -dijo Sagrario Sangüesa-, espantando el problema con una mano. Eso corre de mi cuenta. Las dos mujeres se despidieron quitándose la palabra y emprendieron otra vez la subida de la cuesta. El señor Monguió y el capataz bigotudo las veían caminar entre las piedras. Cuando pasaron al lado de los mendigos, Pilarín Sangüesa se sacó unas perras del bolsito, mientras Sagrario hablaba con los ancianos. -¿Tú sabes quiénes son éstas? -dijo Pablo Monguió. -Sí -dijo el capataz-. Son las hijas del contratista.

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6. UNA COMIDA LIGERA

-¿Sirvo ya la comida, señora marquesa? -Espérate un poco, Rosalía, a ver si le da la gana de levantarse a mi hijo. Yo te llamaré. La criada se giró sobre sí misma y abandonó muy tiesa el gabinete. La marquesa quedó en su sillón leyendo un tomo de la condesa de Pardo Bazán que Fermín le había subido de la biblioteca. Por las persianas echadas entraban filos de luz, que se posaban sobre los tapetes de ganchillo y le daban a la estancia un aire de sosiego anaranjado. Los - 42 -


grandes cuadros familiares se distinguían mal en la penumbra. El inconfundible toque del marquesito, una copita de ojén, sonó en las altas puertas de doble hoja. -Pasa, Leopoldo, pasa. Qué pronto te levantas hoy… El marqués iba vestido con un batín chino y un pañuelo de color burdeos con puntos amarillos. Llevaba todavía puestos los botines blancos de piqué. -¿Pronto? ¡Ya lo creo que pronto! ¡A las once de la mañana estaba yo con unos ojos como platos! ¡Qué barbaridad! ¡Qué berridos pega la Sangüesita! ¡Y la otra! ¡Toca el piano a puñetazos! ¡Me dolía sólo de escucharlo, como si me los estuviera pegando a mí! ¡Pobre Isolda! La marquesa levantó los ojos por encima de los lentes. Leopoldo se acercó al velador de los licores donde la marquesa tenía dispuesta su jarra de limonada y su botella de sifón. En una caja de las que llaman de Tántalo reposaban los decantadores. El marquesito abrió la caja y sacó una botella de brandy. -¿A ver? Tienes mala cara -dijo la marquesa. -¡No me extraña! ¿No hay vermú? Llevo la cabeza como un bombo. Esto de la sensibilidad musical debe de ser también genético. ¡Mira que llevan años dándonos la tabarra! En invierno aun se soporta, pero es que ahora… -¿Sales o entras, Leopoldo? -Entro. Tengo un poco de apetito. Voy a decirle a Rosalía que ponga la mesa. El marqués estiró un cordón rematado con borlas doradas que había colgando junto al sillón de orejas. Se sirvió un vaso ancho de brandy con sifón, le dio un sorbo diminuto y golpeó distraído el grueso fondo del vaso con el sello familiar. -¿Qué lees? -La cuestión palpitante. -¿Otro folletín de amor?

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-Aproximadamente. -La encuadernación es un poco severa. Parece un misal. La marquesa había depositado la mirada en el velador, en ese no mirar de quien mira para dentro, o recuerda. Los hilos de luz caían dulcemente al suelo. El encaje de los visillos dibujaba formas alargadas sobre las alfombras. -Dios mío. Veinticinco años -dijo la marquesa. Rosalía tocó con los nudillos en la puerta y abrió tras un segundo de silencio. -¿Te da igual si comemos aquí, Leopoldo? No me apetece ahora caminar hasta el salón, yo voy a comer muy poco -dijo la marquesa. -Como quieras. A mí, Rosalía, con que me subas un tomate y un beefsteak ya tengo bastante. -Usted perdone, señorito, los tablajeros no han traído esta mañana terneras. En la carnicería de Pumareta sólo había carne de oveja. -Bueno, un poco de cordero pascual. ¡Pero qué digo! ¡Pero si es viernes! ¡Mamá, cómo no me has avisado de que hoy es viernes! -No me había dado cuenta, hijo mío. -Pues entonces nada, Rosalía, prepárame una ensalada y algo de fruta que tengas por ahí. ¿Han salido ya los higos? Pregúntale a Fermín si han salido los higos. Me apetece un higo. -Sí, señorito. La doncella salió del gabinete y cerró la puerta con cuidado. El marqués estiraba el cuello para ver la calle por los intersticios de las celosías. Tardó poco en dejarlo por imposible. -Estoy agotado. He ido a ver al obispo. ¡Con qué lentitud habla ese hombre, por Dios! ¡Como si dijese algo! Su despacho da al balcón de las Sangüesitas, ha sido un

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horror. ¡Pero si ya casi estamos en Semana Santa! ¿Cómo no les prohibirán que organicen semejante escandalera? El Papa dictó la semana pasada un motu proprio prohibiendo cualquier música que no sea canto gregoriano. -¿Y eso afecta también a los cafés, hijo mío? -Espero que no, pero estas avutardas por lo menos me dejarán dormir. -¿Qué te ha dicho el obispo? Las hojas de la puerta volvieron a abrirse. Rosalía entró con un mantel blanco de hilo en las manos. Detrás iba Fermín, el viejo mayordomo, con la bandeja de motivos orientales. La doncella desalojó la mesa, y colocó las tallas del ajedrez, las blancas de haya y las negras de ébano, en un aparador antiguo. Alisó el tapete, que estaba bordado con margaritas, y Fermín depositó el servicio. Rosalía sacó del aparador unas copas de cristal de Bohemia y unos cubiertos de plata. La marquesa dejó el libro en el velador, junto a la jarra de limonada, y cogió la mano que su hijo le ofrecía para incorporarse. La marquesa se estaba dejando mucho últimamente. Había engordado bastante, ya no estaba tan ágil de movimientos. -Ese hombre me hace pasar mal rato -dijo Leopoldo, desplegando la servilleta recién planchada-. Cualquier otra persona de este mundo que me dijera semejantes tonterías se ganaría una andanada que lo dejaba tieso. Pero es que lo piensas y claro, es el obispo. ¡Pero vaya obispo! En un momento de la conversación yo iba a decirle que cerrásemos la ventana, pero le he visto los zapatones, que se le veían los moldes de los callos, y digo quita allá, quita allá, prefiero a las Sangüesitas. -¿Le ha gustado el asilo? -Me llevaría un disgusto si le gustase, pero él dice que sí. A caballo regalado… -No lo hago por el obispo, Leopoldo.

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-Bueno, los ancianitos desamparados también estarán contentos. Pero ahora toca la catedral. -¿Qué le pasa a la catedral, si se puede saber? ¡No seguirás con tu idea de descubrir el artesonado, Leopoldo! -La puerta -dijo Leopoldo, y masticó con sumo cuidado una rodaja de tomate, que estaba frío de las fresqueras. -¿Qué le pasa a la puerta? -Que es una birria. Pero este obispo es más terco que un arado. Mira que le he nombrado veces a monseñor Comes, a ver si se picaba un poco, pero nada. Y ya al final se lo he dicho claramente, mamá: ¡pues no todos los obispos han pensado y piensan que el arte no es digno de Dios!, le he soltado a la cara. ¡Mañana mismo saco un papel en el periódico glosando la figura de don Juan Comes y Vidal, el único obispo que se ha preocupado un poco por la belleza en esta dichosa ciudad! -Tampoco hace falta que te excedas. Te hará caso porque eres el marqués, no porque lo insultes. Ándate con ojo, Leopoldo. -¿Eso quiere decir que aceptas, mamá? -Si sólo es una puerta… ¿Y también se la vas a encargar a ese tal Monguió? -Se la encargará el cabildo, no yo. Hay que guardar las formas. La marquesa no había comido nada. Era muy raro que hubiese perdido el apetito, pero así, en la penumbra, recta sobre un sillón castellano, parecía más triste que otros días. La imaginación del marqués había empezado a volar ya con la portada nueva de la catedral, pero conocía lo suficiente a su madre como para no saber que el exceso de entusiasmo la desagradaba más que ninguna otra cosa, casi tanto como que le preguntasen si estaba triste.

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-Ya lo tengo medio hablado con Monguió. Hay que confiar en ese hombre, mamá. Su mujer te encantaría. La conocí la semana pasada, cuando su marido me enseñó las obras del asilo. Es la mar de simpática y no nombra a la Virgen del Pilar cada tres palabras. Además es una gran lectora. Me estuvo contando, cuando su marido se fue a darle órdenes al capataz, que desde que han llegado a Teruel no sale de casa. Dice que le han venido a visitar algunas señoras pero que prefiere quedarse a leer en su casa. Los han alojado en la calle de San Francisco, al lado del convento. Dice que desde su casa se ve la estación del tren. Pobre. Deberíamos invitarla antes de que la evangelicen las Sangüesitas. Aquí ya sabes: los primeros días de un forastero son los más importantes de todos. Eliges a las amistades equivocadas y ya la has fastidiado para toda la vida. -¿Desde cuando te gustan tanto las mujeres de los albañiles, querido? -Mamá, si vivo aquí me tendré que divertir. Ya he quedado con el señor Monguió en que el domingo pasearemos juntos por la carretera, y hablaremos de la catedral. Rosalía se acercó a la mesa con un bol lleno de higos. -¿No te apetece un higo, mamá? La marquesa cogió un higo. -Rosalía, dile a Fermín que esta tarde nos vamos al huerto -dijo el marquesito. -¿No te vas a echar la siesta? -le preguntó su madre. -No. Si me acuesto me levanto aturdido, y esta tarde voy a ver al de la Sota. -¿Otra vez quiere venderte acciones de la mina? -dijo la marquesa, sorbiendo las pepitas del higo. -Me las quiere comprar. Ojos Negros funciona de maravilla. Con esas minas vamos a pagar la puerta de la catedral y lo que sea menester. -Te encuentro la mar de activo, Leopoldo. Ya era hora.

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-Es verdad. De pronto me han entrado unas prisas un poco raras, mamá, en eso tienes toda la razón. Será la edad. Ya tengo treinta años. Esto se termina rápido. -Gracias, hijo mío, por la parte que me corresponde. El marqués se limpió los labios con el pico de la servilleta y la dejó caer sobre los restos del plato. De pronto era consciente de que su madre estaba más triste de lo que parecía. Estaba triste y torpe y leía a doña Emilia Pardo Bazán. Si no fuese su madre habría dejado caer algunas bromas al respecto, así que intentó animarla contándole algún chisme. -Está Teruel manga por hombro. El intrépido Gómez, que encima es concejal, ha cerrado su porche de la plaza del Mercado, así porque sí. Están intentando reunir el consistorio para que deje el paso libre pero no hay manera. El único que asiste siempre es el propio Gómez. No se habla de otra cosa, pero no se reúnen para multarlo. Claro que él mismo se podría quitar la multa. Luego han empezado a descolgar los toldos de los balcones y cada día están más sucios y descosidos. Es una vergüenza. Debería estar regulado por ley de qué colores tienen que ser los toldos. Daña la vista salir a la calle. -No sé -dijo la marquesa-, hace días que no salgo. El marqués, recostado en el sillón castellano, había encendido un cigarrillo egipcio y tenía las piernas cruzadas. Pero el tono de su madre había bajado tanto que de pronto le dio un vuelco el corazón, y se levantó y se arrodilló junto a ella, y la cogió de las manos. El humo del cigarrillo quedó esquivando en lentos arabescos los filos de luz que atravesaban las persianas. -¡Mamá, qué te pasa! -Espera que deje el higo. Te vas a manchar. -¡Estás muy rara, mamá! -Hoy es día de recuerdos.

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-¿Te acuerdas de papá? -No. Me acuerdo de Emilia Pardo Bazán. -Pero mamá, pero si es como la Sangüesa. -No digas tonterías. Es una gran escritora. Y te diré más: en su tiempo fuimos buenas amigas. Más de una vez coincidimos en el Ateneo de Madrid, cuando este libro no era más que papeles para una idea. ¡Era emocionante subir aquellas escaleras junto a una mujer tan decidida! ¡Yo estaba tan convencida, tan entregada! ¡Me gustaba tanto la literatura naturalista! Pero no. Tu padre tenía un palacio que ofrecerme… La marquesa estaba pálida. Su hijo la miraba con ojos de asombro. Tras su egregio peinado de dama antigua se veía un búcaro azul. Ella quiso quitarle dramatismo a la situación, por un momento sintió que sus ojos estaban a pique de humedecerse. -¡Y encima me sale un hijo modernista! -dijo, sonriendo, con un leve temblor en los labios, y apartó las manos blancas de su hijo, y alargó la suya con delicadeza, y cogió del bol otro higo.

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7. NO TE FÍES DE LOS ZAPATOS

Los tres muchachos regresaban al atardecer por el camino de la Guea. A veces uno salía del grupo y se agachaba a recoger algo del ribazo, y entonces se les veía juntarse a los tres y mirar lo que había encontrado el compañero. Caminaban junto al río, entre verdes maizales y chopos cabeceros. En el centro iba siempre el más espigado, Isidoro, que era también el que se subía con facilidad a las nogueras, el que iba mirando el suelo como si en cualquier lugar pudiese haber algo valioso. Él era el que levantaba las piedras sin miedo y el que metía la mano en las huras de los conejos, el que se des- 50 -


calzaba y se metía en las aguas frías del Guadalaviar y se quedaba quieto hasta que se le acercaban las truchas a barbearle las canillas. Ya eran las siete, el sol teñía de un color cobrizo los sembrados. Los pájaros que chillaban en la sombra densa de las nogueras se juntaban con gritos y trallazos de los labradores, hombres de pañuelo en la cabeza que sujetaban con fuerza el aladro mientras arreaban a la mula. Era el olor de la tierra recién partida, de los brotes de cebada y del agua entre las sombras de los chopos. Casi habían llegado al chorrillo cuando a sus espaldas escucharon un ronco bocinazo. Los muchachos se apartaron como si viniera un monstruo. Un automóvil verde de faros gigantescos se acercaba dando botes con sus enormes ruedas de goma. Una nube de polvo los cubrió a los tres, que apenas vieron asomar la manga de una gabardina blanca y un hombre con gafas de aviador que les decía adiós con la mano. El automóvil se alejó. Raimon sólo distinguía la caja de herramientas en la trasera de la capota y los grandes guardabarros negros que temblaban con los baches del camino. -¿Quién es? Os ha dicho adiós. Los otros dos muchachos tosían y se sacudían el polvo de las perneras. En el aire quedó un tufo de petróleo que se mezcló con el de las boñigas de las mulas. El primero que dijo algo fue Luisín. -Es un Ford Torpedo –dijo-. Vale seis mil quinientas pesetas. Me lo dijo Arturito Ferrán. -Bueno -dijo Isidoro-. Mañana vendemos un eslizón y nos compramos uno. -¿Tú has visto algo como eso en Tarragona, Raimon? Tu padre es rico. Tu padre tiene seis mil quinientas pesetas, a que sí -dijo Luisín. -No lo sé. A mí no me gustan los autos -dijo Raimon. -Pues este tiene 20 hachepé. -¿Y qué es eso de hachepé? -dijo Isidoro.

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-No lo sé -dijo Luisín. -Es la potencia -dijo Raimon. -¿La fuerza? -dijo Isidoro-. ¿Tú cuántos hachepés tienes, Luis? -Pues no sé. Uno o dos -dijo Luisín-. -Pues mira -dijo Isidoro-, cuanto tengas seis mil quinientos hachepés te comprarás ese auto. Cruzaron el puente de hierro, y allí se separaron. Las mujeres aún estaban descolgando las sábanas de los cordeles, que habían estado todo el día secándose junto al canal. Raimon subió por la calle de San Francisco y los otros se fueron por la cuesta del Molino. Raimon era consciente de que no le habían contestado a su pregunta, pero aun así estaba convencido de que aquel había sido uno de los días más felices de su vida. Los otros dos muchachos todavía se entretuvieron trepando por las trochas, inspeccionando los matojos, agachándose a husmear cada agujero. Al llegar arriba se sentaron a mirar la cárcel. Era un antiguo convento capuchino de ventanas pequeñas enrejadas de las que alguna vez salía un brazo, una mano, algún rostro que gritaba entre los hierros. -¿Por qué no le has dicho nada? -dijo Lusín. -¿Pero tú qué quieres, ir diciendo todo a todo el mundo? ¿A quién le importa para qué queremos los lagartos? -le contestó Isidoro, sin apartar la mirada de los barrotes. Isidoro miraba siempre sin pestañear, con la cabeza baja, acariciándose con la yema del dedo una cicatriz que llevaba en la barbilla. -¿Y lo del tambor? -¡Lo del tambor aún menos! -Raimon es buen chico −dijo Luisín.

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-A ti te gusta porque así hablas con él en catalán. Pero lleva zapatos. Será todo lo buen chico que tú digas, pero lleva zapatos. -¿Y eso qué más da? No quiso ir a jugar con Ferrán ni con Manolo Sangüesa. A ti lo que te pasa es que te fastidia que por su culpa te ganase yo la partida. -A mí lo que me fastidian son los zapatos -dijo Isidoro. Los chicos caminaron, no obstante, dándoles patadas a las piedras. El edificio de San Nicolás de Bari, aún sin terminar, se recortaba macizo en una de las eras que subían al calvario. El arquitecto, don Francisco López, había plantado los muros principales, de sólida construcción en forma de H, como un Escorial en pequeño, cuya severidad apenas ablandaban las impostas de ladrillo y los sillares encajados en las claves. Pero abandonó el edificio a mitad y se marchó de Teruel. En aquellas penosas condiciones, sin tapia y sin alcantarillado, los muros sin lucir, las ventanas sin cristales, los tejados sin cañerías y las puertas sin reja, los hermanos de la Salle, que acababan de llegar a la ciudad, se arremangaron las sotanas y poco a poco, con el dinero que sacaban del colegio y las limosnas de las misas, fueron cerrando agujeros de aquel monasterio sin muebles. El más animoso era el hermano Etienne, un cura joven, francés, rubio de pelos lacios, con cara de ciclista, alargada y de mandíbula sobresaliente, que se dedicaba a poner hospicios en funcionamiento por todas las casas de la congregación. Los chicos dormían en amplias salas con jergones de madera, y comían en tableros dispuestos sobre cajas de fruta. Ayudaban a los hermanos a cuidar el huerto y a subir las cántaras de agua, y a terminar las obras del orfanato. Al atardecer se reunían en la sala que habían improvisado como capilla, y antes de comer la sopa ensayaban páginas de canto gregoriano con el hermano Etienne, y se recogían para escribir a la luz de una vela las planillas que por la mañana les había encomendado el hermano Serafín en el colegio.

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Las tardes de los sábados, después de salir de clase, los chicos podían asistir a la sabatina, el rosario de la Congregación Mariana, o bien dar un paseo por el campo. El hermano Alfonso marchaba con los más pequeños por los caminachos blancos de la muela, a que vieran la tierra desde arriba y el hospicio desde lejos, pero los más mayores podían irse por su cuenta. En el patio, los chicos pequeños jugaban a perseguirse y los grandes que habían sido castigados vaciaban cestas de boñigas en los alcorques de las acacias, cuatro plantones desnutridos que sin embargo habían echado ya la hoja y estaban cuajados de piojos a punto de reventar, esas flores blancas que todos los años provocaban a más de un crío dolores de tripa y tormentosas lavativas. Las escaleras de la entrada no tenían barandal. Isidoro las subió de dos en dos. Iban rectos al dormitorio, a guardar el botín del día: un lardacho de tamaño regular y tres o cuatro piedras pequeñas con muescas que a lo mejor eran fósiles. Isidoro llevaba las piedras metidas en los bolsillos de los pololos y Luisín un frasco de cristal ámbar oscuro, tapado con un corcho, en el que se podía leer aún una etiqueta de bordes azules con las palabras Alcohol etílico escritas en caligrafía redondilla. La habían robado del botiquín del colegio por la mañana, cuando Isidoro pasó a que el hermano Alfonso le curara el chichón del hermano Serafín. Dentro del frasco, una sombra con manos diminutas flotaba enroscada en su propia cola. Casi habían alcanzado la escalera que subía al dormitorio cuando una voz firme los detuvo en seco. -¿Isidogo? Era la voz del prefecto, el hermano Etienne. Habían pasado de largo la puerta de la oficina y ahora tenían que volver sobre sus pasos.

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-¡Déjalo en el suelo! -le gritó en voz baja Isidoro a Luisín. Luisín se puso nerviosísimo y al sacar el frasco casi se le cae al suelo. Isidoro lo cogió al vuelo y se lo metió él en su otro bolsillo, y cruzó devotamente las manos para disimular el bulto con el antebrazo. Las piedras no representaban ningún problema. Tan rápido como pudieron, se metieron los faldones de la camisa en los pololos, e Isidoro entró por la puerta de donde había salido la voz. Luisín se quedó a esperar. El hermano Etienne era muy afable, pero muy estricto. Cuando Isidoro asomó, el hermano ciclista ya se había levantado del sillón. El hermano detuvo su cuerpo en seco y levantó las cejas. -Pasa, Isidogo. Han venido a vegte. Isidoro avanzó un paso y al trasponer el dintel del muro vio a la derecha, de pie y con las manos en los bolsillos, a su hermano Tomás. Una sonrisa iluminó el rostro del muchacho. No se lo esperaba. Su hermano trabajaba en las minas de Ojos Negros y sólo bajaba a verlo en las fiestas mayores. Había venido en Navidad, y les había traído una estufa de hierro para caldear el dormitorio que él mismo había forjado, y un vagón de leña que pagó de su bolsillo. A Isidoro le daba unas perras; al hermano Eitenne, algo de lo que hubiera podido ahorrar. -¿Qué haces aquí? -dijo Isidoro, y fue a dar un beso a su hermano, y se abrazó a él. Esto tampoco era frecuente, desde luego, en un zagal tan raboso como Isidoro, pero Tomás notó de inmediato cómo su hermano le empujaba en el muslo con un objeto que Tomás sacó en un solo gesto del bolsillo y tapó con su chaqueta, sin que el hermano Etienne viera más que un hermoso abrazo entre dos hermanos. Cuando se separaron, lo mantuvo cogido del hombro. -Recoge tus cosas -le dijo-. Nos vamos.

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Isidoro tuvo la sensación de que se inflaba por dentro, de que se levantaba del suelo. -¿Ahora mismo? -¡Pues claro! Llevo una hora esperándote lo menos. Anda, arrea. El muchacho salió. En la puerta, pegado a la pared, estaba Luisín, que lo miraba con ojos de susto. -¿Te lo ha visto? -dijo. -No -contestó Isidoro, y pasó delante de él, que lo siguió escaleras arriba preguntándole qué había pasado con el prefecto, y con el lagarto. En el despacho, el hermano Etienne y Tomás habían reanudado su conversación. -¿Sabe cuántos muchachos de estos hay picando en la mina? -Lo ignogo −dijo el hermano Etienne. -Más de cien. Más de los que tienen aquí metidos. Muchos más. Y todos trabajan a destajo, se lo puedo asegurar, que los he visto yo. -Pog eso mismo nesesitamos a pegsonas como tú. -Una última cosa. ¿Quién le ha pegado? -¿A Isidogo? ¡Aquí no pegamos a nadie! -Pero en el colegio sí. Lleva un chichón así de gordo en la cabeza. Y mi hermano sabe esquivar las piedras. Tomás alargó la mano mientras el hermano Etienne ponía cara de circunstancias, y cogió una caja atada con un cordel que había dejado en el suelo. Al salir, su hermano Isidoro estaba en la puerta. Se había echado un poco de agua en el pelo y llevaba un hato con sus cosas. A su lado estaba Luisín, con otro hato parecido. Tomás se dio la vuelta y miró al hermano Etienne.

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-No se preocupe. Mañana por la mañana los tiene en la escuela. Y por las tardes vendrán a echarle una mano. Los tres cruzaron el acueducto que separa la ciudad del cementerio, y subieron bordeando la muralla. Se metieron otra vez en la ciudad por el Tozal y al llegar a la calle del Clavel torcieron a mano izquierda y se metieron en la Posada de los Vidrios. En el cuarto que Tomás había alquilado dejaron las cosas. Tomás sacó del bolsillo el bote de alcohol con el lagarto, que dejó encima de una mesilla vieja, el único mobiliario, aparte de la cama, que había en toda la habitación. Tomás les dijo que lo esperasen allí. Antes de marcharse, le dio a su hermano la caja que traía. -Son unos zapatos -le dijo-. Yo no sé andar con ellos, así que me he comprado unas alpargatas nuevas. Póntelos mañana para ir a la escuela. Y tú no te rías, Luisico. Ya compraremos otros para ti.

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8. LA CUADRILLA DEL SEÑOR OTÓN

A Tomás le convenía llevarse bien con los curas. Había conocido entre ellos a hombres nobles como Etienne y a criminales como el cura de su pueblo, un cobarde capaz de santificar cualquier forma de explotación con tal de que no le faltara el condumio. Pero, en general, sólo le inspiraban rencor. Los curas andan siempre a vueltas con los niños, y los niños graban para toda la vida en su memoria las sonrisas serviles y las bofetadas. Etienne estaba levantando el orfanato, pero su hermano Isidoro llevaba un chichón en la cabeza.

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Tomás había nacido en Alfambra. Su padre, herrero, lo metió en la fragua en cuanto el muchacho tuvo fuerzas para levantar las gavetas de escoria o arrastrarlas hasta el muladar. Tomás andaría por la edad que ahora tenía Isidoro cuando su padre apareció muerto en la fragua. Era el día de Reyes. A Tomás lo despertó el llanto de su hermano, que dormía con su madre. Salió a mear al corral y vio que la puerta de la fragua estaba entornada. Dentro, sentado en el suelo, con la espalda apoyada en el cepo de encina que usaban para sujetar el yunque, estaba su padre, vestido con el traje de los domingos. Por ese lado del yunque había rastrones de sangre cuajada por el hielo. Hubo que dejar la fragua. La madre cogió a los dos muchachos y se vino a Teruel. Tomás recordaría siempre todo aquello con una invencible tristeza, él montado en la trasera de un carro lleno de remolachas, con las piernas colgando, mientras veía su pueblo alejarse durante el día entero que duró aquel viaje. La madre se alquiló como nodriza el tiempo que le duró la leche del pequeño Isidoro, y se dedicaba a fregar escaleras. Estuvo un tiempo de criada en casa de Sangüesa, hasta que cogió la tisis y la echaron. Murió poco después, en una casucha de las Cuevas del Siete. Tomás ya tenía entonces dieciséis años cumplidos, e Isidoro poco más de tres. En Teruel había trabajado recogiendo las boñigas de los caballos, repartiendo por las casas el periódico El Mercantil, del que nunca entendió una palabra, llevando maletas o enganchándose de pinche por las obras. Nunca jamás mendigó. A Isidoro lo criaron las vecinas. Pasó su infancia en la puerta de alguna casa, sentado en el escalón, esperando a que viniera su hermano, o en el canal, cuando las mujeres se bajaban a lavar y el río se llenaba de chiquillos, o en el huerto del tío Otón, que estaba en la Virgen del Carmen, al lado de las tapias de la cárcel. Otón no era su tío, pero él y su mujer, la señora Engracia, fueron los que más tiempo se ocuparon de Isidoro. Por ellos se habrían quedado con el muchacho, pero ya

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eran mayores, y a Tomás se le había encallecido una especie de soberbia que consistía en mirar con lupa los favores, no fuesen a ser limosna. Otón trabajaba de encargado de obras; aún ahora, ya sesentón, dirigía la cuadrilla de albañiles que ultimaba la reforma del asilo. En aquellos primeros tiempos, siempre que podía y que el trabajo no fuese demasiado duro, le daba trabajo a Tomás, y más de una vez, sin que Tomás lo supiese, le subió el salario por su cuenta, quitándoselo del suyo, pero sobre todo, y casi sin querer, metió a Tomás en el mundo del anarquismo. En la cuadrilla del señor Otón había un albañil flaco, de rostro cetrino, labios oscuros, rasgos afilados y melenas lacias negras, llenas de grasa, que se llamaba Fabián, pero todos en la obra lo conocían como El Zurdo. Este hombre andaba siempre echando pestes de todo lo habido y por haber, de su boca salía una porción de insultos al mundo entero con los que parecía darse ánimos para subir los carretillos de argamasa por los delgados tablones de los andamios. Por las noches, cuando cobraba el jornal, se iba a la taberna de Botijitos, junto a la iglesia de la Merced, no muy dejos de donde vivía Tomás con su hermano, y allí, bebiendo vasos de lo que él llamaba barracha, concretaba sus insultos con nombres y apellidos hasta que la mente se le nublaba y se acodaba en una mesa junto a la estufa, apoyaba la cara entre las manos y se echaba a llorar. Cuando empezaba a llorar lo echaban de la taberna. Durante los meses que costó levantar las Escuelas del Arrabal, el señor Otón dio bastante trabajo a Tomás. Un día Tomás se levantó para ir al tajo y al pasar por debajo de los arcos del acueducto vio al Zurdo salir de su casa. A Tomás le caía bien, así que acudió a su encuentro, pero cuando ya se había hecho visible vio que de la misma puerta salían unos cuantos hombres más, tres o cuatro, que miraron a Tomás con caras serias en la neblina de la mañana. De todos ellos solo conocía a uno, Basilio, que también tra-

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bajaba en la obra. Basilio fue el que pronunció las palabras mágicas, que llegaron hasta Tomás con el eco nítido del amanecer. -Ese es de los nuestros -dijo. Tomás entendió poco a poco qué significaba ser de los nuestros. A partir de entonces, Tomás entró en las charlas de la cuadrilla, cuando paraban para echar el almuerzo y se juntaban alrededor de un cubo de lata con cuatro maderos ardiendo. Eran los días de la Semana Trágica de Barcelona. Tomás no sabía leer, pero estuvo informado a diario de aquellos sucesos. La prensa local hablaba de algaradas con cadáveres de monjas por las calles, pero Tomás escuchaba datos concretos, y como podía trataba de hacerse una composición de lugar con todas aquellas medias palabras. Supo entonces, por ejemplo, quién era Mateo Morral, al que el Zurdo decía haber conocido. También, poco a poco, se dio cuenta de que la voz cantante en aquella cuadrilla de anarquistas no la llevaba ni mucho menos el Zurdo, sino el señor Otón. El Zurdo, a pesar de no haber cumplido aún los cuarenta años, era ya una vieja gloria. Se había dejado la piel por la Idea en los muelles de Valencia, había recibido palos en todos los huesos de su cuerpo y la organización lo había trasladado a Teruel, a que se recuperase. Pero el Zurdo entró en una melancolía vertiginosa que tenía muy preocupado al señor Otón. El mismo día que se terminaron las escuelas, el señor Otón llamó a capítulo a Tomás. Era poco antes del amanecer. Tomás e Isidoro dormían junto a las brasas de la cocinilla. Llamaron a la puerta. El señor Otón y Basilio entraron rápidamente. -Coge tus cosas -dijo el señor Otón-. Han detenido al Zurdo. Han aparecido dos guardias esta madrugada en el Botijitos y se lo han llevado. Lo más seguro es que hayan aprovechado que estaba borracho para sacarle hasta las entretelas. Con nosotros no sabemos lo que va a pasar, pero tú te largas por si acaso.

