La expresividad de la forma (Escritos sobre arte y poesía)

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LA EXPRESIVIDAD DE LA FORMA

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Marcelo Cabrera Palacios ALCALDE DE CUENCA PRESIDENTE DE LA FUNDACIÓN MUNICIPAL BIENAL DE CUENCA

Cristóbal Zapata DIRECTOR EJECUTIVO FUNDACIÓN MUNICIPAL BIENAL DE CUENCA

La colección «Nomadismos / Bienal de Cuenca», dedicada al ensayo y al pensamiento visual brasileño contemporáneo está dirigida por Teresa Arijón, Bárbara Belloc y Cristóbal Zapata Obra publicada con el apoyo del Ministerio de Cultura de Brasil, Fundación Biblioteca Nacional Obra publicada com o apoio do Ministério da Cultura do Brasil, Fundação Biblioteca Nacional

Diseño y diagramación: Juan Pablo Ortega Cuidado de la edición: Cristóbal Zapata Revisión de pruebas: Silvia Ortiz Guerra © 2017 de la traducción: Teresa Arijón y Bárbara Belloc © 2017 de esta edición: Fundación Municipal de Cuenca Bolívar 13–89 y Estévez de Toral Cuenca, Ecuador www.bienaldecuenca.org ISBN: 978–9942–22–152–0 Impresión: Gráficas Hernández Cuenca – Ecuador, junio 2017

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FERREIRA GULLAR

LA EXPRESIVIDAD DE LA FORMA

(ESCRITOS SOBRE ARTE Y POESÍA)

SELECCIÓN Y TRADUCCIÓN TERESA ARIJÓN Y BÁRBARA BELLOC

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Ferreira Gullar en 1979. Foto: Divulgação/TV Globo

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FERREIRA GULLAR: PROTEO DEL TRÓPICO

Desde las primeras décadas del siglo XIX, los escritores han tejido un sinnúmero de relaciones con los diversos lenguajes artísticos, particularmente con las artes plásticas. En las batallas y desvelos de los pintores y escultores con la materia, con la forma, con el color, con el espacio, o en las aventuras sigilosas de los fotógrafos, poetas y narradores han encontrado una rica fuente de temas y motivos literarios, o bien modelos y métodos de trabajo, posibles soluciones a sus propias búsquedas formales y expresivas. Entre los escritores que han hecho de los pintores y la pintura, de la fotografía y los fotógrafos el objeto central de sus relatos podemos nombrar a E.T.A. Hoffmann, Balzac, Hawthorne, Henry James, J. K. Huysmans, Chejov, Maupassant, Tanizaki, Bioy Casares, Sabato, Saramago, Vargas Llosa, Javier Vásconez, Paul Auster, Pérez Reverte, a varios de los cuales debemos la creación de verdaderos arquetipos del artista de ficción. No menos notables —aunque quizá menos numerosos— son aquellos autores que encontraron en los procedimientos propios de cada lenguaje artístico —en sus recursos narrativos, formales o compositivos— una inagotable cantera de inspiración: es paradigmática la relación de Alejo Carpentier con la música y la arquitectura, o la de Manuel Puig con el cine. Hemingway confesó que lo que sabía sobre el arte de narrar lo aprendió visitando asiduamente el Museo de Luxemburgo, mientras su paisano y coetáneo, el poeta Wallace Stevens, señalaba que: «en gran medida los problemas de los poetas son los problemas de los pintores, y los poetas deben acudir a menudo a la literatura de la pintura para una discusión de sus propios problemas»1. Del lado de acá, en 1937, el joven Onetti en una carta a su amigo, el crítico de arte argentino Julio E. Payró, le decía que casi todo lo que había aprendido «de la divina habilidad de combinar frases y palabras» lo había hecho leyendo críticas de pintura2. 1 Wallace Stevens, «Adagia», en De la simple existencia. Antología poética, edición bilingüe de Andrés Sánchez Robayna, Barcelona, Random House Mondadori, 2006, p. 245. 2 Juan Carlos Onetti, Cartas de un joven escritor. Correspondencia con Julio E. Payró, edición crítica, estudio preliminar y notas de Hugo J. Verani, Buenos Aires, Beatriz Viterbo Editora/Ediciones TrilceLom, 2009, p. 41.

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Un tercer grupo —en esta apresurada taxonomía—, lo conforma la brillantísima legión de escritores que desde Diderot hasta nuestros días han actuado como críticos o teóricos de las artes plásticas, algunos de ellos nombres eminentes de la literatura del XIX y XX: Baudelaire, Rilke, José Juan Tablada, Xavier Villaurrutia, Frank O’Hara, Octavio Paz, Emilio Adolfo Westphalen, Severo Sarduy, Juan García Ponce, John Berger, John Ashbery, Yves Bonnefoy, Mirko Lauer, o nuestro Ferreira Gullar. Más excepcionales son los escritores–artistas, linaje cuyo orígen moderno quizá podríamos situarlo en la Inglaterra de la segunda mitad del siglo XVIII, en la figura del alucinado William Blake, y que cruzando abruptamente el tiempo y la geografía cuenta en su ilustre nómina a Víctor Hugo, Henry Michaux, Enrique Lihn, Severo Sarduy o Ernesto Sabato. A esta privilegiada estirpe pertenece también Ferreira Gullar. Hacedor de hermosos collages de cuño constructivista, ideólogo y cultor de la poesía neoconcreta —tras su ruptura con las coordenadas y líderes del concretismo—, y más tarde practicante y defensor de una poesía existencial —de aquella que en el ámbito hispanohablante se conoce como «poesía de la experiencia»—, lúcido interlocutor de la vanguardia brasileña (su ensayo sobre Lygia Clark, recogido en este libro, es seminal), y después cuestionador sistemático de las prácticas artísticas contemporáneas, disidente del Partido Comunista, y en sus últimos años de vida incesante crítico de los equívocos derroteros por los que ha transitado la izquierda brasileña y latinoamericana, Ferreira Gullar no solo fue un hombre polémico y poliédrico, sino un artista gobernado por el principio de la contradicción y por el fuego contradictor; un auténtico Proteo del trópico capaz de mutar su forma y sus ideas en función de las coyunturas históricas y las alternativas culturales que debió vivir; un feliz ejemplo de aquello que Alain Badiou, hablando de Sartre, llamaba la «justa metamorfosis de las posiciones»3. Ante el acusado formalismo en el que amenazaban caer los poetas concretistas, Ferreira Gullar va a librar una guerra permanente a favor de la dimensión experiencial y social del arte y la literatura. Una lucha que en el ámbito de la poesía encuentra su mayor expresión en el Poema sucio,

3 Alain Badiou, «Jean–Paul Sartre (1905-1980)», en Pequeño panteón portátil, trad. Mariana Saúl, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2009, p. 27.

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(1975) —uno de los grandes textos líricos del siglo XX iberoamericano—, y su formulación teórica en el hermoso ensayo «Una luz en el suelo» (1978), declaración de principios poéticos donde refirmará la genealogía popular de su escritura y su apuesta por una poesía vital, más allá y más acá de los malabarismos formales. Esta convicción estética acompañará al autor hasta sus últimos días: «Lo importante no es hacer un poema —tampoco hacer un no–objeto— sino revelar cuánto del mundo se deposita en la palabra», señala en su «Diálogo sobre el no–objeto», mientras en «Vanguardia y subdesarrollo» —ambos escritos son parte de este libro— observa que «la comunicación es mayor cuanto más cerca de mi experiencia vital está la obra de arte». Pero así como suscribimos con entusiasmo su ars poetica, muchas veces sus opiniones sobre el arte contemporáneo resultan discutibles. No hay duda de que a este brillante intérprete de algunos momentos estelares de la vanguardia brasileña de los años cincuenta y sesenta, las expresiones contemporáneas parecen cogerlo a traspié, o simplemente desbordarlo; parapetado en sus viejas certezas ideoestéticas no siempre alcanza a reconocer la necesidad antropológica, la eficacia retórica y el valor simbólico del arte actual. Aquí y más tarde nos quedaremos con el inmenso poeta existencial y sensual, con el artífice de hermosos artefactos tridimensionales donde la geometría y la poesía van de la mano, con el pensador que supo penetrar en la ontología del cuadro, de la pintura, del objeto y del no-objeto, en los sentidos profundos de las formas plásticas y verbales; con ese hombre para quien «cuerpo–facto / cuerpo–tacto / y cuerpo–acto» (Poema sucio) constituían una misma matriz fecunda y gozosa de la vida y la creación. Con La expresividad de la forma, la colección Nomadismos / Bienal de Cuenca ofrece al público la que posiblemente sea la primera recopilación en español de los ensayos de Ferreira Gullar después de su muerte, acaecida en diciembre de 2016. Un mérito que debemos atribuir al ojo avizor de nuestras traductoras y coeditoras Teresa Arijón y Bárbara Belloc, quienes conocieron de cerca a esta gran figura de la cultura brasileña contemporánea. CRISTÓBAL ZAPATA Director Ejecutivo Fundación Municipal Bienal de Cuenca

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Ferreira Gullar en su estudio, 1 de septiembre de 2004. Foto: Guillermo Giansanti

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EL POETA EN SU LABERINTO Todo poeta tiene por oficio provocar momentáneamente la desaparición de las palabras. FERREIRA GULLAR

En su breve ensayo «¿Qué hacer?» (2014), la escritora argentina Bárbara Belloc traza los trayectos y las tramas del flamígero brasileño Ferreira Gullar con precisión y justeza: «Poeta de la palabra y del espacio en blanco, dentro y fuera de la página. Artista plástico. Cocreador del neoconcretismo. Dramaturgo. Demiurgo del concepto de ‹no–objeto›. Escritor de literatura de cordel, de prosa poética, de cuentos. Guionista de televisión, locutor radial; cronista. Ilustrador. Autor de un manifiesto, una teoría y otros textos masmedulares de las artes visuales contemporáneas. Polemista e intelectual afiliado al comunismo. Editor periodístico. Funcionario público —como director de la Fundación Cultural, en 1961, en la recientemente inaugurada ciudad de Brasilia, y como director de la Fundación Nacional de Artes (FUNARTE) entre 1992 y 1995—. Militante de base en los Centros Populares de Cultura. Fundador e integrante del célebre grupo de teatro de resistencia Opinião. Perseguido en 1964 por el poder golpista; empujado a la clandestinidad. Preso político en 1968. Exiliado político entre 1971 y 1977. Autor del Poema sucio —escrito durante su exilio en Buenos Aires— que llegó a Brasil, grabado con su voz, en un casete que Vinicius de Moraes importó desde la capital porteña e hizo escuchar a varios grupos de cariocas, en reuniones privadas, hasta lograr su publicación. Ensayista. Profesor de portugués. Crítico de arte. Traductor literario. Crítico cultural. Autor de poesía para niños. Maestro en el arte del collage. Falsificador apasionado (empezó copiando Los fusilamientos de Goya, pero, como no quedó satisfecho con el resultado, continuó con obras de Léger, Braque, Mondrian, Malévich y Calder) pour épater. Inventor de formatos y soportes: ‹poema–libro›, ‹poema enterrado›. Filósofo autodidacta. Amigo y colaborador de varios de los artistas más inventivos y audaces del último siglo: entre otros, Lygia Clark, Lygia Pape, Oscar Niemeyer, Hélio Oiticica, Amilcar de Castro...». 11


Gullar el drástico, el exégeta, el caleidoscópico. El creador voluntariamente sísmico que pasó de incrustar —como una cuña, un dardo, una espina— su poema sucio dentro de la noche veloz a suscitar ardidas polémicas en torno a la supuesta «inexistencia» de una literatura negra en Brasil (eso afirmaba, aunque no de manera tan tajante y descontextualizada, en su columna de la Folha de São Paulo el 4 de diciembre de 2011), o sus reiteradas, muchas veces extemporáneas críticas a la deriva neopopulista del PT de Lula da Silva y Dilma Rousseff; críticas que parecerían ir a contrapelo, a primera vista, de los ideales revolucionarios y las ideas y prédicas ultrainnovadoras presentes en sus escritos teóricos y su poesía. En 1989 Gullar debatía por enésima vez el concepto de «cultura brasileña» y —siempre contra la corriente imperante— postulaba que es «una cultura que no nace de la mitología ni de los dioses y que, si más tarde los adopta, lo hace más en función de la práctica que de la mística, de la fiesta que del rito. Todo en ella es adquirido, adoptado, producido en el proceso de la vida, sin mucho misterio y casi sin preconceptos. No reconocemos como nuestro el pasado histórico y cultural de los pueblos que nos constituyeron: ni el del indio, ni el del negro, ni el del portugués. [...] No obstante, alimentamos un aristocrático y descomprometido orgullo de ser ‹el producto de tres razas›: algo nuevo. Nuestro prejuicio es el de la modernidad». Y al mismo tiempo sostenía que «si bien es cierto que el concepto de cultura brasileña es una categoría ideológica, no es menos cierto que, en las circunstancias presentes, es un instrumento contra la dependencia cultural y económica». Y, con la claridad que lo caracteriza, señalaba —en el origen de la cultura brasileña, y por tanto de todas las culturas latinoamericanas que han fermentado a partir de una colonización, de una dominación— una contradicción evidente e inevitable: «cuando el país se moderniza, se adapta a las formas europeas, que a su vez no corresponden a su condición real; se aliena para afirmarse y existir; se acentúa la división entre el país real y la superestructura que lo dirige y expresa; los centros urbanos crecen, se modernizan, mientras el resto se arrastra en el atraso. Una situación que no podría decirse que ha cambiado —al menos no en la escala necesaria, imprescindible— en nuestros países americanos». Nacido como José Ribamar Ferreira en 1930, en el estado nordestino de São Luiz do Maranhão, y con residencia constante en la vertiginosa Río de Janeiro, Gullar es un finísimo y extraterritorial artista y un crítico rigu-

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roso cuyos ensayos —de los cuales presentamos una breve pero sustancial muestra en este libro, que incluye hitos como «Teoría sobre el no–objeto», «¿El arte evoluciona?» y «Vanguardia y subdesarrollo»— siempre han generado, por partes iguales, adhesión y rechazo. Lo cual prueba, más allá de su calidad indiscutible y efable, su vigor y su actualidad. En un texto de los años ochenta, Ferreira Gullar define a ese controvertido «poeta moderno» que él mismo encarna, y con quien más de una vez se bate a duelo: «Sin mitología y sin teología, no habita el Parnaso ni se siente tocado por la gracia: camina por las calles asfaltadas de la ciudad e intenta transformar en canto la materia vulgar de lo cotidiano». Y de inmediato contrarresta la ingenuidad de ciertas vertientes de pensamiento lábil, e incluso insinúa una mirada anticipadamente ecologista: «El mundo no es más material hoy de lo que era antiguamente, pero su materialidad se nos hace mucho más presente en la experiencia, porque nuestra cultura se funda en la investigación positiva de la naturaleza, en el descubrimiento de las leyes que la rigen, y en el desarrollo de una tecnología que la transforma e incluso la violenta en una escala nunca antes vista. En otras palabras: si para Horacio la realidad se descifraba en términos mitológicos, para el poeta de hoy se descifra en términos científicos; y aunque ese desciframiento no determine la respuesta que el poeta dará sobre la existencia humana, sin embargo, no puede ignorarlo». Contra–minotauro que al fin reniega de la antropofagia oswaldiana y desprecia los facilismos de toda laya, Ferreira Gullar construye teoría pura y exclusivamente después de la obra, y cuestiona al feudo de los concretos —encarnado en los hermanos De Campos y Décio Pignatari— por haber hecho exactamente —y a su juicio infructuosamente— desde el punto de vista artístico, lo contrario. Gullar parte, siempre y en toda circunstancia, de su propia experiencia creadora. Y precisamente por eso desafía de modo constante y genuino las matrices y las marcas del tardocapitalismo: ese que masacra a millones y ata a los menos desafortunados con cadenas invisibles y engañosamente «autoimpuestas», y que con tanta sutileza ha identificado el filósofo surcoreano Byung–Chul Han. TERESA ARIJÓN Buenos Aires, octubre 2016

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EXPERIENCIA NEOCONCRETA

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CARTA A AUGUSTO DE CAMPOS

Río de Janeiro, 22 de abril de 1955 Augusto de Campos: Dos veces, una antes de tu carta del 1ro. de abril y otra después, Mário Pedrosa, Bastos1 y yo, reunidos en la casa del primero, leímos, analizamos y discutimos la Noigandres 22 y tus artículos sobre poesía, poema y estructura. Por cierto, antes de esas discusiones, cada uno de 1 Se trata del poeta y crítico brasileño Oliveira Bastos (1933–2006), quien junto a Gullar y al poeta y periodista Reynaldo Jardim (1926–2011) suscribieron el artículo «Poesía concreta: experiencia intuitiva», que es parte de esta publicación (p. 20). En cuando a Mário Pedrosa (1900–1981) fue uno de los pensadores latinoamericanos más importantes del siglo XX, interlocutor clave en la formación de la cultura moderna de Brasil, contribuyendo tanto a la consolidación de instituciones como la Bienal de São Paulo, de la que fue director y consultor en distintas etapas. Los encuentros con artistas en su apartamento de Río de Janeiro resultaron fundamentales para la explosión de ideas que transformaron la escena artística brasileña a mediados del siglo pasado. Como crítico de arte, Pedrosa ha sido reconocido como el impulsor del arte concreto y neoconcreto. 2 Se refiere al segundo número de la revista publicada por el grupo Noigandres conformado en São Paulo, en 1952, e integrado, entre otros, por Haroldo de Campos, Décio Pignatari y Augusto de Campos. Según confesión del propio Haroldo, el nombre del grupo y de la revista lo tomaron de un misterioso verso del trovador provenzal Arnaut Daniel, quien escribió entre 1180 y 1210. La estrofa en mención dice: «Er vei vermeills, vertz, blaus, blancs, gruocs / vergiers, plais, plans, tertres e vaus / e·il votz dels auzels son’ e tint / ab douz acort maitin e tard:/ so·m met en cor q’ieu colore mon cha / d’un’aital flor don lo fruitz si’amoro / e jois lo grans e l’olors d’enuo grandes», que Martín de Riquer traduce así: «Ahora veo bermejos, verdes, azules, blancos y amarillos vergeles, sotos, llanuras, colinas y valles, y la voz de los pájaros suena y tintinea con dulce acuerdo mañana y tarde. Esto me induce a colorear mi canto con tal flor cuyo fruto sea amor, cuyo grano sea gozo y cuyo olor sea salvaguarda de tristeza» (Arnaut Daniel, Poesías, edición de Martín de Riquer, Acantilado, Barcelona, 2004, pp. 126–127). Sin embargo, según las pesquisas de Antonio Risério la fuente de provisión hay que buscarla en Ezra Pound, quien «atraído por la creación poética de los trovadores occitanos, se topó con una vieja dificultad de los lexicógrafos, y recurrió al provenzalista alemán Emil Lévi, dejándonos, en sus Cantos, un relato de ese encuentro: ‹Noigandres, eh, noi­gandres, / Now what the DEFFIL can that mean!›, exclama Lévi…» («Canto XX»). «Cerca de un cuarto de siglo más tarde —continúa Risério—, en Brasil, los hermanos Campos y Décio Pignatari, en busca de insumos para el viaje sígnico que iniciaban, fijaron su atención en la aventura crítico–poética de Pound. Acudieron al ‹Canto XX› y allí encontraron el nombre para el grupo que acababan de formar […]. La referencia es reveladora en sí misma, pues en la clasificación poundiana de los escritores, Arnaut es considerado el «inventor» típico, ejemplo del artista capaz de generar nuevas matrices estéticas». (Antonio Risério, Cores vivas, Fundação Casa de Jorge Amado, Salvador da Bahia, 1989, p. 132).

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nosotros había leído los poemas por separado. La información que me enviaste por carta, así como los artículos, nos fueron muy útiles para comprender tus experiencias. Las observaciones que haré a continuación son un resumen de nuestras conclusiones, después de varias horas de análisis y debate. En principio, tienen una deficiencia: ni Bastos ni yo conocemos los Cantos de Pound. Mário conoce el Finnegans Wake, que escuchó en una grabación en la voz del propio Joyce. Yo no leo inglés (mal) y de Joyce conozco, de lo que aquí nos importa, el Ulysses, que estoy terminando de leer en traducción al francés de la NRF; a pesar de eso, me parece perfecto considerar a Joyce un poeta. Webern también es un desconocido para todos nosotros. Es imposible de conseguir en las disquerías. Las observaciones que tengo para hacer sobre tus poemas son las siguientes: Los poemas no parecen contener nada más allá de los elementos formales. Por supuesto que el contenido de toda forma se refiere a ella y se resume en ella; lo que intento decir es que, en las experiencias que hiciste, cualquier cosa que hayas querido decir se diseminó por completo en la composición fragmentaria del poema. Digo fragmentaria porque, a pesar de una evidente intención estructuradora, organizadora de los elementos gráficos, esos elementos parece que solo se dejaran subyugar «vaciados». La composición se hace con las palabras, con las letras, pero no hay un «sentido» que presida esa organización. Al llegar al «final» del poema, no queda nada; yo entendí y percibí las diversas intenciones, combinaciones, interferencias, la ambivalencia de los elementos verbales y gráficos; pero no parecen reunirse en una totalidad, lo único que los reúne es la página, su posición espacial. La interrelación en el campo visual. Falta, como observó Pedrosa, con quien concuerdo, el elemento existencial que encontramos en Joyce o en Mallarmé (Un coup de dés), lo que nos lleva a creer que la revolución de la estructura es la consecuencia de una evolución del «contenido»: que no será ciertamente una idea definida (y tal vez ni siquiera será una idea), pero es una voluntad de forma y, por lo tanto, un llamado a las experiencias existenciales, al hombre–carne–hueso–muerte–etc. Ahora bien, la voluntad de forma no es un elemento simple, y cuando se realiza siempre presenta esa unidad total de «materia» y estructura que encontramos en Un coup de dés en torno a esas «vigas maestras» del poema (y en torno a cada palabra), una especie de centelleo del silencio que está, como en el espacio en Klee,

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en Max Bill, en Hartung, preñado de significación, rico, vivo, dinámico; una dinamización que es al mismo tiempo objetiva y subjetiva; que al fin consigue el ideal de todo arte: ser una expresión que no deja resto. Por ejemplo, utilizas el color rojo para indicar las líneas de estructura del poema, como me explicaste. Pero, me parece, esas líneas no consiguen «ser por sí mismas», por su misma vitalidad, las vigas maestras del poema. Es como si las eligieras arbitrariamente, porque en verdad la interferencia de los otros temas fragmenta de tal manera esa viga, y esos otros temas se fragmentan tanto a sí mismos que, al llegar al final de la lectura nosotros, los lectores, concluimos la desintegración que preparaste; eso es porque la lectura no logra «organizar», realizar la unidad del poema; termina siendo un paseo sobre destrozos. Tal vez si usaras menos temas en cada poema, y así le simplificaras la estructura, posibilitarías un desarrollo mayor del tema principal, dándole tiempo para «existir» y para sostener, como viga maestra, la totalidad del poema. Es posible que pretendas organizarlo (y eso es lo que creo ver en tus poemas) de una forma puramente dinámica, de manera tal que todas las partes participen con igual peso de la estructura del poema, como en una pintura de Mondrian. Pero esto no me parece realizable en poesía. No me lo parece porque la poesía no se realiza en el espacio, sino en el tiempo. Mondrian puede levantar una estructura en la que exista esa simultaneidad de funciones de los elementos porque es posible percibir también, de una sola vez, esa estructura: la aprehensión puede hacerse en un solo acto perceptivo; se realiza. Pero en el poema no. Mientras intento prestar atención al nuevo tema que intercepta lo que leo, y en seguida a otro, y a otro, y al primero que regresa, se produce una especie de pulverización de todos los temas, y me pierdo. Por otra parte, el poema en la página da la ilusión de esa simultaneidad. Y es posible que esa simultaneidad sí se realice para ti, que, siendo su fuente, no necesitas descifrar el sentido de cada frase; es posible que el poema dispense, al reflejarse en el campo subjetivo del que surgió, los nexos que nosotros, como lectores, necesitamos, ya que no podemos entenderlo ni sumar los elementos en una totalidad dinámica, viva, simbólica. Por otra parte, la metáfora no es más que un mecanismo armado para dispararse, una especie de movimiento retroactivo que envuelve, instantáneamente, la frase, el verso, el tiempo empleado en su «fabricación». La metáfora es una realización de la simultaneidad por la recuperación y eliminación

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de lo «pensado». Según tu artículo sobre el lenguaje de Pound, con la cita de Fenollosa, otro procedimiento viable en poesía sería la yuxtaposición de «cosas», de ideogramas, que crean entre sí una ligazón profunda. Esa ligazón se consigue gracias al hecho de que cada una de esas «cosas» es significativa por sí misma y de ese modo suscita un tipo de conexión que no se da en el plano perceptivo sino en el subjetivo, como en el pensamiento mágico–simbólico de los lenguajes de la «forma» de los que habla Cassirer. Es en ese campo donde, a mi entender, el lenguaje poético se equipara, como dinamicidad y síntesis, con el lenguaje pictórico y el lenguaje musical modernos. Es evidente que la poesía, para llegar a eso, recurre a elementos arquetípicos, a cristalizaciones del lenguaje coloquial, a símbolos verbales arcaicos, y así jamás se libera de la sinestesia, de la subjetividad y de muchos otros elementos de la «vieja poesía», cosa que Max Bill consigue en relación a la escultura y Vordemberge–Gildewart en relación a la pintura del pasado. La causa, como sabrás, es que las artes plásticas trabajan con elementos que son «valor», independientemente de su nombre, de sus significaciones prestadas y de cualquier referencia: un color es una sensación, un ser que vive por sí mismo, así como el espacio, el trazo, la forma. La palabra no; la palabra es un complejo de sonido, sentido, forma, y el sentido es su elemento principal; el sentido que es la referencia al mundo subjetivo y al mundo exterior. Desligarla de cualquiera de esos mundos es matarla; es transformarla en una «forma», en un ser óptico, y arrojarla al plano de la pintura. El movimiento contrario la abandonaría a la música. La poesía depende de que se mantenga, a toda costa, la unidad de esos tres elementos, aunque cualquiera de ellos predomine sobre los otros en ciertos momentos. Además, el juego de la sucesividad del predominio de cada uno de esos elementos es un campo riquísimo de expresión verbal. Creo que el problema de la sintaxis, que es el elemento principal del lenguaje discursivo, constituye el punto fundamental y crucial de la nueva poesía. Y me parece que ha sido expresado en esa tentativa de dinamización estructural que impusiste a tus poemas. No creo que haya sido otra —sino sobrepasar ese desarrollo unidireccional que la sintaxis impone al lenguaje— la intención de Mallarmé en Un coup de dés (preocupación que ya se venía anunciando en sus poemas anteriores). Pero Mallarmé no elimina la sintaxis: busca quebrar su tiranía unidireccional insertando, en los intervalos de la frase, nuevas «frases», y otras más en los intervalos

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de estas: en una subdivisión infinita que recuerda el poema de Zenón y recuerda a Kafka y al espacio cubista de Juan Gris. Mallarmé comprende que eliminar el «tiempo» en el lenguaje es provocar el caos, y acepta esta fatalidad y la explota. Tú pareces haber intentado lo contrario, y por eso tuviste que usar temas cortos —Lygia— y, por eso mismo, varios, ciertamente con la intuición de sustituir el desarrollo lineal del poema por un movimiento «circular». No como en Un coup de dés, donde el tiempo se recupera por retorno al punto de partida; no, tú has querido no salir de punto de partida y, como eso sería quedarse en Lygia, otorgaste a ese «punto de partida» el radio del campo visual —la página—, y dentro de ese «ahora» realizaste el poema. Pero ese «ahora», abarcando más que una palabra, que una frase, implicaba todavía espaciotiempo que era necesario llenar y destruir como duración. Aquí rozas el problema plástico de Mondrian, y fue también con horizontales y verticales, con intersecciones que las neutralizan (como en Victory Boogie–Woogie3) que intentaste resolverlo. Y así volvemos a las observaciones que hice antes: Mondrian obtiene una pura pulsación cromático–espacial que se realiza en sí misma porque los colores se bastan como elementos expresivos. ¿Pero y las palabras? Tú les quitas a las palabras su carácter de palabras y no les das otro. Con el ansia de vencer las limitaciones del lenguaje como lenguaje, te rendiste a lo gráfico: las palabras se transformaron en grafía pura. La significación se diseminó y se volatilizó, se perdió. Y eres tú quien lo afirma cuando llegas al extremo de reducir Lygia a una simple «L», que solo pertenece al vocablo Lygia como elemento gráfico.

3 Victory Boogie–Woogie (1942-1944) es el último e inacabado cuadro de Piet Mondrian, inconcluso a causa de su fallecimiento; desde 1998 la obra forma parte de la colección del Museo Municipal de La Haya. Según John Golding, en este cuadro, como en el anterior, Broadway Boogie–Woogie (19421943), el artista «había descubierto todo un nuevo mundo de posibilidades en la pintura, destruyendo el concepto de la línea como elemento independiente del color». (John Golding, Caminos a lo absoluto. Mondrian, Malévich, Kandinsky, Pollock, Newman, Rothko y Still, trad. Jorge Fondebrider, Madrid, Fondo de Cultura Econónica, 2003, p.47).

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POESÍA CONCRETA: EXPERIENCIA INTUITIVA

La poesía concreta, tal como la entendemos y defendemos, no es un medio de expresión superior ni más eficiente que las formas poéticas que la precedieron; tal vez incluso sea, en esta etapa de formación, menos rica y satisfactoria que el verso medido y el verso libre en sus mejores momentos. Estas estrategias verbales dan testimonio de los intereses de un tiempo cultural que ya no es el nuestro. La poesía concreta no es la invención caprichosa de A o B, sino una necesidad que escapa a la órbita individual: es el resultado de una evolución, verificable, del lenguaje del poeta. Su objetivo es sustituir, sin prejuicio, las formas poéticas agotadas. MÁXIMO DE EXPRESIÓN. MÍNIMO DE PALABRAS La poesía concreta no tiene como objetivo la comunicación «más rápida», sino en la medida en que esa rapidez está implícita en la economía natural del poema: el máximo de expresión controlado por el mínimo de palabras. EL POEMA ATACA AL SUJETO La poesía concreta no es un medio «más eficaz» de atacar al objeto, porque el «objeto» no preexiste al poema sino que nace con él; el objeto es el poema: el poema ataca al sujeto (el espectador). El lenguaje no tiene ninguna acción directa sobre el mundo de los objetos a no ser «en el sujeto», es decir, en la proporción en que el mundo de los objetos, vueltos significación, cultura, ya es el sujeto. MODO DE REALIDAD El fundamento de la poesía concreta es precisamente esa nueva percepción del lenguaje, ya no solo como simple referencia al mundo de los

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objetos sino como un modo de realidad de ese mundo: el poeta concreto intenta una nueva organización de la materia verbal, fundada en valores que se oponen al uso de la sintaxis unidireccional. EL POEMA COMIENZA CUANDO LA LECTURA TERMINA El poeta concreto crea «formas significativas», objetos verbales: «concreta» la expresión y le da una realidad espacial: en la poesía concreta la lectura no permite la «abstractización» («nadificación», diría Sartre) del texto; es función de la lectura fundar ese texto: el poema comienza cuando la lectura termina. POESÍA Y PUBLICIDAD Así, en el poema concreto, el lector es llevado al encuentro de un objeto durable; y esto hace que el poema se oponga al anuncio y los procedimientos publicitarios en general, donde el lenguaje pretende solo precipitar una reacción del lector, y no crear un objeto para él. OBJETIVIDAD CREATIVA El poeta concreto no confundirá la objetividad creativa —el control indispensable en la creación de un poema cuya lectura es la aprehensión, por el lector, del funcionamiento de su gestalt— con la objetividad científica que presupone un observador ajeno a los factores circunstanciales. POESÍA Y SUBJETIVIDAD El poeta concreto no repele —mejor dicho, no pretende repeler— la subjetividad, sin la cual no es posible ninguna creación. Distingue entre el subjetivismo, que embebe a toda una retórica poética cloroformizada, y la subjetividad misma; distingue entre verbalismo y conocimiento fenomenológico. El poema concreto es un medio de controlar totalmente una experiencia.

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PRIMACÍA DE LA PALABRA El poeta concreto reconoce la responsabilidad de la poesía frente al lenguaje como fenómeno social. Su actitud no es idéntica a la que determinó las recientes investigaciones lógicas destinadas a formalizar la comunicación verbal: ante la amenaza de parálisis del lenguaje y la comunicación tautológica, el poeta concreto experimenta, vivifica y dinamiza la palabra. Como tarea social de largo alcance, postula la necesidad de primacía de la palabra. EQUÍVOCO CIENTIFICISTA El lenguaje es la actualidad de la cultura (Hegel). La poesía es la actualidad del lenguaje (poeta concreto). Solo un equívoco cientificista llevaría a suponer que la actualización del lenguaje está en su formalización. La supuesta sumisión de la poesía a estructuras matemáticas lleva el sello de este equívoco. PALABRA Y LENGUAJE El poeta concreto sabe que existe una antinomia inmanente en las relaciones de la palabra con el lenguaje: a medida que el lenguaje se torna más general, la palabra va siendo sustituida por otras formas más eficaces de notación, como ocurre en la Lógica Simbólica y en la Física–Matemática. La poesía concreta no aspira a ser un lenguaje, sino un modo de actuación sobre el lenguaje verbal en beneficio de la eficacia de la palabra. POEMA CONCRETO El poema concreto quiere ser el nuevo hábitat vital de la palabra. TOTALIDAD TRASCENDENTE El poema concreto debe valer como experiencia cotidiana —afectiva, intuitiva— para no tornarse mera ilustración, en el campo del lenguaje, de leyes científicas catalogadas. No debemos perder de vista que la com-

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binación de los elementos sensoriales de la palabra —sonido, grafía— dependerá siempre de lo que de ahí resulte como expresión «verbal», y todavía más, dependerá de que todas las relaciones establecidas tengan en vista una totalidad trascendente: el poema concreto debe hacerse con vistas a que se torne una realidad viva y su fruición, un acto pleno. O no valdría la pena escribirlo. FERREIRA GULLAR – OLIVEIRA BASTOS – REYNALDO JARDIM Río de Janeiro, 17 de junio de 1957

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LYGIA CLARK: UNA EXPERIENCIA RADICAL

Los cuadros de Lygia Clark no tienen ninguna clase de marco, no están separados del espacio, no son objetos cerrados dentro del espacio; están abiertos al espacio que penetra en ellos y en ellos se da, incesante y reciente: tiempo. Esta pintura no «imita» el espacio exterior. Al contrario, el espacio participa en ella, la penetra vivamente, realmente. Es una pintura que no ocurre en un espacio metafórico sino en el espacio «real» mismo, como un acontecimiento de ese espacio. No es lo mismo que una escultura de Max Bill o de Weissmann4 —que son hechos del espacio— porque el arte de Lygia Clark, por más alejado que esté del concepto tradicional de pintura —del cual difiere en el objetivo y en los medios—, encontró como elemento primero y fundamental de su expresión la superficie geométricamente bidimensional. Afirmar esa superficie y al mismo tiempo superar su bidimensionalidad: he allí los dos polos entre los cuales se desarrolla su experiencia. Pintar para Lygia Clark ya no es resolver un área dada dividiéndola en planos y pintando esos planos; tampoco es inscribir una idea pictórica en un espacio preexistente limitado o «ilimitado». Para esta artista ya no existe ninguna separación entre espacio y obra, entre el espacio material —la tela— y el espacio virtual futuro —la obra—. Porque el «cuadro» (la tela) no preexiste al acto de pintar, porque Lygia Clark construye simultáneamente el cuadro como objeto y como expresión, ella trabaja directamente sobre el espacio real y lo transforma sur le champ en pintura. De allí que sus cuadros sean esos objetos vivos, ambiguos, accionados por el movimiento constante de una metamorfosis espacial que, ni bien se hace, ya se rehace: absorbe, transforma y devuelve el espacio, incesantemente. 4 Franz Josef Weissmann (1911–2005). Escultor brasileño nacido en Austria, emigró al Brasil a los once años. Es una de las principales referencias en la escultura de ese país. A partir de la década del cincuenta gradualmente elabora un trabajo de cuño constructivista, valorizando las formas geométricas, sometiéndolas a recortes y plegados, utilizando chapas de hierro, hilos de acero, o listones de aluminio. En 1957, en Rio de Janeiro, participó en la Exposición Nacional de Arte Concreto; dos años despúes fue uno de los fundadores del Grupo Neoconcreto.

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Dijimos que la superficie es el elemento primero y fundamental de la expresión de Lygia Clark. Entiéndase por esto que, en su pintura, la superficie no es utilizada como soporte para alusiones o representaciones: LC se detiene en la superficie como tal, para expresarla en sí misma, por sí misma, en su pureza de realidad inmediatamente percibida. Es por eso que nuestra aprehensión de esta pintura se realiza en una tensa franja de expresión visual en la que la experiencia sensorial pura, a falta de formas identificables que la descifren, es obligada a volver a su fuente... y a recomenzar. Es una valiente tentativa de alcanzar, en la propia experiencia perceptiva, la trascendencia de esa experiencia. Aquí llegamos al punto en que el trabajo de LC se presenta como uno de los hechos más importantes de la pintura brasileña contemporánea. A través de un análisis intuitivo —y no obstante objetivo y profundo— del cuadro, Lygia Clark lo despojó de todo lo que no correspondía a la exigencia de su expresión para así identificar el núcleo del lenguaje pictórico con el núcleo material simple e irreductible del cuadro: la superficie. De ese modo reformula en nuevos términos el problema de la pintura, ética y estéticamente: en vez de aceptar el cuadro como campo legítimo para el nacimiento de la obra, prefiere limpiarlo de las capas «culturales» y mostrar el tamiz donde expresión y medio parecen nacer de una misma fuente. De la integración del cuadro en el espacio arquitectónico pasa a la integración del cuadro en el espacio mismo, en pie de igualdad con la arquitectura. Desde que la pintura perdió su carácter imitativo–narrativo para ser «esencialmente una superficie plana cubierta de colores organizados de cierto modo» (Maurice Denis), el cuadro, con todos los elementos materiales que lo componen —tela, madera, marco, óleo y pincel— se transformó para el pintor en la única puerta por donde podía introducir su actividad en el universo significativo del arte. Pero ese cuadro no existe sin marco y el artista, al pintarlo, cuenta desde ya con la función amortiguadora de esos listones de madera que introducirán su obra en el mundo: porque el marco no es ni la obra (del artista) ni el mundo (donde esa obra quiere ingresar). El marco es precisamente el término medio, una zona neutra que nace con la obra, donde todo conflicto entre el espacio virtual y el espacio real, entre el trabajo «gratuito» y el mundo práctico–burgués se borra. El cuadro —esa superficie plana cubierta de colores organizados de cierto modo y protegida por un marco— es por

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lo tanto, en su aparente simplicidad, una suma de compromisos de los que el artista no puede escapar y que condicionan su actividad creadora. Cuando en 1954 Lygia Clark intenta «incluir» el marco en el cuadro, empieza a invertir ese orden de valores y compromisos e implícitamente reclama una nueva situación para el artista en el mundo. Todos los compromisos que el cuadro simboliza e implica están allí presentes en términos de forma y espacio, y si bien no es posible establecer una frontera entre lo simbólico y lo material, no obstante por eso mismo puede afirmarse que toda la experiencia formal–espacial realizada dentro del cuadro se resiente por esa relación artista–mundo que es inherente al acto de pintar un cuadro. Deshacer esa relación, romper esos compromisos es abrir un campo nuevo a las posibilidades de la forma y del espacio en la pintura. Al delimitar ese rectángulo de tela al que por convención se decidió llamar «cuadro», el marco separa una porción de espacio dentro del espacio. La separa y la califica, otorgándole la significación especial de espacio pictórico, de modo tal que, incluso en una obra frustrada, siempre subsiste una relación entre ese espacio y la pintura: será un cuadro malo, pero es un cuadro. Cuando rompo el marco destruyo ese espacio estanco, restableciendo la continuidad entre el espacio general del mundo y mi fragmento de superficie. El espacio pictórico se evapora, la superficie de lo que era «cuadro» cae al nivel de las cosas comunes y ahora da lo mismo esa superficie que la de cualquier puerta o cualquier pared. En verdad, libero el espacio preso en el cuadro, libero mi visión y, como si frotara la lámpara de Aladino, veo cómo el espacio llena la habitación, se desliza por las superficies más contradictorias, escapa por la ventana más allá de los edificios y las montañas y ocupa el mundo. Es el redescubrimiento del espacio. Tal vez Lygia Clark ignoraba, cuando intentó incluir el marco en el cuadro en 1954, que eso la llevaría a la destrucción del espacio pictórico y, después, al redescubrimiento de un espacio que ya no se mantiene separado del mundo sino que, por el contrario, linda directamente con él, lo penetra y se deja penetrar por él. A los fines del análisis se puede dividir la evolución de la pintura de LC en dos períodos distintos, que se caracterizan por el tipo de relación que mantiene con el espacio pictórico tradicional y con el espacio externo o general. Al principio la pintora todavía se apoya en la convención del cuadro (espacio pictórico) para intentar su destrucción.

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En verdad, esa convención estaba hasta tal punto arraigada en la artista que le permitió jugar con los elementos materiales del cuadro —tela y marco— como si el cuadro fuera una entidad significativa cuya «esencia», indisolublemente ligada a esos elementos materiales, existiera independientemente del orden actual de sus relaciones. La sucesión de relaciones nuevas que Lygia Clark va estableciendo entre tela y marco, color y espacio, es como el desciframiento tentativo de un enigma, la búsqueda del soporte esencial del cuadro: el núcleo puro de la pintura. Y ese núcleo se va revelando poco a poco, a medida que los elementos pictóricos son eliminados: él es la superficie. Entonces comienza el segundo período. En el primero LC usa madera («marco»), tela («cuadro»), óleo y pincel, como cualquier pintor. En el primer cuadro donde se manifiesta la intención de romper la relación convencional marco–cuadro, el espacio pictórico todavía se mantiene intacto, distinguiéndose claramente del «marco», aun cuando este ha perdido casi todas sus características porque, siendo del mismo color que la tela, ya comienza a invadir y ser invadido por el «cuadro». Luego el espacio pictórico desaparece casi por completo, ya no hay una «composición» dentro de un área cerrada: la superficie se extiende desde la tela hasta el marco, que todavía se distinguen entre sí por una especie de convención cromática: el área de madera («marco») es negra (color límite, no color) mientras que el área de la tela («cuadro») es verde. Es como si, simbólicamente, la artista mantuviera en esa relación color–no color la relación cuadro–moldura. Ocurre que esa transferencia intuitiva es un nuevo paso hacia la desarticulación del cuadro porque, en su siguiente trabajo, el negro («marco») ingresa dentro del azul (que aquí simbólicamente equivale al verde, es decir al espacio de la tela: «cuadro») y así la relación se invierte totalmente: el espacio pictórico ahora está fuera del marco, liberado de él. Quedaba, no obstante, un obstáculo por superar: ese rectángulo negro dentro de la superficie que la atrae hacia sí, que se transforma en su centro de referencia, impide que la superficie límite de hecho con el espacio externo, porque toda su tensión está orientada hacia adentro, hacia su propio centro. Y solo cuando Lygia Clark elimina ese centro, restaurando la superficie, vaciándola íntegramente del espacio pictórico, reencuentra la continuidad entre el espacio donde se realiza su trabajo de pintora y el espacio donde se procesa el trabajo de quien, por ejemplo, pinta una

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pared. Y es hacia la pared, hacia la superficie de las puertas, hacia el espacio arquitectónico que la pintura de LC, ahora libre del cuadro, quiere transferirse. Ella misma lo dijo en la conferencia que pronunció en la Facultad de Arquitectura de Belo Horizonte en 1956: «Si el arte concreto prescinde del carácter expresivo que fue siempre característico de la obra individual, entonces cabe suponer que es esencialmente diferente de una obra de arte individual. De allí, a mi entender, la necesidad del trabajo de equipo, en el que el artista concreto podrá realizarse realmente creando, con el arquitecto, un ambiente expresivo por sí mismo»5. Resulta curioso observar que, una vez redescubierta la superficie, Lygia Clark vuelve a pintar sobre tela y su lenguaje abreva en la oposición vertical–horizontal de Mondrian, el primer pintor que exhumó la superficie de la polvareda semántica y la trajo de vuelta a la luz del día, y también, no por casualidad, el primer profeta de la integración del arte en la vida cotidiana. En verdad, al abandonar la representación (incluso deformada o estilizada) del mundo externo, el cuadro parece transformarse en un campo definido por los límites del interés individual del artista: el cuadro «pierde su sentido». ¿Qué propósito tendría para Mondrian pintar, sobre una tela comprada en la tienda de la esquina, formas y planos geométricos que no referían a nada salvo a sí mismos? El trabajo del pintor, reducido a la organización por la organización de la superficie, parecía desvinculado del mundo cultural y descendía así a un nivel puramente experimental y técnico. El cuadro emergía de debajo de las capas de significado que lo sepultaban y se presentaba limpio, libre, inabordable a los ojos del artista. Creo que ese aislamiento semántico es la cuestión central de la pintura en nuestra época. Al respecto, observamos en los pintores dos actitudes divergentes: una que intenta reintegrar el cuadro semánticamente, vinculándolo al vasto contexto de los signos, de la escritura arcaica, primitiva u oriental, cuyo primer representante es Paul Klee; para los pintores de esta corriente —en la cual se inscribe la nueva generación norteamericana— el cuadro nunca se vació totalmente del espacio que entró en crisis con el cubismo. La otra actitud, que deriva de Mondrian, proviene de la conciencia del aislamiento semántico del cuadro, de la conciencia del cuadro como espacio vacío de espa-

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Publicado en el Suplemento Dominical del Jornal do Brasil, el 21 de octubre de 1956.

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cio pictórico; los pintores que tienen esa conciencia consideran que es el cuadro mismo, como objeto material, el que reclama integración. En otras palabras, es su trabajo el que reclama sentido. Por eso es frecuente entre esos artistas la preocupación por integrar su actividad con la del arquitecto. En realidad, su verdadero problema es dar significado a un espacio nuevo: el espacio que el cuadro, la superficie, reveló al aislarse semántica y materialmente. Las investigaciones de Lygia Clark recuperan el rumbo cuando descubre la identidad entre la línea de juntura de la tela con el «marco» en sus cuadros y la línea que está entre la puerta que se cierra y el marco, entre dos tablas en el suelo, entre el armario empotrado y la pared, etc. Denominó «línea orgánica» a ese descubrimiento y empezó a construir maquetas de salas, cuartos, vestíbulos, usando esa línea como elemento orientador de la decoración. Vuelve a abandonar la tela (esta vez para siempre) y empieza a componer sus cuadros con pedazos cortados de madera —placas— que se conjugan formando una superficie surcada de líneas–de–encuentro sobre las cuales trabaja. Descubre que cuando esa línea coincide con el límite de dos formas de colores diferentes, los colores la absorben; sin embargo, si se encuentra entre dos formas del mismo color funciona visualmente como un elemento de la estructura del cuadro. Hasta entonces LC realiza sus cuadros como estudios para ser aplicados luego en arquitectura. Pero las investigaciones prosiguen y poco a poco la línea orgánica va perdiendo la función meramente imitativa y alusiva para transformarse en la determinante estructural del cuadro. Poco después, esas líneas, que cortan la superficie de un borde a otro dividiéndola en planos verticales y horizontales pero participando del cuadro en pie de igualdad con los otros elementos, devienen en vehículo de la estructura a la que se someten los planos de color. Aparece otra vez la conciencia de la superficie —la artista la denomina «superficie modulada»—, ahora como algo enteramente hecho por la pintora, que abandonó los pinceles y los óleos por el aerógrafo y la pintura líquida. El espacio nuevo empieza a manifestarse, a dejarse captar. La línea orgánica, límite entre los pedazos de superficie que componen la superficie entera, es espacio: es el espacio que parece irrigar, por esos cortes, el cuadro desierto. Lygia Clark toma conciencia de ese espacio al usar por primera vez la «línea exterior»: al hacer que la línea orgánica, que hasta entonces aparecía en las junturas

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dentro de la superficie, se manifestara independiente de esas junturas entre el cuadro y el espacio externo. A esta altura LC entra en contacto con las «constelaciones» de Albers —litografías sobre fondo blanco o negro—, en las que la línea actúa como elemento constructivo y al mismo tiempo transformador de la estructura. Lygia Clark identifica su «línea orgánica», línea–espacio, con esa línea viva que es pura energía óptica, y empieza a trabajar en el sentido del espacio ambivalente de Josef Albers. Pero Albers todavía construye con la línea una forma privilegiada sobre un fondo, en tanto que la línea–espacio de LC, partiendo de un borde para avanzar sobre otra superficie, estructura la superficie total. Lygia no compone dentro de una superficie, porque la superficie es el objetivo mismo de su pintura. Por eso, cuando junta su línea «real» con el espacio virtual albersiano es para darle un sentido diferente, no solo extendiendo la función ordenadora a toda la superficie sino también impregnándola de una vitalidad casi orgánica que no se encuentra en el lúcido grafismo de Albers. A esta altura, el color de sus cuadros ya se fue desvaneciendo, limitándose a variaciones de gris sobre blanco y negro. De pronto la superficie se presenta toda blanca (Superficie modulada no. 1), pura, y las líneas penetran profundamente en ella destacando su concreto núcleo temporal. Frente a esa área viva, la percepción alcanza un límite de ambigüedad y precisión: el espacio deviene vehículo del tiempo y el tiempo lo revela. La tendencia de Lygia Clark, sin embargo, era volver cada vez más precisa y menos obvia esa relación entre espacio y tiempo. Poco a poco el movimiento de los planos como expresión del tiempo va siendo absorbido e integrado en el movimiento interior, más profundo, de la invención. En la última etapa (superficies negras, líneas blancas), el tiempo que expresan sus obras ya no es el tiempo de un movimiento creado a posteriori como efecto de ciertas relaciones ópticas, sino que es el propio tiempo de la obra: actualidad plena que identifica el trabajo creador con la obra creada, que hace de la obra presencia integral, sin residuo, de un hecho que nunca termina de acontecer. El tiempo se espacializa, el espacio se temporaliza. Ya no hay en estas obras, desde su origen, ninguna distinción entre esos elementos básicos. Este cuadrado negro es el lugar de una duración precisa que es el tiempo en el que ese cuadrado se realiza.

