Relato Antía de Federico

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OJOS NEGROS Antía de Federico Bernárdez (2º eso)

La historia que os voy a contar sucedió hace mucho tiempo. Ahora, cuando mi cuerpo está ya cansado y mis ojos apenas distinguen la luz, me sigue causando escalofríos y terror puro inunda mis venas cada vez que la recuerdo. Por aquel entonces yo era una mujer de unos orgullosos treinta años que, cansada del intenso ajetreo de la ciudad de Madrid, decidió tomarse un respiro. Trabajaba en un periódico y me dedicaba a escribir sucesos extraños y paranormales que sucedían en España. Nunca me faltaron quehaceres ya que, en aquella época, la gente todavía era muy crédula e ingenua y no tenía tanta tecnología como tenemos ahora. Una luz o un destello que alguien veía por la noche era motivo de sobresalto. El caso es que, un buen día, cogí mi automóvil y mi maleta ligera de equipaje y me fui a pasar unos días a la casa de mis difuntos padres, que apenas recordaba porque me crie con mi tía en la capital. La vivienda estaba situada en una aldea perdida en Serra Menera, en la provincia de Teruel. El viaje fue largo y tedioso, y lo fue más por el simple hecho de que lo pasé pensando y anhelando con todas mis fuerzas llegar allí, y volver a tocar directamente los pocos recuerdos de mi niñez. Sonreí al darme cuenta de que aún recordaba el camino tras tantos sin volver. Un poco antes de llegar a la aldea me encontré con un camino de piedra por el que no se podía acceder con el coche. Lo dejé a un lado, cogí la maleta y me puse a caminar. Al cabo de unos quince minutos, más o menos, llegué a la aldea y un sudor frío se apoderó de mí, anunciando un oscuro presagio. No le hice caso al mal presentimiento y seguí adentrándome entre casas en ruinas. A medida que avanzaba hacia el caserón de mis padres, la aldea parecía más decrépita. El cálido esplendor de las preciosas construcciones de piedra y madera se ha– bía esfumado, y tan sólo quedaban ruinas y alguna que otra piedra o, de vez en cuando, se podía ver una tabla de madera putrefacta. Los claros espacios ajardinados que rodeaban las viviendas estaban cubiertos por una maleza de color oscuro que, en contraste con el negro cielo de aquel día, creaba un ambiente demasiado tétrico. Pensé: "¿Qué ha pasado?" Un repentino escalofrío recorrió mi espalda y sentí una mirada en la nuca. No le di importancia, asumí que eran imaginaciones mías, y aceleré el paso.

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Cuando sentí pasos detrás, frené de golpe y, con el corazón en un puño, me giré lentamente. Al levantar la vista me encontré con un hombre de mediana edad, alto y delgado, de pelo oscuro como el azabache y tan pálido como una hoja de papel. En la cara se le formaban unas pronunciadas arrugas en los ojos y a ambos lados de la boca, en donde tenía una sonrisa tan pérfida y maliciosa que todavía no he olvidado y no olvidaré jamás. Su mirada me causó el escalofrío más intenso y terrorífico que sentí nunca. Los ojos eran negros, pero no como el azabache, ni negros como un gato, sino negros como el frío de la noche, el mismo infierno, y oscuros como la maldad. Estaban tan cargados de cinismo, crueldad y misterio que pensé que estaba cara a cara con el diablo. Él no podía ser humano, él no era humano. –¿Qué hace una mujer tan hermosa como usted por estos lares? –sus palabras sonaron como los pérfidos silbidos de una serpiente, y se acercó a mí con una elegante zancada. Rezando para que no supiese lo atemorizada que estaba y poniendo una voz firme, contesté: –Mi nombre es Elena, Elena Monteverde, y estoy aquí en busca de la casa de mis padres, Francisco Monteverde y Esperanza Bernárdez. –¡Oh! ¡Francisco y Esperanza! Ellos, justo antes de morir, anunciaron que volverías de Madrid, y me entregaron las llaves de su casa para que te las diese. Resulta que las tengo justo aquí. Toma, Elena. Mi nombre sonó en sus labios como si fuese el peor de los pecados, y por un momento deseé cambiármelo. Se acercó todavía más a mí y me entregó las llaves. Nuestras manos tan solo se rozaron durante un segundo, pero me pareció toda una eternidad. Su piel era fría como la de un muerto, y la mía se erizó del pánico. ¡Él no era humano, no podía ser humano! Perdida en mis pensamientos, una gélida ráfaga de aire me envolvió. Miré a todos lados en busca del hombre de ojos negros, pero no estaba, se había esfumado completamente, como si nunca hubiese estado conmigo y fuese producto de mi imaginación. Mi mano aún agarraba la oxidada llave. La apreté más fuerte, atemorizada por el extraño encuentro, y retomé el rumbo. Transcurrieron alrededor de cinco minutos y llegué a la casa, que sorprendentemente tenía un aspecto perfecto por fuera. Introduje la llave en la cerradura y la giré, produciendo un sonido demasiado desagradable para el oído. Lentamente abrí la puerta y eché una ojeada a la oscura abertura y, tras unos instantes de duda, me adentré en el interior de la casa.