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Tomás no entendía nada. -¿Pero cómo me voy a marchar? -dijo. Isidoro miraba con cara de susto, con una manta vieja que le tapaba hasta la nariz. -Por el chico no te preocupes. El chico se viene conmigo. -¿Y si lo detienen a usted, señor Otón? Tomás hizo caso al señor Otón y viajó con unos arrieros hasta Ojos Negros, con un papel que no entendía y el encargo de dárselo a un tal Marcelo, que trabajaba en la mina Bárbara. Este Marcelo, que había trabajado en la Exposición de Zaragoza y también estaba esperando instrucciones para volver a la lucha, dio por sentado desde el primer día que Tomás era un convencido anarquista. Tomás recordaba de memoria las frases del Zurdo y las repetía casi sin venir a cuento, cuando Marcelo le pedía con los ojos muy vivos su asentimiento. En efecto, en pocos días no había en la calle ningún miembro de la cuadrilla de Otón, ni ellos ni sus mujeres. Isidoro acababa de cumplir siete años cuando ingresó en el orfanato de La Salle. Tomás se enteró de todo con un mes de retraso. A martillazos descargaba la ira, pero por las noches aprendió a leer y escribir. Fue reconociendo su propia letra en las ideas con las que se había comprometido, como si en su torpe caligrafía de niño naciera escrito su destino. Para Tomás, aprender a escribir fue más difícil que doblar un hierro, porque no tenía quien le enseñase. Por fin pudo comunicarse por escrito con su hermano, y fue él quien le dio noticia del señor Otón y los demás. Él, Basilio y un mozo de Villel que se llamaba Víctor salieron a los pocos días de la cárcel sin cargo alguno, y al Zurdo no lo condenaron por elemento subversivo sino por desacato a la autoridad y poco respeto a la madre del juez. En la cárcel de Capuchinos duró poco tiempo. Pronto lo pasaron al manicomio.

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El señor Otón, muy a su pesar, dejó a Isidoro en el orfanato, porque a partir de entonces -y seguramente mucho antes, porque Tomás nunca dudó del Zurdo- los miembros de la cuadrilla de Otón eran solicitados como buenos trabajadores y vigilados como presuntos terroristas. Que Tomás supiese, nunca habían protagonizado ningún destrozo. Ahora, dos años después, debería encontrarse otra vez con el señor Otón. De pronto su papel en el mundo era otro. Durante los últimos tiempos había servido de enlace con los elementos infiltrados en las minas de Ojos Negros. Ninguna de las noticias que traía para el señor Otón podían escribirse en un papel. Esperaría que alguien le avisase, se pasaría de vez en cuando por el Botijitos. La primera mañana que Tomás despertó en Teruel, antes de recoger a su hermano del orfanato, bajó al Tozal con los zapatos de su padre muerto y se metió en la tienda de Ambrosio García, a comprarse unas alpargatas. Metió los zapatos en una caja, los ató como un cordel y subió por la calle del Pozo hasta la de Alcañices. Teruel era entonces un hormiguero de calles estrechas donde alternaban sin término medio las casuchas de adobe y los palacios de sillería. En la calle Alcañices estaban los talleres de El Vulcano. El olor a hierro fundido le hizo sentirse seguro. Tomás entró a una nave grande y oscura. Un aprendiz amontonaba rimeros de palastro, planchas de formas distintas, mientras otro vaciaba la ceniza del butrón. En un banco corrido que ocupaba la pared de la derecha, Tomás vio toda clase de tenazas, limas, mallos, manerales para las espiras, punteros, punzones, cortafríos, sufrideras y botes de cementina y de pasta para soldar, él que en la fragua de Ojos Negros sólo tenía un mallo regular y unas tenazas de punta redonda. Dentro, cinco obreros se afanaban junto al fogón, desatascaban las toberas o removían el hierro fundido con una vara verde. Otros dos operarios golpeaban la bigornia al compás que un señor muy delgado, con lentes de alambre y barba puntiaguda, les marcaba con un martillo. El maestro dejó de golpear y

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los obreros se apoyaron sobre los mallos. Del hogar salían chispas azules, y un operario sacó una barra con las tenazas, en su punto rojo blanco, y la puso encima de la bigornia. Los operarios volvieron a golpear a ritmo con sus mallos, hasta que el hombre delgado arrastró el martillo y los obreros bajaron la frecuencia. Después ordenó que enfriasen la barra, dio un par de instrucciones más y se acercó limpiándose las manos con un trapo hasta donde estaba Tomás. -Usted dirá. -Me llamo Tomás Maícas. Soy herrero. El hombre le alargó la mano. -Soy Matías Abad. Ven conmigo. Al final de la fragua, acaparando la luz que venía de la calle, había una garita cerrada con cristaleras y una mesa en la que se amontonaban los papeles. Apenas había espacio para dos personas. Todo estaba lleno de carteles con dibujos de flores clavados en los marcos de madera de los cristales. -¿Dónde has trabajado? -dijo Matías Abad, mientras se sentaba en un sillón batiente. -En Ojos Negros. Matías Abad no disimuló una sonrisa, pero antes de continuar con la broma giró el sillón y cogió un hierro del alféizar de la ventana que tenía detrás. Era un golpe de látigo finísimo, apenas una varilla ondulada en cuyo extremo había una flor de hierro, como una rosa de pitiminí a la que no le faltaban los pétalos más diminutos. -¿Tú sabrías forjar esto? -dijo don Matías. -Déme ahora mismo una varilla y se lo demuestro -dijo Tomás. Mejor me lo demuestras mañana. A las siete de la mañana hay que sacar la escoria. Luego forjarás la flor.

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Tomรกs saliรณ de la fragua con el alivio de quien acaba de encontrar trabajo, y se fue al orfanato de San Nicolรกs, a buscar a su hermano.

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9. HORTENSIAS Y BUGANVILLAS

Guillermina estaba excitadísima. No había manera de dormirse. Lo intentaba y al cerrar los ojos le venían todas las flores juntas, toda la emoción y la alegría que había vivido aquella tarde inolvidable. ¡Cómo iba a olvidarse ella de tanta belleza! ¡Ni que estuviera loca! Lo único que lamentaba era no haber llevado un cuaderno para apuntarse todos los nombres de las flores y de los árboles frutales, todas las plantas trepadoras y todas las macetas que le había ido enseñando Leopoldo. Por primera vez, a oscuras y en silencio, lo llamaba Leopoldo. No le salía llamarlo el marqués, del mismo modo que le - 66 -


habría parecido ridículo dirigirse a él en ese tono. ¡Leopoldo jamás invitaría a pasar la tarde con él a nadie que lo llamara señor marqués! Además, era muy sencillo llamarlo Leopoldo, porque Leopoldo, a pesar de sus modales exquisitos, a pesar de su saber estar y no dejar nunca que se apagasen las brasas de la conversación, a pesar Leopoldo de ser marqués, no dejaba de ser sencillo, o a lo mejor, ahora que lo pensaba, por eso era marqués, por ser sencillo, porque la elegancia era de cuna, y por eso la llevaría puesta sin necesidad de hacer alardes ni de despreciar al prójimo. Bueno, según a qué prójimos, claro, porque Pau y ella no eran sólo prójimos, y eso se había visto claramente cuando paseaban con el Ford Torpedo por la carretera de Zaragoza, que todo el mundo los miraba. Guillermina se había sentido entonces como si paseara en una carroza y fuera ella la reina, ahora se podía ver a sí misma de perfil sentada en el automóvil, la estola de gasa rosicler con que se había sujetado la pamela para que no se le volara con el viento, y a su lado Leopoldo, que llevaba una gabardina inglesa color hueso carísima, esas gafas de aviador tan interesantes y esa gorra de tweed, tan moderna, no como el corriente canotier que llevaban por aquella época las clases medias, y que era el que llevaba puesto Pau, que iba sentado detrás. ¡Había sido tan divertido pasar al lado de las Sangüesas y pitarles con la bocina! “Tócala, mujer, tócala cuando quieras”, le decía Leopoldo, y Guillermina casi estuvo a punto entonces de perder la compostura y sonreír más de la cuenta o hacerle caso a Leopoldo y pegar un bocinazo justo cuando pasaban delante del señor Ferrán, que iba con su señora y tras ellos las criadas empujaban carritos de ruedas muy grandes festoneados de puntillas. No hizo falta, porque les pitó Leopoldo, y los otros todos se volvieron a saludarle y Guillermina entonces se sintió la saludada, sintió por una vez, aunque fuera de rebote, eso que se llama pleitesía. Ir en el automóvil con Leopoldo había sido como ver a las personas en su dimensión real. ¡Y qué decir de cuando estaban llegando

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a la Capilla del Carmen y Leopoldo detuvo el automóvil y se quitó las gafas y estuvo explicándole a Pau algo de la fachada y entonces dijo "es una basílica en miniatura", y en la palabra basílica le salió un leve ceceo muy gracioso, bazílica, una zeta que era como cosquillas que le hacía con la lengua en el oído! Guillermina se puso colorada al pensar esto último. Le había salido en el pensamiento sin querer. Ella no quería decir nada malo, Dios mío, de ninguna manera, pensó Guillermina, y sintió como palpitaciones en el pecho y una vergüenza tremenda de haberlo pensado, aunque fuese sin querer. Pero estaba sola y a oscuras, y la vergüenza no era vergüenza sino secreto. Guillermina se subió un poco el embozo de las sábanas. Estaban limpias pero no olían ni mucho menos como las mantelerías que le enseñó Leopoldo, que habían sido de su abuela, y sólo las lavaban un par de veces al año con jabón de olor, o el faldón maravilloso de volantes que ya se veía que era sólo para niños de sangre azul con todas esas blondas chiquitinas planchaditas por las monjas de clausura. Guillermina pensó que al día siguiente nada más abrir las tiendas iría a la droguería de Timoteo Bayo, que la trataba con mucha deferencia porque había sido Pau el que le diseñó la casa, y compararía bolsas de mirra y jabones de olor para que oliera la casa como aquel dormitorio que les enseñó Leopoldo con dosel de terciopelo y cortinones de gasa de color violeta. La regia cama llevaba en las patas el mismo dibujo que el sillón de madera de plátano de su querido abuelo Raimon. ¡Fue tan emocionante aquella coincidencia! Guillermina estuvo a punto entonces de decirlo, estuvo a punto de decirle a Leopoldo mira Leopoldo, esas patas de león que tienes tú en tu cama son las mismas en las que me siento yo todas las tardes, y al pensarlo ahora volvieron a salirle los colores. El pensamiento no era malo en sí mismo. Eran patas de madera, al fin y al cabo, pero al pensarlo Guillermina volvió a estremecerse de gusto.

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Guillermina se levantó de la cama. Se puso la bata de seda blanca con amapolas bordadas. Con una mano, como en un gesto aprendido desde niña, liberó la melena castaña, que volvió a desparramarse sobre su espalda, y se ató el cinturón. Desde la ventana de su dormitorio se veía la estación de tren, el edificio con sillares de rodeno que al pie de la ciudad y al borde de un río daba la impresión de ser el apeadero de un país lejano. Las farolas apenas iluminaban el brillo gris de los raíles y el andén vacío. Tampoco había llamado a Leopoldo de ninguna manera, esa era la verdad. Ni Leopoldo ni marqués ni usted siquiera. Guillermina, cuando era inevitable, cuando habría sido de muy mal gusto no hablar o no contestar, entonces hablaba en tercera persona, decía frases que a lo mejor no venían a cuento. Por ejemplo, cuando Leopoldo les estaba enseñando la fachada umbría de la casa, el marqués dijo “¿qué le parece, Guillermina?”, y Guillermina dijo “me gustan mucho las ventanas”, y entonces Pau le echó un capote y dijo “¡qué barbaridad, cómo consigue usted mantener así las hortensias, con este clima!”, y entonces, por la sonrisa de Leopoldo -porque Leopoldo sonreía poco-, Guillermina comprendió que no hablaba de la fachada sino de las plantas. ¿Por qué no hablaban de novelas o de artistas célebres o de algo de lo que ella pudiese hablar? ¿Por qué no hablaban de Josep María Jujol? Pero no. Ella no era una estúpida y lo de la ventana le había salido porque su marido, siempre que van a cualquier sitio, en seguida se pone a hablar de las ventanas. Así que Guillermina, alguna que otra vez, para no quedar mal, habló de lo hermosas que estaban las hortensias y los jacintos y las azucenas o lo que fuesen aquellas flores que nombraba Leopoldo sin parar, lo hermoso que era todo y lo que le gustaba estar en aquel jardín. “Este jardín es precioso”, dijo Guillermina. Habría querido decir otra cosa, pero no le salió nada más. Y entonces Leopoldo les contó que la casa entera pasaba los inviernos cubierta de cristal. De hecho, a un metro de las paredes había una estructura metálica que recu-

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bría la casa y que a Guillermina, con la emoción de estar de visita en la casa de campo de Leopoldo, tampoco le llamó la atención. “Pero esto no es lo mejor”, dijo el marqués, contento como si fuese un niño, con sonrisa no formal sino sincera, ilusionada, eso Guillermina lo notó clarísimamente, notó cómo no había mentira en aquella sonrisa, cómo el marqués de Valdeavellano les estaba abriendo su corazón. Y lo mejor era una cosa increíble. Pau dijo “esto es increíble”, y así Guillermina pudo pespuntear los halagos con observaciones que no corrían el riesgo de ser tontadas. “¡Qué cosa tan bonita!”, dijo un par de veces Guillermina. Era una inmensa buganvilla que cruzaba la fachada desde el pilón de abajo de la izquierda hasta el ventanuco del desván. Era como el mapa de un río que naciera en el tejado, como el esqueleto de un pescado monstruoso, en cada una de cuyas ramificaciones se veían desde abajo brotes de intenso verdor. “¡Fíjese, Monguió, fíjese en las hojas de este año!”, decía Leopoldo, “¡no se me ha secado ni una rama ni media!”, dijo, y luego se dirigió a ella, y la miró a los ojos y le dijo: “¡A que no se imaginaba, Guillermina, que en Teruel pudiesen crecer tan hermosas las buganvillas!”, y Guillermina había sonreído tímidamente y había dicho que no. “Desde luego que no”, había dicho, y había meneado la cabeza para darle más autoridad a su comentario. Leopoldo ya no le dijo mirándola a los ojos nada más en toda la tarde, pero tampoco le importaba. Todo era tan bonito que no hacía ninguna falta hablar. Ahora, ya de noche y metida en la cama, Guillermina se sorprendió haciendo ruido al respirar por la nariz. Se levantó algo sofocada y se acercó al balcón. Otra vez se le subieron los colores, y sintió un poco de frío en los pies. A lo lejos, por la Capilla del Carmen, se vio una luz que se acercaba, al principio débil como un candil, y después más claro el foco sobre las traviesas negras de la vía. Guillermina abrió el balcón para escuchar el ruido de las ruedas renqueantes y el chorro de vapor que se confundía con la

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neblina. La noche fresca la serenaba. Se desabrochó un poco la bata para que le diera el aire, a ver si le bajaba un poco la sofocación, pero cerró porque la nube de humo negro que había quedado flotando en la noche subió y Guillermina, nada más oler el carbón, empezó a toser y fue apoyándose en las sillas hasta el tocador. Se sentó frente al espejo, y del cajoncito de pomos dorados sacó un frasco de Miogenol y tragó una pastilla que esperó a que le hiciera efecto con los ojos cerrados. El olor a carbón quemado se había apoderado del dormitorio. Era el olor que más odiaba Guillermina. Que la ropa echase olor a carbón era como si Guillermina fuese uno de esos personajes huérfanos que pasaban la infancia en una lóbrega carbonería. Y a buen sitio habían ido a parar. Las toallas de baño y las enaguas y las sábanas olían a carbón, que era un olor de miserables, definitivamente. Cuando se le hubo pasado la tos y ella ya se sentía un poco más repuesta, se dio una vuelta por la habitación con el esenciero, apretando la pera, pero aquel perfume pegajoso se mezclaba con el carbón y quedaba un olor como al incienso de los entierros. Necesitaba algo más fresco. Guillermina necesitaba algo más natural. Recordó de pronto las lilas que Leopoldo le mandó cortar a su criado Fermín, y que al llegar a casa Guillermina dio a Milagritos para que las pusiera en un búcaro. ¿Dónde estaban esas lilas? ¡Era urgentísimo encontrar las lilas que Leopoldo mandó cortar a Fermín! Guillermina se volvió a cerrar la bata y bajó a tientas por las escaleras, sin más luz que el resplandor de la farola que entraba por los vidrios biselados de la puerta principal. Guillermina no quería despertar a nadie y no encendió ninguna palmatoria, pero también quería encontrar por el olor las lilas, seguir su aroma en la oscuridad. Un nuevo pálpito la obligó a detenerse. Se apoyó jadeante sobre la barandilla. Un vértigo repentino la llenaba de inseguridad al bajar las escaleras. ¿Qué le estaba pasando? El Miogenol no mitigaba su angustia, como le había sucedido un par de veces

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desde que llegaron a Teruel. Pero esas otras veces más que angustia era su mal genio desbocado, y no había sido el Miogenol sino la lectura la única capaz de sosegarla. Las ansias y dolores de cabeza, esa furia interior que le picoteaba las entrañas, se disparaban cuando a media tarde, en mitad de un novelón, venían las Sangüesas repelentes a comer pasteles. Escuchaba los chanchullos y politiqueos mal disimulados de Sagrario y los entusiasmos pueriles de Pilarín, y no recobraba el amor propio hasta que no se habían ido y Guillermina se hundía nuevamente en la lectura. Pero ahora, persiguiendo lilas, lo único en el mundo que no le apetecía era leer. Casi por instinto sus pasos la llevaron hasta la cocina, y allí estaban las lilas. Guillermina hundió su rostro en ellas como si fuesen un pañuelo mojado en mitad de la humareda. Se frotó con ellas las manos y las aplastó contra su pecho y se frotó el cuello con las flores. En su respiración entrecortada se colaban suspiros de alivio. Cuando terminó de perfumarse, las lilas no eran más que escuálidos racimos sin flores cuya silueta miró al claror de la luna. Avergonzada de su incalificable comportamiento, se dispuso a buscar una escoba con que barrer los pétalos de lila que sus pies descalzos notaban al andar. No sabía orientarse bien en la cocina. A sí misma se justificaba pensando que ella sólo pretendía quitarse de encima el olor del carbón, pero ese comportamiento tan desaforado, guiándose por el olor en mitad de la noche, no tenía nada que ver con su voluntad. Ella no decidía sufrir semejantes sofocos, su pensamiento no pintaba los calores que la envolvían. No era culpa suya. Y, además, nadie la había visto. Guillermina se volvió a vestir con cierto decoro nocturno. Subió de puntillas las escaleras y se metió corriendo a su habitación. Aún estaba tratando de calentarse los pies y de acallar un poco las palpitaciones con el aroma que le subía del pecho cuando sonó la puerta principal. Era más de media noche. Pau no salía nunca después de las

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ocho. ¿Adónde iría?, pensó. Se imaginó que su marido salía de casa por las noches a hurtadillas, ese pensamiento pareció sosegarla un poco y devolver a sus oídos el rumor del sueño, pero unos golpes de nudillos en la puerta la volvieron a sobresaltar. -¿Querida? Era la voz de Pau. A Guillermina el corazón se le salía por la boca. Pensó en las lilas. Antes de contestar pensó en las lilas que había esparcidas en el suelo sin barrer de la cocina. -¿Sí? -dijo al final, como si se estuviera atragantando. La puerta se abrió y el sonriente Pau Monguió apareció con un candil. -¡Mira, Guillermina, qué sopresa! ¡Ha venido Rosser!

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10. VOCES BLANCAS

Sagrario Sangüesa cerró de golpe la tapa del piano cuando su hermana Pilarín casi no había terminado de cantar el Mia speranza adorata, opus cuatrocientos dieciséis, de Mozart. -¡No sé para qué seguimos ensayando! -dijo Sagrario Sangüesa, y se acercó de muy mal genio a cerrar la ventana. Después de unos días muy buenos se había levantado una brisa un poco más fría. Pilarín cantaba con una toquilla de lana y un pañuelo para la garganta.

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-¿No te gusta, Sagrario? ¿Crees que lo hago mal? -dijo Pilarín Sangüesa. -¡Da igual que lo hagas bien o que lo hagas mal! Ha habido que retrasar otra vez la velada nada menos que para el Miércoles Santo. El piano de Manolo es un desastre. Suena a cabaré. ¡Adiós Wagner a cuatro manos! ¡Total!, ¡menuda velada wagneriana, cantando a Mozart! -¡Es que yo sólo sé cantar bien arias de Mozart, Sagrario! -¡Pues aprendes a Wagner, que Isolda te sale como un tiro! -dijo Sagrario. -¡Lo siento! -Pues no lo sientas porque nos va a dar lo mismo. Ni Wagner ni Mozart. Lo del motu proprio del Papa era verdad. Sólo puede haber música gregoriana. -¡Pero Sagrario, pero eso será sólo en las iglesias, y la velada será en el Teatro Principal! -¡Pero somos del Círculo Tradicionalista, tontaina! -dijo Sagrario Sangüesa, de muy mal humor, mientras ataba los visillos a la cinta que se había soltado al abrir la ventana. -¿Y ni siquiera Mozart, que no hace ningún daño? -dijo Pilarín Sangüesa. -¡Gre-go-ria-no! ¿Lo entiendes? Sagrario, después de alisar los visillos, quedó callada, mirando hacia la calle. Del Palacio Episcopal salían el marquesito y el señor Monguió. -Vaya por Dios -dijo, después de un momento, con muy mala picada-, se han vuelto inseparables… -¿Quién, Sagrario? -El marquesito y don Pablo. Ya se desayunan con el obispo y todo. Ese marquesito es un mal bicho. Ayer nos puso a las dos perdidas de polvo con el trasto ese con el

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que va presumiendo de marqués. Con nosotras no se juntarán, no, no te preocupes. Las hijas de un contratista no son nada comparadas con las de un arquitecto. -¡Sagrario, déjalo, qué más da! -Por supuesto que da lo mismo. No le cambio el pellejo al arquitecto, desde luego. Bastante tiene con lo que tiene. Pau Monguió y el marqués de Valdeavellano, el uno con bombín y el otro con gorra de tweed, cruzaron la plaza y atravesaron el arco de la catedral, entre cuyos juegos de aristas y sombras se perdieron del alcance de Sagrario, que dio un suspiro mudo y volvió la vista hacia su hermana. Pilarín se dio cuenta de que su hermana llevaba los labios finos muy apretados, casi ni se le veían, y Pilarín se asustó, porque ese era muy mal síntoma. Aun así, aunque le daba miedo, Pilarín se atrevió a preguntar. -¿Y qué es lo que tiene? Sagrario no se resistió. Sólo llevaba unas horas sabiéndolo, ya era demasiado, y con su hermana no había secretos. Además, todo el mundo iba a enterarse. Había sido esa misma mañana, al salir de misa de siete del convento de las Claras. Pilarín estaba en el torno de la clausura, recogiendo una mantelería que habían dejado para almidonar. Si hubiese estado Pilarín, Guillermina no habría contado nada, porque Pilarín era muy ignorante a ojos de su hermana y enseguida lo cascaba todo en los lugares más inconvenientes. Según contó Sagrario, Guillermina llevaba un disgusto tremendo. Sagrario la acompañó un rato por la calle de San Benito. Guillermina estaba pálida, no sabía qué hacer, de modo que se confió a su amiga. Acababa de llegar Rosser, la sobrina de Pau, “una muchacha impertinente hasta más no poder ya de por sí”, dijo Guillermina, que se les había presentado de buenas a primeras con una enfermedad infecciosa que no se la

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habían sabido curar en ningún sitio. ¡Y allí la tenían! ¡En casa! ¡A merced del niño, y comiendo todos del mismo puchero! Casi no había dormido, del disgusto. -Así que tú, que siempre vas a todos sitios con tus pasteles, de ir a casa de Guillermina nada, ¿me entiendes? A ver si nos va a pegar la brucelosis esa y lo que faltaba para el duro. -¿Brucequé? −dijo Pilarín, que no daba crédito a lo que sus oídos estaban escuchando. -Brucelosis. ¡Una enfermedad peligrosísima! Guillermina está muy preocupada porque, si no se ponen todos malos y se mueren, eso que se van a encontrar. ¡Esa chica estaría mucho mejor en el hospital! ¡Yo veo a diario a Guillermina! -¡Y yo también, Sagrario! ¿Pero qué podemos hacer? Sagrario se repasó varias veces los labios con el aro de los lentes. -Ya sé lo que vamos a hacer. -¡El qué, Sagrario! -dijo Pilarín Sangüesa, emocionada porque a su hermana ya se le había ocurrido una solución. -Traeremos a los niños del orfanato -dijo Sagrario. -¿Qué? -dijo Pilarín. -¡A los niños del orfanato, que estás un poco sorda esta mañana, Pilarín! -¿Pero para qué? -el rostro de Pilarín había cambiado, ahora sólo era terror lo que dibujaban sus ojos muy abiertos. -¡Pues para que canten! ¿Para qué va a ser? No será una velada wagneriana, eso lo vamos a dejar para más adelante. La nuestra, por respeto al motu proprio de Su Santidad, será una velada poética, nada de pianos. Y al final, como colofón, saldrán los niños a cantar unas piezas de canto gregoriano con sus voces blancas.

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Sagrario iba rotulando los carteles a medida que hablaba. Pilarín estaba petrificada. No habría podido cantar en ese momento ni aunque le hubiesen apretado el cuello. Su hermana, cerrado ya el diseño de la cartelería, iba señalando puntos invisibles del salón a medida que daba las órdenes. -Yo me voy inmediatamente a decírselo a María Marras y a don Victoriano, para que él se encargue de decirlo a los demás. Tú vete al orfanato, Pilarín, y organízalo todo con los niños. -Bueno -dijo Pilarín, que se había quedado sin color en la cara. Pilarín Sangüesa no dejó de llorar en todo el camino del Calvario, por las faldas del cementerio, donde estaba el asilo de San Nicolás. Le daba una vergüenza horrorosa presentarse allí al hermano Etienne y decirle que le prestase a los niños para cantar en el Teatro Principal. Pilarín subía esa cuesta todos los sábados del año para cantar un rato con los niños y repartirles chocolatinas y guirlaches que compraba en casa de Lorenzo Muñoz. Y ahora cuando estuviese allí con ellos Pilarín se sentiría una bruja que los engatusaba con golosinas. No, ni siquiera iba decírselo al hermano Etienne. ¡Qué pensaría de su hermana! Pilarín estaba sofocada por la cuesta y a veces se tropezaba en el faldón gris del vestido. En el peirón del séptimo misterio se sentó a recobrar el aliento. Lo más importante ahora era concentrarse en que los niños no notasen nada del tremendo disgusto que llevaba encima. ¡No podía ir a visitarlos sin ganas ni siquiera de sonreír! ¡Eso no podía ser de ninguna manera!, se dijo Pilarín, y subió las escaleras de San Nicolás decidida a ser aún más simpática que cualquier otro día. Mientras avanzaba por el corredor que lleva a la capilla los oyó cantar. Ella trataba de hacer el menor ruido posible con los botines, que los niños no la oyeran porque dejarían de cantar pensando en las chocolatinas, y el hermano Etienne se pondría con ellos un poco severo. Aun así, para no descentrarlos, todavía se paró unos segundos a

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escuchar desde las sombras de la entrada. En aquel zaguán húmedo los escuchó cantar el Adhuc multa habeo, la antífona del Magnificat que más había impresionado desde siempre a Pilarín. En la penumbra sentía volar las curvas de las voces de los niños, que subían y bajaban y volvían a subir y era como si un coro de ángeles estuviera santificando las paredes descarnadas, los suelos de tierra, los muros vacíos del orfanato. Los niños terminaron el canon y Pilarín se santiguó y le pidió a la Virgen María que no asomase a sus ojos ni la más mínima sombra de tristeza durante todo el tiempo que estuviera cantando con ellos. Cuando se hizo visible, el hermano Etienne notó la presencia de Pilarín en las caras de alegría de los más pequeños, los de la primera fila, que se desviaron de inmediato hacia el prefecto, como pidiéndole permiso para romper las filas del coro y acudir a saludarla. Pilarín repartió besos y caricias y chocolatinas entre los pequeñajos, y después, uno por uno, fue preguntándoles a los mayores qué tal iban esos estudios. -Mal -dijo Isidoro cuando la dama se acercó hasta los más altos. El chichón le dolía más que nunca. No podía soportar la idea de que la señorita Pilarín acariciase su cabeza. -¿Y eso por qué, mi vida? -dijo Pilarín muy sonriente-. ¡Pero si tú eres el más listo de todos, y el más guapo! Isidoro y el hermano Etienne se cruzaron una mirada triste. -He perdido al ajedrez con Luisín -dijo Isidoro, y el hermano Etienne se lo agradeció con la mirada, apretó los labios cerrados y entornó los ojos. -¡Oh! -fingió Pilarín, poniéndose una mano en la frente, como su fuese a desmayarse-, ¡Dios mío, qué desgracia! Hubo carcajada general, fue como espantar de pronto una bandada de pajaritos. -Pilaguín no sabe que ya no estás aquí, Isidogo.