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Y durante toda esa experiencia, de la que intentamos dar aquĂ­ una visiĂłn evolutiva, el talento inventivo, creador de Lygia Clark se revela en cada trabajo con la misma pasiĂłn y la misma fuerza. La capacidad de darse entera en cada obra, que caracteriza a esta artista, es ciertamente una de las causas principales de ese poderoso conjunto de cuadros. (1958)

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LIBRO–POEMA

Delante de la hoja de papel en blanco comprendí que, para alcanzar ese resultado —obligar al lector a leer el poema palabra por palabra—, lo único que se puede hacer es lograr que las palabras surjan una a una frente a sus ojos, y para eso hay que escribirlas en el reverso de la hoja, así:

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La prรณxima palabra aparece al dar vuelta la pรกgina, en el reverso de la siguiente hoja:

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De este modo, el poema se compone con el pasar de las páginas hasta formarse enteramente como una estructura espacial. En el caso de este primer libro–poema, las dos primeras páginas son consecutivas y tienen las palabras ovo / novo y después asa / asa (esta vez el corte de página era en diagonal para sugerir la inclinación del vuelo), y así sucesivamente. El segundo libro–poema ya es más rico en trama lexical y también en la tesitura de las páginas, y concluye con la siguiente estructura visual:

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Así nació un libro nuevo, en el que la forma de las páginas es parte del poema, de su estructura visual y semántica, y en el que el pasar de las páginas es condición necesaria para que el libro se constituya y se realice como expresión. Puesto que este poema solo podría estar en un libro con estas características —a diferencia de cualquier otro poema que puede estar en cualquier libro, e incluso en la página de un periódico—, aquí palabra y página constituyen una unidad indisoluble y por eso fue designado con el nombre de libro–poema. No se trata de un libro de poemas; en este caso el libro es el poema, el poema es el libro. Esta invención que, como expliqué, nació naturalmente de la necesidad de resolver un problema de lectura, tendría consecuencias muy importantes para el desdoblamiento futuro del arte neoconcreto. El tercer libro–poema presentaba una concepción muy diferente de los anteriores, porque no veía la estructura de un libro sino la de un objeto nuevo, manipulable. Su fuente original fue un poema de La lucha corporal que dice: Cerne claro, cosa abierta; en la paz de la tarde arde, blan– co, tu incendio En el poema no se dice, pero esa «cosa abierta» era una fruta —una manzana—, y yo en ese momento quería materializar esa sensación de la fruta que se abre, revelando su «cerne claro». Por eso este libro–poema se llama Fruta, y consiste en una hoja blanca cuadrada a la que se superponen otras cinco cortadas en diagonal; a medida que pasan las páginas el lector va abriendo la fruta, desvelando su médula hasta llegar a la palabra fruta, escrita en la última página. Los dibujos incluidos a continuación darán al lector una idea de este libro–poema. Este libro–poema inspiró el primer Bicho de Lygia Clark, cuyas formas son semejantes. Además de la semejanza de formas y de concepción —en los dos casos se trata de manipular el objeto para develarlo, del mismo modo que en el libro–poema—, el elemento básico es un cuadrado. Este es, como ya dije, un hecho frecuente en el movimiento neoconcreto, que incluso se caracterizaba por el intercambio de influen-

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cias entre sus miembros, especialmente aquellos que tenían mucha afinidad entre sí y compartían una visión de las cuestiones artísticas. Me cupo el papel de formular las ideas básicas de las experiencias que todos íbamos realizando, y esa formulación nos indujo a optar por un camino común. Mis teorías no habrían nacido si no hubieran existido los trabajos de mis compañeros de grupo. Por eso mismo, no me mueve otro propósito que el de ofrecer indicios a los estudiosos de esas experiencias. A cierta altura imaginé crear el libro–universo, del cual llegué a concebir algunas páginas. Se lo comenté a Reynaldo Jardim, que se entusiasmó con la idea. Un buen día me preguntó cómo iba el libro– universo y respondí que no había podido desarrollarlo. Unos meses después, cuando preparábamos la II Exposición Neoconcreta, me dijo sonriendo: «¡Hice un libro–universo!». Ese libro fue expuesto en esa segunda muestra, en 1961, en el antiguo Ministerio de Educación y Cultura (MEC) y era totalmente diferente del libro que yo había imaginado. Reynaldo, siempre muy creativo, inventó un libro reversible, de modo que al llegar al final de la primera parte, y por lo tanto al segundo dorso, se retomaba la lectura que llevaría de nuevo al lector al primer dorso, y todo comenzaría de nuevo. Otra variación del libro–universo fue El Livro da Criação (1960), hecho por Lygia Pape, que a su vez no tenía nada en común con el libro de Reynaldo ni con el mío. Era la concepción de una artista plástica que, sobre una página de gran formato y usando cartulina y papel japonés de colores creaba metáforas visuales de la autora, de la noche, etcétera. También en aquel período Reynaldo y Lygia inventaron el Ballet neoconcreto (1958), del que no participaron bailarines ni bailarinas. Consistía en dos placas de madera de forma rectangular, de aproximadamente 2 x 1,5 metros, según creo, de color blanco y rojo, que se movían sobre el escenario impulsadas por dos personas ocultas detrás de cada una. Este ballet se exhibió por única vez en el Teatro da Praça, hoy Teatro Gláucio Gill, en Copacabana.

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POEMAS ESPACIALES

En esta teoría amplío y profundizo algunos de los conceptos que esbocé en el «Manifiesto Neoconcreto» y que ocuparían un lugar importante en mis reflexiones a medida que observaba las obras de mis compañeros y realizaba las mías. En esta reflexión tuvo un papel decisivo la realización de mi primer poema espacial como consecuencia natural del libro–poema. Como el libro se transformó para mí en una estructura tridimensional cuya manipulación era condición sine qua non de su realización como obra de arte, nada más lógico que empezar a construir nuevos objetos (no–objetos) tridimensionales y manipulables: así fue que, después del libro–poema Fruta, creé el poema espacial Ara («piedra de altar»), que consistía en dos placas de madera pintadas de blanco, superpuestas y sujetas por un gozne: la placa de abajo era un cuadrado de 30 x 30 cm y la de arriba, triangular; al levantarse esta placa se leía, escrita en la placa inferior, la palabra ara. Devolviendo la placa a la posición anterior, la palabra vuelve a ocultarse, pero ahora el lector sabe que está ahí, bajo la placa, y su significado pasa a impregnar el no–objeto, que se convierte en una especie de metáforma del ara. Poco después hice el poema espacial Lembra («Recuerda»), que consiste en una placa blanca de 40 x 40 x 5 cm en cuyo centro hay un cubo azul, de 5 x 5 x 5 cm, bajo el cual se lee la palabra lembra. El poema siguiente se titula Pássaro («Pájaro») y tiene una forma muy distinta de los anteriores: es un cubo blanco de 40 cm de lado, con una de las caras hueca; dos placas angostas, también blancas, están insertas juntas en posición ligeramente inclinada en el lado hueco; cuando el lector tira de ellas descubre, al separarlas, que en una está escrita la palabra pássaro. Hice otro poema espacial, semejante al Lembra, con la diferencia de que, en lugar de un cubo azul sobre una placa blanca, hay una pirámide color tierra bajo la cual está la palabra era. El poema espacial Não («No») tiene un formato muy diferente de los otros: es una caja cuadrada de 30 cm de lado, de color negro. Cuando el lector abre la tapa de la caja se topa con una placa blanca engastada en la base en posición diagonal.

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Retira la placa, y debajo, escrita en letras negras sobre fondo rojo aparece la palabra não. Paralelamente a mi trabajo con los poemas espaciales, los otros miembros del grupo también desarrollaban sus experiencias, muchas veces dialogando con obras de otros. La novedad de este período fue la participación del espectador en la obra, que nació con el libro–poema y después desarrollé en los poemas espaciales mientras Lygia Clark hacía lo propio con sus Bichos. El concepto de participación del espectador en la obra se transformó, con el correr de los años, en el rasgo principal que distingue al arte neoconcreto de los otros movimientos de vanguardia. Como los libros–poema nunca fueron publicados y en 1961 me aparté del grupo para dar otro rumbo a mi trabajo poético, el verdadero origen de esto fue atribuido con toda naturalidad a otros artistas neoconcretos, sin que nadie se preguntara cómo surgió. De hecho, el origen de la participación del espectador en la obra no podría haber sido más natural ni más simple: nació del libro, que es, por definición, un objeto manipulable. Esto no quiere decir que la participación del espectador se haya mantenido tal como surgió, porque al ser transferida a los Bichos y después a otras obras de etapas posteriores de Lygia y Hélio adquirió otro significado. En los trabajos de Hélio Oiticica en esta etapa todavía no aparece esta participación, ya que el desdoblamiento que impuso a su pintura al abandonar el cuadro iba en dirección a los contrarrelieves de Tatlin: Hélio concibió estructuras hechas con placas de maderas superpuestas y suspendidas en el espacio. El camino de Lygia Clark hasta llegar a los Bichos (1960) fue difícil y rico en experiencias cuya intención era superar la bidimensionalidad de la tela sin volver a la ilusión de la perspectiva clásica. En un principio utiliza las estructuras ambivalentes de las Constelaciones estructurales de Josef Albers para construir sus superficies moduladas, utilizando lo que denominaba línea–espacio y que de hecho es el espacio vacío entre la tela y el marco, problema que ya había afrontado en las obras de 1954, según observé en mi ensayo «Lygia Clark: una experiencia radical» de 1958. Lygia alcanza el punto crítico de sus búsquedas cuando limpia al cuadro de toda y cualquier forma para enfrentar la tela en blanco en su obra Planos en superficie modulada (1957). Si bien es cierto que, en

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este trabajo, la línea–espacio (o línea orgánica) que corta el espacio del cuadro todavía tiene reminiscencias albersianas, el hecho de que no sea, como en Albers, una línea dibujada sino un corte real en la tela, abre paso a su desintegración. Aquí corresponde aclarar algo por tratarse de un punto decisivo en la experiencia del artista y del propio arte neoconcreto. Al comienzo de este ensayo dije que el arte neoconcreto dio el paso que la vanguardia constructivista europea se olvidó de dar. Lygia dio ese paso cuando, frente a la tela en blanco, optó por actuar sobre ella en vez de pintar sobre ella. Si aceptamos la lectura que hago del proceso pictórico moderno llegaremos a la conclusión de que, en el momento en que la pintura excluye la representación del objeto real en la tela, la tela se transforma en el objeto de la pintura. Pero sustituir la figura real por una forma geométrica sigue siendo hacer pintura figurativa, puesto que la contradicción figura–fondo sigue vigente. En el límite de este problema, Malévich pinta su célebre Blanco sobre blanco, que es un intento de superar la contradicción figura–fondo. Pero esta contradicción es insuperable porque todo lo que se percibe, se percibe sobre un fondo. Por lo tanto, el artista tiene solo dos opciones frente a la tela en blanco: o desiste de pintar o vuelve a pintar; es decir, vuelve a la pintura figurativa. Lygia da un paso más radical: en vez de volver a pintar sobre la tela, actúa sobre su materialidad, la corta y después la rellena creando lo que denominó Casulos («Capullos», 1959). Estos Capullos, por así decirlo, caen de la pared al suelo y se transforman en los Bichos (que nacen como mariposas de esos capullos). «Bicho» es una designación metafórica, al igual que «casulo», que de hecho nombran la búsqueda de soluciones al problema de la contradicción figura–fondo, pintar o no pintar. Los Casulos, como los Bichos, surgen de la decisión compulsiva de Lygia Clark de cambiar el gesto simbólico del pintor por la acción real sobre el soporte de la pintura. De este modo, así como los Casulos son una modificación que vuelve tridimensional la tela bidimensional, los Bichos son el desdoblamiento de este proceso de transmutación (destrucción) del soporte de la pintura. En otras palabras: como ya no era posible pintar, como ya no podía dar a la tela su uso tradicional, la destruyó para seguir haciendo arte. En este sentido no es exagerado decir que la experiencia neoconcreta supera los límites del arte pictórico al transformar su soporte en

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objeto de una acción real (no metafórica, como es el acto de pintar) en la que no cabe ninguna alusión literaria o simbólica: la acción real no crea una metáfora, un espacio imaginario, crea un objeto que nada significa pero que tampoco es un ser del mundo natural; crea un no–objeto, un ser del mundo cultural que, dado que no representa nada, es su propia representación y por lo tanto solamente significante. Los Bichos no son esculturas sino estructuras hechas de placas de metal que se deslizan unas sobre otras, que se interpenetran o se recomponen (sujetas a bisagras como espinas dorsales) y que nacen del plano, es decir de una placa bidimensional como la tela, su origen y matriz. Los Bichos no son esculturas: son los seres no pictóricos en los que se transformó la pintura. Un no–objeto —se trate de un poema espacial o de un Bicho— está inmóvil frente a usted pero espera que lo manipule y de ese modo revela lo que oculta. Después de manipularlo usted lo devuelve a la situación anterior: vuelve a quedar inmóvil, a la espera de que alguien venga de nuevo a manipularlo. Por eso lo definí así en aquella época: «el no–objeto es una inmovilidad abierta a una movilidad abierta a una inmovilidad abierta». (2006)

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POEMA ENTERRADO

Para proseguir mi trabajo con los poemas espaciales —de los cuales solo había construido y expuesto cuatro— sentí la necesidad de ir más allá de la participación manual del lector e inventé un poema en el que pudiera participar con todo el cuerpo: entrando en él. Así nació el Poema enterrado, cuyo proyecto publiqué en el Suplemento Dominical del Jornal do Brasil. Consistía en una sala de 2 x 2 m (más tarde la modifiqué a 3 x 3 m), construida en el subsuelo. El lector —si es que todavía podemos designarlo con ese nombre— debía bajar por una escalera, abrir la puerta del poema y entrar en él. En el centro de la sala, iluminada con luz fluorescente, encontraba un cubo rojo de 50 cm de lado, al que levantaría para encontrar debajo un cubo verde de 30 cm de lado. Debajo de este cubo descubriría, al levantarlo, otro cubo mucho más pequeño de 10 cm de lado. En la cara de este cubo que apoyaba sobre el suelo leería, al levantarlo, la palabra rejuvenece. Al ver el proyecto del Poema enterrado en el SDJB, Hélio Oiticica me llamó por teléfono muy entusiasmado y me propuso realizarlo en el jardín de la nueva casa familiar que su padre estaba construyendo en el barrio Gávea Pequena. Me preguntó si estaba de acuerdo y yo dije que sí, pero no estaba seguro de que el padre de Hélio tuviera la misma opinión. No la tenía, pero Hélio insistió, cayó enfermo y su padre tuvo que rendirse; admitió construir el poema en el lugar destinado al tanque de agua. Un domingo, meses después, todo el estado mayor neoconcreto se hizo presente para inaugurar el primer poema con domicilio de la literatura mundial. Pero había llovido mucho en la víspera y, al abrir la puerta del poema, verificamos que adentro había dos palmos de agua y que los cubos flotaban. Así el poema devino tanque de agua, ese parecía ser su destino. A pesar de esto, el Poema enterrado fue el precursor de una serie de obras de Hélio y Lygia, entre ellas Projetos Cães de caça («Proyectos perros de caza») y los Penetráveis («Penetrables»). A esta altura yo ya me cuestionaba el propósito del rumbo que había tomado mi trabajo de poeta. ¿No estaría transformándome en artista plástico en vez de escritor? ¿La participación tan reducida del lenguaje 42


verbal —una palabra— en los poemas espaciales no estaría empobreciendo mi potencial de poeta? ¿Sería ese el rumbo que deseaba para mí? Además de estas preguntas, surgían otras de carácter práctico: si continuaba produciendo poemas espaciales —que tenían de 40 a 50 cm de lado— ¿dónde los guardaría, teniendo en cuenta que residía en un departamento pequeño con mi mujer y tres hijos? Indudablemente tendría que guardarlos conmigo. Entonces comencé a pensar en algún modo de conciliar mi producción de poemas espaciales con el poco espacio de mi departamento. Le sugerí a Hélio que los repartiéramos por las plazas y parques de la ciudad, como actos «terroristas» que sorprendieran a la población y la administración pública. Lo haríamos en horas de la madrugada y a la mañana siguiente la gente se toparía con esos objetos extraños diseminados por la ciudad. Hélio me escuchaba embolsado, aunque un tanto aprensivo. Pero yo mismo desistí de la idea ante la posibilidad de que nuestros no–objetos fueran destruidos o robados; el cubo azul de mi poema Lembra indudablemente caería en manos de cualquiera. Ante semejante inconveniente imaginé otra manera de librarme de mis incómodos poemas espaciales: una exposición neoconcreta que comenzaría a las cinco de la tarde y terminaría a las seis: todas las obras tendrían dentro o debajo una pequeña carga explosiva conectada a un detonador ubicado en un rincón de la sala. A las seis en punto les pediríamos a los visitantes que se retiraran porque la exposición había terminado; después alguien accionaría el detonador y todas las obras expuestas volarían por los aires. Recuerdo que expuse esta teoría en la casa de Reynaldo Jardim un domingo por la noche. Después de unos minutos de silencio, Hélio por fin tomó la palabra: «No voy a participar en eso, no quiero destruir mis obras». Fue una boutade —que anticipó los happenings y las performances— que nunca se puso en práctica.

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Pรกginas siguientes: publicaciones aparecidas en el Suplemento Dominical del Jornal do Brasil, marzo y diciembre de 1959 45


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Ferreira Gullar y Lygia Clark en la Segunda Muestra Colectiva del Grupo Frente, Museo de Arte Moderno de RĂ­o de Janerio, 1955. Archivo del autor

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Lygia Clark, Bichos, Signals Gallery, Londres, 1965

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Ferreira Gullar en su apartamento en el barrio Caballito, durante su exilio en Buenos Aires, cuando escribĂ­a el Poema sucio, en 1975. Archivo del autor

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Las manos de Ferreira Gullar manipulando una de sus obras. Foto: Marcelo MagalhĂŁes

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Ferreira Gullar, obras de la serie A Revelação do Avesso, 2015. Coleção UQ Editions_ Aprazível Edições e Arte. Foto: Nana Moraes 53


EXPERIENCIA NEOCONCRETA: MOMENTO–LÍMITE DEL ARTE

El movimiento neoconcreto, cuya primera muestra se realizó en marzo de 1959, dio el paso adelante que la vanguardia constructivista europea evitó dar. Este hecho define su radicalidad y al mismo tiempo subraya su importancia en la historia del arte contemporáneo. En este breve ensayo pretendo volver más comprensible esta experiencia que reunió a un pequeño grupo de artistas plásticos y poetas en el espacio de unos pocos años, pero prosiguió más allá de los límites del lenguaje artístico como consecuencia misma de las ideas que la hicieron nacer. A fin de esclarecer ciertos puntos fundamentales del movimiento tendré que aludir al papel que desempeñé en este proceso, como poeta y como teórico. Esta historia comienza con la publicación de mi libro de poemas A luta corporal en 1954. Diagramado y editado por mí, reflejaba la preocupación por la utilización del espacio en blanco en la estructuración espacial de los poemas, como en los títulos y en el uso de la página en blanco, tal capas de silencio acumuladas en las páginas. Este libro, que concluía con la implosión del lenguaje, llamó la atención de Augusto y Haroldo de Campos y Décio Pignatari, quienes se pusieron en contacto conmigo. Augusto vino a Río de Janeiro y durante nuestro almuerzo en Spaggethilândia, en Cinelandia, a comienzos de 1955, me dijo que los tres estaban disconformes con la poesía que se hacía entonces en Brasil y que pretendían renovarla. Me explicó que, aunque consideraban que A luta corporal («La lucha corporal») era un libro importante, lo veían como una experiencia destructiva mientras que ellos se definían como un movimiento constructivo de una nueva poesía. A sus críticas solo escapaban Carlos Drummond de Andrade y João Cabral de Melo Neto, sobre todo este último por su preocupación formal. Los demás eran poetas brasileños acomodados y de importancia secundaria. Observé que, en mi opinión, Oswald de Andrade debía estar entre los poetas innovadores. Augusto contraatacó diciendo que Oswald era un anarquista y un irresponsable, sin mayor seriedad literaria. Alegué que su libro Pau– Brasil (1925) tenía una frescura que me encantaba, que su lenguaje tenía 54


gusto a pasto verde. Le aconsejé que releyeran los poemas y particularmente la novela Serafim Ponte Grande (1933), cosa que efectivamente hicieron más tarde y los hizo cambiar de opinión respecto de Oswald, lo que contribuyó de manera decisiva a la valorización de su obra. Después de este encuentro Augusto y yo intercambiamos correspondencia, especialmente a partir de la publicación de Noigandres 2 (1955), revista donde por primera vez aparecen poemas suyos que exploran la construcción espacial y están impresos en colores, lo que suscitó algunas observaciones de mi parte. Expuse esas observaciones en cartas de las que solo guardé un borrador6. Recuerdo que defendía la tesis de que la cuestión fundamental de la poesía no era «crear un nuevo verso» (como propuso Haroldo en esos tiempos) sino «superar el carácter unidireccional del lenguaje, rompiendo con la sintaxis verbal». Ellos aceptaron esta tesis, que de algún modo contribuyó a que buscaran la solución en el poema visual, construido geométricamente en el espacio de la página, según el ejemplo de la pintura concreta que venía practicando en San Pablo un grupo de artistas liderado por el pintor y teórico Waldemar Cordeiro. El poema visual fue una creación de los tres poetas paulistas y constituyó una innovación de indiscutible originalidad que, si de mí dependiera, no habría existido, ya que mi búsqueda iba en otra dirección. Sin ninguna duda, el contacto con Augusto de Campos y con sus experiencias poéticas me ayudó a salir del estancamiento al que había llegado con A luta corporal. Por mi parte, después de los últimos poemas de ese libro, habiendo desintegrado el lenguaje poético y no estando dispuesto a hacer de eso un camino, di por concluida mi carrera de poeta a principios de 1953 y me dediqué a leer y estudiar filosofía. No obstante, me sentía preso en un vacío angustioso que desembocó en el intento de volver a escribir. En 1954 comencé un texto sin rumbo ni definición, que no era un poema pero tampoco una narración en el sentido usual del término: de hecho, era un esfuerzo por volver a hablar. Este texto tomó más tarde el nombre de Crime na flora ou Ordem e Progresso («Crimen en la floresta u Orden y Progreso») y recién se publicó treinta años después de concluido, en 1986. En ese libro realicé experiencias vocabulares muy próximas a

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Véase la carta a Agusto de Campos en este mismo libro, p.15.

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la poesía concreta. Estoy seguro, sin embargo, de que sin el intercambio con los paulistas tal vez no hubiera orientado mis búsquedas en la dirección que tomaron a partir de entonces. El encuentro con ellos me dio nuevo ánimo para profundizar aquellas experiencias con el poema visual, dando origen a O formigueiro («El hormiguero»). Este poema de cincuenta páginas —con solo una palabra en cada página— se basa en un procedimiento nuevo que me posibilitó conciliar el discurso lineal con la espacialización de la palabra, aislada en la página. Accionado por el pasar de las páginas, el poema fue el precursor del livro–poema que yo inventaría unos tres años más tarde. En diciembre de 1956 se realizó en San Pablo la I Exposición Nacional de Arte Concreto, que reunió a artistas plásticos y poetas concretos paulistas y cariocas, en la que participé con cinco páginas de O formigueiro. La exposición fue inaugurada en Río en febrero del año siguiente, ocasión en que se manifestaron las divergencias entre ambos grupos. Escribí en el Suplemento Dominical del Jornal do Brasil un artículo donde mostraba las diferencias entre cariocas y paulistas, afirmando que estos eran muy cerebrales en tanto aquellos eran más intuitivos. Waldemar Cordeiro no estuvo de acuerdo y rechazó mis críticas. En la inauguración de la exposición, en el edificio del entonces Ministerio de Educación, Décio Pignatari declaró en una entrevista con la prensa que O formigueiro no era un poema concreto. Si bien su intención al decir esto fue imponer como única la visión paulista de lo que era la poesía concreta, su opinión era correcta y efectivamente reflejaba las diferencias existentes entre los dos grupos. De hecho, mi poema no se encuadraba dentro de las rígidas normas teóricas que habían adoptado los tres poetas paulistas. En la noche de ese día se realizó, en la sede de la Unión Nacional de Estudiantes (UNE), situada en Praia do Flamengo, un debate sobre poesía concreta en el que participaron miembros de los dos grupos, yo incluido. Décio quedó encargado de exponer la teoría de la poesía concreta ante el escaso público que había comparecido. En determinado momento, el poeta y crítico Oswaldino Marques le preguntó a Décio qué entendía por símbolo, ya que varias veces había usado esa palabra al exponer la teoría concretista. Tomado por sorpresa, Décio titubeó antes de responder, pero Oliveira Bastos corrió a socorrerlo citando un fragmento de un artículo de mi autoría sobre artes plásticas que no tenía nada

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que ver con el tema. Oswaldino por su parte se sintió perturbado ante aquella definición tan inesperada de símbolo. Pero apenas pudo recuperarse de la sorpresa y ya era atacado por los dos hermanos de Campos que gritaban: «¡Es que usted es un pésimo traductor! ¡Poeta mediocre!». Oswaldino, indignado, se retiró del recinto. En el Suplemento Dominical seguimos publicando poemas y artículos de los miembros de los dos grupos. Hasta que en junio de 1957, Haroldo nos envió un artículo titulado «De la fenomenología de la composición a la matemática de la composición», donde defendía la tesis de que, a partir de entonces, la poesía concreta resultaría de ecuaciones matemáticas. Considerando que eso era inviable, llamé por teléfono a Augusto y le dije que no podía suscribir semejante teoría. Su respuesta fue que en ese caso procediera como mejor me pareciera, porque ellos no desistirían de esa tesis. Frente a eso escribí un texto que fue publicado al lado del de Haroldo, con el siguiente título: «Poesía concreta: experiencia intuitiva», firmado por Bastos, Reynaldo Jardim y yo7. Ese artículo marcó la ruptura de los dos grupos. No obstante, mantuvimos el suplemento abierto a la colaboración del grupo paulista sin restricciones, incluso a aquellos artículos donde criticaban nuestra posición. Pero llegó un momento en que ellos mismos dejaron de colaborar por libre y espontánea voluntad. Como era de esperar, la poesía matemática nunca se hizo, pero un tiempo después Décio Pignatari volvió a buscarnos con un nuevo manifiesto: «De la poesía de consumo a la poesía de base». Esta vez defendían la tesis de que la poesía brasileña, al igual que la industria, había sido hasta entonces una poesía de consumo, pero había llegado la hora de tener, no solo una industria de base, sino también una poesía de base. Después de escucharlo, le dije: «Décio, ustedes rompieron con nosotros porque prometían hacer una poesía matemática que jamás se hizo. Ahora vienen con un nuevo manifiesto, el de la poesía de base. Muy bien, manden los poemas de base y nosotros los publicaremos, pero lo que no vamos a publicar es otro manifiesto prometiendo una poesía que nunca se hará». Los así llamados «poemas de base» jamás se escribieron. Por no mencionar que ese es un rasgo muy común en ciertas vanguardias artísticas: escribir

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Véase el artículo en este mismo libro, p. 20.

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manifiestos prometiendo un arte que, la mayoría de las veces, nunca se hizo. No obstante, debo admitir que esto no disminuye en nada la importancia de la contribución de Augusto y Haroldo de Campos y Décio Pignatari a la literatura brasileña. (2006)

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MOVIMIENTO NEOCONCRETO

En 1958 Lygia Clark fue invitada a realizar una exposición individual en la Galería de Arte Das Folhas, en San Pablo, y me pidió que escribiera la presentación de las obras que pensaba mostrar. Acepté el convite, pero le dije que necesitaría ver sus primeras obras, porque eso me permitiría apreciar mejor el estado actual de su arte. Marcamos un encuentro en su casa, en la calle Prado Júnior, donde residía y trabajaba. Me mostró todos sus trabajos desde 1951 hasta lo que pensaba exponer. Al verlos percibí que, en la etapa inmediatamente anterior a la de los cuadros actuales, había algo que merecía especial atención: algunos cuadros tenían marco ancho y al mismo nivel de la tela, mientras que, en dos de ellos, la composición geométrica pasaba de la tela al marco, incluyéndolo, por así decirlo, en el espacio virtual de la obra. En la etapa siguiente el marco había sido suprimido, como si hubiera sido asimilado; la consecuencia natural era que, ahora sin marco, el espacio virtual —lo que se denomina la tela— se extendía hasta el límite del espacio real. Como esos últimos cuadros eran cuadrados negros sin ninguna forma pintada y solo tenían una línea blanca en el límite del cuadro (superior, inferior o lateral), era como si toda «la pintura» se evaporara y solo quedara el soporte: la tela. Esta observación, que está registrada en el texto de presentación de la muestra, me llevaría a una nueva lectura del desarrollo del arte contemporáneo y más tarde daría origen a la «teoría del no–objeto». Paralelamente al trabajo de Lygia Clark, los otros integrantes del grupo de artistas concretos de Río llevaban a cabo su búsqueda personal dentro de una visión más abierta del concretismo. Ivan Serpa, ganador del premio Pintor Joven Nacional en la I Bienal Internacional de San Pablo (1951), realizaba, además de composiciones rigurosamente geométricas, collages abstractos con ayuda de una máquina nueva que había en la Biblioteca Nacional, en cuyo Departamento de Restauración de Libros Raros trabajaba, y que permitía fundir hojas de papel manteniendo las transparencias y creando un espacio ambiguo entre las

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formas. Amilcar de Castro8 profundizaba su búsqueda de una escultura nacida del plano, a diferencia de la escultura tradicional nacida del bloque macizo de piedra o arcilla. Pese a su afinidad con Franz Weissmann —más espontáneo y más lírico—, Amilcar partía de una exigencia épica que estaba en la raíz de cierto sector de la vanguardia constructivista: la exclusión de cualquier habilidad o manierismo entendida como la aspiración a una escultura nacida de sí misma o por sí misma, casi sin intervención del artista. Partía del plano —una hoja de metal—, en el que hacía un corte que le permitía doblar una parte, dándole de ese modo una tercera dimensión. No había truco ni tampoco fantasía: todo era determinado por la realidad material y el gesto sencillo, casi despojado de intenciones. Esa radicalidad ética se encuentra mucho más atenuada en Weissmann, quien partía del cubo que, en aquella etapa, era el elemento básico de su invención escultórica. Weissmann suma un cubo a otros cubos para construir estructuras vaciadas, o bien lo desarticula, como rasgando su espacio interior, para recuperar la transitividad entre el adentro y el afuera. Los otros integrantes del grupo —Aluísio Carvão, Lygia Pape, Hélio Oiticica, Décio Vieira— todavía luchaban con problemas propios del lenguaje pictórico y gráfico mucho más cercanos al lenguaje concretista propiamente dicho, en el que no hay cuestionamientos sustanciales. En el plano de la poesía la inquietud es mayor, porque se trata de una experiencia inédita que obliga a los poetas a inventar casi a partir de cero. Esto vale tanto para Reynaldo Jardim como para Theon Spanudis y para mí, aunque en mi caso, como se ha visto, la propuesta de una poesía que explorara principalmente la expresión espacial y visual no era nueva. De cualquier modo, ahora se trataba de construir poemas donde la relación óptico–fonético–semántica se superpusiera a la preocupación «expresiva», lírica o existencial. Se trataba, principalmente, de «construir» el poema. Esta necesidad me llevó a realizar poemas experimentales como «vermelho» («rojo»):

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Amilcar de Castro (1920– 2002). Escultor, artista plástico y diseñador gráfico brasileño. Introdujo la reforma gráfica del Jornal do Brasil en la década del cincuenta, que revolucionó la diagramación y el diseño en la prensa escrita de ese país.

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verme

olho

lacre maça vermelho alarme boca

verde

Y «casulo»:

velho9

asa blusa

azul casa casulo azul casa

asa blusa10

9

Literalmente: «gusano / ojo / lacre / manzana / rojo / alarma / boca / verde / viejo».

10

Literalmente: «ala / blusa / azul / casa / capullo / azul / casa / ala / blusa».

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que obedecían a una organización, por así decirlo, nuclear, constituyendo esas palabras los respectivos núcleos de los poemas. En el caso de «vermelho» el poema está constituido por dos anillos: el exterior, fonético (verme–olho–verde–velho), y el interior, semántico (lacre, maça, alarme, boca) que convergen hacia la palabra núcleo (vermelho), por atracción fonética el anillo exterior y por atracción semántica el interior. En el poema «casulo» la relación de los anillos semántico y fonético con el núcleo proviene de una lectura vertical (asa / asa–blusa / blusa azul–casa / casa = casulo) que después se horizontaliza. El poema «girassol»: girafa farol gira sol faro girassol

a su vez, introduce un nuevo modo de leer el poema, construido en espiral, obligando a que la lectura comience desde el centro hacia afuera (en un movimiento exactamente contrario al de los poemas «nucleares» citados anteriormente), es decir: gira–sol–faro–farol–girafa–girassol. La lectura, partiendo del verbo gira y del sujeto sol, concluye, después de recorrer un giro fonético–semántico, con un sustantivo que junta las dos palabras iniciales con la irradiación metafórica de las palabras siguientes. Cabe resaltar que esos resultados fueron obtenidos intuitivamente en el proceso de hacer el poema y no como objetivos predeterminados. Pero es el poema siguiente (todos los poemas citados pertenecen al libro Poemas) el que generará un problema nuevo en mi experiencia de poeta concreto. Se trata de «verde erva» («verde hierba»), que consiste en la repetición doce veces de la palabra verde, de modo tal de formar un cuadrado; después de la última palabra verde viene, fuera del cuadrado, la palabra erva («hierba»):

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verde

verde

verde

verde

verde

verde

verde

verde

verde

verde

verde

verde

erva

Este poema nació de la evocación de la plaza central de la ciudad de Alcantâra, en Maranhão, que visité en 1950 cuando casi nadie residía allí: tuve la sensación de que el pasto que ocupaba toda aquella plaza crecía para nadie. Pues bien, cuando publiqué el poema en el Suplemento Dominical del Jornal do Brasil, un amigo me llamó por teléfono para decirme que le había parecido interesante. Y yo le pregunté: «¿Viste cómo la repetición de la palabra verde hace que la palabra erva eclosione desde adentro de ella?». Y él: «No vi nada de eso, porque no lo leí palabra por palabra; me di cuenta de que repetía la palabra verde, y entonces no lo leí». Esa «lectura» del poema contrariaba mi intención, que imponía, como algo imprescindible, que la palabra verde se leyera una por una hasta culminar en la palabra erva. Entonces me hice la siguiente pregunta: ¿cómo realizar un poema que resulte en una estructura visual expresiva y al mismo tiempo obligue a la lectura palabra por palabra? La necesidad de resolver este problema me llevó a inventar el livro– poema.

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TEORÍA, DIÁLOGO Y MANIFIESTO

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TEORÍA DEL NO–OBJETO

La expresión no–objeto no pretende designar un objeto negativo ni tampoco algo que sea lo opuesto a los objetos materiales y con propiedades exactamente contrarias a las de estos. El no–objeto no es un antiobjeto sino un objeto especial en el que se pretende realizada la síntesis de las experiencias sensoriales y mentales: un cuerpo transparente al conocimiento fenomenológico, perceptible integralmente, que se entrega a la percepción sin dejar resto. Una pura apariencia. Muerte de la pintura La cuestión planteada nos obliga a hacer una retrospectiva. Cuando los pintores impresionistas, abandonando el atelier por el aire libre, intentaron aprehender el objeto inmerso en la luminosidad natural, la pintura figurativa empezó a morir. En los cuadros de Monet los objetos se disuelven en manchas de color y la cara que habitualmente nos muestran las cosas se pulveriza entre reflejos de luz. La fidelidad al mundo natural se transfirió de la objetivación a la impresión. Rotos los contornos que mantenían los objetos aislados en el espacio, cualquier posibilidad de control de la expresión pictórica se limitaba a la coherencia interna del cuadro. Poco después, Maurice Denis diría que «un cuadro —antes de ser un caballo de batalla, una mujer desnuda o alguna anécdota— es esencialmente una superficie plana cubierta de colores dispuestos de cierta manera». La abstracción aún no había nacido, pero los propios pintores figurativos, como Denis, ya la anunciaban. Paulatinamente, el objeto representado perdía significación ante sus ojos y, en consecuencia, el cuadro, como objeto, ganaba importancia. Con el cubismo el objeto es brutalmente arrancado de su condición natural, transformado en cubos, lo que virtualmente le imprimía una naturaleza ideal, lo vaciaba de esa oscuridad esencial, de esa opacidad invencible que caracteriza a las cosas. Pero el cubo es tridimensional, todavía posee un núcleo, un adentro que era necesario consumir, y eso fue lo que hizo la corriente llamada sintética del movimiento. Ya para entonces, lo que queda del objeto es poca cosa. Y su eliminación continúa con Mondrian y Malévich. 65


El objeto que se pulveriza en el cuadro cubista es el objeto pintado, el objeto representado. En fin, es la pintura que yace allí desarticulada y a la búsqueda de una nueva estructura, un nuevo modo de ser, una nueva significación. Pero en esos cuadros (etapa sintética, etapa hermética) no solo hay cubos desarticulados, planos abstractos; también hay signos, arabescos, papeles pegados, números, letras, arena, estopa, clavos, etcétera. Esos elementos indican dos fuerzas contrarias allí presentes: una que intenta implacablemente despojar a la pintura de toda contaminación con el objeto; otra que retorna del objeto al signo y que para eso necesita mantener el espacio, el ambiente pictórico nacido de la representación del objeto. A esta última tendencia puede filiarse la pintura llamada abstracta, de signo y de materia, hoy exacerbada en el tachismo. Pero es Mondrian quien percibe el sentido más revolucionario del cubismo y le da continuidad. Comprende que la nueva pintura, propuesta en esos planos puros, requiere una actitud radical, un nuevo comienzo. Mondrian limpia la tela, retira de ella todos los vestigios del objeto, no solamente su figura sino también el color, la materia y el espacio que constituían el universo de representación: le queda la tela en blanco. Sobre ella el pintor ya no representará el objeto: ella es el espacio donde el mundo se armonizará según los dos movimientos básicos de la línea horizontal y la línea vertical. Con la eliminación del objeto representado, la tela —como presencia material— se transforma en el nuevo objeto de la pintura. Al pintor le corresponde organizarla, pero también darle una transcendencia que la sustraiga a la oscuridad del objeto material. La lucha contra el objeto continúa. El problema que Mondrian se plantea no podía ser resuelto por la teoría. Si él intentó destruir el plano utilizando grandes líneas negras que cortan la tela de un borde a otro —indicando que la tela limita con el espacio exterior—, no obstante esas líneas todavía se oponen a un fondo y la contradicción espacio–objeto vuelve a aparecer. Mondrian se aboca entonces a la destrucción de esas líneas y el resultado de eso está en sus dos últimos trabajos: Broadway Boogie–Woogie y Victory Boogie–Woogie. Pero la contradicción no queda resuelta, y de haber vivido unos años más Mondrian tal vez habría vuelto a la tela en blanco de donde había partido. O tal vez la habría abandonado por la construcción en el espacio, como hizo Malévich al cabo de una experiencia paralela.

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Obra y objeto La tela en blanco, para el pintor tradicional, era un mero soporte material sobre el cual esbozaba la sugestión del espacio natural. Ese espacio sugerido, esa metáfora del mundo, era de inmediato rodeado por un marco cuya función fundamental consistía en insertarlo en el mundo. Ese marco era el término medio entre la ficción y la realidad, puente y baranda que, protegiendo el cuadro, el espacio ficticio, al mismo tiempo lo comunicaba sin choques con el espacio externo, real. Por eso, cuando la pintura abandona radicalmente la representación —como en el caso de Mondrian, Malévich y sus seguidores—, el marco pierde sentido. Ya no se trata de construir un espacio metafórico en un rinconcito bien protegido del mundo, sino de realizar la obra en el espacio real propiamente dicho y de otorgarle significación y trascendencia a ese espacio con la aparición de la obra —objeto especial—. Es cierto que las cosas ocurrieron con alguna morosidad, con equívocos y desencuentros, inevitables y necesarios. El uso del papel pegado, la arena y otros elementos tomados de lo real y colocados dentro del cuadro ya está indicando la necesidad de sustituir la ficción por la realidad. Cuando más tarde el dadaísta Kurt Schwitters construye su Merzbau —hecho con objetos o fragmentos de objetos encontrados en la calle—, sigue la misma intención que, ahora libre del marco, se amplía en el espacio real. A esta altura, la obra de arte y los objetos parecen confundirse. Señal de ese mutuo desbordamiento entre la obra de arte y el objeto es la célebre blague de Marcel Duchamp cuando envía al Salón de los Independientes de Nueva York, en 1917, un mingitorio–fuente igual a los que se ven en los baños de los bares. Esa técnica del readymade fue adoptada por los surrealistas. Consiste en revelar el objeto desplazándolo de su función ordinaria y estableciendo así nuevas relaciones entre este y los demás objetos. La limitación de este procedimiento de transfiguración del objeto radica en que el objeto se funda menos en sus cualidades formales que en su significación, en sus relaciones de uso y hábito cotidianos. En breve esa oscuridad característica de la cosa volverá a envolver la obra, reconquistándola para el mundo de lo común. En ese frente, los artistas fueron vencidos por el objeto.

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Desde este punto de vista se vuelven claras, y hasta cierto punto ingenuas, algunas extravagancias que hoy se presentan como la vanguardia de la pintura. ¿Qué son las telas cortadas de Fontana, expuestas en la V Bienal, sino una tentativa retardada de destruir el carácter ficticio del espacio pictórico introduciendo en él un corte real?11 ¿Qué son los cuadros de Burri con estopa, madera o hierro, sino una manera de retomar —sin la misma violencia y más bien transformándolos en bellas artes— los procedimientos de los dadaístas? Lo malo es que esas obras solo consiguen el efecto del impacto inicial, pero no logran permanecer en la condición trascendente de no–objeto. Son objetos curiosos, extraños, extravagantes, pero son objetos. El camino seguido por la vanguardia rusa resultó ser mucho más profundo. Los contrarrelieves de Tatlin y Rodchenko, como las arquitecturas suprematistas de Malévich, indican una evolución coherente desde el espacio representado hacia el espacio real, desde las formas representadas hacia las formas creadas. La misma lucha contra el objeto se verifica en la escultura moderna a partir del cubismo. Con Vantongerloo (De Stijl) la figura desaparece por completo; con los constructivistas rusos (Tatlin, Pevsner, Gabo) la masa es eliminada y la escultura se despoja de su condición de cosa. El fenómeno es similar: si la pintura que no representa nada es atraída hacia la órbita de los objetos, esa atracción opera con mucha más fuerza sobre la escultura no figurativa. Vuelta objeto, la escultura se libera de la característica más común del objeto: la masa. Pero eso no basta. La base —que equivale, en escultura, al marco del cuadro— también fue eliminada. Vantongerloo y Moholy–Nagy intentaron realizar esculturas capaces de mantenerse en el espacio sin apoyo alguno. Pretendían eliminar el peso, otra característica fundamental del objeto, de la escultura. Y lo que se verifica es que mientras la pintura, liberada de su intención representativa, tiende a abandonar la superficie para realizarse en el espacio, acercándose así a la escultura, esta, liberada de la figura, de la base y de la masa, conserva muy poca afinidad con lo que tradicional-

11 Lucio Fontana (Rosario, Argentina, 1899–Comabbi, Italia, 1968). Con sus pinturas y/o esculturas participó en varias ediciones de la Bienal de San Pablo: en la I (1951), en la V (1959), en la XXII (1994) y en la XXIV (1998).

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mente se denominaba escultura. A decir verdad, existe mayor afinidad entre un contrarrelieve de Tatlin y una escultura de Pevsner, que entre una escultura de Pevsner y una obra de Maillol, de Rodin o de Fidias. Lo mismo puede decirse de un cuadro de Lygia Clark y una escultura de Amilcar de Castro. De lo que se concluye que la pintura y la escultura actuales convergen hacia un punto común, alejándose cada vez más de sus orígenes. Se vuelven objetos espaciales —no–objetos—, para los cuales las denominaciones de pintura y escultura tal vez ya no sean muy apropiadas. Formulación primera El problema del marco y de la base, en pintura y en escultura respectivamente, nunca había sido analizado por los críticos desde la perspectiva de sus implicaciones significativas, estéticas. Se registraba el fenómeno, pero como un detalle curioso que escapaba a la verdadera problemática de la obra de arte. Lo que no se percibía era que la propia obra planteaba problemas nuevos y que, para sobrevivir, buscaba escapar del círculo cerrado de la estética tradicional. Romper el marco y eliminar la base no son, de hecho, cuestiones de naturaleza meramente técnica o física: reflejan el esfuerzo del artista por liberarse del cuadro convencional de la cultura para reencontrar ese «desierto» del que nos habla Malévich, donde la obra aparece por primera vez libre de cualquier significado que no sea el de su propia aparición. Puede decirse que toda obra de arte tiende a ser un no–objeto y que ese nombre solo se aplica, con precisión, a aquellas obras que se realizan fuera de los límites convencionales del arte, obras en las que esa necesidad de romper el límite es la intención fundamental de su aparición. Planteada la cuestión en estos términos, las experiencias tachistas e informales, en pintura y en escultura, nos muestran su cara conservadora y reaccionaria. Los artistas de esta tendencia continúan —aunque desesperadamente— valiéndose de los apoyos convencionales de esos géneros artísticos. En ellos el procedimiento es el contrario: en lugar de romper el marco para que la obra se derrame en el mundo, conservan el marco, el cuadro, el espacio convencional y ponen el mundo (los materiales brutos) adentro. Parten de la suposición de que lo que está dentro

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de un marco es un cuadro, una obra de arte. Es cierto que, al hacerlo, también denuncian el fin de esa convención, pero sin anunciar el futuro camino a seguir. Ese camino puede estar en la creación de esos objetos especiales (no–objetos) que se realizan fuera de toda convención artística y que reafirman el arte como formulación primera del mundo. (1959)

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DIÁLOGO SOBRE EL NO–OBJETO

¿Qué es el no–objeto? Primero es necesario saber qué entiendo por objeto. Entiendo por objeto la cosa material tal como se nos ofrece, naturalmente, ligada a las designaciones y los usos cotidianos: la goma, el lápiz, la pera, el zapato, etcétera. En esa condición, el objeto se agota en la referencia de uso y de sentido. Por oposición podemos establecer una primera definición del no–objeto: el no–objeto no se agota en las referencias de uso y de sentido porque no se inserta en la condición de lo útil y de la designación verbal. Pero los objetos tampoco se agotan siempre en esas referencias. Bajo el nombre «pera» está la pera con su densidad material de cosa. Sí. Cuando nos sustraemos al orden cultural del mundo vemos los objetos sin nombre, y nos enfrentamos con su opacidad de cosas. Puede decirse que, en esas circunstancias, el objeto se acerca más a lo que yo llamo no–objeto, pero precisamente en este punto se manifiesta la diferencia fundamental entre ambos: sin nombre, el objeto se vuelve una presencia absurda, opaca, en la cual la percepción resbala; sin nombre, el objeto es impenetrable, inabordable, clara e insoportablemente exterior al sujeto. El no–objeto no posee esa opacidad, y de allí su nombre: el no–objeto es transparente a la percepción, en el sentido de que se franquea a ella. Y la diferencia entre ambos se torna más precisa: el objeto solo puede ser aprehendido y asimilado por el sujeto gracias a las connotaciones que el nombre y el uso establecen entre el objeto y el mundo del sujeto. Por lo tanto, el objeto es un ser híbrido compuesto de nombre y cosa, como dos capas superpuestas de las cuales solo una se rinde al hombre: el nombre. El no–objeto, por el contrario, es uno, íntegro, franco. La relación que mantiene con el sujeto no exige intermediarios. También posee una significación, pero esa significación es inmanente a su propia forma, que es pura significación.

