Una melodía hacia la muerte

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UNA MELODÍA HACIA LA MUERTE ≪Me gustaría saber≫ se dijo ≪qué pasa realmente en un libro cuando está cerrado≫. Segismundo, aquel ratón de biblioteca, no era como los demás ratones, no era como los demás animales en general. Le encantaba leer, no sólo trepar por las paredes y comer aquel rico queso que siempre se le caía al bibliotecario de su bocadillo de las seis. Él era un auténtico aficionado a la buena literatura y siempre se hacía esa pregunta antes de comenzar cualquier lectura. Aunque era capaz de leerse todo tipo de libros, estaba ya harto de leer continuamente narraciones en las que los protagonistas eran humanos. ≪ ¿Por qué no perros? ¿Por qué no gatos? ¿Por qué no ratones, incluso? ≫ pensaba cada vez que leía la contraportada de un libro en la que el resumen no hablaba más que de personas. Pero esa noche, la fortuna le sonreía. Aquella tarde habían estado muchos niños en la biblioteca y la mayoría había dejado sus lecturas desperdigadas por ahí junto con otros legajos. Segismundo buscaba algo distinto entre aquellos libros que sólo hablaban de hombres. Algo con lo que él se sintiese identificado, algo como… ¿qué era aquello? Con sus pequeñas patitas grises corrió lo máximo que pudo hasta llegar a “su presa”. Boquiabierto, se mantuvo observando la portada de aquel libro que se encontraba ante sus ojos. No se lo podía creer. ¿Aquello eran…eran ratones? ≪Lo he encontrado≫ pensó con alegría. Sus ojos se fijaron en el nombre del autor, o más bien, de los autores. “Los hermanos Grimm, cuento popular”. Segismundo con sus enanísimos dientecillos agarró fuertemente aquel pequeño pero colorido libro y, arrastrándolo, se lo llevó a su escondite. Se sentó derecho, aplastando su rosada colita, cogió el libro, lo abrió por la primera página y comenzó a leer… “El flautista de Hamelín” En cuanto leyó el primer renglón, su escondite cambió completamente. Ya no se encontraba en aquel pequeño recoveco del almacén, con un entarimado que necesitaba urgentemente un cambio, amén de una única franja de luz procedente de un pequeño tragaluz; sino que se encontraba en medio de una calle y rodeado de miles de ratones de distintos colores, que corrían de un lado para otro con los carrillos llenos de la comida que robaban de las plantaciones.


Segismundo no se creía lo que veía. Se quedó atónito contemplando todo lo que le rodeaba. Un cielo que amanecía, casas decoradas con enredaderas, ratones, ratones y más ratones. Solamente se oían pequeños ruiditos que salían de las boquitas de aquellos cientos y cientos de ratones, cuando se empezaron a escuchar, además, los murmullos de la gente del pueblo que, con los primeros rayos del día se despertaban, listos para ir a cuidar sus cultivos. En cuanto las primeras personas salieron a la calle, la sorpresa de los habitantes de Hamelín fue gigante. ¿¡Qué hacían tantos ratones en sus calles!? En seguida corrió el rumor y el resto de las familias se asomaron a las ventanas para observar el hallazgo de sus vecinos. Segismundo seguía sin creerse lo que estaba viendo, más bien seguía sin creerse cómo había llegado hasta allí. Ante aquel barullo, él sólo se dedicaba a hacer lo que hacían los demás ratones, que consistía únicamente en ir de plantación en plantación robando cereales. Pasaban los días y él, desde un pequeño refugio, observaba la vida de las personas. Eran como las que iban a su biblioteca a leer, pero vestían de forma diferente, y desde luego el paisaje no era el mismo. Cuando se asomaba al ventanuco de la biblioteca observaba rascacielos, oficinas, edificios y, por los alrededores, algún que otro prado. En cambio allí todo era verde, las casas eran casas, no pisos, y se respiraba un aire mucho más limpio. Durante aquellos días, los campesinos habían intentado echar de allí a los ratones. Habían probado con pesticidas, trampas, venenos… pero aunque a Segismundo le molestaba bastante todo aquello, no parecía que a sus compañeros les importase, por lo que no huían. Cuando ya estaba un poco cansado de hacer siempre lo mismo, y deseaba volver a su recoveco de la biblioteca, comenzó a ver por las calles carteles en los que ponía: “Se ofrecen 100 monedas a quién logre librarnos de la plaga de ratones”. Le sorprendió aquel aviso, aunque no parecía que sus compañeros tuviesen intención de marcharse, por lo que no le dio importancia.


A la mañana siguiente, cuando aún el sol estaba saliendo, se empezó a oír en el pueblo una dulce melodía. Segismundo no le prestó mucha atención, pero, al cabo de un rato, sin poder sacársela de la cabeza, empezó a sentirse muy atraído por ella. Había leído mucho sobre hechizos y sabía que aquella atracción no podía ser real. Lo sabía, pero independientemente de aquello sentía la necesidad de salir de su escondite e ir en busca de aquella música. Se asomó a la calle y observó que él no era el único que se sentía atraído por aquella armonía. Aunque intentó mantenerse inmóvil, sus piernas le pedían continuar y lo consiguieron. Inconscientemente salió en busca del son, seguido por cientos y cientos de roedores. A la cabeza se podía distinguir la silueta de una persona. Corrió lo máximo que pudo con el fin de poder averiguar de dónde procedía aquella canción. Cuando logró llegar, observó que uno de los campesinos, de unos diecinueve años, tocaba ensimismado una flauta dulce. Al llegar a un regato, el chico, calzado con botas de agua, lo cruzó. Sin pensar, los ratoncitos lo seguían y al caer al agua morían ahogados. Pese a que Segismundo les gritaba que era una trampa, ellos, absortos, continuaban cayendo y cayendo. Agarrado a un árbol, usando la mayor fuerza física y mental posible, logró no caer en la tentación de seguir al chaval que les dirigía a su muerte. Se quedó asombrado. Aquel río aparentaba ser un cementerio lleno de pequeños cadáveres. De pronto, se oyó el rechinar de las bisagras de una puerta al cerrarse. Miró a sus lados. ¡Se encontraba de nuevo en su recoveco! Cerró el libro y salió del escondite. ¡Vaya! ¡Se había pasado la noche leyendo! Comenzó a reírse por aquella experiencia y, resguardándose de nuevo en su mantita, se tumbó y recuperó aquel sueño que había perdido durante la noche; preparándose, así, para miles y miles de lecturas más.

FIN María Navarro Martínez 3º ESO B


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