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El chicote

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Presentación

Presentación

Carmen Dora Espinosa Correa

•Taller Oralitura y memoria, Escuela de Literatura

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En días pasados, un fuerte dolor de estómago me despertó a la madrugada. En ese momento recordé la infancia y añoré que las manos de mi madre sobaran mi estómago con chicote, ese remedio tan usado en algunos pueblos de Boyacá, como El Cocuy, Panqueba y Güicán. Una mezcla de tabaco con saliva que, milagrosamente, curaba los dolores de estómago, de rodilla, de oído, de muelas y hasta los dolores del alma.

Recordé cuando tenía siete u ocho años. Aquel dicho que reza “la curiosidad mató al gato”, se hizo muy real conmigo. Un día, vi el tabaco iniciado de mi madre ubicado a un lado de la estufa de carbón, lo dejaba allí porque siempre decía que el calor “lo curaba” y así los efectos sanativos eran mejores. Aquel cilindro café del tamaño de un dedo meñique y con una punta quemada, me llamaba para que lo incluyera en el reparto del juego del día, lo había organizado con mi mejor amiga, la muñeca que me trajo el niño Dios en la navidad de hacía ya tres años. Desde que destapé aquel regalo y me llegó el olor a plástico nuevo hice una conexión muy fuerte con ella. Sin embargo, después de ser hermosa por su color y ropa, con el tiempo se había puesto muy feita la pobre: tuerta, calva de tanto peinarla y sin el brazo izquierdo que se le empezó a caer. Duraba horas tratando de solucionar aquella situación: lo amarraba, lo pegaba con “ega”. Incluso, alguna vez, calenté un cuchillo en la estufa y lo puse en el brazo caído con la esperanza de que al unirlo con el cuerpo iba a ocurrir un milagro. Ese día mi abuelo me vio y desesperado me dijo: —China, usté jode mucho para remendar esa muñeca, préstemelo se lo mando arreglar. Se lo entregué con la ilusión de verla completa. Pero el brazo nunca regresó y tuve que acostumbrarme a verla así.

A pesar de los cambios físicos, la muñeca seguía siendo mi favorita, y aunque con los años había perdido su olor y belleza originales, no me importó y siempre fue parte de mis juegos; generalmente, ella hacía el papel principal. Ese día, el libreto representaba a una dulce mamá cuidando la salud estomacal de su niña. En el juego yo era la madre, pero también hacía las voces de la muñeca, quien hacía el papel de hija. Ella lloraba porque le dolía el estómago, entonces yo le decía “No se afane mamita, que ya voy a mascar chicote para sobarle la tripa”. Entonces, tomé el pedazo de tabaco tal como lo hacía mi madre, con la misma devoción que desprendía cuando iba a misa. Lo observé de arriba abajo, lo acerqué a la nariz, su olor me estremeció, luego lo partí con los dientes y empecé a molerlo con las muelas. Al comienzo, el sabor fue un tanto picante, mientras mi lengua se fue acostumbrando a ese sabor fuerte y medicinal. Hasta que, de pronto, escuché los pasos de mi abuela. Mi reacción fue salir corriendo para esconderme, tal fue el susto que me tragué todito el atadijo de chicote. Ya era demasiado tarde. Por supuesto, los primeros en protestar fueron mis intestinos, sentía que, como un volcán, devolverían el masacote por donde fuera.

Llegar al baño se convirtió en acto de vida o muerte. Tal vez habría sido un poco más fácil si mi cabeza no hubiera reclamado, igual que mi estómago, el uso y abuso de aquel tabaco. El mundo me daba vueltas. Los patos que había en el patio, junto con el gato y las gallinas, se convirtieron en monstruos terribles, los veía el doble de grandes de lo que en realidad eran y, en mi afán de llegar, tuve que agarrarme de las paredes hasta que, a lo último, tuve que arrastrarme y gatear hasta el baño. Recuerdo que el vómito y la diarrea se apoderaron de mí, no sabía a cuál de los dos atender primero, sin olvidar que mi mente no recibía instrucciones. Quería llorar, pero el miedo a la reprimenda no me lo permitió. Finalmente, debilitada por los efectos del tabaco, caí en un sueño profundo.

Cuando desperté, a mi lado estaba la muñeca. Fue ella quien cuidó de mí en ese momento tan trágico de mi vida.

Por otra parte, de los adultos, las únicas palabras que escuché fueron: vaya báñese y aprenda a usar bien el papel.

Mi madre aprovechaba el chicote para acariciarnos la tripa, pero sobre todo para generar una conexión especial con sus hijos, instintivamente, su intención era curarnos más que el cuerpo, el alma. Este remedio ancestral creó un vínculo tan fuerte entre nosotros que todas las noches ella “mascaba tabaco” y con emoción nos preguntaba “¿A quién le duele la tripa?”. Por supuesto, a todos nos dolía. Así que, con la paciencia y el amor que la caracterizaban, iba de cama en cama para masajear nuestros estómagos y regalarnos ese valioso conocimiento que, tantos años después, recordamos con cariño y respeto.

Ilustración: Jennifer García Delgado

Canto de Alondra

En la época prehispánica del pueblo Muisca, su centro, geográficamente hablando, fue el espacio que conocemos como Hacienda el Cacique y el Cerrito. Ya en la imposición conquistadora, este se trasladó al lugar que conocemos hoy en día: un momento, una de las plazas de mercado (especialmente de ganado) más trascendentales de la región. A este sitio lo conocemos, ahora, como el Parque principal Capitán Ernesto Esguerra Cubides que alberga, hoy por hoy, la sala de la casa, la zona exacta para citas de negocios, de emociones y de sabores.

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