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En otras palabras, ¿usted dice que el no–objeto es un objeto total, integral? Ponga el problema en los términos de la filosofía existencial sartreana. Mientras el sujeto existe para sí, el objeto, la cosa, existen en sí. Dejando de lado las implicaciones que saca el filósofo de esa contradicción fundamental, quedémonos con el hecho de que esa contradicción afirma la opacidad de las cosas, que reposa en sí misma, y la perplejidad del ser humano que se siente exiliado entre ellas. Un tejido de significaciones e intenciones constituye el mundo humano, bajo el cual persiste la opacidad del mundo inhumano, exterior al hombre. La experiencia del objeto–sin–nombre es la experiencia del exilio. La lucha por vencer la contradicción sujeto–objeto está en la base de todo el conocimiento humano, de toda la experiencia humana, y particularmente, en la realización de la obra de arte. Un pintor que compone una naturaleza muerta no está haciendo otra cosa que intentar resolver esa contradicción. Al representar esos objetos cotidianos el artista pasa del nivel conceptual en que esos objetos se encuentran usualmente al nivel estético, donde emerge de ellos una nueva significación, no conceptual: la significación inmanente a la forma. En ese caso, una naturaleza muerta es también un no–objeto. No. Un objeto representado es casi–objeto: es como si fuera un objeto; se desprende de la condición de objeto, pero no alcanza la de no–objeto; es, en referencia al objeto real, un objeto ficticio. El no–objeto no es una representación sino una presentación. Si el objeto está en un polo de la experiencia, el no–objeto está en el otro, y el objeto representado está entre los dos, a medio camino. De ser así, ¿qué diferencia existe entre la significación inmanente a la forma del casi objeto y la significación inmanente a la forma del no–objeto? La diferencia reside en el hecho de que el casi objeto es la representación de un objeto real, mientras que el no–objeto no representa nada, sino que solamente se presenta. Ahora bien, de este modo, la significación que se revela en la forma de uno y otro no es de la misma naturaleza. Partiendo del objeto real, el artista que lo representa en la tela consigue desligarlo

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de las relaciones conceptuales —transfigurándolo en forma, color, situación espacial— pero jamás logrará cortar definitivamente esos lazos que están en la fuente misma de su experiencia: la significación que se da en el casi objeto era inmanente al objeto. Esto no ocurre en el caso del no– objeto que, por no referir a ningún objeto real, por ser la manifestación primera de una forma, funda en sí mismo su significación. ¿Podría decirse entonces que toda pintura no figurativa es un no–objeto? Tampoco. La diferencia entre la pintura figurativa y la pintura llamada abstracta es de grado, no de naturaleza. La pintura no figurativa, aun cuando realice un grado mayor de abstracción, todavía continúa presa del problema de la representación del objeto. ¿Pero cómo, si el objeto ya no aparece en ella? Tomemos como ejemplo la pintura de dos de los creadores más importantes del arte no figurativo: Mondrian y Malévich. Es cierto que la figura del objeto ya no aparece en sus cuadros, pero para Malévich el cuadrado negro sobre fondo blanco es «la sensibilidad de la ausencia del objeto» y, para Mondrian, las verticales y horizontales expresan el conflicto fundamental de la naturaleza. En otras palabras, esas formas y líneas geométricas sustituyen allí a los objetos, son una alusión extrema a los objetos. Y aunque Mondrian y Malévich no hubieran expresado esa relación en sus teorías, no por eso dejaríamos de verlas. A decir verdad, en los cuadros de Mondrian y Malévich permanece la oposición de la figura geométrica sobre un fondo metafórico, de representación. Digo metafórico porque el espacio simboliza allí el espacio del mundo, de la misma manera que las formas simbolizan los objetos. Por ser metafórico, ficticio, ese espacio queda naturalmente confinado en los límites de la tela, y aunque el marco de esos cuadros se reduce a un simple listón de madera sigue cumpliendo la función de marco. Tampoco serviría retirar materialmente el marco de esos cuadros, dado que el confinamiento, la incomunicabilidad con el espacio exterior, son propios de la naturaleza del espacio allí pintado. Lo mismo puede decirse de las obras de Kandinski y sus seguidores. Se trata de un espacio de representación abstracta. Ese espacio no existe en el no–objeto, que no es, por definición, representativo sino presentativo.

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¿Con eso pretende decir que no–objeto resuelve la contradicción figura– fondo? En el plano de la percepción esa contradicción es irresoluble, dado que el fondo es condición propia del percibir: todo lo que se percibe está sobre un fondo. De allí el estancamiento al que llegó el arte abstracto después de haber reducido su expresión al campo de la percepción pura: se topó con ese dualismo insuperable que repite, en otro plano, la contradicción sujeto–objeto. En el no–objeto, al no plantearse el problema de la representación, tampoco se plantea el de figura–fondo. El fondo sobre el cual se percibe el no–objeto no es el fondo metafórico de la expresión abstracta sino el espacio real: el mundo. ¿Entonces es el mismo fondo sobre el cual se perciben los objetos, no? En cierto modo, sí. Libre de la base y del marco, el no–objeto se inserta directamente en el espacio, como lo hace un objeto. Pero esa transferencia estructural del no–objeto, que lo distingue del objeto, nos permite decir que trasciende el espacio, y no por eludirlo (como hace el objeto), sino por insertarse radicalmente en él. Al nacer directamente en y del espacio, el no–objeto es al mismo tiempo trabajar y refundar ese espacio: es el renacer permanente de la forma y del espacio. Esa transformación espacial es la propia condición del nacimiento del no–objeto. Antes habló del marco y de la base. ¿Basta con eliminar esos elementos para hacer un no–objeto? No, como tampoco basta con eliminar la figura para hacer un buen cuadro abstracto. No se trata de la presencia o la ausencia material del marco o la base. Se trata de crear sin el apoyo de esos elementos. El marco y la base, en la pintura y la escultura respectivamente, condicionan la expresión del artista y constituyen las fronteras de una determinada posición frente al arte. Lo que importa entonces no es hacer un cuadro sin marco o una escultura sin base sino resolver los nuevos problemas que se plantean cuando la expresión artística ya no cuenta con esos elementos.

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¿Qué significan el marco y la base? Significan que el lenguaje de la obra es representativo, aun cuando las formas sean abstractas (hablo de la base y el marco como elementos presupuestos en la expresión). Una vez superado el problema de la representación, el marco y la base pierden su función. Pero no alcanza simplemente con sacarlos de la obra. En el caso de la escultura la base indica una posición privilegiada, y si la escultura no tiene base (materialmente hablando) pero conserva ese privilegio, el problema de la base continúa siéndole inherente. No se trata, por lo tanto, de un no–objeto. De allí se concluye que la no representación es un rasgo básico del no–objeto. ¿El no–objeto sigue siendo pintura o escultura? Las reflexiones que nos suscita la aparición del no–objeto nos conducen a ver la representación como un elemento inherente a la pintura y la escultura. Al contrario de lo que se viene afirmando hace por lo menos cincuenta años, solo en algunos casos excepcionales el arte contemporáneo logró superar el problema de la representación. Esas excepciones —los contrarrelieves de Tatlin, las arquitecturas suprematistas de Malévich— están fuera de las definiciones de pintura, escultura, arquitectura. Lo mismo ocurre con los trabajos del grupo neoconcreto, y de allí el nombre del no–objeto. Creo que un arte realmente no–representativo repele las nociones académicas de género artístico. El propio concepto de arte vacila si no lo consideramos en su acepción fundamental de experiencia primera. Quiere decir que, en su opinión, pintura y la escultura se terminaron... O tal vez nunca hayan, de hecho, existido. Al menos en la época moderna, todo artista trabaja en el límite de su arte, intentando superarlo. Siempre se trata de un antiarte. Lo que le importaba a Brancusi —lo supiera él o no— no era hacer escultura, sino la escultura. Contradictoriamente, para hacer la escultura, Brancusi se distanciaba cada vez más de todo lo que se conocía como escultura. Lo mismo puede decirse de Pevsner, de Vantongerloo, de Picasso, de Mondrian, de Kandinski, de Malévich, de Pollock. El artista busca, en la pintura o en la escultura, la ex-

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periencia primera del mundo, pero la propia pintura (o escultura) es un mundo conceptuado que es necesario superar. Y finalmente llegamos al momento actual, cuando el artista ya no se preocupa por hacer pintura o escultura para reencontrar a través de ellas la experiencia primera del mundo, sino que intenta precipitar directamente esa experiencia. Y un redescubrimiento del mundo: las formas, los colores, el espacio, no pertenecen a tal o cual lenguaje artístico sino a la experiencia viva e indeterminada del ser humano. Lidiar directamente con esos elementos, fuera de los parámetros institucionales del arte, equivale a formularlos por primera vez. Y aquí observamos otra diferencia fundamental entre el cuadro y el no–objeto: el cuadro nace del esfuerzo del artista por, gradualmente, romper el mundo conceptual del lenguaje artístico —se avanza desde afuera hacia adentro, desde la significación usual hacia una nueva significación—; el no–objeto irrumpe desde adentro hacia afuera, de la no significación a la significación. ¿Qué lugar ocupa el problema de la poesía dentro de la teoría del no–objeto? El poeta también busca la experiencia primera del mundo, él también trabaja en el límite del lenguaje poético. En la época moderna vimos la destrucción de las formas fijas de la estrofa y el verso para llegar al verso libre. Pero después el verso libre también se volvió un instrumento estereotipado; entonces se hizo estallar la sintaxis y se llegó a la palabra como elemento primero. Así como el color se liberó de la pintura, la palabra se liberó de la poesía. El poeta tiene la palabra, pero ya no tiene un marco estético prestablecido donde colocarla. Se enfrenta a ella desarmado, sin ninguna posibilidad definida, pero con todas las posibilidades indefinidas. Lo importante no es hacer un poema —tampoco hacer un no–objeto— sino revelar cuánto del mundo se deposita en la palabra. Usted escribió que, en lo que atañe a la poesía, el no–objeto es la búsqueda de un lugar para la palabra. ¿Qué significa esto? Que la palabra o está en la frase —donde pierde su individualidad— o en el diccionario, donde se encuentra sola y mutilada porque es dada como mera denotación. El no–objeto verbal es el antidiccionario: el lugar don-

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de la palabra aislada irradia toda su carga. Los elementos visuales que allí se vinculan con ella tienen la función de explicitar, intensificar, concretar lo multívoco que la palabra encierra. ¿Existe entonces una fusión de pintura, relieve, escultura y poesía? Creo que no. Los planos, las formas, los colores, son elementos de la realidad antes de ser elementos de un lenguaje artístico. En el no–objeto los elementos plásticos no se utilizan con el mismo sentido que en la pintura o la escultura. Son elegidos de acuerdo con un propósito verbal; es decir: así como el poeta tradicional elabora su poema convocando y rechazando palabras, el poeta neoconcreto convoca, además de palabras, formas, colores y movimientos en un nivel en el que lenguaje verbal y lenguaje plástico se interpenetran. Nadie ignora que ninguna experiencia humana se limita solo a uno de los cinco sentidos, dado que el ser humano reacciona con la totalidad y que, en la «simbólica general del cuerpo» (Merleau–Ponty), los sentidos se descifran unos a otros. ¿El no–objeto debe tener movimiento? A esta altura cabe aclarar que no estoy diciendo cómo debe ser el no– objeto, sino solamente definiendo lo que ya existe, lo que está hecho. La mayoría de los no–objetos existentes implican, de una u otra manera, el movimiento del espectador o del lector sobre ellos. Se le pide al espectador que use el no–objeto. La mera contemplación no alcanza a revelar el sentido de la obra, y el espectador pasa de la contemplación a la acción. Pero su acción produce la obra misma, porque ese uso, ya previsto en la estructura de la obra, es absorbido por la obra y la revela, incorporándose a su significación. El no–objeto se concibe en el tiempo: es una inmovilidad abierta a una movilidad abierta a una inmovilidad abierta. La contemplación conduce a la acción que conduce a una nueva contemplación. Ante el espectador el no–objeto se presenta como inconcluso, ofreciéndole los medios para ser concluido. El espectador actúa, pero el tiempo de su acción no fluye, no trasciende la obra, no se pierde más allá de ella; se incorpora a ella y dura. La acción no consume la obra sino que la enriquece: después de la acción, la obra es más que antes; y esa segunda contemplación ya contiene, además de la forma vista por primera

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vez, un pasado en el que espectador y obra se fundieron: él vertió en ella su tiempo. El no–objeto reclama un espectador (¿todavía podemos hablar de espectador?) no como testigo pasivo de su existencia, sino como condición misma de su hacerse. Sin el espectador la obra existe solo en potencia, a la espera del gesto humano que la actualice. (1959)

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MANIFIESTO NEOCONCRETO*

La expresión neoconcreto es una toma de posición frente al arte no figurativo «geométrico» (neoplasticismo, constructivismo, suprematismo, escuela de Ulm) y particularmente frente al arte concreto llevado a una peligrosa exacerbación racionalista. Los artistas que participan de esta Primera Exposición Neoconcreta, que trabajan en los campos de la pintura, la escultura, el grabado y la literatura, se encontraron, por fuerza de sus experiencias, en la contingencia de rever las posiciones teóricas adoptadas hasta el momento frente al arte concreto, dado que ninguna de ellas «comprende» satisfactoriamente los potenciales expresivos habilitados por estas experiencias. Nacido con el cubismo, producto de una reacción a la disolución impresionista del lenguaje pictórico, era natural que el arte llamado geométrico se colocara en una posición diametralmente opuesta a las facilidades técnicas y de alusión de la pintura corriente. Las nuevas conquistas de la física y la mecánica, que abrieron una amplia perspectiva para el pensamiento objetivo, incentivaron en los continuadores de esta revolución una tendencia a la racionalización cada vez mayor de los propósitos y los procesos de la pintura. La noción mecanicista de construcción invadió el lenguaje de los pintores y los escultores, generando reacciones igualmente extremas, retrógradas, como el realismo mágico, o irracionalistas, como Dadá y el surrealismo. Por ende, no queda duda alguna de que, más allá de las teorías que consagraban la objetividad de la ciencia y la precisión de la mecánica, los verdaderos artistas —por ejemplo Mondrian o Pevsner— construían su obra y, cuerpo a cuerpo con la expresión, muchas veces superaban los límites impuestos por las teorías. Pero la obra de estos artistas ha sido interpretada, al menos hasta hoy, sobre la base de principios teóricos que esa misma obra negó. Proponemos una reinterpretación del neoplasticismo, del constructivismo

* Publicado el 22 de marzo de 1959 en el Suplemento Dominical del Jornal do Brasil. El manifiesto sirvió como apertura de la I Exposición de Arte Neoconcreto, en el Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro, ocasión en la que quedó clara la distancia entre el grupo de Gullar y los concretistas de San Pablo.

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y de los demás movimientos afines en base a sus conquistas expresivas y privilegiando la obra sobre la teoría. Si pretendemos entender la pintura de Mondrian según sus teorías, nos veremos obligados a elegir entre una y otras. O bien nos parece posible la profecía de una integración total del arte en la vida cotidiana y vemos en la obra de Mondrian los primeros pasos en ese sentido, o bien esa integración nos parece cada vez más remota y su obra nos resulta frustrada. O bien la vertical y la horizontal son los ritmos fundamentales del universo y la obra de Mondrian es la aplicación de este principio universal, o bien el principio falla y su obra se revela fundada sobre una ilusión. Pero lo cierto es que la obra de Mondrian está ahí, viva y fecunda, por encima de estas contradicciones teóricas. De nada nos servirá ver en Mondrian al destructor de la superficie, del plano y de las líneas, si no prestamos atención al espacio nuevo que esa destrucción construyó. Lo mismo puede decirse de Vantongerloo o de Pevsner. Poco importa qué ecuaciones matemáticas sustentan una escultura o un cuadro de Vantongerloo, puesto que la obra solo entrega la «significación» de sus ritmos y sus colores a la experiencia directa de la percepción. Poco interesa saber —frente al nuevo espacio que sus esculturas hacen nacer y frente a la expresión cósmico–orgánica que revelan sus formas a través de ese espacio nuevo— si Pevsner partió o no de figuras de la geometría descriptiva. Tendrá interés cultural específico determinar las aproximaciones entre los objetos artísticos y los instrumentos científicos, entre la intuición del artista y el pensamiento objetivo del físico y el ingeniero. Pero, desde el punto de vista estético, la obra comienza a despertar interés precisamente por lo que en ella trasciende a esas aproximaciones exteriores: por el universo de significaciones existenciales que la obra al mismo tiempo funda y revela. *** Malévich, al reconocer la primacía de la «sensibilidad pura en el arte» eximió a sus definiciones teóricas de las limitaciones del racionalismo y el mecanicismo, dando a su pintura una dimensión trascendente que hoy le garantiza una notable actualidad. Pero Malévich pagó caro el

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coraje de oponerse, simultáneamente, a lo figurativo y a la abstracción mecanicista, y hasta hoy es considerado, por ciertos teóricos racionalistas, un ingenuo que no comprendió el verdadero sentido de la nueva plástica. A decir verdad, Malévich ya expresaba, dentro de la pintura «geométrica», una insatisfacción, una voluntad de trascender lo racional y lo sensorial que hoy se manifiesta de manera irreprimible. Lo neoconcreto, nacido de la necesidad de expresar la compleja realidad del hombre moderno con el lenguaje estructural de la nueva plástica, niega validez a las actitudes cientificistas y positivistas en el arte y repone el problema de la expresión incorporando las nuevas dimensiones «verbales» creadas por el arte no figurativo constructivo. El racionalismo roba toda su autonomía al arte y sustituye las cualidades intransferibles de la obra de arte por nociones propias de la objetividad científica: así los conceptos de forma, espacio, tiempo, estructura —que en el lenguaje del arte están vinculados a una significación existencial, emotiva, afectiva— se confunden con la aplicación teórica que la ciencia hace de ellos. En verdad, en nombre de prejuicios que la filosofía actualmente denuncia (M. Merleau–Ponty, E. Cassirer, S. Langer) —y que imperan en todos los campos, empezando por la biología moderna que supera el mecanismo pavloviano—, los concretos racionalistas todavía ven al humano como una máquina entre máquinas y procuran limitar el arte a la expresión de esa realidad teórica. No concebimos la obra de arte ni como «máquina» ni como «objeto», sino como un cuasi–corpus, es decir, un ser cuya realidad no se agota en las relaciones exteriores de sus elementos; un ser que, discernible a través del análisis, solo se entrega plenamente al abordaje directo, fenomenológico. Creemos que la obra de arte supera el mecanismo material sobre el cual reposa, y no por alguna virtud extraterrestre: lo supera porque trasciende esas relaciones mecánicas (que la Gestalt objetiva) y porque crea para sí una significación tácita (M. Ponty) que surge en ella por primera vez. Si tuviéramos que buscar un símil para la obra de arte, no podríamos encontrarlo ni en la máquina ni en el objeto tomados objetivamente, sino, como S. Lanoer y W. Wleidlé, en los organismos vivos. Sin embargo, esta comparación no alcanza tampoco a expresar la realidad específica del organismo estético. Y debido a que la obra de arte no se limita a ocupar un lugar en el espacio objetivo —más bien lo trasciende al fundar una nueva significa-

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ción en él—, las nociones objetivas de tiempo, espacio, forma, estructura, color, etc. no son suficientes para comprender la obra de arte, para dar cuenta de su «realidad». La dificultad de una terminología precisa para expresar un mundo que no se ajusta a las ideas llevó a la crítica de arte al uso indiscriminado de palabras que traicionan la complejidad de la obra creada. La influencia de la tecnología y de la ciencia también se manifestó aquí, al punto de que hoy se han invertido los roles y ciertos artistas, ofuscados por esa terminología, intentan hacer arte partiendo de algunas nociones objetivas que pretenden utilizar a manera de método creativo. Inevitablemente los artistas que proceden de este modo solo ilustran nociones a priori, porque están limitados por un método que les prescribe de antemano el resultado de su trabajo. Al rechazar la creación espontánea, intuitiva, y reducirse a un cuerpo objetivo en un espacio objetivo, el artista concreto racionalista, con sus pinturas, solo pide de sí y del espectador una reacción de estímulo y reflejo: habla del ojo como instrumento y no como un modo humano de tener el mundo y darse a él; le habla al ojo–máquina y no al ojo–cuerpo. *** Dado que la obra de arte trasciende el espacio mecánico, las nociones de causa y efecto pierden toda validez en ella, y las nociones de tiempo, espacio, forma y color están de tal modo integradas —por el solo hecho de no ser preexistentes, como nociones, a la obra— que sería imposible referirse a ellas como términos descomponibles. El arte neoconcreto, al afirmar la integración absoluta de estos elementos, supone que el vocabulario «geométrico» que emplea puede asumir la expresión de realidades humanas complejas, tal como lo prueban muchas obras de Mondrian, Malévich, Pevsner, Gabo, Sofía Taueber–Arp, etc. Y si bien esos artistas muchas veces confundían el concepto de forma mecánica con el de forma expresiva, es imprescindible aclarar que, en el lenguaje del arte, las formas llamadas geométricas pierden el carácter objetivo de la geometría para volverse vehículos de la imaginación. La Gestalt, aun siendo una psicología causalista, tampoco alcanza para hacernos comprender ese fenómeno que disuelve el espacio y la forma como rea-

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lidades causalmente determinables y los entrega como tiempo: como espacialización de la obra. Entiéndase por espacialización de la obra el hecho de que la obra siempre se está haciendo presente, siempre está recomenzando el impulso que la generó y al cual ella misma dio origen. Y si esta descripción nos remite igualmente a la experiencia primera —plena— de lo real, es porque el arte neoconcreto no pretende nada menos que reactivar esa experiencia. El arte neoconcreto funda un nuevo «espacio» expresivo. Esta posición es igualmente válida para la poesía neoconcreta, que denuncia el mismo objetivismo mecanicista propio de la pintura en la poesía concreta. Los poetas concretos racionalistas también dijeron que el ideal de su arte era la imitación de la máquina. El espacio y el tiempo no son para ellos más que relaciones exteriores entre palabras–objeto. Ahora bien: si así fuera, la página se reduciría a un espacio gráfico y la palabra a un elemento de ese espacio. Al igual que en la pintura, aquí lo visual se reduce a lo óptico y el poema no supera la dimensión gráfica. La poesía neoconcreta rechaza estas nociones espurias y, fiel a la naturaleza misma del lenguaje, afirma el poema como ser temporal. En el tiempo y no en el espacio la palabra desdobla su compleja naturaleza significativa. En la poesía neoconcreta la página supone la espacialización del tiempo verbal: es pausa, silencio, tiempo. Evidentemente, no se trata de volver al concepto de tiempo de la poesía discursiva, porque mientras en esta el lenguaje fluye en sucesión, en la poesía neconcreta el lenguaje se abre en duración. En consecuencia, a diferencia del concretismo racionalista que toma la palabra como objeto y la transforma en mera señal óptica, la poesía neoconcreta disuelve su condición de «verbo»; es decir, de modo humano de presentación de lo real. En la poesía neoconcreta el lenguaje no se escurre: dura. A su vez, la prosa neoconcreta, que abre un nuevo campo para las experiencias expresivas, recupera el lenguaje como flujo superando sus contingencias sintácticas y dando un sentido nuevo, más amplio, a ciertas soluciones que hasta hoy se pensaron equivocadamente como poesía. Por eso, tanto en la pintura como en la poesía, en la prosa como en la escultura y el grabado, el arte neoconcreto reafirma la independencia de la creación artística frente al conocimiento práctico (moral, política, industria, etc.).

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Los participantes de esta Primera Exposición Neoconcreta no constituyen un «grupo». No están vinculados por principios dogmáticos. La evidente afinidad de las investigaciones que realizan en distintos campos los acercó y los reunió aquí. El compromiso que los liga, vincula primeramente a cada uno con su propia experiencia y continuarán juntos mientras dure la afinidad profunda que los aproximó. AMÍLCAR DE CASTRO – FERREIRA GULLAR – FRANZ WEISSMANN – LYGIA CLARK – LYGIA PAPE – REYNALDO JARDIM – THEON SPANÚDIS

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Ferreira Gullar, Lembra, acrílico sobre madera y vinil, 40 x 40 x 5 cm; cubo de 5 x 5 x 5 cm, 1959–2004. Colección del artista 85


VANGUARDIA Y SUBDESARROLLO

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INTRODUCCIÓN

Un concepto de «vanguardia» estética válido en Europa o en los Estados Unidos, ¿tendrá la misma validez en un país subdesarrollado como Brasil? Esta cuestión, que desde hace algún tiempo ocupa el centro de mis preocupaciones, está a la orden del día en los debates sobre arte en nuestro país. Es cierto que el tema casi nunca se plantea en estos términos. Antes bien, se da por aceptada la universalidad del concepto de vanguardia y solo se discute el carácter alienante o no del vanguardismo, el carácter retrógrado o no del realismo. Si bien esa es una discusión pertinente, a mi entender carecerá de objetividad si primero no se busca definir qué debemos entender por «vanguardia» en el contexto de la realidad brasileña. Es evidente que plantear el problema de este modo equivale a cuestionar desde ya la universalidad del concepto de «vanguardia», algo que no les interesa a quienes consideran que arte de vanguardia es solo aquel que lleva las búsquedas formales o irracionalistas hasta sus últimas consecuencias. Nuestro punto de vista es otro. Cabe también señalar que la divulgación en Brasil de las obras y las ideas de los vanguardistas sufrió una comprensible deformación, que fue sobre todo producto del esquematismo con que se buscó justificar el concretismo poético. Siempre se omitió todo aquello que, por ejemplo en Joyce y en Pound, provenía de la situación particular de esos autores, de su vinculación con la problemática nacional o cultural, de la época en que vivieron y crearon, etc. El objetivo era presentar el curso del arte como un desarrollo lineal, fatal e históricamente incondicionado. Como si el proceso artístico constituyera una historia aparte, desvinculada de la historia general de los seres humanos. A partir de ese eje de lectura, los concretos seleccionaban autores y obras, calificando de «válidos» a los que mejor lo representaban y despojando de valor a los demás autores. Como toda abstracción, era un ejercicio difícil que obligaba a realizar una selección dentro de la selección: las obras y los autores eran reducidos a aspectos estrictos, exclusivamente aquellos que interesaban al 87


concepto de «vanguardia», ignorando la evolución y la transformación de la obra en el transcurso del tiempo. De hecho, si se pretende demostrar que la poesía avanzó inevitablemente hacia los esquemas del concretismo se vuelve difícil explicar, por ejemplo, que el propio Oswald de Andrade haya abandonado el camino formalista después de 1929 para afirmar la necesidad del compromiso político. Se tiende un manto de silencio sobre esto y se presenta al Oswald de la época «modernista» como un argumento más a favor del formalismo. Y esto sin tener en cuenta que, incluso en aquella etapa, Oswald jamás se desligó de la realidad brasileña ni nunca se entregó a puros ejercicios de lenguaje. Se quiere dar un tratamiento semejante a Maiakovski, presentándolo también como formalista. Aquí el asunto raya en el escándalo porque Maiakovski es el ejemplo más notorio del compromiso político de la poesía. Ningún poeta es tan referencial ni está tan vinculado a la realidad social, a los problemas políticos, inmediatos de su época. Se intenta omitir el hecho de que Maiakovski, después de su etapa futurista, se acercó cada vez más a la realidad común y a la claridad expresiva. Era un innovador, como todo poeta verdadero, pero nunca hizo de la búsqueda formal el objetivo de su poesía. En la inauguración de la exposición Veinte años de actividad poética de Maiakovski, realizada en marzo de 1930 en Moscú, afirmó: «Voy a leerles cosas escritas en 1919. Debo aclarar que son mis versos más oscuros, y que con frecuencia han sido tildados de incomprensibles. Precisamente por ese motivo, a partir de entonces me preocupó ser comprendido y me esforcé por escribir de modo tal de ser accesible al mayor número posible de oyentes». ¿Con qué derecho entonces utilizar a Maiakovski para apoyar una corriente poética que pretende eliminar toda y cualquier relación conceptual, discursiva, toda y cualquier referencia a la realidad concreta? De cualquier modo, el hecho de que los formalistas hayan utilizado a Maiakovski indica un retroceso del formalismo. En sus comienzos, los concretos jamás aludieron al poeta de A pleno pulmón, jamás lo incluyeron en su «elenco de autores». Solo hablaban de Pound, de Joyce, de Mallarmé. Pero el proceso social brasileño, del que los poetas concretos no se daban por enterados, volvió insostenible la defensa de posturas netamente esteticistas a partir de 1961–1962. El ascenso de las masas trabajadoras, la lucha por las reformas, impusieron la opción. La mayoría de los escritores brasileños se comprometió en la lucha política y prosi-

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guió en ella. Fue entonces cuando los concretos volvieron a la superficie blandiendo el nombre de Maiakovski. «No hay arte revolucionario sin forma revolucionaria». Ahora bien, Maiakovski es precisamente el ejemplo de que es posible hablar la lengua de todos, ser entendido, expresar las aspiraciones de la masa y crear poesía. Ningún poeta que merezca el nombre de tal puede ser formalmente un académico, ni por eso tendrá que hacer poesía concreta. La renovación no significa romper con todo el patrimonio de experiencias acumulado. La forma revolucionaria no es la mera dilución de «hallazgos» formales sino la forma que nace como consecuencia inevitable del contenido revolucionario. Son los hechos, la Historia, los que crean las formas, y no al revés. Y la prueba de que eludir los hechos esclerosa las formas y esteriliza a los artistas está en la propia poesía concreta, que se estancó en un número extremadamente reducido de variaciones formales. El radicalismo inicial de los formalistas correspondió, en su época, al radicalismo del movimiento de arte participativo, que dejó de lado toda la problemática estética e hizo de la poesía, el teatro y el cine meros instrumentos de acción política y denuncia. Esos jóvenes escritores, que se organizaron en Centros Populares de Cultura, coincidían con los movimientos de «vanguardia» modernos por lo menos en un punto: el rechazo a los principios estéticos y al arte como tarea académica. Planteaban el problema del distanciamiento entre el arte y el pueblo y se proponían competir con los medios de comunicación masivos buscando formas de comunicación populares y yendo con sus obras a los sindicatos, a las favelas, a los suburbios, a los barrios obreros, a las plantas refinadoras de azúcar, a las facultades. Estaban impelidos por el proceso sociopolítico del país, que en aquella época se caracterizaba por una mayor participación de las capas populares en la vida política y por la exigencia de reformas sociales profundas. El arte debía integrarse a esa lucha y contribuir a la consumación de sus objetivos. El golpe militar de abril de 1964 detuvo simultáneamente el ascenso popular y la experiencia artística de los CPC. Pero mientras el nuevo régimen buscaba deliberadamente «despolitizar» al país (liquidando los liderazgos políticos y los partidos y controlando el Congreso), el teatro, el cine, la música popular, la poesía y hasta la pintura asumieron el papel de «repolitizarlo» en términos mucho más amplios que antes. El camino abierto por los CPC fue interrumpido, pero sus integrantes,

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viéndose obligados a producir arte para el gran público, cosecharon una rica experiencia que incentivó (y se incorporó a) las manifestaciones artísticas posteriores a 1964. El interés por los problemas políticos, la temática popular, la integración de la música del morro y del sertón a los espectáculos teatrales, el cine social y político de hoy tienen una de sus fuentes en los movimientos de cultura popular, no solo por el efecto de las obras sino también por la agitación de las ideas que formaron cultural y políticamente a los nuevos autores. Esta etapa de arte político en Brasil planteó algunos problemas nuevos y replanteó algunos problemas viejos. De estos últimos, el más importante fue la vuelta a la radicalidad de los CPC, a la subestimación de los problemas estéticos y culturales en favor de la denuncia y la propaganda política, que no solo se verificó en grupos teatrales universitarios sino también en compañías profesionales. El otro problema que surgió fue el abandono del sentido didáctico (brechtiano) del teatro político en favor de una posición irracionalista que libera el dinamismo de las formas escénicas y a veces alcanza el nivel de la pura y simple agresión al público. Esta tendencia, como la anterior, es producto de una visión política de la situación brasileña, cuyo telón de fondo es el revolucionario de clase media. Esos espectáculos son como rituales mágicos en los que, mediante exorcismos, se pretende destruir al enemigo transformado en fantasma o espíritu del mal. El éxito de estos espectáculos, que mezclan la frustración política con la existencial, proviene precisamente de la atmósfera mágica exasperada que crean y del hecho de que, como la realidad exterior queda reducida a mitos y fantasmas, el ritual se cumple sin dejar resto y el espectador, a través de la liberación de la agresividad contenida, metafórica, se «realiza». Esta tendencia, importada de París y salpicada por la situación política opresiva, es señal de un posible retorno de ciertos artistas al camino del arte por el arte. No es obra de la casualidad que los defensores de esta tendencia hayan adoptado una terminología idéntica a la de los concretos y hayan desarrollado la teoría de que lo fundamental en el teatro no es el texto sino el espacio escénico. En otras palabras —y simplificando— lo importante no es el «contenido» sino la «forma». Dentro de este mismo proceso de alejamiento de los problemas concretos de la sociedad se sitúa el súbito interés (ahora ya atenuado) de ciertos círculos intelectuales por la tesis de la «sociedad unidimensional» de Herbert Marcuse, que ofrece argumentos a aquellos que, oponiéndo-

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se al status quo, no comprenden que la transformación cualitativa de la sociedad puede exigir largos años de trabajo y lucha anónima. Oscilando entre la acción extrema y el desencanto, esas personas son presa fácil de teorías como la de Marcuse que, cancelando toda posibilidad real de transformación, justifican el abandono de la lucha o la exasperación suicida. Pero esas «vanguardias» traen, aunque equivocadamente, la cuestión de lo nuevo, y esa sí que es una cuestión esencial para los pueblos subdesarrollados y para los artistas de esos pueblos. La necesidad de transformación es una exigencia radical para quien vive en una sociedad dominada por la miseria y sabe que esa miseria es producto de estructuras arcaicas. A grosso modo, nosotros somos el pasado de los países desarrollados y ellos son el «espejo de nuestro futuro». Su ciencia, su técnica, sus máquinas y hasta sus hábitos se nos imponen como demostración objetiva de nuestro atraso y de su superioridad. Por más que los acusemos y veamos en esa superioridad la señal de una injusticia, no nos engañamos en cuanto al hecho de que no podemos seguir como estamos y de que estamos «condenados a la civilización». Tampoco podemos engañarnos tomando la apariencia de la civilización como civilización, la apariencia del desarrollo como desarrollo, la apariencia de la cultura como cultura. Sin embargo, somos presa fácil de esas ilusiones. Pero debido a causas complejas. Tenemos necesidad de lo nuevo y lo nuevo ya «está hecho». Lo viejo es la dominación, sobre nosotros, del pasado y también del presente, porque nuestro presente está dominado por los mismos que nos traen lo nuevo. Necesitamos la industria y el know how que tienen ellos, pero con esa industria y ese know how que necesitamos para liberarnos, también viene la dominación. Así, lo nuevo es para nosotros, contradictoriamente, libertad y sumisión. Pero esto se debe a que el imperialismo es, simultáneamente, lo nuevo y lo viejo. Lo nuevo es la ciencia, la técnica, las invenciones, que son propiedad de la humanidad en su conjunto pero todavía están mayormente en manos del imperialismo, que es lo viejo. Es por eso mismo que la lucha por lo nuevo, en el mundo subdesarrollado, es una lucha antiimperialista. Y esto es verdad tanto en el campo de la economía como en el campo del arte. La verdadera vanguardia artística, en un país subdesarrollado, es aquella que buscando lo nuevo busca la liberación del ser humano a partir de su situación concreta, internacional y nacional.

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PROBLEMAS ESTÉTICOS EN LA SOCIEDAD DE MASAS

El problema del distanciamiento entre las llamadas artes de vanguardia y el gran público ha sido casi siempre explicado como producto de la incapacidad del pueblo para comprender el significado de esas obras. Esta explicación conduce a dos tipos de comportamiento: el que aconseja la urgente educación estética de las masas y el que, por considerar esa solución inviable, concibe al artista como un genio incomprendido o bien lo acusa de haber desvirtuado el verdadero sentido del arte. Es indudable que la falta de experiencia estética de las masas existe, pero no debemos olvidar que esa falta refiere, en grado sumo, a determinados géneros artísticos muy ligados a la tradición europea. La gran fuerza expresiva de las esculturas africanas, por ejemplo, demuestra un alto desarrollo plástico, pero también es cierto que el «escultor» de una tribu africana probablemente no comprendería las obras de un Brancusi o un Calder. Un compositor popular puede encontrar aburrido a Bach, pero no por eso se puede negar la sensibilidad musical que revelan sus sambas. Cuestiones como estas me parecen demostración suficiente de que la explicación de la falta de educación no lo explica todo. Tanto más cuanto sabemos que ese «entender» las obras de vanguardia está estrechamente ligado a informaciones históricas y teóricas que permiten que el espectador atribuya a las formas significados que las formas, en su percepción desnuda, no poseen. ¿Qué hay que entender en un cuadro de Mondrian? Para una persona desinformada, un cuadro como Boogie–Woogie es un conjunto agradable de formas coloridas, pero inaceptable como «pintura». Para un experto, sin embargo, ese cuadro es el punto culminante de la aventura estética de Mondrian y es un hito en la evolución de la pintura moderna. Aun cuando esa información le sea brindada al espectador común, creo que como máximo lo llevaría a tener una actitud respetuosa frente a esa obra, pero no a penetrarla en toda su significación cultural como sí lo hace el experto. ¿Y por qué? Porque para el experto la comprensión de la pintura es una cuestión central en su vida y una necesidad. Y lo mismo le ocurre al experto en pintura cuando asiste por primera vez a una escuela de samba. Para poder comprender el significado de esa coreografía, de esas batidas de tambor, esas melodías, ritmos, llamados y 92


lamentos, le falta la participación vital en el espectáculo, la identificación profunda con la vida y el arte de los suburbios cariocas. Este paralelismo no pretende igualar la capacidad de comunicación de la escuela de samba con la del cuadro de Mondrian, mucho más pobre y restringido, sino solamente acentuar el hecho de que la comunicación es mayor cuanto más cerca de mi experiencia vital está la obra de arte. La mayoría del público no entiende el arte moderno porque el arte moderno no habla de su vida. Sin embargo, la integración entre la pintura y las masas era infinitamente mayor en el pasado. Y esto no se debe a que en la Edad Media el pueblo tuviera una mejor estética que hoy, sino a que la pintura, en aquella época, expresaba una realidad cultural y religiosa de la que la masa participaba. Y es precisamente con la fragmentación de la sociedad feudal, el surgimiento de la burguesía y la división de la sociedad en clases que la pintura va perdiendo su capacidad de comunicación con el conjunto de la sociedad. Es cierto que la pintura también se transformó, pero esa transformación no conllevó la ampliación de su temática en función del nacimiento de la sociedad de masas sino que, en el sentido inverso, condujo al aislamiento subjetivista. En Egipto, como en la Edad Media, la escultura tenía la función de comunicar al pueblo una imagen idealizada de la clase dominante y del sistema de poder. También fue funcional a la burguesía, hasta que el desarrollo industrial la marginalizó al dotar a los burgueses de instrumentos de comunicación y formación de la opinión pública más eficaces en la sociedad de masas, como los diarios, los libros, el cine, la radio y la televisión. Acompañando el desarrollo social, la pintura también rompió con los principios académicos que eran, en ella, la expresión de un mundo ya superado. Pero esa ruptura, que en aquella época la apartó de la clase dominante, también la alejó del gran público y la condujo al arte por el arte. Al igual que los poetas, los pintores dejaron de idealizar a la clase dominante para idealizarse a sí mismos, en el afán de transformar «su extrañeza social en una soledad victoriosa». A partir de allí se elaboró toda una nueva visión estética que, si bien negaba la visión artística del pasado, también negaba la realidad social del presente apoyándose en la «aristocracia del espíritu». Konrad Fiedler supo afirmar que el conocimiento en el campo de las artes plásticas «solo puede ser perfeccionado por aquellos que ven lo que permanece oculto a los demás». Y en esto se funda, según Fiedler, la diferencia entre el talento

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y el genio que «abre, ante los ojos asombrados de los pocos entendidos, los campos nuevos que audazmente descubrió»12. De lo que puede concluirse que el arte es para los raros, no porque haya sido marginado dentro de la sociedad, sino porque son pocos los que están espiritualmente a su altura. No se trata aquí de una superioridad basada en la jerarquía social, puesto que el artista, aislado, se opone al mundo como un todo, independientemente de las diferencias de clase. La humanidad es una sola, admite el artista, pero están los brutos y están los sensibles. Y así explica por qué tanto el ciudadano de clase media y el obrero, como el rico burgués, son indiferentes a su arte. En su libro De lo espiritual en el arte, Vasili Kandinski refleja la posición del artista frente a una sociedad materialista dividida en clases. Solo que su división de las «clases sociales» resulta bastante extravagante porque obedece a un criterio ascendente que lleva del materialismo al espiritualismo. Para Kandinski la sociedad es como un triángulo. En la base están los judíos, los católicos, los protestantes, «que son ateos antes que nada» y desde el punto de vista económico «son socialistas». En el siguiente sector del triángulo, un poco más arriba, están los que no aceptan el ateísmo ciego. Son los republicanos, los socialistas de diversos matices, y se sustentan en «principios» extraídos de Lassalle y Marx. En el arte, son naturalistas. Más arriba están los confundidos, los sabios profesionales que fingen entender de arte pero no entienden. En el último escalón del triángulo la angustia se disipa y nos encontramos con personas que superan la visión materialista del mundo aunque todavía no tengan una doctrina plenamente definida: son los teósofos. Y Kandinski llega a la conclusión de que la teosofía «es un grito de libertad que conmoverá los corazones desesperados en medio de las tinieblas y la noche. Es una mano firme tendida hacia ellos, que les muestra el camino»13. Ellos son los que más cerca estarían del verdadero arte. Kandinski plantea la cuestión en términos de desesperación, presentando la sociedad de su época como un caos donde imperan el miedo y el materialismo y el hombre solo puede salvarse a través del conocimiento espiritual que supera a la ciencia positiva y a la razón. El tono de crisis que

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Konrad Fiedler, De la esencia del arte, Buenos Aires, Nueva Visión, 1958. (N. del A.)

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Vasili Kandinski, De lo espiritual en el arte, Buenos Aires, Nueva Visión, 1956. (N. del A.)

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trasunta el libro de Kandinski también indica el momento histórico vivido por el artista, que a raíz de ello traspone el límite del arte figurativo para penetrar en el abstraccionismo, distanciándose todavía más de la realidad objetiva. Kandinski es uno de los precursores de la experiencia, y su primer teórico. Oponiéndose a la sociedad burguesa con todos sus valores materiales y espirituales, pero necesitando fundar su doctrina estética en el espíritu, se refugia en la teosofía. Esa necesidad del artista de oponerse al mundo común, de afirmarse contra él, encontrará otras formulaciones en el futuro, basadas en el psicoanálisis, la psicología, incluso en la ciencia y la matemática, para justificar a cualquier precio la permanencia de una visión estética aristocrática dentro de la sociedad de masas. Resulta instructivo observar que, mientras que en el plano de la pintura y la escultura predomina la tendencia subjetivista, individualista, la arquitectura y el diseño industrial, vinculados a los nuevos medios de producción y las nuevas técnicas, toman el camino de la objetividad. Es sabido que la primera reacción de los teóricos de la arquitectura frente a la industria fue refugiarse en los viejos conceptos de estilo, proponiendo la decoración como fundamento de la creación arquitectónica. Ruskin, por ejemplo, sostiene esa tesis y al mismo tiempo defiende la dimensión artesanal, afirmando que «realizar con verdad es realizar manualmente, y realizar manualmente es realizar con alegría». William Morris, discípulo de Ruskin, aunque también se aferra a la defensa del trabajo artesanal como fundamento del arte, no obstante es sensible a la realidad de los nuevos tiempos: «No quiero un arte solo para algunos, como tampoco quiero educación o libertad solo para algunos». E interroga: «¿Qué interés puede tener el arte si no resulta accesible a todos?». Morris crea una empresa destinada a la producción de pintura, muebles, objetos de metal y papel para empapelado, todos realizados artesanalmente. Pero la empresa fracasa porque el precio de sus productos, mucho más elevado que el de la industria, los vuelve accesibles solo a la clase rica que él abominaba. Morris llega entonces a la conclusión forzosa de que «la base de la sociedad está irremediablemente corrupta. La barbarie amenaza a la civilización». Pero Walter Crane y P. R. Ashbee, discípulos de Morris, dan un paso adelante y terminan por reconocer que es inútil luchar contra la máquina. En los Estados Unidos, en Francia, en Alemania surgen otros artistas que abren camino a una estética nueva, fundada en las posibilidades de la industria. Louis Sullivan afirma en 1892 que «desde el punto de vista espiri-

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tual, la decoración es un lujo y no una necesidad». Surge así el concepto de funcionalismo, basado en la tesis de que lo Bello y lo Útil coinciden. Paul Souriau escribe en 1904: «Toda cosa es perfecta en su género cuando es conforme a su finalidad». Una concepción de belleza racional y funcional sustituye al decorativismo intuitivo y romántico de Ruskin. Atento a las exigencias de las nuevas técnicas, el arte industrial rechaza los elementos arbitrariamente superpuestos a la forma de los objetos con el propósito de tornarlos «artísticos». Van der Velde y Multhesius profundizan este nuevo concepto de arte, llegando el último a plantear la necesidad de la estandarización de la arquitectura y el diseño industrial. Walter Gropius critica la enseñanza artística de las escuelas de Bellas Artes que «apuestan al genio» y en 1919 funda la Bauhaus, que se propone formar artistas para la industria, es decir, artistas integrados a la realidad productiva de la era industrial. Los países se industrializan, la división de clases se profundiza agudizando las contradicciones en el seno de la sociedad capitalista, los medios de comunicación masivos se amplían y perfeccionan y la ciencia afirma la capacidad humana de conocer la realidad. Mientras tanto el arte, que se ubicó al margen de ese caudal, sufre no obstante sus influencias y padece crisis que, si bien conducen al artista cada vez más lejos de la realidad cotidiana, también preparan el reacercamiento futuro en la medida en que lo llevan a adoptar posiciones cada vez más difíciles de sustentar y lo obligan a destruir, por eso, sus propios medios de expresión. Así, debemos ver el desarrollo del arte contemporáneo a partir de la Revolución Industrial no como una farsa o un equívoco, sino como el camino crítico inevitable determinado por la naturaleza misma de ese arte en su conflicto con la sociedad de masas. Por otro lado, desde esta perspectiva deben también examinarse las teorías estéticas que acompañan ese desarrollo, en vez de considerarlas verdades incondicionales aplicables incluso al arte masivo contra el cual se gestaron. Por ejemplo, no se puede fundar una estética del cine en una filosofía del arte que define la experiencia artística como contemplación solitaria de un objeto único e irreproducible: un «original». Una película es producto de un trabajo de equipo, no tiene un original sino tantos como se deseen hacer, y puede ser vista por centenas o millares o millones de espectadores al mismo tiempo. Es imposible comprender el cine como medio expresivo si no se tienen en cuenta todos estos factores.

