Historias de dos ciudades.

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HISTORIAS DE DOS CIUDADES:

A ntologĂ­a de cuento breve Autores de Monclova y Saltillo, Coahuila



HISTORIAS DE DOS CIUDADES:

A ntologĂ­a de cuento breve Autores de Monclova y Saltillo, Coahuila


EDITORIAL PAPE BIBLIOTECA HAROLD R. PAPE PRIMERA EDICIÓN 2015

© KARLA SALAZAR SERNA © CIRILO RECIO DÁVILA © ALBERTO EFRÉN RÍOS CAMPOS © SYLVIA GEORGINA ESTRADA © ERIC FERMÍN ZAVALA © ERNESTO RÍOS WILLARS © GIBRÁN JALIL GONZÁLEZ TREVIÑO © JOSÉ ARIAN ESQUIVEL © ALEJANDRA SÁNCHEZ CRUZ © CARLOS DÍAZ REYES © MARÍA LUISA IGLESIAS © LUZ MARÍA URRUTIA MORALES © ADRIANA RIVERA LUÉVANO © MIGUEL GUADALUPE GARCÍA PÉREZ © ALEXIS MASSIEU ÁLVAREZ © PEDRO MARTÍN ROJAS ROSAS © DEYANIRA GUTIÉRREZ GARZA © SEIDI MARTÍNEZ LOERA © RAMIRO RIVERA VILLASANA © MANUEL ANTONIO GAYTÁN ROMO © ÁNGEL IVÁN VILLARREAL CASTILLO COMPILADORES: ANTONIO SONORA Y ELSA TAMEZ D.R. DE LA PRESENTE EDICIÓN: MUSEO BIBLIOTECA HAROLD R. PAPE A.C. BLVD. HAROLD R. PAPE NO. 505 SUR COL. GUADALUPE MONCLOVA, COAHUILA CP 25750 INSTITUTO MUNICIPAL DE CULTURA DE SALTILLO HIDALGO 231, CENTRO HISTÓRICO SALTILLO, COAHUILA CP 25000 DISEÑO EDITORIAL: NEREIDA MORENO FOTOGRAFÍA DE PORTADA: SUSANA VELOZ ISBN: TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS, QUEDA PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL DE ESTA OBRA POR CUALQUIER MEDIO O PROCEDIMIENTO SIN LA PREVIA AUTORIZACIÓN POR ESCRITO DEL TITULAR DE LOS DERECHOS DE AUTOR. IMPRESO EN MÉXICO


Para la Biblioteca Harold R. Pape, el fomento de la lectura ha sido siempre uno de sus principales objetivos. Por esta razón, además de las actividades que cotidianamente realizamos dentro y fuera de nuestras instalaciones, se creó el sello Editorial Pape, con el cual buscamos promover y difundir el trabajo literario de los autores de nuestra región. En esta segunda serie de publicaciones, la Editorial Pape buscó vincularse con el Instituto Municipal de Cultura de Saltillo y promover no solamente la obra de los escritores de nuestra comunidad, sino también el talento de los autores de la capital de nuestro estado. Con este objetivo nace la antología Historia de dos ciudades que fue presentada y difundida paralelamente en Monclova y Saltillo, Coahuila. Gracias a la amplia respuesta de participación y al jurado conformado por los escritores Antonio Ramos, Ruy Feben y Rodrigo Castillo, se seleccionaron los cuentos de los 21 autores que conforman la colección. Más allá de ser solamente un intercambio entre autores de diferentes ciudades, esta antología desea ser un puente y un vínculo creativo con escritores que demuestran que tienen muchas historias que contarnos. Esperamos que este proyecto sea el primero de muchos más que podamos continuar impulsando en la Editorial Pape en coordinación con el Instituto Municipal de Cultura de Saltillo, institución que como la nuestra, busca brindar un espacio al talento e ideas de los autores de su comunidad. Lic. Gerardo Benavides Pape Presidente de la Junta Directiva de Campo San Antonio Fundación Pape, A.C.

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La lectura debe entenderse como algo más que un hábito o la habilidad interpretativa de un escrito: es un privilegio. Quienes se acercan a ella son recompensados con aprendizajes; con respuestas; con viajes geográficos y espirituales, guiados por la imaginación o las experiencias de un autor. En ese tenor, el Ayuntamiento de Saltillo, a través del Instituto Municipal de Cultura, comparte con la Biblioteca Harold R. Pape de Monclova un gran interés por trabajar desde todas las trincheras posibles en el fomento a la lectura. Por ello, celebramos la magnífica respuesta que tuvo la convocatoria emitida en conjunto, para presentar a ustedes Historias de dos ciudades: antología de cuento breve. Del total de textos recibidos, veintiuno han sido los seleccionados para habitar esta compilación integrada por doce narradores de Monclova y nueve de Saltillo, ya sea por nacimiento o por adoptar uno de estos dos municipios como su hogar. Para el jurado, integrado por tres renombrados escritores, fue una grata sorpresa descubrir que si bien comparten un lugar de origen, los elegidos provienen de distintas generaciones, y que la convocatoria atrajo por igual a nóveles voces que a otras ya poseedoras de una trayectoria en la literatura coahuilense. El resultado es un ensamble en el cual la diversidad significa riqueza. Y así como la mística se hace presente en “Tarde de Ávila”, de Silvia Georgina Estrada, la crudeza de una escena de la infancia nos sacude en “Lomo de sal”, de José Arian Esquivel. En una evocación cortazariana María Luisa Iglesias nos regala sus “Instrucciones para limpiar los lentes” y a la vez hace guiños a la prosa poética, que también muestra sus ecos en “De la sed al trago, el tiempo” de Ramiro Rivera Villasana. Mientras que “El regreso” de Pedro Martín Rojas Rosas realiza un singular recorrido entre la capital del acero y la urbe de adobe.

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Juan Rulfo afirmaba que para construir la base de todo cuento “se trabaja con imaginación, intuición y una verdad aparente”, y que cuando esto se consigue “se logra la historia que uno quiere dar a conocer”. Tal es el reto que los veintiún autores aquí presentes han enfrentado; tal es el reto que conquistaron. Claudia Mabel Garza Blackaller Directora del Instituto Municipal de Cultura de Saltillo

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KARLA SALAZAR SERNA

SENSACIONES EN SEPIA

Dígame, ¿usted cree poder entrar en una fotografía? Es fácil, por ejemplo si usted desea entrar en una atmósfera melancólica recurre a las imágenes captadas por Juan Rulfo y elige entre páramos casi olvidados, hombres tristes o mujeres de voz apagada; pero si su ánimo no quiere besar el piso y prefiere soñar entre imágenes suaves, entonces le sugiero acariciar con la mirada las fotografías de Álvarez Bravo y entrar en los espacios claroscuros simulados por curvas sugerentes. A veces, uno entra en las fotografías queriendo apropiarse de “cosas”, tales como aromas, paisajes, sentimientos, vivencias y también amores, “cosas” que después se vuelven imposibles de perder. Tengo fotos, que a pesar de los años todavía cargan mil sensaciones, tienen aromas peculiares, sin olvido y un poco de tristeza; no obstante, su gran peso se debe a la carga de fantasías y aventuras (no ocurridas, sí deseadas) que la cámara logró captar. Entre ellas están las mías, fotografías que muestran la historia de una mujer explorando en la vida, en busca de su sensualidad. Sólo tenía diecinueve años, mis aventuras entonces eran tan fantásticas como reales, contaba con tiempo de sobra y los límites

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eran poco claros, casi no existían responsabilidades, el mundo parecía tan lejano y aunque a veces sentía pequeños miedos las horas venían con muchos momentos libres. Era tan libre, como para explorar la longitud del río Monclova sin regaños, leer y dibujar escondida por horas entre las siembras del abuelo, procurar estar en casa cuando todo mundo se había marchado y entonces bailaba frente al espejo por mucho tiempo para terminar sobando mis pies descalzos. Los cambios en mi cuerpo cobraban intensidad, no comprendía bien qué sentía y por qué sentía, pero mi cuerpo comenzaba a llenarse de calores y aparecían cosquillas raras, cada vez que miraba pasar a Pedro. Una vez, procuré tomarle la mano y la lleve a mi cuello, él no dejaba de repetir que mi piel era tan suave, pero no pasó nada más. Me gustaba usar vestidos, de esa manera en la menor oportunidad podía sentir el viento acariciarme, alzando las telas y moviéndolas a tono. No reparaba en miradas ajenas, sólo importaba si Pedro dejaba asomar su curiosidad. De esta manera, pasaban los días bajo inocentes coqueteos y miradas, pensando que Pedro me invitaría a sentir el viento sin ropa, pero la invitación no llegaba. Sin embargo, las fantasías sobre nuestros cuerpos juntos invadían mis espacios de manera frecuente, tanto que la humedad no se hacía esperar. Y mientras yo construía historias con Pedro, mis movimientos libres habían robado la atención de un fotógrafo maduro y extranjero de nombre Adam, quien utilizaba repetidamente la palabra “pintoresco” e insistía en retratarme. Un buen día, la tía Martha me convenció en invitar al tal Adam a comer, la tía

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Martha presumía de alta cultura, de buenos modales e insistía en que la familia tenía que trascender. Fue ella quien me acercó a la lectura, a la música clásica y quien me torturaba con su voz mientras apreciaba los libros que recopilaban las obras de los grandes pintores. En fin, el fotógrafo Adam llegó una tarde de abril a la casa de la tía Martha, puntual, bien vestido y con mucha hambre. Adam me parecía un señor interesante, de porte fino y mirada profunda. Era necio cuando mostraba sus fotografías, se aferraba a señalar lo que no enumerábamos de su “arte”, para mí representaba muchas veces un fastidio que interrumpía una de mis tardes de soledad y magia. De esta forma, sin pensarlo se volvió un hábito tenerlo en casa durante las tardes de abril, comiendo con nosotras y tocando de manera discreta mis piernas por debajo de la mesa. Él sólo era un invitado ocasional, un fotógrafo foráneo que vino a enseñarme a bailar de forma elegante, aquél a quien sólo vería a la hora de la comida, que tocaría mi cuerpo robándose el sueño de mis noches, un invitado que acariciaría mis piernas a la menor oportunidad y pasaría horas tratando de pronunciar bien las palabras castellanas. No obstante, Adam no representaba un sueño duradero, era más bien un instructor de arte sensual, un actor con dos máscaras, una máscara para mí y otra máscara para el resto. Adam me pedía que le contara mis fantasías con Pedro mientras tomaba fotos de mi cuerpo, mi cuerpo y el viento, mi cuerpo y el tren, mi cuerpo y el agua, mi cuerpo a la orilla del río. Lo cierto era que Pedro estaba presente en esas fotos y lo curioso es que nunca apareció su imagen en ellas. Sin embargo,

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cuando observo esas fotos logro mirarlo tocándome y susurrando que mi piel es suave. Como gracia, también aparecen chispas, las chispas que yo estaba segura salían de los ojos de Adam cuando narraba en voz alta mis fantasías, ¡Cuánto me gustaba contar esas chispas que siempre llegaban a cien y marcaban la pauta de volver a casa! Adam ganaba rápido la confianza de todos y un buen día solicitó llevarme a mi sola a la feria de la ciudad vecina, lo cierto es que jamás llegaríamos a esa feria, es más, tuvimos mucho tiempo a solas. Esa noche vestía una falda de cuadritos rojos, una blusa muy blanca y mi peinado resaltaba mis rizos caprichosos. Adam, recuerdo su olor, la suavidad de sus manos, sus labios en mi piel, sus ruidos. Hasta ese día las caricias sólo habían sido en mis piernas, sólo habían sido momentos eróticos que para una chica se llamaban románticos. El coche que Adam manejaba se convirtió en un pedazo de luna, que invitaba a marcharse lejos. Adam manejaba con una mano y con la otra no dejaba de buscar mis piernas, mis pechos, mi boca. Cuando encontró el paraje ideal, se acabó la ternura, él mordió mis piernas, mis pechos, mi boca, creo que no faltó nada por morder. Sentí su esencia en mi cuerpo y sus palabras pintaban el paisaje oscuro y solitario donde nuestros ruidos no podrían alcanzar oídos humanos. El alba nos alcanzó, ni siquiera puedo recordar los miles de problemas que esto ocasionó en casa, Adam ni siquiera se despidió, nadie en la ciudad volvió a verle, pero antes de que esto pasara, una forma de decir adiós fue cuando de forma delicada me cargó en sus brazos hasta debajo de un árbol a la orilla del río

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Monclova, y me dijo: “Posa una vez más para mí, pero sin Pedro” Lo curioso es que todas las fotos que conservo evocan a Pedro, pero la esencia que captó el paisaje lleva la firma de Adam. Lástima que duró tan poco, dígame, después de sesenta años, ¿usted cree poder entrar en una fotografía?

