© 2019 BMR Productora Cultural, Derechos Reservados. Queda prohibida cualquier forma de reproducción, transmisión o archivo en sistemas recuperables, para uso público o privado, por medios mecánicos, electrónicos, fotocopiado, grabación o cualquier otro, ya sea total o parcial, del presente ejemplar, con o sin propósito de lucro, sin la expresa, previa y escrita autorización del editor. Impreso en Gráfica Mosca. D. L. N° 361.324.
ISSN 2393-7041
Número 6
Alternativas a lo fugaz
Las nuevas tecnologías están, realmente, modificando el mundo y la trayectoria histórica. Son factores claves en la concepción de esta era digital que vivimos, en la que el acceso a la información, los nuevos hábitos de consumo, el lenguaje y las costumbres marcan el ritmo de la nueva realidad. Es por este motivo, quizá, que siempre estamos buscando aquello que nos distingue, que nos hace diferentes, sin perder de vista que la cultura es un proceso sedimentario, que trasciende la circunstancia y la coyuntura. En este Número 6 damos un espacio a aquellas iniciativas que, si bien se enmarcan en esta era digital, indagan en las tradiciones, los valores y convicciones que ponen en valor lo local dando lugar a una reinterpretación del tiempo pasado, intentando ajustar y equilibrar ese aparente tempus fugit actual. Esta voluntad de desacelerar la podemos observar en la gastronomía, el arte, el diseño, la arquitectura, la música. El retorno a las raíces se presenta —en lo gastronómico— a través de un producto, como puede ser un fruto nativo, o un proceso que es capaz de devolverle a la cocina su tiempo y su ritmo. Algo similar sucede con los tejidos y el uso de la lana como materia prima capaz de generar un lazo afectivo y otorgarle al producto final un valor artesanal. Es, precisamente, el reconocimiento a Ida Vitale, por su lenguaje poético “al mismo tiempo intelectual y popular, universal y personal”, una clara expresión de esa tendencia cultural a ralentizar los tiempos actuales. Bajar la velocidad, contemplar y dar lugar a la reflexión parecen ser actos revolucionarios en estos tiempos modernos, e introducirlos desde la niñez hace que la relación entre filosofía e infancia sea posible. La puesta en valor de un pasado no tan lejano se refleja también en la guitarra histórica, que de la mano de Abel Carlevaro puso a Montevideo como punto clave en la enseñanza de este instrumento. La arquitectura como voluntad de una época traducida en el espacio también dejó su marca, y en esta ocasión lo vemos a través de los garages vehiculares que nos aportó la modernidad, en la primera mitad del siglo. Esta expresión de voluntad epocal se manifiesta también en el vínculo existente entre arte y fútbol, donde el contexto otorga sentido al producto, como lo fueron las ilustraciones y esculturas desarrolladas en torno a esta temática. Los diseños de Eladio Dieste o Henry Beck también responden a las condiciones particulares de un espacio-tiempo determinado, dando lugar a creaciones arraigadas en lo local, pero con una proyección global indiscutible. La mirada hacia la producción autóctona fue fuente de inspiración para algunos de los grandes maestros del arte, que miraron al arte africano y así generaron un impacto en su tiempo artístico. La columna de esta edición, a cargo de Enrique Baliño, nos habla de otros valores permanentes en un tiempo de transformaciones: la cultura organizacional centrada en el factor humano. La cultura cambia día a día y es el liderazgo el que se presenta como un faro en este océano. Un recorrido por estas estructuras en medio del mar completa la grilla de este Número 6, que cierra con la participación de dos artistas invitadas: Myriam Zini y Elián Stolarsky. Adaptarse y reinventarse a partir de la herencia local parecería ser una postura que se rebela contra la estandarización del modelo global, y que resulta, en cierta medida, un diferencial capaz de otorgar un halo de originalidad y magia. Lucía Lin Editora
Editora Lic. Lucía Lin Coordinación de Contenidos Arq. William Rey Ashfield Coordinación de Producción Arq. Nicolás Barriola Concepción Fotográfica Lic. Marcos Mendizábal Departamento Comercial Cr. Martín Colombo Diseño i+D Corrección Maqui Dutto
Colaboran en este Número 6: Carolina Villamont Carlos López Elena O'Neill William Rey Ashfield Marcos Mendizábal Damiano Tieri Enrique Baliño Natalia Costa Joaquín Escardó Alfredo Escande Malena Rodríguez Guglielmone Claudia Prezioso Pía Supervielle Marcela Abal Brian Ojeda Nicolás Branca Myriam Zini Elián Stolarsky
Agradecimientos: Laura Rosano Mauricio Pizard Pía Morosini Ida Vitale Archivo Dieste Marcela Abal Clara Aguayo Florencia Díaz Raquelina Nicolich Sebastián Zorrilla de San Martín Juan Grompone Ellen Duthie Daniela Martagón
Revista disponible en www.revista.bosch.com.uy Cualquier sugerencia o comentario será bien recibido mediante el formulario de contacto en la web de la revista. Revista Número y BMR Productora Cultural no se hacen responsables del contenido de los artículos publicados, el cual es responsabilidad única y exclusiva de sus autores. Producido, diseñado e impreso en Uruguay
La cultura en un plato
0 7 3 8 6 7 Gastronomía y cultura
La lección del arte negro Cubismo y primitivismo
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La cultura organizacional
La costa señalada
Filosofía e infancia: Una relación posible
Amar la trama
Columna
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Faros al sur del país
Tejidos
Garages modernos
Cuando la pelota busca expresarse
Época de oro de la guitarra uruguaya
La mujer que mira con los ojos del espíritu
Cartografías y arquitecturas
Artistas invitadas
3 3 2 1 4 9 9 5 5 9 8 3 Arquitectura
Guitarra histórica
Legado de dos diseñadores
Arte y fútbol
Ida Vitale y el Premio Cervantes
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La cultura en un plato Por Carolina Villamont FotografĂa Carlos LĂłpez Mauricio Pizard
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La cultura en un plato
Laura Rosano
Una cerveza de arazá, unos cardos en aceite de oliva y un helado de pomelo y Campari. Un vinagre de guayabo, un zapallo en almíbar, un sorbete de durazno y amaretto. ¿Qué tienen en común? Que saben mucho más que a la suma de sus ingredientes. Que son expresiones de un tiempo, un lugar, una mezcla de influencias, de un conocimiento adquirido o rescatado. De la suma de tradiciones y convicciones. Hoy, lo que muchas abuelas hacían —y siguen haciendo— como parte de sus quehaceres domésticos es la filosofía detrás de un emprendimiento y hasta de un estilo de vida. Tres cocineros —entre los muchos que hay— vuelcan toda su historia en sus preparaciones. Por eso saben así.