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A tientas, corrí las cortinas y una tenue claridad se filtró por las ventanas, permitiéndome ver el entorno que me rodeaba. Me encontraba en una espaciosa sala, extrañamente limpia, con una gran chimenea francesa y una enorme estantería llena de libros. También había un sillón de terciopelo rojo con una mesa cubierta por un tapete a su lado, sobre la que descansaba un candelabro. A la derecha se encontraba la cocina con una gran mesa de madera en el centro y, en medio de las dos estancias, unas escaleras por las que, si no recordaba mal, se subía a los baños y a los dormitorios. Perdí toda la tarde redescubriendo mi casa otra vez. Al llegar la noche me sentí especialmente cansada, así que ni siquiera cené, tan solo me tumbé en la cama de la habitación de mis padres y me sumergí en un profundo sueño. Me desperté sobresaltada a medianoche. Mi respiración iba al compás de las campanadas del reloj de pared de la cocina. Me levanté de la cama y me dirigí a la ventana. Corrí un poco las cortinas, esperando que me envolviesen los pálidos rayos de la luna, pero no fue así. Fuera estaba todo oscuro, no había luna. Se escuchaban las hojas de los árboles agitarse por el viento, pero, de repente, todo quedó en un inquietante silencio. Sentí una presencia más en el dormitorio, y una respiración en mi cuello. No me dio tiempo a sentirme aterrada, un pesado sueño me inundó por completo y volví a la cama tropezando con mis propios pies. Lo último que recuerdo antes de caer dormida es una tenebrosa mirada, una tenebrosa mirada de ojos negros. Me desperté de nuevo a las seis de la mañana según mi reloj de pulsera. Me sentía extrañamente aterrorizada y angustiada, y unos maliciosos ojos negros no abandonaban mi pensamiento. Decidí irme de la aldea de manera inmediata, la situación no podía continuar. Aquel viaje, lejos de aliviar mis tensiones, había provocado más. Fuera aún no había amanecido, pero en ese momento no me importó nada, tan solo cogí la maleta y me fui, cegada por el miedo. Bajé las escaleras, tan rápida como el viento, y antes de cerrar la puerta de la casa, miré dentro otra vez. Ahí estaban, entre la oscuridad, los malignos ojos negros. Lancé un grito de angustia, terror, horror y desesperación a la vez. Corrí, corrí y corrí hasta llegar al camino de piedras y, veloz como una gacela, lo atravesé en un suspiro. Pensando que estaba lejos del peligro, miré atrás. Gracias a la tenue luz del amanecer, entre la claridad y la tiniebla, distinguí al desconocido de mirada pérfida. Sus ojos negros brillaban más que nunca. Antes de entrar en el coche, una ráfaga de viento me envolvió y alcancé a escuchar algo que sonaba a promesa: –Cuídate, Elena. Volveremos a vernos. Con el miedo más presente que nunca, me metí en el automóvil y emprendí el camino de regreso a Madrid, sin mirar atrás. 3


Al llegar y cuando me calmé un poco, llamé a mi jefe y le dije que tenía un artículo. Él aceptó el relato de mi experiencia de buena gana y lo publicó. La gente, atraída por mi historia, se fue a la aldea donde estaba la vivienda de mis padres y restauró las casas de los alrededores. Hoy en día, sé que el lugar está bastante poblado y se llama Ojos Negros. Su bandera tiene cuatro pares de puntos negros, como las cuatro veces que yo pude contemplar aquellos ojos negros. Es curioso, aunque soy vieja y casi ciega, siempre podré ver los ojos negros que dan nombre al pueblo de Ojos Negros, provincia de Teruel1.

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En la provincia de Teruel existe, en efecto, un pueblo llamado "Ojos Negros" (véase, por ejemplo: http://www.ojosnegros.es/InternetRural/ojosnegros/home.nsf/menu/pueblo). El relato sobre el origen de tan extraño topónimo es, sin embargo, totalmente ficticio.

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