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CIRILO RECIO DÁVILA

RITUAL DE DUELO

La noche es manto propicio para la aventura. Salió el hombre de su trabajo y fue a buscarla. No tenía mucho de conocerla, unas cuantas semanas en un bar donde grupos de blues semiprofesionales se aventaban al ruedo. Le atraía vagamente, y con seguridad pensó, “podría pasar una velada agradable con ella”. La encontró con una amiga, en el pequeño cuarto de alquiler en el que vivía. Tomaban algo parecido a los cocteles dulces de los antros: vodka, jugo de fruta, Red Bull. Se encontró en una atmósfera de decepción, la ilusión del amor se había desvanecido en su amiga como burbujas de cerveza. Su llegada fue recibida con calidez y un entusiasmo demasiado efusivo como para ser del todo auténtico. Pensó que lo miraba como tabla de salvación, faro repentino en la tormenta de las emociones a pique o ¿por qué no? pretexto para mantener la noche en vilo. La amiga se fue repentina. Adujo iría por cervezas, comida... A él le pareció excusa apropiada. En el pequeño recinto, una mosca volaba. Ella se abismó con enjundia en sacarla por la ventana. Tenía la preocupación de tener que dejar ese lugarcito en breve. Era una de las razones de su inquietud. El compañero con quien había

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vivido los últimos dos años se fue a Puebla de Los Ángeles. Su relación fue un constante duelo de poder. Excitante al principio y promisorio. No fue así. Una amante anterior lo había requerido repentinamente. “Sus cosas estaban de cabeza”, le dijo y “verdaderamente lo necesitaba”. Siempre había sido blando, cobardón, acomodaticio, los calificativos no eran suficientes a estas alturas. Ahora, en el cuartito que alquilaba, se sentía como la mosca que acababa de sacar. Él dijo: “El mundo no se acaba.” Con una voz que a él mismo le pareció eco extraño, repetición mecánica de lo que siempre se dice. A ella le sonó absurdo, el estornudo de un camaleón, un vacío mayor que el de la cruda de dos docenas de frizz ice gin and tonic. “¡Eso es lo que más me caga, la compasión obligada y fingida… mejor no decir nada!” Era inútil seguir ese camino. Se limitó a mirarla con expresión ausente; sintió de pronto que su pulso se aceleró y advirtió que la sangre llenaba su rostro. Ella no lo notó. Destapó otra botella de frizz ice. El otro la contemplaba y sin darse cuenta el deseo se apoderó de él. La veía a contraluz de la lámpara de dibujo. Ella era menuda, de cabello largo, lacio y oscuro, senos pequeños y piernas firmes. Llevaba pantaloncillos cortos y el pelo en una cola de caballo. Podría parecer una hormiga violenta, ahora se encontraba en un extraño estado anímico. La rabia, el despecho, el desconcierto, le impedían discernir. Había algo injusto en lo que pasaba. Los días y noches con su compañero no habían sido vanos. No podía desahogar todo lo que sentía con el recién llegado —por lo menos era compañía—. Era con su amiga con quien quería platicar. Como un intruso que atraviesa una ventana, con el cuidado de

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un gato que se aproxima a una astuta urraca, se acercó a ella, le acarició la nuca. Primero con inocencia, bajó a la espalda, debajo del pelo. La otra mano por el vientre. Ella se resistió sutil: su oposición era vacilante y táctica. Un estira y afloja, aceptación y rechazo. No habían avanzado mucho, y en cierto momento regresó la amiga con nuevas bebidas y botana. Ella utilizó el momento para desasirse del abrazo. Nuevamente estaban en el desencanto. Sentados ante otro paquete de frizz ice, cigarros y frituras de harina. La amiga era voluptuosa. Rotunda y grande de cuerpo, pechos opulentos, caderas amplias, abundante cabello. Alegre, inteligente, de fácil trato y dulces modos. Destapó una bebida, que dejó a un lado. Su amiga le dio entonces un exquisito beso. La noche es muy larga para aguantar un desengaño, y muy breve como para desperdiciarla. En un instante las dos mujeres rodaban en la alfombra. Contempló con azoro como se retiraron la ropa con cuidado. Una salmodia de caricias verbales, como mantra llenaba el aire cálido. Era verano, había Luna. El tráfico de la avenida generaba un rítmico y estridente contrapunto con el jazz y la respiración entrecortada por las palabras aterciopeladas que se dirigían —dos senos chicos/ sobre dos senos grandes/ hacen alarde, diría José Refugio de la Torre de haber estado ahí—. Él observaba, no podía participar. Era el congelado de uva o de fresa: el espectador. En la penumbra, las cajas a medio embalar, la ausencia de muebles, los libros en huacales de madera para cargarse, botarse o regalarse, el ojo luminoso de la lámpara en la mesa de dibujo, el blues en la grabadora añosa parecía más lejano, y los recuerdos rotos por la banalidad de los lugares comunes,

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hacían patente el naufragio. Papelitos, trozos de fotografías, revistas y minucias que aparecen cuando es preciso marcharse, se hallaban en el piso. Atestiguaba ese encallamiento, pero también ese rito, antigua sanación entre las dos, ceremonia ancestral para curar heridas: no por no ser físicas son menores. Un exorcismo de experiencias perdidas, invocación de nuevos caminos. Escuchaba las frases elogiosas, “dulce boca, bellas piernas, lindo pelo tan sedoso, piel tan suave”, que las mujeres se repetían como letanía. Permaneció con ellas hasta el amanecer. Escuchó decir a una de ellas: “Antes me hubiera importado qué dirían de mí, ahora he descubierto que no me importa”. —Pero Sherezada, por favor, eso no es posible, el hombre se quedó con las ganas. ¡No hizo nada en toda la noche! ¡Se la pasó en blanco! Eso es cruel. —Eso, mi querido sultán, no podrás saberlo. Es el nuevo día, debes esperar la noche. Sherezada se levantó con parsimonia del diván, caminó rotunda y confiada a la puerta de arcos lobulados del palacio. Salió al pasillo cubierto de columnas y arcadas. Una sonrisa incomprensible, podría ser amarga, perfilaba su gesto de diosa. Pasó junto a los guardias del noble sultán y, dándole a uno de ellos un durazno, prosiguió su camino al habitáculo, la columna de su cuerpo ondulaba con la gracia de la inteligencia.

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ALBERTO EFRÉN RÍOS CAMPOS

MATUTINO VESPERTINO

No recuerdo el punto exacto en el que comenzamos a hablarnos. Aunque éramos vecinos, nuestros padres nunca cruzaron palabra, así que, supongo que fue la calle quién nos presentó. Incluso jamás coincidimos en la escuela: tú recorriste la Adolfo López Mateos turno vespertino, y la Juan de la Barrera después, porque te expulsaron; yo terminé toda mi educación en la Adolfo López Mateos, en el turno matutino. Siempre participaste en mis ideas, como aquella guerra de corcholatas que empezamos contra los demás, gracias a nuestros sofisticados rifles: un pedazo de madera, con una horquilla clavada en un extremo, que sujetaba una liga que se estiraba desde el otro, para lanzar una ficha que se liberaba al presionar la pinza. Siempre iniciábamos modas en la cuadra, como aquel festival, no oficial, de vuelo de papalotes; deshacíamos la barda de carrizos que protegía el patio de la casa de la vecina güera, que regañaba a sus hijos gritándoles a media calle que se “metieran pa’ dentro”, sólo para tomar algunos y tener la estructura de nuestras cometas. Luego empezaste a ver cosas diferentes, como aquel experimento donde excavamos un pequeño hoyo en la tierra, que

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posteriormente llenábamos con los residuos de botes de plástico que derretíamos con fuego; luego, mientras la lava de hule seguía ardiendo, contenida en el hoyo, le aventamos agua con gasolina para ver cómo se formaba una columna de lumbre roja y azul, de casi dos metros de altura, rodeada de una cadena de estrellas que ascendía desde la base hasta la cúspide; era impactante, como la exhalación de un dragón. Seguía venciéndote en el golpara y en las retas de fútbol, pero tú nos mostraste la forma de realizar una bomba molotov. Cuando entré a secundaria te mudaste a Michoacán debido al trabajo de tu papá. Entré a jugar futbol en la liga infantil, y pasé muchas horas viendo anime y todas las películas ochenteras que se transmitían por televisión abierta, en los noventa. Recibí una carta tuya. Mi mamá se asombró por la letra que tenías: “Tiene muchos errores de ortografía, pero qué bonita letra tiene”, dijo. En la carta mencionabas que extrañabas jugar conmigo y que posiblemente regresarías a Monclova. Seis meses después, aquí estabas, hablándome desde tu patio trasero, por encima de la barda, justo frente a la ventana de mi cuarto: como siempre nos comunicábamos antes de salir a jugar. Nos pusimos al día con un partido de fútbol. Entraste a la secundaria donde estaba yo, pero en el turno vespertino. Las calles y aquellas antiguas guerras, las retas, comenzaron a prescindir de ti. Conociste nuevas personas. Un día nos avisaron que estabas escondido en un terreno baldío teniendo relaciones con una niña; todos salieron corriendo para ver si era cierto; cuando llegamos al lugar, todos se estaban riendo de ti, y yo sólo alcancé a ver que te abro-

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chabas el pantalón, y ella se sacudía el vestido blanco con flores amarillas que llevaba puesto: a mí no me llamaba la atención saber qué pasaba, por eso no corrí tan rápido como podía. Sentí que había algo de distancia cuando, en una ocasión, me prohibiste ver una revista de Playboy que veías con tu nuevo amigo. “¿Por qué lo tendrán así?”, preguntaste; “Se lo rasuran”, te dijeron. Años después entendí sobre qué era la revista y su conversación. Algunas noches se interrumpían las canciones de los Temerarios o de Los Tigres del Norte, que salían de tu patio, con los gritos de tu papá y los azotes que te daba con el cinto por no sé qué razón: “¡Tráiganme el cinto, tráiganme el cinto!”, gritaba tu papá, y posteriormente, tus gritos de dolor. Comencé a saber de ti sólo a través de tus hermanos pequeños, que ya se juntaban con nosotros para poder completar las retas. Generalmente, cuando yo salía de la secundaria tú debías entrar, pero casi nunca me topé contigo en el camino, en dos años; hubo sólo una vez, sin embargo, cuando te vi esposado arriba de una patrulla de policía, junto a otro chico. Entré a la prepa, en un colegio religioso. A diferencia de muchos, esa etapa no fue de fiestas y diversión desenfrenada. Hice nuevos amigos y conocí otras pasiones, como la literatura, donde leí: Cien años de soledad, La divina comedia, Fausto, María, entre otras novelas; otros sólo buscaban la lectura de menor extensión posible, para acreditar la materia. Te vi tiempo después, cuando casi terminaba la prepa y volvimos a platicar con la confianza de siempre. Me contaste sobre una broma que te hicieron un día cuando estabas muy ebrio, donde te fotografiaron dando sexo oral

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a un tipo, amigo y jefe tuyo, dijiste; uno de tus hermanos escuchaba y no entendía a qué te referías con sexo oral. Así que yo le expliqué que era hablado, reímos burlándonos de su inocencia; la verdad era que yo tampoco sabía exactamente en qué consistía. Me fui de la ciudad para estudiar. Dejé toda la práctica deportiva que había hecho durante dieciocho años. No regresaba tan seguido a Monclova sino hasta que las vacaciones me lo permitían. Muy esporádicamente mi abuela era la única conexión contigo, pues le contaban historias sobre ti: que andabas en camionetas grandes y negras, trabajando para un grupo de comerciantes de ropa, pero que todos sabían que también traficaban droga y nadie se atrevía a decirles o comprobarles nada; que te ibas a casar con una mujer, pero que no te dejaron hacerlo porque era “malo para el negocio” y por eso te dieron una golpiza. Nunca lo supe de viva voz. Regresé graduado, después de cinco años. Empecé a trabajar en El Zócalo y posteriormente en Calibre 57. Ayer, cubriendo una nota, te volví a encontrar. Había mucho alboroto de policías y peritos y no nos dejaron acercarnos tanto, pero ahí estabas, tirado en el piso sobre un charco de sangre, con los ojos abiertos y con tres agujeros en el cuerpo: dos en la espalda y uno en la frente. Sujetabas un cuerno de chivo, que para mí, contrastaba bastante en tu mano con aquel lanza fichas de madera que alguna vez blandiste. Aún ahí tendido, quizá por infrarrojo de ultratumba entre tus pupilas y las mías, pudimos ponernos al día; pero lo que no pudiste decirme, fue cómo hubieras querido que contara este fragmento de tu historia, en mi crónica para el periódico.

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SYLVIA GEORGINA ESTRADA

TARDE DE ÁVILA

La santa del abismo es más santa a mis ojos. Gérard de Nerval

Las sombras no existen bajo el sol de Ávila, no cuando el verano toma dominio de la ciudad amurallada. Teresa contempla las baldosas que relumbran multiplicándose en espejos. Escucha el murmullo de sus hermanas, reunidas en los pasillos, y se lamenta. Quiere silencio. La carmelita mortifica sus carnes escuálidas, avejentadas prematuramente por la enfermedad y la privación. Oh Dios mío, misericordia mía, susurra encorvada, mientras el impulso del dolor viaja hacia la médula e ingresa en el cuerpo dorsal de la columna. La sensación se expande por la espalda, tormenta de fuego que arrasa el miedo. Todo desaparece: la celda, el convento, el mundo entero. Y sucede de nuevo. Sabe que tiene los ojos abiertos pero está cegada por la luz. No importa, siente la presencia inagotable de su amado; cómo la recorre, la acaricia, ocupándolo todo.

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El espacio vibra. Su cuerpo se estremece voluptuoso. Frente a ella, los colores se expanden en una marejada de bermellón y oro. La religiosa siente la humedad recorrer su hábito. Vuestra soy, para vos nací. Mi corazón de todo está desnudo, dice con voz trémula. Todo termina. Intenta recuperar el movimiento de sus piernas. Ahora late un dolor dulce en el cuerpo llagado. Su Querido respondió la plegaria. La campana mayor toca tres veces. Por un momento la mujer duda, sabe que no hay muralla capaz de poner alto al Maligno. No me desampares, Señor, porque en ti espero no ser confundida en mi esperanza. Se arrastra hacia el oratorio y extiende los brazos hacia la cruz. Ruega porque todo sea verdad. Sabe que no hay contento seguro, que el demonio no descansa. Los gozos de la tierra son inciertos.

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ERIC FERMÍN ZAVALA

LA NOTICIA

No recuerdas si escuchaste la noticia en la radio o la leíste en algún encabezado, pero poco a poco se convirtió en una idea en tu mente y al mediodía que sales a comer, le perteneces. Sentado en el restaurante que está ubicado a media cuadra de tu oficina, ingieres los alimentos sin encontrarles sabor. Una burbuja crece alrededor tuyo, las voces, las señas y los gestos de los comensales en vano tratan de penetrar el caparazón que te cubre. Al borde de la vida, regresas a tu trabajo. Sutil como el último aliento, tus incipientes razonamientos tratan de volverte a la realidad, son en vano, la semilla de la aniquilación ha germinado. La idea se hace física. Las manchas, el dolor, el agotamiento y el mareo. En poco tiempo las ojeras te cubren el rostro. Te demacras en cuestión de minutos. Estás enfermo, no hay duda. Te resientes. Pensaste que a ti no te podría pasar y menos cuando el ascenso está por llegar, que has conocido a la mujer que cubre todas tus expectativas. No hacía más de un año que tienes departamento propio y que planeaste las vacaciones perfectas con esa mujer para pedirle matrimonio. Tú que te sentiste intocable, agonizas.