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-¿Y eso? ¡Pero bueno pero bueno pero bueno! ¿Y a qué estabas esperando a contármelo, Isidoro? -Ha venido mi hermano -dijo el chico, y fue la primera vez en dos años que Pilarín lo veía sonreír. Eso la emocionó tanto que fue corriendo a darle un beso y un abrazo para felicitarlo. Fue un segundo, un abrazo de su cuerpo delicado, el tacto inverosímilmente fino de su cara y un beso de sus labios en la mejilla de Isidoro. A Isidoro le temblaron todos los huesos de su cuerpo, y le habrían seguido temblando de no cortarlo como un hacha la voz del prefecto. Sentía las palpitaciones del pecho de Pilarín en el sitio exacto donde estaba su corazón, que a partir de entonces latió como un descosido, como si se las hubiera contagiado aquella mujer maravillosa. -¿Quiegues cantag con nosotgos, Pilaguín? -¡Yo tampoco estoy aquí ya, señorita Pilarín! -dijo Luisín-. Pero venimos todos los días, ¿verdad, Isi? -¡Eso está pero que muy requetebién! -dijo Pilarín, y después, para que los que no tenían hermanos que esperar no se sintiesen mal, se volvió hacia ellos y acarició la cabeza de uno de los más chiquitines-. ¿Queréis que cantemos juntos el Magnificat? -les preguntó. El hermano Etienne había notado, no obstante, algo raro en la muchacha. La veía cantar el Magnificat bajando mucho la voz para no sobresalir entre las voces de los niños, girándose a verlos uno por uno e imitando sus cánticos con los labios, como empujándoles a cantar mejor. Pero todo había ido más deprisa de lo normal. Sus bromas otros días duraban más y también había estado menos tiempo acariciando los cogotes de los chiquillos. Sólo duró más el abrazo que le dio a Isidoro, que ya no era ningún chiquillo, quizá una décima de segundo más, pero en cualquier caso mucho más si lo comparamos con lo poco que habían durado los otros gestos de cariño. El hermano Etienne daba cla-

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se de matemáticas en el colegio y se daba cuenta del dolor ajeno con sutiles operaciones aritméticas. -¿Pogqué no cantamos el Kiguie eleison, chicos? -¡Qué buena idea, hermano Etienne! -dijo Pilarín, y en efecto así lo creía, porque la sencillez de los melismas benedictinos era lo que mejor podría sosegar ese caballo desbocado que llevaba dentro del pecho-. ¿El de siempre, no? -dijo-. -No no, Pilaguín, vamos a dejag el gregoguiano. Vamos a cantag a Mozagt. Pilarín Sangüesa se estremeció de arriba abajo. Ella, en esas condiciones, con el drama tan gordo que llevaba encima, no se sentía capaz de resistir a Mozart, pero su sonrisa no cedió un milímetro y todavía le tarareó a Luisín unos fraseos. Isidoro vio los labios tararear de Pilarín, y sus propios labios la imitaban sin querer. Pero fue empezar el cántico del Réquiem y los niños empezar a levantar sus cabezas, como si pudieran así llegar más arriba con la voz. Fue verlos derramar su alma entre aquellas paredes descarnadas, fue oírlos cantar con los ojos muy abiertos que miraban la mano del prefecto como quien lee las condiciones de su propia salvación, fue un estremecimiento que recorrió ahora su cuerpo desde las rodillas hasta la garganta, y Pilarín sintió subir las lágrimas y sus labios temblaban al cantar. Su único consuelo era pensar que los niños no verían el llanto. El hermano Etienne la miraba cada vez más fijamente, cada vez más enérgico su brazo entre las notas que se apoyaban las unas en las otras para fluir a borbotones por todos los pasillos del hospicio, para perfumar todas las camas y bendecir todos los alimentos. Pero Pilarín siguió a los muchachos con la misma desesperación con la que ellos seguían la mano del prefecto, se encomendó a ellos y en los versos finales sintió que sus lágrimas retrocedían, y que sus labios dejaban de temblar. -¡Bgavó, Pilaguín, bgavó!

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Los niños sonrieron satisfechos. Nunca les había salido nada igual. Pilarín volvía a respirar. Dejó de pensar en su sonrisa y la sonrisa se le instaló en el rostro con la dulzura de siempre. Cantó unas cuantas piezas más con los niños, pero se retiró pronto, antes de que cayera la noche. Casi corría Pilarín Sangüesa cuando bajaba los desmontes del calvario, cuando se saltaba las curvas y atajaba por los matorrales, y cada vez que su botín se tropezaba en una piedra le entraba la risa y seguía dejándose llevar. Cruzó el puente de la reina Isabel II como si fuese a dar a alguien una gran noticia. Atravesó el corral de Roquillo y subió la calle de San Miguel y no dejó de correr hasta pasar la plaza del Mercado y bajar por la calle de la Democracia, hasta que se detuvo a descansar en un portal de la calle de San Francisco. Cuando ya se sentía con fuerzas, llamó al timbre. Le abrió una doncella. -¡Buenas tardes, Milagritos, he venido a visitar a Rosser! ¡No me ha dado tiempo de comprar pasteles!

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11. EL TACTO DEL ESLIZÓN

A través de un compañero de la fragua que se llamaba Javier, Tomás encontró una casa en la plaza de la Fuentebuena, no muy lejos de donde vivió antes de irse a Ojos Negros. Supo, al poco de llegar, que el señor Otón ahora vivía con la señora Engracia en la calle de Dolores Romero, y que trabajaba como maestro de obras en el nuevo asilo que se estaba edificando. La casa no era grande, pero había espacio para criar en el corral un par de puercos y unas gallinas. Con unas chapas arregló el aljibe del tejado, renovó las canaleras y

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los cañizos del techo, lució los muros húmedos y los tabiques que pandeaban. Había un patio muy fresco y los chicos podían dormir en un cuarto distinto del suyo. Lo más fascinante para ellos fue el día en que Tomás apareció con un tirante de hierro con el que apuntalar las vigas, que no estaban partidas ni podridas pero la humedad las había combado. Era como si lo hubiera desatornillado del puente donde iba Isidoro de pequeño al lavadero: cuatro puntales de lo menos cinco metros de largo unidos por barras cruzadas con las que formaba una especie de escalerilla cúbica. Javier y el hermano Etienne le ayudaron a bajarlo del carro y a instalarlo. A los chicos les hizo mucha gracia ver al hermano Etienne en pantalones y camisa blanca, como si fuera una persona normal. Ellos se limitaban a subir a una escalera e ir metiendo tuercas donde Tomás decía, mientras los tres hombres sujetaban el armatoste con estampidores. Isidoro siempre recordaría el comentario del hermano Etienne cuando retiraron los calzos y lucieron con yeso blanco los desconchones de la pared. -Te felisito, Tomás. Monsieur Eiffel no lo hubiega hecho mejog. Isidoro no sabía quién era ese tal Mesié, pero le impresionó la sincera admiración con que había hablado el hermano. Y también el hecho de que nadie dudara de Tomás mientras subían el tirante con poleas o, sobre todo, cuando no habían metido aún más de media docena de tuercas y Tomás tensó dos cables que cruzaban el tirante y dijo que ya se sostenía solo, y todos le creyeron. Y se sostuvo solo. El buen nombre de Tomás iba creciendo entre sus compañeros. Tenía mano para el hierro, sabía templar como nadie y sacarle al metal el perfecto azul cuello de pichón que se necesitaba para los trabajos finos, y eso era tan evidente que saneaba cualquier brote de envidia. Javier, un muchachote recio, con unos brazos como perniles y un cuello como un tocón de roble, y que era, con diferencia, el mejor con el mallo en las manos, animaba a Tomás y de paso se animaba a sí mismo.

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-Tú vales para esto. Yo no. Cualquiera puede batir el yunque. Yo tenía que haberme quedado en el alfar. A mí lo que me gusta es el barro, no el hierro -decía Javier Punter, y se mesaba las barbas de galeote, como viendo venir una gran decisión. Los encargos de don Matías, sin embargo, no denunciaban ningún privilegio. Tomás siguió amontonando chapas y vaciando de escoria el crisol, pero también fundiendo rejas y aladros para la clientela de los pueblos. Un día, a principios de la Semana Santa, don Matías le hizo un encargo inesperado. Tomás estaba batiendo en la punta redonda de la bigornia unas barras circulares para reforzar las ruedas de un carro, y entró en la fragua un individuo que llamó su atención. Era un ricachón, eso estaba claro. Llevaba una chaqueta americana de rayas, una flor en el ojal, los zapatos blancos con la puntera de cuero marrón, los bombachos metidos en las medias de cuadros, una gorra grande ladeada y un bastón con la empuñadura de plata. El individuo cruzó la fragua lentamente, trazando molinetes con el bastón y mirando muy sonriente a todos lados. A Tomás le pareció un sujeto repugnante, afeitado, perfumado, y con una sonrisilla de dientes pequeños que le dieron a Tomás ganas de partírselos con el mallo. Tomás siguió amartillando la rueda y el tipo aquel afeminado se metió en la garita del jefe. Se saludaron con muchos esparajismos y cerraron la puerta. Por lo menos una hora después, Matías Abad y aquel tirillas empingorotado salieron del despacho y pasaron entre los operarios. Tomás, cuando se cruzó la mirada con el fulano aquel, apoyó el mallo en el suelo y se llevó la barra circular para guardarla junto con otras a las que les faltaba también escarpiar y rebajar las puntas en ingletes para que no se abriesen al apilarlas. Se tomó su tiempo. Fue el propio Matías Abad el

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que lo llamó, cuando el sportman se había largado. Don Matías caminó hacia él con un frasco de vidrio ámbar en la mano, y lo dejó encima del yunque. -Deja las ruedas, Tomás. Quiero que fundas un bicho como este. Tomás reconoció el frasco de alcohol. -¿De quién es? -dijo Tomás, y era la primera impertinencia que se le escuchaba desde que llegó a la fragua. El señor Matías Abad era un hombre curioso por naturaleza, y eso, que jamás había mermado su autoridad entre los operarios, servía para no dar tampoco nunca lecciones de poder. -Es del marqués -dijo después de pensárselo un momento-. Colecciona picaportes con forma de lagarto. Los tiene muy buenos, así que ya te puedes esmerar. Don Matías se dio la vuelta y llevó su chepa de relojero, de hombre que ha pasado media vida entre detalles delicados, hasta la garita donde, antes de cerrar la puerta, aún estuvo mirando un papel con el dibujo de una barandilla llena de flores. Tomás miraba la botella sucia con la sombra del bicho flotando enroscada y sólo pensaba en la hora de ver a su hermano para que le explicase qué había sucedido con aquel frasco de alcohol. No podía soportar la idea de que su hermano tuviese algún tipo de relación con ese aristócrata repelente, que había entrado en la fragua como quien entra en un mercado de carne. Sin embargo, la conciencia del reto golpeó las sienes de Tomás. “Ya te puedes esmerar”, resonaba en sus oídos, así que Tomás, que se ponía de mal humor cuando le surgían dos problemas a la vez, sacó el tapón grande de corcho y metió los dedos en el líquido viscoso. Lo sacó sin presionar demasiado para no estropearlo y lo colocó encima del yunque. Era un eslizón, una especie de lagartija con escamas, de cuerpo más gordo que los lagartos y patas diminutas. No tendría más de quince centímetros de largo. To-

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más los había visto por las parameras de Ojos Negros, y también en Alfambra, cuando era pequeño. Lo llamaban eslizón porque las patas son tan pequeñas que casi no las usa, y se mueve reptando como las anguilas. A Tomás siempre le gustaron los eslizones, que eran muy difíciles de coger, porque sus escamas finas y brillantes y su color oscuro lo hacían parecer de hierro bruñido cuando se quedaba inmóvil entre las piedras. Tomás deslizó la yema del dedo por el lomo del eslizón. Era un tacto suave, pero no resbaladizo. Húmedo, pero no pegajoso. Las escamas formaban rombos horizontales entrelazados; más que rombos eran hexágonos, si bien no había dos del mismo tamaño, pero todas estaban unidas en aristas de filo redondeado, sin esa sensación que dan otros lagartos de que están compuestos de piezas cortadas a escuadra. En la parte de la cabeza, el dedo de Tomás sintió una levísima protuberancia de escamas algo más grandes que se adaptaban a la curvatura de la cabeza. Sintió la telilla gelatinosa de los ojos negros, y las levísimas mandíbulas bajo una piel que cedía a la más mínima presión del dedo. Después lo agarró sin presionar con la mano entera, igual que había visto, una vez que fue a Valencia con Facundo, a los pescateros pasar la mano por la anguila para arrastrar las últimas impurezas de la piel, antes de partirla en trozos. Así midió la sección del bicho, que a partir de las patas como escarpias engordaba en una especie de maroma mucilaginosa y después se aligeraba hasta la punta de la cola. El cuerpo del lagarto, al contacto con el calor que despedía la bigornia, fue retorciéndose hasta llegar a su posición natural, con una curva en el cuello, otra a la altura de las patas delanteras, otra en la parte baja del buche y otra a mitad de la cola, que era, en proporción, más gorda también que la de las lagartijas, y se retorcía menos. Tomás abrió los ojos. Las chispas azules que salían del crisol iluminaban el lomo del saurio en líneas de brillo terso, un brillo que sólo se consigue con hierro muy

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bien templado, muy bruñido, casi esmerado. No eran rombos las escamas, como había supuesto, sino hexágonos alargados, cruzados algunos por una pequeña línea negra que formaba en conjunto un dibujo agradable, una trama de reflejos ordenada. El marqués había dejado el bote a las doce del mediodía, y a las diez de la noche aún estaba Tomás bruñéndolo y dándole los últimos toques de escoplo. Fue muy laborioso, porque había que batir la barra con la intuición de la vista, y después, una vez enfriada en la pila, comprobar con la certeza del tacto. Cuando ya tuvo la forma de las curvas, Tomás dejó de mirar el resultado. Tan sólo eran sus dedos los que le avisaban de las líneas que seguían faltando, de la curvatura de los filos de las escamas, del leve hundimiento del dedo al pasar por las zonas más blandas. Cuando plegaron los obreros, Javier se quedó con Tomás para mantener el azul cuello de pichón en la fragua, el hierro siempre igual de templado. Era casi media noche cuando Tomás salió de la fragua. “Cuando acabes, cierras y os vais”, le había dicho Matías Abad, con un gesto de sonrisa mal disimulada y de confianza sin reservas que dio ánimos a Tomás. No esperó al día siguiente ni para colgarle la bisagra de los picaportes en la parte inferior del cuello. Lo quería terminar. Los dos estaban borrachos de triunfo. Tomás había sentido antes el placer de los objetos perfectos. Disfrutaba con la admiración de Facundo el fogonero cada vez que forjaba una chapa exacta, pero no había sentido el entusiasmo de que miles de intuiciones casen en un objeto que es hermoso por sí mismo, no porque sirva para nada. Con minúsculos vaciados en las puntas de las escamas había conseguido los brillos de las manchas, y ya sólo le faltaba verlo a la luz del día para saber si a través del tacto había conseguido sacar los reflejos plateados del lagarto. Javier y él aún pasaron por el bar de la fonda del Carmen, lleno de arrieros que hacían tiempo con una frasca de vino hasta que les entrara el sueño y se tirasen a dormir

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debajo de las carretas. Javier, entre carcajadas que sonaban como las campanas y botellas de barracha, se comprometió a modelar en barro el eslizón, y a pintarlo con el verde de los azulejos que le había enseñado a cocer su padre. No había forma de pararlos. Tomás había descubierto sus propios límites como artesano, y confiaba con ceguedad en que don Matías sería sensible a ello. Él quería forjar las flores que traía aquel sujeto repulsivo, pero no, pensó al salir de la fonda, borracho y tambaleante, quería que su hermano tuviera relación con ese tipo. Sin embargo, el alcohol no excitaba su violencia. Había conservado los reflejos del bicho y él conservaba también ahora el temple necesario para tratar este asunto. Cuando llegó a casa, Isidoro estaba despierto. Tomás llevaba los ojos inyectados, el pelo le caía en desorden por la frente. Isidoro encendió la palmatoria y se asustó un poco al ver a su hermano, que en los reflejos rojos de la llama parecía un maleante desaforado. Tomás se metió la mano en el bolsillo y tiró a la cama el eslizón de hierro. Isidoro no sabía qué decir. -¡Cógelo! -le dijo su hermano, con voz de cazalla. -¡No es nada malo, Tomás! ¡Te juro que no es nada malo! -¡Cógelo te digo! El muchacho no tenía miedo, pero temía perder la confianza de su hermano. Luisín se hacía el dormido pero se le veía temblequear también debajo de la manta. Isidoro dejó la palmatoria en la mesilla y cogió el eslizón. El peso lo asustó. No podía creérselo. Era de hierro. Tomás había forjado el eslizón exacto en hierro. Isidoro miró de nuevo a su hermano, que no había cambiado la expresión, pero ahora era más serena, más satisfecha. -¡Luisín, despierta, mira lo que ha hecho mi hermano!

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Luisín saltó como una rana y ensayó todos los signos de admiración que sabe entonar un niño. Tomás se acercó a ellos, y les enseñó la palma de la mano para que le devolviesen el eslizón. -Y mañana –dijo-, cuando salgáis de escuela, venís a la fragua y me explicáis de dónde ha salido este bicho.

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12. QUELQUES FLEURS

El dueño del Café Moderno presumía de que en su establecimiento no había ni una sola línea recta. Eso no era cierto, pero poco a poco lo iba consiguiendo. Donde antes hubo losetas o azulejos, el dueño, Eliseo, había puesto ahora un trencadís de cascotes mordidos; la barra de roble macizo, que empezaba nada más entrar al Café a la derecha y seguía como la vía de un tren hasta el piano, ahora dibujaba curvas como las culebras, y era de madera clara; las toscas mesas de cuatro patas fueron sustituidas por veladores de mármol redondo; las mustias lámparas de lagrimones, por plafones con

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vidrieras de colores; los terciopelos negros de los sillones fueron cubiertos por telas estampadas con margaritas; los banquetes de enea se bajaron a la bodega y se trajeron sillas francesas de alambicado respaldo; el antiguo suelo de madera desgastada se quemó en la estufa y, puesto que era muy difícil armar un trencadís, Eliseo lo cambió por un mosaico de teselas que formaban sombras y dibujos de caligrafía oriental. Todo estaba lleno de biombos rojos con bordados de geishas arrodilladas y arbolitos peinados por el viento. A la tertulia de la tarde no siempre acudía el marqués. Pasaba largas temporadas de hibernación en su casa con su madre o en la casa de cristal, a veces porque no le apetecía salir del jardín o de la biblioteca y a veces porque quería que sus amigos pensasen de él lo mismo que cuando no dejaba de viajar. Estas últimas semanas, con la llegada de la primavera, Leopoldo apenas aportaba por el Café, pero esa tarde la tertulia prometía. Sus charlas con Pablo Monguió se habían convertido en un estímulo para Leopoldo desde que se encargó de que el Ayuntamiento lo contratase, pero sobre todo desde que los llevó a él y a su bobalicona esposa a ver el descubrimiento de la buganvilla y allí se dio cuenta de la perspicacia botánica de don Pablo. Su vieja idea de poner la ciudad en manos de un artista moderno para que hiciese con ella lo que le diera la gana florecía como los hinojos y los ababoles, y de no haber sido porque el entusiasmo sincero era una pose de mal gusto, se lo habría demostrado sin reservas. No obstante, la idea de lucirse con don Pablo junto a sus compañeros de café abonaba también un poco ese punto de soberbia que se necesita para ser moderno. Don Victoriano Redondo, cuando el marqués ya se había quitado los guantes, puso a los presentes al tanto de todo. El concejal Gómez seguía sin quitar la valla que por su cuenta y riesgo había puesto en los porches de la plaza del Mercado. El consistorio estaba muy preocupado pero seguía sin reunirse.

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-¿Y de política internacional no hay nada, Victoriano? -dijo Leopoldo, una vez se hubo terminado de sentar. Don Victoriano se sabía la pregunta. Antes de contestarla se atusó los bigotes. -El infante don Fernando salió ayer del cuartel del Hipódromo con los escuadrones de Lusitania. Van a Selnán, al Riff, a combatir como buenos españoles. -¡Que te lo has creído tú eso, pajarel! -dijo el marqués. -Bueno, bueno… -dijo don Victoriano, batiéndose en retirada. Lo que más crispaba al marqués de sus contertulios del Café Moderno era que jamás entrasen al trapo, que jamás le dieran el gusto de practicar un rato el esgrima con él-. Lo que no es un chisme -prosiguió don Victoriano- es que la velada wagneriana se ha suspendido. ¿Se lo han comunicado ya, don Pablo? -Pues no, no sabía nada. Unas señoras me pidieron el otro día si… -¡Las Sangüesas, a que sí! -terció el marqués-. Han emprendido una caza indiscriminada para su recital. El otro día vi el programa en el despacho del obispo y aquello parecía una boda. Hay que joderse con los jaimistas. -Pues yo, señores -dijo Pau-, qué quieren que les diga, casi me quitan un peso de encima si dicen que se suspende, y eso que ya llevo un par de días ensayando. -Ahora la cosa se ha quedado en un recital -dijo don Victoriano, que hablaba como dirigiendo un coro-, pero va a ser muy bonito. Cada uno, en vez de tocar un instrumento o cantar una canción, recitará un poema, y al final vendrán los niños del orfanato a cantar gregoriano. En ese momento un camarero muy alto, repeinado, vestido de chaqué corto y pajarita y con un mandil blanco hasta los pies, se acercó con un copa de brandy y un sifón sobre la bandeja plateada. -¡Lo que me faltaba!, ¡y ahora una poesía! -se resignó Monguió.

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-Sí señor, Pau, claro que sí, una poesía bien moderna. Aquí se la elegimos inmediatamente entre todos. A ver, Rodolfo, despierta; dinos alguna poesía moderna que pueda recitar el señor Monguió. Don Rodolfo carraspeó, se metió al cuerpo el culo de coñac que le quedaba y le pidió otro al camarero antes de que se marchara. Rodolfo era un poetón amojamado que parecía ruso. En la tertulia lo llamaban Chéjov, por su mosca bajo los labios, sus anteojos de alambre y su pelo desordenado, pero a él le sentaba mal porque decía que Chéjov no era poeta. Rodolfo se limpió los bigotes con el dorso de la mano y entonó: -Pobre manteo andrajoso… que sabe el drama angustioso… de mi amargo corazón… -¡Basta, Rodolfo, basta! ¡Esos versos huelen mal! -interrumpió el marqués. -Pues son de un buen amigo mío, de un ilustre poeta de la capital, don Emilio Carrere. -Mi querido Rodolfo, hablo de poetas, no de mendigos ni de maleantes. -Hombre, puede recitar esos versos de Juan Ramón que leyó la otra noche don Victoriano -terció Timoteo Bayo, echado para atrás, dándole chupadas a la pipa-. -No entendéis la modernidad -dijo Rodolfo, con la poca dignidad que le quedaba. -La gente guarra y mal vestida es siempre fácil de entender -dijo el marqués-. Don Rodolfo, instintivamente, se sacudió unas migas que llevaba en la pechera. -¡Ah, la boheme! −dijo Timoteo Bayo, que intentaba templar gaitas. -Al doctor Trallero le hizo mucha gracia el comentario. Pau Monguió se sentía incómodo con el espectáculo. El marqués se percató. -Por cierto, Pau, ¿qué tal anda su sobrinita?

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-Bien, bien, bien. Parece que va mejorando. Ayer ya la sacó a dar un paseo Pilarín Sangüesa, y cuando regresó dijo que se sentía muy bien. -No me extraña. Dejar de oír a Pilarín Sangüesa es un placer, indudablemente. -Pues el caso es curioso -dijo Monguió- porque la medicación que traía no le estaba haciendo nada, pero Milagritos le trajo a la niña el otro día unos cardos marianos que han salido ya en su pueblo y le preparó unas infusiones y oiga, estupendamente. -Me alegro -dijo el marqués, y se metió la mano en el bolsillo-. Sobre todo no la lleve a la consulta de Trallero, que le mandará un bote de Miogenol, ¿eh, Trallero? El doctor Trallero se removió en la silla pero sonrió sin decir nada. -En fin, Pau, -continuó el marqués-, deseo que la niña se recupere cuanto antes, pero ahora escúcheme, Pau, cierre los ojos, por favor. -¿Cómo? -dijo, sonriente, Pau Monguió. -Sí, hombre, cierre los ojos. El arquitecto accedió temiéndose lo peor. El marqués sacó del bolsillo de su americana de rayas el eslizón de hierro que forjó Tomás, y lo dejó al alcance de Monguió con sumo cuidado, para que ningún ruido al depositarlo sobre el mármol blanco lo delatase. Después tomó el brazo de Monguió y lo llevó a pocos centímetros del lagarto. Monguió acercó los dedos titubeante y, apenas rozó el objeto, una sacudida instintiva le llevó a apartar la mano y abrir los ojos. Y cuando los hubo abierto los abrió todavía más, inflados de asombro. -¡Es de hierro! -Eso es, Monguió, de hierro, para que vea qué artesanos tenemos en Teruel. -¡Es idéntica! -dijo Timoteo Bayo. -Eso no es arte -dijo Rodolfo Górriz. -Hablamos de perfección técnica, Rodolfo, de todo eso de lo que tú careces.

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El marqués estaba dispuesto a seguir apaleando a don Rodolfo, y le iba a decir algo brillante dirigido a Pau Monguió cuando vio, por detrás de él, que en el piano había apoyada una mujer vestida a la inglesa, con manga sin perifollos y saya recta recta sin enaguas ni refajos ni miriñaques. Su figura se curvaba como un lirio, y fumaba de perfil. Iba peinada a lo garçon, la media melena recogida le enmarcaba su perfil huesudo, de nariz grande y delicada, de pómulos visibles y labios muy finos. Le colgaba un largo collar de perlas y llevaba zapatos de tacón abotonados. Tras el humo del cigarrillo con larga boquilla negra el marqués creyó distinguir que también le aleteaban las pestañas. Leopoldo la miró unos segundos con delectación. Pau Monguió creyó que estaba escuchándolo a él, hasta que el marqués inspiró un suspiro por la nariz y dijo. -¡Sí señor, así me gustan a mí las mujeres! Pau se volvió a mirar. -¡Rosser!, ¡pequeña! Los caballeros se levantaron de sus asientos como una exhalación. -¡No te había visto, querida! -dijo el señor Monguió-. ¿Llevas mucho tiempo aquí? -¡No no! -dijo Rosser, con una amplia sonrisa en la boca. A pesar de sus labios delgados, su hermosa dentadura, de dientes grandes, blancos y sanos, iluminó el reservdo del Café como si alguien hubiera encendido una luz-. No sabía que estuvieses aquí, tío -dijo, y se acercó a darle un beso en la mejilla. El largo collar de perlas sonó al rozar el mármol como la lluvia cuando repiquetea en los cristales. -Señorita, si su tío tarda un segundo más en presentarnos creo que me voy a desmayar -dijo Leopoldo, y ensayó una lenta reverencia. -¡Tarda un poco, tío, a ver qué pasa! -dijo, divertida, Rosser. Todos rieron como si por fin les hubieran dado permiso. El señor Monguió procedió a las presentaciones.

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Los hombres se desarrugaban la chaqueta con disimulo y le tendían a Rosser la mano como si les estuvieran concediendo un premio. El más seco fue Rodolfo. -Russé -pronunció el marqués, con perfecto acento de Sitges. -Sí -dijo don Victoriano Redondo-, es el equivalente a Rosario en castellano. -No. Significa rosal. Ni siquiera rosa, fíjese. Rosal -dijo Rosser, y volvió a sonreír. -¡Desde luego, señorita, ya no volveré a fiarme de su señor tío! -dijo el doctor Trallero-. Él solo nos dijo que usted estaba bien de salud, pero no nos dijo que fuera usted el paradigma de la sanidad, y yo, como profesional de la materia, certifico que... -Muchas gracias, caballero… -dijo Rosser, que se puso de perfil para aspirar un poco y soplar delgados hilos de humo en dirección al piano; luego se volvió a Trallero…pero no es nada que daba agradecerle a la ciencia médica, se lo aseguro. El marqués salió de su asiento y llamó al camarero adelantando mucho el pecho. Después quitó la gabardina de su silla y la gorra de tweed y ofreció su asiento a Rosser. -¿Desea tomar algo la señorita? -dijo el marqués, inclinando la cabeza, con una mano en la espalda y la otra como si sostuviera un trapo de camarero. Pau Monguió pensó si aquellos modales no llevarían veneno en la cola. Rosser aceptó el ofrecimiento del marqués, y se sentó sin apartar la vista del lagarto. -Haga el favor de traerme un agua de limón, si es tan amable -continuó la broma Rosser, pero siguió mirando el lagarto- ¡Pero qué cosa tan bonita! -dijo. -¡Es de hierro! -dijo Timoteo Bayo. Pásele usted la mano con los ojos cerrados, señorita, y verá qué sensación tan especial. Rosser hizo caso del señor Bayo. El marqués se había sentado en la silla vacía, justo enfrente de ella, y la vio cerrar los ojos y se estremeció con el dibujo de los capilares de las venas de los párpados, con la blancura de la piel. Rosser pasó dos dedos por el

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lomo del lagarto, primero uno, blanco y muy delgado, pero también curvo, libre del avasallamiento de los huesos, como los dedos nacarados de las vírgenes que Leopoldo llenaba de flores para sacarlas en las procesiones. Los labios de Rosser mostraban el mismo grado de placer que de concentración, se tensaban tratando de apurar al límite las sensaciones de sus dedos, y se relajaban al comprobar que todo era hermoso y perfecto. Al mismo tiempo que sus párpados se desplegó su sonrisa, y para entonces un dulce aroma de rosas había invadido el gabinete. El marqués, impaciente con el camarero, fue a buscar a la barra la limonada. Cuando el perfume llegó a la nariz de Timoteo Bayo, el droguero recompuso su mejor sonrisa y dijo: -Don Pablo, ¿cree usted que faltaré al respeto de su sobrina si le pregunto por el nombre del embriagador perfume que lleva puesto? -Pues es bien fácil, señor… -¡Bayo!, ¡Timoteo Bayo!, mi casa es uno de los primeros trabajos de su tío en la ciudad, está aquí, a la vuelta, en la calle del Pozo, en la placita esa de arbolillos donde suelen ir a jugar los niños, esa casa azul… -Es un perfume nuevo, señor Bayo, Quelques fleurs, de Houbigant. Tome -dijo Rosser, y para sorpresa y regocijo de todos, acercó su muñeca a la nariz de don Timoteo, a quien fue nombrándole los componentes mientras don Timoteo fingía desvanecerse de gusto:- Es el primer perfume de muchas flores que se fabrica: rosa, jazmín, almizcle, sándalo y bergamota. ¿Le gusta? ¡Oh, señor Bayo, adoro ese azul ultramar de su casa! Le felicito por haber dejado a mi tío que pintase la fachada entera con ese color. -Es verdad -terció Monguió-. En el Ayuntamiento, después de que conseguimos que nos la dejasen pintar, que esa fue otra, querían que le diésemos un tono pastel. ¡Un tono pastel, valga’m Déu!

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-Son unos bárbaros -subrayó Rodolfo, con amago de retintín, y apuró su culo de coñac. -Bueno -continuó Pau Monguió-, el caso es que costó convencerlos una barbaridad. Ahora se dan cuenta de que ese azul es el mismo color que el de la cúpula de San Pedro, el mismo pigmento que se cuece con el barro. Todo el mundo ve ese color en su casa pero todo el mundo temía que un edificio entero lo llevara. El marqués apareció delante del piano con una bandeja redonda, sosteniendo a duras penas una jarra de limonada con forma de junco y boca de gladiolo, y un vaso tallado con motivos primaverales. Don Victoriano Redondo intentó decir algo. -Hablando de barro, ¿saben que el joven Domingo Punter ha abierto un alfar en las Ollerías del Calvario? -Señorita -dijo el marqués, dando la espalda a Rodolfo-, me preguntaba, mientras iba haciendo equilibrios con la bandejita, si su tío le habría hablado ya de mis buganvillas. Pau Monguió quedó quieto, esperando que alguien cambiara pronto de conversación. -¿Dónde ha dicho, las Ollerías de qué? -dijo Rosser, que se había dado cuenta de los titubeos de su tío. -¡Ollerías del calvario! -dijo el señor Redondo, levantando los brazos, como para empezar una cancioncilla-, está a las afueras de la ciudad, cerca de la rambla de San Julián. Está, como si dijéramos, fuera de la ciudad, y no es, ciertamente, un lugar muy recomendable para una dama. -¿Le gusta? -cortó el marqués, alargando su dedo hasta el lagarto. -¿Quién lo ha forjado?

