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El círculo de la culpa

Narrativas Funzanas

Introduce Anderson Alarcón

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• Docente Escuela de Literatura Ganador del Concurso Nacional de Cuento Relata del Ministerio de Cultura 2022, en la modalidad de directores de taller

Dos talleres componen lo que podría denominarse como el “área narrativa” de la escuela de Literatura del Centro Cultural Bacatá. Ambos tienen dos características innegables: la primera se refiere a la abundancia de su producción; la segunda tiene que ver, a pesar de la exuberante cantidad de publicaciones de calidad con las que hemos contado en este periodo en comparación con los anteriores, con el aún insuficiente espacio físico y temporal con el que contamos en las publicaciones que podrían albergar sus creaciones. La primera característica la veo con orgullo, pues me atrevo a afirmar que nunca antes los talleres funzanos habían tenido una producción de tan alta calidad y abundancia. La segunda, lejos de preocuparme, solo genera en mí algo de inquietud, sobre todo porque me pregunto cuántos libros y revistas serían necesarios para albergar el talento de nuestros estudiantes. En esta pequeña selección están las personas que han mostrado un compromiso diverso frente a la Literatura que, en mayúsculas, es lo que nos ha dado vida a los tantos que nos aventuramos a escribir. Aquí están los textos creados en los talleres Funza para contar e Introducción a la escritura creativa. Aquí viven las letras de quienes, ojalá, repoblarán el mundo de lo literario en Funza.

El círculo de la culpa

Johann Sebastián Rico Ricaurte

• Taller Introducción a la escritura creativa, Escuela de Literatura

Un destello de luz lo ciega. Mira a diferentes direcciones. No se explica cómo llegó allí. Corre, sin saber por qué, doscientos kilómetros como si fueran cuatrocientos metros. Una intuición le indica el camino. Llega a una carretera estilo Transfagarasan. Sube al auto. Conduce. A los cinco minutos, por su ventana izquierda observa un árbol que se distingue del resto por no tener hojas. Vuelve la mirada al frente. Metros adelante un perro atraviesa la calle. Sigue conduciendo. Cinco minutos más tarde, de nuevo aparece el mismo árbol sin hojas. El perro, otra vez, atraviesa la calle. Qué raro, piensa. Disminuye la velocidad. Continúa atento buscando algún desvío. No hay ninguno. El árbol sin hojas una vez más. El perro también. Lo sabe. Sabe que está perdido y que conduce en círculos. ¿Y el perro?, se cuestiona. Los eventos se repiten una y otra vez. No anda en círculos, está atrapado en un ciclo de acciones infinito. Acelera. Más rápido. Más rápido. Más rápido. El árbol. El perro. ¡Maldita sea, el perro! Aprieta el freno y direcciona el carro hacia la derecha, el lado opuesto del rumbo del can. Termina en la cuneta. Baja del auto. No tiene su teléfono. En todo el ciclo no ha visto pasar otros carros. Va hacía el bosque, la dirección a la que fue el perro, para buscar ayuda. Camina. Trota. Corre. Halla una casa, al parecer abandonada. Antes de entrar mira hacia atrás, hacia los lados, ¿Y el perro?, se cuestiona. Abre la puerta. ¿Hay alguien?, pregunta. No escucha respuesta. Huele pestilente. Moscas vuelan en desorden detrás del sofá. Se acerca. Ve el cuerpo de un niño descomponiéndose. Lleva su mano a la boca. Se aleja hacia la salida. Una niña aparece de súbito. Lo mira directo y paralizada. Él se acerca un paso. Ella se aleja dos. ¿qué pasó aquí? ¿Dónde estamos?, pregunta él. Ella sigue igual: callada e inmóvil. Parece asustada. No te voy a hacer daño, le dice el hombre, ¿dónde estamos? Ella no contesta. Él la detalla, la cubre solo una camisa blanca que le da hasta los muslos, sangre que proviene de su entrepierna recorre sus aductores y el cabello le luce como si se hubiera revolcado. Aparece una anciana que interrumpe sus umbrales de inferencia. Lleva un cuchillo en la mano, el mismo cuchillo que tiene clavado en el mediastino. ¡Escóndete!, ordena la anciana. La niña sale corriendo de la sala a lo que parece ser una habitación. El hombre sorprendido retrocede dos pasos. Mira hacia los lados. El perro chilla. Está escondido bajo una mesa que se encuentra al frente del sofá. El hombre lo observa y el perro se aleja sin salir de su escondite. ¿qué pasa? ¿necesitan ayuda? ¿dónde estamos?, pregunta en ráfaga, el hombre a la anciana. La anciana no responde, solo gira su cabeza hacia una pared y observa un dibujo que está colgado. El hombre lo observa. Sus pupilas se dilatan al tiempo que sus labios se separan. Retrocede con una sensación de sorpresa y miedo. El dibujo es un retrato de su rostro salpicado de sangre. Es él con la mirada perdida, una pequeña sonrisa y un cuchillo en la mano, el mismo cuchillo que está clavado en el pecho de la anciana.

¿Qué es eso?, pregunta el hombre con voz temblorosa. La culpa, responde la anciana. ¿quiénes son ustedes? La culpa, dice la anciana. La culpa, la culpa, la culpa, repite una y otra vez. ¡Escúcheme, señora!, dice el hombre, voy a sacarlas de aquí, dígame dónde estamos. La culpa, repite la anciana. El perro sale de su escondite. Se ubica al lado de la anciana. Tiene el cuello torcido. Chilla. El hombre abre una puerta y se encierra allí. Es un baño. Se mira en el espejo. Tiene el rostro salpicado de sangre. En su mano aparece el cuchillo. Se lava el rostro, pero la sangre no cae. Vuelve y se lava. La sangre sigue intacta, en su rostro. Tiembla. Su reflejo en el espejo se hace memoria. Lo recuerda. Sale del baño apurado. La anciana sigue allí. ¡La culpa!, grita. El hombre abre la puerta de la casa. Sale. Un destello de luz lo ciega. Mira a diferentes direcciones. No se explica cómo llegó allí. Corre, sin saber por qué, doscientos kilómetros como si fueran cuatrocientos metros. Una intuición le indica el camino. Llega a una carretera estilo Transfagarasan. Sube al auto. Conduce. A los cinco minutos, por su ventana izquierda observa un árbol que se distingue del resto por no tener hojas.

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