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Alguien entra a tu oficina y lo corres casi a patadas. Cierras con llave y bajas las persianas. Estos malditos desconsiderados, yo muriendo y ellos buscando una estúpida grapadora, al diablo con ellos, golpeas el escritorio con tus manos, no puedes más, te desplomas al suelo y el llanto como último signo de vida, brota. Como una balsa sin remos, te dejas llevar por la corriente de tus delirios. Imaginas tu velorio, alrededor del féretro personas de blanco con tapa bocas y gestos de asco. Tu novia y tu madre llorando paradas a un lado de la caja que protege tu cuerpo contaminado. Como un espectro, deambulas entre las personas que se encuentran en la capilla, escuchas las conversaciones, la mayoría de ellas son temas relacionados al virus, la mutación, las víctimas y la cura que no encuentran. Son pocos los familiares y compañeros de trabajo que asistieron a tu funeral, tienen miedo. Tú harías lo mismo. Un ruido te despierta. El velador que limpia el piso intenta abrir la puerta de tu oficina, ¿qué ha pasado?, preguntas. El hombre te mira asustado, se da la vuelta y se retira. Me quedé dormido, piensas. Tomas el saco y sales rumbo a tu departamento. Llegas, prendes el televisor, buscas la noticia. Nada, en ningún canal. Llamas a tu novia pero no contesta, buscas en internet acerca de una pandemia. Estás seguro que escuchaste o leíste la noticia, pero no recuerdas dónde. Miras tus manos y las manchas han desaparecido, los síntomas se han ido. Vas a tu habitación y duermes.

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Suena la alarma, te despiertas, escuchas la radio a lo lejos: “La mutación de la gripa vh3 ha tomado su primer víctima aquí, en nuestra ciudad. Un joven oficinista murió en su lugar de trabajo, fue encontrado por el conserje del edificio esta madrugada”.

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ERNESTO RÍOS WILLARS

NOCHE DE GALA

Soy el mejor cultivador de plantas en la ciudad y deseo pasar los últimos días junto a mis amados vegetales. Este invernadero fue construido con mis propias manos y se mantiene en función desde hace cuarenta años, produciendo miles o millones de frutos, flores y verduras. Al ser abandonado por mis parientes, quedé sin alguien para hablar o compartir, desde entonces este invernadero es mi hogar, y estas plantas mi familia; la mejor familia para un anciano olvidado. Hay una gran enredadera en el centro del invernadero, o mejor dicho, en el centro del hogar. Su nombre es Clipa, y aquí es el vegetal más antiguo. Yo la vi nacer a partir de una semilla, con mucha ternura recuerdo su delicada germinación en un sustrato de fibra de coco, y el dramático trasplante al suelo. Ella ahora es mi compañera y amiga, mi confidente y la guardiana del hogar. Hace cuatro años entró una horrible plaga por las rendijas y mató a casi todas las plantas; mi familia. Clipa fue la única sobreviviente. Pero sus largas y enredadas ramas se debilitaron por la batalla con esos asquerosos insectos que mordían cada una de sus partes. Yo sólo observaba y le ayudaba con mis manos de anciano

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y herramientas de corte. Al final ella sobrevivió por su cuenta, me dio una lección de fortaleza y entereza. ¡Lárgate maldita mosquita blanca! ¿Quieres otra rociada de agua jabonosa con tabaco para reventar tu asqueroso cuerpecillo blando? ¿Así lo quieres? ¡Esta vez no tendré piedad con tus ninfas y las acabaré de un golpe! Al día de hoy, en el hogar vivimos ciento ochenta y siete plantas, Clipa y yo. Lo único indispensable para nosotros es nuestra compañía, los rayos del sol por la mañana y los nutrientes necesarios para mi familia. Hay secciones del hogar preferidas para mí: algunas son sombrías porque las ramas de Clipa se extienden majestuosas hasta el techo, otras son soleadas, y otras húmedas. Es tener diferentes espacios disponibles; mis habitaciones. A veces siento mis fuerzas casi agotadas, sobre todo al final del día cuando el hogar se vuelve frío por la falta de sol. Cuando la Luna ilumina el techo y acaricia el follaje de Clipa, me quedo abrazado de sus raíces, cantándole y escuchando los murmullos de sus hojas. Ella y yo somos una pareja perfecta, ella y yo somos uno solo si estamos juntos. Si pudiera enterrar mis pies junto a sus raíces para tomar los mismos nutrientes y crecer como ella, lo haría sin dudar. Si yo pudiera extender mis brazos y abarcarlo todo sin límites, tocar cada rincón con mis dedos, podría entonces sentirme libre y fuerte como ella; mi dulce amada. La próxima vez que la luz de la Luna ilumine nuestro hogar y bese a mi amada Clipa, voy a vestirme de fiesta, voy a convertir nuestro hogar en un arcoíris. Comuniqué mis planes al resto de la familia, todas las plantas preparan un regalo para el gran día, juntos le daremos una

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bella sorpresa a mi amada. Ella se merece cualquier regalo, es el alma del hogar y sin ella la familia de hundiría en un charco de olvido. Por fin llegó el día, hoy es la gran fecha. Todos estamos listos para festejar a mi bella y dulce Clipa. La Luna está a punto de asomarse con su redondo rostro de plata y lanzar hilos luminosos sobre nuestro hogar. Yo me hice un traje de barro para esta noche de gala. Mi rostro es una manifestación de la naturaleza, mi cuerpo será una extensión de ella, la más bella del mundo… Mi amada Clipa. Todas las flores se abren y entregan sus aromas a ella, que es una estrella. Es ésta una noche preciosa, las estrellas se acomodan en espectacular graderío. Clipa luce un vestido lleno de nudos y recovecos brillantes en tonos verde y plata. Sus brazos se abren amplios de alegría y sus curvaturas me enloquecen. Ella sonríe para mí y yo puedo disfrutar la suavidad de su piel. Ella se menea con el viento y mi rostro se une con su cuerpo. Esperé este momento toda la vida, ésta es mi noche ¡Es nuestra noche! Clipa y yo nos fundimos en uno, me invita a compartir con ella de la suavidad del barro en sus raíces. Yo disfruto un exquisito manjar preparado sólo para dioses. Soy un profano fugitivo, abusador de la bondad en el corazón de una reina que le comparte un privilegio fugaz. Mis pies y manos se enredan con los de ella mientras me abraza y sonríe de placer. Yo sólo puedo cerrar mis ojos y navegar con ella por la noche. La Luna nos observa y nos consiente traviesa. El resto de la familia libera más y más aroma para nosotros como los dueños de la noche.

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Los colores de los florecimientos de la familia, delineados por la luz de Luna son maravillosos. Las flores de alcatraz se alzan con gallardía y los tulipanes se menean inquietos. La gardenia sacude sus blancos pétalos al firmamento, y el rosal regala botones sin recato en carnaval; se liberan brillos perfumados para la unión con mi dulce Clipa, que esta noche me abraza como una madre a su niño triste. Las raíces de mis plantas se hinchan de placer, los tubérculos abrazan a sus hijuelos y los frutos maduros de ciruela, durazno y guayaba se sueltan de las ramas explotando vida en semilla y dulzura en pulpa. Se mezclan sus jugos en primicia de coctel. La hierbabuena se abraza con la menta bajo la mirada complacida de la albahaca, mientras los tonos de la manzanilla se pasean entre verde y amarillo, contrastando con la personalidad de la lavanda, quien por esta vez decide unirse a la fiesta y dejar salir su aroma al viento, soltándolo de a poco, como permiso de abuela severa. Por su parte, algunas cactáceas se postran enamoradas de la Luna, y otras, enloquecidas de calor, erizan sus espinas como fina joyería, tupidas de formas y aristas. Los jitomates sacuden a sus rígidos tutores que sonríen sin querer, y las lechugas orejonas se abren anchas crujiendo fuerte. Mi espera terminó. El barro en las raíces de mi amada Clipa me envuelve el cuerpo por completo, sus brazos me cubren y tocan en cada rincón. Mis piernas, mi espalda y mis brazos son parte de ella. Levanto la mirada para despedirme de la familia, y les digo que desde ahora seré parte de Clipa, ella y yo seremos uno para siempre. La familia deja escurrir lágrimas al suelo por

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todas las paredes. Mi rostro se cubre de hojas y barro del cuerpo de mi amada. Ella me susurra entonces las palabras más dulces de amor, las palabras más tiernas y excitantes. Mi corazón corre como un potro a galope. Mi aliento se acaba. Sus brazos me aprietan y me acercan a ella. El hogar entero resuena con un murmullo que no entiendo. La esencia de Clipa entra a mi nariz y boca, mis ojos se cierran. Su sabor es dulce y amargo a la vez, su color es brillante. Mi paciencia rinde frutos. La dulce Clipa me lleva de la mano por paisajes floridos, llenos de luz de sol; donde abunda la compañía y los nutrientes. Desde ahora viviré con ella en una lejana estrella, donde podremos disfrutar nuestro amor y nunca más sentir soledad. Mi dulce Clipa y yo juntos por fin, y para siempre.

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GIBRÁN JALIL GONZÁLEZ TREVIÑO

PARALELO

Ya le dije oficial, todo esto es una broma de mal gusto, si mis amigos le pagaron para esto creo que ya llegaron demasiado lejos, por enésima vez le vuelvo a repetir: todos los días como si fuera un ritual religioso llego del trabajo a mi casa a la 1:45 p.m., doy vuelta en “u” y pongo mi auto atravesado frente a la cochera para que el vecino que me cae mal no pueda estacionar su carro en uno de mis lugares, pero este día me sentía mareado y me salí una hora antes, total, llego y estaciono el carro al revés de como siempre lo hago, no me sentía bien y lo que quería era comer y dormirme una o dos horas. Entro a la cocina y ahí está la comida que me deja mi esposa, la llevo al micro y me sorprende que éste sea de color blanco en vez del color negro que recordaba de toda la vida. Total, a lo mejor se descompuso y consiguió prestado otro o en su defecto compró uno nuevo. Abro el refrigerador para tomar una cerveza y sólo hay claras cuando yo toda la vida he tomado oscuras, pero bueno, a lo mejor se acabaron y mi esposa se apiadó de mí y me compró unas. Más tardé en calentar la comida y preparar la mesa que en lo que comí y me fui a la recámara, de nuevo me llamó la aten-

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ción que la decoración era muy oscura cuando en realidad mi esposa siempre procuraba que todo fuese de colores claros, pero son cosas a las que uno realmente no le da tanta importancia y no me quebré la cabeza, aparte me sentía mal y lo que quería era descansar. Pasa cerca de una hora sobre la cual no supe nada de mí y desperté como nuevo, es más, no sentía ni siquiera la necesidad de utilizar lentes, y qué bueno porque por más que los busqué en donde los guardo no los encontré, ¿me los habrán puesto en otro lugar?, ¿se los habrán robado? Saco mi celular y de nuevo esa sensación de mareo y desorientación, ¿qué acaso no era de color blanco?, ¿por qué traigo uno de carcasa negra? Lo desbloqueo y todos los contactos, canciones y programas están ahí, nada ha cambiado desde la última vez que recordaba, excepto el color ¿Acaso me estaré volviendo loco? Poco a poco la ansiedad de saber que las cosas no son como las recordaba va minando mi seguridad y por salud decido marcar a mi trabajo para pedir la tarde. Marco el número de mi jefe, nadie contesta. Marco al conmutador de la planta y me dicen que el número ha cambiado. Demasiados retos y cambios para un día, así que mejor mando un mensaje de texto pidiendo la tarde y alegando causas de salud y no recibo ninguna respuesta. Llego a la conclusión de que todo es la suma de sucesos raros en un mal día en que todas las desveladas del mes se acumularon y mejor me voy a dormir. Pasan unas horas más y mi reloj marca las siete en punto, me levanto y prendo la tele para esperar a mi esposa.

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Pasan las siete, las ocho, ocho y treinta y no se ven rastros de ella, ¿se habrá quedado a trabajar hasta tarde en la oficina? Saco mi celular y no reviso de qué color es, sólo me interesa hablar con ella, así que marco su número. “La línea que usted marcó se encuentra cancelada”, es lo único que escucho ¿Por qué la dieron de baja si en la mañana hablé con ella? Marco a la compañía de telefonía y enojado les reclamo que cómo es posible que la den de baja si siempre se ha pagado a tiempo y me salen con que tiene más de un año fuera de servicio, que unos familiares míos de buenas a primeras decidieron cancelarla ¿Cancelarla? ¡pero si en la mañana le marqué a ese número! Eso es lo que me pasó este día, oficial, no sé si me esté volviendo loco, o si alguien me está jugando una broma de muy mal gusto, pero me gustaría poner una denuncia, en primer instancia por el daño psicológico que me está ocasionando todo esto y en segunda para denunciar la desaparición de mi esposa, siento que algo le pasó, no le puedo decir con certeza qué es, pero no me da muy buena espina. — Señor Julio, yo sé que todos tenemos buenos y malos días como éste, pero ¿qué le parece si primero nos calmamos un poco y le hablamos al familiar más cercano que se encuentre disponible? El hablar con alguien de confianza sin duda lo va a calmar y va a ver que no todo es tan malo como parece, por favor tome asiento y relájese. A lo lejos veo cómo el oficial comienza a marcar a los números que le proporcioné, pero las llamadas son muy cortas, apenas duran pocos segundos y tras cada intento fallido veo que su semblante cambia de ser amable a un tono más serio.

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Tras algunos minutos veo llegar más policías que empiezan a platicar entre ellos, debe ser algo serio por la forma en que se miran entre ellos. No me doy cuenta pero en menos de lo que reacciono ya tengo dos oficiales a lado mío y otro que bloquea la puerta de entrada. — Señor Julio, tiene derecho a guardar silencio, todo lo que diga será utilizado en su contra, tiene derecho a un abogado de oficio sino el estado le asignará uno de oficio. — Pero, ¿qué pasa? ¿de qué se trata todo esto? Señor, ya sabemos lo que hizo, por favor no empeore las cosas, no se resista o tendremos que llevarlo a la fuerza.