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El marqués dudó un momento, lo suficiente para ir desplegando poco a poco la sonrisa. -Uno de nuestros héroes locales, don Matías Abad -dijo Leopoldo, que ya no se acordaba de fingir-, gran amigo de su tío, con el que me han dicho, por cierto, que andan en conversaciones para la balaustrada del Círculo Mercantil, que tengo entendido que va a ser obra de arte impresionante. Pero yo no voy a dejar de vigilarlo hasta que funda las rejas de la nueva portada de la Catedral, ¿verdad, don Pau? -La reja está muy avanzada. Sólo me faltan los remates de arriba, las flores con las que la quiero terminar. Estoy escogiendo todavía el tipo de flor y… -Y usted qué opina, señorita Rosser -dijo el marqués-, ¿Quelque fleur le iría bien a nuestra catedral? No necesitamos a un erudito en botánica eclesiástica, sino a alguien como usted, alguien que antes de salir de casa repasa la Gazzette du bon ton. -Es la revista preferida de tía Guillermina. A mí me parece un poco petulante. -Oh… -dejó caer don Rodolfo, que no perdonaba una. -Pues a mí, si me lo permite -insistió el marqués-, me ha parecido ver esa magnífica blusa de encaje entre los figurines de la Gazette du bon ton. -Esta blusa es también de mi tía. Yo vine con cuatro cosas. Por las mañanas asalto el vestidor y escojo un surtido. ¿Le parece que tengo buen gusto? -añadió Rosser, con media sonrisa coqueta-. Estos días que no salía de casa me dio por la costura. He estado reconvirtiendo algunos vestidos viejos de mi tía. -A eso se le llama regeneracionismo, sí señor -dijo Rodolfo. -Bien, bien -se adelantó el marqués, pasándose los dedos por las puntas de su cuello Robespierre, en actitud regia y sumisa- estábamos con la flor, avec les fleurs. ¿Quelque fleur es que vous…-al marqués no le salía el verbo, y dudaba del presunto demostrativo.

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-De acuerdo, acepto -dijo Rosser-. Buscaremos esa flor. Será muy divertido. Los hombres celebraron la decisión de Rosser con ademanes y alharacas, y aplaudieron golpeando el mármol con una mano. Don Timoteo golpeaba con la cazoleta de la pipa. -¿Verdad que sí, tío? ¿Iremos de excursión como cuando los planos del señor Ferrán? Pau Monguió abrió mucho los ojos y se echó un punto en la boca. -¿Cómo acá? -dijo el doctor Trallero. -¿El señor Ferrán? Señor Monguió, cuéntenos todo ahora mismo, sabe que de entre estos cristales no ha de salir -dijo don Victoriano. El marqués no dijo nada. Se recostó de nuevo en su asiento, en actitud hierática y distante, aunque educada. -En fin, Rosser, no sé si yo debo… -Pues claro que debes, tío. Está proyectando un edificio maravilloso. Ya verán que cosa tan moderna –dijo Rosser, y luego, viendo que su tío no quería dar más pistas, se dirigió al marqués:- ¿Usted cree…?, perdón, no me acuerdo de su nombre. -Leopoldo. -¿Usted cree, Leopoldo, que su amigo Matías Abad forjaría cualquier flor que le llevásemos? -Por supuesto. -He visto en estos montes mariposas con dibujos que me gustaría ver en los balcones. Tengo que convencer a mi tío de que mire más en las cortezas de los árboles, en las pieles de los lagartos, en esas líneas escondidas que son propias del lugar. Tío, tienes que sacar esos dibujos escondidos. Tienes que ponerlos en las ventanas y en las casas, a la vista de todos -dijo Rosser, sin dejar de sonreír.

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-Esa flor que usted escoja -dijo el marqués, arrastrando las palabras- estará en el mejor búcaro posible, la puerta de la Catedral. -Eso da lo mismo -le contestó Rosser, cerrando los labios, con actitud fresca y desafiante-. El arte, caballero, empieza en esa escupidera de barro, en este frasco de vino tinto, en este lagarto de hierro. Cualquier flor del campo le sentaría bien a Dios. -¡Así se habla! -dijo don Rodolfo. Rosser se despidió porque había quedado en encontrarse con Pilarín Sangüesa. Todos se levantaron para agasajarla. -Perdón, señorita -dijo el marqués, bajando la mirada, y tomando en sus manos el lagarto con delicadeza-. Se olvida esto. Es un regalo. Acéptelo, por favor. -Muchas gracias, Leopoldo, eres muy amable -le dijo Rosser, mientras se ponía un chal de lana sobre los hombros-. De todas formas, Leopoldo, yo también voy a regalarte a ti un picaporte, para devolverte el cumplido. Me gusta mucho la escultura. Y las flores. Cualquier día nos enseñas otra vez a mi tío y a mí esa buganvilla maravillosa. Mi tía no hace más que nombrarla -dijo Rosser, y dio un beso a su tío y se despidió de los demás abriendo y cerrando la mano, como los niños- ¡Les deseo a todos un buen día! dijo, y su sombra pasó por detrás los cristales, hacia la parte más iluminada del Café.

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13. AIRE DE TORMENTA

-¿Cardos? ¿Y para qué quiere los cardos? -dijo Raimon. -Será para el manto de la Virgen -dijo Luisín. -¿Pero cómo va a ponerle cardos a una virgen? -dijo Isidoro. -¿Y por qué no? -dijo Luisín. -Joder, porque los cardos pinchan -dijo Isidoro. -Pues mejor me lo pones, porque así los pone en el borde de las andas, para que nadie se le acerque -dijo Luisín.

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-¿Pero quién va a hacerle daño a una virgen? -dijo Raimon. -Luisín, que ve demonios por todas partes -dijo Isidoro. -¡Oye, tú! -protestó Luisín. -Arrea, que hay aire de tormenta -zanjó Isidoro. Los tres amigos caminaban por el cerro de Santa Bárbara, unas lomas pardas, pedregosas, con sabinares en las faldas y bancales de trigo por las vaguadas. Se veía recortada la ciudad con el fondo azul oscuro de las nubes, que parecían ir creciendo y bajar sobre las casas y apretarse las unas con las otras. Se veía también la muralla como en una bruma de luz, y las dos torres mudéjares que se alzaban sobre los de tejados igual que las fortalezas mahometanas de la enciclopedia del hermano Serafín. Entre la ciudad y el cerro de Santa Bárbara había una gran depresión de tierra roja con monotes desperdigados que daban un aire fantasmal de archipiélago vacío, un archipiélago de islas delgadas. Allí la tierra se abría en canteras de arcilla que daban abasto a los alfares de San Julián. Desde el cerro parecían heridas, más roja la tierra cuanto más profunda la cantera, más roja la tierra en la tarde abrumada por las nubes. -Mira, cardos -dijo Luisín, y señaló unos hierbajos arrastrados por el viento del invierno. -Déjalos -dijo Isidoro-, son cardos borriqueros, de esos tiene muchos, y además están secos. Él los quiere en flor. -Pues a mí también me gustan -dijo Luisín-. Mi padre peinaba la lana con la carduncha. Tiene una flor de color violeta. Pero ahora no hay cardos en flor. -Sí hay -dijo Raimon-. Milagritos trajo a casa el otro día un saco lleno. Los cocieron para hacerle infusiones a mi prima porque estaba mala. -¿Quién es Milagritos? -dijo Isidoro. Raimon dudó.

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-Una vecina -dijo. -Y también hay acianos -dijo Isidoro. -¿Y para qué querrá un anciano? -dijo Raimon. -¡Acianos, lirián, acianos! -dijo Isidoro-. Son otros cardos. En Bezas me dijo mi hermano que había muchos. -Pues nos vamos a Bezas -dijo Raimon. Habían ya bajado del cerro hasta el camino por donde los carros descendían hacia las canteras. A mano derecha se veía un racimo de casas bajas con gallos que cantaban a lo lejos y niños desnudos, renegridos, que chapoteaban en los charcos de barro. Isidoro frunció el ceño, como si hubiera visto algo detrás de Raimon, que había ido a mirar el montón de cardos borriqueros. -Espera, Raimon, que la vas a pisar. Es una carlina. -Eso es imposible, Isi -dijo Luisín-. Aquí no hay carlinas, nos lo dijo don Leopoldo, y mucho menos en flor. -Pues eso es una carlina. Raimon fue a darse la vuelta y sus zapatos resbalaron en la arcilla, intentó mantener el equilibrio agitando mucho los brazos pero acabó sentado encima de los cardos borriqueros. El muchacho se quedó con la boca abierta y los ojos crispados, como si tuviera tantos gritos que dar que no se decidiera por ninguno. Isidoro y Luisín trataron de evitarlo cuando vieron que se tambaleaba, pero cuando llegaron ya era tarde. Lo arrancaron de aquella montaña de alfileres y vieron en la expresión desencajada de Raimon que se había clavado todas las púas de las cardunchas en el culo. Raimon casi no podía caminar. El más mínimo movimiento de su piel aguzaba las púas. El chaval lloraba y se miraba el trasero y cada vez que intentaba sacarse alguna púa lo único que conseguía era clavarse alguna otra en el dedo.

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-Espera -dijo Isidoro-, no te toques. Vamos ahí abajo. Ahí trabaja un amigo de mi hermano que tendrá unas pinzas. -¿Se las vas a quitar tú? -dijo Luisín. -¿Y quién se las quitó a Andresín, tontarra? Anda, dame el saco. Espera un momento, Raimon, ahora vamos. Isidoro se acercó con cuidado a la flor. -No, no es una carlina. Es una calcitrapa. Ven Luisín, mira. Luisín se acercó como si estuviera viva. Era un tallo lleno de pelusa, como el de las alcachofas, con hojas de cardo y una flor que era como una avellana verde de la que salían unas púas como las espinas de los rosales, pero de cada lado de la espina, a su vez, salían otras púas que al final formaban una especie de mano de lagarto con los dedos puntiagudos. Estaba seca. Sólo le quedaba, arriba de las púas, un tubo amarillento y enroscado de algo que en su día fue una flor de color violeta. -¿Sabes por qué la llaman calcitrapa, Luisín? -Vámonos, por favor -dijo Raimon-. -Sí, vamos -dijo Isidoro, que se incorporó e inició la marcha-. En latín se dice caltrops, que son las bolas de hierro llenas de pinchos que usaban los romanos. Les ataban una cadena y la cadena a un palo, y si te pegaban con eso estabas muerto. -No porque llevaban coraza -dijo Luisín. Raimon caminaba medio agachado. Le daba la sensación de que al ponerse erguido le dolería más. Cualquier movimiento le hacía ver las estrellas, y el caminar era como ir sentado en una caldera con aceite hirviendo. Los chicos siguieron caminando hasta las eras del Capitán y de allí subieron unas lomas para después bajar por pequeños terraplenes rojos a las Ollerías del Calvario. Podrían haberse subido a alguno de los carros que transportaban ladrillos cocidos o

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sin cocer, según el sentido en que fuesen, pero Raimon no quería empeorar la situación de ningún modo. Al final del camino había una era en la que vieron vasijas, tejas, azulejos, cántaros y una porción de objetos pequeños de barro. Algunos estaban pintados de azul y otros de verde. Al pie de la era, los muchachos entraron en un taller de techos altos del que sobresalía una enorme chimenea de ladrillo. Algunos operarios trabajaban en el alfar y daban la sensación de estar cabalgando mientras metían los dedos en la cazuela que no dejaba de girar. -¿Está Javier? -preguntó Isidoro. -Pasa por ahí -dijo un señor que estaba dándole forma a un jarrón. Olía a tierra y a día de lluvia. Olía a la leña del horno. Olía bien. Isidoro entró por unas puertas grandes que había en el fondo medio abiertas. La imagen gigantesca de Javier Punter se giró hacia él, y su saludo resonó por todas las tejas del edificio. -¡Hombre, zagal! -dijo Javier Punter, mesándose sus largas barbas de cosaco. Cuando vio entrar a Raimón, se percató de lo que sucedía. -¡A que nos hemos sentado donde no debíamos! Raimon estaba tan compungido que Javier se ahorró las bromas. Se sentó en una silla junto a la ventana, cogió a Raimon con una mano, lo tumbó boca abajo sobre sus rodillas y le bajó los pantalones, y con una pinza muy delgada sus grandes manos de Vulcano fueron extrayendo con suma delicadeza cada una de las púas. Su manera de mirar era la del relojero que está sacando una mota de polvo del interior de un engranaje, apretando mucho los labios y mirando hacia abajo con los ojos muy arriba. Isidoro, entretanto, se había quedado mirando el banco de trabajo de Javier. Era un mosaico muy grande. Sólo estaba completa la parte de abajo, y de la de arriba se

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veían sólo unas líneas de clarión para marcar la figura de una señora gorda, que estaba como atrapada en una red de líneas que parecían grietas. -¿Te gusta, zagal? -Sí -dijo Isidoro. -Es un trencadís. -Yo sé lo que es -dijo Luisín. -A lo primero le hago una piel de barro fina fina y le dejo que se seque ahí arriba en la era. Luego, en que se seca, le van saliendo quebrazas igual que cuando se seca una charca y el suelo es todo barro cuarteado. Y entonces yo dibujo esas líneas, que como la piel es muy finica salen muchas, cada tres o cuatro dedos ya te ha salido una, y esas líneas yo entonces las dibujo en un papel porque me dan a mí la forma de los trozos que tengo que poner en el mosaico, ¿me has entendido? Así que cada pieza es de su tamaño y su color, y mira, ¿ves ahí?, unas las hago yo y otras las saco de la escombrera. -Sí. ¿Quién es? -Pomona. La diosa Pomona -dijo Javier, y al decirlo detuvo unos instantes su delicada operación para decirlo con la voz engolada, como si estuviera recitando una poesía-. La diosa de las frutas y de los huertos. Es la que nos da de comer, amigo, por eso está tan gorda. Mira, ¿ves ése de ahí?, ese angelote me lo encontré en la escombrera, debía ser de alguna tumba, y mira que higo más majo me ha salido con él. ¡Hala, pardal, tú ya vas bien como vas!, -le dijo a Raimon, que se subió los pantalones mientras parecía respirar un poco. Los tres amigos bajaron hasta la iglesia de la Merced y allí se separaron. Luisín subió hacia la Fuentebuena, pero Isidoro dijo que se iba a la fragua, que tenía que hablar con su hermano, y Raimon, un poco más aliviado, se fue a su casa. Ya tenían la tormenta encima. Todo estaba negro y volaban los papeles y los cardos viejos.

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Lo que más le aliviaba era la sensación de haber sido protagonista, aunque fuese con el papel de víctima, de alguna aventura. Luisín, y sobre todo Isidoro, no dejaban de contar aventuras con cardos y con lagartos. Conocían los bichos del campo y sabían más de plantas y de flores que ninguno de la clase. Se sabían hasta los nombres en latín, pero cuando el hermano Gregorio, que daba latín, pedía voluntarios, siempre se quedaban callados. A pesar de todo, Raimon sentía unos profundos deseos de ver a su madre, de contarle aquel drama puntiagudo, de contarle que había visto el cerro de Santa Bárbara y las heridas de la tierra roja en las Ollerías. Incluso quería hablarle del trencadís. Subió las escaleras y llamó en el gabinete de su madre. -Mamá… -susurró Raimon-. Guillermina últimamente pasaba el tiempo en su gabinete, asomada a la ventana, mirando la estación del tren. Apenas se concentraba en la lectura, y siempre que Raimon entraba en ese cuarto la veía sentada en la mecedora, junto a la ventana, con el libro en las haldas, y un dedo metido en la hoja donde se había quedado leyendo. Nunca abría la ventana porque decía que entraba el tufo de las locomotoras, el olor a carbón de la locomotora Mastodonte que venía de Ojos Negros, las nubes negras del tren Botijo que paraba por las noches en Teruel. -Pasa, hijo -dijo Guillermina, sin abrir los ojos. Tenía la cabeza apoyada en el respaldo de la mecedora, los flecos de la toquilla descansaban en el suelo. -¿Estás bien, mamá? -Me duele un poco la cabeza, hijo mío. La luz me molesta mucho. -Si vieras lo que me ha pasado, mamá… He estado por las Ollerías del Calvario. He visto un alfar.

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-Raimon, te he dicho muchas veces que no te alejes de casa. ¿Qué barrios son esos? -Es donde fabrican los ladrillos. Isidoro conocía allí a un señor que… -¿Quién es Isidoro? -Es un compañero del colegio. -Ten cuidado con quién te juntas, hijo mío. -Es muy buen chico. Es huérfano, pero tiene un hermano y vive con él. Sabe un montón de flores. Sabe de flores todo lo que le quieras preguntar, y se sabe hasta los nombres en latín. A veces se equivoca pero poco. Hoy iba buscando una carlina y vio una…, una…, no me acuerdo cómo se llamaba. Y entonces, mamá, yo me acerqué a unos cardos que había allí. -Sí, hijo, sí, ¿y para qué quería la carlina esa? ¿Qué es, un pájaro? Raimon se dio cuenta de que no era el mejor momento para obligar a su madre a que le mirara las heridas de las púas. -No. Es una clase de cardo que le había encargado don Leopoldo… Guillermina abrió los ojos. Las primeras gotas de lluvia repiquetearon en los cristales. -¿Don Leopoldo? -dijo.

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14. BESTIARIO

La tierra estaba todavía húmeda de la tormenta del día anterior. Tomás caminaba a buen paso por el camino de la Guea. No se había quitado la ropa de trabajar, unos pantalones de pana recia y una camiseta de felpa gris con el cuello muy desbocado. Se había puesto encima la chaquetilla y la boina y había salido de la fragua directo a que el marqués de Valdeavellano le dijese a la cara qué era eso de enseñar a los zagales por las tardes botánica y latín. Siempre se había fiado de su hermano Isidoro, que desde muy pequeño tuvo que tomar más decisiones de las que le correspondían, que había sabido

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estar solo y esperarlo, y al que Tomás y el hermano Etienne estaban empeñados en dar una buena educación. Pero la imagen repelente de aquel sujeto perfumado irritaba su recuerdo y le obligaba a endurecer el paso cuando en su cerebro se desbocaban las imágenes violentas. A la rabia que le inspiraba la condición de marqués del marqués se unía una repugnancia teñida de temor, como si la gente que se arrastra por el vicio tuviera algún poder de encantamiento. Isidoro le había insistido con toda claridad en qué ocurría. El marqués les daba clases de retórica y latín y de ciencias naturales, sobre todo de botánica, a él y a Luisín y a tres o cuatro chicos más del orfanato. El hermano Etienne lo sabía. Eran los que mejores notas sacaban en el colegio, él mismo les enseñaba muchas tardes música y francés. El marqués les daba de merendar y les enseñaba latín, y luego ellos se iban por el campo a buscar bichos y flores y mariposas. -Pregúntale a Fermín. Tú conoces a Fermín. Él siempre está allí. Él nos conoce le había dicho Isidoro. Nunca le había mentido. Fermín era pariente de Javier Punter, alguna vez los había visto pasear por el Carrel con sus mujeres. Presumía de trabajar en casa de un marqués y andaba un poco más recto de lo que se estilaba en el Carrel, pero no parecía la clase de persona que pueda ser cómplice de ningún crimen. Tomás hilvanaba sin orden argumentos para odiar a ese individuo. No podía haber ninguna buena intención en un mamarracho que se estaba haciendo rico a costa del sudor de decenas de chiquillos en las minas de Ojos Negros, un meapilas que se emocionaba vistiendo el manto de la Virgen y que iba vestido como en los anuncios del periódico, como si fuera inglés, acaso para celebrar la sangría de vidas en que se estaba convirtiendo la gran huelga de Inglaterra.

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Ese mismo día, en la fragua, había venido a verlos el señor Otón y a la hora del almuerzo lo habían estado comentando. Teruel era una balsa de aceite pero alrededor los obreros estaban dejándose la vida. En Cullera se había iniciado el juicio a cinco trabajadores acusados de desórdenes públicos. Pedían penas de muerte para los cinco. Canalejas tenía la última palabra, y estaba dilatando el asunto de consejo en consejo hasta que le fuera rentable matar a uno de los obreros o a los cinco o a ninguno. La huelga de carreteros de Villafranca se agravaba por momentos. Los patrones empezaban a contratar esquirols, y habían puesto el asunto en manos de la Guardia Civil. Pero los métodos de presión violenta se sucedían. En Tarrasa, los obreros de un telar habían conseguido arrancarle un pacto al patrón después de retener a un trabajador en los talleres durante varios días. En Vascongadas llevaban años de luchas y huelgas, y la de Santander, ahora mismo, alcanzaba proporciones alarmantes. Al principio, doscientos obreros del muelle habían pedido que desapareciera la sociedad patronal, que para más inri se llama El trabajo colectivo, pero fueron llegando más obreros de las cuencas mineras vascas y habían ya tomado la determinación asamblearia de adoptar actitudes violentas en lo sucesivo. Y entretanto, aquí, en Teruel, el principal problema parecía consistir en que habían sacado al Zurdo del manicomio. El señor Otón secreteaba mucho pero en el fondo a Tomás le parecía un hombre muerto de miedo, que organizaba reuniones clandestinas y distribuía papeles y mandaba contactos a Ojos Negros sin ningún mensaje concreto. Todas las movilizaciones se posponían, todas las reuniones se aplazaban. Todo el mundo hablaba pero nadie hacía nada. La ira de Tomás se cebaba en su propio bienestar. Cuando volvió de Ojos Negros lo hizo dispuesto, primero, a sacar adelante a su hermano, y después a no dejarse humillar jamás por ningún patrón. Y ahora se encontraba muy agradecido a su jefe y a

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punto de enfrentarse al ejemplo máximo de patrón injusto y abusivo, un señorito inútil que se perfumaba con la sangre de los mineros, y para quien sus desvelos por un mundo mejor no valían más que un vulgar cuadro de costumbres. Tomás no quería que ese sujeto tuviera el más mínimo contacto con su hermano. En las reflexiones sin desbastar que se acumulaban en su cabeza, no tener trato con gente así era una cuestión moral; cualquier cercanía, un acto de claudicación. Tomás se decía esto y se armaba de valor para que la figura repulsiva de aquel diletante no le hiciera perder los nervios, ni sentirse cohibido. En efecto, la casa no era visible desde el camino. Un estrecho camino inundado por las hierbas y cegado por las ramas de los sauces conducía a una puerta de hierro. Alrededor todo era un espeso bosque de árboles ornamentales, de castaños bordes y nogueras sin fruto, olmas híbridas, plátanos de sombra y ailantos altísimos. La puerta era maciza, lisa y negra. Una cadena dorada pendía del badajo de una campanilla. Abrió la puerta Fermín. Tomás se presentó, le fue a nombrar a Javier Punter pero se dio cuenta de que no hacía falta. Fermín había abierto la puerta de par en par y se había puesto a un lado, como un perfecto mayordomo. Tomás entró a una pérgola plagada de racimos de uva que, después de subir unos escalones flanqueados por cántaras de barro llenas de hortensias, conducía a un pequeño patio con un pozo y un balde apoyado en el brocal, el asa enganchada a la cuerda de la carrucha. Tomás siguió a Fermín por el caminito de ladrillos oscuros, moteados con manchas de la luz que se colaba por entre las vides. Apenas veía el jardín más allá de la pérgola, cuyas paredes se celaban atestadas de bignonias y rosales trepadores, de azulinas, de yedras y de parras vírgenes. Más allá del pozo, un banco circular con un mosaico como los que hacía Javier Punter y frente a él una pared descarnada. Era uno de los lados de la masía. Fermín se metió por la puerta de al lado, una puerta rústica, dos hojas de madera tachonadas por clavos de

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cabeza redonda, y ambos entraron a un zaguán muy fresco donde Fermín guardaba los aperos. A un lado del zaguán subía una escalera de yeso hasta un rellano, y allí Tomás vio una puerta cerrada. -Sube –dijo-. Está abierto. Tomás se quitó la boina y subió por la escalera. Las paredes estaban llenas de hornillas triangulares con búcaros de espliego. Entró a una especie de taller. La parte derecha era una amplia cristalera, los ventanales de guillotina, y a la derecha no había más que una estantería llena de libros de punta a punta de la pared. En el centro, la silla de un escultor y una imagen de barro a medio manosear. Por todos lados había pegotes de arcilla, algunos bustos de escayola, y el aire a tierra húmeda de los alfares. La única puerta era una de doble hoja encristalada que se veía al final del estudio. No había ninguna otra, así que Tomás esperó más tranquilo a que se abriese. Por las cristaleras sólo se veían hojas y una luz amarilla verdosa que iluminaba sin desdibujarlos los contornos de las cosas. Entonces prestó más atención a las esculturas. Eran todas imágenes deformes, monstruosas: cerdos con púas y cuerpo de perro rabioso, o con cuatro tetas como bellotas gigantes, las alas puestas del revés y una cola de lagarto que se peleaba con un monstruo marino, o ranas en posturas muy obscenas, o peces cuyas escamas eran como punteras de talabarte y cabellos en forma de acanto y morros de pato. En muchos de ellos se veían granadas a punto de reventar, era la única fruta que había. Tomás se preguntaba, en medio de tanta bestia, qué significado tendrían. Pero casi todos eran retratos de seres humanos, probablemente para servir de capitel en la ménsula de alguna columna. A un enano sentado en una esquina le salía de la nariz una trompa ondulada que terminaba en forma de flor. Un señor afeitado y de cejas muy pobladas, orejas de cerdo, tetas y rabo de vacuno se sujetaba los tobillos con las manos y gracias a que el rabo le tapaba un poco las vergüenzas la postura no era más asquero-

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sa. Uno en concreto, un señor boca abajo, las barbas desparramadas, calvo, las piernas abiertas hasta sujetar con el culo la ménsula y el cuerpo abrazado por una serpiente, le llamó a Tomás la atención, como si la cara le sonase. Y lo mismo le pasó con un personaje de orejas grandes y gordas, nariz de borracho y la boca cuadrada, como para que le cupiera una canal de agua. Un tercero llevaba los ojos muy grandes esculpidos, a Tomás le gustó la manera tan impresionante de sobresalirle la pupila, la boca carnosa, los bigotes ondulados, la melena al viento de unas ramas de acanto. -¡Te presento a don Rodolfo! ¿Te gusta? De las cristaleras del fondo salió una mujer que al principio a Tomás le pareció un hombre, porque llevaba pantalones. -Perdona que te haya hecho esperar. Llevaba las manos perdidas de barro y he ido a limpiarme un poco. ¿Quién eres? -dijo la mujer, con una sonrisa que indicaba franqueza más que insolencia. -Me llamo Tomás Maícas. He venido a ver al marqués. -Pues lo siento mucho, pero el marqués no está. Hasta que no terminen las procesiones no creo que vuelva por aquí. ¿Quieres tomar algo? -Bueno -dijo Tomás, casi sin pensarlo. La dama se acercó a una mesita baja de madera donde había una botella de Anís del Mono, un sifón, un vaso y una jarra de limonada casi vacía. Del armarito de debajo de la mesa se agachó a sacar un vaso de té con estampaciones de purpurina. Tomás se sentía como encogido. Aquella mujer con anchos pantalones de granjero, el pelo recogido y una chaqueta de lana estirazada como la que llevaba Fermín, chaqueta de jardinero viejo, le pareció alguien tan lejano como el propio marqués. Por un momento pensó que podría ser su mujer, o su amante, y eso disiparía sus aprensiones. Luego pensó que eso no eran más que conjeturas.

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-No me has dicho si te gusta don Rodolfo -dijo ella, sirviéndose un dedo de anís y sujetando el vaso como si fuera un pajarico mientras miraba las esculturas-. Ese de ahí es don Timoteo Bayo. Y ese es mi tío, Pablo Monguió. Salvo esta gárgola con la cara de mi tío, que es para una amiga suya, voy a inmortalizar a toda su cuadrilla en el claustro de San Pedro, ¿qué te parece? -¿Y esos bichos? -Esos también son para el claustro. -¿Para una iglesia? -dijo Tomás, y apuró su vaso de anís. Cogía el vaso con la mano sin relajar, como si sus grandes dedazos de herrero fueran una sola pieza que apenas articulara las falanges. Ella las miró encantada. -Tienes unas manos muy bonitas… -Yo también hago estas cosas, pero las hago de hierro. Soy herrero. -¿Cosas como qué? -El marqués se llevó el otro día un picaporte que hice yo. -¿Ese? -dijo ella, y señaló un picaporte colgado de un clavo en una columna de madera. -Sí. -Encantada. Me llamo Rosser. Se pronuncia Russé. ¿A ver? Pronuncia. -Rusé. -Más o menos. El lagarto es mío, me lo regaló el marqués, y sí, eres un escultor muy bueno. La verdad es que pensaba ir al Vulcano un día de estos. Iba a proponerte algo. -No sé. En la fragua hay mucha faena, y esta mañana he visto que se quedaba vacante la herrería de Cubla y… -improvisó Tomás, que estaba un poco nervioso.

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-Necesito un cardo -dijo Rosser-, pero no un cardo cualquiera. Necesito un Cnicus benedictus, un cardo santo, como lo llaman aquí. He decidido que sea ese el que pongamos en las rejas de la Catedral. ¿Serías tú capaz de forjarlo? -Aún no sé cómo es. -Aquí tengo un dibujo. Toma, piénsalo. -El trabajo lo reparte el patrón. -Ah, no no. Esto es un trabajo particular. Esto es, más bien, una colaboración. Yo tengo mis limitaciones. No sé trabajar el hierro, y tú manejas el hierro como si fueras el que forjó el escudo de Eneas. -¿De quién? -De otro íntimo amigo mío. Tomás se sintió más cómodo. No obstante, estaba sentado sin abrir las piernas. Russé se había esclafado en una chaise-long que miraba hacia las cristaleras, y fumaba de perfil. -El marqués tiene planes para ti, ¿sabes? Tomás volvió a la rigidez apenas abandonada. -Pero yo no tengo planes para él. -No seas así. No es mal tipo. Lo que pasa es que resulta tan antipático cuando lo conoces, ¿verdad? Luego es un hombre de lo más curioso. ¿Quieres que te enseñe su colección de picaportes? Yo misma tengo que regalarle uno. Mira a ver si se te ocurre algo. A fin de cuentas -dijo Rosser, sonriendo por detrás del humo-, ese picaporte también lo vas a forjar tú… Tomás no estaba seguro de nada, pero tampoco encontraba el momento de marchar. Volvió a echar un vistazo a las esculturas y vio las granadas a punto de reventar debajo de dos calaveras enfrentadas.

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-Le gustan las mangranas -dijo Tomás, tratando de ser amable. -¿Las qué? -Ésas de ahí. -Ah, no son granadas. Son papavera. -¿Papaqué? -Papavera. Opio. ¿No sabes qué es el opio? -dijo Rosser.