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Walter Gropius convocó para que enseñaran en la Bauhaus a artistas como Klee, Kandinski, Feininger, Moholy–Nagy, exponentes todos del arte individualista. Pero como los jóvenes estudiantes de la Bauhaus tendrían que aprender también las técnicas artesanales, las técnicas y la estética industriales, Gropius imaginaba que los sucesores de Klee y Kandinski serían lo opuesto de lo que ellos eran, es decir, artistas de la industria, del arte de masas. Pero la Bauhaus encontró muchas dificultades para desarrollarse y fue cerrada por el nazismo en 1933. Además, la naturaleza competitiva de la industria capitalista, con su objetivo de lucro máximo, no se sometió a la doctrina de Gropius. Por su parte, el arte por el arte continuó su camino autofagocitador hasta el irracionalismo radical del tachismo. Estos hechos condujeron a los teóricos del arte a reelaborar teorías estéticas que ya no pueden disimular el estancamiento del presente. Una constante de las tendencias estéticas llamadas de vanguardia es presentar el arte como una actividad totalmente ajena a los problemas sociales y que incluso extrae su autenticidad de esa ajenidad. Sería demasiado simple afirmar que el artista, en esos casos, solo busca rehuir la responsabilidad social y política: su alejamiento resulta de una búsqueda de la «vida verdadera», del sentido profundo de la existencia. Es acertado pensar que su visión de la realidad es falsa, porque desconoce que no se llega a lo permanente sino a través de lo circunstancial y que los seres humanos, como los valores, son entes sociales y por lo tanto políticos. Desconoce también que su aislamiento no lo hace inmune al proceso histórico y que las luchas, crisis y transformaciones ocurridas en la sociedad determinan indirectamente el rumbo de su arte. Negándose a interferir en el proceso, el artista solamente sufre sus consecuencias. Queriendo situarse a una altura donde no llegue a sus oídos «el feroz rugir» del mundo, los artistas y estetas aceptaron de buen grado las filosofías idealistas que, a partir de Berkeley, presentan la realidad, las cosas tangibles, como una simple proyección de la conciencia. Los artistas reaccionan al mundo de explotación e injusticias implantado por la burguesía afirmando que nous ne sommes pas dans le monde, y así apuntan a una realidad imposible que, a falta del cielo católico, se transforma en desesperación existencial ante lo absurdo. O en desesperación romántica, o en escepticismo neopositivista que reduce la crisis del capitalismo a una crisis del lenguaje y reduce el conocimiento al empirismo, resultando en

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una tautología. En un mundo así configurado el arte abstracto, el surrealismo, Mallarmé, Joyce, el dadaísmo y sus derivas se convierten en la justificación misma de la imposibilidad de conocer lo real, cuando de hecho son la expresión, muchas veces genial, de la crisis de la visión idealista del mundo. Los estetas no se dan por aludidos. Dado que el contenido de esas obras es oscuro, irreductible a la lógica, la crítica, en vez de mirarlas como expresión de una crisis las mira como intención formal, elaborando una estética en la cual el contenido pasa a tener un papel secundario: lo que importa no es lo que se dice sino cómo se dice. ¿Pero qué expresa ese arte cuyo sentido no se comprende? «Ese arte no expresa nada», afirma Susanne Langer, «ese arte muestra, presenta». ¿Qué presenta? Presenta la forma. ¿Pero qué significado tiene la forma? «El significado de la forma», explica Langer, «es el sentimiento interior que se expresa a través de ella». Pero la forma no es un mero síntoma de la vida interior: «es la exteriorización organizada, estructurada, del significado interior». En otras palabras: la obra de arte expresa lo que trasciende el lenguaje conceptual. «La vida es un proceso natural de equilibrios, desequilibrios y ritmos, que la obra expresa simbólicamente.» En suma, el arte expresa la vida que, para Langer, se reduce a tensiones y ritmos subjetivos14. Es indudable que, en última instancia, el acto de percibir una obra de arte puede reducirse, analíticamente, a una estructura dinámica. Y que la pura y simple precipitación de fuerzas en el campo visual (o auditivo) puede provocar placer estético en el ser humano. Pero la cuestión radica en saber si esta estructura —que existe en cualquier acto de percepción— es lo fundamental de la obra de arte o si es apenas el soporte, el vehículo, el modo de existir de los significados que la obra comunica. Es evidente que la estructura material y el significado son una unidad dialéctica, imposible de separar, pero también es evidente que el artista busca que su mensaje sea claro: hace el esfuerzo de elevar la materia subjetiva, emocional, al nivel de la comunicación inteligible, y no al revés. Incluso en el caso de las artes no verbales, como la danza y la música, habría que ignorar las connotaciones de sus formas respecto de la experiencia cotidiana, cultural e histórica para afirmar que solo expresan las tensiones y los ritmos de

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Susanne K. Langer, Problems of Arts, Nueva York, Charles Scribner’s sons, 1957. (N. del A.)

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la vida: una vida que a su vez es considerada un fluir abstracto, desligado del ser humano. Precisamente porque en esas artes, como en la pintura abstracta, las formas están lo más despojadas posible de connotaciones objetivas los filósofos del arte puro fundamentan en ellas los principios de la estética formalista. Es cierto que no todas las filosofías idealistas del arte adoptan las tesis de Susanne Langer, nacidas del concepto de «formas simbólicas» de Ernst Cassirer. La posición de Max Bense es diferente. Allí donde Langer tiende a la intuición y la subjetividad, Bense propende a la razón y la objetividad. Adoptando las ideas de Charles W. Morris sobre el significado de las formas artísticas, las ve como «signos». Y afirma: «En la obra de arte, lo que se percibe en la percepción estética son signos, signos del ser, porque todos los signos lo son». En el signo existen el denotatum y el designatum. Los golpes procedentes de una celda, al mismo que tiempo que caracterizan el golpear, indican la existencia de un hombre preso. El golpear es el designatum; el hombre preso que golpea, el denotatum. En el arte, según Bense, los signos solo tienen designatum porque, afirma, incluso en la pintura clásica, figurativa, el proceso de los signos permanece oculto «por figuras, objetos, cosas y su ordenación cosmológica o no cosmológica». Es en la pintura abstracta donde se realiza «un auténtico mundo co–real, estético, de signos». Los colores y las formas se constituyen casi como signos de lo real, de modo tal que, en una obra abstracta, se revela «el trabajo directamente ontológico del arte moderno»15. Como vemos, Max Bense llega, por otros caminos, al mismo punto que Susanne Langer. Las formas del arte son para él «signos del ser», mientras que para ella son «formas simbólicas» de la vida. Para ambos el arte expresa la realidad o la vida concebidas como abstracciones, pero no se contentan con definir esas características como propias o distintivas del arte actual: para ellos la temática figurativa del pasado simplemente «ocultaba» la abstracción del presente. En otras palabras: toda la historia de la pintura no es sino un camino para llegar al abstraccionismo; toda la historia de la literatura es un preludio al Finnegans Wake y a Un coup de dés...

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Max Bense, Estética, Buenos Aires, Nueva Visión, 1957. (N. del A.)

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Pero no todos los estudiosos del arte contemporáneo se cierran, como Langer y Bense, a lo que ocurre a su alrededor, convencidos de que las explicaciones estéticas explican todo. Están los inquietos, como Lewis Mumford, para quien «el arte sano de nuestro tiempo es la mediocre producción de personas demasiado fatuas o complacientes para tener conciencia de lo que ocurre en el mundo, o de lo contrario es la obra de reclusos espirituales, casi tan retirados del mundo como los tradicionales eremitas hindúes o cristianos». «Tal vez la principal desventaja para la creación ulterior», escribe Mumford, «sea que el arte moderno ahora se ha convertido en una forma académica aceptada, y que la moda de idealizar el orden mecánico o de simbolizar la desintegración y la frustración esquizofrénica han llegado a ser lo distintivo del gusto refinado». Afirma que «nuestro arte no representa todavía en su escala adecuada la vitalidad latente de nuestra sociedad. Porque el drama más grande de la vida actual, la fuente más acerba de expresión, es el esfuerzo por superar la desunión y la desintegración, por recuperar, para la vida, la iniciativa. No mediante la reclusión, sino mediante la inmersión; no por la retirada, sino por la derrota de las fuerzas que amenazan la vida». Mumford comprende que la humanidad entera corre peligro, que una guerra nuclear podría destruirlo todo, y que para que eso ocurra bastaría con que el predominio de la máquina sobre el ser humano se acentuara un poco más. ¿Cuál es la salida entonces? Mumford responde: «Un dislocamiento de valores, un nuevo sistema filosófico, un hábito fresco de vida»16. La virtud de Mumford reside en percibir que el problema del arte no está desligado de la realidad concreta del mundo y que no será por omisión, sino por participación, que el ser humano reencontrará el camino cierto. No obstante, subsiste en su pensamiento la nostalgia de las épocas artesanales, la ilusión de que fue el desordenado crecimiento de la civilización industrial el que llevó al hombre de hoy al estancamiento en que se encuentra. Para Mumford el problema reside en el hecho de que el equilibrio entre lo simbólico y lo técnico —que a su entender constituye el núcleo de la naturaleza humana— fue roto por el desarrollo unilateral de la técnica. Esa atrofia hizo que comenzaran a subestimarse los valores del espíritu y del arte, sin los cuales la humanidad se dirige al desastre total.

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Lewis Mumford, Arte y Técnica. Buenos Aires, Nueva Visión, 1957. (N. del A.)

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Mumford confunde así la causa con el efecto y pretende reformar el mundo desde arriba hacia abajo. Desde su perspectiva idealista ve el mundo como billones de seres aislados, siente que es necesario romper ese aislamiento —en el cual él, Mumford, se encuentra— pero no sabe cómo. Y concluye: «Sobre todo debemos aprender a reposar, a guardar silencio, a cerrar los ojos y esperar». Muy otra es la posición de Pierre Francastel, para quien no existe ninguna contradicción, en nuestra época, entre arte y técnica. A su entender la contradicción se da, no en el plano de las técnicas, sino en el de lo imaginario. «Por consiguiente», escribe, «la verdadera oposición no es entre el arte —considerado como una de las formas imaginativas del hombre— y las técnicas, sino entre ciertos fines momentáneos que el arte concreta y otras formas imaginarias que actualmente se concretan mediante las técnicas de la industria mecanizada». Para Francastel existe un «espíritu ingeniero» así como existe un «espíritu artístico», y al espíritu ingeniero, a diferencia del artístico, no le importa la calidad de lo que produce sino el punto de vista técnico. Así, a su entender el arte moderno se inserta a la perfección en el panorama de nuestra época, y si el gran público no lo acepta a gran escala, como sí acepta sin rechistar los nuevos objetos industriales, es porque la obra de arte «modifica más profundamente su capacidad de actuar y de interpretar el mundo exterior». Francastel cree incluso que el arte de vanguardia es revolucionario como la sociedad misma en que vivimos, que encuentra «en el desarrollo de las técnicas y de las artes un medio para disociar lo que queda del orden antiguo y prefigurar el nuevo orden». Por esa razón combate las interpretaciones estéticas actuales, «dominadas por una concepción intuitiva y metafísica que hace del arte una fuerza exenta de toda utilidad material, libre, gratuita y a través de la cual el hombre, en estado de gracia, entra directamente en contacto con las realidades supremas del universo, fuera de los tiempos y de los espacios, en el absoluto, más allá de la historia». Francastel piensa que esas interpretaciones falaces son las que apartan al hombre actual del arte contemporáneo17.

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Pierre Francastel, Art et technique. París, Les Éditions de Minuit, 1956. (N. del A.)

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Lo que tiene de curioso la posición de Francastel es que él, del mismo modo que Langer, Bense, Read o Kandinski, defiende el arte abstracto, aunque lo interpreta como un hecho histórico concreto. En su pensamiento está implícito que el significado de las formas proviene del significado general de la época, aun cuando afirme que «el pensamiento plástico que existe junto a los pensamientos científico o técnico pertenece, al mismo tiempo, al dominio de la acción y de la imaginación». Esta supuesta autonomía del lenguaje plástico puro replantea la posición del arte por el arte puesto que, al intentar definir el significado de esas formas, Francastel recurre al intuicionismo de Langer o a la ontología de Bense. La evolución misma de las artes plásticas en los últimos dos años, abandonando las formas abstractas y volcándose a una especie de realismo social, contraría la tesis de Francastel. Este rápido esbozo de los conceptos estéticos hoy vigentes nos muestra con qué desesperado esfuerzo se ha buscado justificar los valores de un arte desligado de la realidad social, y cómo esas justificaciones conducen siempre a una concepción del arte y del hombre incompatibles con la época en que vivimos. La transformación de la sociedad humana, con el correr de los siglos, no solo modifica la exterioridad de la vida humana sino también los comportamientos individuales y la esencia misma del hombre. El cambio en las relaciones de producción generado por la burguesía hace surgir un hombre nuevo que ocupa los lugares del noble refinado y del ignorante siervo de la gleba. El hombre urbano, el habitante de las grandes ciudades experimenta otra vida, que suscita en él una nueva psicología, una nueva visión del mundo, otras aspiraciones y otros valores. Su noción de felicidad, de realización, de amor, de derecho, de justicia tiene poco que ver con la que sustentaban los hombres del pasado. La mujer linda que ve en la calle enseguida se pierde en la multitud y con seguridad no volverá a verla nunca. Su soledad, en la ciudad de millones de hombres, no es la misma soledad del hombre de campo o de pueblo. Su alegría también es otra y reclama la participación de millones. Tiene una experiencia de multitud que es relativamente nueva en la historia de la humanidad. En los gigantescos estadios de fútbol vibra emocionalmente, en el mismo instante, con cientos de miles de personas. Tiene noción de su identidad con sus semejantes y de la identidad de sus destinos. Aislado en su casa, escuchando la radio o viendo televisión, es consciente de

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que millones de otras personas están escuchando o viendo esos mismos programas. Esos programas no solo lo divierten sino que también lo informan sobre lo que pasa en su ciudad, en su país y en otros países del mundo. A diferencia del hombre medieval, vive de hechos y temores reales. Sus intereses son concretos: la ropa, los zapatos, el automóvil, la casa, la mujer. Su paraíso es terrestre, su aspiración más lejana es un yate o acostarse con una mujer tan linda como Ursula Andress, si no con la propia Ursula... ¿Puede tener interés para ese hombre un arte que no habla de estas inquietudes, de estos sueños, de los problemas de su vida? ¿Pueden prevalecer, en esta época, los valores estéticos de la contemplación abstracta? Un desfile de escuelas de samba implica la participación, en el espectáculo, de decenas de millares de personas ante una platea de centenas de miles. ¿Puede una estética tradicional explicar las nuevas relaciones estéticas que allí se manifiestan? ¿O bastará simplemente con decir que «eso no es arte», como se decía del cine cuando nació? Cabe señalar, además, que la noción del arte tal como hoy lo concebimos, desligado de la vida cotidiana, nació con la época moderna, en el mismo momento en que los nuevos medios de registro y comunicación de la realidad surgieron con el desarrollo industrial. El arte aristocrático del pasado correspondía a una sociedad de bajo consumo. En una sociedad de analfabetos, como observa Sartre, la literatura estaba naturalmente dirigida a los pocos que sabían leer y cultivaban las letras. ¿Pero cómo escribir para unos pocos ahora, cuando millones podrían interesarse? Es la propia sociedad de masas, es la presencia activa del pueblo la que pone en cuestión las artes de élite, como pone en cuestión a la propia élite, con sus valores materiales y espirituales. Vivimos en un mundo «real». Los dioses y los demonios fueron expulsados de los cielos y de los rincones sombríos. Las fábulas y los cuentos fantásticos encantan a los niños y nos divierten. Pero ya nadie cree en ellos. La luz eléctrica, los transportes, la radio, los diarios, la televisión volvieron claro el mundo en su concretud. La ciencia nos explica los fenómenos. El mundo ya no tiene misterios: tiene hechos todavía no explicados; ya no tiene magias: tiene maravillas técnicas. Lo que la cultura de masas nos revela es lo real; lo que nos esconde es también lo real. Nos revela el «lado bello de la vida», mujeres lindas, hombres irresistibles, estrellas de cine, príncipes, industriales riquísi-

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mos, seres que parecen vivir una vida de sueño, pero posible. Nos esconde el hambre, la miseria, la injusticia, la explotación, y sobre todo las verdaderas causas de esos hechos. Pero, con cada día que pasa, las cosas quedan más claras. La misma prensa que contribuye a mantener el mito de Tarzán ayuda a destruirlo al comunicar que la mona, «su amiga», le dio un mordisco en el mentón. La vida de sueño de las estrellas se desmistifica cuando el mundo entero sabe que Marilyn Monroe se mató, que Brigitte Bardot es desdichada en el amor, que Montgomery Clifft estuvo al borde del suicidio. Vivimos en un mundo donde la información es una industria esencial, que a cada minuto nos mete por los ojos y por los oídos lo que queremos y lo que no queremos saber. Y si bien es cierto que esa masa indiscriminada de datos y sensaciones nos sofoca, también es cierto que contribuye a aguzar en el hombre contemporáneo el interés por los hechos, por lo ocurrido, por la realidad. Y el arte se vuelve también, obligatoriamente, realista, crítico, documental. Y por eso el cine, por su misma naturaleza realista, crítica y de arte masivo, es por excelencia el arte de nuestra época. Intenté demostrar la inviabilidad de una estética idealista para el arte de nuestros días. En la era de la información un arte meramente formal, subjetivo, es un contrasentido. Solo una estética dialéctica tiene amplitud suficiente para comprender, al mismo tiempo, el cine y la literatura, la música erudita y la música popular, la pintura y el teatro. Para la estética dialéctica el arte tanto puede ser fuente de placer solitario e individual cuanto la experiencia colectiva de centenas, millares o millones de personas. La forma es importante pero no es lo fundamental, porque resulta de un proceso de indagación y elaboración que es el proceso creador de la obra de arte. En vez de fundamentar la obra en valores esotéricos, en refinamientos herméticos, la fundamenta en su capacidad de aprehender lo real en toda su complejidad, con todas sus contradicciones. Y de ese modo se sitúa en el corazón mismo de la actualidad porque, a diferencia de la estética metafísica que necesita huir de la Historia, la estética dialéctica solo entiende el arte como producto histórico, como fruto de la Historia y acción sobre la Historia. Por lo tanto, está más cerca que cualquier otra estética de la naturaleza misma del arte, que es dialéctica.

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*** El arte de masas es, en esencia, mercadería, y en eso también se define como legítimo producto de la sociedad capitalista, en la cual todo se transforma en mercadería. Pero es necesario tomar en cuenta que esa transformación del arte en mercadería no es un fenómeno exclusivo del arte de masas y que no representa el fin del arte. Se trata de una condición nueva, que el arte comenzó a enfrentar con el surgimiento de la burguesía y que, en ciertos aspectos, constituye un avance en relación al arte del pasado, mucho más aristocrático e impositivo. Cabe recordar siempre que el capitalismo es una etapa del desarrollo de la civilización y no un mal innecesario que se abatió sobre los hombres. El capitalismo trajo el aumento de la riqueza, el progreso de la ciencia y la tecnología, la conquista de algunos derechos fundamentales y el mejoramiento del nivel de vida de una parte considerable de la comunidad humana. El crecimiento de las ciudades, el desarrollo de los medios de transporte y comunicación, estimulados por la codicia del lucro y obtenidos gracias al sacrificio de millones de individuos, modificaron profundamente —como los factores ya aludidos y otros— la vida humana e impusieron un nuevo comportamiento y nuevas necesidades. La cultura de masas es una de las consecuencias de ese progreso, con los defectos y cualidades que le son inherentes. En una sociedad de este tipo la comercialización del arte es inevitable y, más aún, es el camino que esa sociedad tiene para satisfacer las nuevas necesidades emocionales y espirituales de sus integrantes. Si con toda razón debemos rechazar las formas de arte estereotipadas, idiotizantes, que proliferan en la cultura de masas, no obstante debemos hacerlo sin perder la noción real del problema del arte contemporáneo y sin perder tampoco de vista las circunstancias en que los artistas del pasado realizaron sus obras. Existe cierta tendencia a idealizar las condiciones de trabajo del artista en el pasado, y eso solo sirve para perjudicar la apreciación del problema actual. De hecho, en la inmensa mayoría del tiempo en que transcurre la historia de la cultura, el arte estuvo sometido a imposiciones de todo orden y estuvo al servicio del Poder absoluto, del Clero, de los nobles, de los burgueses. El artista, tanto en Egipto como en la Edad Media, siempre creó enfrentando las limitaciones que le eran impuestas

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y su arte siempre estuvo orientado hacia un objetivo práctico, al cual supo prestarle un significado más profundo. Hoy enfrentamos problemas diferentes, que son los que componen el plano de realidad donde surge el arte contemporáneo. Es necesario comprenderlos para poder superarlos. El arte religioso de la Edad Media, por ejemplo, se realizaba con una finalidad definida. Era un arte «popular» impuesto, y por eso tiene algunos puntos de contacto con el arte de masas de nuestros días. A diferencia de lo que ocurre hoy —cuando el arte de masas, en la mayoría de los casos, va al encuentro del consumidor—, en aquella época el arte se encontraba en el templo y allí acudía obligatoriamente el público para cumplir sus hábitos religiosos. El templo era entonces el centro de irradiación publicitaria de los conceptos e ideas que, emanados de la clase dominante, eran infundidos en el pensamiento del pueblo. La pintura era un vehículo eficaz para la comunicación con la masa analfabeta y supersticiosa, que así se formaba una imagen muda expresiva del mundo, tanto por la majestad de las figuras divinas como por el horror de los castigos infernales. Esa centralización de la comunicación en el templo era determinante para la eficacia del arte. Pero las ciudades crecieron y la necesaria objetividad de las relaciones humanas —como asimismo la alfabetización de las masas— devaluó drásticamente la función del templo en la comunidad. Los medios de comunicación masivos son fruto de esa transformación social y debemos considerarlos dentro de esas nuevas circunstancias. La transformación del arte en mercadería genera un arte de masas abyecto, esquemático, carente de todo propósito creador válido, y así es la mayoría avasallante de sus productos. Pero si tenemos en cuenta que no todo arte de masas es negativo y que la condición de mercadería es la que permite la existencia de distintos tipos de arte contemporáneo, buenos y malos, entonces el camino correcto parece ser intentar extraer el mayor rendimiento cultural posible del arte de masas, valiéndonos de las condiciones peculiares que permiten llegar al gran público a través de él. Este es el camino que siguen el mejor cine contemporáneo y algunas formas de teatro, de música e incluso de poesía. La posición esteticista rechaza el arte de masas por considerarlo una actividad no cultural o incluso anticultural. No obstante, esa posición no es opuesta a la existencia del arte de masas y está, hasta cierto

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punto, condicionada por este, uncida a las mismas circunstancias que le dieron origen. Ernst Fischer cita un ensayo de Walter Benjamin donde se explica el rumbo adoptado por Baudelaire en su poesía como resultado de la toma de conciencia de la transformación del arte en mercadería. Baudelaire percibió que sus poemas eran mercadería que necesitaba colocar en el mercado y que, para conseguirlo, tendría que dotarlos de características especiales que los convirtieran en mercadería «nueva». Si bien es cierto que esa explicación no agota la problemática poética de Baudelaire, tampoco debemos refutarla por descabellada. Basta recordar que hoy en día el problema de cada pintor es conseguir un modo personal de pintar —un «camino»— capaz de distinguirlo entre la vasta producción pictórica contemporánea y asegurarle un mercado. Por otra parte, esa preocupación formalista implica un grado tal de despersonalización que equivale al carácter abstracto de las mercaderías en general, producidas masivamente para un consumidor hipotético. En este aspecto, el arte por el arte se aproxima contradictoriamente al esquematismo del arte de masas, solo que mientras este se funda en formas estereotipadas de comprobada eficiencia, aquel se apoya en formas de bajo nivel comunicativo para las masas. Estos dos tipos de esquematismo son los polos opuestos del arte contemporáneo. Entre esos polos se encuentran todas las gradaciones concebibles del modo de formulación de la experiencia artística, puesto que las más diversas formas de arte no existen independientemente unas de otras sino que, en diferentes intensidades, se influyen mutuamente. Esta interdependencia global de las artes y formas de comunicación —que define la realidad cultural de nuestra época— abrirá posiblemente el camino para el surgimiento progresivo de un arte de masas de alto tenor expresivo. No se trata de una utopía sino de un hecho que ya se anuncia, particularmente en el cine, cuyo carácter sintético (y sincrético) permite la absorción, en su lenguaje, de los más variados recursos creados por otras formas de manifestación artística. Cabe señalar que la idea de un arte de masas de elevada calidad no implica la amalgama de todas las formas de arte en una sola, sino un activo y consciente intercambio de recursos expresivos que brinde un denominador común a los diferentes lenguajes artísticos. Las artes de irradiación más restringida ya no se oponen a las formas de comunicación generadas por el arte de masas, del mismo

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modo que este no se cierra a las contribuciones de aquellas. La literatura, las artes plásticas y el teatro, que se valen de los medios de comunicación masivos para presentarse ante el gran público y aprovechan incluso ciertos recursos comerciales con ese fin, se abren a la profundización de ese intercambio, que poco a poco va afectando los elementos del propio lenguaje artístico. Ya hay indicios de este fenómeno en la pintura, en la poesía y en algunas creaciones teatrales. Resulta curioso que, en el ámbito del cine, se compruebe frecuentemente una pronunciada resistencia a la utilización de ese tipo de recursos, lo cual genera una tendencia esteticista que, a nuestro entender, contraría la naturaleza misma de ese arte. Entendemos que, por ser un arte de masas, el cine intente reaccionar contra el esquematismo que lo amenaza con mucha mayor intensidad que otras formas de arte. Pero esa reacción contra los formatos de eficiencia comprobada —los así llamados clichés— no debe asumir un carácter negativo que puede conducir al cine —y muchas veces lo ha conducido— al formalismo. Lo fundamental es tener una visión lúcida del problema de la comunicación y comprender que hoy, dadas las características de la época, se creó un lenguaje colectivo, en ciertos aspectos internacional, que permite que la gente se comunique de manera más eficaz y más amplia. Imágenes creadas con los más diversos propósitos y en los más diversos campos de la comunicación —desde las historietas hasta la propaganda y el radioteatro— se impregnaron de significado al extremo de llegar a existir por sí mismas como símbolos de la vida actual. Lo mismo ocurre con ciertas formas narrativas generadas por el cine, el teatro y la prensa, que se incorporaron a ese lenguaje global del hombre contemporáneo. La existencia de esos elementos comunes de la comunicación, si bien por un lado tiende a amortiguar el impacto de la nueva expresión, por otro posibilita una comunicación más amplia e incluso más compleja, siempre y cuando se los utilice de un modo novedoso, crítico. Uno de los lugares comunes del lenguaje es una especie de núcleo cerrado donde se acumulan energías comunicativas, pasibles de ser liberadas con resultados sorprendentes. El ansia por las formas siempre nuevas, que implica el rechazo radical de las formas ya conquistadas, es consecuencia de una visión no dialéctica del lenguaje y fatalmente conduce al formalismo. Si examinamos más de cerca el problema del uso crítico de formas–cliché y de su rechazo sumario por parte de quienes buscan un len-

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guaje enteramente nuevo, constataremos que no se trata de una mera cuestión «estética». De hecho, esa red compleja de imágenes, símbolos, palabras y modos de expresión, diariamente tejida y entretejida por los medios de comunicación, es la propia actualidad formulada del hombre contemporáneo. Y pese al esquematismo y la superficialidad de esa formulación, no obstante es en ella donde la mayoría de los hombres ve reflejado, al menos, el aspecto cotidiano, inmediato, de su existencia. La visión estética que rechaza en bloque ese lenguaje rechaza, al mismo tiempo, la formidable masa de experiencias acumulada en él y, más aún, la actualidad que emerge en ese lenguaje. Evidentemente no se trata de combatir la búsqueda de nuevos recursos expresivos sino de definir las posiciones desde donde se realiza esa búsqueda, puesto que puede partir tanto de la necesidad de alcanzar aspectos nuevos de lo real como de la tentativa de «fundar el ser» según la perspectiva heideggeriana, lo cual implica asumir una posición idealista frente al mundo. Sin negar la validez de esa posición —dado que, por sus propias contradicciones internas, terminará por expresar un modo de la realidad—, creemos que no permitirá llegar a un lenguaje de comunicación amplia y que por lo tanto, en un arte como el cine, está condenada al fracaso. La aceptación crítica del lenguaje del arte de masas es consecuencia natural de una visión cultural cómplice de la actualidad. Indica la superación de una filosofía que insiste en indagar la naturaleza por una nueva filosofía que indaga al hombre no como entidad metafísica sino como ente social, cuya subjetividad se define en el plano de las relaciones concretas del día a día. Esta es una visión desmitificada que, si bien no abdica de la complejidad, la ve no como resultante de una irracionalidad fundamental, según la cual el ser es insondable, sino como consecuencia del carácter dialéctico, dinámico de lo real. El mundo está todo a la vista, todo él posible, y lo que del mundo se nos escapa, se nos escapa por su «exceso» de realidad, por su riqueza y su renovación permanente. Un arte que es consecuencia de esa visión no buscará apartarse de lo cotidiano y sus formas de expresión —también ellas modos de existencia cotidiana—, sino más bien aprehenderlo puesto que, en cada una de sus banales particularidades, ve la presencia del proceso general que las apoya y que se apoya en ellas, dialécticamente. Consciente de que la realidad excede la posibilidad de formulación del arte, pero sabiendo

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que eso no anula la verdad concreta de cada momento, el artista no pretende agotar la verdad de lo real sino en la medida en que esa verdad se da en los límites históricos de su tema. Se trata, por lo tanto, de un arte político, si se otorga a esa palabra un significado lo suficientemente amplio. Es político en la medida en que la realidad siempre se da en términos de historia humana y en la medida en que la historia humana se da como destino común, socialmente, esto es, políticamente definido. En este sentido todo arte es político y, por eso mismo, exige una opción ante los problemas concretos: la afirmación o la negación de determinados valores. Si es correcto decir que en cualquier época puede afirmarse la naturaleza política del arte, cabe señalar que en la época actual, cuando las características de la sociedad humana vuelven «más política» la vida de cada individuo, el carácter político del arte adquiere un papel preponderante. Y este fenómeno no solo se manifiesta en el arte. La conciencia generalizada de que hoy el ser humano tiene su destino en las manos y de que puede destruirse a sí mismo como civilización —lo cual entraña una visión esencialmente política de la existencia, puesto que esa decisión se coloca en el campo del Poder del Estado— compromete las acciones humanas con esa decisión, pretende que estas se realicen en el terreno de la filosofía, la ciencia o el arte. Hasta aquí he intentado mostrar cómo, en el fondo de las concepciones estéticas contemporáneas, se encuentra potenciado el problema político y, particularmente, la cuestión de la posible aniquilación de la humanidad. También mostré cómo la sociedad moderna se encaminó, a través del progreso científico e industrial, desde la difusión de la cultura y la información que circula en los libros, la prensa, la radio, la televisión y el cine, hacia una mayor objetivización —en términos individuales y colectivos— de sus propias condiciones de existencia. Es indudable que, en la medida en que la respuesta a los problemas humanos deja atrás las penumbras del misticismo y la superstición y avanza hacia el plano del conocimiento científico, y que, en función de los descubrimientos científicos queda en evidencia la igualdad básica de la raza humana tanto en términos psicológicos como sociales, es indudable, repito, que las cuestiones políticas adquieren una importancia fundamental. Esto no quiere decir que todas las manifestaciones artísticas deban versar, a partir de esto, sobre temas explícitamente políticos. Pero, por otra parte, nada im-

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pedirá que incluso las obras que se ocupen de temáticas individuales se sitúen en el plano de la realidad política, es decir, en el plano de la actualidad. También es cierto que en el contexto actual la importancia de las obras que se ocupen de los problemas más apremiantes y más generales del presente irá en aumento, en la medida en que cada individuo vea expresada en ellas su propia existencia. Cada día un número mayor de personas en el mundo entero toma conocimiento de que la aventura del ser humano, pese a su aparente diversidad, es una y la misma, y que un mayor número de personas asume la responsabilidad de participar en ella. El arte es una de esas formas de participación. (1969)

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ARGUMENTACIÓN CONTRA LA MUERTE DEL ARTE

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LORO PARLANCHÍN

I Todo lo que pierde su función deviene arte. El pasado entero es arte. El presente selecciona, en el pasado, el «verdadero arte», valiéndose de aquello que, en el presente, se considera arte. El arte del presente está siempre minado por la mala fe fundamental de que se lo hace para el futuro, esto es, para que sea pasado. Pero como el futuro, al tornarse presente, selecciona el arte del pasado, el arte de hoy, consciente de eso, quiere imponerle al futuro su arte. Sin embargo, medio siglo de arte moderno bastó para revelarles a los contemporáneos que ese intento es vano, y entonces el arte quedó sumido en la desesperación. De hecho, tenemos que alejarnos vertiginosamente en el tiempo para encontrar una época en la que esta situación no se manifieste de ningún modo. El pintor–mago de las cavernas, imbuido de su función mágica (que para él era simplemente práctica), no tenía pasado artístico. Tal vez pueda decirse lo mismo del artista neolítico que esculpe ídolos y fabrica utensilios. En Egipto ya parece insinuarse el concepto de arte, al menos entre las clases dominantes que utilizan la belleza para dotar de prestigio a sus dioses y faraones. Es el arte como instrumento de la autoridad. Resulta curioso observar que, en Grecia, cuando el conocimiento de otros pueblos y costumbres pone en duda los conceptos fundamentales de la civilización helénica el arte también se dispersa y multiplica en estilos eclécticos y surgen los coleccionistas de rarezas. Esto se asemeja bastante a la civilización europea actual, con su redescubrimiento de las civilizaciones bárbaras de África, Oceanía y América. El arte se pulveriza en extravagancias y, perdidas la vitalidad y la función, se busca una justificación metafísica: es Plotino afirmando el genio. Los romanos condenaron esa delicuescencia y reincorporaron la actividad artística a la vida social. Lo que predomina en el arte romano es la función. La hora del renacimiento de la Roma espléndida de los Césares marca el retorno a las bellas artes y al culto del pasado. El arte 113


por el arte coincide siempre con una crisis de valores de una civilización. Ese arte surge como un refugio, como una compensación: es lo que se puede hacer cuando no puede hacerse lo esencial; es la idealización de la impotencia. Pero si Botticelli era un simple y frívolo comentarista de alegorías pasadas, el pasado nos entrega sus obras ya curadas de esa debilidad y nosotros, sumisos al pasado, las aceptamos. Cabe imaginar que contemporáneamente a Botticelli existían otros artistas menos sumisos al pasado, más enraizados en su época. Pero de nada vale especular: quien tuvo la oportunidad fue Botticelli, las obras que subsistieron fueron las suyas, el juicio (tal vez desacertado) de aquella época nos impuso a Botticelli sin que nos diéramos cuenta. Y ese juicio, confundido con la Historia misma, con el Tiempo mismo, hoy se ha vuelto irrecusable. Al extremo de que no queremos sino la obra, su estructura perceptible de formas y colores. Rechazamos todo lo demás. Damos un contenido estético a esas obras. Recordemos ahora que, en nuestra época, toda forma es válida. Pensemos en el arte de hoy, un arte de manchas, de materias variabilísimas, de formas amorfas que nos dice, sin ninguna duda, que toda forma habla, dice algo. Desde esta perspectiva no habría por qué rechazar ninguna obra del pasado, sobre todo aquellas que habrían parecido mediocres al juicio de su época. Así se configuran la injusticia y el equívoco. Seleccionamos el pasado en nombre de una estética, pero terminamos por convencernos de que todo es estético. Todos los cuadros del pasado, sin faltar uno, deberían estar en los museos. ¿Qué digo? Todos los objetos: botellas, platos, vasos, tenedores. Y los que fueron encontrados ahí están. También los objetos que usamos, todos ellos, son arte. Solo que todavía no tienen el sello del pasado. Eso podría llevarnos a la conclusión de que no debemos preocuparnos por hacer arte, porque ese propósito equivale, cuando el problema se plantea con lucidez, a pretender infundir contenido de pasado al presente: esto es, a trabajar hoy como si fuera mañana. Esa contradicción nos lleva al concepto de arte puro, de arte por el arte. Esa contradicción mató a Van Gogh. Es urgente elegir entre la alienación y la vida.

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II El profesor Max Bense, catedrático de Teoría del Conocimiento en la Escuela Politécnica de Stuttgart, teórico de la Escuela de Ulm, hizo una exposición de su Estética Matemática en el MAM de Río de Janeiro. Ante un público reducido pero selecto (por cierto, todavía no había mucha gente interesada en el tema) el profesor Bense resumió los fundamentos de su teoría y luego se dispuso a responder posibles objeciones o esclarecer algún punto que hubiera quedado oscuro. Intentaré resumir para el lector lo que aprendí. La tesis central de Bense es la siguiente: «La información estética varía según el grado de entropía de la obra». Entropía es un concepto creado por los cibernéticos para designar la tendencia estadística de los sistemas físicos al desorden. En líneas generales hay más orden, más coherencia y más información cuanto menor es el grado de entropía registrable en un sistema. La obra de arte, considerada como un sistema físico, estaría por lo tanto sujeta a la medición estadística de su comunicación, o mejor dicho, de la información que transmite. La información, en este caso, sería estética. El problema que se plantea entonces es, por ejemplo, cómo medir la información que contiene un poema. Para poder hacerlo, Bense considera el lenguaje como un sistema general dentro del cual se sitúan los diversos modos de comunicación verbal: el lenguaje coloquial o lenguaje común, la prosa, la poesía, etc. El lenguaje común es el que contiene mayor grado de entropía porque utiliza formas verbales estereotipadas, gastadas por el hábito. En este tipo de lenguaje tampoco existe la preocupación por el término exacto, por la expresión concisa. Esa preocupación se verifica en la prosa donde, por lo tanto, el grado de entropía es menor. Sin embargo, es en la poesía donde el coeficiente de entropía queda reducido al mínimo y donde aumenta, en igual proporción, el grado de comunicación estética. Pero dentro del lenguaje de la poesía pueden distinguirse modos de comunicación más entrópicos o menos entrópicos. Por ejemplo: la formas clásicas, como el soneto, presentan hoy un grado de entropía mayor que las formas modernas, y los poemas concretos un grado menor que el verso libre.

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La teoría del profesor Bense puede aplicarse, según él, a todos los modos de comunicación estética, como la música, la pintura, etc. En lo concerniente a la pintura, los elementos visuales son reducidos a términos estadísticos, dependiendo del valor atribuido a determinadas estructuras perceptivas. Una teoría, como la del profesor Max Bense, presupone una filosofía, una teoría del conocimiento; y me parece que es allí donde debería plantearse el problema. Por el hecho mismo de someter la estética a una teoría de la información y adoptar conceptos como el de entropía, el profesor Bense parece vincularse, en el plano psicológico, al conductismo y a los cibernéticos, y en el plano filosófico, a la corriente de la lógica simbólica. En otras palabras, el profesor Bense cree que el comportamiento humano se resuelve en un sistema cifrado de estímulos y respuestas, pasible de ser descifrado estadísticamente. Dado que, en el campo de la filosofía, la lógica matemática llegó a la conclusión de que el lenguaje es tautológico y de que todo lo que escapa a la formulación lógica no tiene valor de verdad, no queda duda de que el profesor Bense se encamina hacia la reducción de los conceptos estéticos a términos aritméticos. Si lo que no es lógicamente formulable no es verdadero, todo aquello que en la obra de arte escapa a la posibilidad de la formulación lógica no debe ser tenido en cuenta. Tanto es así que, en su estudio en Stuttgart, Bense y su grupo someten los poemas a la acción de máquinas electrónicas que los corrigen. Es decir, la máquina lógica rechaza todo aquello que escapa a su capacidad de percibir. Para esa filosofía el hombre es una máquina un poco más compleja que las otras y, en ciertos aspectos, más imperfecta: la máquina, más lógica, corrige al hombre. Queda por saberse si ese concepto de hombre es acertado. Algunos piensan que no. Incluso sin negar el interés de la lógica matemática para la ciencia, filósofos como Merleau–Ponty, Cassirer o Suzanne Langer no concuerdan con esa concepción cientificista de la realidad. Una de las críticas que pueden hacerse a la teoría del profesor Bense es que no establece una distinción entre el comportamiento espontáneo, fenomenológico, y el comportamiento objetivo del científico. Realiza el análisis de la obra desde el punto de vista de un observador científico, situado por encima del tiempo y del espacio, que mira sin compromiso cosas creadas fuera de la contingencia.

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¿Pero quién es ese observador? ¿Y cuál es esa obra? La objetividad científica es imprescindible para examinar los fenómenos físicos en su condición de hechos a–históricos, no–humanos: la naturaleza en su funcionamiento monótono, anónimo. ¿Pero esa misma objetividad es válida para la comprensión de actos contingentes, de obras creadas por hombres inmersos en su condición dramática de hombres? Lo que la objetividad científica elimina en su análisis de la materia es la condición relativa, histórica, del observador y del objeto, porque lo que se busca allí es lo general. ¿Pero eliminar de la obra esos elementos no será acaso devolverla al mundo no humano, a la condición de materia anónima, despojándola de la relación sujeto–objeto que la funda como significación? No dudo de que la máquina, en el futuro, pueda hacer obras de arte. Pero en el mismo sentido en que el mar esculpe, el musgo pinta y la lluvia dibuja en las paredes. Es decir, la máquina permitirá esas combinaciones formales (de palabras, de sonidos, de colores) que, por la ley de la probabilidad, en algunos casos podrán hablarle significativamente al hombre. No obstante, quien decidirá el valor estético de esas formas será el hombre, a la humanidad seguirá correspondiéndole la decisión de elegir, entre todas, la forma que le habla. Y después la máquina intentará decir por qué el hombre prefirió esa forma a otras. Estoy seguro, sin embargo, de que el método estadístico del profesor Bense es muy útil para resolver ciertos problemas vinculados al análisis de los estilos y a la identificación de obras de autoría problemática. Es evidente que todos los artistas —de la palabra, de la pintura, de la música, de la arquitectura— conservan en su estilo elementos constantes, personales, que los distinguen de otros integrantes de una misma escuela. El método estadístico podrá establecer fácilmente, por ejemplo, si una obra cubista de la etapa sintética es de Braque o de Picasso, aunque a simple vista sea difícil saberlo. Precisamente, se trata de analizar el lenguaje artístico a través de su realidad puramente física, buscando bajo el estilo común a dos o más artistas, bajo la expresión, las constantes motrices o psíquicas del autor de la obra.

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III La internacionalización del arte —la tendencia hacia un estilo o un vocabulario común a los artistas de todos los países— es una consecuencia natural de la internacionalización de la vida contemporánea: la reducción de la cosecha de cacao en Bahía puede alterar el precio del chocolate que se vende en una bombonería de Ámsterdam. El tipo de pintura que tiene éxito en París o Nueva York se propaga a través de revistas, exposiciones y reproducciones en las principales ciudades del mundo. Los medios de difusión y comunicación acercan a los habitantes de los puntos más dispares del planeta y ponen ante los ojos de una sertanera18 del interior de Goiás un avión modernísimo, que solo una semana atrás dejaba boquiabiertos a los habitantes de París y Nueva York, de Roma y Ginebra. Todo eso da la ilusión de que el mundo es uno y contemporáneo. Pero todavía no lo es. De hecho, para los ingenieros y proyectistas que construyeron el Caravelle19, este significa un paso adelante en un largo proceso de experiencias e investigaciones. Para el parisino que lo ve, es la realización de virtualidades implícitas en un desarrollo industrial y científico que solo conoce superficialmente. Para la sertanera de Goiás ese avión es casi una cosa mágica, real pero incomprensible. Lo mismo ocurre con la obra de arte. No tiene el mismo significado en París y en Recife por el simple hecho de que, en esos dos lugares, es vista de modo diferente, desde una perspectiva diferente. París dice, Recife oye. París habla, Recife repite. La relación tampoco es la misma si se invierten los términos. Una exposición de arte brasileño en Europa, de pintores abstractos a la última moda, no tiene para los europeos el mismo significado que una exposición de artistas europeos. Ellos nos ven como buenos o malos alumnos. Algunos críticos acusan al artista brasileño de copiar a los europeos, otros se maravillan que lo haga tan bien. Pero no hay ninguna duda de 18 En Brasil, el habitante del sertón (en portugués sertão, proveniente de desertão), una vasta región geográfica semiárida del Nordeste brasileño, que incluye partes de los estados de Sergipe, Alagoas, Bahía, Pernambuco, Paraíba, Rio Grande do Norte, Ceará y Piauí. 19 El Sud Aviation Caravelle SE 210 es un avión de pasajeros, diseñado para rutas de corto y medio radio, producido entre 1958 y 1973 por la empresa francesa Sud Aviation que se convirtió Aeroespacial en 1970.

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que nuestros hábitos, nuestros problemas más inmediatos difieren profundamente de los de Europa. El hecho de que un António Dacosta pueda pintar tan bien como un Piero Dorazio solo indica que, a través del arte, los hombres pueden desprenderse de las relaciones inmediatas de su medio, pero deja incólume el problema de que Dorazio es «sujeto» y Dacosta no. En un plano puramente estético Dacosta puede incluso ser mejor artista que Dorazio, y es por eso que el arte fascina tanto a los países subdesarrollados: el arte es una tierra de nadie donde los valores puros pueden ser discutidos puramente. Aunque no tanto. La consolidación de un artista en el plano internacional depende mucho de las fuerzas económicas y políticas que lo respalden. No es necesario ir muy lejos: Krajcberg se volvió un nombre internacionalmente conocido cuando se radicó en París. Lo mismo ocurrió con Bandeira20. La importancia que hoy se atribuye a la joven pintura norteamericana no es ajena al prestigio internacional del país. Como al pueblo no le interesa el destino de la pintura, la cuestión del prestigio se juega en un ámbito «oficial», de dueños de galerías, directores de museos, críticos de arte y eventuales autoridades del gobierno que, por razones de orden político o administrativo, se ven involucradas en el asunto. Con las consideraciones arriba señaladas pretendo mostrar que la internacionalización del arte se realiza en un nivel superficial, mediante la superación de problemas ponderables relacionados con circunstancias reales, económicas y culturales que son dejadas de lado. Todo ello gracias a un concepto puro del arte y al mecanismo político–económico que lo mantiene. Tal vez haya llegado el momento de integrar el arte y la sociedad, en los términos en que eso puede hacerse en un país como el nuestro. Así como tiene poco sentido discutir hoy en Brasil de qué manera realiza el cerebro las operaciones intelectuales (aunque pueda ser un asunto de máxima importancia), tampoco tiene sentido que el artista se pierda en experiencias súper sutiles que podrían maravillar a un crítico suizo. Es hora, señores, de ser groseros. 20 El autor se refiere al artista Frans Krajcberg (Kozienice, Polonia, 1921), pintor, escultor, grabador y fotógrafo naturalizado brasileño, y al poeta Manuel Bandeira (1886–1968), perteneciente a la llamada «Generación de 1922», o primera generación del Modernismo brasileño. Entre 1916 y 1917, para tratar su tuberculosis, Bandeira viajó a Suiza, al Sanatorio de Clavadel, donde conoció al poeta francés Paul Éluard que se encontraba también allí internado.