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JOSÉ ARIAN ESQUIVEL

LOMO DE SAL

Debía ser yo quien cuidara de mi hermano; nunca fue así. A pesar de ser un año mayor, ¿qué podía hacer un enano por un chamaco que le doblaba peso y fuerza? Inevitablemente me convertí en el hermano menor: el protegido. La abuela vivía al noreste de Saltillo, en una de esas colonias donde se corean cumbias rebajadas y acordeonazos, donde cuesta ganarse la vida; pero una pinche caguama nunca falta. Algunas calles son de tierra, hay pocos Oxxos, muchas tienditas, expendios y un par de conectes. Ahí, las pandillas se forman con integrantes de siete años de edad. En el norte, desde pequeños nos enseñaron a cargar un arma: un tirabolijas. Quizá por eso nuestras autoridades se dan el lujo de mencionar que “para recuperar la sociedad en la que vivimos, todavía nos faltan muchas balas que disparar, y seguramente nos faltan muchos policías y militares que mandar a enfrentarse”. Los niños de la colonia nos dividíamos: cinco para un bando y cinco para el otro. Mi hermano, en una agrupación distinta a la mía; cada integrante equipado con su arma de plástico. Batallas infernales, duelos a muerte, el cuerpo lleno de moretones. En

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una de ellas, el equipo y yo encontramos a mi hermano justo detrás de un bote de basura; tres nos lanzamos sobre él: tropezó, cayó al suelo. Su rostro me pareció como cualquier otro. Lo acribillamos. Juan, uno de mis sicarios, iba armado con cuatro piedras, suficientes para causar marcas profundas en el pecho. Los dos bandos cercaron al caído. La abuela, al escuchar los gritos, salió de inmediato, vio el cuerpo, y a su lado, al culpable: yo. Gritó un montón de majaderías —mi abuela es catedrática en la materia—, me arrebató el arma y nos llevó dentro de la casa. Los otros niños se burlaban. “Pinche chillón”, dijo Juan, mientras los demás se organizaban para reanudar la contienda. “¡Deja de llorar, maricón!”, vociferó la abuela. Mi hermano contuvo el llanto, no pudimos hablar, además, no debíamos. —¿En qué momento dejamos que mamá le otorgara tanto poder?— “Los hermanos no se pelean, hijos de la chingada. ‘¿Cuántos te dio?”, preguntó la vieja. “Tres”, contestó mi hermano levantando los dedos. Sin avisar, y lanzando improperios, me arrojó al pecho tres tirabolijasos. Soporté el dolor. No utilizó piedras. Quizá su cercanía a la muerte la ha sensibilizado. Tiene ochenta y dos años, le cuesta trabajo caminar, su cara no tiene arrugas, sino grietas, usa falda hasta los tobillos, medias y saco negro. Todas sus prendas están desgastadas, excepto los tenis; son Nike, grises con rosa. “¡Quítense la camisa cabrones!”, gritó. Lo hicimos, nos arrodillamos. Trajo un salero de la cocina, mojó su mano con saliva y la pasó por mi espalda. Al sentir mi torso seco, escupió sobre mí y esparció un puño de sal. Hizo la misma acción con mi hermano y se sentó frente a nosotros. “¡Lámele el lomo a tu

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hermano, a ver si tratándolos como perros entienden! ¡Lámele el lomo a tu hermano!”, sentenció por última vez. Me incliné y lamí la sal de su espalda. Mis papilas gustativas sintieron opresión; un sabor que hizo estuviera a punto de orinarme. Recorrí su piel sudada, sentí cada borde de sus vértebras —quizá ahí nació la costumbre de lamer desde la nuca hasta el ano a mis parejas—. Escupí. De pronto sentí la lengua de mi hermano en mi espalda. Nunca le pregunté sobre aquello. Aunque ahora nos respetamos, casi no hablamos. La abuela arrojó el tirabolijas a nuestras rodillas. “¡Váyanse a lavar, perros!, la comida está lista”, dijo sonriente la vieja.

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ALEJANDRA SÁNCHEZ CRUZ

AZUL Y LLUVIA

La mudanza había terminado y aunque la mayoría de las cosas aún estaban en las enormes cajas, el niño de ocho años se afanaba en conectar su sofisticada y nueva consola de videojuegos a la televisión. Ya había instalado casi todo, cuando notó que le faltaba una pieza importante: el control principal. Mientras los truenos resonaban afuera anunciando la tormenta, un fresco y leve aroma a tierra húmeda se filtró por las ventanas, llegando hasta el padre del niño, en el momento justo que éste entraba a la habitación. —Papá —le dijo el niño— no encuentro los controles del videojuego, ¿sabes en qué caja están? El padre se levantó de su asiento y abrazando a su hijo, se encaminó hacia la sala donde la mayoría de las cajas estaban aún apiladas. Un recuerdo hermoso y una alegría olvidada giraban en aquel sonido de truenos, en la luz de los rayos en la ventana y el golpeteo de la lluvia sobre el techo, y se filtraba por cada célula de su cuerpo. Por fin encontró la caja que buscaba. Con un cutter la abrió, mientras el niño miraba expectante frente a él. Comenzó a sa-

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car aquel enredijo de cables y controles, cuando en el fondo encontró una vieja consola, ya obsoleta y junto a ella los discos de videojuegos. Su corazón se aceleró a medida que leía los títulos al pasar por sus manos: Kiss Psycho Circus, Shenmue. Y entonces en sus manos, el juego que lo hizo esbozar una enorme sonrisa: Sonic Adventure. Al mirar aquel rostro alegre hasta entonces poco conocido para él, el niño sonrió a su vez y le dijo a su padre: —Papá, ¿tu jugabas Sonic Adventure? —Sí, cuando yo era un niño como tú, éste era mi juego favorito. Es un juego que podrá parecerte viejo, lo sé, pero en su tiempo, era el juego más maravilloso que un niño podía tener. Pasaba horas recorriendo todos aquellos lugares, siendo Sonic en la consola, corriendo como él, recogiendo anillos, resolviendo acertijos, huyendo de los fantasmas, luchando contra Eggman y contra Shadow. En las tardes como estás, mientras escuchaba el murmullo de la lluvia afuera, me sentía acompañado por Sonic, aquel erizo azul se convirtió en mi mejor amigo, en mi héroe, en el compañero de una de las mejores épocas de mi vida. Sonic me defendía de todo lo malo, me acompañaba en la alegría. A veces, me parecía verlo junto a mí. No, no estaba loco, era sólo un niño. Sé que te aburro, ahora tú juegas cosas más elaboradas, con mejores gráficos y paisajes. Tal vez no me entiendas. Y mientras decía eso, comenzó a guardar de nuevo los juegos. El niño tomó la consola de videojuegos ante el asombro de aquel hombre, y con el juego Sonic Adventure en la otra mano, se dispuso a conectar la consola. El padre pensó que después de

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tanto tiempo aquel viejo aparato tal vez no serviría, pero se alegró al ver que en la pantalla aparecía el logo de sega. —Siéntate aquí papá, dime cómo jugarlo. Durante mucho tiempo estuvieron ahí, pendientes de los movimientos y estrategias del pequeño erizo azul. Cuando terminaron un capítulo más, el padre notó que era hora de dormir. El niño protestó un poco pero al fin, accedió a seguir jugando al otro día. La lluvia seguía cayendo, y el corazón del padre estaba completo. Feliz, de haberse reencontrado con su héroe de la infancia, por estar con su hijo y compartirle aquel bello momento. El niño se dirigió somnoliento a la escalera que lo llevaría a su habitación pero antes de subirla, dudó un poco, se detuvo y volteando a ver a su padre, le preguntó: — ¿Por qué dejaste de jugarlo? —No lo sé, tal vez sólo me fui de él porque crecí y otras cosas ocuparon el lugar que él tuvo algún día en mi vida. El niño se acercó a su padre y besándolo en la mejilla le dijo: —Pero parece que él nunca te abandonó a ti —Y se alejó corriendo para ir a su cuarto. Mientras el niño subía aquella escalera, el padre pensó que era verdad, Sonic siempre estuvo ahí, en su mente y en su corazón, era la parte de él que era valiente, que luchaba por lo que amaba y por lo bueno de la vida. Volteó hacia arriba, cuando su hijo le gritó “buenas noches” y cuando éste reanudó la carrera hacia su habitación, el padre creyó ver junto a él a un pequeño erizo azul, que le hacía el ademán de adiós con la mano y le guiñaba un ojo.

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CARLOS DÍAZ REYES

PECADO

Cuando los maestros de la escuela y su madre —una mujer amarga, educada en un férreo y cerrado cristianismo—, le advirtieron sobre los demonios de la carne, ella sintió, casi en el mismo nivel, curiosidad y miedo. Para ella, llegar pura y casta al altar era, al mismo tiempo, un reto y un sacrificio, algo que podía ofrecer al mejor postor. Así se entregó al hombre de sus sueños, sin la bendición de Dios ni de su madre y con plena conciencia, en la cama de un motel cualquiera. Él era de delicadas facciones, ojos azules y marcados músculos; unos años mayor que ella, característica que se dejó ver en las artes amatorias, mismas que ella ignoraba por completo. No le importó ser una más y se volvió casi una necesidad tener que repetir el acto, tanto para sentir placer carnal, como para reafirmar una entrega sumisa y total hacia ese hombre. Él, por su parte, seguía respondiendo a sus ofrecimientos con la misma frialdad. Tomó su virginidad, tomó su corazón, tomó su cuerpo; todo, con la misma indiferencia. Ella comenzó a sentirlo distante a los pocos días. Evitaba sus miradas y llamadas, al final, dejó de hablarle. No le tomó dema-

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siado tiempo descubrir a otra mujer en su vida, y luego a otra, y a otra más, a las cuales intercambiaba como si se trataran de objetos sometidos a su voluntad. Ella no podía soportar semejante sacrilegio; le había entregado todo, había cometido la mayor falta divina, condenada por su madre y por Dios mismo. Si no se quedaba con él por el resto de su vida, nada tendría sentido. Se forzó a sí misma a recuperarlo, a tragarse su enojo, su orgullo y sus celos; se le ofreció nuevamente. Él aceptó por mera rutina. Aunque ella puso todo su esfuerzo por darle satisfacción, terminó siendo la sometida, sin recibir placer, respeto, amor, ni la bendición de nadie. La próxima vez que entren juntos al motel, no dejarán las sabanas revueltas y mojadas de sudor, sino un cuerpo sangrado con los ojos muy abiertos, y la vida escapándosele a chorros; mientras ella, caminará hacia la fría y bella noche.

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MARÍA LUISA IGLESIAS

INSTRUCCIONES PARA LIMPIAR LOS LENTES

Toma los lentes por el extremo izquierdo con la mano del mismo lado, asienta los dedos índice y pulgar en la parte superior e inferior del armazón y con el resto de los dedos sostén la pata con fuerza suficiente para mantener fijo el otro extremo del anteojo, con la mano derecha disemina un líquido especial para limpiar cristales y en seguida fricciona con un paño seco hasta que desaparezca el pequeño rocío esparcido. Si no tienes acceso al líquido, acerca los cristales a tu boca e imprégnalos de vaho, o si te place exponlos directamente al chorro de agua, o aprovecha la lluvia, o bien, por la noche, deposítalos en la cornisa de la ventana y el sereno se encargará de humedecerlos, en cualquiera de estos casos procede a restregarlos con un paño seco. Si eres joven y estás enamorado y bien correspondido saca ventaja al momento de un beso, para empañar los lentes con dos respiraciones de diferente grado de humedad, logrando con esta mezcla una limpieza profunda que evitará las impurezas se incrusten o desgasten la mica, si es el caso. Si estás enamorado sin ser correspondido es aconsejable encerrarse en un cuarto; recuéstate en la cama, de preferencia frente a

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un espejo, con la cabeza un poco levantada, ubica los lentes entre las manos a la altura del pecho justo bajo la boca y suspira, suspira, suspira, una, dos, o las necesarias hasta enturbiar totalmente los cristales y antes de friccionar con la servilleta que conservas de la última cita, acomódalos en la cara y mira hacia adelante para desdibujar la imagen solitaria que te devuelve el espejo. Si tienes menos de tres años de casado utiliza la técnica del beso pero si sobrepasas el séptimo aniversario la opción es cortar los negligés en pequeños pañuelos y utilizar uno cada noche, frota primero con movimientos suaves hacia un lado y otro del cristal y luego incrementa la velocidad y el vigor rítmicamente por un lapso de veinte segundos o hasta que un rechinido agudo te indique que es momento de parar. Si ya tienes más de cincuenta y muchos años de casado y tu cónyuge ronca espera a que pase la inhalación ruidosa y aprovecha la exhalación suave y larga que parece venir desde lugares inalcanzables, posiciona los lentes justo debajo de ese viento que barrerá todos los residuos de polvo y pelusas, recuéstate, cubre tus ojos con los lentes y ciérralos, disfruta la sensación de creer que aún eres parte de sus sueños, pero no te emociones, no llores, porque las lágrimas contienen grasas que retardan el proceso de evaporación y si manchas los cristales te tomará más tiempo lograr la transparencia. Si ya eres muy viejo no importa ni tu estado civil, ni si estás enamorado o no, o vives solo o en el seno familiar, tú ya no necesitas limpiar los lentes, porque ya sabes que no hay nada nuevo bajo el sol.