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15. CLUB VELOCIPÉDICO TUROLENSE

Pilarín Sangüesa ya sabía montar en bicicleta. El día de la fundación del Club Velocipédico Turolense, Pilarín cortó la cinta con los colores de la bandera española. Entonces sólo se subió un momento a la bicicleta, lo justo para que la sostuviesen de pie, con una mano en el sillín y otra en el manillar, Arsenio Perruca por el lado izquierdo y Joaquinito Torán por el derecho, ambos muy repeinados y sonrientes, con sus bombachos y sus jerseys de cuello alto y sus bigotes engomados, mientras el señor Hernández se metía bajo la cortinilla de la cámara y un fogonazo de magnesio iluminaba la

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fotografía. Había que tener mucho cuidado porque la bicicleta pesaba por lo menos cuarenta kilos, dijo Arsenio, y Pilarín se sintió un poco atascada con tantos forros y refajos que había que poner por encima de la barra y sin que las puntillas se atascasen con los engranajes. El gusto por el pedal no había hecho más que crecer en la ciudad desde que en 1903 se corrió el primer Tour de France y todos los noticiarios se hicieron eco del acontecimiento. Los aficionados a tan interesante género de sport encontraban todo tipo de garantías en la nueva bicicleta de seguridad Starley, de ruedas más proporcionadas, rodamientos engranados por cadenas y neumáticos de goma. Aparte de guardar mejor el equilibrio, la bicicleta de seguridad incorporaba frenos en las ruedas y se podía ir más deprisa sin riesgo de atropellos ni tozolones. El Club Velocipédico Turolense fue fundado en 1896 por el entusiasta ciclista Federico Puig y Romaguer, pero cuando el fundador consiguió un traslado el club siguió funcionando con el apoyo de los jóvenes más significados de la capital. Organizaban expediciones a Villastar y en las ferias de San Fernando se disputaban certámenes velocipédicos en la carretera de Zaragoza, entre el puente de hierro y la Virgen del Carmen. Una bicicleta de seguridad valía entonces lo mismo que Tomás ganaba en un mes en El Vulcano. Pilarín aprendió tan rapidísimamente a montar en bicicleta gracias al hermano Etienne. Un miembro del club (cuyo nombre soslayaremos, en atención a la honesta fama de sus descendientes), hijo de buena familia, un muchacho noble y muy estudioso que acabó sus días de muy mala manera, regaló a Pilarín una bicicleta monísima: la barra superior arrancaba del alto manillar en dos tubos delgados que se abrían en curva descendente hasta las palomillas que sujetaban los piñones, y de los piñones salían otros dos tubos ondulados que se iban cerrando hasta el encuentro con el manillar. Parecían un ojo rasgado con una rueda en el lacrimal.

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Pilarín agradeció de todo corazón al joven caballero aquel regalo escandalosamente caro y de inmediato lo subió al asilo de San Nicolás. El hermano Etienne era un gran sportman. En su Rubaix natal había viajado desde niño en bicicleta por aquellos ásperos caminos de pavés, kilómetros y kilómetros con un tembleque general que destrozaba los riñones al más pintado, pero ellos, solía decir el hermano, eran como los caballos percherones, acostumbrados al mal tiempo y a los caminos difíciles. Todos vieron admirados cómo el hermano Etienne se recogía la sotana y daba una vuelta con la destreza propia de un equilibrista. Todos se admiraban de su dominio, el alto hermano rubio de pelos lacios que volaban con el viento y él achinaba los ojos tras los lentes para que no le entrase ningún mosquito. Cuando dio por concluida la demostración, el hermano se bajó de un salto de la bicicleta, los pedales siguieron dando vueltas y el cura se presentó recto y con la sotana en perfecto estado y la bicicleta sujeta por el manillar. “Ahoga tú, Pilaguín”, dijo el sonriente y sudoroso hermano. “¡Sí, sí!”, gritaba la chiquillería. Y entonces Pilarín le contó al hermano Etienne que Arsenio Perruca y Joaquinito Torán le habían sujetado el sillín para que no se cayese, y el hermano Etienne dijo: “De eso nada, Pilaguín; a ti no tiene que sujetagte ningún mosalbete”, y en el patio del hospicio se organizó un follón tremendo con todos los niños que aplaudían divertidos a la señorita Pilarín mientras ella iba haciendo eses entre los árboles con el hermano Etienne detrás, a escasos centímetros de su cuerpo, con las manos en posición de cogerla en el momento en que la señorita Pilarín fuese a perder el equilibrio, pero dio unas cuantas vueltas a las acacias y cuando veía que la bicicleta se le iba a vencer ella daba más fuerte a los pedales y evitaba milagrosamente la caída. “¡Más fuegte, Pilaguín! ¡Si ves que te caes, más fuegte!”, le decía, correteando junto a ella igual que un cómico en apuros, el hermano Etienne. Y cuando Pilarín ya se sintió segura se bajó de la bicicleta y llamó

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a Isidoro. “¡Ven, Isidoro, prueba tú!”, le dijo, e Isidoro tampoco necesitó la ayuda del hermano Etienne más que durante los primeros metros. Luisín sí, Luisín se pegó una castaña tremenda. Durante un mes seguido no hubo manera de cantar los sábados todo el programa, todos los kyries y los misereres, porque, con la fiesta que se organizaba cuando aparecía Pilarín, el hermano Etienne decidía concluir el ensayo con unos minutos de anticipación, y aprovechando las últimas luces del día dejar que los niños diesen unas vueltas al patio con la bicicleta. Pilarín contaba todo esto una tarde a su amiga Rosser. Pilarín había ido a buscarla al Café Moderno y bajaron juntas la calle de la Democracia y la de San Francisco, y cruzaron el puente de hierro y se fueron a pasear por los huertos de la vega del Guadalaviar. Les gustaba pasear por la senda repleta de espliego que pasaba entre las tapias de los huertos, algunas pintadas de azul. A veces, cuando los días empezaron a crecer, se acercaban por la carretera de Cuenca hasta más allá del Ventorro, a los barrancos de Pocopán, un cañón de arcillas pedregosas entre cuyos profundos cortados discurría una rambla reseca. En esos paseos Rosser y Pilarín hablaban y no hablaban. Hablar era una forma más de estar entretenidas, decir lo hermoso que era el campo era una forma de respirarlo. A Pilarín no se le pasaba por la cabeza preguntarle a Rosser cosas de su vida, por qué había pasado tantos días con esas ojeras tan profundas, cuando la fiebre de la brucelosis le había ya empezado a remitir. Rosser, al principio, no decía nada. Su cuerpo frágil, estragado por la fiebre, caminaba cabizbajo como el de las enfermas. A veces Pilarín le preguntaba si no le estaría molestando tanto cacareo, con el tono de voz tan agudo de soprano que tenía ella, pero Rosser entonces se agarraba de su brazo y le pedía que siguiese, que siguiera contándole cómo la cogió Arsenio Perruca del sillín, que le contara

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la cara que ponía el hermano Etienne cuando la enseñó a montar en bicicleta, que siguiese hablando como si pedaleara por entre las acacias. “Cuando me ponga buena, Pilar, nos iremos juntas a montar en bicicleta”, le decía. Y llegó el día, muy pocos días después, como una flor que revienta sin que te des cuenta, y que sólo la ves una mañana, cuando miras distraído hacia el balcón y ves que algo ha nacido, llegó el día en que Rosser se arregló unas ropas viejas de Guillermina y se puso todo lo más moderna que pudo, y se fue a pasear con Pilarín. -Mañana nos vamos con el Club Velocipédico Turolense hasta Villastar -le dijo la tarde aquella-. Pero antes tenemos que hacernos con la ropa adecuada -dijo. Qué bien se lo pasaron las dos descosiendo pantalones de sport de Pablo Monguió y cosiéndoles cuchillos y suplementos y frunces en la cintura y estiramientos de la bragueta. Las manos de Rosser volaban con la aguja, pero no era el coser beato de las abuelas, sino el trabajo diestro de un miniaturista. Y Pilar se reía y decía que no con la cabeza y arrodillada sobre un cojín de fieltro se tapaba la boca y decía: “¡Mi hermana me mata!”, pero le volvía a dar un ataque de risa y Rosser la ayudaba a reír con cualquier gracieta nueva que se le ocurriese. Al día siguiente, a las nueve de la mañana, en la plaza de la Libertad, junto a la fachada dieciochesca del Ayuntamiento, Rosser y Pilarín se presentaron con sendas bicicletas de seguridad, la de Rosser, recta y moderna, pintada de violeta, y la de Pilarín la del ojo rasgado, la que subió a San Nicolás. Iban las dos vestidas con pantalones blancos, muy ajustados a la cintura y a las caderas, que terminaban por debajo de la rodilla. Iban igual vestidas, parecían hermanas. Las dos los pantalones blancos y una chaquetilla de punto con cenefas coloradas en los puños y en la cintura, y las dos zapatos de cuero elástico, con una trabilla que se abotonaba para sujetarlos al empeine. Sólo se diferenciaban en que Pilar se había calzado unas medias negras hasta la embocadura del bom-

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bacho con una franja de tres rayas rojas y dos verdes, y la de Rosser era de círculos verdes entre dos rayas amarillas. También se diferenciaban en que Rosser se había puesto un sombrero de paja, pero Pilarín había preferido la gorra blanca de su padre, que le recogía mejor el peinado y no se le volaría con el viento. La expectación en la salida pronto se hizo considerable, lo que las lenguas tardaron en bajar por las canales. Rosser le había dicho a Pilarín muy seria que en Australia ya había señoritas que usaban pantalones, y eso lo había leído en un libro delicioso que en cuanto volvieran de Villastar le prestaría, se titulaba La mujer del almacén, y era de una escritora maravillosa que se llamaba Katherine Mansfield. “Tienes que leer a Katherine Mansfield, Pilar”, y Pilarín estaba como envuelta en una sábana de gasa en la que todo estaba mejor iluminado y las ideas de Rosser eran igual de verdaderas que los pantalones blancos cortados y confeccionados en una tarde en la que disfrutaron como si llevasen así juntas desde niñas. Y, como había decidido que aquello estaba bien, Pilarín Sangüesa, aquella mañana de primavera, no dejó de sonreír y corresponder con saludos efusivos y con bromas a todos los que se les habían quedado mirando con ojos de besugo y sin saber qué decir, hasta que Joaquinito Torán, siempre tan solícito con las mujeres, se les acercó el primero a ponderar muy favorablemente el modelito. Él iba con unos bombachos marrones de pana y un jersey de cuello negro. Luego todos los sportmen usaron palabras parecidas para felicitarlas. Los ciclistas bajaron por la calle del Salvador hasta el paseo del Óvalo, desde cuya barbacana se veían los jardines de la estación y la ancha vega perderse sosegada en el camino hacia Villastar. La carretera, a orillas del río Turia, serpenteaba sin desniveles dignos de consideración. A la derecha subían las faldas coloradas de los cerros, llenas de matojos pardos. Entre dos de aquellas lomas se cobijaba la aldea. A la izquierda todo eran bancales de tomateras y de patatas en flor, campos de avenas locas y amapolas. El

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firme de la carretera estaba bien, no levantaba demasiado polvo pero había que tener mucho cuidado en esquivar las roderas de los carros que venían cargados de Libros, de las minas de azufre. Rosser conducía con firmeza, se levantaba del sillín y adelantaba unos metros, y después se dejaba llevar para ir al lado de Pilarín, a la que todas las pedaladas le costaban el mismo esfuerzo. Iba agarrada al manillar y apretaba los dientes, tiesa como un palo, la mirada como sorprendida y la sonrisa permanente. Los ciclistas iban y venían como perros pastores y se situaban a la altura de las damas y les mostraban su dominio apoyando rectos los brazos sobre el manillar y descansando los hombros en ellos, y les preguntaban una y otra vez si estaban cansadas. Ellas se retrasaban a veces adrede y veían el pelotón ciclista turolense, las espaldas de los hombres y sus gorras, que subían y bajaban como las teclas de un organillo en la mañana luminosa. Rosser y Pilarín se habían quedado un poco rezagadas, sobre todo porque no paraban de cascar. Los jóvenes obsequiosos no podían con un ritmo tan tranquilo, pero no se adelantaron tanto como para no perderlas de vista entre las hojas todavía tiernas de los chopos cabeceros. De pronto Rosser y Pilarín, que iban hablando de las avenas locas, escucharon el crujir de una bocina y Pilarín al girar instintivamente la cabeza casi pierde el equilibrio, porque la rueda delantera se le metió sin querer en una de las roderas. Y a su lado pasó una bicicleta doble, un tándem, como luego supo Pilarín, y delante iba dando pedaladas como un poseso el bueno de Fermín, y detrás, dejando que sus pies fuesen pedaleados, más pendiente de las posturas que de los movimientos, iba Leopoldo. Al marqués, como siempre, no le faltaba detalle. Saludó muy ceremoniosamente a las señoras y les preguntó si estaban cansadas. Pilarín se dio cuenta de que el marqués nunca se había dirigido antes a ella, nunca jamás la había saludado ni tratado con aque-

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lla consideración ni con ninguna otra, a pesar de que se conocían desde niños. Pero ahora, encima de la bicicleta, todo eran sonrisas. -Permíteme que te felicite, Pilarín. Vas modernísima, Pilarín. Vas moderna hasta más no poder. Qué bien, qué alegría… -¡Déjanos probar el tándem a Pilar y a mí! -dijo Rosser en ese momento. -¡Sí, sí, ahora mismo! ¡Fermín, para este trasto! Todos detuvieron con prudencia los vehículos y los apoyaron en un talud de arcilla que había junto a la cuneta. Rosser se sentó en el sillín delantero del tándem y apoyó el pie en el suelo para sujetar inclinada la bicicleta mientras se subía Pilarín. Y entonces Rosser dijo: “¿estás preparada?”, y Pilarín dijo sí, y arrancaron el tándem y pronto habían alcanzado una velocidad muy superior a la que llevaban desde que salieron. Rosser se levantaba del sillín para empujar con sus piernas fibrosas el aparato y Pilarín era todo pundonor pedaleando lo más fuerte que podía. Rosser se sentaba en el sillín y se agachaba sobre el manillar y cortaba el viento con su perfil de líneas afiladas, y Pilarín se sujetaba la gorra con una mano pero volvía a ponerla en su sitio y se reía como una loca y no paraba de pedalear. Y llegaron a un repecho, a un pequeño desnivel de apenas unos metros, pero el cansancio había hecho mella en Rosser y aquel armatoste cuesta arriba pesaba un quintal, y entonces Pilarín le dio todo lo más fuerte que pudo a los pedales y la propia inercia de su empuje la llevó a levantarse del sillín, y en ese momento se vio a sí misma y dijo: “¡mira, Rosser, me levanto del sillín!”, y Rosser entonces apretó los dientes con renovados bríos y las dos amigas coronaron el repecho sin ninguna dificultad. Joaquinito Torán, que fue alcanzado y rebasado por las damas velocípedas, soltó las manos del manillar y se puso a aplaudir. Casi se cae.

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16. GOLPES DE LÁTIGO

Tomás utilizaba la bicicleta de Rosser para ir de la calle de Alcañices, donde estaba la fragua, hasta la Casa de Cristal. Desde que la encontró en aquel taller de imágenes extrañas no había dejado de ir cada tarde a trabajar el barro con ella. Rosser seguía viviendo en casa de Monguió, pero pasaba las mañanas con Pilarín Sangüesa y por las tardes, cuando Pilarín acudía con su hermana a los Oficios de la Dolorosa, Rosser se iba paseando hasta la masía del marqués y allí se dedicaba a la escultura.

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Desde que Rosser había decidido, al hojear los libros de botánica de Leopoldo, que el Cnicus Benedictus sería la flor que culminaría la gran portada neomudéjar de la Catedral, su principal ocupación consistía en modelar flores en el barro, o con el lapicero, de los muchos encargos que afloraban en la mesa de su tío. Tomás se llevaba de la fragua retajos de chapa flexible que iba retorciendo y amartillando según las indicaciones de Rosser. Pocas veces Tomás daba forma en el hierro a un modelo natural, aunque sí pasaba el tiempo acariciando con la yema de los dedos las nervaduras de las hojas y los pliegues de los pétalos. Él esperaba a que Rosser, a partir del natural, trazara un dibujo, modelara un fruto, y después, ya sí, Tomás se concentraba en su fuerte como artesano, la extrema exactitud. Fueron días de muchas flores. La noticia de los nuevos planos para el señor Ferrán causó un alboroto considerable. Las principales familias de comerciantes de la ciudad encargaron de inmediato verjas de flores para sus ventanas, farolas y barandales para sus escaleras y rejas para las entradas de sus propiedades. Pedían ramos de laurel, mariposas, tritones, azucenas, picaportes, y aparte de unos pocos que forjaba sua mano don Matías, por la bigornia de Tomás pasó una floristería entera. Los apellidos de Asensio, Ferrán y Garzarán eran frecuentes en los albaranes de entregas urgentes, y también en los ecos de sociedad de los periódicos, y hubo unos días en los que las bonanzas de los negocios eran líneas curvas en forma de látigo que servían para proteger de los ladrones. Tomás se hizo experto en esas curvas de las barras que llamaban golpes de látigo y que eran como una rúbrica silenciosa. Cuando Rosser trazaba alguno para decorar un barandal por encargo de su tío, Tomás miraba un momento las líneas y le decía si estaban bien o no, pero no le decía por qué. La razón la descubrieron una tarde, paseando entre los chopos cabeceros, un día en el que retumbaban en la vega los ecos de las pro-

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cesiones y la tarde había dorado los maizales y los brotes tiernos de pipirigallo. Tomás cogió uno de aquellos dibujos de golpes de látigo que no le habían gustado y no sabía por qué, dobló el papel y se lo metió al bolsillo. Su lenguaje era el de los compañeros de trabajo. Tomás no recordaba haberse contado la vida en ningún momento. Desde la tarde en que Tomás se sintió tan halagado por los piropos que Rosser echase a su eslizón de hierro, la conversación entre los dos no había salido de aquel jardín reducido. La infinita curiosidad de Rosser hizo que siempre fuera urgente verse de un día para otro, que resultase imprescindible tener terminada una flor que no acababa de sentir, como decía ella, a través de las estampas botánicas que coleccionaba Leopoldo. Una tarde decidieron dejar los bocetos del cardo santo y dar un paseo por el río. Su hablar era un ir poniendo nombre a la hermosura. A Rosser le gustaba describir con palabras las formas de las cosas, decía que así las incorporaba, que luego no debía esforzarse para recordarlas. Estaba fascinada con los chopos cabeceros, ahora que les asomaban ya las hojas a las varas tiernas. Le gustaban las contradicciones de que fuera podado brutalmente pero viviera más que los que no se podaban. Que no creciera mucho, pero generara troncos mucho más robustos. A Tomás le hacía gracia cómo Rosser se emocionaba con esos viejos muñones erizados de ramas nuevas que tenían un dramatismo como de labradores viejos, cargados de hombros, las falanges nudosas, la tez labrada, el pelo tieso. Le parecía un árbol gigantesco en miniatura, o la versión gigante de un arbusto pequeño. Le emocionaba su aspecto de culto pagano, como un dolmen que estuviera vivo. Tomás escuchaba todo aquello y pensaba que debía recordarlo todo porque todo debía ser importante. Muchas de sus ocurrencias, en boca de cualquier otra persona, le

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habrían parecido necedades, pero desde el primer momento en que vio a Rosser se había limitado a no hacer nada que pudiera disgustarla, ni siquiera pensar mal. El lenguaje de Rosser impresionaba mucho a Tomás. Su acento blando, sus eles dulcemente masticadas, y sobre todo las anécdotas que contaba de Barcelona, siempre vinculadas al mundo del arte y a las formas de las cosas, le producían un placer que lo inflaba de amor propio cada vez que Tomás podía demostrar, con un comentario seco y certero, haber entendido lo que Rosser hubiera dicho. Uno de esos momentos sucedió aquella tarde. Al lado mismo del agua nacía un chopo aserrado año tras año. La corteza, al retorcerse para cicatrizar las podas gruesas, doblaba las líneas de los años en una especie de giro de caracola. Rosser se acercó mucho a mirarla. -Mira, Tomás, mira las líneas que forman las quebrazas, mira por dónde se han roto. Mira los líquenes, mira el verde aventurina de los líquenes. Tomás, en vez de acercarse a mirar tan de cerca como ella, les pasó el dedo por encima, y fue recorriendo el dibujo que toda la línea trazaba alrededor de la cicatriz, que se cerraba en blandos pegotes endurecidos, como las rebabas del hierro dulce. Luego se metió la mano al bolsillo y sacó un papel doblado. -Mira -dijo Tomás-, ninguna de las líneas de la herida tiene la misma forma que esta. Ninguna herida cerraría formando este golpe de látigo. ¿Lo ves? Rosser miró el papel y el árbol y los ojos de Tomás. -¡Eres un artista! -le dijo, y le dio un beso. Tomás no supo si tomarlo como un beso de admiración, porque había sido fuerte y sonoro, y breve, y sin cerrar los ojos, así que dejó las manos quietas. Él no conocía más que dos o tres clases de besos en la boca, los demasiado ardorosos y los fríos como barras de hielo, los de mujeres que se enroscaban con movimientos aprendidos alrede-

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dor de su cuerpo y las que no estarían mucho más tiesas el día que se muriesen. Pero este beso junto al chopo mutilado no parecía sufrir el virus las pasiones, ni transmitirlo. Era un reconocimiento a su intuición artística, y Tomás tenía suficiente temple como para esperar a darse cuenta de ello. No se sentía muy amado pero sí como si acabasen de nombrarle caballero. Volvían comentando sonrientes las ondulaciones de los látigos cuando enfilaron el caminito que los devolvió a la casa. El jardín del marqués era en realidad un vivero de especies botánicas. En el centro había un espacio grande y redondo con una fuente de mármol en el medio, una alegoría un poco fúnebre de la diosa Tetis entre sus nereidas como sardinillas. Esta zona central estaba cubierta por una pérgola muy alta, como un templete de música cruzado por todo tipo de plantas trepadoras. Pero el resto del jardín era una sucesión de caballones con planteros diferentes y una estaquilla con un letrero donde Leopoldo anotaba el nombre de la planta en latín. Por lo demás, el marqués había conservado la estructura de la masía, sus fachadas de yeso con chorriones y descarnaduras, la parra del portal y un patio que comunicaba con el estudio y donde Rosser solía sentarse a pasar el rato. Era un patio fresco, de losas de barro y tapias pintadas de añil, un pozo y un antiguo lavadero, que el marqués tenía lleno de geranios. En una esquina del patio un rosal trepaba y se desparramaba envolviendo las paredes del aljibe. Rosser entró al taller y en el alféizar que daba al patio colocó el altavoz del gramófono. Tomás no había oído en su vida más música que la de las charangas de los Carnavales y los tambores de las procesiones, aparte de alguna cupletista revenida que tocaba la guitarra. -Escucha esto -dijo Rosser-, a ver si te gusta. -Un piano -dijo Tomás-.

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-Sí, pero escúchalo -dijo Rosser-. Está recién salido, le han traído el disco a mi tío Pau esta mañana con el coche de correos. ¡Y está grabado por las dos caras! Es la última obra de un compositor que acaba de morir, Albéniz, ¿te suena? -Me gusta como suena -dijo Tomás-. -Llevaba cuatro años trabajando en ella. Cuando la terminó se murió. Tomás no entendía bien aquellos sonidos que parecían desprenderse de una peña, caerse como el agua por los chorros y subir como en los sifones de las fuentes. Pero le gustaba, y sobre todo le gustaba ver a Rosser cómo la oía, con los ojos cerrados y la sonrisa de quien sólo quiere que lo sigan acariciando. Tomás creyó que era el momento de preguntarle a Rosser lo único que según sus cálculos no podía incomodarla. -¿Y tú qué piensas de mí, Rosser? Ella abrió los ojos, se incorporó en la tumbona de tela y lo miró muy sonriente. -¿Me dejas que lo averigüe? -¿Y cómo? -Ven. Rosser se levantó de la hamaca. Se había puesto una larga chaqueta de punto, porque a esas horas de la tarde ya se giraba un poco de frío. Ese día llevaba sayas hasta los pies. Cogió a Tomás de la mano y lo metió en el estudio. -Ven, siéntate aquí, quítate las alpargatas. Tomás obedeció, y Rosser comprobó divertida cómo los pies de Tomás estaban limpios de burda y trabajosa manicura. -¿No te imaginabas que un herrero se cuidase los pies? -dijo Tomás. -De ti podría imaginarme cualquier cosa -le contestó Rosser, que salió de nuevo al lavadero, a llenar un balde de agua, que al entrar dejó junto a los pies desnudos de

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Tomás. De un saco de papel de estraza que había encima del banco fue espolvoreando puñados de yeso en el agua, hasta que consiguió una pasta compacta. -Mete aquí los pies -dijo Rosser-. Voy a hacerte un vaciado. Mientras trabajes en la fragua yo modelaré tus pies de barro. Y luego tus pantorrillas, y después tus muslos, y después tu pubis, y tu vientre y tu pecho y tu cuello, y tus manos y tus brazos, y también tu cara. Voy a despedazarte y a esculpir las partes de tu cuerpo, y luego, cuando las haya vuelto a ensamblar todas y lo mire, sabré lo que pienso de ti. Tomás no hizo más preguntas. Aguardaba sin moverse a que se secara el yeso, que Rosser le ponía con papeles en las puntas y muescas para luego poderlo quitar. Trabajaba como un galeote en la fragua por las mañanas, forjando flores y golpes de látigo, y por las tardes posaba para ella, como un soldado al que hubieran puesto firmes toda la noche al volver del campo de batalla. Dos días después ya le tocaba el turno al pubis. El grado de confianza que había madurado sin explicaciones ayudó a que los dos obviasen los detalles. Tomás se desnudó y Rosser le aplicó el empastre con sumo cuidado, como si estuviera sacando el molde de una pieza de arqueología. El buen oficio y la suite Iberia sirvieron también de ayuda. Él se relajó para afrontar el tiempo que tardara en morirse la escayola, ella lo contemplaba y ambos escucharon el gramófono, Rosser con el máximo sosiego, Tomás con la máxima concentración, hasta que la voz de Rosser se sobrepuso a las notas de Albéniz y dijo: -¿Sabes? El marqués me ha propuesto que me case con él. Tomás sintió los primeros picores. Rosser se giró, como si acabara de darse cuenta de lo que había dicho. -No, no, Tomás, no es lo que piensas. Es un chico raro, pero yo lo entiendo. Es hijo único, y va a heredar de su madre un fortunón. Una buena tajada de las minas de Ojos Negros es suya, no sé si lo sabes. Vive un poco angustiado porque ve que su madre

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está muy mayor y él es joven pero no goza de buena salud. Ahí donde lo ves, tan peripuesto y tan atlético, por dentro está hecho una ruina. Tiene verdadero pánico a los parientes que husmean a ver si se muere alguno de los dos. En fin, que quiere casarse, a ver si así se los quita de encima. Los picores de la escayola le entraron por las ingles a Tomás y por la rabadilla. Tenía que sujetar las manos para que no acudiesen a rascarle. -No, Tomás, no es amor -dijo Rosser-. El marqués practica todos los sentimientos menos ese. No creo que fuese capaz de tocar siquiera el cuerpo de ningún ser vivo. Él dice que las plantas no sudan, y que por eso se dedica a la botánica. Dice que cuando ha estado envuelto en algún cuerpo sentía tanta repugnancia como Gulliver en Brobdingnag… En fin, sería lo que vulgarmente se conoce como un matrimonio de conveniencia. Por su parte, me llevaría donde yo quisiese, como si quisiera estar sola. Viviríamos aquí o en el palacio ese tan feo de la plaza de la Bombardera, o iríamos de gira por hoteles y recorreríamos los lugares du bon ton según las estaciones del año. Yo podría tener todos los affaires que quisiera siempre y cuando a los oídos de su señora madre no llegara ningún escándalo -dijo Rosser, y tiró el humo. A Tomás le ardían los glúteos y las pieles finas. -Pero pone una condición -continuó Rosser, cambiando de postura-. Quiere tener un hijo. Quiere que su apellido perdure, y que sus minas tengan heredero. Quiere un hijo, pero no quiere que lo tenga con él. Quiere que lo tenga contigo. Hubo unos segundos de estupefacción. El picor al mismo tiempo era insufrible. -¿Y tú que le has dicho? -preguntó por fin Tomás. Rosser volvió a mirarlo de frente y frunció el ceño, como si estuviera descubriendo un delito en ese mismo momento.

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-Oye, guapo, ¿pero tú por quién me has tomado? -contestó, y luego, ablandando un poco la sonrisa, se levantó para quitarle la escayola.