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IV Las exposiciones de arte infantil representan para nosotros una experiencia particular. En primer lugar, es un arte anónimo que permite un contacto directo con la obra expuesta, sin las interferencias inevitables que existen en las exposiciones de adultos, donde pesa el prestigio del nombre o la ausencia de prestigio y tantas otras cosas. En esos casos la visión crítica debe luchar contra esas interferencias, a las que consigue o no vencer. En las exposiciones infantiles el terreno está limpio. Incluso porque no vamos a allí a evaluar obras de arte sino a maravillarnos. Y a aprender. No porque los niños sean sabios, sino porque pintando como pintan nos permiten replantear problemas que normalmente son dejados de lado por el automatismo de la vida artística, por la pereza de pensar, por la falta de oportunidad, etc. Una exposición de arte infantil nos muestra, por ejemplo, que los niños son capaces de transfigurar formas, armonizar colores, estructurar el espacio, de maneras que nos emocionan y fascinan. ¿Podemos considerar que esos trabajos son obras de arte? ¿No podemos considerarlos así porque sus autores son niños y no son artistas? Ahora bien, los propios críticos afirman que, frente a una obra, no debemos preguntar por el autor sino juzgarla «objetivamente», es decir, como una realidad completa que se nos entrega en las estrictas dimensiones de la tela. Si los críticos deben actuar así, ¿cómo negar a los trabajos infantiles cualidad de obra de arte solo porque sus autores son niños? Y ya con eso aprendimos algo. Es que, de hecho, la crítica jamás podrá restringirse a esa objetividad mutilada. Siempre tendrá que incluir en su apreciación al autor, no para encomiar o negar la obra en función de este, sino para poder situarla y comprenderla. Por supuesto que un trabajo infantil no puede colocarse en el mismo nivel, no diré estético, sino cultural, que el trabajo de un adulto por la simple razón de que niños y adultos habitan dimensiones socioculturales diferentes. La relación que un adulto mantiene con el mundo no es la misma que mantiene un niño, razón por la cual tampoco establecen uno y otro la misma relación con la actividad de pintar o dibujar. El artista adulto, al pararse frente a la tela en blanco, tiene presente toda una 120


realidad cultural y social que influye sobre su trabajo y en función de la cual lo realiza. Su expresión, aunque individualista y subjetiva, es un diálogo con el mundo cultural presente, en el que están comprendidos todos los hechos y problemas de la vida contemporánea, desde la política hasta la estética, desde lo colectivo hasta lo personal. No puede decirse lo mismo del niño que pinta y que, aunque exprese problemas, expresará problemas de otro nivel y lo hará como si jugara. Pero hay una razón para discutir hoy si la pintura infantil es o no es obra de arte. Y esa razón reside en el hecho mismo de que el arte moderno, desligándose de los principios académicos, avanza hacia la espontaneidad de las formas intuitivas. La valorización de los elementos irracionales por sobre los racionales que caracteriza al arte contemporáneo llevó al abandono de la figuración objetiva y a un arte de expresión y de liberación. Ese camino condujo naturalmente al artista a ensimismarse cada vez más, en busca de un supuesto núcleo irreductible de la personalidad que no coincide con su personalidad cotidiana, civil, social. Ese artista desea expresar en su arte experiencias que idealmente no estarían vinculadas a los datos que lo definen socialmente. Por eso su expresión se confunde con la de los niños, que todavía no adquirieron ese estado social del que el artista contemporáneo quiere liberarse. Pero la diferencia permanece: la «ingenuidad» del artista adulto es buscada, como una suerte de renuncia al mundo; la del niño es anterior a su integración en la vida social. Esa diferencia es insuperable y es causa de la «mala fe» del irracionalismo estético contemporáneo. Estas consideraciones ponen en evidencia la contradicción básica de ese arte que pretende confundir irracionalismo con libertad, que pretende evadir la responsabilidad social y al mismo tiempo valerse de la responsabilidad «de los otros» para ser reconocido como expresión cultural. En otras palabras: Dubuffet, que remeda la expresión infantil, no quiere que su arte sea puesto al nivel del arte infantil. Pretende que le reconozcamos una «pureza» que solo tienen los niños, pero que también atribuyamos a esa «pureza» en él, Dubuffet, carácter de genialidad.

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V Brasil es un país que vive para afuera, y es precisamente en el campo de las expresiones artísticas donde eso se hace más evidente. Ya escribí varias veces sobre ese tipo de delirio que hace que toda la pintura brasileña prestigiosa —la pintura moderna en sus diversas manifestaciones— tenga por objetivo ganar premios en el exterior y conseguir afuera cualquier clase de distinción que la vuelva incuestionable incluso para nosotros mismos. En el caso de la pintura, esos nosotros mismos son unos pocos artistas, críticos, aficionados, coleccionistas y dueños de galerías. Lo que sucede con nuestra arquitectura no es muy diferente. Se habla mucho de arquitectura brasileña y hay varios libros sobre el tema. Se hace bastante propaganda de esa arquitectura afuera, lo que ha resultado en decepción para muchos visitantes. Uno de ellos, un joven pintor italiano, me comentó su sorpresa al llegar a Brasil y ver la arquitectura que efectivamente compone nuestras grandes ciudades: Río de Janeiro, San Pablo, Belo Horizonte, Salvador, Recife. Refiriéndose particularmente a la arquitectura de los rascacielos y los edificios de departamentos criticó con dureza las soluciones que no tienen en cuenta aquellos aspectos que hacen a la buena vivienda y deben definir la arquitectura. Recuerdo que, dentro de la concepción generalizada, esa no era la verdadera «arquitectura brasileña». Hoy comprendo que respondí mal y equivocado. De hecho, la buena arquitectura brasileña hecha por una decena de arquitectos es una excepción en nuestras ciudades. Pueden contarse con los dedos los buenos edificios construidos en Río o en San Pablo, y lo que más abundan son las residencias carísimas construidas fuera de las ciudades para los ricos. Evidentemente existe Brasilia, que es el lugar donde la contradicción entre esa arquitectura y la realidad social del país alcanza su punto culminante. Afuera mucha gente piensa que Brasil es el país de la nueva arquitectura, donde los edificios de departamentos se construyen concienzudamente, observando los requisitos actuales de belleza, función y confort. Lo peor, sin embargo, es que nosotros también aceptamos esa imagen falsa de la realidad cuando sufrimos los efectos de la mala arquitectura que predomina en el país. A menudo olvidamos que si la arquitectura moderna que integra las exposiciones en el exterior es una 122


minoría ínfima de los edificios existentes en el país, también son minoría los rascacielos que, por lo menos, tienen agua corriente, luz y sistemas cloacales. Y así olvidamos que la inmensa mayoría de la población brasileña vive en casas de barro, en chozas con techo de hojas de palmera, sin contar las favelas —que solo en Río de Janeiro albergan cerca de un millón de personas— y las casas sobre palafitos, tan comunes en el Amazonas, Pará y Maranhão. Puede ocurrir —y es el caso— que esos tipos de arquitectura no honren al país afuera y que por eso no convenga divulgarlos. No obstante, lo importante es no dejarse engañar por la propaganda que hacemos y considerar avanzada la arquitectura brasileña por el simple hecho de tener aquí a algunos arquitectos tan buenos como los mejores del mundo. Es hora de observar nuestra propia realidad y tomar conciencia, en todos los ámbitos de la vida brasileña, del punto en que se encuentran las cosas. No podemos vivir de ilusiones ni de apariencias mientras los problemas reales, en todos los campos, son compensados por excepciones. Sin ánimo de dar lecciones a nadie, me permito recordarles a los arquitectos —y muchos de ellos ya tienen conciencia de esto— que el problema de la arquitectura para los profesionales un país como el nuestro no debe restringirse al campo de las realizaciones individuales, puesto que es un problema social de gran importancia. Es hora de derribar los muros que se han levantado entre los conceptos específicos —de arte o profesión— para ver con claridad que esos conceptos son falsos si ignoran la realidad social. Los arquitectos deben luchar para que se creen en el país condiciones que les permitan el ejercicio real de su vocación, a fin de poder servir al pueblo anónimo de su tierra y no solamente a las minorías privilegiadas. En el II Congreso Brasileño de Críticos de Arte (celebrado en diciembre de 1961 en San Pablo) se planteó el problema de la crítica de arte en arquitectura. Independientemente del punto de vista de los que participaron en el debate, todos coincidieron en que no existe una crítica de arquitectura en Brasil. ¿Por qué? Los arquitectos se quejaron de que los críticos no se interesaban por la arquitectura. Los críticos se defendieron e intentaron justificarse, y luego se discutieron los motivos por los cuales no existe una crítica de arquitectura en Brasil, país que tiene fama de liderar el desarrollo arquitectónico actual.

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Las razones presentadas por críticos y arquitectos son todas verdaderas, aunque no se hayan sacado de ellas las conclusiones necesarias ni se haya llegado, en la mayoría de los casos, a identificar las causas primeras del fenómeno. De hecho, uno de los principales obstáculos que afronta la crítica de arquitectura es la falta de conocimiento técnico específico por parte del crítico, que se siente inseguro para emitir juicios en un terreno tan complejo. Evidentemente puede criticarse la arquitectura desde el punto de vista de sus soluciones formales y funcionales, sin entrar en consideraciones técnicas especializadas. Pero el crítico debe estar provisto de esos conocimientos aun cuando no los utilice de manera explícita. Otra razón, también ponderable y de naturaleza práctica, es que la formación del crítico de arquitectura requiere tiempo y dinero, por no mencionar que debe tener una disponibilidad especial que le permita estudiar y viajar por todo el país, dado que las obras de arquitectura están dispersas por distintas regiones. Está claro que un crítico de arte, siempre mal remunerado en el periódico para el cual trabaja, no está en condiciones de vencer esos obstáculos. ¿Pero serán solo estas las razones por las que no existe crítica de arquitectura en Brasil? Creemos que esas razones adquieren mayor sentido si se las sitúa en un contexto más amplio que permita explicarlas y profundizar en ellas. No debemos olvidar la diferencia básica que existe entre la producción de pintura, escultura y grabado y la producción de arquitectura, no solo en términos de cantidad y frecuencia sino también en términos de compromiso social y económico. No existe en Brasil una revista de arquitectura con medios suficientes para sostener una crítica actuante, activa, capaz de discutir proyectos y problemas arquitectónicos desde una perspectiva contemporánea y profunda. Las revistas de esa naturaleza en Europa y los Estados Unidos tienen carácter internacional y cuentan, además, con un público lector internacional. El carácter profesional de la arquitectura también dificulta ese tipo de crítica, que no solo abarca los valores estéticos sino también los intereses vitales del arquitecto. Todos estos problemas pueden superarse, pero para lograrlo, el propio medio tendría que ofrecer las condiciones necesarias para esa superación. Los propios arquitectos se cuidan mucho de emitir opiniones sobre la arquitectura brasileña, prefiriendo hacer apreciaciones generales y vagas «para no incomodar a los colegas».

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Este punto es importante y revela cierta falta, por parte de los arquitectos, de una filosofía, de una concepción arquitectónica integrada a una visión general del mundo que posibilite el debate en términos de ideas y no en términos personales. Y si bien algunos tienen esa filosofía y esa visión, no obstante temen exponerlas en términos claros y consecuentes. Pero no por ello hay que culpar a los arquitectos individualmente, dado que solo el planteo del problema de la arquitectura brasileña en toda su amplitud puede explicar el hecho. Las profundas contradicciones existentes entre la arquitectura y la sociedad, pasadas por alto en la primera etapa del desarrollo de nuestra arquitectura moderna, alcanzan ahora su punto más conflictivo. En cuanto a la falta de crítica, no puede explicársela solo por razones de naturaleza práctica. Es la propia concepción teórica de la crítica de arte hoy en boga en todos los países occidentales la que provoca ese alejamiento entre el crítico de arte y la arquitectura. En líneas generales, la crítica actual tiende a considerar la obra de arte como un valor absoluto, un universo cerrado, sobre el cual solo pueden hacerse discursos más o menos esotéricos. No corresponde analizar aquí las verdaderas razones de esa actitud de la crítica, pero el hecho es que ella no vacila en afirmar la inutilidad de la obra de arte y su carácter de producto de élite para élite (de una élite espiritual para una élite económica). La obra de arte no sirve para nada, salvo para satisfacer «necesidades espirituales» que la propia crítica tiene cada vez más dificultades para definir. De cualquier modo, la separación entre arte y función social es hoy fundamental para la sustentación de los conceptos críticos. Ahora bien, la arquitectura es por definición un objeto útil. La condición básica de la actividad arquitectónica es su función práctica. Frente a la arquitectura, la crítica de arte pura solo tiene dos caminos a seguir: o se olvida de la arquitectura o la considera solamente como producción de formas estéticas. Pero como esta última posición es prácticamente insostenible, la mayoría de los críticos prefiere ignorar las cuestiones arquitectónicas. El ejercicio de la crítica de arquitectura obligaría a los críticos a cambiar de vida. Existe una inmensa distancia entre la discusión de problemas estéticos puros y la discusión de la arquitectura, con todas sus implicaciones socioeconómicas. Sobre todo conlleva un compromiso que, en primer lugar, cuestionaría seriamente los principios que fun-

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damentan la crítica de arte contemporánea. ¿Cómo admitir en arquitectura la preeminencia de los factores «prácticos» sobre los estéticos y continuar sosteniendo lo contrario en pintura y en escultura? La crítica de arquitectura conduce inevitablemente al análisis global de los problemas económicos y sociales, y a la toma de posición frente a ellos. Eso huele a política, y las «bellas artes», al igual que la «bella crítica», sueñan con un mundo apolítico, ahistórico, fuera del tiempo y el espacio, en el reino de los dioses. Cuando aludo a la necesidad de que el arquitecto luche no estoy pensando en restringir esa lucha a prohibir que los ingenieros firmen proyectos. Está claro que ese es un punto respetable de las reivindicaciones profesionales de los arquitectos y que resultará en el mejoramiento de las construcciones en general, puesto que el arquitecto, formado en las ideas modernas, difícilmente cometerá las monstruosidades que cometen los ingenieros cuando lo reemplazan. De cualquier modo, los efectos de esa conquista profesional no modificarán en profundidad ciertos problemas —como el de la vivienda— vinculados a las condiciones de subdesarrollo del país y al régimen de explotación que alimenta a los especuladores inmobiliarios. De hecho, a la par de esa lucha, los arquitectos, como categoría profesional, deben imbuirse del sentido social profundo de su actividad y asumir con valentía la responsabilidad social que les cabe. Hago aquí estas consideraciones sin ánimo de juzgar, y con el objetivo de contribuir a despertar esa conciencia crítica. Es indudable que la idea de la arquitectura como una actividad preponderantemente estética dificulta la formación de una conciencia crítica en el arquitecto sobre los problemas concretos de la arquitectura y la sociedad. Y esa idea estetizante de la arquitectura está profundamente arraigada en la experiencia brasileña actual debido al origen de esa arquitectura y a las condiciones socioeconómicas del país. No creo que pudiera haberse hecho en Brasil, en estos últimos cuarenta años, otra arquitectura que la que se hizo. Por lo tanto, no se trata de negar la importancia de la obra realizada hasta ahora sino de ejercer sobre ella la crítica que ahora también resulta inevitable. La arquitectura brasileña fue, como no podía ser de otro modo, importada, y floreció gracias al desarrollo de una economía capitalista naciente en los grandes centros urbanos y las zonas industrializadas. La burguesía y

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el Estado hacen los encargos y gracias a esos encargos se crea un grupo de arquitectos de alto nivel que sabe asimilar las formas trasplantadas y otorgarles una plasticidad nueva, integrándolas al paisaje brasileño. Si bien no puede acusarse a esa arquitectura de ser frívola o antifuncional, no obstante debe reconocerse que la preocupación de sus creadores se concentra sobre todo en los valores formales. Esa preocupación tiene una explicación sociológica, e incluso puede afirmarse que la autenticidad del vocabulario plástico–poético de esa arquitectura reside en el hecho de ser ese vocabulario la expresión de una actividad desligada de la realidad concreta. En un país donde la buena arquitectura —utilizando esa expresión con todas las implicaciones sociales y estéticas que entraña— no puede hacerse, los arquitectos se vieron naturalmente obligados a desarrollar en su trabajo el aspecto que menos depende de las soluciones más complejas: el aspecto formal. Así, el sentido funcional de la arquitectura fue subestimado dado que, de encararlo con rigor, el arquitecto se habría visto inmerso en las contradicciones socioeconómicas que implica la función. Una arquitectura preponderantemente funcional solo puede ser pensada en términos colectivos. En ese sentido, la arquitectura brasileña moderna es una reacción al funcionalismo teórico de los europeos, una desmitificación de un funcionalismo que la realidad social torna impracticable en los regímenes capitalistas. Por eso la arquitectura brasileña moderna es, por regla general, una arquitectura hacia afuera, para ser vista. Este comportamiento del arquitecto brasileño, que no es un comportamiento consciente, lo condujo a acentuar la importancia de las soluciones estéticas. En algunos casos esa valorización llegó a serias exageraciones y al completo desinterés por problemas más inmediatos, como el costo de la obra y el plazo de entrega. Es conocido el caso de un arquitecto que, convocado a proyectar un conjunto de viviendas populares, de habitaciones pequeñas, terminó por hacerlas tan caras como si tuvieran el doble de tamaño. Otro arquitecto, para llenar un terreno vacío sobre el cual debía construirse un gran edificio de departamentos, hizo levantar allí, para evitar los pilotes que le parecían feos, un arco de hormigón armado cuyo costo fue equivalente al costo total la obra. Eso sin contar los innumerables casos de obras que demoraron una eternidad en concluirse porque, de una semana a otra, el arquitecto descubría

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que la solución adoptada no era la mejor y mandaba demoler lo que ya se había edificado. Estos hechos solo pueden explicarse como fruto de una visión de la arquitectura como obra de arte. Ahora bien, si la arquitectura es, de hecho, arte, en su caso la idea de arte implica una suma de problemas que no pueden ser ignorados. Si esos problemas, por estar vinculados a la estructura socioeconómica del país, no pueden ser resueltos eficazmente por el arquitecto, no por eso deben ser excluidos de la problemática de la arquitectura como falsos problemas. Son problemas del país y problemas de la arquitectura, que es un arte eminentemente práctico. En vez de encerrarse en un ámbito de consideraciones puramente técnicas y estéticas, el arquitecto debe comprender que los obstáculos hoy insuperables de su profesión provienen de la estructura económica del país y solo serán superados cuando esa estructura sea transformada. De lo que se concluye que el arquitecto brasileño no puede mantenerse ajeno a la lucha por la transformación de la estructura social. (1964)

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LA CUESTIÓN DE LO NUEVO

Lo nuevo es, por definición, coyuntural, circunstancial y efímero. Coyuntural y circunstancial porque una cosa solo es nueva en determinado momento y determinadas circunstancias, dado que lo que es viejo en un momento y en cierto contexto puede ser nuevo al ser trasladado a otro contexto (véase, si no, el caso de Macondo). De esto se sigue que lo nuevo es efímero, incluso porque sería una contradicción de términos imaginar algo así como lo «nuevo permanente». Por lo tanto, lo nuevo es una cualidad externa (no esencial) a las cosas, y la búsqueda de lo nuevo por lo nuevo, una empresa fútil. Sin embargo, esa búsqueda determinó en buena parte la actividad artística del siglo que llega a su fin (el siglo XX). ¿Cómo se explica esto? Y si acaso la búsqueda de lo nuevo fuera fútil, ¿el arte debería repeler lo nuevo y someterse al convencionalismo y al conformismo? Estas preguntas demuestran que el tema exige un exhaustivo análisis y reflexión. La preocupación de los artistas por lo nuevo es relativamente reciente. En la antigüedad, a diferencia de lo que ocurre hoy, los artistas buscaban seguir los modelos clásicos y las enseñanzas de los maestros. Acercarse a esos modelos era la aspiración máxima del poeta, del pintor, del escultor. El modelo de Virgilio era Homero. Pero eso no quiere decir que la Eneida sea un pastiche de la Odisea o que no posea nada propio, nada original. ¿Y qué decir de los escultores medievales que trabajaban anónimamente en los talleres de obras de las catedrales, confundidos con picapedreros y tallistas, y que muchas veces continuaban obras iniciadas por otros? ¿Podría decirse que su preocupación era innovar? Por supuesto que no. ¿Habría que concluir por eso que la estatuaria gótica es mediocre e inexpresiva? A mi criterio, sería más pertinente admitir que la expresividad y la originalidad de las obras de arte son independientes de la preocupación por lo nuevo. Esa preocupación forma parte de nuestra época; no fue impuesta por nadie, sino por las transformaciones que tuvieron lugar en la sociedad y que definen la edad moderna. En el campo del arte, con el surgimiento de la burguesía, del coleccionista de arte y del artista individual —que firma su obra y se distingue por su estilo—, la búsqueda de 129


la originalidad comienza a socavar la obediencia a los modelos clásicos. Esa inquietud es evidente, por ejemplo, en Leonardo da Vinci, que innovó tanto técnica y formalmente cuanto en el tratamiento de los motivos tradicionales. Una obra como La Virgen, el Niño, Santa Ana y San Juan Bautista (National Gallery, Londres) fue innovadora debido a su composición piramidal y al tratamiento en claroscuro. Ese dibujo causó impacto cuando fue exhibido por primera vez en Florencia, en agosto de 1500. Hoy, casi cinco siglos después, cuando ni su composición ni el sfumato constituyen una novedad, no obstante continúa deslumbrándonos. Eso quiere decir que, si la búsqueda de la composición piramidal y del claroscuro hubiera sido la única preocupación de da Vinci —si el único mérito de la obra radicara en lo que aportó de nuevo en su momento—, hoy estaría simplemente superada, desprovista de todo interés. Sin embargo, lo cierto es que esas innovaciones no eran, para Leonardo, un mero resultado del deseo de innovar, sino los medios imprescindibles que tuvo que inventar para expresar una visión propia, profunda, de la religiosidad y la complejidad de los sentimientos humanos. En otras palabras, lo nuevo ocurrió como consecuencia de una necesidad y no de una deliberación externa al proceso expresivo. Esto es exactamente lo contrario de lo que sucedió con algunas obras de Marcel Duchamp (Chocolate grinder, N. 2 o Sculpture morte, por ejemplo), irremediablemente fechadas, por no hablar de la miríada de obras de los innumerables movimientos de vanguardia que pulularon en el siglo XX a partir del cubismo y el futurismo. El surgimiento del mercado de arte y la dinámica misma de la sociedad capitalista, en la que el consumismo creciente impone la obsolescencia acelerada de las mercaderías, desempeñaron un papel fundamental en esa búsqueda obsesiva de lo nuevo que se transformó, en las últimas décadas, en el valor fundamental y único de las vanguardias artísticas. Ese hecho por sí solo denuncia la confusión en que habían caído los vanguardistas y el fin ineluctable de su aventura radical ya que, tratándose de arte, la búsqueda de lo nuevo por lo nuevo es, además de fútil, suicida21.

21 Renato Rodrigues analiza con mayor detenimiento este tema en su estudio Hélio Oiticica. Vanguarda e niilismo, todavía inédito. (N. del A.)

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Esa búsqueda es incompatible con el lenguaje artístico. Por ser preexistente a la obra, el lenguaje obliga al artista a lidiar con lo «viejo», es decir, con formas e ideas que generaron (y fueron generadas por) sus obras anteriores, de modo que la obra nueva conlleva algo del pasado, no puede ser radicalmente nueva. Ahora bien, esa no es una limitación exclusiva del lenguaje artístico sino de la vida misma: el autor de la obra tiene que existir antes que ella. Por eso el ideal vanguardista, con su búsqueda radical de lo nuevo, solo se realizaría plenamente si pudiera crear, aquí y ahora, no solamente la obra sino también al autor de la obra. En el fondo, se trata de un inconformismo con la propia condición humana, que si bien puede alimentar el culto juvenil de los «rebeldes sin causa», en el terreno del arte no produce prácticamente nada fecundo y duradero. Además, por haber elegido ese camino, este tipo de actitud frente al arte debe renunciar inevitablemente a la creación de una obra perdurable: la búsqueda de lo nuevo por lo nuevo, además de empujar al artista hacia lo aleatorio (al no trabajar en el ámbito de un lenguaje su experiencia ni se acumula ni se profundiza), lo lleva a sustituir la obra por el proyecto de la obra y a suplir su impotencia en tanto lenguaje visual (que no logra ser) con el discurso verbal. De esta manera, una simple capa de tela pintada se torna, en el discurso de su autor, en ¡un objeto dotado de poderes mágicos que determina los movimientos de quien la viste y la integración del color, la materia y el tiempo!22 Pero cuando el espectador presencia el referido «acto estético», este se revela pobre y banal. El discurso de los vanguardistas no aspiraba apenas a convencer a los otros sino ante todo a sí mismos, dado que, habiendo abandonado el lenguaje específico del artista plástico —que dispensa la palabra—, se volvieron impotentes para aprehender y expresar su experiencia vital. A falta de lenguaje, la propia experiencia se pierde y se dispersa arrojando al artista a una especie de vacío que este se ve obligado a llenar con palabras. Y tiende así a transformarse en un teórico, y es por esa razón que muchos teóricos se juzgaron también capaces de hacer obras de vanguardia: si la obra no vale más que el discurso, basta con saber hacer un discurso.

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Aquí el autor se refiere indudablemente a los parangolés de Hélio Oiticica.

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En estas condiciones, habiéndose tornado la obra imposible o impotente, el artista de vanguardia no tuvo más remedio que ocupar su lugar (el de la obra). Y así nació lo que yo llamo arte para los medios; un arte que, fiel al espíritu de los medios de comunicación, no necesita tener valor y perdurabilidad: basta con que sea noticia. Así, alguien puede exhibir en una galería de arte toneladas de hilos de cobre enmarañados y seguramente contará con la cobertura de la prensa gráfica y la televisión. No importa que nadie vaya a ver la obra —que obviamente no será comprada— porque ya ha cumplido su papel: ser noticia. Volvió a su autor más conocido, más nombrado; quien es nombrado, vende: aunque no vende la obra «genial» que le dio fama sino pequeños grabados, acuarelas, dibujos que, de pertenecer a otro autor, tal vez nadie compraría. Una de las figuras más célebres del arte para los medios es el búlgaro Christo Javacheff, quien se hizo célebre envolviendo el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Su última proeza —que fue noticia en el mundo entero— consistió en hacer abrir al mismo tiempo centenas de paraguas en California y en Japón, la mitad amarillos y la otra mitad azules. Según los medios, los mentados paraguas habrían sido simultáneamente abiertos en el día y la hora previstos, cosa que nadie puede garantizar puesto que sería necesario contar con un satélite artificial para presenciar el hecho. Así es el arte para los medios: le basta con ser noticia, no necesita ser visto y ni siquiera ocurrir. Por no mencionar el hecho de que abrir un paraguas no tiene ningún significado artístico. Pero da dinero, como le dio a Christo. Christo es dueño de una empresa que lleva su nombre y que lo «contrata» para inventar esos «acontecimientos»; una empresa que crea hechos de interés periodístico, es decir, hechos que les interesan a los medios, aunque estén por completo desprovistos de interés estético. Con menos capacidad de autopromoción, otros fanáticos de lo «nuevo» se entregaron a las invenciones más extravagantes, como el italiano Vito Acconci, cuya obra Seedbed consistía en una rampa que ocupaba toda la galería y bajo la cual el artista se masturbaba; o Chris Burden, famoso internacionalmente gracias a una performance durante la cual se pegó un tiro en el brazo. Por qué esas locuras son consideradas parte de la historia del arte es algo difícil de entender. Es una confusión que algunos críticos contribuyen a crear y mantener. Tal vez olvidan que no fue el disparo que mató a Van Gogh el que lo convirtió en

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un gran artista. Ese disparo entró en la historia del arte solo porque Van Gogh era un gran artista. Pero lo cierto es que, así como la búsqueda de lo nuevo por lo nuevo generó un antiarte (que de hecho pretendía ser el único arte posible), también generó una falsa historia del arte, igualmente equivocada, que insiste en registrar y consagrar para la posteridad experiencias y manifestaciones meramente extravagantes, que no tuvieron ninguna importancia para nadie y que tampoco ocurrieron. Es el reflejo en el plano teórico del mismo radicalismo que, partiendo de una pretensión absurda, ignoró la naturaleza del arte y por eso mismo la negó. El complejo duchampiano del arte sin lenguaje desencadenó el surgimiento de incontables «genios» que, por ser tan numerosos, volvieron todavía más raros a los artistas que solo producen arte. (1991)

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¿EL ARTE EVOLUCIONA?

La teoría evolucionista del arte está estrechamente ligada a la cuestión de lo nuevo. Esa teoría no solo ve la creación artística como un proceso que va al encuentro del «verdadero arte», sino que también afirma que la evolución es el fundamento mismo del valor estético. Leamos las palabras de Piet Mondrian: «No basta explicar el valor de una obra de arte en sí; es necesario, sobre todo, mostrar el lugar que esa obra ocupa en la escala de la evolución de las artes plásticas». ¿Pero acaso el arte evoluciona? Y si evoluciona, ¿en qué dirección lo hace? Para Mondrian evolucionaba en dirección a un lenguaje plástico «puro», es decir, no figurativo, basado en los ritmos horizontal y vertical que, según la doctrina filosófica que abrazó, constituían los ritmos fundamentales de la naturaleza. Admitiendo que eso sea verdad, ya en los cuadros de los años veinte habría alcanzado esa plástica pura, que sería la esencia misma de la pintura. ¿Cómo evolucionar después de eso? La propia obra de Mondrian nos muestra que no era posible: durante décadas parece repetir, con pocas variaciones, el mismo cuadro, y cuando en 1943–1944, al pintar Victory y Broadway Boogie–Woogie, amenaza con romper la rigidez del esquema que había adoptado lo que anuncia en realidad es una vuelta a cierto impresionismo cromático próximo al lenguaje pictórico que había abandonado, una vuelta a la plástica «impura». Podríamos decir que no evoluciona sino que retrocede. En verdad, ni evoluciona ni retrocede. Y Mondrian era consciente del estancamiento al que había llegado, conforme se deduce de su teoría neoplasticista, que profetiza el fin del arte: él admite que lo que hace es «destruir la pintura» para que, en el futuro, la pintura se integre a la vida: es el fin del arte de expresión individual. No deja de ser instructivo observar que uno de los primeros artistas modernos en afirmar que el arte evoluciona no da, en su propia obra, un paso adelante en esa evolución; más aún: admite que ese paso adelante sería el fin del arte. Estos datos tendrían que haber bastado para que Mondrian sospechara que el concepto evolucionista del arte que había adoptado era un equívoco. De hecho, el arte no evoluciona; el arte cambia. No es fácil percibirlo con claridad debido a ciertos factores que indican una aparente evo134


lución. Por ejemplo, el artista novato recorre al comienzo un camino que lo conduce de los tanteos incipientes al dominio de la expresión; pero no puede considerarse arte aquello que no pasa de tentativa y aprendizaje. Una vez alcanzado ese dominio, su arte puede sufrir numerosos cambios a lo largo de los años, cambios que tampoco deben ser considerados evolución pues de lo contrario tendríamos que admitir que cada nueva etapa de un pintor sería inevitablemente «más evolucionada» o mejor que la anterior, lo cual no se corresponde con la realidad. Ello se debe a que cada obra resulta de procesos objetivos–subjetivos que el artista desencadena en el ámbito de su lenguaje, sin tener por eso el dominio total de esos procesos ni la capacidad de suscitarlos en igual profundidad, profusión o intensidad. Como la calidad de la obra depende del modo en que esos procesos la conforman y de la relación que momentáneamente se establece entre esos procesos y el artista, en un juego de probabilidades y clarividencia (un coup de dés jamais n’abolira le hazard) nada impide que la obra de hoy sea inferior a la de ayer o viceversa. Nada impide igualmente, por eso mismo, que la obra de hoy sea menos compleja o menos profunda o menos réussie que la de ayer. De lo que se concluye que la maestría, el dominio técnico y la sensibilidad del artista, si bien son imprescindibles, no bastan para garantizar un mismo nivel de calidad en todas sus obras. Otro factor que induce la impresión de que el arte evoluciona es la relación causal que puede apreciarse en el curso de la historia del arte o en el curso de la obra de un mismo artista. Puede mencionarse al respecto el notorio caso de la obra de Cézanne que generó el cubismo de Picasso y Braque. No cabe duda de que los paisajes del Estaque y del Ebro pintados por esos artistas, entre 1908 y 1909, provienen de la pintura cézanneana y que de ellos proviene en buena parte el cubismo; y es igualmente cierto que de las formas cubificadas de la fase sintética provendría la desintegración de planos del cubismo analítico. Esas etapas salen unas de otras, indudablemente, pero eso no significa que cada una de ellas resulte en un «avance», en una «evolución» de la calidad estética. Por lo tanto, debemos distinguir entre el desdoblamiento lógico u orgánico de los lenguajes artísticos y la «evolución estética». Puede ocurrir incluso que una etapa posterior de un movimiento artístico o de una obra individual resulte en pérdida de calidad, en decadencia. Existen innumerables ejemplos de esto en la historia del arte antiguo y moderno.

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La tesis evolucionista del arte es un fenómeno moderno probablemente surgido como subproducto del darwinismo y de las filosofías que a fines del siglo XIX mezclaron evolucionismo con materialismo y espiritualismo, por no hablar del propio Marx, para quien el arte, al igual que la sociedad, evolucionaría de formas inferiores a formas superiores. Por eso mismo tuvo dificultades para explicar por qué el arte griego —fruto de una sociedad económicamente atrasada— alcanzó tal nivel estético que, todavía en el siglo XIX, era considerado un modelo insuperable. Su explicación fue que la fascinación que el arte griego continuaba ejerciendo provenía de ser ese arte producto de la «infancia social de la humanidad». Pero ese razonamiento no esclarece la fascinación que ejercen sobre nosotros las obras, por ejemplo, de Giotto o Tiziano, de Tintoretto o el Greco, artistas de épocas diversas y distantes de la Grecia antigua. La explicación, por lo tanto, tiene que ser otra: independientemente del nivel de evolución económica y social —del grado de complejidad de la sociedad—, los grandes artistas elevan la expresión estética a su máxima plenitud y por eso, como hay épocas más propicias para el florecimiento artístico que otras, puede suceder que el arte creado hace milenios sea más inventivo, pleno y fascinante que el arte actual. A pesar de eso, ese arte no nos expresará cabalmente porque no encarna los problemas de nuestra época, de nuestra vida actual. De allí que los artistas de hoy no puedan tener como modelo a los de ayer, y que deban buscar en el suelo de su actualidad —que no necesariamente excluye el pasado— la materia a la que darán expresión estética plena. La noción de progreso que empezó a dominar a la sociedad capitalista, particularmente a partir de la revolución industrial, también debe haber influido en la concepción evolucionista del arte. Pero el determinante específico se encuentra, a mi entender, en el ámbito del propio arte; cuando la pintura elimina progresivamente los temas (religiosos, mitológicos, históricos, literarios) y más tarde la imagen misma de las cosas y de las personas, haciendo converger las referencias de su lenguaje hacia el interior de ese mismo lenguaje, entra en crisis: empieza a dudar de su razón de ser. ¿Qué sentido tiene —se preguntan los artistas— una pintura que no refleja la naturaleza ni retrata la vida? Kandinski busca justificarlo afirmando la significación inmanente de las formas y de los colores como expresión de la espiritualidad. Dado que no se trata de una visión evolucionista, abre un campo más amplio a las posi-

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bilidades del lenguaje abstracto, que se aproxima así al de las composiciones musicales. Mondrian, que busca apoyarse no en las formas y en los colores sino en ritmos abstractos (vertical–horizontal), solo encuentra como justificación el evolucionismo: el contenido, la significación de su pintura radica en ser la etapa más avanzada del lenguaje pictórico en dirección al «arte puro». Y ese concepto de pureza —que expresa el rechazo de Mondrian a toda la tradición pictórica— impone al mismo tiempo rígidas limitaciones al nuevo lenguaje que él mismo creó. En él lo estético se somete a lo ético, expresado en la evolución que conduce de lo «impuro» a lo «puro». Como vemos, el concepto evolucionista de Mondrian, en lugar de abrir camino para el desarrollo futuro de la pintura, se limita simplemente a afirmar que su propia pintura es la etapa final de la evolución: ¡todo lo que los artistas crearon durante siglos y siglos fue (sin que ellos ni nadie lo supieran) nada más que una preparación para las pequeñas composiciones de cuadrados y rectángulos azules, rojos y amarillos del pintor holandés! Cuesta creerlo. Pero eso no solo ocurrió con la teoría neoplasticista. Ocurrió con todas las tendencias vanguardistas que buscaron en el evolucionismo la justificación de su estancamiento. (1991)

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EL FIN DEL ARTE

La incapacidad de la crítica para reconocer el valor de la pintura impresionista, en el momento en que surgió, generó en los críticos futuros un complejo de culpa y una intimidación tales que hoy la crítica se siente obligada a aprobar todo lo que se anuncia como novedad. John Canaday hizo esta observación hace muchos años, cuando escribía crítica de arte para el New York Times. Y agregó: si a un pintor hoy se le ocurre exprimir un pomo de óleo en la nariz del crítico, el crítico será capaz de ver en eso una manifestación de extrema creatividad. El sarcasmo de Canaday refleja la pérdida de referencia a la que habían llegado críticos y artistas por igual en los años sesenta, no solo en los Estados Unidos sino en el mundo entero. La instauración de la novedad como valor fundamental del arte se transformó en una especie de terrorismo que inhibe el juicio crítico y garantiza la vigencia impune de cualquier idiotez. Tal como ocurre en las organizaciones políticas radicales, donde el ejercicio del sentido común puede ser tomado como un indicio de cobardía o traición, en los campos de la «vanguardia» plantear dudas sobre cualquier supuesta innovación ya era en aquella época una actitud suicida: el que se atrevía a hacerlo era inmediatamente tildado de retrógrado, así como hoy es tildado de «careta». Así se creó una suerte de connivencia forzada (o no) entre artistas y críticos, que terminaron —precisamente debido al esoterismo de su universo estético— por constituir una especie de secta. Como ese prestigio de la novedad es consustancial a nuestra civilización consumista, esta, incluso sin entender y también por oportunismo, avala las extravagancias estéticas abriéndoles las puertas de las instituciones oficiales y del mercado. Naturalmente, este fenómeno tiene causas profundas, que van desde la ruptura del arte con el proceso de representación hasta las imposiciones del mercado de arte, que siempre exige novedades para mantener o aumentar sus ventas. De allí el rápido éxito y declinación de las «modas», que no reflejan la aquiescencia de los artistas al gusto del público sino la necesidad de estimularlo y provocarlo, según observa Giulio Carlo Argan. La crítica, como ya hemos visto, no escapa a este proceso de adecuación del arte a las demandas del consumo y colabora 138


precipitando la obsolescencia de las mismas obras cuyo éxito anunciaba y celebraba poco tiempo atrás. Así, la condición de mercadería a la que está sometida la obra de arte desde la instauración del régimen capitalista afecta su esencia, transformándola en una mercancía como cualquier otra. El artista, por su parte, o entra en la desaforada carrera de la obsolescencia de las modas o no se somete a ella y corre el riesgo de ser ignorado por la crítica, por las instituciones oficiales y por el mercado. Este fenómeno de «obsolescencia provocada» en el campo del arte ya estaba latente en las tesis defendidas por algunas vanguardias de comienzos del siglo XX que, entusiasmadas con el progreso industrial, afirmaban que la obra de arte no debía aspirar más a la contemplación del espectador. Por el contrario, debía renunciar a ella e igualarse al objeto industrial, que no se disfruta en la contemplación sino en el uso, es decir, en el consumo. No se daban cuenta, sin embargo, de que semejante propuesta va en contra de la naturaleza misma de la obra de arte. Es indudable que cualquier objeto, artístico o no, puede ser fuente de placer estético y estar por lo tanto sujeto a contemplación. No obstante, la producción de objetos que se pretenden «obras de arte» resulta de una decisión espiritual y práctica, diferente de la que produce otros objetos. Si bien es cierto que el diseñador, al concebir la forma de una nueva heladera, tiene en principio —como el pintor— el propósito de crear una cosa bella, las condiciones concretas en las que trabaja, atento a las imposiciones del consumo masivo y de la producción industrial, impregnan su concepción de aspectos que están —o deben estar— ausentes del trabajo de un pintor o de un escultor. Por ejemplo: el diseñador es llevado a concebir la forma de la nueva heladera en función de los intereses de la empresa para la cual trabaja, que le exige seguir un estilo que está de moda. Ahora bien, no son esos los determinantes del trabajo del pintor, volcado a las exigencias y posibilidades de su propio lenguaje y su fantasía desinteresada. También es diferente la relación del público con la obra de arte y con el objeto industrial. Quien compra un cuadro lo compra como objeto de contemplación y de valor cultural. Aun cuando la razón principal de la compra sea concretar una inversión, esa razón se sustenta en la posibilidad de fruición estética del cuadro, en su condición de obra de arte y no de objeto utilitario. Por lo tanto, existe una contradicción insalvable entre la concepción de la obra de arte como algo descartable y la natura-

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leza de la experiencia estética, tanto desde el punto de vista del creador como del consumidor. Esta es la cuestión. Las tendencias más radicales del arte actual consideran que el arte no se afirma como obra, que repele cualquier juicio crítico y cualquier función en la sociedad, descartando la existencia misma de «bienes culturales». Desde esta perspectiva el arte es solamente el concepto de arte, separado de cualquier experiencia de la realidad, de cualquier finalidad social o ideológica, de cualquier noción histórica del arte, de cualquier estética o teoría del arte, según observa Argan. Las causas de esa visión nihilista son fáciles de localizar en la historia del arte moderno que, después de Cézanne, opera tal vez la más drástica ruptura ocurrida en siglos de creación artística. En la base de todo parece estar el desarrollo técnico y científico y sus consecuencias para la vida material y espiritual del hombre del siglo XX. Por haber sido tan drásticos, amplios y revolucionarios, todavía nos asombra verificar que los cambios ocurridos a partir de fines del siglo XIX son recientes. Esos cambios provocaron en los intelectuales la convicción de que todo lo que pertenecía al pasado estaba muerto y al mismo tiempo el entusiasmo por la nueva vida que nacía, en la que, con ayuda de la ciencia y la técnica, el ser humano cambiaría y gobernaría su destino. Al arte le cabría colaborar en ese cambio y cambiar también, librarse de la tradición y expresar las trasformaciones de la nueva era. Para empezar, el carácter artesanal de las artes plásticas fue cuestionado como un anacronismo. Fernand Léger cuenta que, antes de la guerra de 1914, visitó el Salón de la Aviación en París en compañía de Marcel Duchamp y Constantin Bracusi. Duchamp, que se paseaba mudo entre los motores y hélices allí expuestos, de repente se dio vuelta y le dijo a Brancusi: «La pintura se terminó. ¿Serías capaz de hacer algo mejor que esta hélice?». El propio Léger confiesa que, a pesar de no comulgar con el radicalismo de Duchamp, se sintió fascinado por los motores, las piezas de metal y las hélices de madera. Esta anécdota explica en parte la actitud de Duchamp cuando envió un mingitorio como obra de arte al Salón de Artistas Independientes en 1917. Duchamp pretendió mostrar con eso que el arte dispensa lo artesanal y el proceso de elaboración individual. Incluso es independiente de que alguien lo haga. El ready–made es la contrapartida industrial del objet trouvé, con el que los surrealistas afirmaron que creador

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no es solamente aquel que hace. El que encuentra también lo es. Así, una piedra encontrada en la selva puede ser una obra de arte. Todos son artistas y nadie es artista. Solo se olvidaron de una cosa: para que esa piedra pudiera ser vista como obra de arte, primero fue necesario que los artistas inventaran el arte. Lo mismo puede decirse de los ready– made de Duchamp: toman su significación del arte que cuestionan y eso es tan cierto que hoy, cuando ya no cuestionan nada, han perdido toda fuerza expresiva. Eso se debe a que su expresividad era exterior a ellos, meramente sintáctica, coyuntural. Mientras tanto, las obras de Picasso, Braque, Morandi, Matisse, etc., fruto de una elaboración profundizada del lenguaje pictórico, han conservado su significación con el correr de los años. Y para que no se diga que esta opinión no es sino una defensa encubierta de los lenguajes tradicionales, me permito recordar que Alexander Calder, con sus móviles que rebaten toda la tradición escultórica, realizó una obra perdurable. La razón es simple: su obra funda un lenguaje, resulta de la transmutación de lo material en espiritual, de lo vulgar en poético, en fin, resulta de la creación de un universo imaginario, propio, que no se crea por milagro. Se crea con trabajo, con el dominio de los medios de expresión, con la acumulación gradual de la experiencia vivida que se transforma en destreza técnica. El trabajo artístico, la creación de la obra, es un modo a través del cual el artista se construye fuera de sí, otorgando permanencia y objetividad a su «fantasía». La objetividad vuelve a la obra social, hace de ella una donación a los otros y un aporte al universo de la cultura. Pero, para poder transformar elementos materiales como tela y óleo en algo impregnado de significación, el artista debe antes entregarse a un trabajo difícil y exigente, que consiste en insuflar espíritu a la materia, en incorporar a nuestro mundo humano elementos del mundo natural, sin significado. Esa práctica encuentra sentido en sus propias dificultades, en los obstáculos que se interponen a la necesidad del artista de revelar, en el seno de la banalidad, lo maravilloso, lo poético, lo dramático, lo inesperado; en fin, ese acontecimiento al que llamamos obra de arte. El artista no es un productor de objetos, no compite con la industria. Lo que le interesa es la calidad, no la cantidad. Cada obra de arte es un ser diferenciado, que extrae de esa diferencia su razón de ser. Esa diferencia es la expresión del propio trabajo del artista, de la permanente elaboración de los elementos materiales y espirituales que constituyen la sustancia

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de la obra. De ahí que en el arte no tengan cabida ni las normas prestablecidas ni las habilidades ni las tretas que harían más fácil su realización y más «eficaz» el resultado del trabajo. Por este motivo, la necesidad de cambio acelerado, impuesto por circunstancias exteriores al proceso creativo, contraría la naturaleza del arte y conduce a graves equívocos. Uno de ellos es la valorización indebida de artistas mediocres —que por eso mismo aceptan alegremente las imposiciones de la moda— en detrimento de los verdaderos artistas, para quienes no tiene sentido dejar de lado sus necesidades profundas ni soslayar su autoconstrucción y la construcción de su universo estético. La posición opuesta —rendirse al arte descartable— equivale a trocar esa búsqueda interior por el éxito. Para quien sigue este camino, la obra no tiene importancia excepto por su repercusión mediática. El proceso de realización de la obra, que debe ser acumulativo y tender a profundizar, es abandonado y sustituido por la actividad aleatoria de recolectar residuos o adquirir en un comercio objetos que luego serán arreglados de algún modo para conformar la «obra». Como el artista cambia de medios en cada «obra» —hoy baldes de plástico, mañana ladrillos o botellas, pasado mañana sogas o pedazos de neumático— su trabajo resulta ocasional y ajeno al material utilizado, y por eso mismo no se organiza en (y como) lenguaje. La obra, entonces, no es resultado de la elaboración y la profundización de la experiencia, sino de ocurrencias («¡Tuve una buena idea!») cuyo objetivo es abrir una brecha en la indiferencia de los demás. Es innegable que las condiciones generadas por la sociedad de masas crean dificultades e imposiciones difíciles de superar para los artistas. Pero eso no justifica concesiones que, en el fondo, terminan por destruirlos, tal como ocurre con los jóvenes compositores de hoy, que brillan uno o dos meses en el cielo televisivo y enseguida desaparecen para siempre. Reconocemos que la situación a la que ha llegado el arte es producto de factores históricos y objetivos. Fue el propio curso seguido por la sociedad y por el arte el que generó los problemas actuales. Resta saber si esa evidencia es justificación suficiente para que el artista persista en seguir un rumbo que destruye sus valores. Me pregunto si no habrá llegado la hora de romper de una vez por todas con la visión evolucionista que presenta al proceso artístico como una sucesión de etapas ascendentes, de modo tal que, contradictoriamente, nos vemos

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obligados a aceptar los fraudes estéticos de hoy como la culminación del camino iniciado por los impresionistas. Es cierto que de Cézanne nace, de algún modo, el cubismo; y también es cierto que el cubismo genera (malgré lui) el neoplasticismo. ¿Pero qué nos garantiza que el cubismo es un avance con respecto a Cézanne y el neoplasticismo un avance con respecto al cubismo? Personalmente estoy convencido de que Mondrian radicalizó de tal modo las propuestas cubistas (en función de la filosofía de Schoenmaekers23) que llevó el lenguaje pictórico a la esterilidad. El entusiasmo por lo nuevo y la ruptura del marco de referencia anularon el juicio crítico y suscitaron el surgimiento de centenas de movimientos estéticos en un corto espacio de tiempo. Como es más fácil destruir que construir, lo que hicieron las vanguardias en el transcurso de las décadas —con raras excepciones— fue deshacer el sistema del lenguaje artístico, en un proceso ilusorio en el que más en realidad era menos y el paso adelante, un paso atrás. Hasta que finalmente se llegó al agotamiento del lenguaje artístico, o sea: ya no había qué destruir. Ahora, sentados sobre esos escombros, los artistas que insisten en la ilusión vanguardista no se dan cuenta de que aquello que en el pasado era audacia hoy es oportunismo; lo que antes era ruptura hoy es conformismo. La gran revolución de nuestros días es redescubrir —como por otra parte ya lo hicieron muchos artistas dentro y fuera de Brasil— que el arte no es una dádiva de los dioses sino una invención maravillosa del ser humano y que lo único que consigue su destrucción es empobrecernos a todos. (1992)

23 M. H. J. Schoenmaekers (1875–1944) fue un matemático y teósofo holandés que formuló los principios plásticos y filosóficos del movimiento De Stijl.