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LUZ M A R Í A URRUTIA MORALES

PLAEZVEDO

Por fin hoy comprendo el origen de mi existencia: recién había terminado el año en que Jerjes mandó flagelar el mar con cadenas. Pero, ¿cómo saberlo entonces? Debía atender la enseñanza que los discípulos, y la pesada tradición me señalaba como nieto de Empédocles. Así me lo exigían en esa juventud ahora tan lejana; no había lugar para otros pensamientos que no fueran el cumplir con mi deber. Aquí, sentado en estos escalones observo las doradas riberas del Acragas. Este río me vio surgir hace muchísimo tiempo; algunos dicen que súbitamente. Aparecí en sus aguas, río arriba, donde me bañé por primera vez con la brisa fugitiva de las cascadas; ésta y el Sol me hicieron crecer, planta robusta entre las rocas, hasta que el Acragas me tomó para sí, me arrancó de la tierra y me sumergió en sus corrientes hacia las serenas aguas cercanas a la ciudad de Agrigento. Entre la confusión del trayecto, el verde de mi clorofila se diluyó, y las hojas se tornaron en aletas y branquias. Empecé a respirar dentro del agua, y a nadar el río de principio a fin. Son aguas cálidas, pero frescas. Conocí todos sus rincones, a cada ser que lo habitaba, su amistad con las estacio-

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nes y las comprendí al fin. La cascada más alta era el clímax del recorrido. Desde ahí observaba Agrigento y me nutría de ella en cada salto. Una mañana, al acercarme a la caída de agua, tomé la ruta equivocada y la corriente me lanzó al aire, hacia arriba, dando vueltas. Empecé a planear. Las plumas, color del Sol, reemplazaron las escamas. El río Acragas me parió. ¡Sí, libre! y Agrigento estaba ahí: magnífica ante mis ojos de águila, empequeñecida bajo mis alas. Sobrevolé la ciudad, me alimenté con sus secretos acurrucados detrás de las columnas, al resguardo de las puertas o a la sombra de las antorchas. Su sabiduría me alimentó hasta convertirme en el cazador dueño de su espacio y conocedor de sus límites. Fui el símbolo de la ciudad. La tarde en que Agrigento fue castigada por la diosa Lluvia, ella acariciaba mis alas con sus manos líquidas, mientras mis plumas se transformaron en cabellos y, como llamas en el infierno, embestidas por el viento, empezaron a enredársele entre los dedos. Tenía frío y mis ropas empapadas, el cabello enmarañado. Me sentía cansada. ¿Desde cuándo me encontraba perdida? ¿Qué diría mamá sobre mi ausencia? Después supe que, en cuanto cesó la tormenta, todos los hombres de mi padre fueron a mi búsqueda con instrucciones de no regresar hasta encontrarme. Una doncella jamás debe salir sola, y más adelante pagaría el haberlo hecho. Encerrada, la única vista desde mi ventana era el río Acragas, sus espejos y cascadas. Detrás, quedó la bella Agrigento. De tanto ver el río, empezó a adueñarse de mi habitación. Las gotas escurrían por las paredes y se evaporaban incansables

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después de refrescarme. Aquel verano me humedecieron sin cesar. Cuando llegó la sequía, me evaporé con ellas… En el Olimpo me ciñeron en las sienes una diadema de oro, después de vestirme un manto de púrpura sobre el que caen mis cabellos. En los pies calzo sandalias de bronce y en la mano llevo guirnaldas trenzadas de lana y laureles. Ahí sentado, en esos escalones, observo tus aguas, me miro en tus espejos. Soy Plaezvedo, hijo de yo mismo, nieto de Empédocles, Dios no sé de qué. Algunos se equivocaron, no aparecí súbitamente.

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ADRIANA RIVERA LUÉVANO

EL BALCÓN

El olor a suciedad llenaba cada parte de la habitación. Sumado a la escasa iluminación que poseía y los muebles de madera corroídos por la humedad, era la precisa representación de un motel viejo y barato. Las ropas estaban tiradas por toda la recámara, revelando lo que horas antes había sucedido. Recostado sobre la cama se encontraba un hombre de canosa cabellera. Dormía plácidamente, a pesar de la fina capa de sudor que escurría por su cuerpo. En el balcón de la habitación, cubierta sólo por su bata de seda roja, una joven miraba la ciudad. De todos los moteles de la zona, ese edificio era el único suficientemente alto para apreciarla en todo su esplendor. Le gustaba esa habitación a pesar de las historias que se contaban de ella. Un hombre había muerto al tirarse de ese mismo balcón luego de una fuerte discusión con una prostituta. Después de ello, el sitio fue considerado de mala suerte y muy pocas personas deseaban hospedarse ahí. Sin embargo, ella amaba la vista del lugar. Le gustaba observar la vida nocturna, la fuerte música de los bares cercanos, convertidos en susurros una vez que llegaban a sus oídos. De ese modo se olvidaba de los hombres que transitaban por

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su vida. A veces podían ser clientes que apenas alcanzaban pagar el placer de sus labios. Otros, sin embargo, tenían lo suficiente para una noche entera entre sus piernas y obsequiarle algún regalo. Volteó a ver al hombre dormido en la cama. Sintió asco; esa noche lo había atendido porque parecía una persona adinerada. Regresó la vista a la enorme ciudad, esta vez hacia la zona de clase alta; posiblemente el hombre viviría ahí, rodeado de buenos vecinos y una familia amorosa. Ella tenía aspiraciones. Deseaba algún día abandonar su oficio, conocer a un hombre que le diera los hijos que tanto añoraba, tener un lugar en el cual sentirse protegida; tal vez no viviría en la zona de clase alta de la ciudad, pero tendría lo suficiente para estar tranquila. —Si tan sólo tuviera un lugar así— pensó mientras una pequeña lagrima descendía por su rostro. Miró la calle, llena de luces y uno que otro auto, pero sin una persona transitando por ellas. Subió al oxidado barandal y miró el cielo: estaba igual de oscuro que la noche en la que murió él. Sonrió al pensar en lo cobarde de su decisión. Retiró su única prenda, dejándola caer al piso del balcón. Quedó desnuda. Respiró hondo y miró a su cliente, quien la miraba con ojos de horror pero que, a pesar de ello, aún le dedicaban una pizca de lujuria. Sólo necesitó un paso para lanzarse al vacío y que su cuerpo se encontrara inerte en la fría acera, con la mirada perdida en aquel balcón y su sangre tan roja como su vieja bata de seda.

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MIGUEL GUADALUPE GARCÍA PÉREZ

EN MI MENTE

Las palabras resonaron tan claras, que las podía ver. Mi subconsciente se agitaba, mi pulso se elevaba. Sentía una presión como el retoque creciente de la alarma que grita, que grita exaltada sin emoción sólo para dar voces de que la hora ha llegado, pero a ella no le interesa la acción que sigue. ¡Sí, eso es! Di vuelta a la izquierda en la siguiente esquina, había perdido el curso que me dictaban los pies, pero recuperé la dirección de mis pensamientos. Mi hombro derecho se impactó contra un poste —eso creí—, pero mis piernas ni siquiera minimizaron la velocidad. La idea de la alarma se posicionó en mi mente. Todas las alarmas se apagan, es una verdad, pero yo no, no, no que-rí-a que e-so le le pasara a mi a-a-lar-ma, ¿o sí? Por un momento no supe si la idea se manifestó en mi vocabulario, desarrollándose en mi mente, alejada de limitaciones, pero dudosa; o si me encontraba a punto de volver a perder el sentido humano. Comprendo. Mis pensamientos se tornaron infieles; centrarse en alguno, imposible. Eran como la lluvia que puedes contemplar en su inmensidad, pero difícilmente logras concentrarte en aquella gota antes de llegar al borde de su vida.

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¿Acaso esto es el miedo? ¿Es la disolución de la razón humana o es concentrarme tanto en un sólo punto de mi universo, al extremo de la fusión de ese todo en esta nada? Mi ojo derecho empezó a oscurecerse con una sustancia espesa. Acerqué mi mano, no podía distinguirlo, pero era caliente. En ese momento me di cuenta que no sólo perdí la dirección de mis pasos, ahora extraviaba el aliento. Giré en varios sentidos, golpeé varios objetos, no sólo del patrimonio de la ciudad, sino también mi cuerpo. Instintivamente una pregunta llegó a mi mente: “¿Cómo podía continuar?” Un reproche atacó a la pregunta por detrás: “No,No,No.” Sabía que no era necesario integrar esta pregunta a la ecuación. Sabía, la convicción humana es tan débil que, con tan sólo dudar, se cae. Al instante, mi cuerpo, mis sentimientos y mi alma sufrieron el efecto de mi acción; mi pie izquierdo flaqueó y perdí pisada. Salí rodando por el asfalto. El aire que quemaba mi garganta al correr, ahora se acumulaba en bocanadas obscenas que acezaban mis pulmones. Mis sentimientos ya no se distinguían más y mi alma, verdaderamente, me sorprendió; se sintió en paz, con calma, como llegando al fin de un largo viaje. Ahora sentía algo caliente en los ojos, pero esto no me velaba la vista, sino que hacía observara las cosas con un tono cristalino. Recordé un pasaje de mi niñez: seguro dentro de mi casa mientras contemplaba la tempestad. Afuera, la lluvia golpeaba con tanta fuerza todo lo que encontraba. El pequeño espejo por el que miraba el espectáculo y todo a mi alrededor, tenían un aura cristalina. El aire no sólo golpeaba objetos, pegaba fuerte mi sorpresa: ver algo que no veías, ver algo que no sentías, ver

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que golpeara y moviera todo con una furia inimaginable —que ni siquiera media ni le importaba—, me resultaba aterrador y fascinante. Ese sentimiento y mis ideas me regresaron a la realidad. En ese instante todo mi entorno y mi ser se fusionaron en uno: mi yo presente, mi yo pasado, la tempestad de mi corazón, la oscuridad del paisaje, la lluvia agresiva, la luz de la Luna. Aún en el suelo y completamente confundido, intenté posar mi mirada en la dirección de la que huía. Mi mente, influenciada por mi corazón, mezcló todos los contornos, y con esa impresión lo volví a ver: “¡Aaaaahhhhh…!” Él o eso aún venía hacia mí. Aún se dirigía de la misma manera en la que comenzó este recorrido. Seguía arrastrándose de la misma manera; seguía cojeando de la misma manera: horizontal, horizontal a la de un ser humano. No, no como un ser humano, sino queriendo imitar a uno. Su propia sombra, debido a su corvadura, me impedía verlo por completo, pero lo poco que alcancé a distinguir fue suficiente ¡horrible! Una tez que parecía quemada a fuego directo, llena de arrugas y con varias heridas aún abiertas, saliva corriendo por toda su cara, de manos extremadamente largas y pelos sobre ellas. Las arrugas parecían escamas y curvas en varias direcciones, con granos aún abiertos de una prematura erupción. La lluvia de mi mente, que era tan potente y silbaba al caer, creaba una aurora plateada con ayuda de la luz de la Luna. La oscuridad creaba sombras, descaradamente tocaban todo mi cuerpo, lamian mi rostro, se metían en mi garganta dañada, aspiraban la luz de mis ojos, absorbían el aire de mis pulmones y me arrebataban la poca vida que me quedaba.

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Quedé esperando, paciente, no buscaba nada pero necesitaba algo; esperanzas. Ya no había marcha atrás —deseaba que no la hubiera—. Dejé que la fuerza de mis brazos cayera, mi cabeza golpeó con fuerza el asfalto. La adrenalina y excitación de hace un momento se empezaron a retirar de mi cuerpo. Pude sentir y lamentar el golpe. La sensación de una presencia cercana a mi ser, abordó mi mente lentamente. Una sombra ocupó mi vista lentamente. ¿Iba a caer en la oscuridad? ¿En verdad lo deseaba? ¿O deseaba despertar?

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ALEXIS MASSIEU ÁLVAREZ

LA MURALLA

La camioneta se detiene, las cuatro ruedas abandonan la carretera, levantan un poco de tierra y se alinean en el pequeño estacionamiento, esta vez no se trata de borrachos obligados por sus necesidades, los veo descender del coche, es una familia, y entonces inevitablemente pienso en la mía. El conductor lleva pantalón de mezclilla, botas vaqueras, una camisa a cuadros blanca, su cara es redonda, poco pelo en la cabeza y un bigote que engloba un rostro noble, tendrá cerca de cuarenta años, no usa chaqueta a pesar del frío que hace en este punto de la carretera. Las niñas juegan y se toman fotografías a los pies de un oso grande y metálico que pusieron hace ya, no sé cuánto tiempo, y que de forma inexplicable, un día lo veo y al siguiente ya no está. Me gusta esta parte del camino, es como el ojo de la muralla, que como el de un huracán es punto y aparte de todo lo demás; un punto intermedio entre dos ciudades, un sitio tan apacible, callado, que ningún automóvil lo puede perturbar. En lo abierto de las montañas el ruido se pierde y el tiempo detiene su marcha.

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Hace frío por las mañanas y en la tarde el sol se levanta. La noche, esa sí me da miedo, tan oscura, tan callada que desafía al ruido, es cuando más me agrada el corte de viento que hacen los vehículos por el camino, y los faros que son como luciérnagas. Y los personajes, las caras de la gente que viaja y por azares del destino se detiene, algunos como yo pueden ver lo hermoso del paraje, las imponentes montañas, el cielo claro y los matorrales, y aún más, las aventuras y los tesoros que aguardan escondidos en la cima, en los senderos y las profundidades de las cuevas. La madre de las chicas abre la portezuela de la camioneta, saca varias bolsas de plástico que llena con botellas del mismo material, papeles y restos de comida. Educada las deposita en el contenedor de la basura. —¿A dónde vas? —me pregunta la más pequeña. No suelo hablar con nadie a medio camino, nunca fui bueno para conversar con desconocidos, pero ella es muy agradable, y le respondo que no voy a ninguna parte, sorprendida me contesta que ella va para Saltillo. De pronto el suelo ya no me parece el mismo, el aire se detiene, la familia recién llegada me parece distante, ella habla nuevamente pero no puedo escucharla, el sonido regresa de golpe, y bajo una luz diferente me dice que si quiero, me pueden llevar porque yo no tengo coche. —¿Esperas a alguien? —agrega enseguida— ¿Por qué no vienes conmigo? —No lo sé —le respondo. —Es peligroso el camino, papá dice —señala la pequeña casi

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gritando para que él la escuche— que con la carretera nueva casi ya no hay accidentes. Que antes, cuando venía a Monclova a ver a mi abuela era muy peligroso porque los camiones se volcaban en las curvas y caían al barranco. Eso me trae recuerdos y me quedo absorto en mis pensamientos. —¿Vas a venir o qué? Si te quedas se te va a hacer de noche —agregó la pequeña con tono regañón apoyando sus brazos en la cintura. Lleva sandalias y un vestido ligero de color rojo con blanco, trae un moño también rojo en la cabeza, y me parece que no tiene frio. La mente se me nubla de nueva cuenta, la vista y el resto de los sentidos. Cuando reacciono la camioneta se ha ido, se ha marchado la familia, el sol se está ocultando y me empieza a invadir el miedo que se anuncia con un escalofrío. La luna se asoma por encima de las montañas, estoy sentando en la misma banca del área de descanso, el viento sopla y me estremece. Un automóvil pasa veloz por el camino y hace un ruido que poco me dura, el resto, la naturaleza de la muralla me parece silenciosa, tan callada como mi corazón en las entrañas. Sigo inquieto por sus preguntas, dijo que podía ir con ella, tal vez esté más adelante en el camino, tal vez yo también pueda ir a Saltillo, con la luna iluminando la carretera comienzo a caminar pese a todos mis temores. No se escucha otra cosa que mis pisadas en el asfalto, y me abruma la oscuridad a mis costados, por ninguno de los dos sentidos he visto algún auto desde hace ya mucho rato, serán pocos los que se animaron a manejar esta noche.