Número 6
Laura Rosano Frutos de la memoria Mancharse la ropa comiendo pitanga con su hermana y su prima en la casa de la abuela. Ese es el primer recuerdo que Laura Rosano tiene de esta fruta. Hoy, en Ibira Pitá, su chacra agroecológica en San Luis (Canelones), tiene 2.600 árboles de frutos nativos en dos hectáreas y media de tierra. Con ellos fabrica cerveza y vinagre, les vende a algunos restaurantes que han sabido incorporarlos a sus platos, y son material de clase para los talleres que da en escuelas públicas, cursos de gastronomía de UTU y con mujeres rurales. Más allá de plantar y producir frutos nativos, uno de los principales objetivos de Laura es transmitir el conocimiento que ha ido adquiriendo sobre ellos desde que comenzó con su investigación, en 2006. Ricos, de buen color y acidez, combinan muy bien con carnes y se expresan de maravilla en una preparación dulce. Tienen más antioxidantes que el arándano y las grosellas, y más vitamina C que el kiwi. No se afectan con las heladas ni con las sequías, por eso siempre hay producción. Laura vivió 11 años fuera de Uruguay, primero en Suecia y después en Holanda, trabajando en restaurantes y viendo las costumbres alimentarias de esos países, donde es muy común ir al bosque a juntar grosellas o frutillas para hacer mermeladas y jugos. Recuerda que cuando se fue, en 1995,
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había muy poco reconocimiento de cuál era la gastronomía propia del país. “Me pasó que me preguntaran cuál era la gastronomía de Uruguay y no saber mucho qué responder; el asado, la pasta del domingo…, pero sentía un complejo grande de desconocer nuestra gastronomía. Hasta que después de volver me saqué ese complejo, porque en realidad esa gastronomía es nuestra; nosotros comemos pasta los domingos y es cultural, y los ñoquis del 29 son totalmente culturales y lo seguimos haciendo. Saquémonos el complejo y asumamos que es nuestro, y démosle valor a qué es lo que hacemos y qué materia prima usamos. Sí, tenemos una cultura alimentaria y hay que empezar a recuperarla: recetas viejas, productos que ya no se plantan”, dice Rosano. ¿Por qué el arazá, la pitanga, el guayabo y tantos otros frutos, si son nativos, no están en nuestra cocina? La respuesta está en uno de los hitos de nuestra historia, que marcó definitivamente la cultura: el genocidio indígena. “Creo que un problema muy grande en nuestra cultura alimentaria es la desaparición de la cultura indígena. Los pocos indígenas que quedaron tuvieron que camuflarse para no ser perseguidos y dejaron de tener sus hábitos. Y la cultura de los inmigrantes tapó todo eso. Yo, cuando me fui a vivir afuera, me llevé mi yerba y el dulce de leche. Cada uno se lleva su comida y su cultura alimentaria adonde viaja. No eran de Uruguay la manzana, ni la
pera, ni el membrillo, y son las frutas más consumidas. Con nuestros frutos mi teoría es que no se consumieron más porque no hubo alguien que los promoviera y que supiera cómo utilizarlos”. Laura comenzó a plantar frutos nativos a partir de una investigación que estaba promoviendo el Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria (INIA). Hoy produce guayabo, arazá rojo y amarillo, pitanga, guaviyú y ubajay. A partir de estas frutas elabora cerveza con su socia nutricionista, Paula Rama. También, por su cuenta, hace vinagre. Prepara unos 300 litros con guayabo, y ahora está pensando en hacer una línea de vinagre de arazá, de guaviyú y de pitanga. Además, este año se va a ir a Asturias a hacer un curso de sidra, “porque quiero hacer sidra como la que hacen ellos, tirada, de guayabo”. Como coordinadora nacional de Slow Food Internacional en Uruguay, aboga por el concepto de comida buena, limpia y justa, y por justa se entiende comprar al productor. Una forma de extender su ideología es trabajar con mujeres rurales, a quienes les enseña a cocinar con los productos que tienen a su alrededor. Cuando se actúa con una filosofía de vida detrás, las cosas tienen sentido. En vez de vender toda su producción, Laura guarda su fruta, “porque si los gurises [de las UTU] la necesitan, la vienen a buscar, porque ellos son los que van a impulsar esto”.
Creo que un problema muy grande en nuestra cultura alimentaria es la desaparición de la cultura indígena.
