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Crimen y castigo

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El amor justo

El amor justo

Crimen y castigo

Papá siempre decía que los libros que merecían la pena eran los de tapa dura y hojas amarillentas. Solía pasar los días encerrado en su despacho y las noches y fines de semana, en su biblioteca. Mis hermanas y yo debíamos guardar silencio absoluto en casa, nuestras voces femeninas le recordaban que el heredero aún estaba por llegar. En algunas ocasiones se marchaba de viaje durante unos días por negocios. Yo aprovechaba sus ausencias para devorar aquellos libros. En una de ellas entré en su despacho y me senté en el gran sillón de su escritorio. Con voz solemne imité su habitual discurso de moralidad. Mi curiosidad me llevó a revisarlo todo sin encontrar nada de interés, ya que los cajones estaban cerrados con llave. Sin embargo, tuve una idea. Lo sé todo, decía la nota que escribí, firmé y guardé dentro del libro de Dostoyevski que tenía sobre la mesa. Aquello cambió mi destino. Papá desistió del heredero y convenció a toda la familia de mis grandes cualidades y dotes de mando, a pesar de no ser la mayor. A la mañana siguiente, la cocinera había desaparecido y nos tuvimos que conformar con desayunar las tortitas quemadas que nos hizo la ama de llaves.

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Beatriz Díaz Rodríguez Barberà del Vallès (Barcelona)

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