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Repentinamente bajo la vista y la carretera a mis pies se desmorona, revelándose vieja, agrietada y abandonada, otro escalofrío me recorre y la luz lejana de un camión me muestra a la distancia un tramo de asfalto que yo no conocía. Por fin, tras mucho caminar percibo a un costado del camino un paraje claro. Me alegro, salto y comienzo a trotar y ya voy corriendo, de súbito me detengo cuando me doy cuenta que es el área de descanso. Confundido bajo los brazos y miro nuevamente al suelo, una ráfaga de viento me revuelve el cabello levantando bastante polvo a su paso, un automóvil detiene su marcha donde antes estaba el oso, la luz de los frenos queda encendida y la portezuela del Cadillac se abre. Mi mundo se desploma cuando al volante me veo con quince años menos y una cerveza en la mano, la verdad me sacude y se revela mi historia de un golpe, la del estudiante que soy, que fui, y el viaje del que nunca he regresado.

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PEDRO MARTÍN ROJAS ROSAS

EL REGRESO

Mi ciudad parece una pequeña luz vista a lo lejos. El camión de Monclova tarda algunas horas en cubrir el recorrido. Durante el trayecto veo la aridez típica del desierto, una desolación extraña y colorida; sin embargo, al caer la noche, un pequeño poblado silencioso y casi insignificante hace que mi corazón palpite descontroladamente. El viaje a la capital del acero fue relativamente breve; pero pocas semanas me parecieron una bella eternidad. La pequeña metrópoli con los altos hornos, el Parque Pape, la capilla y el enorme corazón cálido de sus habitantes, permanecen como orgullo de mi raza y ancestros, suficiente para llenar las expectativas de cualquiera. La nostalgia sacude mi corazón. El semidesierto, con su frío característico me estremece; pero hay una calidez en mi alma, regreso a un lugar único, bello y magnifico, un sitio llamado hogar. La central de autobuses de cualquier ciudad es un rincón cosmopolita; pero la nuestra luce triste y solitaria, parece víctima del olvido. Al otro lado, donde ocurren las salidas a los ranchos y ejidos de alrededor, se escucha bullicio. Veo sombreros, chales y botas; una piel arrugada, áspera y dura como la tierra, con su

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mismo color; palabras buenas y malas se entrecruzan con entusiasmo; los niños juegan incontrolables; las mujeres se esmeran por contener el manantial de alegría, travesuras y osadías; sin embargo, esto es imposible entre tantos animales, chivas amarradas de las patas, gallinas enjauladas, perros callejeros y la mirada indiferente de los padres, éstos últimos sólo atinan a bostezar ocasionalmente, mientras el hambre se acumula lentamente en las barrigas de su prole. Mis familiares se amontonan para verme, recibirme. Abandono los andenes mientras mis hijos llenan alguna papelería; yo busco con ansiedad el carro que me lleve. Al fin llega después de pocas horas. Así iniciamos el recorrido, algunas cuadras solitarias. La llovizna parece no mojar, pero me da la bienvenida recordándome tantas y tantas noches, con todas sus ausencias. Las voces, los aromas, los paisajes, los dolores y las alegrías. Mis hijos indican dónde virar y a dónde dirigirse; yo permanezco en silencio. El placer me embarga. Reconozco cada calle, cada rincón o callejón, hasta los pordioseros de cada esquina me son familiares. Mi comadre llora un poco; sin embargo, estoy contento. Llegamos a la catedral, ahí doy gracias a Dios en pocas plegarias, admiro los diversos estilos de la arquitectura que la hacen tan especial, su barroco y su neoclásico. La Plaza de Armas huele a todo, el Palacio de Gobierno, el Casino de Saltillo; sin duda me encuentro en el corazón de mi pueblo. Salimos de ahí, bajamos la calle de Juárez, y luego Victoria, la Iglesia de san Esteban, el puesto de periódicos de don Toño, La Bola, seguimos hasta La Alameda. Nos detenemos un poco, el trinar de las aves me llena

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y quisiera que el recorrido terminara aquí; sin embargo, avanzamos. El sonido del ferrocarril a lo lejos, la calzada Madero, el Hospital Civil, los aromas del arroyo y del merendero se mezclan, “¡qué ganas de un pan de pulque!”, les diría, pero hay que terminar la marcha. Al fin damos vuelta, empezamos a caminar cerca del Cerro del Pueblo, miro la mañana y el Sol cae radiante sobre nuestras cabezas. La puerta está abierta, el recinto de la familia dispuesto: mi abuela, mi madre, mis tías; todos están ahí, en ese blanco lugar. Las flores y los abrazos se multiplican. Al final, todos me dicen adiós cariñosamente, en este pacífico lugar: el panteón de Santiago.

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DEYANIRA GUTIÉRREZ GARZA

LA VISITA

Que al fin de esta existencia transitoria a la que tanto nuestro afán se adhiere, la materia inmortal como la gloria, cambia de formas; pero nunca muere. Manuel Acuña

Entrando a la ciudad de Sabinas por el puente del río, sólo se necesita caminar un poco para llegar al centro, por ese rumbo viven Carlos y Maricela, matrimonio que disfrutó su noviazgo como tantas parejas de ese tiempo, paseando por la calle Madero, lugar donde se daban cita los jóvenes buscando novia, donde guiñar un ojo era señal de “me gustas”. Con frecuencia Maricela y Carlos se divertían recordando las mil historias de encuentros que se escribieron en esos paseos de la bendita avenida, testigo de amores y desamores. Transcurridos algunos años, Maricela quedó embarazada, la noticia de ser papás los hizo aún más felices. Fue una niña a quien llamaron Angelina, que al ser hija única la colmaron de

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cariño y al convertirse en adolescente ya se le veía el perfil de una muchacha extraordinaria. Ya mayor se convirtió en una mujer multifacética, vestía con colores vivos y alegres. Su empeño en estudiar y la gran facilidad para aprender varios idiomas la convirtió en una exitosa profesionista. Sin embargo su pasión por la cocina la hacía única. Las conservas y las salsas eran su especialidad, en aquella amplia cocina de su casa tenía siempre lo más moderno en utensilios: licuadoras, batidoras y un amplísimo número de recetarios para elaborar e inventar deliciosas conservas y salsas que envasaba. Angelina siempre estaba de buen humor, su plática era amena, contaba con muchos amigos que disfrutaban cuanta oportunidad tenían de salir con ella, pues era garantía de pasarla bien. El matrimonio lo había cambiado por el servicio a los más necesitados. A los migrantes que pasaban por la ciudad les conseguía techo y algo que comer. Muchas veces con la venta de las salsas que envasaba se ayudaba para comprarles lo que necesitaban. El perfil altruista de Angelina y la sencillez con que trataba a propios y extraños hacían de esta muchacha una persona muy querida. La noticia de su enfermedad entristeció no sólo a sus familiares, sino a tantos amigos que la apreciaban. A pesar de haber visitado a muchos médicos en diferentes hospitales fuera de Sabinas, su cáncer fue avanzando y Angelina se fue debilitando día a día. Carlos y Maricela de ser unas personas tan alegres, ahora se veían enojados con la vida, renegando de su suerte. La fortaleza para seguir luchando se las venía dando su propia hija enferma

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quien no perdía el buen humor y la fe en recuperarse y volver al comedor de los migrantes. Desafortunadamente, la enfermedad seguía avanzando. Entre los pesados estudios y tratamientos a que la sometían, muchas veces fuera de la ciudad, papás e hija regresaban agotados al finalizar el día. En la casa de Carlos y Maricela la angustia crecía cada vez más al ver que se reducía la esperanza de un alivio para su hija. Para colmo, en la calle de un costado de su casa, abrieron uno de esos negocios donde vendían cerveza hasta muy tarde. Cuando se desvanecía el día, iniciaba el jolgorio con el entrar y salir de hombres y mujeres sospechosos con algunos paquetes. Avanzada la noche la música era cada vez más fuerte, las risas y gritos de los borrachos eran insoportables. El vecindario molesto por el desorden, se aguantaban las ganas de denunciarlos por el miedo de ser víctimas de los delincuentes. Las enfermeras que cuidaban a Angelina, así como a los doctores que se les llamaba cuando se ponía grave en la madrugada, tenían que entrar por el lado opuesto de la casa, donde improvisaron una puerta para que pudieran llegar sin el miedo de ser sorprendidos por los peligrosos vecinos. Maricela sentía que ya su marido casi no le hablaba, la pena que estaban viviendo los estaba distanciando cada vez más, solo tenían tiempo para preguntarse una y mil veces ¿por qué Angelina? ¿Por qué? Los dolores y la molestia de no poder caminar se acentuaban por la noche. La enfermera y sus padres no dormían por estar

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al pendiente, cuidando que no se fuera a caer. La veían cada día más débil. Al amanecer un 13 de junio, día de san Antonio, Angelina sintió que ya sus días se terminaban y decidió vivir a solas ese momento. Desde muy temprano convenció a Carlos y Maricela que no le hablaran al doctor, que los dolores ya no eran intensos y ella se sentía mejor. Los papás dudaron de lo que su hija les dijo, pero al ver que todo el día había estado animada y sonriente platicando con todo el que entraba a visitarla, decidieron irse a descansar después de tantas noches sin poder dormir. Angelina al verse sola se abandonó, sabiendo que el momento de partir estaba llegando, cerró sus ojos pidiendo a Dios ya descansar. Con una expresión de paz en su rostro la encontraron sin vida al día siguiente. La tristeza de los días que transcurrían después del sepelio ensombreció el corazón de Carlos y Maricela, al grado que ni se habían dado cuenta de la redada que habían hecho los militares por el local del negocio contiguo, llevándose a todos los hombres y mujeres en plena juerga. El silencio volvió al vecindario pero Angelina no. Los días fueron pasando entre muestras de cariño, oraciones y condolencias a la familia. Sentir que su Angelina ya no sufría más vino poco a poco acomodando en su lugar el corazón de esos padres, que se sintieron con el valor y el ánimo de cumplir la voluntad de su hija esparciendo sus cenizas en el río Sabinas que tanto amaba. Dos meses después, a las tres de la madrugada un ruido muy fuerte hizo que se despertara Maricela, asustada le habló a su ma-

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rido; los dos bajaron a revisar pensando que alguien pudiera haber entrado a robar. Despacio caminaron por la sala hasta el jardín y el ruido no desaparecía, intrigados se asomaron por una ventana; la calle estaba desierta, el dichoso negocio seguía clausurado y no había ruido alguno como el que se seguía escuchando en la casa. Después de andar de un lado a otro, llegaron a la cocina y la sorpresa los paralizó, la licuadora se había encendido sola en la velocidad más alta; en el silencio de la noche el ruido que producía era demasiado. Frente a ella Carlos y Maricela se abrazaron llorando sin dejar de decirse uno a otro: “¡Angelina regresó, Angelina regresó! Ella está aquí decía la mamá, yo siento su presencia; ha venido a visitarnos Carlos” Y con la esperanza de verla, los dos siguieron en la cocina. Maricela preparó un café y cerrándole un ojo a Carlos lo invitó a que se sentaran un rato para ver si la visita regresaba. Ese gesto de cerrarle un ojo, era lo que esperaba Carlos cada vez que se veían dando vueltas en la Madero, donde se hicieron novios ¡Cuánto tiempo tenía de que su mujer no lo veía de esa manera! Maricela abrazó la taza de café con sus dos manos, y le dijo: —Está muy caliente, como te gusta. —Esas manos, también de ellas me enamoré— pensó Carlos. Como si Maricela adivinara sus pensamientos, pasó su brazo con ternura por el hombro de su marido y lo invitó a sentarse. Con la claridad que regalaba ya el amanecer, la pareja seguía encontrando los recuerdos de aquel intenso amor que los hizo enamorarse. Abrazados salieron de la cocina, sabiendo a que había venido Angelina esa madrugada.

