Lo que los juegos pueden hacer Brais estaba cerca. Lo sentía. Tenía que escapar de allí, pero, ¿a dónde ir? Estaba atrapada: si salía de su escondrijo, Ámbar la delataría. En cambio, si no salía, Brais acabaría encontrándola. La única escapatoria que le quedaba era el sótano. Pero Alex era una niña de diez años y, como no, le tenía miedo a los sótanos oscuros. Claro que si no iba allí, perdería. Y Alex nunca perdía. Así que se levantó lentamente. La butaca que tenía delante, que le había servido de escondite, la resguardaba de la luz. Antes de que su hermana pequeña se diese cuenta, ya había salido sigilosamente de la habitación. El pasillo del sótano era largo y estrecho, perfecto para una película de terror, lo que hizo que la niña empezara a ponerse nerviosa. Lentamente salvó la distancia entre la puerta del sótano y ella, pudo oír el rechinar que la puerta hacía al abrirse y, en lugar de volverse atrás por culpa de la oscuridad que reinaba en el cuarto, pulsó el interrumpor de la luz. El lugar no era tan aterrador como se lo había imaginado. Ni mucho menos. El sótano no era muy grande, pero sí estaba lleno de cosas: ropa vieja, muebles rotos y quebradizos, legajos polvorientos, retratos de personas, libros de páginas amarillentas... Alex, curiosa, empezó a inspeccionar todos aquellos objetos, en su mayoría, co-mo comprobó más tarde, inútiles. Después de un buen rato curioseándolo todo, algo la sacó de sus pensamientos. Un ruido. Se había caído un libro de una de las estanterías. Era un tomo grande forrado en cuero, a simple vista se podía adivinar cuán antiguo era. Álex, intranquila después de escuchar el sonido de la caída, fue a recoger aquel tomo. El título era apenas visible, aunque aún se podían vislumbrar unos cuantos reflejos dorados que tiempo ha habían pertenecido a las letras de la portada. <<Me gustaría saber>> -se dijo- <<qué pasa realmente en un libro cuando está cerrado>>
Si Brais hubiera estado allí, seguramente le habría dicho que se dejara de estupideces, que ahí dentro sólo había letras y más letras. Y si en cambio hubiese estado Ámbar, le habría dicho que siguiera jugando con ella. Pero ninguno de sus hermanos estaba allí. La niña ya no tenía ganas de seguir jugando con sus hermanos al escondite, prefería buscar un sitio donde poder ojear aquel libro. Cogió el cojín suelto de una butaca, lo colocó en el suelo contra la pared, se sentó derecha, cogió le libro, lo abrió por la primera página y comenzó a leer.
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-Alexandra, pásame la probeta. Se hallaba en un estudio grande, lleno de estanterías y muebles, encima de los cuales había varias probetas, un bastidor, maquetas de extraños instrumentos... Todo digno de un doctor chiflado. -¿P-Perdón? -le preguntó la niña, desconcertada. -¡Qué me pases la probeta! ¡Oh, Alexandra, qué despistada estás hoy! Alex cogió el instrumento que tenía más a mano y se lo dio a aquel hombre. No entendía nada. ¿Dónde estaba el sótano, su casa, sus hermanos.... y quién era ese hombre? -¿No estás emocionada? -el señor, anciano, sonrió bajo sus largas barbas.- Si consigo que estas dos sustancias se solidifiquen habré encontrado el hallazgo más importante de mi vida. ¿No crees...? Antes de que pudiera continuar, un niño, más o menos de la edad de Alex entró corriendo en la habitación. -¡Profesor! -gritó con voz infantil el muchacho.- ¡Ya vienen! El anciano palideció nada más escuchar aquellas palabras. Empezó a recoger velozmente varias cosas, a la vez que hablaba a los niños con voz rápida y temblorosa. -Corred -dijo.- Escapad de aquí lo más rápido posible, yo ya os seguiré. Pero, por favor -advirtió- no vayáis por la puerta principal. Antes de que Alex pudiera reaccionar a todo aquello, ya estaba siendo tironeada por el otro niño.
Corrierron por muchos pasillos hasta llegar a una puerta pequeña medio oculta en la penumbra. La niña cada vez estaba más confusa. Salieron a unos enormes jardines. Un montón de soldados ocupaban el lugar e intentaban entrar en el edificio. El muchacho que acompañaba a Alex parecía aterrorizado y sin saber adónde ir. Mientras aquel niño buscaba con la vista una salida, su compañera lo agarró y echó a correr. Uno de los soldados los había visto y corría hacia ellos. Alex no sabía adónde iba, sólo se guiaba por su instinto, que le decía que huyera. Pero, por mucho que quisiera, las piernas de una niña de diez años no se pueden comparar a las de un adulto, y pronto fueron alcanzados. -¿Adónde creéis que vais, niñatos? El hombre cogió al niño y, mientras Alex se seguía alejando, vio como aquel hombre agarraba al muchacho y le gritaba a la vez que sacaba una pistola de su cinturón y....
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Ya no quiso leer más. Aquel final era demasiado para ella. Cerró el libro y lentamente lo volvió a dejar en la estantería. Nunca se hubiera imaginado aquel final. Estaba recorriendo el pasillo cuando vio por uno de los tragaluces que ya estaba atardeciendo. La franja de luz que pasó por uno de ellos pudo iluminar lo suficiente el camino de Alex para que ésta viera por donde pisaba. Cuando llegó al salón, vio a sus dos hermanos charlar frente al televisor. -¡Oh, Alex! ¿Dónde te habías metido? Ya acabamos de jugar hace rato. La niña no contestó. Simplemente se sentó al lado de ellos y suspiró. Desde luego, prefería aquel final.
Ana C. Rodríguez González
3ยบ ESO B