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17. CAJAS DESTEMPLADAS

No sin imprevistos ni dificultades, ayer tuvo lugar, en el Teatro Principal de Teruel, y ante una más que nutrida asistencia de público, la gran velada poética del Círculo Tradicionalista. Sería frívolo por parte de este cronista el arrojar cifras que pudieran contrastarse con las de otras veladas de otros círculos, pero estamos en condiciones de asegurar que el Teatro Principal estaba, como se suele decir, de bote en bote. Igualmente sería ocioso pormenorizar en esta crónica la nómina de asistentes ilustres y participantes renombrados, que fue copiosísima; diremos, sin entrar en pormenores, que estaba

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la flor y la nata de la sociedad turolense, con sus autoridades civiles, eclesiásticas y militares, desde el recién nombrado Gobernador Civil, don Estanislao Comas, al coronel Olabarrieta, en representación de las banderas legitimistas, o al vicario R. P. Mosén Orencio Palomares, gran aficionado a la poesía. En atención a la verdad y al interés de nuestros lectores debemos decir que la tarde de ayer, Miércoles Santo, había caído una generosa tromba de agua en Teruel. Los asistentes al acto dejaron las alfombras de las escaleras perdidas de barro, y la humedad de los tejidos y de los paraguas y el calor del ambiente pronto sofocó de intenso bochorno las plateas, y no fueron demasiadas, desgraciadamente, las damas que, a principios de abril, pensaron en llevar el abanico. El Teatro Principal ha sido recientemente remozado al gusto de la moda que de un tiempo a esta parte viene haciendo furor en nuestra ciudad. Esa fiebre por las florindangas, los adornos, remates y hierros absurdos ha llegado a los palcos del teatro, y las otrora guirnaldas que servían para engalanar los grandes acontecimientos no son hojas de laurel sino estuco definitivo. Las barandillas de los palcos, donde los jóvenes se asoman para ver el escenario con riesgo de caerse al patio de butacas de cabeza, están comidas por hiedras frías y parras escayoladas. Este cronista no pudo encontrar más línea recta que la que dibujaban los pliegues del telón. Somos conscientes de que este nuevo arte se ha instalado entre lo que pudiéramos llamar la crème de la ciudad, pero está llenando las calles de hierbajos calcificados y las ventanas de maleza metálica. Desde nuestra humilde condición de testigos ecuánimes de la velada, opinamos que una decoración tan permanentemente floreada no se aviene con según que actos. El de ayer, por ejemplo, en el pórtico mismo de nuestra querida Semana Santa, no era lugar de floreos ni de música siquiera. La maestra de ceremonias, doña Sagrario

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Sangüesa, que vestía de verde botella y azabache y que, según pudimos comprobar cuando salió del escenario, lucía un espléndido sombrero con plumas de ganso, advirtió a los asistentes, cuando todo el mundo estaba sacudiendo los paraguas todavía, de que, de acuerdo con el motu proprio de Su Santidad, la velada no tendría música. Doña Sagrario añadió que hasta el último momento habían luchado los organizadores por conseguir que un coro gregoriano diese profundidad espiritual a la velada, pero que algunas personas -dijo doña Sagrario, sin señalar- se habían interpuesto. No era ese, no, el momento para poner en claro actitudes tan displicentes contra el limpio espíritu del Círculo Tradicionalista en particular y de la mayoría fervorosa en general, algunas, y eso era lo más triste, desde dentro del propio seno de nuestra Santa Madre Iglesia. Este comentario provocó una cerrada ovación y algunos murmullos de asentimiento. Así pues, con el foso vacío, con la orquesta muda, con las líneas curvas de las puertas en el escenario, delante de aquel ramaje de madera y bajo la atenta mirada de Juan Eugenio Hartzembusch, que miraba desde su ovalado medallón, doña Sagrario Sangüesa presentó a los participantes y leyó el nombre del poema que iban a leer. Fueron muchos, ciertamente. La suma de los versos que ayer se recitaron en el Teatro Principal daría sin apuros para un par de tragedias. ¡Todo el mundo quiso arrimar el hombro para que la velada fuera un éxito! Pero las alfombras empapadas provocaron ayes del público reumático y los sofocos y las alferecías fueron un constante goteo durante toda la noche. En páginas interiores ofrecemos la nómina completa de señoras que tuvieron que ser asistidas. Todo el mundo puso lo mejor de sí mismo, desde don Modesto Francés, que leyó quinientos versos del Poema de Mío Cid, recién restaurado por el ilustre académico don Ramón Menéndez Pidal, hasta don Victoriano Redondo, que alegró el recital -

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dentro del escaso jolgorio a que animan estos días de recogimiento- con unos ceñidos madrigaletes de Gutierre de Cetina. La velada, en fin, se habría saldado con el aplauso de unos y el agradecimiento de otros de no haber sido por una extraña actuación que llegó casi al final, cuando casi todo el público estaba ya por los pasillos buscando sus paraguas y sus sombreros y sus plumas mojadas. Debemos decir, a propósito, que la nueva moda de los sombreros grandes no ayuda a desalojar los teatros. Casi tan poco como la lluvia. No sólo este fue un momento extraño. Poco antes, y gracias a que todo el mundo estaba hablando y no se entendía nada de lo que se recitaba en el escenario, el tumulto pudo desatarse con unos desafortunados versos que leyó don Rodolfo Górriz, y que, para constancia pública, ahora puede decirse que pertenecen a un inédito del poeta Juan Ramón Jiménez. Puede que las yedras fósiles sean del gusto moderno, pero me veo en la obligación de escribir que el poema Cuando te levantaba las faldas perfumadas pudo desencadenar un serio conflicto de orden público si la gente llega a prestar atención. No es esta la primera vez que don Rodolfo Górriz lleva demasiado lejos su sentido de lo moderno, que parece sólo consistir en hacer las mismas cosas de siempre pero en lugares inadecuados, y tampoco es la primera vez, forzoso es reconocerlo, que nadie le hace ni caso. A quien sí prestó el público atención desde el primer momento fue a un niño encapuchado que apareció en el escenario con un tambor. Sabemos que era niño por su estatura, por las manos tiernas que tocaban los palillos y por los zapatos, que le venían grandes, porque apareció vestido con un hábito de nazareno y un capirote que le tapaba la cara. Es importante insistir en el detalle porque, según fuentes fidedignas consultadas por este periódico, quienes con más ahínco se opusieron a que el Coro de San Nicolás actuase fueron los mismos que anoche, desafiando todas las expectativas, sacaron a un

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infante al escenario. Según pudimos comprobar desde nuestro puesto en las bancadas de los palcos, algunas damas estuvieron de acuerdo en mi apreciación, en especial doña María Farrás de Montaner y la ya citada doña Sagrario Sangüesa, que lo expresaba con vehemencia entre sus vecinos de butaca. Algunos injustos silbidos trataron de acallarla. El niño se presentó en el centro del escenario y dijo: “¡Toque del Calvario!”, y ofreció una muestra de la variada riqueza folclórica de nuestra provincia. El niño tamborileaba con empaque y donosura, ratatatá, ratatatá, ratatarrátatarrátatarrá, y la gente aprovechaba la ruidera para dar rienda suelta a sus quejas e inquietudes, si bien, por lo menos en la zona de los palcos, cundió la especie de que aquello era buena señal, y que después saldrían los añorados niños del Coro de San Nicolás, y que con toda probabilidad algunos de los cantantes intervendrían adaptando sus voces a la música sagrada. Por gestos tratamos de contrastar esta información con doña Sagrario Sangüesa, que presenciaba el recital acompañada de su bella hermana, la señorita Pilarín Sangüesa. Las familias Sangüesa y Monguió, por lo que se pudo ver ayer en el teatro, mantienen relaciones muy aparentes. Junto a doña Sagrario estaba la esposa del señor Monguió, doña Guillermina, a quien también saludamos desde nuestro palco, y al lado de la señorita Pilarín se sentaba una joven que ya dio que hablar a este noticiero con la famosa expedición a Villastar del otro día y su extravagante indumentaria. Para ser honestos, y a tenor de los halagos y zalemas que las damas de la ciudad dirigían a su vestido, podemos decir que causó sensación. Esta joven es sobrina segunda del señor Monguió, que estaba en medio de las cinco. Pero no fue así. El niño volvió a gritar, y esta vez dijo: “¡Junto al Sepulcro del Señor está Longinos!” Después abrió el bracito como los niños en las funciones escolares cuando anuncian la salida del sol, y el público asistió estupefacto a la salida de un hombre vestido con una armadura de hierro muy antigua, según comentarios del erudito

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don José Pardo Sastrón, que junto a algunas otras eminencias de la botánica está estos días por nuestra ciudad. “Es una armadura del siglo XVI”, reveló a este periódico. El hombre que había dentro de la armadura se desplazó trabajosamente hasta el centro del escenario y dijo: “¡Soy Longinos!”, y una ola de rumores recorrió la sala porque todo el mundo identificó el timbre de voz a la primera. De inmediato se hizo un silencio absoluto, y el niño volvió a tocar el tambor, ratatatá, ratatatá, ratatarrátatarrátatarrá, y querrán creernos nuestros lectores si les decimos que al mismo tiempo que sonaba el tambor, y a una velocidad a la que un servidor no había oído recitar nunca en su vida, a todo trapo, como se suele decir, el marqués de Valdeavellano recitó este confuso parlamento que con grandes apuros pudimos trasladar al papel: -Soy Longinos el que le clavó, soy Longinos el que le clavó, soy Longinos el que le clavó en el costado a Jesús una lanza en la cruz, a Jesús una lanza en la cruz, a Jesús una lanza en la cruz, a Jesús una lanza en la cruz cuando todos gemían y del corazón, gemían y del corazón, gemían y del corazón, gemían y del corazón le manaba la sangre y el agua al Señor, la sangre y el agua al Señor, la sangre y el agua al Señor, la sangre y el agua al Señor que bañaron mi mano de ciega traición, mi mano de ciega traición, mi mano de ciega traición, mi mano de ciega traición todavía vivía y la herida latió, vivía y la herida latió, vivía y la herida latió, vivía y la herida latió y como fuente manaba el aguá del perdón, manaba el aguá del perdón, manaba el aguá del perdón, manaba el aguá del perdón y lloraba la sangre que me hace sufrir, la sangre que me hace sufrir, la sangre que me hace sufrir, la sangre que me hace sufrir en la tumba de hierro que no ve la luz, de hierro que no ve la luz, de hierro que no ve la luz, de hierro que no ve la luz es la culpa que arrastro por verlo morir, que arrastro por verlo morir, que arrastro por verlo morir, de hierro que no ve la luz es la culpa que arrastro por verlo morir.

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El niño cesó de tocar al mismo tiempo que nuestro florido marqués terminó su extraña melopea, pero no hubo el silencio que uno pudo haberse imaginado, porque desde las primeras filas la señorita Pilarín Sangüesa y su acompañante (cuyo nombre desconocemos) estallaron en un sonoro aplauso, tan entusiasta que pronto contagió a medio patio de butacas y a la mitad de los palcos y de las plateas. La otra mitad, y con toda la razón del mundo, mostraba su indignación. Doña Sagrario Sangüesa se desvinculó ostensiblemente de la línea que marcaba el cuerpo de don Pablo Monguió y trató de animar a doña Guillermina y a otras señoras de las primeras filas a que protestasen. Pero las señoras no protestaban. Las señoras, mayoritariamente, aplaudían. A las señoras siempre les gusta mucho lo que hace el señor marqués. Este cronista se acercó a la salida del teatro, como era su obligación, a recoger la opinión de los que habían visto el espectáculo, y sine ira et studio, como diría el clásico, podemos decir que el patio estaba dividido. Con las apreturas de los paraguas abiertos y de la tormenta pertinaz que nos acompaña desde anoche, el coronel retirado don Lisardo Muñoz, héroe de la guerra del setenta y cuatro, que lucía su hermosa boina carlista y sus charreteras y sus condecoraciones reglamentarias, declaró a este periódico que ni las fechas ni las circunstancias eran las más apropiadas, pero que, en honor a la verdad, había también consistido en un canto casto a las esencias de la tierra. El coronel iba acompañado de la marquesa de Valdeavellano, a la que hacía mucho tiempo que no veíamos fuera del palacio de la Bombardera, y que parecía muy halagada y muy feliz con los volatines poéticos de su querido hijo. Más explícita se mostró doña Sagrario Sangüesa: “¡Ha sido una burla premeditada!”, declaró a este periódico. “Hubo un acuerdo entre los miembros del patronato del Círculo Tradicionalista y los responsables del asilo de San Nicolás de Bari en el sentido

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de que los niños no participarían en la velada de hoy. De haber sido así, muy otro habría sido el lucimiento de unos y de otros”. De su acompañante, y esposa del arquitecto moderno don Pablo Monguió, sentimos decir que no nos fue posible obtener declaraciones. La vimos, eso sí, muy afectada por la situación, pues, como hemos ya comentado en recientes páginas de sociedad, doña Guillermina y ella son muy amigas y está en boca de todos que doña Guillermina, bien sea por circunstancias personales o por injerencias externas, está pasando muy malos momentos y se la encuentra bastante deprimida. Desde aquí le deseamos un pronto restablecimiento. Por su parte, la acompañante de la señorita Sangüesa (cuyo nombre preguntamos con todo respeto pero no nos fue facilitado), se acercó motu proprio a este corresponsal y declaró: “Ha sido el mejor número de poesía que he visto en mucho tiempo. Tiene toda la fuerza de los poemas de Marinetti. Es un poema que te entra por los huesos, por el vientre, por el corazón. Es un sonido que te hace temblar las entrañas y te sume en un estado de catarsis creativa. ¿Ha visto usted girar a los derviches? Es el arte del futuro, amigo. Anote eso que le estoy diciendo, ¡el arte del futuro!” La señorita Sangüesa, con quien iba cogida del bracete, añadió a continuación: “¡Ha sido tan emocionante como una procesión de la Virgen de la Soledad! ¡Yo he sentido golpear en mi pecho toda la pena terrible que llevaba a cuestas ese hombre! ¡Y el niño, ¿ha visto qué bien tocaba el niño?!”. A fuer de sinceros, y para rematar esta información, creemos pertinente consignar que ninguna llevaba paraguas, y que ambas iban empapadas.

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18. MORFINA

Milagritos dijo que había sido un enfriamiento, que se iba corriendo a buscar más cardos marianos, y vio a Raimon sentado en una silla, a la entrada del comedor, a pique de enfriarse también el muchacho, y fue a descolgar una chaqueta de la percha para ponérsela, y le dijo: “¿te vienes, Ramón?” Raimon no sabía qué decir. La casa era un subir y bajar de gente preocupada. El doctor Trallero había venido cuatro veces ya, dos a mitad de la noche. Raimon se había despertado con los ruidos y cuando se asomó a la habitación de Rosser vio a su padre - 145 -


que intentaba sujetarla en la cama. Ella se movía como si no pudiese respirar, como si quisiera salirse de su cuerpo, y daba unos gritos que acuchillaban a Raimon porque no eran gritos de ira, ni de locura, ni siquiera de dolor físico, sino de alguna pena que por dentro la estuviese devorando. Su padre lo vio al salir tan compungido que le dijo a Raimon que no se preocupase, que todo era efecto de la fiebre, que dolerle no le dolía nada, pero que deliraba en sueños y era como cuando soñamos que no somos capaces de despertar. Raimon no entendió muy bien aquello. A las cuatro de la mañana el doctor Trallero entró dejando un rastro a colodión por el pasillo, y pocos minutos después se habían acabado los gritos. En esos minutos Raimon hizo tanto esfuerzo por que Rosser dejara de sufrir que cuando el silencio volvió a la casa se sentía hundido, vacío. A las seis de la mañana se volvieron a recrudecer los gritos. Raimon buscó a su madre. No eran gritos fuertes, pero se retorcían de desconsuelo, como si Rosser no pudiera liberarse de la desesperación que la tenía encadenada. Raimon caminó descalzo por el pasillo hasta llegar a la puerta de su madre, y pidió permiso para pasar. Guillermina estaba en la mecedora, junto a la ventana, con el cabello suelto y una toquilla de lana puesta sobre el camisón. -Ven, hijo, ven -le dijo, alargando los dedos de una mano-. No te deja dormir esa loca, ¿verdad? No me extraña. A mí tampoco. Raimon la miraba desde la puerta con su camisón de rayas arrugado. -Ven -dijo Guillermina-, ¿quieres quedarte a dormir aquí? El ruido del tren da sueño. Raimon la miró un momento más desde la puerta. -No –dijo-. Me voy a mi cuarto. -Cierra cuando salgas, cielo -dijo Guillermina.

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Raimon vio llegar al doctor Trallero desde lo alto de la escalera. Con él iba don Leopoldo. Su padre les abrió la puerta y conferenció brevemente con ellos debajo de las lámparas. Don Leopoldo se quitó la gabardina que vieron en el Ford Torpedo, debajo llevaba una camisa blanca y un pantalón muy claro, igual que cuando iban a la Casa de Cristal y el marqués les enseñaba las flores con letreros en latín. El doctor Trallero dejó su maletín sobre la consola de la entrada, al lado del candelabro, lo abrió y sacó una jeringa. Los gritos de Rosser, que se habían calmado un poco, se volvieron otra vez insoportables. Raimon se tapaba los oídos, sentía la misma indefensión que con los truenos. El doctor Trallero rellenó la jeringuilla con un líquido marrón y los tres entraron por debajo de la escalera en el dormitorio. Raimon bajó al recibidor. La puerta del dormitorio de Rosser estaba de par en par. Raimon vio que don Leopoldo la tenía cogida de la mano, quizá le estaba controlando la temperatura. Su padre tapaba con la espalda el cuerpo de Rosser en la cama. Sólo le veía un brazo muy flaco y los dedos en forma de gancho, agarrados a un objeto que ya se había ido. La tensión de los dedos era tal que la piel muy estirada tomaba un color violeta. Raimon vio entonces acercarse al doctor Trallero y lo vio cómo hincaba una aguja en las venas de Rosser, cómo apretaba en un pliegue la carne hasta que al perforarla volvía vencida a su posición, y en ese momento el señor Monguió se dio la vuelta y vio a Raimon. Salió, cerró la puerta del dormitorio y se acercó hasta él. Los gritos sonaban algo más amortiguados. -Raimon , hijo mío, qué haces aquí… Raimon vio que su padre tenía ojos de llorar. -Papá, ¿se está muriendo?

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-No, hijo mío, no -dijo Pau Monguió, y se inclinó para abrazarlo-. No. De ninguna manera, quítate eso de la cabeza. Lo que pasa es que a todos nos duele mucho verla sufrir, a mí también. Ha sido un ataque. Ha sido la brucelosis. Escucha, hijo mío, debemos dejarnos de fantasmas y confiar en la ciencia. La brucelosis es una enfermedad infecciosa que presenta estos síntomas. Rosser está muy débil y la fiebre le hace delirar, ya te lo dije antes. Tenemos que calmarla como sea y administrarle los medicamentos adecuados para que le baje la fiebre. Sólo así se dejará de tener estas horribles pesadillas. Pero su vida no corre peligro. ¿Me has entendido bien? -Sí. -Y ahora, lo mejor que puedes hacer es tratar de conciliar el sueño, Raimon. Mañana tienes que ir al colegio. -No, padre, mañana es Viernes Santo. -Ah, sí… Bueno, da igual. Descansa, Raimon, y vete tranquilo a tu alcoba. Puedes estar seguro de que Milagritos y yo no dejaremos sola a Rosser ni un minuto mientras se encuentre así de delicada. Anda, dame un beso. Raimon subió los primeros peldaños, hasta que su padre abrió y volvió a cerrar la puerta, y se quedó a esperar en una sombra de la escalera. Los gritos y aun los murmullos cesaron por completo. Sólo se oía la lluvia, y a lo lejos el rumor del tren minero que llegaba a la estación. Pocos minutos después la puerta se abrió y salieron los tres señores. Mientras se ponían las gabardinas y los sombreros, su padre dijo: -No sé qué pensar. Mi hermana me dijo que tan fuertes ya no le daban. El señor Trallero dijo: -¿Dónde compras la leche, Pablo? -En la calle Temprado, como siempre. A Guillermina le gusta la leche de burra, compramos grandes cantidades, esa es la verdad.

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Entonces don Leopoldo, que estaba poniéndose unos guantes grises, dijo: -Eso va bien para los huesos… y para el cutis. Pero no creo que se haya infectado en Teruel. Ya nos habríamos enterado. Habrá sido un rebrote. Si encima cogió un enfriamiento…, ¿no, Trallero? -Claro, claro -dijo el doctor Trallero. Después don Leopoldo se volvió a su padre y le miró de frente. -Volveré mañana, Pau. Pero, de aquí a mañana, cuando pase el efecto de la morfina, si ve que la situación se le va de las manos llámeme sin dudarlo. Iremos con el auto a donde sea. Raimon escuchó la palabra morfina. Antes también había escuchado la palabra fantasma. Los dos señores se fueron y Raimon vio desde lo alto a su padre que se daba unas friegas en el cuello y entraba a la cocina, a ponerse algo de comer, o a beber un vaso de agua. Raimon entonces volvió a bajar las escaleras y se acercó con sigilo al dormitorio de Rosser. La puerta no había llegado a cerrarse. Raimon la empujó con un dedo y entró. La estancia apenas estaba iluminada por un quinqué que había nada más entrar, a mano derecha, sobre una mesita baja. Rosser estaba dormida. Se había bajado el embozo de la cama hasta la cintura, las mantas se vencían desordenadas hacia uno de los lados, una toquilla negra caía de la cama como un animal muerto. Rosser estaba tumbada boca arriba, como si se hubiese dormido en el momento de tomar todo el aire que cupiera en sus pulmones. Le caían por los hombros la melena negra, levemente rizada, y su boca parecía haberse quedado a punto de decir algo. Se le había bajado el tirante del camisón y su hombro era tan pálido que se confundía con el cojín grande de plumas que le habían puesto para incorporarse. Las manos seguían igual: agarradas al embozo de las

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sábanas, como si las hubiera querido sujetar cuando notó que se iban deslizando hacia el suelo. Raimon se acercó. Una sombra de color violeta cubría sus ojos, pero no estaban cerrados del todo. Raimon vio destellar en la penumbra los reflejos de unos ojos inyectados, acuosos, como un llanto que se hubiera detenido en la pupila. Rosser respiraba y al echar el aire parecía mascullar palabras sin apenas abrir los labios. Raimon alargó el dedo con toda la lentitud que pudo, y lo acercó a esa mancha de agua entre las pestañas. Los rozó con la yema temblorosa, y fue como si hubiera roto una pequeña burbuja. Entre la piel amoratada de los párpados bajó una gota que fue deslizándose por la sien hasta emboscarse en el cabello. Raimon volvió a mirarla. -Rosser -le dijo-, Rosser, sóc jo, Raimon… Rosser no contestó. Raimon cogió su mano crispada, la desenganchó de las sábanas y la condujo hasta posarla sobre su pecho. Fue enderezando con los dedos cada una de las falanges, hasta que la mano quedó tranquila. Puso recta la manta rojiza, y después cogió con las dos manos el embozo y lo subió con sumo cuidado. Cuando iba a arroparla del todo, se dio cuenta de que sobre el hombro desnudo le caían los rizos negros, y vio que salía por debajo del cabello, ya muy débil, arrastrándose por la piel pálida del brazo, la lágrima pequeña, brillante, casi evaporada, del llanto que había cegado sus ojos. Raimon sintió en el hombro la mano de su padre. -Vamos, Raimon. Por el cristal biselado de la entrada se colaban las primeras luces. Milagritos entró escapando de la lluvia, venía con un mantón negro por la cabeza que tuvo que escurrir luego en la pila. La muchacha trató de sacudirse las gotas de agua en el felpudo y entró al recibidor.

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-¿Cómo está? -dijo, nada más entrar, con toda la capacidad de alarma de sus inocentes ojos claros. -Más tranquila -contestó Pablo Monguió-. Oye, Milagritos -le dijo, cuando Milagritos había descolgado ya una chaqueta de la percha para ponérsela en los hombros a Raimon, que se había sentado en una silla, en la entrada del comedor. -¿Sí señor? -dijo, volviéndose, Milagritos. -¿Por qué no traes otra vez aquellos cardos que…? En fin, ya sabes que yo las cosas de brujería…, pero, en fin, la botánica no es brujería, anoche mismo el doctor Loscos… -Sí señor -dijo Milagritos-, ahora mismo voy. ¿Te vienes, Ramón? -¿Me puedo ir, padre? -Raimon, hijo, hoy no has dormido. -No tengo sueño. -En fin, sea, pero ten cuidado con la lluvia, Milagritos -dijo Pablo Monguió. Milagritos y Raimon subieron por debajo de los Arcos para ir hasta la calle que salía de la iglesia de la Merced hasta la plaza de la Fuentebuena. Todo estaba lleno de barro. La lluvia golpeaba en las almenas de la Andaquilla. Tenían que caminar pegados a la cuneta porque por el camino bajaba una riada turbia que cubría los zapatos. Las casas de las Cuevas del Siete parecía que estuvieran deshaciéndose con la lluvia. De sus tejados bajos y combados caían chorriones grises y las mujeres sacaban con baldes el agua de los corrales y de los pajares, a veces de las propias casas. Amanecía sobre las Escuelas Graduadas y el camino que bordea el barranco del Arrabal. Los regueros formaban dibujos de raíces en la tierra y dejaban al descubierto los cascotes de los escombros. La muralla blanca de la Nevera resistía los azotes de la lluvia.

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La calle de la Merced era de las más inclinadas, y estaba cubierta, como todas, de tierra y de cantos desperdigados. Algunas vecinas habían puesto tablas en los portales para que el zaguán no se anegase. Bajaban los chiquillos con un hato en la cabeza y esperaban en la puerta del Botijitos a que los mayores terminasen de tomar un vaso de revuelto, antes de acudir al tajo. Milagritos salió de casa de su abuela con un saco. -Vas a ver qué bien le sientan, Ramón. La otra vez se lo dimos y enseguida se despabiló y estaba muy pitica. Vamos, Ramón, y ven, no te salgas del paraguas, no te vayas a mojar.

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19. MATER DOLOROSA

-Te encuentro un poco disperso, hijo mío -dijo la marquesa, apoyada en el balcón del palacio de la Bombardera, debajo del paraguas que le sostenía Leopoldo. -Es este tiempo del demonio, madre. Llevo los huesos empapados. Una lluvia fina llevaba cayendo toda la tarde, se veían las gotas como alfileres al trasluz de los faroles. En las ondas de los charcos los marqueses de Valdeavellano veían temblar los capirotes negros y los resplandores de los cirios.

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-Pues ve cuidándote, Leopoldo, que tu padre a los cuarenta ya no podía ni con su alma. ¿Cuándo pasa la Soledad? -La última. -Pues nos vamos a poner buenos… -dijo la marquesa. El encaje de la manga de la marquesa se había mojado de apoyar las manos en el barandal, y se había teñido de un color ferruginoso, como si se hubiera retocado los ribetes del carmín con las puntillas. Los costaleros mecían las peanas en vaivenes de anchos pasos y golpes de riñón. -Deberíamos meternos dentro hasta que pase, madre, a ver si vas tú también a coger un enfriamiento -dijo el marqués, y miró el reloj de oro. -¿También? -dijo la marquesa, que se había quedado mirando, con un mohín de aprensión, cómo un penitente iba arrastrando unas cadenas por el suelo-. ¿Quién más está enfriada, querido? -Nadie -respondió, cortante, el marqués-. No sé por qué se me ha escapado ese también, la verdad. -Pues yo diría -dijo la marquesa, subiéndose un poco el chal- que también es aquella señorita del vestido con solapa Robespierre que te aplaudía tanto ayer en el teatro, Leopoldo. ¿O estoy equivocada? -Sí, madre, estás equivocada. Esa chica está muy delicada, eso es verdad, pero lo suyo no ha sido un enfriamiento -dijo el marqués, y la marquesa vio entre las sombras húmedas del balcón cómo su hijo abría mucho los ojos al decirlo, mientras miraba pasar la cofradía de Jesús atado a la Columna. -Rosalía dice que han sido las fiebres maltas… -dejó caer la señora marquesa. -Si no os conociese a ti y a Rosalía, ahora mismo le caía una buena -contestó Leopoldo, concentrado en no perder ahora el sentido de la ironía.

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-Me preocupo por ti, Leopoldo. Deja en paz a Rosalía. -No -dijo Leopoldo, y apretó con fuerza el mango del paraguas-, tampoco han sido las fiebres maltas. La hiperestesia es muy dura, madre. En esos momentos pasaba por debajo del balcón la cofradía de Nuestra Señora de la Villa Vieja y de la Sangre de Cristo, que es del siglo XV. Primero pasó el EcceHomo, cuyas gotas de sangre brillaban con la humedad, y después Nuestra Señora de los Dolores, en un altar de velas blancas y bajo un palio morado con ribetes amarillos. Junto a ella procesionaban los cofrades, todos con hábito negro, tapados con el velo de un tercerol, que sostenían un cirio inclinado en la mano. Los goterones de cera caían a los charcos y se cuajaban al instante, en medio de un halo azul. Detrás de las peanas iba una comitiva se señoras enlutadas, con alta peineta de teja con celosías y mantillas negras que se derramaban en pliegues transparentes y se recogían luego con la cinta malva del escapulario, todas ellas muy conocidas. -Las Sangüesitas ya van levantando el ojo para que las saludemos -dijo la marquesa-. ¿Te apetece? -Es sólo la gorda, la Sagrario -puntualizó Leopoldo-. La otra no es Pilarín. -¡Ay pues sí, tienes razón! Saluda un poquito, anda, monín. ¡Pero que fea es Sagrarito vista desde arriba! Tiene los agujeros de la nariz más grandes que los ojos. -Te van a oír, mamá -secreteó el marqués desde el balcón, acercándose al oído de su madre y señalando con el dedo una peana, como si algún motivo floral le hubiese llamado la atención. -¿Y la otra? -contestó la madre, mirándolas a ellas todavía. -La otra es la mujer de Monguió. Es más tonta que hecha de encargo. No se entera de nada. Y mira que lee libros -dijo el marqués, muy sonriente y gestual.

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-¿Y por qué la saludas con tanta cosa? -le dijo la madre, que volvió la cabeza pero todavía sujetaba los lentes con un delgado y fino mango de marfil. -Nada me afectaría más que un disgusto de su marido -contestó el marqués-. Hay que tenerla contenta. Arreciaba la lluvia. Los monaguillos que sujetaban los estandartes aprovechaban la poca presencia de público para vaciar el agua de sus bonetes y volvérselos a poner. -Y qué raro que no salga Pilarín, con lo meapilas que es también, ¿no te parece? -dijo la marquesa, cuando las damas habían ya traspuesto el balcón, y sólo se veían sus sayas negras y sus mantillas bajo el resplandor de las velas de la Dolorosa. -Pobre Pilarín. El día del teatro su padre le dio dos bofetadas y la metió en el Sagrado Corazón de Jesús, a que se le pasen las ganas de ir en bicicleta -dijo el marqués, más serio de lo que hubiera esperado su madre, que ahogó un comentario malicioso que ya iban a pronunciar sus labios. -Por Dios, qué bárbaros -dijo la marquesa luego-. Estos que se hacen ricos con los ladrillos nunca sabrán comerse un higo con delicadeza. Los dos callaron para ver pasar las hermandades de Jesús Nazareno y María Santísima del Rosario y la de los Caballeros del Santo Sepulcro y del Cristo del Amor. -Has salido a tu padre, Leopoldo -dijo de pronto la marquesa-. Te piensas que no sé lo que significa la hiperestesia. Mira, hijo, te está saludando Joaquinito Torán con la mirada. El marqués apenas devolvió el saludo con sobriedad y cortesía, un movimiento de un dedo y una levísima inclinación de cabeza desde las alturas. El joven Joaquinito, que llevaba en hombros el Santo Sepulcro, hizo coincidir un rictus de esfuerzo con una sonrisa cordial. -¡Qué efusividad! -se sorprendió la madre.

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-Va detrás de la sobrina de Monguió, como todo el mundo -informó el marqués-. Ya le ha prometido el dinero para la iglesia de Villaspesa. -Desengáñate, hijo. Eso ha sido la Torana, que nos ha visto meter perras en el asilo. Mira si no lo que pasó con la ermita del Carmen estos años atrás. -Habrá sido la fe -dijo Leopoldo. Cuando pasó la peana del Sagrado Descendimiento y de María Santísima de las Angustias el marqués se detuvo a contemplarla. Desde pequeño le habían gustado los pliegues mortecinos del manto que pende de la cruz, cómo caían las gotas de los flecos sobre la cara de la Virgen, y se unían a sus lágrimas. -¿Y entre todo el mundo que va detrás de la chica esa -continuó la madre- también hay que meterte a ti? El marqués miró al frente, a los muros de la Casa de la Comunidad, en cuyas piedras reverberaba la luz amarillenta de los cirios. -Desde que esa chica me pone perdida de barro la Casita veo que todo en ella está más vivo. Ahora sí que da la sensación de lugar habitado, mamá. Allí sólo he conocido grandes salones con sábanas que cubrían los muebles. Y mira que lo he llenado de gente… -No me digas, Leopoldo, que te estás enamorando. Una cuadrilla de cajas destempladas les obligó a acercarse mucho para hablar. Los toques resonaban húmedos en la calle estrecha. -No, madre. No estoy enamorado. Estoy loco, que no es lo mismo. Jamás en mi vida me habría atrevido a montar un numerito en el teatro como el de la otra noche. Y no fue un escándalo, ¿verdad que no fue un escándalo? ¿Verdad que no te disgustaste, mamá?