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EL CUADRO Y EL OBJETO

La discusión en torno al «antiarte» y al «fin del arte» remite a la eliminación o destrucción del cuadro como soporte de la pintura. Por su parte, lo que por convención se denominó objeto pretendió ser una alternativa al cuadro e incluso una solución adecuada a la cuestión que llevaría a su destrucción: la eliminación del espacio ficticio —o virtual, o figurado— de la pintura. Se pasó del terreno de la representación al terreno de la presentación. Es decir, dejó de utilizarse un lenguaje preexistente para intentar expresarse sin lenguaje: cada obra fundaría su propio lenguaje. Y ese es precisamente el problema que nos interesa debatir aquí. En el ámbito del arte occidental contemporáneo el objeto surge de tres vertientes: el papier collé cubista, el ready–made de Duchamp y el objet trouvé surrealista. Las dos primeras tienen en común un implícito descrédito de la pintura como expresión artesanal. De hecho, cuando en 1911 Picasso pega una estampilla de correo en una naturaleza muerta, sobre la reproducción de un sobre de carta, está afirmando que no todo lo que se pone en un cuadro necesariamente debe estar «pintado» por el pintor. Del mismo modo, al año siguiente Braque usará papel de empapelar imitación madera para figurar mesas, guitarras. El paso siguiente e inevitable fue usar el papel pegado ya no como imitación de los objetos sino como textura independiente de la alusión figurativa; por ejemplo: la forma de una guitarra se hace ahora con recortes de diario o papel de envolver. Y si puedo pegar recortes de papel a manera de texturas en el cuadro, ¿por qué no utilizar también otros materiales como arena, clavos, alambres? De este modo, los cuadros característicos del cubismo sintético no son propiamente pintura ni son propiamente cuadros sino un nuevo tipo de objeto que comienza a nacer de la pintura. Esas innovaciones cubistas tuvieron otro desdoblamiento en las obras del dadaísta Kurt Schwitters, quien, partiendo de collages, llega a cuadros–objeto y después al famoso Merzbau, ciertamente la primera instalación que se conoce. Se trata de una especie de architecture–collé, que se expande dentro de la casa del artista, obligándolo a perforar el suelo del primer piso para no interrumpir su crecimiento. Todos los días Schwitters vuelve de la calle con nuevos elementos para sumar a su obra: 144


mástiles de metal, pedazos de espejo, ruedas, tejas, a los que agrega retratos de familia, figuritas, etcétera. La vertiente duchampiana, hija de las experiencias cubistas, surge en 1917 con el mingitorio–fuente que Duchamp envía a la Sociedad de Artistas Independientes. El ready made es un paso adelante en dirección al abandono del cuadro (y también del lenguaje escultórico) porque no solo propone, como los cubistas, que el cuadro se haga utilizando elementos ya disponibles: propone la sustitución del trabajo del artista por la pura y simple apropiación de objetos industriales. Con eso Duchamp «afirma» que la obra de arte no depende del trabajo del artista, no necesita ser fruto de ese trabajo, y que el artista, por su parte, ya no será un artesano sino un proyectista, un inventor, un puro intelectual. El objet trouvé surrealista, a diferencia de las dos vertientes anteriores, no se funda en cuestiones pictóricas y plásticas: tiene un origen literario, como casi todo en el surrealismo. Es una célebre frase de Lautréamont la que inspirará a los seguidores de André Breton: «Beau comme la rencontre fortuite sur une table de dissection d’une machine à coudre et d’un parapluie»24. El objeto descolocado de su contexto habitual revela su extrañeza, su forma. Pero el factor determinante de la sustitución del cuadro por el objeto —o no–objeto— es el proceso progresivo de abstracción del lenguaje pictórico que conduce a la eliminación total de la figura de los objetos naturales y artificiales, llevada a cabo principalmente por pintores como Malévich, Kandisnski, Mondrian, etc. La experiencia suprematista de Kasimir Malévich ilustra claramente la cuestión: él pretendió expresar en sus cuadros «la sensibilidad de la ausencia del objeto» y así llegó a pintar un cuadrado blanco sobre un fondo blanco. ¿Qué significa eso? Significa que, después de eliminar la figura y el espacio ficticio, el pintor se enfrenta a la cuestión fundamental del lenguaje figurativo: la contradicción figura–fondo. Y es una contradicción insoluble porque es condición sine qua non de la experiencia perceptiva: todo lo que se percibe se percibe sobre un fondo, o mejor dicho, percibir es destacar una figura sobre un fondo: la percepción es figurativa. Para eliminar esa contradicción (la figura del cuadrado blanco sobre el fondo blanco) Malévich 24 «Bello como el encuentro fortuito de una máquina de coser y de un paraguas sobre una mesa de disección».

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tendría simplemente que haber dejado su cuadro en blanco. Pero tampoco así se libraría de la contradicción figura–fondo: el propio cuadro en blanco solo puede ser percibido en contraste con un fondo: la sala, el mundo. Es decir, cuando el pintor elimina totalmente del cuadro la figura, el objeto, él, el cuadro, se torna el objeto de la pintura. Si ya no es posible pintar sobre el cuadro, solo queda pintar el cuadro. Como se pinta una pared, una puerta. Ese cuadro que ya no contiene ficción alguna, ningún espacio virtual, es él mismo parte del espacio real del mundo — espacio sin trascendencia, como un pedazo cualquiera de tabla o de tela. Si yo creo un espacio metafórico (semántico, simbólico o lo que fuere), yo soy pintor, estoy haciendo pintura; pero si desisto de hacer eso, entonces ¿qué me queda por hacer frente al espacio inviolablemente real e intrascendente de la tela? Nada o actuar, es decir, utilizar la acción real, no metafórica (lo opuesto del acto de pintar). Actuar en este caso es cortar la tela, perforar la tela, quemar la tela, practicar acciones «no estéticas», acciones que buscan otra trascendencia que no es la de la pintura, la del arte, tal como lo entendimos hasta entonces. Es lo que hicieron Lygia Clark (con sus superficies constituidas por fuera por la yuxtaposición de las partes) o Lucio Fontana, cortando las telas vacías y finalmente construyendo el símbolo de la muerte del cuadro que se encuentra en el Museo de Arte Moderno de Roma: una enorme tela de plástico transparente donde no hay nada pintado y que solo deja ver a través de ella el chasis, su esqueleto de muerto. Muerto el cuadro, tornado mero objeto (un cuadro, un poema, una sinfonía no son simples objetos porque contienen, entrañada en su materialidad, una carga específica de significación intencional), no hay por qué insistir en producirlo. Entonces es sustituido por otros objetos. Objetos hallados —en la calle, en la playa, en las demoliciones, en las ferreterías, en los supermercados— u objetos inventados. Todos evidentemente buscando trascender la condición intrascendente de cosas que nada dicen (o dicen su banalidad). Y este es el problema. El problema de esta forma de arte y de todas las otras: tornarse habla poética, ya que para sumar más banalidad a la vida no se necesitan artistas. La necesidad de trascender la banalidad hizo nacer el arte, que no es sino un modo de transformación metafórica de la realidad del mundo. Y que, si por ser metafórica es menos que la transformación real, también es «más» porque la realiza de inmediato y porque lo hace en una dirección

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en la que la acción real jamás lo consigue. Es que el arte es, como el sueño, un lenguaje, un sistema de significaciones, y no un sistema de cosas como el mundo material. El arte del objeto es la tentativa de hacer un arte sin lenguaje, o un arte en el que cada obra funde su propio lenguaje aquí y ahora. Lo cual es imposible. Esa dificultad enfrentaron los precursores del objeto, como Kurt Schwitters, quien, al percibir que sus Merzbilder ya no eran pintura y que no había razón para continuar haciéndolos en forma de cuadros, se entregó a la creación del Merzbau, cuya característica principal era no tener fin, posibilitando al mismo tiempo la integración de la acción real (salir a la calle, trabajar) con la acción estética (hacer la obra), dado que era en la calle, en las oficinas, en los correos, en las tiendas donde recogía el material de esa obra sin plan que solo concluiría con su muerte. Esa identificación de la obra con la vida suplía, en el caso de Schwitters, la necesidad de trascendencia de lo «banal» (lo inmediato, el aquí y ahora) que define a todo arte. Su biografía prestaría sentido a la obra, y no al revés. Pero si bien el Merzbau de Schwitters, como sus collages o Merzbilder, era un desdoblamiento de la experiencia cubista, del papier collé, no establecía por eso una ruptura radical con el lenguaje artístico tal como lo habían hecho el mingitorio–fuente de Duchamp o los objetos surrealistas. Tanto en un caso como en el otro, el «encuentro fortuito» con el objeto fuera de su función o contexto habitual (el mingitorio–fuente o de los terrones de azúcar dentro de una jaula) nos revela su forma, hasta entonces oculta por el hábito. Es sin duda un método «poético», desvelador de la realidad, dado que toda forma (de una tetera, de una planta, de una piedra) es expresiva por sí misma, pero su inserción en el universo cotidiano le borra, por así decirlo, la contundencia, le desafila el filo. El procedimiento surrealista nos hace ver de nuevo la forma borrada. Pero eso solo puede ocurrir, como dijo Lautréamont, en el «encuentro fortuito». La segunda vez que yo vea una máquina de coser sobre una mesa de disección ya no me causará el mismo asombro. En otras palabras, ese procedimiento estético, que se vale de la ruptura del lenguaje prosaico de lo cotidiano, no tiene posibilidad de constituirse en lenguaje: es solo ruptura. Un segundo mingitorio–fuente —u otro objeto industrial— usado en circunstancias semejantes no causa el mismo efecto. Ciertamente, esa técnica no se reduce a la producción de ocurrencias estéticas iguales

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al ejemplo citado, pero, de cualquier modo, la experiencia mostró que sus posibilidades expresivas son limitadas: la manifestación estética que no se constituye en lenguaje está obligada a vivir de la «invención», es decir, de la ocurrencia arbitraria de una idea que nada tiene que ver con la anterior. Esa imposición o bien limita la producción del artista a un número mínimo de obras (lo que no es señal de alta calidad sino solo de esterilidad del método) o lo lleva a producir abundantemente tonterías y banalidades, que nada significan o expresan, como amontonamientos de baldes de plástico, composiciones con pedazos de carbón u hojas secas o piedras atadas con alambre. Esos productos no tienen la fuerza expresiva del objet trouvé o del ready–made ni la riqueza simbólica o la densidad semántica de la pintura. No son nada. Y no son nada porque les falta principalmente esa cualidad que otorga a la obra de arte su especificidad: no logran constituirse en lenguaje, tornar posible la interiorización, por el artista, de la materia objetiva con la que trabaja. El cuadro Mont Sainte–Victoire de Cézanne no es un objeto exterior a su autor como sí lo es la montaña que lo motivó. En esa tela, lo que es exterior a Cézanne —y a nosotros— es la parte de atrás del cuadro, el chasis, que no vemos y que no es la obra; el paisaje mismo, no; ni el óleo con que el pintor construye el paisaje; de hecho, la propia materialidad del pigmento acentúa la espiritualidad de la obra, la transformación —allí, en la tela— de la materia en expresión humana. La obra está dentro y fuera de nosotros, ella es nuestro adentro allá afuera. Nosotros estamos dentro y fuera de la obra. Eso es lo que hace de la obra de arte un objeto especial: un ser nuevo que el ser humano suma al mundo material no humano, para volverlo más humano. Agregar objetos materiales al mundo material no es la función del artista. Además, no es la función de nadie. Los objetos que el hombre produce sin ese propósito específico (estético) son máquinas, artefactos, muebles, juguetes, en fin, cosas que encuentran en la utilidad su justificación. Aquello que no es ni expresivo ni útil tal vez solo se justifique como una broma, una actividad gratuita y lúdica. (1992)

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LA EXPRESIVIDAD DE LA FORMA

Ya me referí en un artículo anterior al descubrimiento que hicimos nosotros, los modernos, de que toda forma tiene expresión. Un descubrimiento de extraordinaria importancia, que se sitúa en el centro mismo de la experiencia estética contemporánea y sustenta la libertad sin límites que caracteriza al arte del siglo XX. Pero también en ello reside una de las cuestiones más graves que ese arte debe afrontar. El descubrimiento es, sin embargo, simplón porque es obvio desde que se cuestionaron los fundamentos del lenguaje artístico establecido, inventado por los genios del Renacimiento, recuperado por el Neoclasicismo del siglo XVIII y transformado en dogma por la academia. La civilización europea, así como se consideraba la única sociedad civilizada, creía que su arte era una expresión suprema y perfecta frente a la cual lo que hacían los pueblos de Asia, África o América era mero barbarismo. La ruptura radical con las concepciones académicas y, por lo tanto, con el vínculo entre arte y naturaleza, condujo a la desintegración progresiva del lenguaje artístico y puso de manifiesto la expresividad de las formas hasta entonces consideradas no artísticas. La primera consecuencia de esto fue la puesta en valor del arte de los pueblos llamados primitivos o salvajes, como la escultura negra africana, las máscaras y tótems de Oceanía, etc. Otra consecuencia igualmente significativa fue el surgimiento de los lenguajes no figurativos, o fundados en la geometría, como la pintura de Mondrian y la escultura de Naum Gabo, o en formas intuitivas u oníricas como las de Picabia o de Jean Arp, hasta llegar a rupturas más abruptas y drásticas como las de Duchamp con sus ready–made o las de los surrealistas con el objet trouvé. Todos esos senderos condujeron, de uno u otro modo, a la eliminación del soporte de la pintura, es decir, el cuadro. Este punto amerita algunas reflexiones. Como sabemos, toda la pintura anterior al Renacimiento es mural. La pintura de caballete nace en esa época, con el descubrimiento del óleo y el surgimiento del burgués aficionado y coleccionista de obras de arte. La pintura sale de la pared y se vuelve un objeto transportable, coleccionable, comercializable. Pero nadie toma conciencia de su naturaleza de objeto: el cuadro es solamente el soporte 149


sobre el cual está la pintura. Pero cuando la revolución estética moderna borra los objetos del cuadro y después la propia forma geométrica que en el neoplasticismo y en el suprematismo los sustituía, cuando finalmente el artista se enfrenta a la tela en blanco —no como vacío anterior a la obra sino como resultado de la expresión—, es entonces cuando el cuadro se torna objeto de la pintura, revela su condición material de objeto que había estado oculta durante cinco siglos. ¿Pero qué hacer con ese descubrimiento? ¿Exhibir el cuadro en blanco? Eso equivaldría a dejar de pintar. Muchos lo hicieron, o pintaron toda la tela de un color cualquiera. Por supuesto, si toda forma tiene expresión (y todo color también), exhibir una tela en blanco (o roja) es expresarse. Y es igualmente expresarse hacer un trazo cualquiera sobre esa tela en blanco; si se hacen dos trazos tendremos otra expresión, otra obra; y si se hacen tres trazos, todavía otra, y así hasta el infinito. Ahora bien, si es indiscutible que toda forma (o conjunto de formas) tiene expresión, no es menos cierto que esa posibilidad indeterminada de expresiones conduce a la gratuidad y a la anulación del trabajo artístico. Por supuesto, si cualquier forma trazada sobre una tela expresa algo, ya no importan el talento ni el conocimiento técnico: todo el mundo es artista y nadie lo es. Si toda forma es expresión y si el arte, ahora libre de cualquier definición o principio, no es más que forma expresiva, entonces ya no se puede distinguir entre una obra de arte y cualquier otra cosa, cualquier otro objeto. El mingitorio que Duchamp envió a una exposición de arte se transforma en el símbolo de la estética actual: no existe diferencia cualitativa entre un dibujo de Klimt y una mancha de tinta, entre una escultura de Brancusi y un pedazo de teja, entre una obra de Rodin y un mingitorio. Solo que nadie preferiría poner en la sala de su casa, en lugar de una obra de Rodin, un mingitorio comprado en el negocio de la esquina. Muy bien. Pero eso no quiere decir que la forma del mingitorio no sea expresiva. Expresa algo que solo se manifiesta a través de ella y que no puede traducirse a ningún otro lenguaje. Lo mismo puede decirse de cualquier otra forma, ya sea un canto rodado, un mango de sartén o una blusa. Si de algún modo conseguimos despojar a esas cosas de su significación ordinaria, ganan a nuestros ojos una extrañeza que no es sino la expresividad de sus respectivas formas. He aquí por qué la aparente broma de Duchamp al proponer un mingitorio como obra de arte deviene en cuestionamiento de la validez de la expresión artística. Y es ese mismo

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cuestionamiento el que induce a una joven artista brasileña a juntar ceniceros de avión robados para construir con ellos una «obra de arte», es decir, una forma expresiva. ¿Es esta una actitud legítima? Ciertamente. Pero no debemos perder de vista el hecho de que la irreverencia de Duchamp en 1917 implicaba una negación de la actividad artística. Adoptar como camino la apropiación de objetos naturales o industriales hoy, ya sin la negatividad del gesto de Duchamp, es una actitud conformista e ingenua. Una actitud que desconoce el hecho de que el descubrimiento de las formas de los objetos puede ser el dato que suscite la creación artística. Es ese descubrimiento el que hace nacer el arte de Giorgio Morandi. Si Morandi, en vez de pintar los objetos, decidiera simplemente mostrarlos, jamás revelaría su extraña belleza y cualquier efecto que consiguiera sería momentáneo, efímero y limitado. En sus cuadros no solo nos revela una cara desconocida de los objetos banales sino que también crea, con su lenguaje de sutilezas, nuevos significados. Cuando el pintor, una vez eliminada la pintura, se enfrenta a la tela en blanco, solo le quedan dos alternativas: abandonar la pintura o volver a crearla en la tela vacía. Pero si insiste en continuar su camino destructivo puede, como hizo Fontana, golpear la tela, abrir tajos en la tela. ¿Qué significa eso? Veamos: cuando el pintor usa la tela para crear imágenes, espacios virtuales, su gesto (el acto de pintar) se transforma en acción creativa, generadora de poesía, imaginación pura. Por el contrario, si abandona el pincel, si desiste de «pintar» y opta por golpear la tela, su acción es meramente material: cobra sentido porque violenta el comportamiento usual del pintor: en vez de pintar, golpea, en vez de crear, destruye. Pero como los artistas que siguieron ese rumbo no podían pasarse el resto de la vida golpeando telas, extendieron su accionar hacia afuera de la tela, llegando al acto extremo de Rudolf Schwarzkogler, que se golpeó a sí mismo mortalmente, castrándose. Y si lo hizo fue para infundir significado a una acción que, habiendo dejado de ser creativa, perdió sentido. Del mismo modo se explica la actitud de la joven que robó los ceniceros de avión: ella buscó en el delito el contenido para su acción de artista que, habiendo perdido el lenguaje, perdió el sentido de sus gestos en el mundo. (1993)

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CONTRAPARTIDA

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LA FUNCIÓN DEL ARTISTA

Cuando se discute la función social del artista, el interrogante que se plantea es saber si esa función se cumple por la simple realización de una obra estéticamente válida —independientemente de cualquier significado implícito en ella—, o si, más allá de las cualidades estéticas, basta con que la obra contenga un sentido revolucionario desde el punto de vista social. Es necesario analizar estas dos perspectivas y, para poder hacerlo, llamaremos «descomprometidos» a los defensores de la primera hipótesis y «comprometidos» a los defensores de la segunda. ¿Qué argumentos tienen los «descomprometidos» para afirmar la función de la obra de arte como tal? Ellos afirman que la obra de arte tiene sus propias leyes y valores y que solo puede ser juzgada en función de esas leyes y esos valores. La realidad de la obra de arte reside en sus elementos concretos, es decir, en sus formas y en las relaciones armónicas que las integran en una totalidad expresiva. Por esta razón sería absolutamente infundado considerar mala una obra por el simple hecho de que no concuerde con el punto de vista filosófico o político implícito en ella. La actividad estética —aseguran los «descomprometidos»— es una necesidad vital de la sociedad y, por eso, una obra estéticamente válida cumple una función social al responder a esa necesidad. Examinemos esta hipótesis. Para los «descomprometidos» la obra de arte no debe ser juzgada por los conceptos que contiene sino por sus cualidades formales expresivas. «Lo que importa es que el poema sea bueno», suelen decir. ¿Pero cómo se determina que una obra es buena o mala fuera de cualquier otra consideración que no sea estética? Me parece que en este punto radica la dificultad de la hipótesis de los «descomprometidos». Al pasar por alto los conceptos filosóficos o políticos, los «descomprometidos» quedan sujetos a las opciones subjetivas del «gusto» para preferir una obra a otra. Por eso buscaron métodos que posibilitaran el análisis objetivo de las obras. En algunos casos llegaron incluso a recurrir a la matemática, a la estadística. Pero esos métodos, por precisos que sean, no alcanzan el plano del juicio de valor, es decir, no son suficientes para determinar objetivamente si una obra de arte es buena o mala. El 153


análisis de la estructura puede informar que una obra tiene determinadas características formales, que esas características son idénticas o no a la estructura de alguna obra considerada buena, pero siempre tendremos que preguntarnos quién determinó, y por qué medios, la buena calidad de la obra que sirve de patrón. Los «descomprometidos» responderán que la obra patrón fue consagrada por la tradición o por el público, cosa que equivale a admitir la falencia de sus métodos para definir si una obra es buena o mala. Ahora bien, si el análisis de los elementos estéticos de la obra no basta para determinar si el trabajo del artista alcanzó o no la condición de «obra de arte», entonces parece imposible sostener la tesis de que la simple realización de la obra, estéticamente hablando, justifica la función social del artista. Esa tesis se funda en el presupuesto de una realización que es imposible de determinar. De hecho, esa concepción de la obra de arte como entidad desligada de las contingencias concretas y de las ideas generadas por esas contingencias es una patraña. Los «descomprometidos» están en verdad comprometidos de manera inmediata con ideas estéticas y, de manera mediata, con ideas filosóficas y políticas. En otras palabras: su comportamiento estético —al que definen como «puramente ético»— proviene de una visión conceptual del arte que, a su vez, proviene de una visión general del mundo: una filosofía. Independientemente de que sean o no conscientes de los presupuestos filosóficos que sustentan su posición «puramente estética», esos presupuestos existen y funcionan y de ellos puede deducirse un comportamiento político. Este punto merece atención. La existencia de una filosofía detrás de la posición aparentemente descomprometida de estos escritores revela la ambigüedad de su actitud. En rigor, su arte es producto de una ideología que presenta al arte como no ideológico, y de ese modo busca impedir que sea vehículo de otras ideas. De ser acertado el rápido análisis que hicimos de la hipótesis de los así llamados «descomprometidos», no existiría arte que no exprese, directa o indirectamente, explícita o implícitamente, una ideología. Con esta constatación se desbarata la imagen idealista del arte y la obra es devuelta a su verdadera condición de producto humano contingente y contradictorio. No debemos aceptar un juicio crítico que, para poder formularse, deba dejar de lado, por irrelevante, el significado que la obra expresa a través de los recursos metafóricos o simbólicos del lenguaje

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artístico. Ese significado es el verdadero contenido de la obra, es el motor secreto que mueve todas sus partes, de modo que negarse a verlo equivale a preferir la mistificación a la verdad, la apariencia a la realidad. De esto no debe deducirse que no existe un lenguaje específico del arte, diferente del lenguaje conceptual del pensamiento lógico. Pero ese lenguaje es solamente un modo especial de formulación de la experiencia, del cual no está enteramente excluido, como ya demostramos, el pensamiento racional. Afirmar lo contrario, defender un arte que intente escapar a esa contingencia, es pretender lo imposible. La conclusión de semejante hipótesis no puede ser otra que la de atribuir a los enfermos mentales la posesión del verdadero conocimiento del mundo. Si, como creemos, las obras de arte reflejan concepciones, puntos de vista sobre la realidad, la función social del artista debe deducirse de la influencia que el significado global de su obra pueda tener sobre el desarrollo social. De más está decir que esa deducción no es fruto de la mera constatación de que la obra tiene un propósito revolucionario explícito, aunque ese contenido ideológico deba ser computado en el juicio. Una obra puede estar técnicamente muy bien realizada pero ser, por su significado, menos importante desde el punto de vista social que otra técnicamente equivalente a ella. Por supuesto que el juicio dependerá de la perspectiva social del lector o del crítico. No puede desearse que un reaccionario considere socialmente positiva una obra de significado revolucionario. Pero si la obra consigue cambiar su perspectiva, mejor. La hipótesis de los «comprometidos», ya esbozada en el análisis de las ideas de sus contrarios, consiste en afirmar no solo el carácter ideológico de la obra de arte sino también la necesidad de que sea un vehículo de concientización. Esta postura implica una actitud consciente, por parte del autor, con respecto a la realización de la obra y a su significado: puede decirse que el autor «comprometido» parte de una visión que explica la realidad y que su propósito es transmitir, antes que un estado de perplejidad, una toma de conciencia. Este punto suele suscitar equívocos cuando se interpreta la posición de los artistas comprometidos. El arte comprometido es acusado de partir de una posición apriorística, mientras que el descomprometido partiría de una actitud neutra, preocupada exclusiva o preponderantemente por la materia artística propiamente dicha. Pero aquí se repite el

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error que señalamos antes al analizar el arte llamado descomprometido. De hecho, la materia artística «pura» no existe y la actitud del artista que se pretende tal y sin juicio alguno sobre el mundo resulta de un prejuicio según el cual la verdadera realidad es inaprensible por la razón. Como en verdad no existe ningún hombre fuera de «situación», es decir, inmune a la influencia de las circunstancias concretas del mundo, esa posición irracionalista es, en la práctica, un vano intento de huir de lo real. Desde esa perspectiva el arte resulta una tentativa desesperada de negar la condición concreta del hombre en el mundo, y fue la inutilidad de ese esfuerzo la que llevó a Sartre a afirmar que el artista es un hombre que «eligió fracasar». Ahora bien, el artista «comprometido» se coloca en la posición exactamente opuesta, ya que tiene una visión constructiva de la sociedad y por eso cree que los problemas humanos pueden resolverse cambiando la vieja estructura social. Por consiguiente no puede exigírsele, ante la realización artística, una actitud similar a la del otro tipo de artista que, lejos de estar descomprometido con cualquier idea a priori, parte de un juicio pesimista sobre el destino del ser humano y la sociedad. Ni siquiera los defensores de Beckett o Joyce negarán que la estructura formal de sus respectivas obras resulta de una visión del mundo que las informa. Mucho de lo que se considera «calidad» en la obra de esos dos escritores son características intransferibles que no deben buscarse en la obra de «artistas participativos» que no tienen una concepción del mundo ni del arte idéntica a la de ellos. No obstante, en nombre de ese equívoco se acostumbra acusar de estéticamente inferiores a las obras de los artistas participativos. En el fondo, el juicio de esos críticos es ideológico, tanto para estas obras como para las de «arte puro». De lo contrario es incomprensible que un crítico pueda aceptar sin restricciones —e incluso considerar genial—la literatura de Beckett, por ejemplo, que es la expresión más inmediata de una visión reduccionista y negativa del mundo. Si hay un escritor que reduce el instrumento literario a mero vehículo de una tesis, ese es Beckett. Mientras tanto, críticos que se dicen políticamente progresistas aceptan la obra de Beckett «por su fuerza expresiva», como si esa fuerza pudiese estar desvinculada del mensaje que transmite la obra; y ese mensaje es la negación de toda esperanza.

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Otro aspecto a considerar en la función social del artista es el público para el cual escribe. Esos mismos críticos consideran una ofensa al arte y la cultura «bajar» la calidad de la obra con el propósito de alcanzar un público más amplio. A su entender, no adherir a los principios estético–ideológicos del arte considerado bueno es «bajar» la calidad. En nombre de esa «calidad» —que, como hemos visto, no es sino un tipo de formulación determinado por una visión particular del mundo— esos críticos no reconocen calidad en ningún otro tipo de formulación determinado por una visión diferente del mundo. Y así, por error o por defecto, combaten la visión revolucionaria con el pretexto de defender el arte, la cultura y la revolución misma. En la práctica, el resultado es el mismo. Es evidente que la inmensa mayoría del pueblo no se identifica con un lenguaje poético, pictórico o narrativo altamente refinado (y que expresa problemas de una clase que puede darse el lujo de explorar su subjetividad) y por ende no debe esperarse que la obra de los artistas que utilizan ese lenguaje interese a ese público. Ahora bien, si los críticos sostienen que abandonar ese lenguaje y sus supuestos es bajar la calidad de la obra y traicionar la cultura, el único camino que le dejan al artista es continuar escribiendo para la minoría. En otras palabras, el arte solo existe para unos pocos. Por supuesto que no estamos de acuerdo con eso, y de hecho hay numerosas obras aceptadas por el gran público que niegan esa hipótesis aristocrática. El artista ejercerá una función social en la medida en que tenga conciencia de su responsabilidad y comprenda que el arte es un medio de comunicación colectivo. No se le puede exigir al artista que continúe siendo, en nuestra época, un instintivo, ciego a la realidad que lo rodea e indiferente a la injusticia que, con su connivencia, atormenta a sus semejantes. Tampoco debe aceptar la absurda tesis de que su visión del mundo, su condición humana, no tiene ninguna relación con su actividad de artista. Lo que hoy se llama arte participativo no es ni más ni menos que el reencuentro del arte con la legitimidad cultural. (1964)

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MUERTE CULTURAL DEL ARTE

En cierta ocasión afirmé que la crítica de arte brasileña se había transformado en una especie de «bella crítica», ya que se complace en analizar las obras de arte en un plano meramente ideal, negando o aceptando las propuestas de vanguardia sin preguntar por las causas y los condicionamientos culturales e históricos de esas propuestas. Acusé a esa crítica de temer el análisis de los principios en que se funda, estéticamente, el arte contemporáneo, tal vez previendo que la consecuencia de ese análisis supondría la condena del tipo de crítica omisa hoy vigente y entrañaría una abierta declaración de guerra entre los críticos y los intereses de todo orden que se alimentan del estado actual del arte. La incapacidad de la pintura contemporánea para conmover a las masas es un hecho incuestionable, pero no sería argumento suficiente para negarla, siempre y cuando fuera posible determinar el valor de las obras mediante parámetros objetivos. No obstante sucede que, si hasta cierta altura de la evolución del arte contemporáneo la crítica todavía podía formular juicios más o menos precisos, hoy eso ya no ocurre, dado que el arte sobrepasó los límites establecidos y adoptó un lenguaje cifrado donde es imposible pronunciar un juicio objetivo, ya sea en lo atinente al posible significado de las obras como en lo que respecta a sus cualidades artesanales. En fin, no hay ninguna manera de demostrar hoy, en la inmensa mayoría de los cuadros expuestos en las grandes muestras internacionales, si determinada obra es buena o mala, si es fruto de la maestría artesanal, de la mera habilidad o de la simple casualidad. La propia crítica de arte —que no es ajena al proceso que arrastró al arte al subjetivismo extremo— tuvo que reaccionar a esa tendencia, aun cuando no ponga en cuestión los valores básicos del arte contemporáneo. Para no disolverse en meras divagaciones fantasiosas, la crítica necesita reafirmar algunos puntos de referencia objetivos. Son pocos los críticos que buscan mantenerse en el nivel de la lógica, sobre todo cuando se trata no solo de teorizar sobre la crítica sino de ejercerla. Helmut Hungerland, redactor de la revista The Journal of Aesthetics and Art Criticism, intentó crear los fundamentos de una crítica de arte objetiva, libre de dogmas y delirios poéticos. La teoría de la crítica de 158


Hungerland ya es en sí misma una demostración de la profunda crisis a la que conduce el concepto del arte por el arte. Es un esfuerzo por salvar a la crítica sin romper con los principios fundamentales que sustentan la idea actual del arte. Pero veremos que, incluso así, no hay manera de conciliar la crítica que preconiza Hungerland con el arte de hoy. Veamos en qué consiste la teoría de Hungerland: «De acuerdo con nuestra exposición, podemos considerar que un juicio del tipo ‹x es bueno› (x es aquí la obra de arte) significa que ‹x es una buena composición p›. Este juicio, a su vez, reza: ‹apruebo estéticamente x, es decir, como una composición p lo prefiero a y›. El enunciado completo sería: ‹Apruebo estéticamente x, lo prefiero a y, como composición p, e insisto en que usted concuerde conmigo›». Para aclarar un poco las cosas, traduzco el enunciado completo: «Apruebo estéticamente el cuadro ‹La plaza› de Fulano, lo prefiero a ‹La dama› de Mengano, que, como el primero, es una obra barroca, e insisto en que usted concuerde conmigo». Ese enunciado suscita dos preguntas: 1) ¿Por qué «La plaza» es mejor que «La dama»? 2) ¿«La plaza» es una composición barroca? ¿Por qué? La respuesta exacta a la primera pregunta sería la siguiente: «La plaza» es mejor que «La dama» porque los componentes de «La plaza» funcionan más eficazmente en la realización de un objetivo estético que es el mismo para los dos cuadros. Esa respuesta queda incompleta si no se responde a la segunda pregunta antes formulada: ¿«La plaza» es una composición barroca? ¿Por qué? He aquí la respuesta de Hungerland:«‹La plaza› es una composición barroca porque, de las varias estructuras posibles que pueden formarse con los componentes del cuadro, es la que mejor los integra y por eso produce el mayor rendimiento estético». De hecho, esa es la cuestión fundamental para el estilo de crítica que preconiza Hungerland. Si no es posible definir la estructura real de la obra, el juicio estético es imposible. Hungerland llama «estructura apercibida» a la estructura que, por así decirlo, define la obra. Intentaremos aclarar este concepto. Cuando un pintor realiza un cuadro sigue algún propósito formal, según el cual armoniza todos los elementos de la obra. Ese propósito, dependiendo del estilo del artista o de su escuela, puede ser más o menos evidente. Cuando veo la obra, si tengo experien-

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cia o si la estructura es clara, la percibo. Está, por así decirlo, virtualmente presente en la relación de los elementos. Puede ocurrir también que los elementos no se integren en una estructura y en ese caso el cuadro no se realiza. En este punto radica la dificultad de la crítica. Se puede objetar: «Si hay varias posibilidades de estructuras dentro de una misma obra, ¿cómo afirmar que la que elegimos como supuesto objetivo del artista es de hecho la estructura de la obra?». A esa pregunta Hungerland responde diciendo que la estructura verdadera es aquella que corresponde a un mayor placer estético, por el hecho de que absorbe armoniosamente todos los componentes de la obra. Pero a eso también se le puede retrucar: ¿qué nos dice que ese mayor placer estético no es determinado en cada uno de nosotros por razones subjetivas y proyecciones inconscientes, como ocurre en los test de Rorschach? Hungerland nos recuerda entonces que nuestro comportamiento está siempre determinado por patrones más o menos estables y que, por otra parte, los componentes de la obra poseen existencia objetiva, es decir, que están dentro de una Gestalt determinada por las leyes del campo visual. Los patrones estables, en el caso de la apreciación de obras de arte, son determinados por nuestro conocimiento de la historia del arte, de los diversos estilos y corrientes estéticas, que nos permite situar la obra en cuestión dentro de alguna categoría existente. Pero el propio Hungerland reconoce que, en casos extremos, esos patrones pueden ser prácticamente anulados. Él mismo cita el caso de los críticos Novotny y Loran, que elaboraron teorías críticas totalmente opuestas sobre la obra de Cézanne: uno afirmaba que el elemento fundamental de esa obra era el color, mientras que para el otro era la línea. Cada uno tenía su propia visión de la evolución del arte y por eso seleccionaba, en una misma obra, una estructura apercibida diferente. Hungerland observa que: «Es necesario tener en cuenta que Cézanne presentó a los dos críticos una situación relativamente equívoca o no estructurada». Ahora bien, si la obra de Cézanne ya presenta esa dificultad para la crítica, ¿qué decir de la pintura actual? ¿Cómo debatir en términos de «estructura apercibida» cuando las obras reflejan la voluntad de evitar cualquier estructura? ¿Cómo encontrar patrones estables de apreciación para obras que se pretenden desligadas de cualquier vínculo con el pasado, con el estilo de cualquier época? Frente a esta situación un

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crítico como Hungerland, que honestamente procura mantener un nivel objetivo para la actividad crítica, no puede hacer nada. Creo que, frente a esto, no puede concluirse que la crítica de arte es imposible; más bien habría que admitir que es imposible criticar un arte que no se mide por ningún principio objetivo, un arte sin objetivo. También es evidente que esas obras de arte, al colocarse fuera del terreno estético propiamente dicho, nos invitan a analizarlas como fenómenos psicológicos y sociológicos. Más allá de esto, todo se limita al gusto personal del crítico, a la menor o mayor identificación subjetiva con la oscura maraña de formas y colores, ritmos y texturas que presenta la obra. Por eso, si el crítico busca justificar su gusto inevitablemente incurre en la verborragia o en una jerga tan confusa como el propio cuadro al que se refiere. ¿Qué significa esto? Significa que la obra de arte, que ya le hablaba a una minoría bastante restringida de iniciados, ya no le habla ni siquiera a esa minoría y se ha transformado, cuando mucho, en una cuestión personal entre el artista y él mismo. Antiguamente era señal de ignorancia que alguien preguntara qué significaba un cuadro. Hoy es la propia crítica, si es honesta, la que hace esa pregunta. ¿Solo la crítica? No: el propio artista se para frente a su obra como ante una esfinge. De hecho, el problema del significado de la obra de arte se planteó desde el momento en que la pintura dejó de representar objetos reconocibles, con el cubismo. Apollinaire, que era un hombre inteligente, enseguida identificó esa pintura con la música para darle un nuevo soporte, capaz de sustituir la relación pintura–naturaleza que se había roto. La otra ala del cubismo, que se interesaba menos por el color que por las estructuras, fue identificada con la intuición platónica de las formas arquetípicas: una voluntad de orden fundamental que se alejaba de la profusión orgánica de la naturaleza para encontrar una dimensión ideal de armonía. Voluntad de orden En esa primera etapa de la pintura abstracta, la voluntad de orden sustituyó la referencia al mundo objetivo y se transformó en el factor normativo de la creación y de la crítica. Es cierto que ya entonces, en el propio cubismo y de inmediato en el movimiento Dadá, los valores artesanales

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fueron subvertidos por el uso de trozos de diario que se pegaban a los cuadros, pedazos de tela, clavos y arena. Pero todo eso obedecía a una intención constructiva: era un arma contra la técnica académica de la representación pictórica. Ni siquiera Kurt Schwitters, que llevaría más lejos la técnica del collage, abdica de la voluntad de imponer un orden humano al caos de los residuos que juntaba en la calle para hacer sus obras. Mondrian profundizó todavía más la voluntad de abstracción manifestada por el cubismo, eliminando de sus cuadros toda alusión a la naturaleza, e incluso a través de la alusión a los procedimientos pictóricos anteriores. Mondrian adopta el color puro y la rigurosa construcción geométrica. Frente a sus cuadros la crítica intentaba indagar sobre el significado, y el propio Mondrian lo justificaba, no en cuanto a la obra, sino como procedimiento crítico de «destrucción» de la pintura individualista en pos de encontrar un lenguaje colectivo que vendría a ser, ni más ni menos, la propia vida vivida en términos de arte. Como fuere, el propósito constructivo del pintor era evidente; la relación intencional entre rectángulos de color y espacios vacíos revelaba una aguda sensibilidad para el equilibrio y el ritmo visual; la técnica pictórica era limpia, honesta, ejemplar. Todos esos elementos eran puntos de referencia para el análisis crítico. Desde el cubismo hasta nuestros días la evolución del arte contemporáneo ha sido una sucesión de «movimientos» y «escuelas» que, después de desconcertar a los críticos y ser admitidos por ellos, son sustituidos de inmediato por otros «movimientos» que igualmente desconciertan, escandalizan y se consagran. Hasta aquí esos movimientos se alimentaron de ideas o teorías que poco a poco fueron destruyendo toda noción objetiva, ya sea en lo que atañe a las relaciones entre el arte y la sociedad donde surge como entre las obras producidas y los principios de apreciación y juicio. En nombre de una representación más inmediata de la naturaleza el impresionismo destruyó la perspectiva y la unidad interna de los objetos, pulverizándolos en un espectro efímero de luminosidad descompuesta. En nombre de la reconstrucción del objeto como estructura, el cubismo terminó por descomponer la percepción en «etapas» (los varios lados del objeto) o planos que luego fueron arbitrariamente recompuestos en la superficie del cuadro. ¿Cuál sería entonces el paso siguiente? El neoplasticismo, comprendiendo que ya no quedaba nada de la vieja pintura, buscó fundar una «nueva plástica», en la que la fi-

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gura del objeto se redujo a simples ritmos ortogonales —vertical y horizontal— expresados a través de los colores primarios: rojo, amarillo, azul y negro. Pero esas obras ya no expresaban la individualidad del artista, más bien la negaban, y la teoría neoplástica propugnaba el fin de la pintura y de las artes de expresión individual anticipando una sociedad perfecta donde el arte se integraría a la vida. La consecuencia lógica de tal teoría sería que los pintores dejaran de pintar e intentaran cambiar el mundo para poder llegar a la sociedad. Pero eso no ocurrió. Mondrian, el profeta de esa nueva integración, fue ignorado durante casi toda su vida y, mientras tanto, la pintura siguió otros caminos. Del cubismo partieron otras experiencias exactamente opuestas al neoplasticismo, experiencias que ya no buscaban la impersonalidad y el orden abstracto sino las alucinaciones y los símbolos del mundo inconsciente. Entre ellas el dadaísmo, el surrealismo y más recientemente el tachismo. Hoy, después de tantas especulaciones y desaciertos, la tendencia subjetivista se enfrenta al mismo problema planteado en 1917 por Mondrian y sus compañeros: el problema del fin del arte individualista. De hecho, para huir de las contingencias sociales, de los problemas comunes e inmediatos, el arte buscó en sí mismo su justificación y se autoatribuyó la categoría de medio de conocimiento. Ahora bien, la afirmación de esa autonomía obligó al arte a rechazar todo y cualquier contenido a priori, advenido de otras disciplinas o de otros campos del conocimiento humano. Es cierto que ese arte de pura revelación nunca se produjo, y no podría haber sido de otro modo puesto que ese conocimiento puro, sin pasado, no existe. Pero los artistas no desistieron del intento, naturalmente estimulados por las características de su campo de acción, donde el pensamiento asistemático y la fantasía superan todos los obstáculos lógicos. No obstante, ese desarrollo conservó una profunda lógica interna, puesto que fue determinado por causas culturales más amplias y, detrás de estas, por causas sociales y económicas. Las teorías y las justificaciones fantasiosas otorgaron un significado aparente a ese desarrollo, pero no pudieron cambiar el curso real del proceso. Y aunque no fuera evidente, lo que se hacía era someter a una crítica cada vez más profunda y más radical el concepto de pintura heredado del Renacimiento.

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La naturaleza crítica de este proceso se ha vuelto evidente ahora, cuando ya no queda nada de aquel concepto idealizado y no hay con qué sustituirlo. Dada la naturaleza misma de la pintura, en la que teoría y práctica están íntimamente ligadas, la crítica se concretó en el propio trabajo y, por consiguiente, a través de la demolición paulatina de los soportes materiales de la expresión: la destrucción de la figura, de la organización espacial, de la representación del espacio tridimensional, la adopción de técnicas nuevas y el repudio de las viejas, el uso de nuevos materiales, etc. La primera etapa de la crítica se cirnió sobre los temas pictóricos hasta alcanzar, como hemos visto, las técnicas usadas para la representación de esos temas y los materiales empleados. Pero no podía detenerse allí. Cuando Braque, en vez de pintar un determinado sector de un cuadro clava allí un pedazo de diario —en un acto de rebeldía contra la técnica de la representación imitativa— al mismo tiempo afirma las cualidades plásticas de algo que no fue hecho con el propósito de «ser arte». Y no hubo que esperar mucho para que Kurt Schwitters, llevando esa afirmación a sus últimas consecuencias, empezara a recoger desechos y detritos en las calles para componer con ellos sus «obras de arte». Si bien se observa, esa actitud modifica la relación entre el artista y la obra, pues el acto creador gana una nueva dimensión superando el momento en que, frente a la tela, el artista la realiza, para confundirse ahora con los actos de la vida cotidiana. En efecto, Schwitters quiere escapar al aislamiento al que lo somete la actividad artística y quiere sacar a su obra de esa condición excepcional, enclaustrada, que la separa inapelablemente del mundo. El proceso crítico comienza a penetrar ahora al propio artista, al significado de su trabajo. Cabe no obstante señalar que esa búsqueda de «espontaneidad», ese repudio del métier tradicional, no está desvinculada del propósito, característico de todo este período del arte moderno, de hacer del arte un modo autónomo de conocimiento. Propósito que los surrealistas encarnan y definen al postular el método de creación automático, en busca de lo que Breton llamaba «azar objetivo». Ese automatismo psíquico, esa tentativa de burlar la conciencia para captar, a sus espaldas, la «realidad del sueño», se manifestaría en la pintura recién ahora, aunque bajo el disfraz de otra teoría, cuando Geor-

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ges Mathieu afirma que pretende partir de la «nada» y que su pintura crea «signos que son anteriores al significado». En realidad Mathieu, en el intento de alcanzar una zona de libertad donde se superen todos los condicionamientos humanos, se entrega al mero automatismo de su esquema corporal y repite, en los cientos de cuadros que produce, el mismo garabato que tiene —como observa Herbert Read— la estereotipia de una firma. No es este el camino de la libertad ni tampoco el camino de la pintura, pero cambiar de rumbo ya no parece posible. Con el pretexto de alcanzar la «nada» Mathieu pinta aceleradamente, sin parar, y vende esas tentativas por miles de dólares. Otros son menos veloces y menos espectaculares. Juntan pedazos de tela, papel, cera, cemento, y los amontonan en las telas. Imitan tejidos cancerosos, vulvas, cartílagos, aunque conscientemente no pretendan imitar nada. Buscan formas nuevas, anteriores a cualquier significado y, por lo tanto, a cualquier recuerdo o referencia. Escapan al automatismo corporal de Mathieu pero caen en el automatismo inconsciente de los test de Rorschach. ¿Cómo deben juzgarse esas obras? El hecho mismo de que su expresión se coloque al nivel de la liberación inconsciente, si no les quita en absoluto autenticidad, las deja por eso mismo fuera de todo juicio crítico: una declaración no se juzga, se constata. A menos que el crítico exclame, como un psicoanalista amigo mío frente a ciertos casos clínicos: «¡Qué neurosis genial!». ¿Y cómo juzgar las esculturas de la «estética de la basura» y el «pop art» que hoy cultivan los jóvenes artistas norteamericanos? Pedazos de medias de nylon mezclados con cabos de vela y viejas botellas sucias. Diremos: ¿son obras bellas? ¿Son mórbidas? ¿Son extrañas? ¿Las abomino? ¿Adoro esas obras? Cualquiera de estas afirmaciones no significa nada desde el punto de vista del juicio crítico; incluso hay un escultor que coloca automóviles bajo un martillo gigante que los aplasta: ¡una escultura! ¿Cómo juzgarla? ¿Debemos decir que el martillo gigante es genial? ¿Que golpeó con la fuerza necesaria o que debería haber golpeado con más fuerza? No podemos dejar de ver en la actitud de ese escultor, que ahora decidió aplastar automóviles, una cruel ironía hacia los valores estéticos y hacia la idea misma de arte. Además, esa actitud socarrona e irónica está presente en los más auténticos artistas de la actualidad. Pero lo raro es que esa ironía (que nació con los dadaístas) se convierte en gloria y, con frecuencia, en fortunas considerables. No deja

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de ser gracioso encontrar en la sala de un millonario norteamericano un automóvil igual al que usa para pasear, pero aplastado, y solo por eso elevado a la condición de obra de arte genial. ¿Qué puede hacer la crítica frente a esto? ¿Será que la intuición artística de los nuevos ricos superó a la de los críticos? Algunos críticos prefieren dejar que los millonarios y los artistas se entiendan entre ellos, ya que empezaron a hablar la misma lengua. Otros críticos no; se anticipan a los millonarios y a los artistas y justifican cualquier disparate. Todo esto parece indicar que el problema del arte contemporáneo debe ser planteado en términos más amplios que los meramente estéticos. El arte moderno tiene una tradición de rebeldía que contrasta con casi toda la historia del arte, salvo rarísimas excepciones. Sabemos que en los antiguos imperios de Medio Oriente —en Egipto, en Asiria y en Babilonia— los artistas estaban al servicio de la corte y el clero, y también sabemos que la estilización de las figuras en el arte egipcio, que durante mucho tiempo se atribuyó a una intención estilística, no era sino el cumplimiento de órdenes superiores. En la Edad Media los artistas se organizaron en grupos donde el arquitecto, el pintor, el escultor y el albañil trabajaban juntos, sin hacer distinciones entre artesano y artista. Pero los encargos eran hechos por el clero o por los nobles, quienes influían considerablemente sobre muchos aspectos de la obra, sobre todo en lo referente a la temática religiosa. Con el nacimiento de la burguesía el artista es lisonjeado en su individualidad pero simplemente cambia de patrón y, en vez de pintar santos, empieza a pintar barones y ricachones. Es entonces cuando su individualidad, despertada por la vanidad de los burgueses, se rebela contra el trabajo por encargo y así surge, en la historia de la pintura, el pintor maldito. ¿En qué consiste su maldición? En entregarse a la expresión de su propia individualidad, aunque al hacerlo aleje toda posibilidad de aceptación por parte de aquellos que antes lo alimentaban o le pagaban por su trabajo. ¡Basta de pintar nobles y burgueses! Rembrandt, el iniciador de la tradición individualista, restringe la temática de su pintura casi exclusivamente a los autorretratos. El pintor es, ahora, autor y tema de la pintura.