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SEIDI MARTÍNEZ LOERA

LA FOTOGRAFÍA

Su cuerpo yacía bajo las sombras de la noche. En su negra cabellera se reflejaba la luz de la Luna. El olor putrefacto llegaba a cada rincón. Me acerqué lento, procurando hacer el mínimo ruido. Pensaba que en cualquier momento ella se iba a levantar. Por primera vez experimenté el horror. La noche era tranquila, sólo éramos ella y yo. Todo aquello me resultaba tan familiar; la noche, la calma, la sensación de que algo sucedería. No supe en qué momento llegué a sus pies. Su cuerpo estaba inmóvil; su apariencia era rígida, la calma la envolvía. Tenía miedo de descubrir quién era ella y cómo había llegado hasta ahí. El tiempo se detuvo; todo en ese lugar se paralizó. El viento dejó de mover sus oscuros y largos cabellos. Me aproximé dando un paso. Fue entonces cuando me di cuenta que tenía algo pegado a la suela de su tenis, parecía una fotografía. No quería acercarme más, pero la curiosidad ganó. Me incliné apoyando una de mis rodillas en el suelo, estiré el brazo izquierdo y jalé la esquina del pedazo de papel. Me incorporé rápido y me alejé unos cuantos pasos. Miré aquello que, efectivamente,

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era una foto. Intenté descifrarla durante un rato, hasta que cayó de mis manos; un frío paralizante me recorrió de pies a cabeza, mi respiración comenzó a ser más corta, sentí el retumbar de mi corazón en todo el pecho. ¡Qué era lo que acababa de ver! ¡La fotografía era mía!, en ella posaba a la tierna edad de cuatro años. Pero, ¿qué estaba haciendo esa imagen ahí? No sabía dónde me encontraba, no podía reaccionar. Una oleada de aire hizo que me incorporara. Ella aún permanecía ahí, en la misma posición, todo estaba igual; el brillo, el olor, la tranquilidad. Por un instante olvidé la foto, hasta que la encontré en el suelo, junto a mi pie izquierdo. Entonces, fue como si alguien me hubiera tirado encima un balde de fríos recuerdos. Entendí todo: ella, la foto, la paz. Sentí un gran alivio, pero a la vez me asusté. En ese instante comencé a recordar. Todo en mi vida se había tornado gris, las cosas ya no eran iguales; llenas de amor y felicidad. El sentido se fue. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo iba a salir de todo eso? Intenté muchas veces comenzar todo de nuevo, pero nunca funcionó. Aún recuerdo aquel 13 de noviembre. El clima era algo turbio, el día se tornaba pálido y triste, yo me alistaba para ir al colegio. Y así fue como todo comenzó. Esa tarde decidí caminar. No tenía ganas de llegar a algún lugar, así que me adentré en el bosque para pensar y tratar de calmar todo aquello que había dentro de mí. Ya empezaba a oscurecer, pero no le di importancia. Mi cabeza estaba hecha un lío. La vida y la muerte; ambas cosas no dejaban de darme vueltas. Qué era todo aquello que estaba viviendo, cuál era el fin, para qué estaba ahí. Sentí que mi

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cuerpo se desvanecía, me senté en la raíz de un árbol enorme, hurgué en mi mochila buscando un dulce o algo que me reanimara, pero lo único que encontré fue aquella foto. La tomé entre mis manos y la observé por un rato. Ahí estaba yo, sentada en un columpio, con la mirada triste. “¡Eso es!”, pensé. Mi mirada triste, ahora entendía todo: la tristeza, la inestabilidad, esa era yo. Siempre quise ser alguien que no era, nunca tomé el tiempo para conocerme. Los estereotipos se apoderaron de mí, los modelos de personas perfectas crearon un vacío en mi interior. La felicidad como fin, la perfección como camino. Yo no tenía eso, y de verdad me había esforzado para conseguirlo. Hice un infierno de mi vida, ignoré mi propia esencia. Comprendí que la soledad, la tristeza y el dolor, no eran algo malo, sino sentimientos que todos, en algún momento, experimentamos, los cuales son tachados de malos; pero en realidad son el resultado de cosas buenas, como el amor. Sólo son la ausencia de la felicidad; el resultado de algo que fue bello y bueno mientras duró. Son como una prueba de que la plenitud existió, y fue nuestra por un momento, aunque éste fuera fugaz. Recordé todos aquellos momentos felices; las risas, las aventuras, los amores y a esas personas que generaron en mí cosas bellas. Pensar en todo eso me hizo sentir un gran alivio. Una gran gota de agua helada cayó sobre mi cabeza. Me incorporé. Ya había oscurecido por completo, me puse de pie y caminé de prisa, me acomodé la mochila; ya no me dio tiempo de guardar la foto. El cielo retumbaba y se iluminaba con una intensidad nunca antes vista. La lluvia comenzó a caer cada vez más

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fría y pesada, no podía ver nada, mis pies se hundían en aquel lodo resbaloso. No supe a dónde ir; estaba perdida. Traté de proteger la foto metiéndola entre mi suéter, pero fue inútil, estaba mojado por completo; decidí sostenerla con mi mano izquierda. El ruido de la lluvia me desorientó por completo. Intenté llamar a casa pero fue inútil. Cuando busqué guardar el celular en la mochila, mi pie resbaló en un gran charco de lodo. Lo único que recuerdo después de eso es mi cuerpo cayendo lentamente hacia atrás; las gotas de lluvia tocaron mi rostro por última vez. La fría brisa me envolvió. Todo lo que yo era, las alegrías y las tristezas, el amor y el dolor, dejó de ser en ese instante. Un duro golpe en mi cabeza me dividió, y mi cuerpo quedó tendido sobre el frío y oscuro suelo. Parecía que en recordar esas cosas se me pasó media vida, pero aún era de noche. Ella seguía ahí, inmóvil; la foto ya no estaba. La luz de la Luna aún se reflejaba en la larga y negra cabellera. De nuevo el sentimiento de tristeza me embargó. Tomé la mochila y me dirigí a casa.

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RAMIRO RIVERA VILLASANA

DE LA SED AL TRAGO, EL TIEMPO

Time is my everything, for you I’d do anything cause time is my everything Ian Brown

Tres de la tarde, aproximadamente, a un costado de Insurgentes. Hace calor. El concreto y el pavimento forman un maridaje ideal que agota los deseos. “¡La capital del mundo es Torreón, y arriba el América!”, grita alguien en la fila del banco. Algún loco, supongo. Digo que está loco porque, además de gritar mucho, está sucio y viste en harapos. Por cierto, bastante apropiado para la primavera su diminuto short color amarillo fosfo. Por otra parte, ¿quién se anda acordando de Coahuila por estos rumbos? Ni que fuéramos sonorenses con sus chovinismos jamaicones. ¿Qué hace alguien así en la fila del banco? La definición de locura se reacomoda en este instante, como si todo se pusiera de cabeza en este momento. Como si de pronto las cosas no cuaja-

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ran tan bien en la escena. Pero ahí está: loco o vagabundo… O un loco vagabundo, haciendo fila en un banco. “Hace calor”. Lo digo casualmente, sólo para opinar algo para mí aunque nadie me haga caso. El “loco” se sabe de memoria su número de cuenta. Al salir del banco, yendo por la calle, liándome a empujones en la batalla sin cuartel que significa abordar un vagón del metro a las tres de la tarde, me pregunto (ahora quizá, de una manera más triste): “¿En dónde residen las raíces de la locura que, se supone, los humanos llevamos implícitas dentro?” Comienzo mi camino de Insurgentes hasta Chabacano. De Chabacano a Xochimilco los minutos son largos. Xochimilco era un laberinto lleno de basura, gobernado por comerciantes implacables. Luego el regreso. De Xochimilco a Polanco el tiempo… El tiempo era como el aire en una habitación cerrada: poco duradero, escaso, pero no por eso menos necesario. La lluvia sobre Polanco y de nuevo el viaje. “El tiempo va… como una flecha…”, dice la canción “Un trago de pulque para apaciguar mi alma” Lo pienso, pero me apena decirlo. He aquí otra frase intrascendente lanzada al azar, como prueba de que la poesía crece como la mala hierba sobre los techos de cualquier arquitectura. Debí haberlo dicho en voz alta. Trago, bailo… en otras circunstancias estaría también besándome con alguien. Podría…Pero es otra la ciudad. Podría, pero… “los tiempos cambian”. Más frases hechas que encajan en nuestras vidas como si jugáramos Tetris. “El tiempo va…”.

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Dormir embriagado e ignorar los piquetes de los mosquitos que se sacian de mi sangre y, luego, pasar las primeras horas del día recluido en casa. Pensando, trabajando… Un “día siguiente” típico. Veo cerezas en el cuello de una mujer hermosa, las contemplo como un premio inalcanzable. La moribunda luz de la tarde como escenario, el abrumador sonido de los aviones: la soñolienta fascinación. La brújula en su vientre…Finalmente, tragos. Más. En el cuarto piso alguien, a pesar de todos los atenuantes, se empeña en recordar. “¿Cuál es la raíz de la locura entonces?” Después de todo alguien escuchó. Podría mencionar muchas y ninguna. Ya han pasado casi dos días y doy el último sorbo. Tal vez ya sea hora de dormir.

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MANUEL ANTONIO GAYTÁN ROMO

CALLEJONES

Mi trabajo en la fábrica ensambladora es sencillo, no requiere de ingenio, sólo coordinación. Lo más tortuoso que encuentro en eso es lo que viene al final del turno. Cubro una jornada de 3:00 a 11:00pm. Las ocho horas no son ningún problema, pero sí el camino a casa, la noche está llena de terrores en la ciudad en la que vivo. Cada noche al finalizar mi turno es el mismo recorrido. Al lado de la fábrica hay una brecha de terracería de alrededor de un kilómetro que tengo que caminar, se podría decir fácil para un hombre con mi físico y edad, hay veces que algunos de mis compañeros caminan conmigo, pero otras, lo hago solo. Me pregunto si a ellos les ocurrirá lo mismo cuando andan por ahí. Lo que a mí me pasa puede caer en el concepto de lo extraordinario, es la parte más difícil de mi día. Yo solo quiero terminar para llegar con mi familia que me espera. Empezó por parecer algo que sólo estaba en mi imaginación: no quería creer que algo así me pudiese pasar a mí. Eso solo pasa en las películas, pensé. Se lo comenté a mi esposa y su respuesta era la misma que mi cordura y lógica me decía (el estrés del

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trabajo y la familia). Las noches transcurrían con normalidad cuando iba acompañado y en ocasiones solo. Aquella noche que regresaba a casa, al doblar la esquina de la fábrica, un miedo terrible me invadió; algo dentro de mí me detenía. Había algo diferente en el camino, fuera de las plantas comunes de la zona y de un pequeño charco que se formaba cuando llovía, no había rastro de alguna animal de los que ahí soltaban a pastar, La luna desapareció entre las nubes y solo estaba yo en medio de la oscuridad. Armado de valor desconocido me decidí por seguir con mi camino de costumbre. Todo dentro de mí me decía que me alejara, pero lo ignoré. Se sentía más fácil estando ya dentro y así fue hasta que en los matorrales que estaban más adelante se movieron con escándalo, intenté calmarme, tomé una piedra y la arrojé. Para mi suerte nada salió. Continué con nerviosismo por algunos metros más. Podía ver el final del camino y las casas que se encontraban allá, cerré mis ojos y sonreí para mis adentros al pensar que todo era juego de la paranoia que mi mente fabricó. Al abrirlos, una presencia se anunció con un sonido poco natural, no podía explicar qué era aquello. Mi primer instinto fue correr de regreso y resguardarme en algún lugar, pero era imposible; mis piernas no respondían a nada. Me lloraban los ojos, las manos me temblaban, mi sudaba la cara. No podía entender qué era aquello, poco a poco se fue acercando. Era una mujer muy vieja. Logré distinguir unos ojos color sangre, una cabellera remojada grisácea con algunas partes arrancadas desde raíz, con ropas sucias y rotas. Levantó su mano carcomida y me

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apuntó. Logré gritar aunque esto no sirviera de nada. La mujer se acercó más a mí y me abrazó. Se puso detrás de mí, sentí su mano fría deslizándose de mi cuello hasta la parte baja de mi espalda, ahí se detuvo, el frio invadió la parte inferior de mi cuerpo. Algo hizo, fue terrible, el dolor, la desesperación, lloré, grité. Fue inútil, el dolor que me recorría el cuerpo era abrumador, mis piernas dejaron de funcionar y caí con las rodillas para después azotar con mi espalda y mi mirada perdida en el cielo. Busqué con desesperación a la mujer, no había rastro de ella. Al menos sigo vivo, me dije. Era lo único que me daba esperanza, eso y ver a mi familia. No terminó ahí, no. Sentí que me arrastraban jalando de mi pierna, era inútil intentar moverme, estas no respondían. Logré suplicarle que me soltara, que me dejara volver con mi familia. Las plantas arañaban mi cuerpo y yo nada podía hacer para evitarlo. Noté el agua mojando mi cuerpo. Se detuvo y se acercó a mí, con sus brazos junto a mi cabeza y su cara frente a la mía; estaba demasiado aterrorizado como para que mi cuerpo respondiera defensivo, ya no quería vivir, quería que todo terminara de una vez. Me dolía no poderme despedir de mi familia. La mujer me observaba con fascinación, sus ojos escudriñaban mi cuerpo. Ya no había vuelta, pensé que moriría y me rendí. Las nubes dieron paso a la luna, me enfocaría en que fuera lo último bello que vería. Cuando la última nube se despejó, su luz nos llenó de golpe, al instante aquello que me estaba consumiendo desapareció. Sonreí con una mueca muy delicada: jamás pensé que la luna con su luz me salvarían, pero qué caso tenía esa

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esperanza si ya no podía moverme. No me ilusioné: si la luna y su luz volvían a desaparecer, esperaría el regreso de aquella mujer. Cerré mis ojos, cansado, adolorido y horrorizado. Desperté en la cama de un hospital después de tres días. Los compañeros de la fábrica me encontraron sumergido en el charco de agua de la terracería, inconsciente. Nadie sabía qué había pasado, lo atribuyeron al ataque de una pandilla. A nadie le conté nunca mi historia, me juzgarían loco. Quedé en silla de ruedas por las lesiones que según la pandilla me había causado por una golpiza, la fábrica me jubiló. Le agradecí a dios por un tiempo más de vida.