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Los tambores pasaron de largo. El marqués había tenido que hacer poco menos que a gritos una confesión tan delicada. -No, hijo mío, no. Desde que he vuelto a leer a Emilia Pardo Bazán muchas cosas están cambiando en mi vida. ¿Qué disgusto me vas a dar si eras feliz, tontín? -No sé -dijo el marqués, más aliviado-, me lió con que si Marinetti que si los tambores que si los danzantes búlgaros y yo qué me sé… -Pero a ti te gustó -dio la madre por sentado. -¡A mí me gustó muchísimo! ¡Pero si a veces me mareo de gusto, mamá! A que no sabes cuál fue la última, antes de caer enferma. Resulta que se presentó en el establecimiento de Gómez y le dio la razón con lo de la valla esa que tiene puesta en la plaza del Mercado, y lo lió también de tal manera que cuando pasen estos días Gómez va a proponer al Ayuntamiento que pinten cada casa de la plaza de un color, y van a pedir a los vecinos que cambien los toldos, o por lo menos que los limpien. -Y los colores los eliges tú -siguió dando la madre por sentado. -Naturalmente. Pero vas a ver qué bien queda, mamá. Imagínate una fachada de añil, y otra de naranja encendido, y otra de verde aventurina, todo con pigmentos desleídos, que se transparenten los brochazos y los cambien los colores con las estaciones, y haya que pintarlos otra vez por primavera. -Mira, ya viene tu Virgen. -Ah, sí. La Virgen de la Soledad, ataviada con cascadas de encajes blancos y un manto negro bordado con hilos de oro, iba subiendo la cuesta y por detrás de ella sólo se veían las piedras del acueducto y los faroles del puente de la Reina. En la delantera de la peana el marqués había dispuesto torres de margaritas que ascendían hasta el regazo de la Virgen. Entre las velas erizadas crecían los claveles blancos, los frondosos ramos de

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gladiolos temblaban con el esfuerzo de los costaleros. Entre macizos de margaritas, aquí y allá, con el desorden del dolor y de la primavera, brotaban los iris y los lirios, recién abiertas sus lenguas moradas. Era un oleaje ascendente de jacintos y azucenas, las flores parecían elevarse hacia las haldas de la Virgen en ondas de piedad. Los cirios, con cazoletas de forja en forma de rosa, iluminaban los verdes todavía tiernos de las varas de los nardos, y hacían brillar las hojas de margaritas. Los pabilos titilaban. La marquesa fue ascendiendo la mirada entre aquel clamor de flores, aquel gentío de belleza que pedía dar consuelo a la Señora. A sus pies, un sencillo ramillete de ababoles, margaritas y jaras de caedizos pétalos, una ofrenda campestre que coronaba con delicadeza el inmenso agasajo de flores que abarrotaba la peana. La marquesa contempló respetuosa el rostro de la Virgen, su cara desencajada, el gesto roto de quien no encuentra consuelo, las pupilas dilatadas por el llanto y un rictus en los labios que es como el principio de un suspiro, un lamento ahogado por la espada que atraviesa su pecho. En la mano derecha, sobre un paño blanco con bordados de crisantemos, la Virgen sostiene la corona de espinas, y con la izquierda toca la cruz que forma la espada en su empuñadura, como si, por no poder arrancarla, acariciase su dolor. En esa mano, el marqués había puesto un hermoso cardo mariano, la roja flor crispada, las hojas bordadas de espinas. -Muy bonito, Leopoldo, muy bonito. -¿De verdad te gusta? La marquesa siguió en silencio contemplando el paso de la Señora. Leopoldo se dio cuenta de que el detalle del cardo mariano la había emocionado. Seguía el paso erguida, serena y devota, pero había un leve frunce de sus labios, un retener la emoción, una gallarda lucha con las formas que a Leopoldo le hizo sentir el placer de la hondura, eso que durante tantos años él imaginó que un artista siente todos los días.

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Pero la marquesa no era muy dada, por un elemental sentido de la educación, a unos agasajos tan sinceros como los que Leopoldo hubiera querido escuchar. En su mundo las palabras casi sólo servían para mentir, así que, cuando supo que su voz ya no saldría quebrada, retomó la conversación. -O sea que dices que no estás enamorado. Leopoldo aún seguía pensando en el contraste del rojo encendido con el blanco marfil de la mano. -Pues no -dijo, distraído. -No sabes cuánto me alegro -le contestó su madre, que había regresado al mundo. Pero Leopoldo, con esa serenidad que otorga el contemplar algo bien hecho, se volvió hacia su madre, y le dijo: -Mamá, no sé si Emilia Pardo Bazán hablará también de que hay algo además de estar enamorado. Yo no quiero quedarme con Rosser, ni obligarla a sobrellevar la cruz de ser mi esposa. Yo sólo disfrutaría contemplándola tan libre como es, tan inquieta, tan fresca, tan decidida. La he llevado a la Casita y es como si hubiera llevado la luz eléctrica. No, mamá. No estoy enamorado de ella, pero también te digo que me produce algo parecido a un sentimiento. Pero muy leve. Un sentimiento de pitiminí, podríamos decir. La marquesa lo miró sin decirle nada. Daba la sensación de que ella también estaba contemplando su obra. -Anda, hijo, vámonos para adentro, que parece que me quiere doler algo. -¿No te esperas a que te saluden las autoridades, mamá? -No, no me apetece. Ya estoy cansada. Me vuelvo con mi Emilia.

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20. ROPAS MOJADAS

Guillermina volvió de la procesión y se encerró en su gabinete. Milagritos, cuando la vio subir empapada por las escaleras, le preguntó si quería que le preparara un baño, o algo de cena, o si quería esperar a que regresara el señor Monguió, que había salido a dar un paseo. -¿Está Raimon? -se limitó a decir Guillermina. -No -dijo Milagritos-. Ha estado aquí toda la tarde, sin moverse de la cabecera de Rosser, pero hace un rato vinieron a buscarlo sus amigos y se marchó con ellos. Antes de que se fueran les he dado bien de merendar a los tres. - 161 -


Guillermina no dijo nada, miró sin expresión a Milagritos y siguió con lentitud escaleras arriba. Ya había traspuesto el pasillo cuando le contestó. -No quiero que me moleste nadie, Milagritos. -Sí, señora. Guillermina se sentó en la mecedora. Llevaba cuatro horas de escuchar a la pelma de Sagrario Sangüesa, que hablaba en mitad de la procesión sin mover los labios, como si estuviera callada. ¿Por qué se había dejado llevar por esa bruja? Aquello era una tremenda injusticia narrativa. Le había tocado bailar con la más fea. Todas sus opciones eran ridículas. No había en Teruel más sitio para ella que el de las buenas intenciones, y eso no era lo que decían las novelas. Era joven, todavía era joven. La habían hecho pasar por anciana prematura, no le habían dado opción a nada más. Nadie le preguntó jamás por los golpes de látigo ni por las flores, nadie escuchó sus gustos sobre literatura. Era como si cualquiera de sus heroínas hubiera sido una estúpida, y sus presuntos sentimientos, una ficción de pajas mojadas. ¡Le habían robado todo el protagonismo! ¡El destino la había desaprovechado! ¡Ella hubiese sido una maravillosa Ana Karenina, una impresionante Guillermina Monguió, y allí estaba, harta de escuchar a las beatas, y sin decir ni pío! ¡Ni siquiera estaba enferma y le tenían que poner morfina! Y habría seguido callada, y se habría consumido entera en su desilusión de no ser porque un amor más fuerte que los delirios novelescos se interpuso entre ella y el marqués. Vivía hipnotizada por el hastío, pero fue su hijo, la alegría de su vida, el que la ayudó a abrir unos ojos enfermos de celos. Fueron tantas tardes de hilar pensamientos menudos, flecos deshilachados, cuando el pequeño Raimon hablaba y por debajo de sus palabras un tapiz aterrador, de novela sicalíptica, iba trenzándose ante Guillermina. Sí, sí, allí estaba, todos los días, todas las tardes, la mala perra, qué pronto había visto las

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ventajas, cómo se había arrojado a sus brazos. ¿Dónde, dónde lo harían? ¿Debajo acaso de las buganvillas, tumbados en el verdín? Pero la pena se agrió en veneno, y también, un poco, en ignorancia. Qué doloroso era odiar, cuántas tardes deambulaba por su gabinete, apoyándose en los muebles con una mano y con la otra tratando de apartar de su mente aquellos pensamientos mortificadores. A veces, una súbita revelación le abría unos ojos como platos, la erguía, y entonces miraba a todas partes, como si la estuvieran vigilando, y abría y cerraba los cajones, y se ponía una mano en los labios como si no recordase algo importante, o como si lo acabara de recordar. ¿Cómo podría arrancarla de aquellos brazos, echarla de su vida? ¡Por qué había tenido que cargar con ese muerto! ¿No estaba enferma? ¡Pues que se hubiera quedado con su madre! Cansada de chillar por dentro, Guillermina se solía sentar en su tocador, y apoyaba la frente en una mano, y jadeaba como si estuviese agotada, y de pronto una mirada felina, rasgada, un apretar los labios donde se ve la entrada del mal en ese mismo momento, la mirada aviesa de quien ha decidido abandonar la lucha y dejarse llevar por los instintos más despiadados. Entonces caminaba como arrastrando los pies, con los brazos muertos, el torso adelantado, y las palmas de las manos vueltas hacia detrás, como si el dolor del mal la hubiera avejentado, como si cargase con la cruz de la derrota. Tan sólo abandonaba su gabinete para ir a misa por las mañanas al convento de las Claras, y allí, a la vuelta, del bracete de Sagrario, porque Pilarín siempre estaba ocupadísima y nunca las acompañaba, Guillermina sólo escuchaba lo que pudiera justificar su odio hacia Rosser. Sagrario era la única con quien hablaba Guillermina, y la Sangüesa aprovechaba para tirarle de la lengua. Guillermina decía lo puta que era Rosser y Sagrario contestaba con lo maricón que era el marqués. Ninguna se enteraba de lo que decía la otra.

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Pero ahora Guillermina, mojada hasta el tuétano, ya estaba cansada. Del vestido negro le escurrían gotas de lluvia. Sagrario no había dejado de hablar en toda la procesión, de contar el serísimo disgusto que habían tenido con Pilarín. Ya cuando lo de la bicicleta su padre la había puesto firmes, pero luego vino aquel escándalo en el teatro. Guillermina estuvo casi cuatro horas escuchando cómo Sagrario estaba disgustadísima porque habían tenido que meter a su hermana Pilarín en el Sagrado Corazón de Jesús, en las celdas de las hermanas, cerrada por fuera. Fueron cuatro horas de corrupción moral, cuatro horas de malas costumbres. Desde que cogió a Raimon en un renuncio, desde que Leopoldo apareció en las conversaciones con su hijo, Guillermina escogía sus palabras como quien escoge flores para un centro fúnebre. Todo estaba claro. Otro hombre los acompañaba, era testigo y cómplice de sus manejos, era el hermano de uno de esos niños medio abandonados con que se juntaba Raimon, que también era muy amigo de compadecerse de los desvalidos. Sagrario no necesitó ni que le dijeran el nombre. Al día siguiente, en mitad de la calle de San Benito, Sagrario miró a todas partes y se acercó al oído de Guillermina. ¡Ese hombre era un anarquista peligroso, se lo había dicho un confidente suyo, que lo sabía todo! Era como esos alborotadores de Cullera que ahora la santa bondad de Canalejas había dejado vivos, a todos menos uno, que lloraba en el cadalso y se arrepentía de sus pecados y abrazaba el hábito de todos los santos. ¡Toda España estaba llena de anarquistas peligrosos!, y había que tener cuidado. Raimon hablaba de aquellas excursiones botánicas con el marqués y aquellas tardes de barro y hierro con Rosser y el hermano de Isidoro, y lo hacía con la candidez de quien no entiende las palabras pero le parecen hermosas. Traducidas por Guillermina e interpretadas por Sagrario, significaban que se reunían en ausencia del marqués elementos peligrosos, hampones y terroristas, seguramente, que hablaban como si tal cosa

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delante de los niños, y les llenaban los oídos de barbaridades. ¡Raimon le había contado que una tarde hablaron de la revolución y la justicia social! ¡Delante de los niños! En todo eso había participado Guillermina y todo eso terminó durante la procesión de Viernes Santo, en el momento en que pasaba del bracete de Sagrario bajo el balcón de Leopoldo. Hubo un repentino silencio en los pasos, un quedarse quietas las cadenas, un callar de los tambores, algo hubo en aquella callejuela estrecha que dejó llegar a sus oídos con toda perfección esas palabras: “Es la mujer de Monguió. Es más tonta que hecha de encargo. No se entera de nada.” Guillermina escuchó eso, y aún estuvo cuatro horas más detrás del santo escuchando las sandeces de Sagrario, hasta que llegaron otra vez a la iglesia de San Martín y Guillermina dejó a Sagrario plantada y se fue corriendo por la calle de Santiago y luego por la de San Benito, sin paraguas, sin ganas de correr, llorando como una magdalena entre la lluvia. Lo tenía todo para convertirse en heroína. Y ahí se había quedado, secuestrada por una beata, histérica, celosa, desagradecida, mientras un mundo sin esas angustias pasadas de moda florecía en torno a ella. Qué vergüenza, qué dolorosa era la vergüenza. Guillermina sentía su cuerpo frío y empapado como el de un gusano venenoso. “Es más tonta que hecha de encargo”, se repetía, y recordaba la voz del marqués hasta en sus más ligeros matices. Con aquel timbre, y con aquellas palabras, se sintió traspasada por el desprecio, y al mismo tiempo culpable de haber jugado a los romanticismos noveleros. No era la moral la que venía a castigarla, sino su triste y mediocre destino literario. Lo único que contaba a su favor es que seguía sin abrir la boca. Con Pau hacía tiempo que no cruzaba más que saludos protocolarios por el pasillo, y con su hijo se mostraba parca y cariñosa, pero sobre todo parca. Jamás nadie se enteró de su juego. Nunca en su vida se había permitido ni el más mínimo desliz, pero también este silencio

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había sido una forma de manifestar su frustración, la decepción tremenda que le supuso alejarse cada día más de Barcelona. El tren Botijo entraba en la estación, como todas las noches, y Guillermina, que siempre lo tenía todo cerrado a cal y canto, abrió el balcón para aspirar el humo que dejaban flotando las locomotoras. ¿Qué era lo que había que haber sentido? ¿Por qué la vida se le había hecho pequeña? Estaba decidida a no salir jamás de aquel gabinete. Ni siquiera tenía lógica, en su desvaído papel de vecindona cotilla y estúpida que no se entera de nada, rematar el bochorno con alguna barbaridad. ¿Qué esperaban de ella, que apareciese con una pistola, que se volviera loca, que quedara en evidencia delante de todo el mundo, que montara un chafarrinón como los de las actrices del cinema? Igual que cuando se desempaña un cristal, los alegatos contra ella se revelaban imposibles de refutar: la tristeza de Raimon asomado a la puerta, con su camisón de rayas arrugado, la inmensa tristeza de Pau al preguntarle una vez más si quería bajar a cenar. Qué deplorable papel, qué ruin destino. Todo el mundo la creía deprimida, y como Guillermina jamás abría la boca, nadie sabía por qué. Ni siquiera abrió la boca en aquella luminosa tarde con Leopoldo. Dijo aquello de las ventanas. Se había leído las obras completas de Stendhal y de Tolstoi y luego dijo aquello de las ventanas. ¿Y si Pau se había también resignado a vivir con una estúpida? ¿Y si Raimon estaba hecho a una madre histérica? Guillermina volvió a cerrar la ventana. Ahora sus ropas, además de húmedas, olían a carbón, y a cirio, y a ese perfume de iglesia que llevaba Sagrario Sangüesa. Los gritos de Rosser se le habían ido clavando en el alma, se la habían anestesiado, no tenía fuerzas para sentir pena por ella, ni tampoco odio. Su comportamiento hacia Rosser había sido escandaloso. Primero martirizó a su marido sugiriendo con sus atormentados silencios que los iba a infectar a todos, se em-

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peñó con leves comentarios indirectos en que la bajasen al cuarto del servicio, no quiso entrar ni a darle los buenos días. Eso sí era irreversible. Eso sí lo habían visto todos, todos lo habían oído. Su hijo la había escuchado desembarazarse de él y su marido había visto la ira en sus ojos cuando se trataba de Rosser. Cómo iba a rehabilitarse, cómo rectificar aquel comportamiento de fiera, cómo ser nuevamente Guillermina, la gran lectora que se resiste a dejar su juventud abandonada en un papelón de santa esposa, y no la imbécil que llegó a desear el mal de su sobrina. No, no quedaba ni siquiera una escena en la que abrazar de nuevo a su marido. No podía bajar otra vez las escaleras y arropar a su sobrina, y tomarle la temperatura con la mano, y decirle a Milagritos que se fuese a casa, que ella se quedaría para velarla. Sería falso. Sería también injusto. Su destino era vulgar y despreciable, y eso ya no tenía remedio. Guillermina se levantó de la mecedora y respiró profundamente. Un piano empezó a sonar en la habitación de al lado. Era Pau. A veces, por las tardes, cuando volvía del casino, se metía en el despacho y tocaba un rato. Guillermina no había visto ninguno de sus planos. Había casas espectaculares en Teruel que pasaron por su dormitorio sin que ella se enterase. Ella no se enteraba de nada. Pau estaba interpretando un vals de Granados. Guillermina siempre pensó que le había dicho a Pau que sí por ese vals, por esa melodía que ella intentaba que volviera a clavársele en el corazón. Trataba de recordar la emoción que le causó la primera vez. Habría sido un milagro. Unos nudillos que Guillermina reconocía perfectamente llamaron a la puerta de su gabinete. -Pasa, Raimon, hijo mío. -¿Estás bien, mamá? -dijo Raimon, que venía empapado de la calle, con la congestión en la cara del niño que ha estado horas jugando y ha sido feliz.

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-Ven, Raimon, acércate -le dijo su madre-. ¿Pero por qué vas así vestido? ¿Has estado con tus amigos los huérfanos? -Sí, hemos ido a los llanos de San Cristóbal. Nos ha cogido la tormenta. Nos hemos tenido que refugiar en la plaza de toros. Luego hemos venido por un atajo. Hemos tenido que bajar un barranco esbarizándonos. Íbamos tan mojados que el hermano... -¿Te lo has pasado bien? -cortó Guillermina. -Hemos cogido un cardo santo, mamá, un Cnicus benedictus. Isi se lo va a llevar a su hermano para que lo forje en hierro. Se lo vamos a regalar a Rosser. Es un cardo bendito. ¿Sabes cómo es, mamá? -No, hijo. No lo sé -dijo Guillermina. Raimon no bajó la sonrisa, pero quedó en su cara el gesto de agradar, el gesto del niño que trata de convencer a su madre, o de que no lo desilusione, la misma cara que pondría un niño preguntándole a su madre si querrá llevarlo de excursión. -Rosser se va a despertar -dijo Raimon-. Se despierta cada cuatro horas. El doctor Trallero dijo que no podían ponerle tanta morfina. Raimon cogió la mano de su madre. -¿Bajas, mamá? Guillermina fue a decir algo, pero no podía. -Mamá -dijo Raimon-, Isidoro se enteró de que yo te había dicho lo de la Casa de Cristal. Le había jurado no decirlo. -Hijo, no hay nada de malo en ello, yo no le he dicho nada a… -Ya lo sé, mamá. Nadie lo dijo. Pero yo te lo dije a ti, y era un secreto. El niño miró a su madre como si quisiera preguntarle algo. Guillermina hubiera querido abrazarlo. El agua en sus ropas era como una indignidad que no quería traspasar

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a su hijo. Hablaba por hablar, pero aun así seguía el mismo método de siempre con Raimon, preguntar, sonsacar, juzgar, imaginar. -¿Y qué te dijo Isidoro? -preguntó Guillermina. -Me dijo que no me preocupase, que me daría una segunda oportunidad. Isidoro me dijo que si él necesitaba de mí una segunda oportunidad, sabía que podría contar con ella -dijo Raimon-. Su madre le dio un beso en la frente. A las notas de Granados se superpusieron unos llantos que venían del piso de abajo. Guillermina se levantó de la mecedora. -Voy a cambiarme de ropa, Raimon. Ahora mismo bajo.

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21. CNICUS BENEDICTUS

La tormenta los cogió por los llanos de San Cristóbal. Iban los tres callados, mirando al suelo, se agachaban de vez en cuando y con sumo cuidado apartaban los yerbajos para ver si aquella flor pequeña que amarilleaba entre las zarzas era la que querían encontrar. Las piedras tomaban con las nubes cárdenas un tono violáceo, amoratado. Allá lejos se veían los montes azules de Gúdar, que parecían estar apuntalando el cielo para que no se desplomase sobre la ciudad. Mientras Raimon e Isidoro no apartaban la vista del suelo, Luisín contaba con los dedos el tiempo entre los rayos y los truenos. La - 170 -


tormenta venía del oeste, el viento empezó a soplar en ráfagas cortadas, y cuando Luisín dijo que aún quedaban once segundos para que llegara la tormenta Raimon vio una gota gorda caer encima una piedra. -¡Halá qué gota! -dijo, e Isidoro dio la búsqueda por terminada. -Vámonos -dijo Isidoro-, que si no no llegamos a casa. -Y tenemos que ir a la procesión con el hermano Etienne porque va a salir el hermano en la peana de la Soledad que es la única que sale el Sábado de Gloria -dijo Luisín. Los cálculos de unos y de otros fallaron y un violento chaparrón, que al principio parecía de agua tibia, hasta que las gotas se juntaron en el suelo y todo se puso brillante y mojado, sorprendió a los muchachos sin tiempo para volver al asilo. Les quedaba mucho más cerca la plaza de toros, a cuyos corrales los huérfanos iban muchas tardes de invierno a jugar con las compuertas y los burladeros. Sólo había que saltar por la puerta llena de estiércol del desembarcadero, que se abría como la guillotina que mató a María Antonieta -según puntualizó Luisín- y su cabeza rodó por las calles de París. El más torpe era Raimon, que todo quería hacerlo sin mancharse las manos. Luisín, pese a ser el más torpón de los tres, subió como un gato, igual que Isidoro. En cuclillas uno a cada lado del desembarcadero, agarraron a Raimon primero de la mano y después, con la otra, de las trabillas del pantalón. Cuando estuvo arriba, Raimon se resbalaba con los zapatos. -Siéntate, hombre -le dijo Isidoro. -Está lleno de caca -dijo Raimon. -Pues yo te voy a soltar -dijo Luisín. Raimon se sentó en el borde de la puerta de guillotina de María Antonieta, y apoyó los zapatos en los tornillos que sobresalían. Los dos más hábiles bajaron de un

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salto al suelo de boñigas petrificadas, y esperaron a Raimon bajo la lluvia ya intensísima, hasta que se decidiese a saltar, con las manos levantadas para frenar la caída. No hizo falta que lo animasen. Raimon los vio, se llenó de valor y saltó, y no le pasó nada. Se colaron por un burladero al callejón de los toriles, y allí esperaron a que pasase la tormenta. Les gustaba la misteriosa oscuridad de los chiqueros, las huellas del peligro, mirar las raspaduras de los cuernos en el portón, las cornadas, las líneas onduladas de la furia y de la muerte. También llevaron a Raimon a que viera el ruedo. En los chiqueros había una portezuela que comunicaba con el graderío. Solía estar cerrada, pero el guarda de la plaza la dejaba siempre en el mismo sitio. El guarda era un gran aficionado, el señor Lucas, quien consideraba parte de su responsabilidad el que los chiquillos jugaran a los toros en un ruedo de verdad, a ver si alguno se hacía torero. A Raimon le impresionaron aquellas bancadas de madera sobre las que rebotaba la lluvia, los altos burladeros con estribo para subirse y estar más cerca del peligro. Los tres miraban desde el vomitorio. Raimon miraba los palcos desvencijados, el reloj de hierro que marcaba las cinco, y ahí se había parado. -¡Ahí está! -gritó Isidoro, y salió a los bancos de las gradas y los bajó a saltos sin resbalarse, y dio un brinco desde los cables de la barrera y saltó el burladero apoyándose con una mano, como los banderilleros cuando toman el olivo, y salió en medio de la gotarrada que anegaba el ruedo. Raimon y Luisín esperaron a cubierto, casi no veían correr a Isidoro entre los yerbajos, bajo la densa cortina de agua. Lo vieron arrodillarse junto a unas amapolas y arrancar una mata con sumo cuidado, y correr de nuevo haciéndole paraguas a la flor con una mano hasta donde lo esperaban sus compañeros. Cuando llegó hasta ellos iba chorreando, entusiasmado. -¡El Cnicus benedictus! -dijo, con una amplia sonrisa en la cara, una sonrisa que enseñaba las encías. Raimon nunca le había visto a Isidoro las encías.

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-¿Pincha? -dijo Luisín. -No, no pincha, pero ándate con ojo -dijo Isidoro. Las hojas eran anchas, carnosas, levantadas. Formaban ondas en el borde acabadas en punta, como son en los mapas los cabos y las bahías, según dijo Luisín, y estaban llenas de pelusilla. Iban subiendo a distintas alturas en un tallo de color morado, también muy velloso, pero luego se juntaban todas más pequeñas al lado de la flor. -Mirar esto -dijo Isidoro-, son las brácteas. Estas sí que pinchan, Luis. Eran unas púas moradas, anchas agujas de dos dedos de largas de las que salían espinas gruesas como espolones. Parecían raspas de un pescado, raspas moradas de puntas muy oscuras que nacían en torno al pezón de la flor, y encima de él habían brotado unos pétalos amarillos muy delgados, igual que plumas de un sombrero de señora, y de entre las plumas, como gusanitos a rayas o periscopios de un sumergible, apuntó Luisín, unos filamentos que, según Isidoro, eran así para que el aire se llevase la semilla. Cuando cedió la fuerza de la lluvia los chicos volvieron al orfanato. Enseñaron al hermano Etienne la planta y el hermano Etienne los mandó a los tres ponerse ropa seca. A Raimon le hacía mucha ilusión ponerse unos pololos como los de Luisín y unas alpargatas como las de Isidoro, por más que Tomás ya les hubiera comprado a los dos unos pantalones largos. Después, según era entre ellos la costumbre, bajaron juntos hasta la iglesia de la Merced y allí se despidieron. Raimon se fue a su casa, vestido de huérfano; Luisín se fue a la procesión de la Soledad, e Isidoro fue a enseñarle la flor a su hermano, que estaba en la fragua. Desde que Rosser se puso mala, Tomás no había salido apenas de El Vulcano. Terminaba el tajo y se quedaba en la bigornia, dando martillazos a las chapas. Isidoro había metido en un hato la ropa mojada y el cardo envuelto en un cucurucho de papel de estraza que le preparó el hermano Etienne. No paró de correr hasta el Tozal, hasta que

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torció a mano izquierda y entró por la calle de Alcañices. Sabía que iba a darle una alegría a su hermano, que llevaba unos días sin hablar con nadie. Pero nada más entrar se encontró con que junto a él, apoyado en la punta de la bigornia, estaba don Leopoldo. Isidoro se quedó parado en la puerta. El marqués estaba de espaldas. -Pasa, Isidoro -dijo Tomás. Isidoro se acercó con cautela. -¡Hombre, Isidoro! -saludó don Leopoldo, muy afable. Isidoro aún no se acababa de fiar del todo. -¿Qué has hecho con tu ropa? -dijo Tomás. -Nos hemos mojado y al pasar por San Nicolás el hermano Etienne nos ha hecho cambiarnos de ropa. Don Leopoldo sonreía, y se daba con los guantes grises en la mano. Era una sonrisa triste. A Leopoldo le pareció que sonreía por sonreír, y él buscaba en esos gestos algún indicio de que a Rosser le había bajado la fiebre. -¿Conoces Barcelona, Isidoro? -dijo, de buenas a primeras, el marqués. -Déjelo estar -dijo Tomás. El marqués guardó un silencio, como si quisiera reanudar la conversación que había interrumpido el muchacho. -Puede decir lo que quiera -dijo Tomás. El marqués asintió, y respiró con brío. -Si han soltado al Zurdo es precisamente porque algo iba a pasar -dijo-. Cuando hay planes, ese hombre es una mina. Todo el mundo teme que se vaya de la lengua y los abortan en seguida, y el caso es que nunca se va… -El Zurdo no está loco -dijo Tomás.

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-No estaría yo muy seguro -dijo el marqués-. Anoche lo pescaron saliendo de la Casita. Había estado registrando los cajones. No se llevó nada. Bueno, casi. -Pues no lo entiendo -dijo Tomás. -Ni yo tampoco, pero esta vez le han pegado una somanta de palos. Me extrañaría que no dijese nada. -¿Y cómo sé yo que todo eso no es más que para convencerme? -dijo Tomás. -Vete a buscar al Zurdo y se lo preguntas. El marqués se volvió hacia Isidoro. -¿Conoces Barcelona, Isidoro? A tu hermano le he propuesto que se vaya allí una temporada, a ver edificios nuevos, a ver las rejas nuevas de Jujol, que me han dicho que son una maravilla, y a tocarlas con la mano. Al decir esto último, el marqués había hecho girar la palma de la mano, como los ilusionistas cuando hacen desaparecer un huevo. -¿Qué se llevaron de la Casita? -preguntó Tomás. -Nada relevante. La biblioteca ni la miraron. Se llevaron sólo un picaporte. -¿El del lagarto? -No. El otro, el que me regaló Rosser. Isidoro vio cómo a su hermano le subían los colores hasta el nacimiento del cabello. El marqués también se dio cuenta, y sonrió con solo un lado de la boca. Tomás se recompuso y miró de frente a don Leopoldo. -¿Se puede saber qué interés le mueve a usted en todo esto? Aparte de ganar dineros a chorros con la mina, ¿me quiere decir qué placer consigue? -La vida es un hermoso jardín, caballero -dijo el marqués, y cruzó un pie por delante del otro, hasta que lo apoyó de punta-. Y conviene cultivarlo. Yo cultivo dalias blancas, y futuros botánicos, y buenos artesanos. No quiero que usted se vaya a Barce-

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lona para protegerlo, sino para proteger el arte que usted tiene. Como tampoco enseño botánica a su hermano porque me mueva la caridad, sino porque nunca esta provincia tuvo tantos científicos de nombre como ahora, y casi todos son botánicos. Me imagino, dentro de cien años, una ciudad donde los herreros y los alfareros tengan prestigio mundial, y la ciudad entera sea un museo de barro y de hierro, y sean otros los artistas jóvenes que viajen a Teruel, y sean otros los botánicos y los arquitectos que aprendan de nosotros. Puede usted llamar a eso como quiera. Yo lo llamo amor por el progreso, no caridad. -¿Y por eso se dedica a aparear a la gente? -dijo Tomás, en un tono muy bajo, en un tono que indicó a Isidoro que la conversación se había ensombrecido. El marqués torció el morro, como si no entendiera bien a Tomás. Pero pronto cayó en la cuenta. -Se refiere a la proposición que hice a Rosser. Ah, vaya, creo que a veces me paso de exquisito. Y además, no se queje, caballero, encima que lo promociono entre las damas… ¡Ea! -dijo el marqués, golpeando con el guante sobre la punta redonda de la bigornia-. Rosser se va a marchar en cuanto se reponga un poco. No es normal que le vengan ataques tan violentos. La brucelosis no es para tanto. Un amigo mío, el doctor Santaló, la visitará en Barcelona. No se preocupe, no tendrá que cuidar de ella. He dispuesto todo para que se alojen en casa de unos amigos míos, y usted, ya sabe, de fragua en fragua… El marqués colgó el bastón del antebrazo y se puso los guantes. -Y no se lo piense demasiado, que tampoco disponemos de mucho tiempo −dijo, y luego sonrió a Isidoro:- Adiós, Isidoro -le dijo. -Adiós, don Leopoldo.