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Gastronomía y cultura
Mauricio Pizard Hábitos en conserva Con una atractiva tapa en la que se ve en primer plano un frasco lleno de vegetales de todos los colores y formas, el libro Conservas (recientemente editado por Grijalbo) reúne recetas y métodos que los chicos de Garage Gourmet vienen rescatando y difundiendo desde hace tiempo. Uno de ellos es Mauricio Pizard, arquitecto de profesión, fotógrafo (su cuenta de Instagram es una delicia), exvegetariano, que viene de una familia de italianos donde la comida es el centro de cualquier reunión o celebración. Claramente la visión de hacer este libro responde a un revival de los procesos artesanales que se hacían años atrás en las casas, y que son la manera de tener todo el año en la cocina productos de estación. De niño, todos los veranos, Mauricio se iba con su mamá en el Fusca a comprar frutas y verduras a un quintero amigo, cerca del viñedo que había sido de sus abuelos. Traían duraznos, higos y tomates, y preparaban conservas para el invierno, una tradición de su familia. Con Garage Gourmet, un proyecto que Mauricio emprendió con su novio, Joaquín Pastorino, encontraron la vía para comunicar su manera de acercarse a la gastronomía. Organizan dos ferias al año: Ollas del Mundo en el Espacio de Arte Contemporáneo (EAC) en otoño (1 y 2 de junio) y un pícnic en el Jardín Botánico en primavera. En su portal web y en las redes, suben recetas de conservas, de cómo hacer masa madre o cómo preparar vinagre, kombuchas,
Mauricio Pizard
fermentados vegetales en salmuera, lactofermentación, mermeladas y más. En el libro aparecen todas estas recetas, pero, más que las cantidades y los ingredientes, lo que importa es rescatar los procedimientos. “Porque la idea es que, si mañana vas a la feria y hay cantidad de peras a muy buen precio, comprás y hacés la conserva. Nos parece que es la forma inteligente de consumir. Está bueno conocer el origen de los alimentos. Como es algo que vas a tener que hacer toda tu vida, cuanto antes empieces a hacerlo bien y consciente, mejor. Preocuparte por lo que comés te hace tomar conciencia de que sos parte de un sistema mayor, un sistema cultural o ambiental. Sos una pieza más que puede hacer la diferencia”, opina Mauricio, que también es miembro de Slow Food Uruguay. “No quiere decir que tengas que gastar un dineral para comer bien, ni ocuparte todo el día en la cocina, sino organizarte bien y aprovechar pequeñas instancias familiares para cocinar juntos. Es calidad de vida. Lo nuestro es revalorizar la comida, recetas que son del patrimonio cultural. Somos una generación puente, que intenta rescatar cosas que se perdieron; vamos hacia el comfort food, que te hace sentir mejor psicológicamente”. Como una arista más de la cultura, la gastronomía se cruza con otras disciplinas. Así como en el libro aparecen citas de escritores, filósofos y pensadores, la arquitectura reaparece en Mauricio con el interés por tomar espacios de la ciudad. “Es como abrir la cancha y que la gastronomía no sea
autorreferente, que no sea siempre la gastronomía hablando de la gastronomía, sino que se cruce”. Tanto el EAC (antigua cárcel de Miguelete) como el Jardín Botánico “son espacios que hay que activar. Había gente que nunca había ido al Botánico o veteranas que decían que desde la escuela no iban, y está a 30 minutos en ómnibus. Es increíble. Y necesita que la gente vaya, porque, si no, es como que queda cancelada esa parte de la ciudad. Te movés en un circuito recerrado y no tenés ni idea de lo que hay más allá”.
Traían duraznos, higos y tomates, y preparaban conservas para el invierno, una tradición de su familia.
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Pía Morosini Viajes con sabor Lady Pixelita es Pía Morosini, una cocinera y pastelera a la que la práctica gastronómica la fue llevando hacia el mundo de los helados, una especialización poco popular entre cocineros, pero muy bienvenida entre comensales. ¿A quién no le gusta un rico helado? Y si son de sabores extraños y novedosos, mucho mejor. Pomelo y Campari, limón y vermú, durazno y amaretto, cedrón y frambuesa, café, eucalipto, especias. Los gustos de estas cremas heladas son el resultado de los experimentos que Pía hace en su laboratorio —así se le llama en la cocina al lugar donde se elaboran los helados—. Porque este arte tiene mucho de ciencia, con medidas exactas, elementos constitutivos como el azúcar y el aire, y hasta un proceso matemático dentro de la formulación de la receta. Pía ha hecho muchos viajes, todos con una intención de aprendizaje culinario detrás. “A medida que uno va conociendo otras culturas, otras cocinas y otras formas de trabajar en restaurantes, va incorporando cositas que van forjando su personalidad como cocinero”, asegura. La primera y principal (que le dio el mayor valor al producto que fabrica hoy) fue la cultura italiana. Después de haber trabajado codo a codo con cocineros como Francis Mallmann e Ignacio Mattos, ambos con un particular gusto por los helados, Pía decidió ir a investigar a la cuna del helado artesanal: Italia. Se inscribió en la Universidad del Helado en Bolonia, y en un curso intensivo de un mes entendió mejor
la formulación y el balance de estos productos. Terminado el curso, se fue a recorrer el país de norte a sur, siguiendo las coordenadas de su sangre italiana y tomando mucho helado. “En la cocina italiana le dan mucha relevancia al producto en sí mismo. Me gusta, si hay un producto rico, bueno, noble, darle el protagonismo con la menor intervención posible”, dice Pía. De su paso por California trajo el uso de productos orgánicos, pues en esa parte del mundo le prestan mucha atención a ese tipo de alimentación. “Lo que nosotros tenemos como la feria de barrio, ellos lo hacen con feria de productos orgánicos”. En Japón le impresionó mucho el uso de todo el producto, minimizando el desperdicio. “Allá, en los mercados, no solo venden el pescado entero, sino también el espinazo y la cabeza, para que puedas hacer un caldo. Ese respeto y valoración por el producto es lo que todo cocinero debe tener. Nosotros tratamos de darle ese lugar”. Todas las semanas, Lady Pixelita (es el nombre de su marca) envía por correo electrónico a sus clientes una propuesta de menú. “No es una heladería. Nosotros proponemos con lo que hay de temporada. Vos vas al súper y encontrás frutas y verduras que vienen de otro país, en cámaras, que fueron arrancadas de la planta o del árbol mucho antes de su tiempo de madurez, entonces no llegás a disfrutar del sabor maduro. En nuestro caso, queremos que la planta haya llegado al final de su proceso para que puedas contemplar todas las notas de sabor y aroma que tiene el producto recién arrancado, y hay una diferencia grande”.
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Cuando comenzó su emprendimiento, se contactó con la Red de Agroecología del Uruguay, donde tienen una base de datos de productores orgánicos. “Hay un grupo con el que tratamos de fomentar esto y pasarnos contactos, porque creemos que es la forma no solo de nosotros acceder a eso, sino de favorecer al pequeño productor”. Con cada menú, Lady Pixelita adjunta información sobre los principales ingredientes de los helados, por qué los eligió, de dónde vienen y quién es el productor. Siguiendo la tradición italiana, los helados frutales son en formato de sorbete (con agua), para que el sabor de la crema o de la leche no interfiera con el de la fruta. Han preparado de butiá, arazá, guaviyú, guayabo. Ahora en otoño es temporada de cítricos. Tuvieron mandarina y están esperando por el quinoto. Y cuando la fruta empieza a escasear en los meses fríos, se vuelcan a sabores más invernales, como miel de monte o café. También hacen helados con hierbas nativas. Tuvieron de cedrón (y en la época de la frambuesa lo combinaron con un marmolado de frambuesa) y de especias (cardamomo, anís estrellado, jengibre) con confitura de ciruela, entre otros. “Más allá de nuestras herencias fuertes, lo que define a nuestra gastronomía es el producto nuestro; por eso me parece importante hacer énfasis en todo lo que crece en nuestra tierra, que es una forma de llevar cultura a un plato. Porque detrás de todo eso hay un montón de otras cosas, como la forma en que se planta o los temas económicos asociados”, concluye esta experta en helados que ha sabido derretir fronteras.