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El ejemplo de Rembrandt fue seguido, aunque ellos lo ignoraran, por los impresionistas que, como él, lo sacrifican todo para afirmar su independencia personal respecto de las leyes establecidas por el academicismo pictórico. Naturalmente, no podemos desvincular esos hechos artísticos del contexto social en el que sucedieron. A esa altura la Revolución Francesa ya había afirmado los derechos del pueblo frente a las élites aristocráticas y, más recientemente, Marx y Engels habían publicado el Manifiesto comunista. Una nueva concepción de la sociedad cobró voz para los espíritus más lúcidos y una voluntad de «realismo» invadió como un soplo la literatura y el arte. Hasta entonces el lenguaje de la pintura, paralelamente a la alienación del artista y del pueblo, se alimentaba de alegorías míticas y eróticas. El propio Delacroix, que resolvió romper con la estereotipia de las soluciones formales y cromáticas, no obstante recurre a los dioses y a los héroes legendarios. La cosa se agrava cuando Courbet mete una vaca dentro de su atelier o empieza a pintar obreros trabajando. La pintura perdía su dignidad principesca y el artista revelaba ser un hombre común. Manet, Monet, Cézanne y Pissarro llevan adelante la rebeldía, insultan a la Venus de Milo y proclaman el surgimiento de una nueva sensibilidad. La generación siguiente trae a Gauguin y Van Gogh, en quienes el conflicto entre los problemas estéticos y sociales asume el carácter de tragedia. Negados por el público, enfrentando el ostracismo y la miseria, estos artistas pagaron caro su rebeldía. Era la intelligentzia de una época que se negaba a identificarse —como siempre había ocurrido antes— con los valores de las clases dominantes. Pero analicemos ahora lo que ocurrió desde la época heroica del impresionismo a la época actual, y veamos a qué quedó reducida la tradición rebelde de aquellos artistas. Mientras la burguesía europea titubeaba en aceptarlos, la burguesía industrial naciente en los Estados Unidos, despojada de tradición artística, fue sensible a la influencia de los intelectuales y críticos de arte y empezó a comprarles obras. Es verdad que ya estamos en el siglo XX y que, para la vanguardia europea, el arte del momento es el cubismo y el futurismo. Ahora el proceso es más rápido y no hay que esperar mucho para ver a Picasso, Braque y Léger disputados por el nuevo mercado de arte. La propia Europa comenzaba también a comprender su error respecto de los impresionis-

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tas, cuyas pinturas son ahora valuadas en millones de dólares. De todo esto resulta una lección: el futuro consagra lo que hacen los pintores, aun cuando parezca absurdo o loco. Era inevitable que de este aforismo oportunista surgiera otro, que secretamente determina la relación actual entre las obras de vanguardia y el mercado de arte. Helo aquí: cuanto más descabellada nos parezca una obra de arte, más posibilidades tendrá de volverse una obra maestra en el futuro. Es cierto que esos aforismos no cuelgan en las paredes de las oficinas de los marchands de tableaux y que tal vez nunca fueron formulados con la franqueza con que los formulo aquí. No obstante, están presentes como factores decisivos del comportamiento de los artistas y de su mercado. Y así llegamos a la situación actual, que es diametralmente opuesta a la de los pioneros de ese arte rebelde; la vanguardia de hoy tiene su mercado ávido, y todavía más: hacer pintura de vanguardia es garantía de éxito comercial. ¿Cuál es la situación del artista que, a pesar de todo, no abdica de su condición cultural y no acepta conscientemente ser solo una de las piezas de este juego económico? ¿Qué sentido tiene su actividad? ¿Para «quién» habla? Esta cuestión fue analizada por Willhelm Worringer en su estudio Problemática del arte contemporáneo, publicado en Munich después de la Segunda Guerra Mundial, cuando la tendencia abstracta aún no se había manifestado a nivel internacional. Para Worringer el problema se plantea radicalmente entre una «dictadura de los productores» y una «dictadura de los consumidores». En el caso de las artes plásticas contemporáneas, la dictadura es ejercida por los productores, es decir, por los artistas. Estos realizan un arte desvinculado de la naturaleza y, por eso, impopular. «El arte desligado de la naturaleza es un arte desligado del pueblo», afirma. Sin embargo, cree que el artista no eligió ese camino y que obedece a una imposición histórica, suprapersonal. En esta especie de fatalismo, en parte determinado por la sensibilidad específica del artista, este encuentra la justificación de su actividad, de la que el público reniega. Aun reconociéndole al artista el derecho a dedicarse a esa actividad que es para el público una «autocracia socialmente improductiva», Worringer reconoce que esos artistas no pueden esperar ningún apoyo del público. Deben estar «dispuestos a asumir todos los riesgos». Los

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compara con los miembros de una secta religiosa que, para defender la pureza de sus principios, deben mantener su independencia económica. Y agrega: «Por eso me inclino a exigir a los artistas [...] el reconocimiento consciente de que ellos también ingresan en una secta cuando atienden la imposición de su deber creador y practican, en consecuencia, un arte que permanecerá, por fuerza, ajeno al público». Y más adelante, dirigiéndose al artista: «Casi estaría tentado de agregar: no hagas de tu vocación un oficio; no lo hagas para evitar confusiones; no lo hagas, por tu independencia». Ahora bien, este consejo de Worringer es imposible de cumplir para los artistas. Si el público no va a apoyarlo y el artista no debe hacer de su arte una profesión, ¿de qué va a vivir? Sin embargo, esa debería ser la posición coherente —como demuestra Worringer—, del artista que trabaja indiferente a todo lo que no sea su determinación interior, espiritual. Solo esa fidelidad absoluta a sí mismo podrá legitimar una actividad que no se justifica socialmente. Sin embargo, las contingencias concretas obligan al artista a participar de la disputa interna del mercado de arte, lo fuerzan a someter su determinación interior a las tendencias impuestas desde afuera por los manipuladores del mercado. El propio Worringer admite que un arte fundado en principios tan subjetivos abre camino a oportunistas e imitadores. Y no les reconoce derecho a defensa. Solo los pocos y raros, los que hacen un arte difícil «por no poder hacer otra cosa», estarían justificados en su autocracia. Este punto de vista condena las grandes exposiciones internacionales y el comercio mundial de arte, que transformaron a esos pocos y raros en centenas y miles. Tal vez advirtiendo el irrealismo de su tesis, Worringer termina su ensayo previendo el fin de ese arte de élite: «Sucede, simplemente, que todo arte atraviesa estados de agotamiento sociológicamente continuados, estados en los cuales se vacía. Lo infructuoso y desesperado de esta lucha que hoy ocupa el primer plano de la escena tal vez se explique por la trágica decisión que, en segundo plano, se tomó hace ya un tiempo. En ese caso, esta lucha tendrá dos derrotados. Aquellos que desesperadamente lucharon por un ‹a pesar de todo› y aquellos que incauta e inocentemente creyeron poder afirmar permanentemente la pintura tradicional de cuadros transfiguradores de la naturaleza».

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Ya hemos visto que el gran público no entiende al artista moderno. También vimos que la crítica ya no dispone de referencias objetivas para analizar y situar la obra de ese artista. En condiciones normales, si el artista dependiera del público para sobrevivir, moriría de hambre. Quien lo sustenta, por lo tanto, es esa minoría próspera que aprendió la lección de la burguesía europea del siglo XIX. Compra sus obras porque valdrán mucho en el futuro. En la mayoría de los casos las compra, no por entenderlas, no por amarlas, sino porque comprarlas es una buena inversión y porque es señal de cultura gustar de las obras de arte audaces. Entonces, ¿a quién le habla el artista plástico de hoy? Si no le habla al público, si no le habla a la crítica, si no le habla a sus compradores... no le habla a nadie. Lo quiera o no, tenga o no algo que decir, su papel en la sociedad capitalista actual se reduce casi por completo a ser un pretexto para las especulaciones e inversiones no productivas. El caso brasileño Dentro de este panorama, ¿cuál es la situación específica del artista plástico brasileño? La revolución modernista del 22, que se apropió de las soluciones plásticas europeas para versar una temática nacional, significó en cierto modo un desvío en el desarrollo del lenguaje artístico, considerado como hecho internacional. La naturaleza del arte europeo hoy universalizado es esencialmente crítica. Las revoluciones estéticas que sacudieron a Europa a partir del impresionismo y se intensificaron con el cubismo, el futurismo, el dadaísmo y el surrealismo, tenían como impulso interno la búsqueda desesperada de sus propios fundamentos. Lo que tiene de revolucionario y vital el arte contemporáneo es ese autoanálisis, esa autocrítica que, en busca de un fundamento real para el arte individualista, poco a poco consumió todos los valores convencionales hasta reducirlos a las ciegas manifestaciones del azar o del automatismo psíquico y corporal. El arte moderno brasileño, por el contrario, nació bajo el signo del optimismo y la creencia en los nuevos valores estéticos. Por no estar directamente implicados en el proceso cultural europeo, sino ligados a una perspectiva de redescubrimiento del país, los artistas nacionales tomaron las soluciones de Léger, de Picasso, de Duffy, como medios que

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les permitieron revelar plásticamente su nueva visión de la realidad brasileña. La problemática básica del arte moderno fue dejada de lado. Bastará con decir que lo que define al arte europeo moderno es su total desinterés por la «representación» de la realidad para ver cuánto se apartaron de él los artistas brasileños volcados a reflejar los suburbios, los morros, las fiestas, los personajes y las escenas característicos del país. El régimen surgido de la revolución de 1930 y la guerra de 1939 creó una suerte de remanso que permitió que el arte brasileño se mantuviera más o menos fiel a esos propósitos iniciales. Pero en 1945, cuando termina la Segunda Guerra Mundial y Getúlio Vargas es depuesto, vuelven a intensificarse los contactos con Europa donde, en el transcurso de esos años, el arte que había importado Brasil en 1922 y que aquí continuaba siendo prácticamente el mismo había sufrido profundas transformaciones. Así fue como la influencia de un nuevo arte europeo, abstracto, invadió el país hacia 1951, interrumpiendo el camino de los jóvenes artistas que seguían los pasos de Portinari, Segall, Guignard, Di y Pancetti y llevándonos a una experiencia que no tenía nada que ver con el pasado artístico inmediato del país, sino que estaba completamente ligada a la problemática crítica del arte europeo. Así surge el concretismo. La evolución coherente del arte concreto condujo a la ruptura con los modos tradicionales de pintar (arte neoconcreto), llevando al artista a adoptar una posición radical que pone en evidencia la contradicción básica del arte individualista. Un pensamiento acomodaticio afirmaría que la crisis no reside en la situación del arte propiamente dicho, sino en la dirección equivocada que se intentó dar a la experiencia estética. Con eso se aplaza el momento de decisión y una vez más se distorsiona el sentido culturalmente válido de ese arte, que es el de desmistificar el arte, aunque para eso sea necesario negarlo provisoriamente. Pero para dificultar todavía más esa toma de conciencia, Europa introdujo en nuestro país una «nueva tendencia», el tachismo, que volvió a congregar a los jóvenes y otra vez interrumpió el proseguimiento de la experiencia anterior. En esa época surge el mercado de arte en Brasil, con la consiguiente proliferación de galerías, lo que produjo nuevas interferencias en el desarrollo normal del proceso artístico en términos culturales.

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Muerte cultural No pretendo negar la existencia total de valor en las obras del arte actual. Y me apresuro a decirlo porque la complejidad del problema que analizo me llevó a realizar una esquematización demasiado simple. Estoy convencido, no obstante, de que si se cerraran las grandes exposiciones internacionales, los salones oficiales y las galerías de arte (cosa que jamás sucederá dado el volumen de los intereses económicos y políticos en juego) serían pocos, poquísimos los artistas que continuarían pintando. Postulo esta hipótesis absurda solo para dejar en evidencia que el verdadero motor del arte contemporáneo es, antes que la necesidad expresiva culturalmente fundada, el sistema de premios y prestigio que lo condiciona. La evolución del arte moderno, desde la representación de la naturaleza hacia el abstraccionismo geométrico y, después, hacia la pura y simple exhibición de materiales y detritos, obedece de hecho a la imposición de factores culturales reales. Y cuando digo «culturales» me refiero tanto a la dinámica interna del lenguaje pictórico como a la dinámica social en la cual opera ese lenguaje. Con esto quiero decir que no considero que el arte actual sea el mero resultado de la irresponsabilidad del artista y el crítico o el fruto de una extorsión conscientemente planeada para apoderarse del dinero de la burguesía. Si así fuera, el problema no tendría mayor profundidad y la crisis actual del arte sería solo aparente. Por desgracia, eso que vemos, esos automóviles aplastados, esos paneles enormes cubiertos de pinceladas desvariantes, de borrones y de telas viejas, es el arte mismo, el verdadero arte de nuestra época. No el arte ideal que nos gustaría tener, sino el que verdaderamente tenemos. Y de ser así, nos corresponde saber por qué lo es y tomar conciencia de eso. Sin duda alguna, cuando se retiran del cuadro las formas objetivas del mundo eso significa que ya no se desea aludir al mundo. Cuando se pintan raras formas alucinatorias y oníricas es porque se prefiere la inmersión en la intimidad del mundo subjetivo a la realidad cotidiana. Cuando se pega papel y trapo en la tela se afirma que las técnicas pictóricas del pasado ya no interesan. En fin, la pintura de hoy, la escultura de hoy niegan el arte tal como lo entendimos hasta ahora y, más aún, niegan el deseo de comunicar cualquier cosa que no sea la pura y simple experiencia individual llevada al mayor grado posible de individualismo. Así

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se rompe la comunicación. Sin ninguna referencia al mundo común, con excepción de su propia y ciega obra, el artista se abisma cada vez más en la indeterminación de su subjetividad. Si la obra, como trabajo, interesa menos que la expresión, y si la expresión no le llega al «otro», es forzoso reconocer que hemos alcanzado el límite de la «destrucción» del arte. Esa «destrucción» parece estar implícita en el arte moderno desde su mismo origen. A pesar de todas las teorías y los ocasionales optimismos, el arte contemporáneo marchó inapelablemente hacia su fin. Esto no es ninguna tragedia, ningún apocalipsis. Pero a esta altura es necesario comprenderlo y tomar posición ante el hecho consumado. Ciertamente, al anunciar aquí el fin de esa pintura no estoy diciendo que mañana o pasado mañana nadie más pintará así. Ese arte está muerto culturalmente. Desvinculadas de las fuentes vitales donde las formas de la cultura beben la fuerza que las hace florecer, las artes plásticas de hoy se alimentan artificialmente de estímulos competitivos externos y del solipsismo al que una sociedad sin valores empuja al artista. El arte dejó de hablar del mundo, no porque los artistas fueran insensibles a la vida y a la naturaleza, sino porque los valores culturales y sociales a través de los cuales les llegaban la vida y la naturaleza no les merecían respeto. El surgimiento del arte moderno, con los impresionistas, refleja la ruptura del artista con su tradicional condición de instrumento de la clase dominante de la sociedad, de idealizador del dominio burgués. El precio de esa ruptura fue el ostracismo y la miseria para esos artistas, hasta que la nueva burguesía industrial norteamericana los descubrió y los impuso en el mercado. A partir de entonces los papeles se invirtieron y lo que antes se consideraba una extravagancia se convirtió en el camino hacia el éxito asegurado. La propia Europa, que en su momento rechazó a los impresionistas, no se arriesga a tropezar con la misma piedra. La crítica, por su parte, ve con pavor la posibilidad de que el futuro la considere tímida y retrógrada: prefiere dejarse arrastrar por los acontecimientos. Sin darse cuenta, todavía convencido de que su arte expresa su desacuerdo con la sociedad sin valores en la que vive, el artista devino mero instrumento de la clase dominante, de la cual depende para sobrevivir ya que la inmensa mayoría del pueblo ni siquiera lo conoce. Tampoco la élite consumidora percibe el significado artístico

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de la obra (cuando lo tiene) porque solo la ve como una inversión lucrativa. Los gobiernos, por su lado, usan al arte como pieza de prestigio en el ajedrez de la Guerra Fría a través de las exposiciones internacionales. Ferozmente fiel a su concepción aislacionista, antiburguesa, el artista, después de haber consumido todas las variantes de esa actitud, ahora se consume a sí mismo, orillando la alienación patológica, impelido por el propio mercado a ir lo más lejos posible aun cuando eso equivalga, como en los casos de Wolls o de Staël, a la autodestrucción. Ante este panorama, que en nada exagera la situación actual del arte contemporáneo pese a la generalización de los problemas, el artista tiene tres caminos a seguir: entregarse a una actividad sin ninguna función cultural válida para obtener alguna ventaja económica, espoleado por los marchands; resistir la presión del mercado y contrariarla encerrándose en un solipsismo que lo llevará a la locura o al suicidio; o, por último, romper con la concepción actual del arte para redescubrir su función social y efectivamente revolucionaria. (1964)

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Ferreira Gullar, Era, acrílico sobre madera y vinil, 40 x 40 x 5 cm; pirámide cuadrangular: base 5 cm, 1959–2004. Colección del artista 175


CONVERSACIONES

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FRAGMENTOS DE UN DIÁLOGO CON ARIEL JIMÉNEZ

Infancia São Luíz de Maranhão era una ciudad pequeña en aquella época, y las familias generalmente vivían en casas. Casi no había edificios ni departamentos. Nosotros vivíamos en una de esas casas tradicionales, con un jardín lleno de gallinas, gallos, hierbas y plantas diversas. Allí pasé gran parte del tiempo jugando con mis hermanos y hermanas, en medio de los animales y rodeados de un montón de pollitos. Todo eso formaba parte de lo cotidiano y quedó grabado en mi memoria como una experiencia esencial que resurge a menudo en mi poesía, porque forma parte de los que me constituye, de aquello que me ayudó a ser lo que soy. Al fin de cuentas, estamos hechos de esas cosas ínfimas que se van acumulando lentamente en nosotros. Mi poema «El hormiguero», por ejemplo, que es uno de los primeros poemas neoconcretos que escribí a fines de los años cincuenta, se origina en esas experiencias infantiles en el jardín de la casa. En Maranhão hay una leyenda popular que dice que allí donde hay hormigas hay oro enterrado. Un día vimos hormigas en el jardín y nos pusimos a cavar en busca del oro. Ya habíamos cavado un pozo enorme cuando cayó uno de esos aguaceros tropicales fuertes, que inundó todo. Así terminó nuestra aventura, nos olvidamos del oro y de las hormigas, pero el episodio quedó guardado para siempre en mi memoria. También hubo acontecimientos importantes en la ciudad y en el país que me marcaron de manera perdurable, como la Segunda Guerra Mundial. Yo tenía nueve años de edad cuando empezó la guerra y recuerdo como si fuera hoy los titulares enormes de los diarios, que decían: «¡Polonia invadida!», y de los vendedores de diarios que gritaban: «¡Guerra! ¡Guerra!». Y por supuesto que yo no sabía muy bien qué significaba eso, pero la agitación y la preocupación de la gente en la calle, y en mi propia casa, me asustaba mucho. Todos hablaban de eso en todas partes, y la guerra empezó a formar parte de nuestra vida cotidiana. Oíamos hablar de la guerra por la radio, en los noticieros, y mi padre la

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comentaba en casa, con nosotros y con sus amigos. Me acuerdo de que cuando estaba oyendo las noticias por radio y entraban esos ruidos de estática mi padre empezaba a gritar: «¡Son tiros, son tiros!». Tal vez se imaginaba que la radio transmitía directamente desde el frente de batalla, quizá pensaba que los ruidos eran ráfagas de ametralladoras. Yo escuchaba todo aterrorizado y creía en todo lo que se decía. Como no tenía la menor idea de dónde estaba ocurriendo aquello, si era cerca o lejos de São Luíz, la guerra se transformó para mí en algo amenazador que podía estar ahí nomás, un poco más allá del horizonte visual de la ciudad. Yo tenía miedo de que la Gestapo llegara a nosotros, que los aviones bombardeasen nuestra casa. Después empecé a entender dónde ocurrían las cosas, pero esa primera impresión me marcó de manera indeleble. La situación se puso más tensa cuando los submarinos alemanes torpedearon a los barcos brasileños y Brasil le declaró la guerra a Alemania. Varias personas de São Luíz habían muerto en esos barcos hundidos y eso creó un clima de gran desconfianza entre los habitantes de la ciudad. De toda aquella época tumultuosa me acuerdo sobre todo de la hija de un negro que trabajaba en el muelle del puerto. Fue una de las víctimas de los ataques y, como Italia era aliada de los alemanes, su padre, desesperado, fue a la plaza de la ciudad donde había un italiano que vendía diarios y lo mató a puñaladas. Ocurrieron varias situaciones semejantes con alemanes o con sus descendientes, como los niños que empezaron a ser hostilizados por sus compañeros de escuela. En fin, todo fue lamentable. Por otro lado, en lo personal, hubo una consecuencia más feliz de los ataques a los barcos brasileños, porque en ese momento las mercaderías empezaron a escasear y mi padre pensó que podría ganar mucho dinero trayéndolas de otros lugares. Se hizo vendedor ambulante. No fue muy lejos: solo hasta Teresina, pero otros llegaron a viajar hasta Río de Janeiro. La buena nueva fue que mi padre decidió llevarme con él, quizá porque era el menor de los hijos varones. El tren salía de madrugada y, en mi imaginación, lo veía como un inmenso dragón metálico que echaba humo por la nariz. Yo era un niño, debía tener unos diez o doce años, y el trayecto de São Luíz a Teresina en aquel monstruo metálico me parecía fascinante.

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[...] Mi alfabetización, además, no tuvo lugar en una escuela formal sino en casa, con profesores particulares. Más tarde sí fui a estudiar en la mejor escuela privada de la ciudad, el Colegio São Luiz Gonzaga. Era un buen alumno, estudioso, aplicado, pero poco tiempo después mi padre empezó a tener dificultades financieras y tuve que ir a una escuela pública, la Escuela Técnica de Formación Profesional, que formaba sastres, zapateros, carpinteros. Quizás esperaban que yo aprendiera alguno de esos oficios, por si no conseguía tener una profesión que exigiera estudios universitarios. Y fue en la Escuela Técnica donde, por casualidad, descubrí la poesía y me dediqué a ella. Yo debía tener unos trece años y un día la profesora nos mandó, como tarea para el hogar, hacer una redacción sobre el Día del Trabajo. Escribí un texto sobre el hecho, por demás peculiar, de que justamente en el día del trabajo la gente no trabajara. A la profesora le gustó la redacción; le pareció tan interesante y bien escrita que la leyó delante de mis compañeros de clase. A pesar de eso no me puso un 10, la nota más alta, porque yo había cometido algunos errores ortográficos. A partir de ese día me dije a mí mismo que tal vez pudiera convertirme en escritor, y para eso necesitaba aprender las reglas de la lengua y la gramática. [...] La mayor dificultad que tuve en el colegio fueron las clases de herrería, con esos martillos enormes y pesados que yo no conseguía levantar, y las clases de educación física. Me mandaban martillar el hierro incandescente sobre el yunque, y lo cierto es que yo no tenía fuerza para levantar esa herramienta. Por eso pedí que me trasladaran a otras clases, como la de zapatería, donde el olor de los materiales, como la cola, las tinturas, la cera y el cuero me agradaban. Siempre tuve una relación muy fuerte con los olores que me rodeaban: el olor de las flores, de las frutas, de la tierra. Pero lo que realmente me hizo abandonar la Escuela Técnica fueron las clases de educación física y su profesor, una persona de poquísima sensibilidad que no entendía lo que estaba haciendo. Pedirle a un muchachito como yo, de escasos 30 kilos, que cargara a un tipo de 80 kilos era un absurdo total. Yo me quejaba, porque no podía hacerlo,

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pero él no escuchaba y me ignoraba por completo. Por eso dejé de ir a las clases de educación física y, como era de esperarse, el profesor me puso un cero. Lo más absurdo de toda la situación es que tenía buenas notas en Lengua, Matemática, Física y también en las otras disciplinas, pero todo era tan ilógico en ese colegio que, a pesar de mis notas altas y sin llamarme para preguntar qué había ocurrido, me reprobaron por culpa de ese cero. Y entonces decidí abandonar la escuela. Mi padre no tenía recursos para pagar otra, y yo simplemente no quería —no podía— volver a la Escuela Técnica. A partir de ese momento, a los trece años, me volví autodidacta, y fue en los libros, en mis lecturas solitarias, donde encontré las respuestas que mi curiosidad intelectual exigía. Nunca más volví a la escuela, tampoco fui a la universidad. Primeras lecturas No organicé nada, nunca lo hice. Toda mi vida es una improvisación. Simplemente me interesaba por un tema y empezaba a estudiarlo. Me atraían la literatura, la poesía y la filosofía. Pasé mucho tiempo estudiando en la biblioteca, pidiendo libros prestados e investigando los problemas que más me intrigaban. No seguía un método preciso ni una orientación específica. Es cierto que, al principio, solo me interesaba la literatura de Maranhão. En la biblioteca de São Luíz había un estante dedicado a la literatura regional, y yo solo leía a los autores cuyos libros estaban en ese estante. Después escuché hablar de otros escritores, por supuesto, y fui ampliando mi gama de intereses. Esa decisión inicial fue de gran ayuda, sin duda, porque yo no tenía ninguna clase de orientación y enfrentarme completamente solo al mundo de la literatura habría sido una situación incontrolable y frustrante. El hecho de limitarme a leer a los escritores de mi ciudad y de mi estado me disciplinó y me ayudó a orientarme en ese universo. Entre los primeros libros que recuerdo haber leído, y que no estaban en ese estante, había uno de filosofía. Ni siquiera recuerdo el nombre del autor, probablemente un italiano. Era un libro viejo, con las páginas enmohecidas. Ahí nació mi interés por la filosofía y ahí aprendí los elementos esenciales del léxico y de ese tipo de pensamiento lógico. Un tiempo después compré otro libro en una de esas librerías de usados. Se titulaba Lecciones de filosofía, y me puse a leer sin método ni siste-

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maticidad. Después, hacia 1950, me interesé por el arte y la poesía modernos, y poco a poco fui ampliando mi universo intelectual. Recuerdo especialmente un libro enorme de Maurice Denis que me motivó, junto con el estudio de la poesía francesa, a estudiar ese idioma. Yo quería leer los libros de arte que había en la biblioteca, pero la mayoría estaban en francés. Por eso decidí estudiar el idioma y poco a poco conseguí leerlos. Lo más importante es querer aprender: el resto es cuestión de tiempo. Qué es poesía En 1949 publiqué mi primer libro de poemas, Um pouco acima do chão, al que considero un libro inmaduro, aunque es evidente que mis preocupaciones personales, mis indagaciones más íntimas ya se habían hecho presentes. Yo tenía diecinueve años, era muy joven, y aún no conocía la poesía moderna brasileña: Drummond de Andrade, Manuel Bandeira, Murilo Mendes. Cuando los descubrí, en 1950, fue un impacto tremendo. Yo vivía inmerso en la poesía parnasiana, una poesía rimada y muy construida. Medio en broma, medio en serio, siempre digo que en esa etapa de mi vida hablaba en endecasílabos. Y es cierto que a veces una frase me salía rimada, como escrita por alguno de esos poetas parnasianos que leía sin parar. Pero cuando descubrí a Drummond y la poesía moderna, me topé con versos que parecían completamente absurdos e incluso feos. Había un poema que decía lo siguiente: «Me pongo a escribir tu nombre con letras de fideo. En el plato la sopa se enfría, llena de escamas». Me parecía de muy mal gusto... ¿Sopa? La poesía no puede hablar de sopa, pensaba yo. Fue un shock, porque mi visión de la poesía era la de un universo idealizado, por completo ajeno a la vida cotidiana. La poesía era otra cosa. Transformar en poesía la realidad banal y cotidiana, eso es ser moderno; y yo lo aprendí cuando descubrí a Drummond. Pintura Hubo una época en que quise ser pintor, pero en São Luíz no había escuelas de pintura y yo no sabía cómo ni por dónde empezar. Más o menos por entonces descubrí la poesía y desde ese momento mi interés por las artes visuales se limitó al plano teórico. Esa es una de las razones

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que me llevó a irme de São Luíz, porque mi curiosidad por la pintura y el arte en general no encontraba cauce en las actividades culturales de esa ciudad. No había exposiciones ni galerías ni museos. Todo eso me incitó a mudarme a Río de Janeiro en 1951; en aquella época Río era la capital del país y el centro cultural más importante. En la década de 1960 retomé la pintura y el collage, pero siempre los consideré una actividad secundaria que realizaba por simple placer estético. Cuando pinto o hago un collage me siento feliz, me olvido del mundo y de mí mismo, pero no puedo decir que encontré en esas actividades respuestas a mis preocupaciones centrales. [...] Porque el talento nace en cualquier lugar. Depende del medio para desarrollarse, pero yo creo que es un don innato. Uno nace con predisposición para ser poeta o pintor, y si el medio no lo permite, porque no ofrece la densidad necesaria, ese talento no se desarrolla. Pero si el medio ayuda, el don se expresa. No existe una explicación simple para esto, ya que depende de una multiplicidad de factores muy complejos. Sin embargo, no tengo la menor duda de que algunas personas nacen con la posibilidad de ser pintores, escritores, etc. Si no se tiene ese talento, se puede estudiar cuanto se quiera y donde se quiera, pero nunca se llegará a ser pintor. Así son las cosas: si alguien nace en la provincia y no encuentra un medio donde desarrollar su talento, va a buscarlo a la capital o al lugar donde exista ese medio. Y por supuesto que, con el desarrollo del país, surgieron muchas capitales regionales. São Luíz ya no es lo que era en mi juventud. Recife era una ciudad que contaba con publicaciones culturales, con suplementos literarios, y tenía una vida cultural mucho más grande que la de São Luíz. Porto Alegre también tenía editoriales y revistas de circulación nacional y, en consecuencia, surgieron poetas y escritores en esos lugares. [...] En ese momento un hombre, que debía haber advertido mi aflicción, se acercó y dijo: «muchacho, para cruzar la avenida tienes que ir hasta la esquina, donde está el semáforo, ahí se detienen los autos». Yo no sabía

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qué hacer, no conocía los semáforos. Por suerte, poco a poco, con la ayuda de algunos amigos de Maranhão, me fui acostumbrando a la ciudad y conocí otros lugares, entre ellos la Biblioteca Nacional. Poco después inicié una buena relación con Mário Pedrosa. Lucy Teixeira me había llevado la tesis de Pedrosa a Maranhão —«De la naturaleza afectiva de la forma en la obra de arte» (1949)—, que leí con asombro. No obstante, desde esa primera lectura, disentí con Pedrosa en un punto específico. Su tesis estaba basada en la teoría de la Gestalt, según la cual cada forma posee una expresión propia, independientemente de lo que representa. Todas las formas, incluso las abstractas, expresan algo. Pedrosa se basó en esta idea para defender la expresividad del concretismo brasileño a comienzos de los años cincuenta. Y también propuso el concepto de «forma bella», que entrañaba la idea de las formas privilegiadas; es decir, la existencia de algunas formas mejores que otras. El círculo, por ser la forma que contiene el máximo de materia en la menor cantidad de espacio, era la mejor de todas. De allí Pedrosa concluía que en una misma pintura había formas que eran más expresivas que otras. A mi entender, en cambio, ninguna forma existe independientemente de su contexto, ninguna contiene un valor en sí que pueda determinarse a priori de manera autónoma. Un círculo puede ser más o menos expresivo, dependiendo de su tamaño, de su color y su textura, de las formas que lo rodean, etc. Por eso una forma autónoma, sin pasado ni contexto, es una abstracción que no existe. Cuando conocí a Mário, por intermedio de mi amiga Lucy, discutimos este punto varias veces y al final estuvo de acuerdo conmigo. Pero lo cierto es que nuestras discusiones teóricas jamás pusieron en peligro nuestra relación. Fuimos amigos hasta el final de su vida, fui su discípulo, su amigo y Mário sabía del afecto que me unía a él. A pesar de estas y otras diferencias, la lectura de su tesis, las conversaciones que mantuvimos, me hicieron entrar en un territorio de reflexión que hasta entonces desconocía. Su teoría había sido un intento de comprender el nuevo lenguaje plástico que surgía como una ruptura total con la tradición modernista en Brasil. El modernismo de 1922 fue un movimiento nacional de modernización de las artes y las letras. Era diferente de las vanguardias europeas de la época (cubismo, futurismo, Dadá), que eran movimientos de carácter universal, es decir que postu-

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laban problemáticas universales, y no regionales o nacionales. El modernismo brasileño, por su parte, adoptó ciertas características de los movimientos europeos pero se preocupó sobre todo por cuestiones de identidad nacional, a diferencia del concretismo, que quería ser universal. Lo importante es percibir la ruptura. El modernismo brasileño era regionalista y nacionalista; defendía el arte figurativo, mientras que el concretismo es abstracto y universalista, postula una ruptura total sin ninguna afinidad con el pasado. Neoconcretismo El movimiento antropofágico no se ocupa de la investigación estética. Su sentido es el siguiente: vamos a engullir a Europa para transformarla en un asunto nacional, lo cual no excluye el propósito de alcanzar lo universal, pero siempre a través de lo nacional. Este es el sentido de la antropofagia: devorar lo europeo para transformarlo en Brasil. Es el mismo problema del movimiento modernista anterior, solo que desde una perspectiva más surrealista. Las figuras son deformes, son visiones medio oníricas, inspiradas en el primer «Manifiesto Surrealista» de André Breton (1924). No hay ninguna proximidad posible. Para comprender el movimiento concreto es importante saber que es fruto de una visión estética que rechazó de plano la fantasía y que cuando llegó a Brasil, a través de Max Bill, era una investigación casi científica de la visión. No tenía nada de poética ni de subjetividad. Max Bill decía que exploraba las fuerzas del campo visual. Quería crear obras que constituyeran reacciones a energías visuales y no pretendía hacer nada poético ni expresivo. Ese movimiento introdujo una ruptura total, incluso con la tradición modernista europea, y solo se vinculaba con el neoplasticismo y la tradición constructivista que provenían de Mondrian. No tenía ninguna relación con el modernismo brasileño, no existe la menor duda. Lo que quiero decir es que ese movimiento, aquí en Brasil, inauguró un tiempo nuevo para el arte que encontré al llegar a Río, y yo contribuí a ese cambio junto con un grupo de artistas concretos como Lygia Clark, Hélio Oiticica, Amílcar de Castro, Franz Weissmann y otros. Y terminamos dando un nuevo lenguaje al arte concreto. Creamos un movimiento nuevo, el neoconcretismo, que fue la consecuencia de una actitud opuesta a Max Bill.

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Los documentos de este movimiento —el «Manifiesto Neoconcreto» y la «Teoría del no–objeto»—, ambos de mi autoría, hoy son considerados documentos del arte contemporáneo porque fueron innovadores y crearon un movimiento nuevo, a diferencia de los concretos que radicalizaron las propuestas de Max Bill, que estaban desligadas del proceso creativo. A mi modo de ver, cuando Max Bill buscaba explorar la energía del campo visual se ubicaba por fuera de las funciones del arte. Esos recursos pueden utilizarse para crear algo, pero continuar investigando la energía, precipitando fenómenos visuales, es un error. Era una racionalización excesiva, porque el arte no puede ser tan solo una actividad racional. Al contrario, el arte es un fenómeno que requiere creatividad, intuición, fantasía. Sin esos elementos no tiene sentido. Es lo que sucede con el así llamado realismo. De nada nos serviría que Velázquez continuara pintando la cabeza de un caballo idéntica a la que puede verse en la realidad... ¿por qué habría de interesarnos algo así? Para eso, prefiero el caballo, ¿no es verdad? Ahora bien: cuando pinta Las meninas y crea con esa obra todo un juego de espacio y tiempo entre lo figurado y la realidad del espectador, Velázquez trasciende esa ineptitud del realismo. Una pintura puramente realista sería muy pobre. La idea de la I Exposición Nacional de Arte Concreto fue de los paulistas Waldemar Cordeiro, Décio Pignatari y Haroldo y Augusto de Campos. Decidieron reunir a los poetas y artistas concretos de San Pablo y de Río en una misma exposición. No hubo ningún mandato específico; simplemente convocaron a todos los artistas a los que consideraban concretos o cercanos al concretismo y los invitaron a participar con la obra que estaban produciendo. Sin demora cada artista seleccionó y envió las obras que le parecieron pertinentes para la exposición. Yo estaba escribiendo un poema titulado «El hormiguero», que publiqué mucho después; elegí cinco páginas de ese poema, que es mucho más largo, y las envié. Participé con la obra que estaba haciendo en ese preciso momento. [...] No, no fue eso lo que ocurrió; en aquel momento ni siquiera hubo una discusión. Fue después, cuando la exposición de San Pablo vino a Río. Décio Pignatari expuso su desacuerdo en una entrevista. Al día siguiente

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de la inauguración, durante un debate público organizado por la Unión Nacional de Estudiantes, hubo una discusión bastante radical. Estábamos presentes, entre otros, Haroldo y Augusto de Campos, Oliveira Bastos, Reynaldo Jardim y yo. Durante las intervenciones algunas personas del público quisieron opinar y en algunos casos cuestionaron los postulados concretos, lo cual generó respuestas intolerantes y sectarias de los paulistas, cosa que me irritó. Les dije que si nosotros teníamos derecho a exponer nuestro trabajo y nuestras ideas, el público también tenía el derecho de objetar lo que estábamos haciendo. Ahí fue donde empezaron las verdaderas diferencias entre nosotros, que fueron producto de la intolerancia y del sectarismo de ellos. Luego surgieron las teorías que pretendían imponer una lógica matemática a la poesía, cosa que nosotros, en especial yo, cuestionábamos radicalmente. Sin embargo es importante señalar que lo neoconcreto no nace como respuesta a lo concreto, no decidimos hacer otro tipo de obra porque disentimos en aquel momento. Seguíamos considerándonos concretos, pero con diferencias bastante claras respecto de las posiciones predominantes entre los paulistas. El neoconcretismo nació más tarde, en 1959, cuando Lygia Clark tuvo la idea de hacer una exposición con los trabajos producidos por el grupo de Río. Como el grupo me eligió para que escribiera la presentación de la muestra, me dediqué a ver sus obras una por una. Frente a estos trabajos me di cuenta de que nuestra obra era muy diferente de lo que estaba haciendo la mayoría de los paulistas. En ese momento tomé conciencia de que había nacido un arte nuevo, otra forma de expresión que, a pesar de originarse en el arte concreto, poco tenía que ver con sus postulados. Así fue que propuse el término «neoconcreto». Suelo decir que el «Manifiesto Neoconcreto» es diferente de los textos de vanguardia que pretenden anunciar lo que va a ocurrir; mi manifiesto dice lo que ocurrió, aquí y ahora, en la producción de los artistas incluidos. Los que inventan el arte del futuro son los artistas, no los teóricos. Ocurre que los manifiestos de vanguardia nacen inspirados en el modelo del Manifiesto del Partido Comunista (1848). A partir de allí comenzaron a redactarse manifiestos artísticos para anunciar el futuro, pero el arte no es profecía; el arte es inventado aquí y ahora por los artistas. La idea nació durante una reunión que tuvimos en la casa de Lygia Clark, que quedaba muy cerca de la mía. Lygia pensaba que sería bueno

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reunir a los artistas concretos de Río en una exposición independiente y decidimos organizarla. No hubo ninguna selección, no discutimos quién debía entrar o no, todos los que formaban parte del grupo participaron en la muestra, así de simple. Algunos tenían una visión del neoconcretismo muy parecida a la mía en aquel momento, otros menos, pero participaron igualmente de la exposición, nadie quedó excluido. A decir verdad, estas ideas estaban mucho más cerca de mi visión crítica del concretismo que de la opinión de un Amilcar de Castro o un Franz Weissmann, por ejemplo. Ellos tenían menos divergencias con el arte concreto que yo. Por otro lado, está claro que, si Hélio y Lygia concordaban conmigo, es porque tampoco aceptaban el racionalismo extremo y empobrecedor de los concretos. Entonces, en sentido estricto, las tres personas que impulsaron el movimiento fueron Hélio, Lygia y yo. La primera exposición neoconcreta permitió ver con claridad nuestras diferencias con los concretos, pero el neoconcretismo no nace como ya terminado en esa primera muestra; se fue definiendo con el tiempo, a medida que cada uno de nosotros desarrollaba su obra. El origen del movimiento no está en la teoría sino en la práctica, aunque la práctica estuviera orientada y enriquecida por la teoría y por las ideas que habíamos expuesto en nuestro manifiesto. La obra Del cubismo nacieron tres tendencias. Una fue la tentativa constructiva de Mondrian, que dio origen al neoplasticismo. Otra fue la de Malévich, igualmente constructivista, aunque más metafísica, si es posible decir eso. De allí surgió el suprematismo. La tercera fue la tendencia nihilista de Dadá, que destruyó todo y arrasó con todos los principios. Mondrian y Malévich aparecen citados en nuestro manifiesto porque el arte concreto nace de la tentativa de hacer un arte constructivista basado en ellos, en sus obras y sus postulados teóricos, después de que el cubismo desintegrara el lenguaje de la pintura. A mi entender Mondrian y Malévich materializaron el estancamiento al que había llegado la pintura —al mismo callejón sin salida al que habría de llegar Lygia Clark y yo mismo—. Este replanteo de la producción constructivista posterior al cubismo, hasta la escuela de Ulm, me permitió definir lo

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que entendía por arte neoconcreto, es decir la ruptura con el cuadro y el abandono de la pintura sobre el plano como única vía para superar el atolladero en que se había metido el arte. Partiendo entonces de Mondrian, o mejor dicho de la escuela de Ulm, con Theo van Doesburg y más tarde los concretos paulistas, se llega a la eliminación casi total de la subjetividad y se la sustituye, como afirmo en el manifiesto, por una objetividad exterior regida por la fatalidad de las leyes físicas de la visión. El problema viene de la definición que hace Theo van Doesburg de la obra de arte. Para él un cuadrado negro sobre un fondo blanco era tan real como un cuerpo natural, con lo cual dejaba de lado la dimensión expresiva, la de su significación. En el neoconcretismo se quiso situar de nuevo la significación de la forma y su valor expresivo como eje fundamental de la obra. Cuando digo que la obra de arte supera el mecanismo material sobre el que descansa, creando para sí misma una significación tácita estoy queriendo decir que la obra es estrictamente lo que se ve. Pensemos por ejemplo en una escultura de Amilcar25, ¿qué se puede decir de ella? ¿Cómo explicarla? La obra es lo que se ve, la estructura formal y material que está ahí, su significado es su propia forma. La obra no puede ser comprendida y no tiene explicación, es una experiencia fenomenológica directa. ¿Qué quiere decir un poema? Lo que está dicho allí... Si pudiera escribirlo de otra manera, no haría un poema. Eso quiere decir que la obra supera su condición de objeto creando para sí una manera propia de existir y, sobre todo, abriendo en cierto modo un campo de significado. Como dije alguna vez en uno de mis primeros textos sobre el neoconcretismo: «A diferencia de los concretos, que trabajan con elementos explícitos descifrados —partiendo de un supuesto conocimiento sobre qué es la forma, qué es el color, e incluso cuáles son las leyes que los gobiernan—, los artistas neoconcretos prefieren sumergirse en la ambigüedad natural del mundo para descubrir en él, por experiencia directa, nuevas significaciones». Así la obra puede moverse más allá del mecanismo material sobre el cual descansa, es decir su configuración puramente óptica, física y formal.

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Se refiere a Amilcar de Castro. Ver nota p. 60.

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Crítica [...] Existe la tentativa de despertar en el espectador ese impulso inicial que dio origen a la obra en el artista, pero de una manera implícita; el espectador tendrá que descubrirlo y lo hará a partir de su experiencia personal, de su historia intelectual y sensorial, y su lectura no tiene por qué ser igual a la del artista que produjo la obra. La propuesta neoconcreta parte de una experimentación propia que nace con el cubismo y es, en cierto modo, la consecuencia última de ese proceso. El problema es que las experiencias del neoconcretismo desembocaron más tarde en la destrucción del arte. Las cosas que Lygia Clark hizo al final de su vida son quizás una nueva forma de terapia, como dijo la propia Lygia, pero ya no tienen mucho que ver con el arte. ¿Y qué es el tan celebrado parangolé de Hélio Oiticica? Un elemento presente en las escuelas de samba, que él extrae de allí para imitarlo sin alcanzar, desde el punto de vista de la creación artística, un gran componente expresivo. Estos ejemplos representan el final de un proceso y terminan siendo un ejercicio meramente sensorial. Hay una experiencia de Hélio, solo por dar un ejemplo, que consiste en abrir una caja y sentir el aroma del café que está adentro. En última instancia no son más que acontecimientos puramente sensoriales, como otros en que el espectador debe escuchar el sonido del agua y sentir su contacto con los pies. Pero la sensorialidad es anterior al lenguaje y el arte, por el contrario, es una cuestión de lenguaje. Lo sensorial surge de la sensación, es algo que compartimos con los animales y que es igual en el perro, en el elefante y en el yacaré. Pero solo cuando aparece el ser humano comienza la expresión verbal, estética, filosófica, científica. En los acontecimientos que mencioné, que se limitan a lo sensorial, no hay nada que supere lo que podría hacer un mono. En esos casos no existe la construcción intelectual, expresiva que caracteriza al arte. Es por eso que Hélio Oiticica y Lygia Clark cayeron en un estancamiento, en una encrucijada. Origen del arte La pintura es una actividad que existe hace más de 20.000 años. ¿Qué llevó a esos hombres a pintar un bisonte en una caverna, y en cavernas de dificilísimo acceso, donde el pintor tenía que entrar arrastrándose

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por una brecha oscura en la piedra o dentro de una cúpula negra, en una oscuridad infernal iluminándose con antorchas porque no se veía absolutamente nada? Allí había algo de las aspiraciones más profundas del ser humano, algo que, sea como fuere, es mucho más profundo que los problemas de la galería o el museo. Es una centella que brilla en el momento exacto en que comienzan a existir los seres humanos, y por lo tanto jamás se extingue. Mi nieto nació dibujando. A los seis años ya pintaba, nadie le enseñó a hacerlo ni le pidió que lo hiciera. El hombre del paleolítico encontró una piedra que parecía la cabeza de un bisonte, la recogió y la modificó para que se pareciera todavía más al animal verdadero. Después se sentó a mirar la piedra porque le parecía que era un bisonte, pero de otra manera, que vivía de otro modo en esa piedra: una operación mágica. Estoy convencido de que varios factores nos llevaron a la situación actual, la de estar al borde de la destrucción del arte. Me refiero en este caso al así llamado arte conceptual, que en mi opinión no es arte. En todos los casos se trata de una actividad que no comparte las características fundamentales del arte, que son el dominio del lenguaje y el desarrollo de un tipo de simbología o de pensamiento no racional, no lógico. Entre los artistas conceptuales, por el contrario, cada idea es autónoma y no tiene absolutamente nada que ver con la siguiente. Ni siquiera en la obra de un mismo artista hay continuidad entre sus propuestas, y por eso no hay posibilidad de profundizar. Si pensamos en un creador como Picasso o Matisse recibiremos un complejo proceso de profundización del lenguaje, de cambios y reinvención hasta el final. Ahora bien: el individuo que hoy corta un tiburón en pedazos y lo coloca adentro de un tanque lleno de formol, y mañana junta pedazos de cebra y los pone en formol, ¿qué está haciendo? ¿Qué continuidad existe en eso? ¿De qué tipo de expresión estamos hablando? ¿Se necesita saber algo para hacer eso? No; si ni siquiera es el artista el que lo hace... En Brasil hay una publicidad de cachaza que dice así:«Caninha 51. Uma boa idéia»26. Y yo digo que ese arte, el arte conceptual es como la Caninha 51: una buena idea. Incluso siendo condescendientes, es obvio que no toda buena idea se relaciona con la próxima: no va más allá de sí misma. Cuando se pien26

La cachaza (en portugués, cachaça, también llamada pinga, branquinha, caxaca, caxa o chacha) es una bebida alcohólica destilada de Brasil.

