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La oscura decadencia del general
La oscura decadencia del general
Solo me sacaba dos años, pero era alto como una acacia. Por eso él siempre era Custer y yo solo un cabo de Arizona.
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Cada tarde, los indios de Caballo Loco nos rodeaban. Entre aullidos y bramidos emitidos por nosotros mismos, disparaban cientos de lanzas y flechas que se perdían por el desierto del pasillo.
Un día, una le alcanzó en el muslo y, tras simular que echaba un trago de whisky, se la arrancó y logró arrastrarse hasta el fuerte. Allí siempre aguardábamos el ataque final del ejército Cheyenne: las cosquillas de Manitú.
Luego merendábamos y hacíamos los deberes.
Con el tiempo, mi cama dejó de ser sitiada y una paz triste inundó el dormitorio. Cada puesta de sol, observaba melancólico cómo el general Custer, despojado de su uniforme, escapaba calle abajo con varios forajidos. Regresaba al amanecer, provocando ruidos, portazos y el llanto de mamá. Una noche no regresó y escuché llorar a mi padre. Mugía como un búfalo agonizante.
Dicen que ahora Custer bebe whisky sin tener heridas y que atraca diligencias. En varios estados han puesto precio a su cabeza y cada noche, mientras me duermo, miro su cama vacía e imagino su cadáver colgado de un árbol seco.
Salvador Terceño Raposo Sevilla