Pía Morosini
Más allá de nuestras herencias fuertes, lo que define a nuestra gastronomía es el producto nuestro; por eso me parece importante hacer énfasis en todo lo que crece en nuestra tierra, que es una forma de llevar cultura a un plato.
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La lección del arte negro Por Elena O’Neill
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Estudio para escenografía La création du monde, 1923 Fernand Léger Tinta y gouache, 42,7 x 57,5 cm Colección Bob Guccione & Kathy Keeton, Nueva York
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La lección del arte negro
L’art nègre? Connais pas. (Picasso1) La imagen en blanco y negro de la puerta de un granero dogón con una faja a su izquierda que tiene la inscripción “arte negro” en mayúsculas llama la atención por el juego de luces y sombras y por el registro de la textura de la madera. 1 Frase atribuida a Picasso, publicada en “Opinions sur l’art nègre”. En Action. Cahiers d’Art et Philosophie, n. 3. París: Florent Fels, 1920, p. 25.
Columna infinita, 1918 Constantin Brancusi Madera, 210,9 cm
Picasso y William S. Rubin con Guitarra. Moueins, Francia, 1971. Fotografía de Jacqueline Picasso. Archivo MoMa, Nueva York. Guitarra, 1912. Metal y alambre. 77,5 x 35 x 19,3 cm. MoMa, Nueva York. Donación del artista
Tapa del catálogo de la exposición Arte Negro editado por el Museo de Arte Precolombino, Montevideo, 1969
Número 6
Esta fotografía, de Alfredo Testoni, ocupa la tapa y la contratapa del catálogo de la primera exposición de arte del África realizada en Montevideo. La muestra, intitulada Arte negro, tuvo lugar en la sala de exposiciones temporarias del Museo de Arte Precolombino en 1969; allí se presentaron 82 piezas africanas pertenecientes a varios coleccionistas uruguayos, artistas e intelectuales.2 En el catálogo de esta exposición se hace referencia a otra que se llevó a cabo 50 años antes, en París: la Première exposition d’art nègre et d’art océanien, organizada por Paul Guillaume.3 Si bien en los primeros años del siglo XX la expresión arte negro fue el término utilizado en Europa por artistas, marchands y críticos de arte e incluía el arte de Oceanía, el concepto está imbuido de innúmeras connotaciones que dejaremos de lado aquí.4 Escritores, marchands, coleccionistas, críticos e historiadores y teóricos del arte han dejado constancia del impacto de esta exposición en París. Si bien, como su título lo indica, fue la primera en su género, su real importancia aparece al inserirla en el contexto de la época, al considerar el circuito del arte y de las exposiciones y al incluir el volumen de textos sobre el tema que surgieron desde los primeros años del siglo XX. En palabras de Guillaume Apollinaire: En los últimos años, artistas, coleccionistas y museos se han creído capaces de apreciar los ídolos de África y Oceanía desde un punto de vista puramente artístico, sin tener en cuenta la calidad sobrenatural que les atribuyeron los artistas que los esculpieron y los creyentes que los adoraban. Sin
2 Museo de Arte Precolombino, calle Mateo Vidal 3249, Montevideo. Inaugurado en 1962, cerró sus puertas al público en 1978. Tuvo como directores al arquitecto Ernesto Leborgne y al artista Francisco Matto. La exposición Arte negro, primera en su género en Uruguay, se realizó en la sala de exposiciones temporarias del museo en 1969. 3 Esta exposición tuvo lugar en la Galerie Devambez del 10 al 31 de mayo de 1919. 4 Durante esos años surgió el concepto de Négritude, expresión de revuelta contra la situación histórica del colonialismo francés y el racismo. Este movimiento, inspirado en el movimiento americano conocido como Harlem Renaissance, resultó del encuentro en París, a fines de la década de 1920, de tres estudiantes negros procedentes de diferentes colonias francesas: Aimé Césaire (1913-2008), de Martinica, Léon Gontran Damas (1912-1978), de Guayana, y Léopold Sédar Senghor (1906-2001), de Senegal.
embargo, ningún enfoque crítico ha igualado esta nueva curiosidad nuestra, y una colección de estatuas negras no se puede presentar de la misma manera que una colección de objetos de arte, pinturas o estatuas ejecutadas en Europa o en territorios de Asia con una civilización clásica, en Egipto u otras regiones del norte de África.5
La magnitud del desafío enfrentado está planteada en el prólogo del libro que resultó de la exposición francesa, L’art nègre et l’art océanien (1919). Sus autores, Henri Clouzot y André Level, con una clara mirada eurocéntrica, afirman que “el arte de los pueblos salvajes [sic] no ha sido puesto en valor, durante mucho tiempo, con excepción de la etnografía, para la cual era un accidente; [estaba] al margen de la religión y de las costumbres”.6 El tono general del texto refleja el lugar que Francia le adjudicaba a la producción material de las culturas no occidentales. Específicamente, el texto califica como incompletas las colecciones de objetos africanos exhibidas en el Museo del Trocadero, adjudica la dificultad de estudiar el arte africano fuera de Francia a las consecuencias de la Primera Guerra y señala la escasez de publicaciones sobre el tema. El capítulo dedicado al “arte negro”, de corte etnológico, coloca a Egipto como parte de África. Esta inclusión era excepcional en una época en la cual la egiptología se consolidaba como disciplina y el desierto del Sahara era entendido más como un divisor que como elemento de unión del continente africano. A pesar de que el capítulo subraya que la construcción formal de las máscaras africanas es esencialmente nueva para un
5 Apollinaire, Guillaume. “À propos de l’art des noirs”. En Première exposition d’art nègre et d’art océanien. Catálogo de la exposición. París: Galerie Devambez, 1919, p. 5. 6 Clouzot, Henri, y Level, André. L’art négre et l’art océanien. París: Galerie Devambez, 1919, p. 5.