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El marqués salió marcando el paso con la contera del bastón. Los dos hermanos se quedaron solos. -Mira -dijo Isidoro-. No te lo he dado antes porque si lo llega a ver don Leopoldo se lo lleva. Isidoro sacó el cucurucho de papel de estraza. -Mira, Tomás, el cardo bendito. Tomás acarició el cogote de su hermano. -A Rosser le gustará. Voy a llevárselo -dijo Tomás. -No -dijo Isidoro-. A Rosser se lo llevaré yo ahora. Tú sólo míralo. Tomás puso uno de aquellos cardos en su mano. Le llamaron la atención las bracteas duras junto a los blandos cilios. Uno por uno, los objetos diminutos eran fáciles de forjar en hierro a tamaño grande. Pero el conjunto, eso que veía con toda claridad en las esculturas de Rosser, eso lo veía lleno de pelusilla. -Toma -dijo Tomás-. Llévaselo a Rosser. Cuando se ponga buena nos hará un buen modelo. -¿Te vas a ir a Barcelona con ella? -dijo Isidoro, mientras metía el cardo en el cucurucho. -¿Y tú qué dices? -le preguntó Tomás-. ¿Quieres ir a Barcelona con Rosser y conmigo? Será una temporada. Dice el marqués que don Matías me guardará el empleo. -No. Vete tú -dijo Isidoro-. Luisín y yo estamos bien, y al hermano Etienne lo vemos todos los días. Por nosotros no te preocupes. -¿Estás seguro? -Sí, claro. Dame el cardo -dijo Isidoro-. Se lo voy a llevar a Rosser. Ya lo has visto, ¿no? Ahora deberías hacer uno parecido, aunque te salga mal. Si os habéis de ir, por lo mejor dejáis la faena hecha.

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-S铆, bueno -dijo Tom谩s-. Pero ve antes a cambiarte de ropa. No quiero que Rosser piense que eres un pordiosero. Isidoro se le qued贸 mirando. -No -dijo-. No soy un pordiosero. Y se march贸.

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22. LA MORADA DE LA LUZ

En el cromo que había clavado en la pared aparecía la imagen de Santa Teresa escritora, del pintor valenciano Antonio Bisquert. Era la santa en el momento de la inspiración divina. Encima de su escritorio, un jilguero se había posado en el reloj de arena, y a su lado había un cuchillito, una pluma blanca y una salvadera de talco para secar las huellas de la tinta. A un lado, un jarrón de muy claro cristal y agua muy pura, en el que descansaban tres claveles, tres azucenas y tres margaritas blancas, y una malva real.

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En el centro había una concha marina, de rosados y duros pliegues, y, presidiéndolo todo, una calavera. Pilarín Sangüesa llevaba horas arrodillada en el reclinatorio de la celda que le habían asignado. Un rosario de perlas blancas enlazaba sus manos junto al pecho. Las rodillas se le habían ya dormido del dolor. Vestía la humilde saya gris de las novicias, y aunque no había tomado los hábitos y su cabeza seguía descubierta, Pilarín ya se había cortado el pelo en lentos tijeretazos sin espejo. Por la vidriera de la ventana, la ventana estilizada y gótica que daba a la calle Chantría, los cristales rojos y azules apenas dejaban pasar un pálido claror que a mediodía, con la lluvia, parecía ya el anochecer, o la misma aurora. Pero de allí no iba a levantarse a encender siquiera una vela. Allí estaba Pilarín Sangüesa para huir de las tinieblas y encontrar la luz en aquellas margaritas blancas, en aquellos símbolos pequeños que iba repasando para esmerar la letra de su alma, la búsqueda del bien y de la claridad. Estaba agotada. No era capaz de ninguna forma de resentimiento, había aceptado el trato que le dio su padre y en el fondo se lo había agradecido. Quizá sólo con un sentimiento tan vertiginoso y triste fueron sus pies capaces de abandonar la casa del padre, cruzar de acera y tocar a la puerta del Sagrado Corazón de Jesús. Allí llegó mojada de inseguridad, perfumada de falsos deseos, y aquel recogimiento oscuro resultaba ahora un amplio jardín sin nubes, un prado de soles tibios, sin ardores ni deslumbramientos, sin tormentas ni vientos fríos. La salvadera de talco secaba la hemorragia de su alma, y las flores blancas la encaminaban en la negra noche por la senda de la ingenuidad. La concha marina y sus profundos susurros la regeneraban, como si los ecos encerrasen los peligros, y con el cuchillito afinaba los pensamientos para que ningún grueso borrón manchara la delicadeza de su caligrafía. Aquel sosiego sólo perturbado por lejanos true-

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nos era la morada de la luz, y allí, junto a la Santa, estaba dispuesta Pilarín Sangüesa a entregarse a la vida contemplativa. No era fácil el camino. ¿Cómo buscar la luz viniendo de la luz?, ¿cómo volver a la limpieza y la alegría si regresas del más puro sentimiento?, se preguntaba Pilarín, mirando la calavera. ¿Sería calavera de hombre o de mujer? ¿Quién había vivido en esos huesos, qué muchas sonrisas habrían aflorado entre sus labios, qué llantos se abrieron paso entre las cuencas vacías de los ojos? La habían llamado puta. La habían llamado zorra. El día que fue con Rosser a Villastar, cuando volvió del paseo, su hermana sólo le dijo cuatro palabras al verla entrar en casa: “¡Vístete de negro, guarra!”, que habían sido cuatro puñales cuyo dolor no era capaz de entender Pilarín. Y tampoco entendió que al día siguiente del teatro su señor padre la llamase a su presencia y sin decir una sola palabra le soltase dos bofetadas que le partieron la comisura del labio. Le dolía que su padre y su hermana hubiesen sido capaces de tan feo comportamiento, y tentada estaba de compadecerse de ellos, si no estuviera sintiendo tan desgarrada compasión hacia sí misma. ¿Adónde vas, Pilarín?, se decía, y miraba el jilguero fijamente, y Pilarín sólo escuchaba sus trinos en la tarde amena, el huerto delicado, la vida rebosante de alegría. Ni siquiera se había despedido de su amiga Rosser. ¿Cómo encontrar la luz después de haber sido tan desconsiderada con ella? Rosser era el jilguero que se había posado encima del reloj de arena. El reloj se había detenido, pero el pajarillo estaba vivo, y Pilarín escuchaba sus trinos. ¿Era esa la grosería del engaste de que hablaba la Santa, las sabandijas y las bestias que anidan en el cerco del castillo? ¡Pero cómo podía pensar eso ella de Rosser, por el amor de Dios! No anduvo acertada su hermana llamándola como la llamó, ni su padre perdiendo la dignidad de aquellos modos, pero y Rosser, ¿qué había hecho Rosser más que hacerla feliz?, ¿cómo era capaz de no despedirse siquiera?

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Pero Pilarín no habría sabido despedirse, su blanca pluma no habría sabido escribir ese poema, no habría podido mentir, y casi cualquier cosa que pudiera salir de sus labios no sería más que embustes y ponzoñas. No había mentiras piadosas, se dijo Pilarín. Todas las mentiras son despiadadas. Podía ser maleducada con Rosser, pero no le mentiría, jamás le mentiría. Pilarín Sangüesa no había mentido nunca a nadie en su vida, y no era por un designio de la virtud, sino por una condición del carácter. En la boca de Pilarín Sangüesa las palabras eran de cristal muy claro, no podía fingir sombras ni medias verdades porque no sabía pronunciarlas. ¿Pero qué le habría dicho?, ¿cómo expresar este bello sentimiento? Fuiste cobarde, Pilarín, le decía la calavera con sus ojos negros. No era luz lo que buscabas, no puedes buscar lo que posees, ni caminar en pos de tus pisadas, y Pilarín Sangüesa se consumía buscando pliegues feos de aquel manto tan hermoso, y repasaba uno por uno los pecados capitales y las virtudes teologales, y miraba a la Santa y le pedía que le ayudase a descifrar estas palabras, este enmarañado jeroglífico que borraba los contornos de su corazón. Le pedía que fuese otra vez su letra clara, su caligrafía transparente. Dame, Santa Teresa, le decía, tu expresión sencilla. Dame tus ganas de vivir. Aparta de mí este miedo, ábreme la puerta de la luz. La celda estaba envuelta en una densa penumbra azul, apenas clareaban las altas ventanas góticas con los faroles de la calle Chantría, y sin embargo todavía era media tarde de una espléndida y lluviosa primavera. Pilarín estaba tan débil que oía, ahora sí, el lento caer de los granos de arena del reloj, los trinos cada vez más apagados del jilguero, los abrumadores ecos de la caracola, las cuentas del rosario que temblaban con sus manos, y un repiqueteo de la lluvia en las vidrieras y un crujir de la madera bajo sus rodillas. Era el silencio de un corazón exprimido. Sus sentidos empezaron a traicionarla.

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Veía sombras y escuchaba ruidos, y sus ojos cansados desdibujaban el rostro de Santa Teresa de Jesús. Y así no supo qué pensar cuando creyó que había oído un ruido más fuerte que la lluvia, un repiqueteo de piedrecillas en las vidrieras. Casi no podía incorporarse del reclinatorio, y le costó un esfuerzo supremo levantar la falleba de la ventana y abrirla y agarrarse a las rejas mojadas, y ver que abajo, debajo de un farol, empapado, estaba llamándola Isidoro. -¡Señorita Pilarín, señorita Pilarín! Pilarín reconoció al muchacho y sus sentidos despertaron al viento fresco y al aroma de la tarde húmeda. -Señorita Pilarín, tiene que venir conmigo, Rosser está mala en la cama, tiene mucha fiebre, señorita Pilarín, y sólo pregunta por usted. Pilarín Sangüesa, todavía trastornada por las emociones, sólo pudo, sujetándose el pecho, decir a Isidoro con una mano que aguardase. Al abrirla para hacerle señas con ella el rosario de perlas blancas se confundió entre las gotas gordas que caían por las canaleras. Pilarín no se entretuvo ni en cerrar la ventana, y empezó a dar golpes y a gritar para que viniesen a abrirle la puerta, hasta que varias monjas acudieron haciendo volar sus velos por los pasillos para socorrerla, porque sus gritos resonaban en las galerías del claustro como los de una poseída. Cuando descorrieron el cerrojo, un vendaval en sayo gris salió corriendo de la celda donde voluntariamente, eso lo repitieron mucho luego las hermanas, Pilarín se había enclaustrado. Y bajó tropezándose las escaleras y a cada hermana que pasaba le decía “¡tengo que irme, hermana, tengo que irme!”, y no esperó a que la hermana portera le abriese la gran cerradura de hierro, porque fue la propia Pilarín la que cogió la enorme llave del clavo donde colgaba, y con la fuerza de un herrero le dio dos vueltas y salió a la calle, donde Isidoro la estaba esperando.

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-¡Vamos! -dijo Isidoro, y la cogió de la mano para que no se resbalara con los charcos. Por la plaza del Mercado pasaba en esos momentos la procesión de la Virgen de la Soledad. La lluvia había sorprendido a los peaneros que intentaban caminar deprisa sin que las andas se balanceasen. Detrás de la Señora, junto a la comitiva de autoridades, el hermano Etienne caminaba con la mirada baja. A su lado, el obispo se sujetaba el sombrero verde y el alcalde su chistera negra. El hermano Etienne vio bajar por el Tozal a dos muchachos que se tropezaban sin querer con las señoras que aguardaban bajo sus paraguas el paso de la Soledad. Sólo cuando pasaron delante de él Etienne los reconoció a los dos, sobre todo a Pilarín, que llevaba el pelo corto como los muchachos, y la saya gris mojada se le había pegado al cuerpo. Bajaron como locos de la mano por la calle de la Democracia, y al llegar al portal de los Monguió Isidoro la retuvo un momento y se sacó del bolsillo un cucurucho de papel que ya se deshacía con la lluvia. -Tome, señorita Pilarín, es un cardo bendito, es el cardo bendito que buscaba Rosser. Déselo usted. A Rosser le hará mucha ilusión. Pilarín Sangüesa cogió el cardo en sus manos, que ya no temblaban. Lo cogió como habría cogido al jilguero que ahora trinaba en sus oídos como si la tarde hubiera ya escampado. Y llamó a la puerta. El recibidor estaba lleno de gente. El doctor Trallero acababa de llegar porque Rosser se retorcía en la cama y estaba deshidratándose. Dentro, tratando de calmarla, habían estado toda la tarde Guillermina y Pau Monguió, y también don Leopoldo, que vino nada más pasar la Virgen bajo su balcón, y Milagritos, que le ponía en la frente cataplasmas frías, y los amigos de Pau Monguió, al que Raimon había ido a buscar porque Guillermina no podía sola con la papeleta.

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Todos vieron entrar a Pilarín Sangüesa, y todos quedaron mudos. Y todos abrieron paso a Pilarín, calada hasta los huesos, las finas sayas grises desteñidas, pegadas a la piel. Pilarín sólo miraba la puerta donde sabía que estaba su amiga. El doctor Trallero había ya cogido el brazo a Rosser, mientras del otro lado de la cama Pau Monguió la sujetaba, y por este Guillermina le acariciaba la cara y trataba de sosegarla. Todos quedaron suspensos cuando apareció Pilarín. -No, no… -les venía diciendo Pilarín, suavemente, como si fuesen a hacerle daño a Rosser, como si la fuesen a despertar. El doctor Trallero se apartó, Guillermina quedó a un lado, y Pilarín Sangüesa se sentó en el borde de la cama, y tomó la mano de Rosser, que abrió en ese instante los ojos y entró en un desconsuelo imparable que le cortaba la respiración. Pilarín la incorporó cogiéndola por los hombros, y se abrazó a ella, y la dejó llorar hasta que se calmase. Rosser trataba de decir algo pero la primera palabra que pronunciaba siempre era Pilar, y ahí se quedaba, anegada por el llanto, mientras Pilarín la mecía en sus brazos y le susurraba que se sosegase. Sólo hubo un momento de debilidad en Pilarín, cuando volvió el rostro hacia los presentes, y con su dulce sonrisa de siempre les preguntó por qué no la habían avisado. Rosser fue recuperando el habla poco a poco, pero su hablar era un confuso farfullar de razones desarticuladas, piezas rotas de un mosaico transparente. Perdóname, Pilar..., jamás quise ofenderte…, yo no soy mala, Pilar…, pensé que no me mirarías más a la cara…, era un beso, era solo un beso..., fueron algunas de las frases que una Rosser desesperada dejaba que se oyesen y que los demás no conseguían entender. Pilarín Sangüesa entonces se volvió de nuevo a todos los que allí estaban en silencio, y les pidió por favor que las dejasen solas. Todos abandonaron la estancia de inmediato, y cerraron la puerta y se alejaron.

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-Yo no quise ofenderte, Pilar -decía Rosser, con algo más de sosiego-, pero pensé que te había decepcionado, que habías huido de mí. No sabía donde encontrarte, me volvía loca. Me puse muy nerviosa… Pilarín Sangüesa la escuchaba a través de su pecho, como escuchan las madres a sus hijos cuando los tienen abrazados, y en su rostro se iba dibujando la tranquilidad. Pilarín sintió un ligero escozor en la mejilla. No era la herida del labio. Era un rayo de sol que se había colado por la ventana, el primero después de una lenta semana de lluvia. Pilarín Sangüesa oyó entonces cómo sonaban en su alma las campanas, y pensó que era esa la morada de la luz, y era ese el jilguero que se volvía a escuchar desde las huertas, por el camino de lavandas y amapolas por donde había paseado tantas tardes con su amiga. Pilarín Sangüesa sintió que una paz infinita le devolvía el aire que tantos lloros y disgustos le habían arrebatado. -¿Qué tienes aquí?, ¿qué te ha pasado?, ¿quién te ha hecho eso? -dijo Rosser, cuando descubrió, con la luz del sol, la herida de sus labios. -No te preocupes, Rosser, he traído una cosa que es muy buena para las heridas. Y Pilarín Sangüesa sacó de sus sayas mojadas aquella flor que había buscado su amiga en tantas tardes de felicidad, y le abrió una mano pálida, brillante, temblorosa, y dejó sobre ella el cardo bendito. Y luego la miró a los ojos, y le dijo: -Entre tú y yo, Rosser, jamás habrá ninguna herida que cerrar. Y Pilarín Sangüesa sonrió y cerró los ojos, y cerró los labios, y muy despacio se acercó a Rosser, con toda la delicadeza de su alma, y posó sus labios en los labios de su amada.

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23. ALLÁ VAN LOS MUCHACHOS

-Sólo le pido que cuide de mi hermano. -No te pgeocupes, Tomás -dijo el hermano Etienne, enarcando las cejas mucho, como los maestros cuando ven un ejercicio mal hecho pero no lo consideran grave-. Si te encuentgas en dificultades, ya lo mandagué a él a Bagselona paga que cuide de ti. Aún no había llegado el tren a la estación. El hermano Etienne y Tomás dejaron las bicicletas apoyadas en los muros de rodeno del apeadero. Tomás había subido hasta San Nicolás a despedirse con la bicicleta malva de Rosser, para dejarla también en el - 187 -


hospicio. Aún tenía que recoger de la fragua el cardo para entregárselo personalmente al señor Monguió, y para que Rosser pudiera verlo antes de irse. Así que el hermano Etienne se montó en la bicicleta de Pilarín, la del ojo rasgado, y ambos bajaron por el puente de la Reina Isabel II y pedalearon luego cuesta arriba hasta la misma fragua de Matías Abad. Allí Tomás recogió su trabajo de las dos últimas noches, lo metió en una caja de madera y lo ató con unas cuerdas al trasportín de la bicicleta. Fueron los primeros en llegar a la estación. El día era radiante. Las vías de hierro brillaban con el sol de la mañana, una cortina de luz rasgaba las líneas de sombra de la marquesina. Tomás estaba nervioso. -Si tengo bastante con un mes no estaré dos, eso lo puede tener seguro. -No te pgesipites, Tomás. Tienes la opogtunidad de ampliag tus conosimientos. -Me sabe mal. -¿El qué? -Que me lo pague el marqués. El hermano Etienne se subió los lentes, abrió las piernas y cruzó los brazos. La sotana le caía con mucha autoridad. -Yo no sé qué pasaguía si hubiese una guevolusión como las que te gustan a ti, Tomás, pego, de momento, es mejog teneg un magqués con sensibilidad agtística que un patgono muegto. ¿No te paguese? A mí me integuesa que nos va a dag dinego paga el tejado. Y maniana Dios digá. Los viajeros iban ocupando sitio en el andén con sus cajas de comida y sus maletas atadas con cuerdas. Otros venían en grupos a recoger a los que llegaban. Y algunos otros merodeaban fuera de la marquesina y miraban a los viajeros haciéndose visera con la mano. Eran hortelanos que pasaban de camino a Villaspesa, obreros de las vías y mu-

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chachos sin escuela, que se arracimaban a la hora del tren Botijo igual que aguardaban el espectáculo de la gente a la salida de los toros. Pronto la estación estuvo llena de gente, las voces habían subido pero Tomás distinguió allá dentro del vestíbulo la voz de Pilarín Sangüesa como distinguiría una cadena de plata entre unos cuantos tubos de hierro. Y empezó a salir la comitiva. El señor Monguió llevaba una maleta muy pesada y miraba a todos lados a ver si había un mozo de cuerda o algo de lo que suele haber en las estaciones. Tomás y el hermano Etienne acudieron a echarle una mano. Detrás salía Guillermina, de espaldas, abriendo paso a su sobrina Rosser, que caminaba con extrema lentitud, y a Pilarín Sangüesa, que la llevaba cogida del brazo. Detrás, con las gafas de aviador puestas en la gorra de tweed, entraba el marqués. -¿Qué no hay un mozo de equipajes aquí, oye? -dijo Pau Monguió. -Guarde esto -dijo Tomás, y le dio al arquitecto la caja-, yo cojo la maleta. -¡Tomás! -dijo Pilarín, que estaba guapísima. Guillermina le había peinado sus pelos de chico de un modo muy gracioso, y Rosser le había prestado su vestido azul oscuro con solapa Robespierre, el que tanto le gustaba a la marquesa, y se había pintado los labios. El propio Etienne no pudo reprimirse. -¡Pego qué guapa estás, Pilaguín! Pilarín sonreía con su boca de fresa pero no perdía de vista a Rosser, que iba muy tranquila, agarrada con las dos manos del bracete de Pilarín y apoyada en su hombro. Le había vuelto el color a la cara. Tomás se acercó a ella. -¿Te encuentras mejor, Rosser? -le dijo. -No me he encontrado mejor en mi vida -respondió ella, con una sonrisa que parecía una talla mayor que sus facciones-. En cuanto me coma una butifarra con monchetes os vais a enterar de quién es este fantasma.

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-¡Verge Santísima! -dijo Pau Monguió-. ¡Qué cosa tan bonita! ¡Qué maca, tú! Aún estaba de cuclillas en el suelo, quitando las pajas que envolvían el cardo de hierro. Tomás se acercó para levantarlo y que todos lo pudiesen ver. -¿Te gusta, Rosser? -dijo Tomás. Tomás acercó el cardo hasta ellas. Las hojas envolvían el tallo como una llama, pero también caían lánguidas en los bordes de los lóbulos. Había algo de agasajo, de cubrimiento amoroso en aquellas hojas que parecían ensayar el gesto de los santos en los cuadros, las líneas envolventes de los brazos, o el dulce lamento recogido con que son transportados por la fe. Todo era blando en aquel artefacto de hierro, ni las espinas eran duras tan siquiera, ni mucho menos los delgados pétalos, que parecía que fueran a desprenderse con la brisa, ni siquiera el tallo recto que iría soldado a la reja, que tenía imperfecciones calculadas y rebabas y ablandamientos, y más o menos era del grosor de un eslizón. Rosser desprendió una de sus manos del brazo de Pilarín y acarició los pétalos. No dijo nada. Tan sólo sonrió como si al tocar la flor de hierro una corriente de alegría hubiese iluminado su cara. -¿Les has dejado el modelo, Tomás? -dijo el marqués entusiasmado-. Esto hay que inaugurarlo cuanto antes. -Don Matías no necesita modelos -dijo Tomás, y al sopesar el maletón miró a Rosser:- ¿Pero qué llevas aquí, muchacha? -Te llevo a ti partido en trozos -dijo Rosser, con su sonrisa de siempre, con su talla de sonrisa, la que fascinó a Tomás desde el primer momento y seguiría fascinando en su recuerdo para siempre. Tomás recordó entonces la conversación que había mantenido el sábado anterior con el marqués, se acordó del picaporte robado por el Zurdo, y se

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volvió a mirarlo. El marqués entornó los ojos como si no tuviera importancia la cosa, cualquiera que fuese. -¡Pero y estos chiquillos!, ¿es que no van a venir a despedirnos? -dijo Pilarín Sangüesa-. Hermano Etienne, hoy es el Sermón de las Tortillas y deberían dejar a los niños que saliesen antes del colegio. -Han venido a buscar a Raimon esta mañana. Milagritos les ha preparado merienda para que vayan a comer al campo -dijo Guillermina. Se había agarrado del brazo de Pau Monguió y con él seguía contemplando la flor de hierro, de espaldas al marqués. -¡Ahí está! -dijo el hermano Etienne, que no dejaba de mirar la vía y a los chiquillos arremolinados más allá de los andenes. Las lentas bielas del tren Botijo, su locomotora negra y sus vagones pintados de verde alcanzaron el andén envueltos en una nube de vapor. Todo el mundo se dispuso a dar besos y abrazos. Pau Monguió se quitó su canotier y Leopoldo su gorra de tweed. Guillermina besó la primera a Pilarín y le pidió que cuidase de Rosser, y luego, con lágrimas en los ojos, se despidió de Rosser. Fue a decirle algo pero Rosser la abrazó sin dejarla que hablase. Guillermina besó a Pilarín y volvió corriendo a cogerse del brazo de su marido. El marqués besó la mano de Rosser, con esos gestos falsos que eran la única manera que tenía el marqués de ser sincero, e hizo lo propio con Pilarín, a quien, sin embargo, antes de de soltarle la mano la miró a la cara y le dijo: -No sabes, Pilarín, cuánto lamento no haberte conocido antes. Y eso que fuimos juntos a la escuela. Pilarín lo tomó como un cumplido y no lo desairó de ningún modo, pero es que se hacía lo hora y no llegaban los chiquillos. -No vendrán -dijo Tomás-. Conozco a mi hermano. Pero no se lo tomes a mal, Pilar. Para él eres mucho más que la señorita Pilarín. Y no soporta las despedidas.

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-¿Pero por qué no viene con nosotros? -dijo Rosser. -Yo le he insistido -dijo Tomás-, pero no sé, no puedo obligarlo. Él se quiere quedar. -Él estará bien, Pilaguín -zanjó con amabilidad el hermano Etienne. El silbido del tren sonó con estrépito y un tumulto de besos y de prisas se mezcló con el vapor. Tomás subió al vagón y ayudó a subir a Rosser, a quien Pilarín sostenía por la cintura. Casi ni los vieron por las ventanillas dejar los bultos en el maletero y ponerse cómodos en el departamento. Casi sólo vieron agitar las manos. Casi sólo se vio la sonrisa de Pilarín Sangüesa. El tren emprendió renqueante su marcha y pronto vieron la puerta cerrada del último vagón que se alejaba. El convoy pasó junto a la ermita del Carmen, esa iglesia que al marqués le parecía una bazílica diminuta. Por allí lo vieron pasar y emboscarse entre las sargas y los espinos los tres amigos, sentados en una piedra, en la piedra desde donde solían mirar las ventanas de la cárcel de Capuchinos, los brazos que asomaban a la reja. -Allá van -dijo Raimon. -A Barcelona tardan por lo menos dos días porque mi tía fue a Zaragoza y le costó uno -dijo Luisín. Isidoro no dijo nada. Isidoro miraba las vías del tren y se acariciaba la cicatriz de la barbilla. Raimon miró a Luisín por detrás de la espalda de Isidoro. Los tres callaron. Eran momentos difíciles para Isidoro, y sus amigos se quedaron sentados junto a él y se callaron. El tren se perdió entre las nogueras. La primavera había reventado y hasta en los pedruscos blancos de aquel monte nacían los espliegos y las manzanillas. La ciudad se derramaba como el agua por los huertos. Por el camino de San Blas iban familias enteras montadas en un carro a pasar el día en las lagunas. Por las Atarazanas veían jóvenes

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saltar entre los herbazales en busca de algún claro junto al río. La vega verde y brillante se llenaba con los trinos de los pájaros y de los niños que jugaban a esconderse entre los arbustos. Isidoro miró hacia los altos de la Muela, y dejó de acariciarse la barbilla. -Vamos -dijo, y se levantó y se sacudió la culera de los pantalones. Llegaron a San Nicolás antes que el hermano Etienne, que venía acompañado por un renovado Pau Monguió, capaz, a pesar de su oronda figura, de subir también la cuesta en bicicleta. Ninguno de los dos preguntaron a los chicos por qué no habían ido a la estación cuando los vieron apoyados en las flores ondulantes de la verja. El hermano Etienne agradeció su ayuda a Pau para traer las dos bicicletas. Raimon pidió permiso a su padre para quedarse a pasar el día con sus amigos. A Monguió le pareció bien y aún habló con el hermano Etienne de verse al día siguiente para el asunto del tejado. -¿Está todo listo? -dijo el hermano Etienne, volviéndose hacia los muchachos. -Sí -dijo Isidoro. -¡Pues vamos allá! Dos hermanos más abrieron la puerta y todos los muchachos de San Nicolás salieron con sus blusas y sus pequeños morrales colgados a la espalda. Los más pequeños iban de la mano de los hermanos y estos los fueron repartiendo entre los mayores. Luis se ocupaba de Marcelino, que se había acatarrado con las lluvias y enseguida se cansaba. E Isidoro los iba llevando a todos por turnos sentados en el trasportín y en la barra de la bicicleta, lo mismo que Raimon, que llevó todo el tiempo a un chaval de Visiedo, Miguelico, al que le faltaba la pierna derecha. Todos cruzaron bajo el arquillo de San Cristóbal, bajaron hasta la iglesia de la Merced y después hasta el antiguo convento de los Franciscanos. Todos cruzaron el puente de hierro y caminaron en fila india por la vereda que se abría entre las tapias de

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los huertos, y siguieron el cauce del río. Los muchachos se giraban a ver las fachadas impresionantes del Seminario y de las casas de San Francisco, aquellas ventanas que parecían derretirse, los muros blancos de la Glorieta, las altas torres de la ciudad. Y todos alcanzaron la carretera de Cuenca y respiraron el campo cuajado de amapolas. Cantan los muchachos entre el fondo verde oscuro de los chopos, al pie de los pardos barrancos, cantan a la piel de piedras blancas cuarteadas, cantan entre los bancales y se asoman a la gruta del canal y se dejan acariciar la cara por las hojas de los cañaverales. Son los muchachos un rumor de aguas alegres, gritos del cauce infinito. Oyen sus canciones las sabinas solitarias, como sombras que pasean por las crestas de las lomas, y los oyen cantar las muelas, altivas y cansadas, y los cerros que vigilan el frescor del río. Allá van los muchachos, allá van sus canciones, allá va tan contento Miguelico en bicicleta, y el pequeño Blas con sus alpargatas blancas, y Marcelino con la boina nueva y el petate que le regaló su padre, antes de marchar al Riff, y Daniel, que estuvo malo pero ya está bueno, y Felipe, y Pepico, y Antonio, y Juanín, allá van todos con su merienda en su morral, dispuestos a llegar al fin del río, adonde los montes se borran y el cielo les sonríe. Allá van los muchachos, allá van caminando por la tierra roja, allá trepan a los manzanos en flor y buscan sapos en el río. Allá van riendo los muchachos, allá cortan el aire con la bicicleta, allá van sus canciones a la primavera. Allá van los muchachos, allá van.

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