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sa que el arte tiene más de 20.000 años y se intenta imaginar qué quedará de todo eso en un par de siglos, se llega a la conclusión de que muy probablemente no quedará ni un rastro. Nadie lo sabe a ciencia cierta, obviamente, pero es posible que no se conserve porque todas esas obras son perecederas, transitorias, impermanentes. Otro aspecto a considerar es que esas obras no contienen expresión en sí mismas. El orinal de Marcel Duchamp, por ejemplo, es arte si está en el Centro Pompidou, pero no si permanece en la tienda donde fue comprado. ¿Entonces es el Centro Pompidou el que lo transforma en arte? ¿Es la institución la que transforma a la vanguardia en arte? Sucede que la vanguardia no es institucional: ¿qué es una vanguardia institucional? Es una confusión, esa gente ignora que el arte es una necesidad vital del ser humano. Lygia Clark No diría que se trata de una pintura espacializada. Lygia llegó a un estancamiento con el plano pictórico; el plano en sí no podía expandirse más y no había salida. Todo ese momento de la pintura abstracta está ligado a problemáticas de la pintura figurativa. En mis escritos sobre esos problemas describo cómo la pintura de Malévich, al negar la figura y luego negar incluso la figura geométrica llega al blanco sobre blanco y se topa con una situación cuyo próximo paso habría sido el fin de la pintura. ¿Y qué hizo Malévich cuando llegó al blanco sobre blanco? Construyó en el espacio: produjo los Architectons, sus construcciones suprematistas en el espacio. ¿Y qué hizo Lygia cuando llegó a la tela prácticamente blanca con una línea negra? Se volcó al espacio y comenzó a construir en el espacio. Dejó de concebir la tela como una superficie sobre la cual pintar y empezó a actuar con las manos sobre la tela para crear los objetos espaciales, los Bichos, que fueron su salida de la pintura, tal como hizo Malévich, que dejó de pintar. Era el fin de la pintura. Cuando estoy frente a una tela en blanco, o vuelvo a pintar o dejo de pintar y trabajo con ella. Eso fue lo que hizo Lygia Clark: trabajó con la tela. Es una obra tridimensional que nació del estancamiento al que había llegado la pintura, pero ya no es pintura: no hay tela, ni pigmento, ni color; no es pintura. Hélio continuó usando el color en sus Bólidos, pero ya no hace pintura: es un objeto para manipular. A partir de ahí co-

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mienza un desarrollo meramente sensorial que ya no tiene mucho que ver con el arte. Las instalaciones y los objetos de Hélio y Lygia ofrecen a los espectadores la posibilidad de experimentar sensaciones, pero el simple hecho de sentir no convierte al espectador en un creador; eso es una ilusión. Lo que hace que un artista sea un creador es la capacidad de componer una tocatta y fuga, o pintar el Guernica, y digan lo que digan, no todo el mundo tiene esa capacidad. Lo último de Lygia y Hélio es una expresión, sin duda, pero una expresión como cualquier otra, y no todo lo que es expresión es arte. Si alguien me pisa el pie, grito: me estoy expresando, no haciendo arte. El arte es producto de una construcción intelectual, posee un lenguaje, debe tener una elaboración. Cuando todo es igualmente válido se acabó el arte. Teoría del no–objeto Ese texto nace después de una visita a la casa de Lygia Clark. Ella había hecho un objeto que no sabía cómo definir e invitó a varios amigos a comer para mostrárselos. Estábamos Mário Pedrosa, Amilcar de Castro y yo, entre otros. El objeto que había hecho estaba formado por una serie de listones de madera cruzados unos sobre otros, tal como se construyen las fogatas en las fiestas de San Juan. Había listones grises, otros color verde oscuro y mate como el color del aguacate. Fue un poco después del «Manifiesto Neoconcreto». Durante la reunión Lygia nos confesó que no sabía qué era eso ni cómo definirlo. Nadie conoce esa obra, quizá porque no continuó el trabajo. Lygia hizo esa obra cuando estaba haciendo la transición al espacio y probablemente abandonó ese camino para dedicarse a los Capullos. El propósito era trabajar directamente con la tela, como objeto material, y la madera era demasiado rígida y no le permitía hacer los pliegues que después hizo utilizando el metal. Lo cierto es que miramos la pieza y empezamos a analizarla: —Es un relieve —dijo Mário Pedrosa—. —No, no es un relieve —respondí—. Un relieve presupone un plano o una superficie de fondo sobre la cual resalta algo que está en relieve, y este objeto no tiene ninguna superficie de fondo. —Es verdad, tienes razón —dijo Mário, sin definir el objeto—. En ese momento apareció la empleada y dijo que la mesa estaba servida y todo fueron a comer. Me quedé solo observando la pieza e in-

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tentando comprenderla. Todas las evidencias indicaban que ya no era ni pintura ni escultura. Pero era un objeto, sí, una cosa que ocupaba el espacio tal como hacen los objetos. Pero no tenía ninguna utilidad práctica, no tenía una función, como la silla o la mesa. Inmediatamente fui a donde estaban todos y dije: —Acabo de descubrir el nombre de ese objeto. —¿Cuál es? —preguntaron—. —Es un no–objeto —respondí, y algunos empezaron a reírse—. Entonces Mário me dijo: —No, no puedes calificar a una cosa de no–objeto, porque un objeto es objeto de conocimiento y si no es objeto no existe. A lo que retruqué: —Sí, pero no estoy haciendo filosofía. Si lo llamo no–objeto es porque se trata indudablemente de una cosa y, por ende, de un objeto; pero es un objeto sin ninguna utilidad o función. Es simplemente una cosa que tiene significado. Nadie tiene por qué aceptar el nombre que le estoy dando, por supuesto, pero para mí su nombre es este: no–objeto. La conversación terminó ahí y comimos todos juntos, riendo y conversando como siempre. Pero cuando llegué a casa seguí pensando en lo que había dicho y desarrollé mis ideas. Ya no se trataba del trabajo de Lygia sino de un fenómeno nuevo que estábamos observando en algunos artistas neoconcretos, algo que no era ni pintura ni escultura, sino otra cosa. Fue basándome en ese hecho que desarrollé la «Teoría del no–objeto». Ese objeto tiene un significado que no se traduce verbalmente. Al contrario, es pura apariencia; es decir, una experiencia fenomenológica. El objeto es tal como lo percibo y no está vinculado a ninguna otra realidad. Es como una melodía musical que produce significado pero no puede traducirse al lenguaje verbal. Se puede hablar de la melodía como se puede interpretarla, pero no traducirla, porque su significado es estrictamente musical. Esos problemas son complejos, y por esa razón, para explicarlos de la manera más clara posible inventé ese diálogo ficticio que aparece al final de «Teoría del no–objeto». El público quiere explicaciones simples, y eso no siempre es posible. Cuando me preguntan qué significa el Poema sucio, por ejemplo, respondo que tendrían que leerlo, porque el poema no significa nada más allá de lo que contiene. Si yo hubiera podido hacerlo de otra forma, no sería como es. Ahora

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bien: por supuesto que la idea de que algo pueda ser percibido y transformarse en puro significado, sin dejar resto, es más una aspiración que una verdad. Puede ser que en algún momento yo haya sentido eso, que esos objetos se me presentaran como algo esencialmente transparente; es cierto que estamos hablando de una realidad —si podemos definirla de ese modo— que el no–objeto debería ser capaz de alcanzar. En verdad, fue casi una anticipación de lo que ocurriría más tarde, especialmente en Lygia Clark y Hélio Oiticica. En cierto sentido un parangolé puede ser considerado un no–objeto, aunque justamente ahí es donde comienza, a mi entender, una visión crítica del trabajo de Hélio. Desde mi punto de vista los Bólidos de Oiticica representan el límite de su experiencia neoconcreta. Una vez traspasado ese límite su producción abandona los parámetros del arte, al menos en lo que atañe a las preocupaciones que dieron origen al proceso neoconcreto. Lo mismo ocurrió con Lygia, que llegó al límite con los Bichos. Coda De algún modo yo fui el ideólogo del neoconcretismo. Es decir, mis textos y las discusiones que mantuvimos en torno a ellos desencadenaron el proceso que después cada uno continuó, a partir de sus problemas y con su propio talento. Mário Pedrosa, que era como nuestro hermano mayor, fue el sustento teórico de los concretos y todos lo respetaban y lo seguían, incluso cuando yo abrí una nueva brecha. Es obvio que la abrí basándome en mis preocupaciones personales y también en las obras de los artistas. Más tarde, cuando me interesé por los problemas políticos y por la transformación social de Brasil y comencé a privilegiar la acción política, Oiticica cambió y comenzó a interesarse por la problemática de las favelas. Poesía La lucha corporal es un libro que comencé en 1950, cuando todavía estaba en São Luíz. Pero es una experiencia que no tiene nada que ver con el arte concreto. Surgió de la tentativa de superar un proceso verbal, de la búsqueda de una congruencia, como si el lenguaje pudiera nacer junto con el poema. El problema que me propuse resolver es este: crear una

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poesía en la que el lenguaje pudiera liberarse de su pasado para nacer con el poema. Yo pensaba que el lenguaje era viejo y que la experiencia que el poema buscaba comunicar era nueva. Dado que el lenguaje envejecía el poema, se volvía necesario reinventarlo en él. La lucha corporal responde a esa inquietud; es una tentativa que llevé hasta las últimas consecuencias y terminó en una implosión del lenguaje, porque era imposible alcanzar lo que yo buscaba. Lo que hice para que el lenguaje no preexistiera al poema fue deformarlo de modo tal que pareciera estar naciendo allí. El poema «ROÇZEIRAL» marca el momento en que ocurre eso, cuando transformo el lenguaje en otra cosa que ya no es lenguaje, donde la sintaxis se desintegra y las palabras se deforman y producen un poema casi incomprensible. El poema surgió cuando un día, paseando por el barrio de Botafogo en Río, vi unas macetas vacías en una ventana. No había plantas, las flores habían muerto y la tierra estaba seca. Pensando en la posibilidad de que la planta renaciera y volviera a florecer me vino a la mente este verso: «ao sopro da luz a tua pompa se renova numa órbita» («al soplo de la luz tu pompa se renueva en una órbita»); pero como yo no quería seguir escribiendo con la sintaxis convencional lo quise dejar así; pero no pude sacarme el verso de la cabeza y unos días después, caminando por la calle, me vino un verso que era una deformación del verso anterior: «au suflo y luz ta pompa innova órbita»27; partiendo de esa frase empecé a escribir el poema en un estado casi delirante. Lo importante es que en ese momento me sentí liberado del lenguaje formal e intenté escribir como si las palabras estuvieran naciendo junto con el poema. Intenté hacer un poema rimado, que causara un impacto sonoro en el lector. El resultado se acercaba a la desintegración casi total del lenguaje, tanto que cuando lo escribí di por terminada mi poesía y pensé que no volvería a escribir nunca más. Después hice otro poema, «El infierno», que es la expresión de esa tragedia, de esa derrota, y otros dos poemas que eran una especie de despedida. Publiqué el libro como si fuera lo último que haría en mi vida. La tentativa de superar la opacidad del mundo me llevó a desintegrar el lenguaje, porque lo cierto es que yo quería crear un lenguaje

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Este verso es un juego verbal, una suerte de nonsense cuya traducción resulta imposible.

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capaz de sobreponerse a esa opacidad de lo real, solo que acabó por desintegrarse. Cuando publiqué el libro, en 1954, los poetas (que todavía no eran concretos) Augusto de Campos, Haroldo de Campos y Décio Pignatari, que soñaban en San Pablo con crear una poesía diferente de la que se hacía en el país entraron en contacto conmigo y dijeron que yo había desencadenado el proceso de creación de una nueva poesía en Brasil. Dijeron que mi libro no la creaba, pero que al destruir la vieja poesía abría el camino para crear la nueva. Empezamos a intercambiar cartas, a dialogar, y así nació la poesía concreta en Brasil, de esas conversaciones en las que cada quien compartía sus experiencias y sus problemas más íntimos. De hecho, cuando Haroldo escribió un artículo diciendo que necesitábamos crear un verso nuevo, le respondí que no se trataba solamente de un verso nuevo sino de crear una nueva sintaxis, porque yo ya había desintegrado tanto el verso como la sintaxis. Había que crear una sintaxis diferente, una nueva sintaxis, y el resultado fue la sintaxis visual de la poesía concreta que sustituyó a la sintaxis gramatical. Cuando hice «El hormiguero», en 1955, tal vez pueda decirse que es un ejemplo de libro–poema, porque es un poema que solo existe en ese libro. Cada página contiene una palabra, y esa palabra tiene una estructura que no es su estructura gráfica habitual. El poema funciona de la siguiente manera: en la primera página aparece la palabra «hormiga», que explota y se reorganiza de otra forma. Al dar vuelta la página aparece una nueva palabra en negrita, «trabaja», ubicada de tal manera que las letras ocupan diversos lugares en la página, como si hubieran cambiado de posición para unirse a las letras de la palabra anterior en un conjunto bastante aleatorio, a imagen y semejanza de un grupo de hormigas. En la página siguiente, a las letras anteriores se le agrega un nuevo conjunto de letras en negrita, donde puede leerse «en las tinieblas». En la otra página aparecen las letras de «la tierra», siempre siguiendo el principio de que las letras agregadas son las únicas resaltadas en negrita. En la página siguiente se repite la palabra «tierra», y en las próximas «la hormiga traza», el «mapa», «de oro», «maldita urbe». Así el texto constituye un mapa con la totalidad de las letras contenidas en el poema. A partir de ahí, cada vez que se da vuelta la página aparecen nuevas palabras construidas con las letras ya existentes: algunas ubicadas en el mismo lugar previamente designado para ellas en el mapa. De esta manera el poema continúa creciendo con palabras que nos hacen evocar a las hormigas y su actividad.

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Solo que el inicio de cada palabra pasa a ser indicado con una letra mayúscula, porque es necesario indicar un orden de lectura dado que las letras están dispersas por todo el espacio de la página. «La hormiga come, bicho, gente, muerta, maíz, harina.» Incluso cuando hago poemas espaciales, como «Lembra» o «Näo», tengo en mente los recuerdos de mi infancia. Cuando era niño mi vida era jugar en el matorral que estaba cerca de casa; un día estaba jugando allí, cuando de repente me topé con una piedra redonda en el suelo. Allí, en medio de ese matorral, en medio de las ramas y los pastizales, estaba aquella piedra, en silencio. Me detuve, sorprendido, y me quedé mirándola y preguntándome: ¿qué significa esto?, ¿qué hace una piedra tan hermosa en medio de este matorral? En ese instante tuve la impresión de que si levantaba la piedra encontraría su nombre, como si ella lo estuviera escondiendo. Esa historia reapareció más tarde cuando escribí Crime na flora. «Hay un nombre, debajo de la piedra, en la flora... En la flora el nombre, bajo una piedra en la flora...» Mis imágenes no nacen por casualidad sino de una experiencia poética muy personal frente al mundo. En ninguna literatura se encuentran poemas espaciales, eso no existe. Una obra como Poema enterrado, con calle y número, con domicilio, no existe en ningún otro lugar. Cuando en el último poema de A luta corporal destruí mi lenguaje quedé desesperado, sin rumbo. Yo era poeta y había destruido mi instrumento de expresión. Por eso intenté escribir una vez más con ese lenguaje, partiendo como de costumbre de una experiencia vivida, aunque en este caso parezca imposible. Ocurrió lo siguiente: cuando llegué a Río en 1951 descubrí que tenía tuberculosis y me internaron en un hospital en Correas, en el interior del estado. El hospital tenía un jardín lleno de plantas conocidas como cresta de gallo. Un día estaba en la ventana de mi cuarto, mirando el jardín, y me pareció ver un gallo en medio de las plantas. Me asusté, de verdad. Me dije a mí mismo que no podía ser, que no podía estar viendo un gallo, que era por causa del nombre de la planta. Justo en ese momento el gallo saltó fuera de las plantas y realmente me tomó por sorpresa. Esa relación animal–vegetal me marcó. Ese último poema, «Negror n’origens», nace de esa historia que acabo de contar, de esa mezcla sorprendente entre el animal y el vegetal. Si se lee el poema después de esta explicación, el lector se dará cuenta de que contiene referencias inesperadas, respuestas a esa mezcla de lo animal y lo vegetal, algo que salió

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de la oscuridad de la vida, de la naturaleza, del lugar donde se funden las formas de existencia. Es una tentativa loca; para mí estaba claro que no podía continuar escribiendo así, porque nadie entendería nada. Siempre quise comunicarme, no quiero ser un genio maldito, nunca voy a cortarme la oreja. Escritura automática Cuando se detecta, por ejemplo, que el texto que se está escribiendo puede haber sido contaminado por la conciencia del escritor, Breton recomienda elegir una letra cualquiera y escribir la primera palabra que nos venga a la mente que comience con esa letra. Y así se fue desarrollando el libro (Crime na flora), a veces como un universo de aliteraciones sin significado, de repeticiones y listas de palabras intercaladas en textos más o menos narrativos. Por último puse una ametralladora detrás de unas hortensias, lo que generó una guerra en el jardín. Al final del libro, toda esa locura, que no podía tener fin porque progresaba sin dirección alguna, se detuvo debido a una decisión completamente arbitraria, aunque consciente, pensada para generar el caos total. Tomé dos bolígrafos, uno azul y otro rojo, y escribí dos historias paralelas. Con el bolígrafo azul escribí una historia sin sentido, dejando bastante espacio entre los renglones. Después, entre cada renglón azul, escribí otra historia en rojo, también completamente loca, e hice que ambas terminaran con la misma palabra. El que leyeras las líneas rojas tendría una historia; el que leyera las líneas azules tendría otra historia diferente. La lectura doble del final solo sería percibida en el manuscrito original. En el libro impreso eliminé los colores, lo que hizo que fuera casi imposible para el lector percibir lo que había pasado. Lo hice a propósito, para obtener un efecto ilógico. Al final, cuando terminé el libro en 1956, en medio de muchas experiencias de vida, lo dejé abandonado durante treinta años. Me parecía tan absurdo que nunca quise publicarlo. Por eso digo que no se trata de escritura automática en la acepción surrealista del término, porque en algunos sectores yo dirigí la historia, y además tomé una serie de decisiones, como esa del final, que le daban una forma objetiva, pensada fuera del dominio del inconsciente que los surrealistas buscaban capturar. Fue una experiencia absurda pero necesaria, porque a partir de ese texto volví a escribir.

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Libro–poema [...] Eso me provocó otro interrogante: ¿cómo crear un poema que terminara por construir una forma visual y obligara a leerlo palabra por palabra?, ¿cómo hacerlo? Para responder a esa pregunta creé mi primer libro–poema. Es una obra anterior al «Manifiesto Neoconcreto», donde las palabras están escritas en la parte de atrás de las hojas de papel. Lo primero que ve el lector es una página enteramente blanca. Cuando da vuelta esa página aparece en el dorso, cerca del margen izquierdo, la primera palabra: «osso» («hueso»), dentro de un espacio completamente blanco, porque esa página y la siguiente, a la derecha, están vacías. Al dar vuelta la próxima página aparece en el reverso la segunda palabra, «nosso» («nuestro»), escrita en una página más angosta, de modo que la palabra anterior y esta aparezcan juntas para el lector, como un pasado, y las dos vayan construyendo el poema. Después, al dar vuelta una nueva página, que cubre las dos palabras anteriores y tiene escrita la palabra «ovo» («huevo»), más otra página, surge la palabra «novo» («nuevo»), y nuevamente «ovo» y «novo» pueden leerse juntas, como algo que se construye en el proceso de lectura. Y así sucesivamente se van introduciendo nuevas palabras que se suman a la experiencia de lectura, de forma tal que el poema y el libro se construyen al mismo tiempo. Llamé a eso libro–poema, porque el libro y el poema forman una unidad. Un libro como ese no puede ser publicado de modo convencional, ni tampoco ser reproducido en un periódico, porque el poema y esa forma peculiar de libro son una realidad indivisible. El segundo libro–poema comienza con la palabra «faina» («faena») en el margen superior izquierdo de la página. En la segunda página, cortada en diagonal —de modo que deje ver la primera palabra—, surge la palabra «faz» («hace») en el margen inferior izquierdo, y en la página siguiente, más angosta, las palabras «osso aço» («hueso acero»). Después, en la otra página, todavía más angosta, la palabra «almofariz» («mortero»). La página siguiente, cortada en diagonal, contiene las palabras «ouro» («oro») y «era» («era»), en el margen superior e inferior de la hoja respectivamente. La próxima página cubre las tres primeras palabras —«almofariz», «ouro», «era»— y deja ver las anteriores para construir, finalmente, un verso: «faina faz osso aço faço» («faena hace

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hueso acero hago»). De aquí en adelante se construye un nuevo verso, comenzando nuevamente por una página en blanco que cubre todas las palabras de ese primer verso, para empezar otra vez con las palabras «faina» y «fiz». El Livro–poema N. 3 no tiene las características peculiares de un libro, y comienza a transformarse en una especie particular de objeto visual como los Bichos de Lygia Clark, que nacen de ahí. Este libro–poema comienza con el espacio en blanco, y la primera página, que es la mitad en diagonal del libro, se abre para descubrir la palabra «flauta». La página siguiente, también cortada en diagonal, descubre un espacio completamente blanco y cubre la palabra anterior, «flauta». Otra página en diagonal se abre y deja ver la palabra «prata» («plata»). Todo lo demás continúa en blanco. Después el lector debe abrir hacia la izquierda una página cortada en diagonal, después otra cortada en diagonal hacia la derecha, que revela la palabra «fruta». Es decir que el libro se abre como una fruta a la que le quitamos la cáscara. Yo quise materializar esa sensación de fruta abierta por intermedio de un objeto. En cierto modo intenté espacializar la sensación que dio origen a uno de los poemas incluidos en A luta corporal, cuyo tema era precisamente una manzana abierta. No fui el primero en hacer una obra espacial, tampoco inventé la participación del espectador en la obra ni el libro manipulable. El libro es y siempre fue así. Lo que pasó fue que, cuando Lygia vio mis libro– poema por primera vez, encontró una salida del estancamiento en que había caído su propia obra, y esa salida consistió en crear un objeto susceptible de ser manipulado, fuera de la pintura, como ocurre en mi libro. Poema–objeto Después de hacer esos primeros libro–poema, y principalmente después del tercero, que es más un objeto que un libro, pasé al espacio y empecé a construir mis primeros poema–objeto. El primero que hice fue Ara. Es una placa blanca con un triángulo que funciona como tapa. Cuando uno levanta la tapa lee la palabra «Ara», cuando cierra la tapa queda todo como al comienzo, solo que ahora el lector tiene conciencia de que allí adentro hay una palabra escrita. El poema–objeto siguiente

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se titula Lembra, un cuadrado blanco con un cubo azul encima. Cuando se levanta el cubo se descubre la palabra «Lembra». De modo que, al colocar de nuevo el cubo en su lugar la palabra continúa latiendo, por así decirlo, debajo del cubo. En el poema–objeto Noite («Noche»), el azul y el negro de la palabra podrían hacer pensar en la oscuridad nocturna; pero en general trabajo guiado por mi intuición. Los colores no tienen ningún significado explícito. Ese fue uno de mis últimos poema–objeto en ese período. Está formado por un círculo azul sobre fondo blanco. Cuando se retira el círculo azul aparece otro círculo, de un azul más oscuro, en cuyo centro está escrita, en negro, la palabra «Noite». Cuando exhibí estas piezas en una exposición en el Paço Imperial28 quise hacer un nuevo poema–objeto; eso fue hace poco, hará unos cinco años. Es un cuadrado blanco con un cubo pequeño encima, también blanco, con líneas que sugieren un envoltorio, como si estuviéramos frente a un cubo envuelto en papel blanco. En este caso, cuando se levanta el cubo, aparece la palabra «Maravilha» en el fondo, y del lado del cuadrado sobre el que se apoyaba el cubo está la misma palabra escrita en griego: Paradoxon. Cuando me enteré de que «maravilha» en griego era «paradoxon» quedé muy impresionado y pensé en transformarla en un poema–objeto para reunir esa bella paradoja con la paradoja del poema. Poema enterrado El Poema enterrado es una pieza fundamental porque representa la conclusión lógica de mis trabajos en el espacio tridimensional, pero también marca el fin de ese proceso de experimentación. A partir de allí doy por concluida mi incursión en ese campo. La consecuencia lógica de esas experiencias apunta a la participación genuina del lector, más allá de la mera manipulación del objeto. La idea era que el lector entrara físicamente en el poema, en su centro. Para eso imaginé un poema que en realidad sería una sala de 3 x 3 m, con la particularidad de que estaba bajo tierra. El acceso sería por escalera, y el lector abriría la puerta y entraría en el poema. En la antesala que precedería al poema propiamente 28 El Paço Imperial es un edificio colonial localizado en la actual plaza 15 de Noviembre, en el Centro Histórico de Río de Janeiro.

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dicho, el lector–visitante encontraría instrucciones sobre qué hacer para activarlo. Una vez dentro del poema, el lector–visitante encontraría un cubo rojo de 50 x 50 cm que, al ser levantado, dejaría ver un cubo verde de 30 x 30 cm. Al levantar ese cubo verde encontraría un cubo más pequeño, blanco, de 10 x 10 cm y, en la cara del cubo blanco que tocaba el suelo estaría escrita la palabra «rejuvenesça» («rejuvenece»). El lector– visitante tendría que volver a colocar los cubos en sus lugares y permanecer cierto tiempo dentro del poema. El objetivo era activar el tiempo como duración, enfrentando el recuerdo de esa palabra que ahora vibrara debajo de los cubos. Ocurre que afines de 1959, cuando publiqué el proyecto de mi Poema enterrado en el Jornal do Brasil, el padre de Hélio Oiticica estaba construyendo una casa aquí al lado, cerca del Jardim Botânico. Cuando Oiticica vio el proyecto me llamó inmediatamente y dijo que iba a hablar con su padre para hacer ese poema enterrado en la casa que estaba construyendo. Respondí que no sería posible, que su padre jamás aceptaría hacerlo, pero Hélio insistió. Finalmente habló con su padre, que aceptó y terminó construyendo el Poema enterrado en el lugar donde tenía planeado construir un tanque de agua. Un buen día, estando el poema ya construido, en la misma casa que después se incendiaría, fui a inaugurarlo junto con un grupo de artistas neoconcretos. Ese mismo día, por una coincidencia lamentable, llovió varias horas seguidas y cuando llegamos al lugar nos encontramos con el poema completamente inundado, los cubos flotando en el agua, y ahí se terminó el acto que habíamos planeado e incluso la obra. De allí que mi poesía, y toda mi obra, acoja el dolor que forma parte de la vida, pero que siempre ofrece una salida. No es un optimismo bobo, porque todos los que vivimos la aventura humana conocemos el dolor y la muerte, y sufrimos a causa de ellos, pero en el fondo aspiramos a la felicidad. Reflexiones como estas, aplicadas también a las circunstancias políticas y sociales de Brasil, me llevaron a cuestionar la pertinencia de la poesía que venía haciendo. El Poema enterrado fue efectivamente una experiencia límite, en la que ya estaba trabajando en los márgenes del lenguaje, pero al mismo tiempo empezaba a preocuparme si tendría sentido continuar, como poeta, por ese camino.

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Distanciamiento y vanguardia Mi distanciamiento de las vanguardias comenzó cuando me invitaron a trabajar en Brasilia. Ahí fue cuando las cosas realmente empezaron a cambiar para mí. Todo comenzó en 1961, cuando el nuevo presidente, Jânio Quadros, asumió el poder el 31 de enero. Fui invitado a trabajar como director de la Fundación Cultural de Brasilia y acepté. Dada la situación en que me encontraba en aquel momento, me pareció que podría ser el presagio de algo nuevo. Además de eso, en el plano personal no tenía una idea muy clara de qué debía hacer o hacia dónde ir porque había destruido mi lenguaje por tercera vez. Primero, cuando descubrí la poesía moderna, rompí con el mundo parnasiano donde se había desarrollado inicialmente mi obra. Después, con el neoconcretismo, abandoné el universo de lo moderno. Ahora había roto con las preocupaciones artísticas de lo neoconcreto, que a mi entender había alcanzado un límite sin solución. En suma, yo no sabía qué hacer. En Brasilia viví situaciones muy diferentes: estaba en la nueva capital del país y descubrí los problemas sociales que formaban parte de la vida del pueblo. Yo estaba cerca del poder, estaba relacionado con el alcalde, con el presidente de la república, con el congreso nacional, y la realidad política comenzó a tener una presencia más importante en mi vida. En esas circunstancias comencé a reflexionar sobre mis actividades como intelectual y como poeta. Ese revuelo radical coincidió con mi mudanza a Brasilia, pero habría ocurrido de todos modos porque yo ya me estaba alejando de los movimientos de vanguardia. Había dado por concluida mi experiencia en ese campo y lo que ocurrió habría sucedido en Brasilia, en Río de Janeiro o en cualquier otro lugar. El problema era interno. Comprendí que los problemas sociales del momento tenían mucha más importancia de lo que yo imaginaba. Cuando volví a Río en octubre de 1961, después de la renuncia del presidente Quadros, fui a trabajar en el Centro Popular de Cultura (CPC) que formaba parte de la UNE, una organización estudiantil recién creada que se ocupaba de los problemas sociales y pretendía contribuir en la lucha para elevar el nivel de conciencia del pueblo, especialmente de los trabajadores. Entré en el CPC cuando comprendí que era necesario transformar la sociedad brasileña. Poco a poco me fui involucrando con las ideas so-

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cialistas y empecé a pensar que, llegado el momento, tendríamos que establecer el socialismo en Brasil, aunque todavía no me había afiliado al Partido Comunista. En el CPC Oduvaldo Vianna Filho, Vianinha29, me pidió que escribiera una obra de teatro sobre la reforma agraria. Lo que él quería era que hiciera un poema de cordel, como hilo conductor de varios elementos. Así fue como escribí «Joäo Boa Morte, cabra marcado para morrer» («Joao Boa Morte, cabra marcada para morir»). La obra nunca se puso en escena y mi poema quedó como una composición independiente. Sea como fuere, yo tenía una visión muy clara de la literatura, de modo que cuando escribí el poema utilicé mis conocimientos literarios para la concientización política del pueblo. Yo no estaba haciendo literatura, sino política. Como suele ocurrir, la realidad casi nunca encaja con lo que teníamos previsto en teoría. Por ejemplo: nosotros íbamos a los sindicatos a hacer espectáculos de teatro político y terminábamos quedándonos solos entre comunistas; eso me llevó a entender que algo no estaba funcionando. ¿Estaríamos haciendo la revolución solo para los comunistas? ¿No estaríamos predicando un comunismo para conversos? ¿Queríamos hacer arte para el pueblo pero el pueblo huía de nuestras manifestaciones? ¿Cómo era eso? Algo estaba mal. Si nosotros hacíamos mala literatura y obras rudimentarias para acercarnos al pueblo y la gente salía disparando, eso no funcionaba. Incluso antes del golpe yo ya había empezado a cuestionar los métodos que veníamos adoptando. Puede ser que en el plano teórico yo no tuviera una idea muy clara de lo que estaba pasando, pero lo cierto es que observé que, en el mundo real, en mi experiencia concreta, algo andaba mal. Lo discutí con los compañeros, principalmente con Vianinha, y comprendí que ellos también habían percibido el problema. Dos años después, el 31 de marzo de 1964, hubo golpe de estado y todo se terminó. Terminaron con el CPC y con las organizaciones de izquierda, así que me quedé solo, sin un espacio de lucha. Ahí entré en el Partido Comunista, que era una organización clandestina muy bien estructurada. Poco después del golpe nos reunimos para organizar la resistencia a la dictadura. Necesitábamos una estructura que nos permitiera dar 29 Oduvaldo Vianna Filho (1936–1974), también conocido como «Vianinha», fue un dramaturgo, actor y director de teatro y televisión brasileño.

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presencia pública y legal a nuestra causa, y fue precisamente eso lo que nos proporcionó el grupo Opinião: un teatro legítimo, dentro de todas las exigencias de la ley, donde podíamos exponer nuestras ideas sobre la realidad social del país. La primera obra se estrenó en diciembre de 1964, casi un año después del golpe. Fue un espectáculo musical titulado Opinião (la obra dio nombre al grupo) con Ze Kéti, Joäo do Vale y Nara Leão, dirigido por Augusto Boal30. Después del vendaval Hoy se habla mucho de la crisis de las artes plásticas y ahí están los hechos para demostrar que esa crisis efectivamente existe. Al menos es indiscutible que hay una crisis. Y ahora cabe preguntarse qué clase de crisis es esa. Los indicios de la crisis están por todas partes y a lo largo de los años. Hubo una época de euforia en que las bienales internacionales de arte movilizaban a artistas, críticos, revistas especializadas e incluso a la así llamada «gran prensa. Y nuevas bienales se sumaban a las ya existentes. Las obras de arte transitaban de una punta a la otra del planeta y los críticos también. La euforia era grande y el debate intenso. Hasta el gran público era instigado a contemplar, con perplejidad, las extrañas obras que se le presentaban como si fueran la última palabra en materia de arte: bloques de metal prensado, montones de materia pastosa arrojados al suelo en las bienales, harapos, valijas viejas desbordantes de telas sucias. O kilómetros de manchas y borrones enmarcados y respetuosamente colgados en los paneles de las inmensas muestras de arte. ¿Y qué vendrá después de esto?, preguntaban los más escépticos. Vinieron muchas cosas. Del tachismo, del informalismo, se pasó al arte conceptual, al arte ambiental, al arte corporal, entremezclados con happenings de todo tipo. Habiendo liquidado el cuadro, los géneros artísticos, las técnicas, los materiales, naturalmente también todo el métier del pintor, del escultor, del grabador, fue dejado de lado. Los conceptos 30 Opinião fue un espectáculo musical dirigido por el dramaturgo Augusto Boal y producido por el Teatro de Arena junto con los miembros del Centro Popular de Cultura de la UNE, institución declarada ilegal por el régimen militar recientemente instaurado en Brasil. El concierto tuvo lugar el 11 de diciembre de 1964 (a los pocos meses del golpe de estado) en el teatro del Shopping Center Copacabana en Río de Janeiro.

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estéticos —ya desde hacía mucho sacudidos en sus cimientos— se desmoronaron. Al texto crítico le sucedió el texto profético, hermético, apologético, para iniciados. Hacer nudos en una soga se transformó en un acto de sorprendente fuerza creadora. Juntar tierra dentro de una maceta también. Y los ánimos se encendían: «¡el primero que hizo nudos en una soga fui yo!»; «no, nada de eso, yo ya había hecho nudos en una soga antes, en el Museo de Arte Moderno». En otro punto del mundo, los «artistas» llevaban bloques de piedra a la terraza de un edificio y desde allí los arrojaban sobre sus secuaces que experimentaban allá abajo esa nueva sensación estética: escapar del peligro. Otros se trasladaban a regiones desiertas de los Estados Unidos y excavaban (mejor dicho, mandaban a excavar) enormes cráteres que después eran fotografiados y exhibidos en las galerías de Nueva York: land art. Y pululaban las profecías: el hombre está a punto de alcanzar el arte total, que engloba todos los sentidos: la vista, el tacto, el oído y el olfato, sí, el arte olfativo, y se alababa al artista que exponía latas con café en polvo: se abría la lata y el apetitoso olor de la rubiácea inundaba la galería... Y ay de quien se atreviera a poner en duda la importancia de semejantes innovaciones. Y así fue como el arte se «democratizó»: es decir, desapareció el artista. Por supuesto, si la realización de la obra ya no depende del dominio de ninguna técnica, de ningún lenguaje, cualquiera puede decirse creador de arte. Y era precisamente eso lo que defendían los teóricos: todo hombre es capaz de hacer arte, y si no lo hace es por culpa de las normas represivas que siempre dominaron la actividad artística: todo el arte hasta ahora fue un mero producto de la represión. Ahora, por fin, llegó la libertad. Y el fin del arte. Sí, el fin de esa actividad burguesa, hija del mismo vientre que generó la sociedad de consumo.

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DIÁLOGO VIRTUAL CON BÁRBARA BELLOC, CRISTÓBAL ZAPATA Y TERESA ARIJÓN*

BB: En conversación con Ariel Jiménez, usted refirió que «Siempre quise comunicarme, no quiero ser un genio maldito, no voy a cortarme una oreja». ¿Qué piensa hoy acerca de aquello que puede comunicar el arte? ¿Y cómo concebir lo que sería propio del arte en una era de la proliferación como la actual? Es difícil responder a una pregunta tan general, puesto que, en verdad, no hay solamente un arte y sí diferentes modos de expresión artística. De ahí, por ejemplo, resulta que lo que dice el cine no es lo mismo que aquello que dice la música, o lo que dice la poesía. Cada arte tiene su propio lenguaje y, consecuentemente, un campo de expresión propio. También es cierto que la expresión artística varía según la época, y que hoy posee características que antes no tenía. Pero creo que el arte es necesario; no por casualidad está presente en todos los tiempos de la historia humana. BB: ¿Cuál diría usted que es el campo de las artes visuales en nuestros días? Las artes visuales sufrieron grandes cambios, sobre todo a partir de finales del siglo XIX y comienzos del XX. En gran parte esto se debió a la invención de la fotografía, y después del cine. El cubismo fue el movimiento crucial para ese cambio, y de él se derivaron las tendencias predominantes en el arte del siglo XX y hasta el día de hoy. Con el cubismo acontece una mudanza radical, cuando la tela pasa a ser el lugar donde todo se transforma en expresión artística, desde recortes de noticias del periódico, sobres de correspondencia, hasta arena, alambre, lo que fuere. Ahí está el origen del dadaísmo (el célebre mingitorio de Marcel Duchamp), del que deriva el arte contemporáneo, que en sus manifes-

* Este diálogo tuvo lugar entre julio y agosto de 2016.

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taciones más extremas nada tiene que ver con el arte. De hecho, con la desintegración del lenguaje de la pintura se descubrió que toda y cualquier forma posee expresión (de donde surge el tachismo), pero sucede que no toda expresión es arte. Por ejemplo, si alguien me pisara el pie yo gritaría de dolor, y mi grito sería una expresión, pero no sería arte. Por otra parte, las artes plásticas son el campo donde más se radicalizaron las manifestaciones antiestéticas. En otros campos los valores estéticos, por más que hayan cambiado, fueron preservados. El cine, a mi entender, es el arte verdaderamente moderno, porque nació de una invención tecnológica (la fotografía), creó un lenguaje propio, distinto del lenguaje del teatro, de la novela o de la poesía, y además de esto se comunica con millones de personas. Más allá de eso, suelo decir que el arte existe porque la vida no basta. Porque la función del arte no es revelar la realidad, sino inventarla. BB: Del legado de las vanguardias del siglo XX, ¿qué sigue en pie? ¿Qué entenderíamos hoy por vanguardia, y qué rol cumpliría en el contexto inmediato y transhistórico? Las vanguardias de principios del siglo XX ampliaron el concepto de lenguaje artístico y eso enriqueció las artes de modo general. Pero esa ampliación trajo consigo un riesgo: el de creer que todo es arte porque todo es expresión. Igualmente, quien de hecho es un artista sabe distinguir una cosa de la otra. El concepto de vanguardia es propio de los inicios del siglo XX. Hoy no me parece necesario preocuparnos por la vanguardia. Lo único que debe preocuparnos es hacer arte y hacerlo lo mejor posible. No es necesario ser vanguardista para ser artista, ya que todo artista trae consigo algo nuevo, algo que solo se encuentra en su obra. CZ: En Ecuador los lectores nos familiarizamos con su pensamiento estético a través de los ensayos que reproducía continuamente la ahora extinta revista cultural El Búho. En uno de esos textos, «El arte y lo nuevo», usted señalaba que «la línea duchampiana —o arte conceptual— es una tendencia agonizante que se mantiene gracias a factores ajenos a la verdadera creación artística». ¿Debemos entender esa afirmación como una adhesión personal a los lenguajes artísticos tradicionales (pintura,

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dibujo, grabado, escultura), y un rechazo al conjunto de prácticas que se denominan «contemporáneas»? No se trata de eso. Muchas obras, que no son pintura ni grabado ni escultura, tienen las cualidades expresivas propias de la creación artística. Lo que no acepto es que todo y cualquier cosa (como, por ejemplo, mandar a la Bienal de San Pablo cuatro buitres en una jaula31) sea una expresión artística. CZ: En otro artículo, «Sobre bienales y otros espectáculos», citando algunos ejemplos de bienales entonces recientes usted decía que estos eventos legitimaban cualquier disparate. ¿Qué cree usted del formato «bienal» hoy por hoy, lo encuentra aún plausible o definitivamente piensa que la idea de bienal ha perdido su sentido? De hecho, las últimas bienales de San Pablo, más allá de que hayan exhibido obras de buena calidad, se tornaron un espacio propicio para mostrar cualquier cosa. Insisto en decir que si bien todo es expresión, no toda expresión es arte. CZ: En su penetrante ensayo «Una luz del suelo» (1978), sin duda una declaración de principios poéticos, usted señala que su ruptura con la poesía concreta derivó del excesivo formalismo en el que había incurrido este movimiento, a causa de lo cual optó por un lenguaje poético contaminado por la materia viviente, «que expresara la complejidad de lo real». En un momento en que los jóvenes poetas latinoamericanos parecen encandilados por los juegos de artificio, por los malabarismos formales y lingüísticos, ¿cómo mira usted retrospectiva y prospectivamente esa disyuntiva siempre latente entre experiencia y experimentación? Lo mismo ocurre en Brasil. El experimentalismo se ha convertido en el terreno que explora la mayoría de los poetas jóvenes. Lo cierto es que hacer poesía es difícil y requiere de quien lo intenta el verdadero talento 31 Gullar alude a la instalación Bandera blanca, presentada en la 29ª Bienal de San Pablo, donde el artista paulistano Nuno Ramos encerró tres buitres dentro de un vivero gigante en el edificio sede del evento.

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del poeta. Yo suelo decir que una persona nace poeta como otro nace jugador de fútbol. Nadie decide que va a ser Pelé y lo consigue. TA: Atento a su idea —manifiesta en «La expresividad de la forma» (1993)— de que el artista, habiendo perdido el lenguaje que le era propio, pierde a su vez el sentido de sus gestos, ¿qué puede decirnos de alguien como Ai Weiwei y su tríptico Dropping a Han–Dinasty Urn (1995), donde en una serie de tres fotos en blanco y negro muestra cómo deja caer al suelo una urna de 5000 años de antigüedad en perfecto estado de conservación, invirtiendo de ese modo el gesto de Marcel Duchamp con el mingitorio?32 La actitud de Ai Weiwei es solo una actitud pour épater. No hay por qué negar el arte del pasado, puesto que ya es de por sí pasado. Lo que importa es inventar el presente creando el arte del presente. TA: Tomando como referencia su ensayo «La función del artista» (1964), ¿Duchamp (a comienzos del siglo XX) y Ai Weiwei (hoy) serían artistas «comprometidos» o «descomprometidos»? ¿Sus exabruptos destructivos afectan de algún modo (aunque más no sea simbólico) el entramado jerárquico de la sociedad que integran? Ni en el caso de Duchamp ni en el de Ai Weiwei sus actitudes tienen que ver con las clases sociales. Sin embargo, no debemos olvidar que uno y otro producían y producen para la clase dominante, que es la que compra arte.

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El gesto de Ai Weiwei tuvo a su vez respuesta o réplica en 2014, cuando el artista dominicano Máximo Caminero tiró al suelo e hizo añicos uno de los jarrones de Colored Vases, una obra de Ai Weiwei valuada en 700.000 euros, como protesta por la falta de exposiciones de artistas locales. (Los jarrones que integran la obra son auténticos jarrones de la dinastía Han, que el artista chino sumerge en pintura industrial.)

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PROCEDENCIA DE LOS TEXTOS

– Experiência neoconcreta, San Pablo, Cosac Naify, 2007. – Argumentação contra a morte da arte, Río de Janeiro, Revan, 1993. – Cultura posta em questão, Río de Janeiro, Civilização Brasileira, 1965. – Vanguarda e subdesenvolvimento, Río de Janeiro, Civilização Brasileira, 1969. – Ferreira Gullar conversa com Ariel Jimenez, San Pablo, Cosac Naify, 2013.

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ÍNDICE

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FERREIRA GULLAR: PROTEO DEL TRÓPICO, por Cristóbal Zapata EL POETA EN SU LABERINTO, por Teresa Arijón

7 11

EXPERIENCIA NEOCONCRETA CARTA A AUGUSTO DE CAMPOS POESÍA CONCRETA: EXPERIENCIA INTUITIVA LYGIA CLARK: UNA EXPERIENCIA RADICAL LIBRO–POEMA POEMAS ESPACIALES POEMA ENTERRADO EXPERIENCIA NEOCONCRETA: MOMENTO LÍMITE DEL ARTE MOVIMIENTO NEOCONCRETO

15 20 24 32 38 42 54 59

TEORÍA, DIÁLOGO Y MANIFIESTO TEORÍA DEL NO–OBJETO DIÁLOGO SOBRE EL NO–OBJETO MANIFIESTO NEOCONCRETO

65 71 79

VANGUARDIA Y SUBDESARROLLO INTRODUCCIÓN PROBLEMAS ESTÉTICOS DE LA SOCIEDAD DE MASAS

87 92

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ARGUMENTACIÓN CONTRA LA MUERTE DEL ARTE LORO PARLANCHÍN LA CUESTIÓN DE LO NUEVO ¿EL ARTE EVOLUCIONA? EL FIN DEL ARTE EL CUADRO Y EL OBJETO LA EXPRESIVIDAD DE LA FORMA

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CONTRAPARTIDA LA FUNCIÓN DEL ARTISTA MUERTE CULTURAL DEL ARTE

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CONVERSACIONES FRAGMENTOS DE UN DIÁLOGO CON ARIEL JIMÉNEZ DIÁLOGO VIRTUAL CON BÁRBARA BELLOC, CRISTÓBAL ZAPATA Y TERESA ARIJÓN PROCEDENCIA DE LOS TEXTOS

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Ferreira Gullar durante su posesión en la Academia Brasileña de Letras, Río de Janeiro, 5 de diciembre de 2014. Foto: Fábio Motta/Estadão Conteúdo/AE

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LA EXPRESIVIDAD DE LA FORMA se imprimiรณ en junio de 2017, en Grรกficas Hernรกndez de la ciudad de Cuenca, Ecuador.

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