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europeo, en el prólogo se cuestiona la posibilidad real de escribir una historia general del arte africano. En el prólogo del libro, en passant, los autores mencionan que “es en las colecciones de algunos aficionados, artistas y marchands que podemos encontrar y estudiar piezas complementarias, ya que antes de la guerra tuvieron que enfrentarse a la formidable competencia de los museos y coleccionistas alemanes”.7 En otras palabras, el interés que esos objetos despertaron en artistas, coleccionistas y marchands en los primeros años del siglo XX fue el motivo por el cual dejaron de ser dominio exclusivo de la antropología, la etnografía y la etnología. Por un lado, la frase es una invitación a investigar qué fue lo que descubrieron aquellos artistas parisinos de la virada del siglo XX en las esculturas y máscaras africanas a las que tuvieron acceso por diversas vías. Por otro, aproximarse a esta cuestión exige detenerse en el impacto que el “arte negro” tuvo en la producción artística de la época, particularmente en el cubismo y, de un modo general, en la constitución de un lenguaje plástico. Es bien sabido que en París, alrededor de 1907, varios artistas, galeristas y coleccionistas se interesaron por las esculturas de África y Oceanía: Henri Matisse, Maurice Vlaminck, André Derain, Pablo Picasso, Georges Braque, por citar algunos, contaban con máscaras y esculturas en sus ateliers. Descubrieron y entendieron su riqueza plástica independientemente de su clasificación etnográfica, y supieron sacar lecciones de una potencia equivalente a la de la escultura de la Grecia arcaica o de los primitivos italianos. Fue por intermedio de los artistas y, más tarde,
7 Ibídem, p. 8.
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Cubismo y primitivismo
de los coleccionistas que la escultura africana comenzó a ser apreciada estéticamente y considerada como “arte”. En una época en que los connaisseurs del arte eran quienes descifraban el “tema” del cuadro, la ausencia de referencias iconográficas y literarias fue un estímulo para aquellos artistas que defendían la autonomía plástica del arte a comienzos del siglo XX. Sin embargo, a pesar de que ya existían colecciones de arte no occidental en el Museo del Louvre, tuvo que pasar un siglo para que el arte africano finalmente entrara en él. En el año 2000, después de 100 años de debates en Francia, 108 esculturas de África, las Américas y Oceanía entraron al Pavillion des Sessions del Louvre. La asimilación de la riqueza plástica del arte africano por los artistas fue muy variada. La fase de Picasso conocida como período negro (1907-1909) fue inmediatamente percibida en su relación con las esculturas africanas, identificación que no ocurrió tan fácilmente con la obra de otros artistas. De hecho, tal afinidad fue menos obvia en la obra de Matisse o Derain, quienes estuvieron entre los primeros que compraron objetos provenientes del África; Vlaminck y Picasso incorporaron aspectos morfológicos en su obra; algunas obras de Brancusi dialogan claramente con las esculturas africanas.
Detengámonos en Les demoiselles d’Avignon (1907), de Picasso. Paradigma de la ruptura con la proporción clásica del cuerpo humano y con el ilusionismo espacial de un único punto de vista —dos cualidades que caracterizan la pintura europea desde el Renacimiento—, es un ejemplo concreto de la revolución plástica enfrentada por el pintor español en esa época. La libertad de reorganización de la figura humana, el abandono de la fisonomía y de la gestualidad no fueron sus únicas cualidades. Retrospectivamente, con el desarrollo ulterior del cubismo en el horizonte, Daniel-Henry Kahnweiler, galerista y marchand de los pintores cubistas, captó la importancia de Les demoiselles en el tratamiento del espacio y su figuración.8 Kahnweiler afirma que todos los problemas caros al cubismo se sintetizan en el cuadro: la figuración de volúmenes sobre una superficie plana, bidimensional, sin apelar a la ilusión; la localización de las formas en el espacio; la unidad del cuadro; la sustitución de la composición por una estructura; la formulación de valores plásticos; la articulación de superficies coloreadas; la figuración del cuerpo humano, no más modelado
Máscara Artista Shira-Punu, Gabón Madera pintada, 31 cm Colección Ernst Winziki, Zúrich
Retrato de Madame Matisse, 1913 Henri Matisse Óleo s/tela 146,4 x 97,1 cm Museo del Ermitage, Leningrado