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ÁNGEL IVÁN VILLARREAL CASTILLO

EXTRA CORPORAL

Cuando desperté me di cuenta que algo había cambiado, mi cuerpo se sentía más ligero, el sofocante calor de aquella noche de verano se había convertido en una suave brisa que me refrescaba con su vaivén. Mi cuarto en aquellos años de juventud contaba de sólo una cama, ahí estaba la mayoría de mi ropa, la sucia y la limpia vivían en el mismo lugar. Cada mañana para saber qué ropa me podía poner, tenía que pasar la rápida prueba del olfato. Algunas veces el proceso era rápido o más bien afortunado, otras, tardaba algunos minutos de desilusiones. Sin embargo, nada era peor que darse cuenta que la ropa limpia se había acabado y había qué repetir el oloroso proceso hasta descubrir aquella que pudiera pasar desapercibida. Esa noche me había dormido con ropa sólo deshaciéndome de los zapatos y calcetines, la ropa de la cama sólo la había hecho a un lado y recostado sobre el colchón. Esa noche al despertar sentí que poco a poco mi cuerpo se iba alejando de la cama, levité unos centímetros y después un metro, hasta que pude ver que mi cuerpo aún seguía acostado. El susto fue terrible y pensé que había muerto. Intenté regresar a mi

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cuerpo pero era imposible, yo era demasiado liviano. Pensé si en verdad estaría muerto. El fuerte sonido de mis ronquidos me dio la tranquilidad que necesitaba, era obvio que estaba vivo, es cierto, parecía un animal porcino, pero vivo, que es lo importante. En aquel momento, solo pensé en ella, era necesario verla, escucharla, sentirla. Sin embargo nos separaban muchos kilómetros de carretera. Qué más da, soy tan liviano en este momento que no me será difícil llegar hasta su casa y verla aunque sea dormida. Salí por la ventana abierta de mi cuarto hacia la calle Jesús Barrera, que en Monclova le llaman El Callejón del Diablo, al parecer por una antigua leyenda. Poco a poco fui encontrando el modo y con mis brazos aproveché las corrientes de aire, así logré llegar al bulevar Pape que a pesar de que eran las dos de la mañana aún estaba concurrido, aprovechando el viento de los autos logré llegar a la carretera 57. Tomando la carretera desde lo alto me pareció más fácil de viajar ya para ese entonces podía controlar mi vuelo a la perfección, aún así tardé horas en poder llegar hasta la antigua “Casa de Anda” donde tenía su asistencia y donde se mudó desde que entro a estudiar a la Normal de Saltillo. Mi cuerpo era tan ligero, suave y un poco transparente que pude pasar por debajo de la enorme puerta de madera, logrando estirar lo que en aquel entonces parecía un cuerpo como de neblina. Entrando a su cuarto la vi. Se veía hermosa aunque un poco despeinada y me sorprendí al ver que dormía hacia arriba con la boca abierta. Un hilo de baba salía de su boca y bajaba por su mejilla hasta su almohada, pero aún así se veía preciosa.

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Me acerqué lo más que pude con ese cuerpo tan ligero. Primero le quité unos cabellos de la cara y besé su frente: —Hola estoy aquí —le dije. Increíblemente me respondió, pero sin despertar. —¡Qué bueno, te extrañaba mucho! Le conté que esa noche me dormí pensando en ella, pero que jamás creí poder venir a verla. En eso escuché ruido en la cocina, voltee hacia un lado y vi un viejo reloj de pared. Eran las cinco de la mañana. Le dije que tenía que volver a mi cuerpo y debía irme. “No te preocupes, nos veremos pronto” me dijo aún dormida. Salí despavorido, pero ya con el control de lo que entonces era mi cuerpo, casi en cámara rápida por la carretera, ya había muchísimos más vehículos, el sol estaba saliendo, los camiones de transporte de personal fueron de mucha ayuda para ser aún más veloz. Llegué a la casa casi derrapando, entré nuevamente por la ventana, y me vi, ahí estaba pero ya no roncaba. Intenté acomodarme en la posición que estaba en la cama y descendí poco a poco pero nada, no podía regresar, no fue hasta que cada una de mis extremidades encontró la posición exacta que recobré el conocimiento. Desperté como si hubiera aguantado la respiración bajo el agua por bastante tiempo, aspirando una fuerte bocanada de aire.

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DAT O S D E L O S AU T O R E S

K ARLA SALAZA R S ERN A (Distrito Federal, 1978). Radica en la ciudad de Monclova desde hace siete años. De profesión abogada, se ha desarrollado en el ámbito académico dirigiendo sus estudios a problemáticas sociales actuales. Su gusto por la literatura y la cultura en general empezó a temprana edad gracias a la influencia de sus padres. Asimismo, manifiesta que sus escritos en narrativa son una ventana que se abre en sus tiempos libres y tienen la intención de proporcionar al lector(a) diferentes atmósferas, sensaciones y vivencias a través de sus personajes. CIRILO GILBERTO RECIO DÁVILA (Saltillo, Coahuila). Ha sido periodista en diversos medios de Saltillo y la ciudad de México. Colaborador en México desconocido y la agencia Notimex. En 1992 se desempeñó como traductor y asesor de la Secretaría de Comercio y Fomento Industrial. Entre 2002 y 2004 fue asesor técnico de la Secretaría de Educación de Guanajuato. En 2005 protagonizó la película Sangre, del cineasta mexicano Amat Escalante. Es autor del libro Apuntes sobre ética periodística (icocult, 2003 / 2ª ed., uadec, 2013). En 2008

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ganó el certamen nacional de ensayo Roberto Orozco Melo. Ha participado en montajes teatrales bajo la dirección de Jesús Valdés y en la producción de dramatizaciones radiofónicas para Radio uadec. ALBERTO EFRÉN RÍOS CAMPOS (Monclova, Coahuila, 1984). Egresado de Ingeniería de la uanl Ha realizado cursos sobre guión cinematográfico en la Escuela Superior de Cine y Multimedia Ilumina, en Monterrey (2012 - 2014). Obtuvo el segundo lugar en el Tercer Certamen de Cuento Zócalo en Coahuila (2015). SY LVIA GEO RGINA ESTRA DA (Monterrey, Nuevo León, 1982). Reside en Saltillo desde 1990. Es egresada de la Facultad de Ciencias de la Comunicación, de la Universidad Autónoma de Coahuila. Su trabajo se ha publicado en las revistas Tierra Adentro, Caellum y Semanario; en los periódicos Vanguardia, Zócalo y Nuevo Día; en los sitios electrónicos Letras Explícitas y Transtierros. Fue becaria de la Fundación Prensa y Democracia; y del Programa de Estímulo a la Creación y al Desarrollo Artístico (pecda) en Coahuila. Cuenta con tres premios estatales de periodismo otorgados por el Gobierno de Coahuila; y 10 galardones del Premio Estatal de Periodismo Cultural Armando Fuentes Aguirre. En 2014 recibió el Premio de Trayectoria Cultural que otorga la Universidad Autónoma de Coahuila. Actualmente es editora de las secciones Arte y Flash del Periódico Zócalo Saltillo, y colaboradora de Radio Zócalo.

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E RIC EDUAR D O FERMÍN ZAVA L A (Monclova, Coahuila, 1980). Egresado de Ingeniería en Sistemas por la fime. Le gusta pasar su tiempo libre entre películas, música y libros. Piensa que sólo la cultura y el arte pueden salvar al hombre. Actualmente trabaja en una empresa de telecomunicaciones. E RNE STO RÍO S W IL L A RS (Saltillo, Coahuila, 1978). Es ingeniero. Apasionado por aprender y compartir. Tiene dos hijos como estrellas, una mujer como roble de firme refugio, dos hermanos como largas ramas y padres como prolíferas raíces. GIBRÁN JALIL G ON ZÁ L EZ TREV IÑ O (Monclova, Coahuila, 1984). Ingeniero Industrial y de Sistemas por el Tecnológico de Monterrey y Maestría en Manufactura por uane Monclova. Ha impartido clases en uane Monclova. Fanático de Julio Cortázar y Haruki Murakami. Actualmente responsable del módulo de planeación de la demanda en Altos Hornos de México, ex miembro del departamento de ingeniería industrial. J O SÉ ARIAN ES QUIV EL VÁ ZQUEZ (Saltillo, Coahuila, 1992). Escritor. Líder del colectivo Ignoto, grupo cultural que se consolida como referente de la producción artística en el norte del país. Actualmente es reportero titular de la sección Arte del periódico Vanguardia. ALEJAND RA SÁ N CH EZ CRUZ (Monclova, Coahuila). En 2005 comenzó un blog llamado “Voces en el viento” con ensayos, es-

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critos y poemas. Colaboró en 2007 en el periódico local La Voz. Actualmente coordina la página “Monclova es Bella”, donde publica fotografías, historia de la ciudad, anécdotas y textos de su autoría. En la actualidad escribe una novela ambientada en Monclova de los cuarentas a la actualidad. CAR LO S DÍAZ R E YES (Sabinas, Coahuila, 1988). Reside en Saltillo desde 2007. Es reportero y cinéfilo de tiempo completo. Actualmente es editor y crítico de cine en el periódico Vanguardia. M AR ÍA LU ISA IGLES IA S (Mapimí, Durango). Autora del libro de relatos Ex votos de Santiago. Obtuvo el Premio estatal Olga Arias 2004 con el poemario Atardecer del séptimo día y el Premio nacional Enriqueta Ochoa 2008 con el poemario No hay muerte natural. LU Z M ARÍA URRUTIA MORA L ES (México, D.F., 1955). Reside en Saltillo desde 2003. Ha cursado talleres literarios con los escritores Guillermo Samperio, Julián Herbert, Gerardo Segura y María de Jesús Barrera. Obtuvo mención honorífica en el Primer Concurso Nacional de cuento, del periódico Zócalo con el cuento Hospital de muñecas. AD R I ANA R IVERA LUÉVA N O (Monclova, Coahuila). Estudiante. Le gusta viajar y leer novelas de literatura fantástica, suspenso y romance. Se interesó en la lectura gracias a la influencia familiar. Inició redactando pequeñas notas para el periódico escolar. Ésta es su primera publicación.

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M IGU EL GUADA LUPE G A RCÍA PÉREZ (Saltillo, Coahuila, 1995). Asiduo lector. Actualmente estudia Ingeniería en Sistemas en la uadec. ALEX IS M ASSIEU Á LVA REZ (Monclova, Coahuila, 1981). Abogado por ley, periodista por convicción y escritor por necesidad. Pasó su infancia y adolescencia en la capital del acero y tras un vínculo que surgió durante el tiempo que cursó la licenciatura de Derecho en la Facultad de Jurisprudencia de la uadec donde abrazó a Saltillo como su segundo hogar. P E D RO M ARTÍN ROJA S ROS A S (Saltillo, Coahuila, 1968). Médico de profesión y amante de la literatura. Su primer libro La muerte de Poe y otros relatos (2015) forma parte de la colección Acequia Mayor, segunda serie, del Instituto Municipal de Cultura de Saltillo. D EYANIR A GUTIÉRREZ G A RZA (Monclova, Coahuila). Cursó taller de Literatura con Gerardo Segura (2004). Participó en el Proyecto Literario de Escritores Coahuilenses Siglo xxi con el colectivo Con estas manos digo (2006). Colaboró con su cuento No sé por qué me gustan tanto las navidades en la revista ¡Va! (2008). Desde el año 2011 a la actualidad narra cuentos de su autoría en diversos programas de radio. SE ID I M ARTÍNEZ LOERA (Saltillo, Coahuila, 1995). Alumna del sexto semestre de la Licenciatura en Historia en la Escuela de

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Ciencias Sociales en la uadec. Dentro de la institución ha participado en diversas investigaciones y proyectos de rescate. Es coautora del libro Ellos también cuentan (2004), bajo la dirección de Jorge A. Lozano Ludy. R AM IRO ERNE STO RIV ERA V IL L A S A N A (Monclova, Coahuila). Editor de Ciencia y Tecnología en el portal informativo SinEmbargo.Mx, con experiencia como reportero y fotoperiodista. Artista multidisciplinario. Ganador del primer concurso de Ex libris, “Viva Torreón”, 2010. MANUEL ANTONIO GAYTÁN ROMO (Monclova, Coahuila). Le gusta leer cómic y obras de ficción, misterio y aventura. Fiel seguidor del anime y cosplay. Le gusta disfrutar del cine. Su formación literaria ha sido influenciada por J.K. Rowling y Michael Scott. ÁNGE L IVÁN VIL L A RREA L CA STIL LO (Monclova, Coahuila, 1983). Egresado de la especialidad de español en la Escuela Normal Superior y la Escuela de Arte de la Sección 5. Licenciado en Comunicación por el Centro de Estudios Universitarios de Coahuila. Actualmente corresponsal de Televisa en Monclova. Entre sus logros no puede dejar de mencionar la bendición de una esposa y una niña de dos años de edad.

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ÍNDICE

SENSACIONES SERNA EN SEPIA KARLA SALAZAR SERNA

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RITUAL DE DUELO CIRILO RECIO DÁVILA

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MATUTINO VESPERTINO ALBERTO EFRÉN RÍOS CAMPOS

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TARDE DE ÁVILA SYLVIA GEORGINA ESTRADA

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LA NOTICIA ERIC FERMÍN ZAVALA

24

NOCHE DE GALA ERNESTO RÍOS WILLARS

27

PARALELO GIBRÁN JALIL GONZÁLEZ TREVIÑO

32

LOMO DE SAL JOSÉ ARIAN ESQUIVEL

36

AZUL Y LLUVIA ALEJANDRA SÁNCHEZ CRUZ

39

PECADO CARLOS DÍAZ REYES

42

INSTRUCCIONES PARA LIMPIAR LOS LENTES MARÍA LUISA IGLESIAS

44

PLAEZVEDO LUZ MARÍA URRUTIA MORALES

46


EL BALCÓN ADRIANA RIVERA LUÉVANO

49

EN MI MENTE MIGUEL GUADALUPE GARCÍA PÉREZ

51

LA MURALLA ALEXIS MASSIEU ÁLVAREZ

55

EL REGRESO PEDRO MARTÍN ROJAS ROSAS

59

LA VISITA DEYANIRA GUTIÉRREZ GARZA

62

LA FOTOGRAFÍA SEIDI MARTÍNEZ LOERA

67

DE LA SED AL TRAGO, EL TIEMPO RAMIRO RIVERA VILLASANA

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CALLEJONES MANUEL ANTONIO GAYTÁN ROMO

74

EXTRA CORPORAL ÁNGEL IVÁN VILLARREAL CASTILLO

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DATOS DE LOS AUTORES

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HISTORIAS DE DOS CIUDADES: Antología de cuento b reve Autores de Monclova y Saltillo, Coahuila

Se terminó de imprimir en septiembre de 2015. En su composición se utilizaron fuentes de las familias Soberana Texto y Tw Cen MT. El tiraje consta de 1,000 ejemplares. El cuidado de la edición estuvo a cargo de Quintanilla Ediciones.



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