8 Kahnweiler, D.-H. “La montée du cubisme” (1920). En Confessions esthétiques. París: Gallimard, 1963, pp. 9-60.
según el escorzo y el claroscuro, sino construido por medio de cortes y ángulos agudos y duros. La introducción de elementos extrapictóricos para evitar la sombra simulada del claroscuro, el descarte de la mímesis, la creación de nuevos signos plásticos y la superposición de planos, cualidades que caracterizan al primer cubismo de Picasso y Braque, remiten al desafío de buscar otro modo de representación del espacio en la pintura. Si bien los primeros cubistas se interesaron básicamente por la pintura y buscaron un modo no ilusionista de representar el volumen, comprendieron la lección fundamental de la escultura africana en relación con el espacio creado por ella y su existencia en el espacio como volumen. Aunque en pintura la deformación resulta del conflicto inevitable entre representación y construcción, los gestos sincopados y geométricos de la escultura negra hacen referencia al ritmo, con lo cual queda descartada cualquier noción de deformación y dependencia de un modelo. Una lección a la que tanto Braque como Picasso supieron sacarle partido. El cubismo, como representación concreta de la experiencia del espacio, buscó crear realidades plásticas y objetivas a partir de signos plásticos, y para tal desafío el ejemplo de los artistas africanos Máscara – Yelmo Artista Baoulé, Costa de Marfil Madera Universidad de Pennsylvania, Museo de Arqueología y Antropología. Filadelfia Antigua colección Joseph Brummer. Publicada en Negerplastik de Carl Einstein, 1915
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fue fundamental. Por un lado, la supresión de todo lo que no era esencial, la construcción de brazos, piernas, torsos y sexos con un mínimo de medios, la búsqueda de una unidad total en la cual cada parte estaba estrictamente subordinada al conjunto; todos elementos presentes en la escultura africana, que confirmaba la búsqueda emprendida por los pintores. Sin embargo, para Kahnweiler, lo que abrió definitivamente los ojos de los pintores fue el modo de creación de sentidos de las máscaras wobé, de Costa de Marfil. En algunos relieves de Picasso, por ejemplo, en la serie de las guitarras, un cilindro de metal laminado saliente representa un agujero. ¿Cómo no pensar en el medio por el cual los artistas de Costa de Marfil crean un volumen al enfrentarnos a las máscaras wobé, donde la figuración de ojos, narices y bocas no depende del sistema formal utilizado? Tales máscaras presentan una concepción distinta de las que caracterizan a la tradición occidental. El artista puede elegir los materiales con los cuales trabajar, así como su organización, con el fin de producir una repetición de signos y alcanzar un todo unificado. Los agenciamientos entre los elementos que constituyen los volúmenes (contrastes entre vacíos y llenos, simetrías, oposiciones Comedor del artista en Montrouge, 1917 Pablo Picasso Lápiz, 27,2 x 22,6 cm Musée Picasso, París
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o contrapuntos) son muestra de las múltiples posibilidades de combinaciones y yuxtaposiciones, de la diversidad de materiales (clavos, cauríes, elementos vegetales) y ritmos utilizados. Las partes constituyentes de las máscaras y esculturas africanas admiten estiramientos, acortamientos, curvaturas y engrosamientos; no están reguladas por las proporciones naturales y sí por la similitud con otras partes de la pieza, montadas con solidez estructural en las tres dimensiones. En la organización formal de las esculturas y máscaras se deja entrever una noción compleja de ritmo que, para Jean Laude, estaría profundamente asociada a aspectos esenciales del pensamiento y la vida africanos: la música, la danza, así como los sistemas de articulación de los volúmenes en la escultura. Desde el punto de vista del laboratorio formalista ruso de inicios del siglo XX, el término música abarca un amplio conjunto de manifestaciones. En la música —arte de pensar en sonidos—, el ritmo, en sentido general, está asociado a una unidad de sonido o pulso. El poder estructurador del ritmo estaría en la base de la organización, combinación y distribución de los elementos significativos según sistemas formales específicos. La forma es considerada como operación, como relación entre ritmo y sintaxis, como elementos
integrados en una obra en cuanto totalidad dinámica. Tales características no solo cuestionan el modo occidental convencional con el cual nos enfrentamos a una obra, sino que también reivindican una definición de arte como acción, como construcción. Y tal concepción de arte no solo requiere del observador una actitud activa: también exige que el artista transite por caminos no convencionales en la búsqueda tanto de nuevas formas de montaje de elementos de naturaleza diversa como de articulación entre signos. Sin duda alguna, el “arte negro” guio el pensamiento plástico de Picasso; este fue imprescindible para su búsqueda en pos de formular una alternativa a la perspectiva como modo de representación del espacio, así como para transformar libremente las proporciones de la forma natural a favor de una forma plástica. Sin duda alguna, la “lección del arte negro” fue estructural para las invenciones cubistas y para la historia y la teoría del arte occidental a comienzos del siglo XX. Cabe a nosotros el desafío de pensar, sin nostalgias y evitando formalismos, dialécticas y jerarquías, una historia y una teoría del arte que incluyan otras tradiciones y presencias. *** Revisitando Arte Negro, una muestra organizada por BMR Productos Culturales, tendrá lugar a fines de 2019. Es un pequeño homenaje a los 50 años de la primera exposición de arte africano en Uruguay y una óptima ocasión para discutir y actualizar estas cuestiones.
El cubismo, como representación concreta de la experiencia del espacio, buscó crear realidades plásticas y objetivas a partir de signos plásticos, y para tal desafío el ejemplo de los artistas africanos fue fundamental.
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Patricia Bentancur - Marco Maggi
Garages modernos Por William Rey Ashfield FotografĂa Marcos MendizĂĄbal
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Garages modernos
Garage de Asistencia Pública
El título de este artículo tiene un sentido algo tautológico, aunque hay dos formas de entender la tautología. Una de ellas es cuando innecesariamente utilizamos un adjetivo que ya está implícito en el sustantivo, sin darnos cuenta de la redundancia; otra es cuando lo hacemos como refuerzo enfático —por repetición o acumulación de lo mismo—, para señalar con más fuerza la idea que deseamos afirmar. Es que los garages, en cuanto edificios, son modernos por naturaleza, ya que nacieron con la llegada del automóvil, que de hecho es un producto de la modernización tecnológica.
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La temprana presencia de garages colectivos en el espacio de Montevideo es, pues, una potente manifestación moderna que nos vincula a la primera mitad del siglo XX, cuando Uruguay vivió un tiempo de cambio y transformación. La paradoja, en cierta medida, es que, cuanto más antiguo parece ser un garage, más moderno resulta, con lo que la tautología deja su lugar al oxímoron, que es básicamente una contradicción implícita. Antes de visitar algunos interesantes garages montevideanos, recordemos que el automóvil ingresó por primera vez a nuestro país en 1899. Conducido inicialmente por los señores Moreau y Labat, se paseó por las calles de la capital y, según las crónicas, hizo sonar su bocina reiteradas veces sobre la avenida 18 de Julio, como manera de manifestar su presencia. Se trataba de un Delin de un solo cilindro, originario de Bélgica, que inmediatamente después de su llegada al país pasaría a ser propiedad de Alejo Rossell y Rius. Actualmente este automóvil puede observarse como una de las más importantes piezas del Museo del Automóvil, ubicado en el edificio del Automóvil Club del Uruguay, en la esquina de las calles Colonia y Yi.
Garage Zabala
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Propongo recorrer algunos ejemplos de garages que fueron verdaderas expresiones de nuestra vanguardia arquitectónica, dentro de un tejido urbano en proceso de sustitución y consolidación, como era Montevideo hace más de setenta años. En principio podría elegir un camino cronológico, seleccionando ejemplos de acuerdo a la fecha de proyecto o de construcción, pero prefiero dar rienda suelta a las sugerencias de la memoria, donde a manera de registro se acumulan imágenes y datos aislados. Por su dimensión polisémica —es decir, por su capacidad de sugerirnos múltiples significados a través de sus formas y espacios—, comenzaré por aquel garages, concebido como estacionamiento de ambulancias de la Asistencia Pública Nacional, construido en 1931 en la esquina de Arenal Grande y Paysandú. Esta edificación, cuya estructura de hormigón armado es un componente fundamental para su concepción de conjunto, fue proyectado por el arquitecto Julio Vilamajó. Se trata de una pieza muy destacada en el concierto modesto de las arquitecturas del barrio donde se inserta, que aporta enorme identidad volumétrica —lograda mediante una gran bóveda parabólica sobre arcos torales que se perciben desde el in-
terior—, donde prima el tono rojo del ladrillo que cubre la superficie exterior. Cuando se ingresa en él, los sentidos resultan impactados por ese espacio excepcional, marcado por una organización que recuerda el ámbito diáfano de una iglesia, con su nave mayor jalonada por cuatro capillas laterales por donde ingresa rauda la luz. La fachada también aporta iluminación a través del tímpano —que bien parece cumplir la lógica función de un rosetón catedralicio— y de otro plano vidriado, paralelo, ubicado en la fachada trasera. Es este garage una pieza única, que hoy expone un pobre estado de conservación —quizá por desconocimiento de su valor, quizá por desidia—, pero que igualmente justifica una visita y su posible apertura para el Día del Patrimonio. Otro garage importante que merece destacarse es el hoy llamado Garage Artigas, cuyo nombre original fue Garage Rincón. En sus inicios cumplió funciones de estacionamiento temporal, además de brindar otros servicios, como el suministro de nafta y aceite. Se trata de un ejemplo de gran valor arquitectónico, obra de los arquitectos Jacobo Vázquez Varela y Daniel Rocco, ubicado en la Ciudad Vieja, en la calle Rincón entre Treinta y Tres y Misiones.
La temprana presencia de garages colectivos en el espacio de Montevideo es, pues, una potente manifestación moderna que nos vincula a la primera mitad del siglo XX.
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Su fachada nos ha acostumbrado a un potente y austero racionalismo, configurado por paños de revoque y ventanas apaisadas —es decir, extendidas horizontalmente—, en vínculo con una tipografía moderna, en herrería, que hablaba de su nombre y los servicios brindados al conductor vehicular, hoy sustituida. Constituye un detalle excepcional la presencia de dos aleros curvos, sobre la entrada y la salida, debajo de los cuales se ubican dos magníficas luminarias de sabor art déco. El edificio fue concebido en los comienzos de la década de 1930, a partir de una estructura de hormigón armado que permitiría materializar el primer estacionamiento de Montevideo organizado en distintos niveles. Sin duda, se trata de un edificio de alto valor patrimonial, que aún se mantiene como estacionamiento y goza de una muy buena conservación, a pesar de haber sido ampliado, décadas atrás, en su capacidad. De distinto tratamiento de fachada, aunque también construido a partir de una estructura de hormigón armado, es el llamado Garage Tax, ubicado en Guayabos casi Magalla-
Arquitectura
nes. Fue el resultado de una concepción entre medianeras, aunque con una preocupada solución de su frente, que hace gala de un discurso historicista. En este frente se identifica un tímpano superior curvo y una sucesión en paralelo de aberturas que dan la imagen unitaria de plano vidriado debajo de aquel. Paños lisos y almohadillados sobre revoque lo aproximan a una tradición italiana, propia del Renacimiento tardío, pero la presencia ornamental de dos ruedas de automóvil que se acompañan de ramas de laurel nos habla de una época más contemporánea. Su estado de conservación y mantenimiento exterior merecería, sin duda, un tratamiento diferente al actual. Otros dos importantes edificios de estacionamiento que exponen vocación moderna, ambos ubicados en Ciudad Vieja, son aquellos conocidos como Garage Cerrito y Garage Minerva. El primero es obra de Rafael Lorente Escudero, construido en la década de 1940. De cubierta liviana sobre cerchas metálicas, el aspecto más notable de este garage se centra, sobre todo, en su definición de fachada: un gran ingreso —que tam-
bién oficia de salida de automóviles— bajo un largo alero, jalonado por dos ventanas en forma de ojos de buey. Como era característico de ciertas arquitecturas vinculadas al diseño náutico, este garage no elude la modernidad del campo tecnológico y subraya este aspecto incorporando otros dos grandes óculos posicionados en el mismo plano, pero por encima de la entrada. El Minerva es, al igual que el Garage Cerrito, un gran espacio cubierto por una estructura liviana, pero su fachada es más contenida como expresión moderna. La forma de la cubierta a dos aguas parece extroverterse en una suerte de moderado tímpano que no recurre a ornamentaciones historicistas, sino a un gran plano revocado donde se acusan, suavemente, algún alero y remates o cornisas. Dos alargadas aberturas subrayan la simetría axial con que fue pensado, pero que hoy ha perdido por efectos de una intervención que eliminó una de las entradas y generó un comercio u oficina. Este edificio fue proyectado en la década de 1930. Es igualmente recordable un importante e innovador garage que,
Interior Garage Rincón
Garage Minerva
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al igual que muchos de los otros, ocupó su lugar en Ciudad Vieja. Se trata del Garage Zabala, obra de los arquitectos uruguayos Alberto Muñoz del Campo y Carlos García Arocena. Uno de los aspectos más novedosos de este estacionamiento vehicular radicaba en su asociación con la tecnología, ya que el sistema de circulación vertical se resolvía mediante un montacargas. Toda una novedad para la época fue este Garage que no se agotaba en lo anterior sino que también planteaba la posibilidad de combinar área de estacionamiento con apartamentos para escritorios en los niveles superiores. Concebido a comienzos de los años treinta, el edificio fue posteriormente transformado. En la mitad del siglo XX, no solo Montevideo sino muchos centros urbanos del interior del país contaban ya con excelentes ejemplos de estas arquitecturas modernas. Basta con visitar ciudades como Dolores, Carmelo o Maldonado para confirmarlo. La calidad de estas obras, y el riesgo de que desaparezcan o se transformen radicalmente, bien justifican una nueva visita a este tema.
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Garage Tax, ubicado en Guayabos casi Magallanes. Fue el resultado de una concepción entre medianeras, aunque con una preocupada solución de su frente, que hace gala de un discurso historicista.
Garage Cerrito
Garage Artigas
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Cuando la pelota busca expresarse Por Damiano Tieri FotografĂa Archivo
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Guillermo Laborde LitografĂa color 78,00 x 38,50 cm 1930 Museo Nacional de Artes Visuales de Uruguay
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Cuando la pelota busca expresarse
Abordar la relación entre arte y fútbol en Uruguay puede resultar obvio y contradictorio al mismo tiempo. Ello es así por el inconmensurable valor popular de este deporte entre nosotros, en contraposición con una expresión que suele estar asociada —erróneamente— a la alta cultura o a sectores exclusivos de la sociedad.
Medalla de la Liga Uruguaya de Fútbol José Belloni 1913
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En estos últimos años, especialistas de renombre en la crítica y la historia del arte han tratado este tema centrándose en cómo el fútbol se transforma en un estímulo creador para artistas. Desde Carmelo de Arzadun con sus niños jugando a la pelota de 1919 —sumado a un accesorio enfoque de Rafael Barradas con su Quiosco de las canaletas o El circo más lindo del mundo, pintados ambos en 1918— hasta los trabajos de Alfredo Zorrilla —quien, con una destacada y numerosa producción a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, se dedicó a retratar alineaciones completas de clubes de fútbol—, podemos encontrar artistas cuya inspiración se centra en este popular deporte. Incluso hoy, Ignacio Iturria, Carlos Seveso, Gabriela Acevedo y Daniel Supervielle, entre otros importantes nombres, son claros ejemplos del interés artístico por el fútbol. En función de esta realidad consolidada, aunque aún continúa, pareció interesante realizar el recorrido inverso: presentar algunos de los tantos ejemplos en los que el fútbol uruguayo hizo las veces de comitente, buscando en la creación de los artistas nacionales la forma de hacer hablar a la pelota. Desde esta perspectiva identificamos las primeras referencias en los inicios de la carrera de José Belloni como escultor, al comienzo del siglo XX. El joven artista trabajaba incan-
Medalla del Mundial de Fútbol de 1930, en la que se puede apreciar el lugar donde se ubicaría la obra de José Luis Zorrilla de San Martín
sablemente y se presentaba a todos los concursos abiertos, en especial a los relacionados con la creación de medallas. En 1913 obtuvo los dos primeros premios del concurso organizado por la Asociación Uruguaya de Fútbol con el objetivo de reconocer a los deportistas. En una de las medallas se representan dos footballers que estrechan sus manos mediante la acción de sostener un balón de fútbol cuya dimensión excede de lo habitual, en un intento por reconocer a la pelota como verdadera reina del deporte. Es significativo que uno de los jugadores se represente con el torso desnudo, en clara alusión a los atletas de la antigüedad. El otro, completamente vestido e incluso con una gorra, es un goalkeeper. En su mano derecha, una rama de laurel expresa la idea de victoria que se consolida desde la antigüedad griega, tal como lo relata el poeta Ovidio en su libro Metamorfosis. Para mayor señalamiento, en la cara opuesta de la medalla puede observarse, precisamente, un árbol de laurel que rodea una zona en blanco, donde se grabarían los nombres de los futbolistas vencedores. Años más tarde, con el primer Campeonato Mundial, celebrado en Uruguay en 1930, el fútbol fue nuevamente en busca del arte. Ese año el escultor José Luis Zorrilla de San Martín fue el encargado de diseñar la escultura que se proyectaba
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ubicar en la base de la Torre de los Homenajes del Estadio Centenario, obra del arquitecto Juan Scasso. Utilizando también un lenguaje clásico, Zorrilla representó, en una maqueta, una alegoría de la victoria que tendría unos nueve metros de alto. En sus manos sostenía una palma y una antorcha, que sería encendida durante el desarrollo de las competencias. Lamentablemente el proyecto nunca se llevó a cabo, pero el arte no quedó excluido de aquel evento. Al momento de diseñarse el afiche oficial del Mundial, las autoridades del fútbol llamaron a concurso para que los artistas presentaran sus propuestas. El vencedor fue el uruguayo Guillermo Laborde, quien con un sentido planista e influido en parte por el nuevo gusto art déco —tipografía, color y propuesta formal— diseñó una sintética representación de un goalkeeper impidiendo el ingreso del balón a su arco. Pero no siempre el arte buscó ser un medio explícito al momento de transmitir un mensaje sobre el sentido y el valor que tiene el fútbol para los uruguayos. Entrada la década del cincuenta y en oportunidad de celebrarse el Campeonato Sudamericano de 1956, nos encontramos con una nueva obra de arte de José Belloni destinada al fútbol, pero en este caso representando personajes que poco tenían que ver con el juego. Aquel año se realizó la séptima edición de los Campeonatos Sudamericanos Extra,
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evento organizado por la Asociación Uruguaya de Fútbol en el cincuentenario de su fundación. Sumándose a las sucesivas y alternadas disputas de la Copa América, era el 24.o Campeonato Sudamericano de Selecciones que se jugaba. Participaron Argentina, Brasil, Chile, Paraguay, Perú y el anfitrión, Uruguay, y todo el torneo se jugó en el Estadio Centenario de Montevideo en pleno período estival, entre el 21 de enero y el 15 de febrero. Cuando se observa el trofeo seleccionado por el comité organizador, parece tener poco de deportivo, pues no se trata de una copa o trofeo tradicional, sino de una copia a escala menor de una obra escultórica pública perteneciente a aquel artista: Nuevos rumbos. La elección, a cargo del Consejo Nacional de Gobierno de entonces, buscó establecer un paralelo con las relaciones entre Uruguay y Argentina. El año 1955 había sido uno de los peores en la relación entre ambos países vecinos y, casualmente, según lo planificado por la organización de aquel evento —atendiendo a que Argentina era el último campeón—, el fixture marcó como último y definitorio partido el enfrentamiento entre ambas selecciones. En un Estadio Centenario colmado por uruguayos y argentinos —en
Arte y fútbol
plenas vacaciones—, el resultado fue de 1 a 0 para los celestes, y un elemento de singulares características y significado fue el trofeo que se les entregó a los vencedores, que si hubieran sido los argentinos habría resignificado aún más su sentido y mensaje. La “copa” presentaba a un gaucho y una china sentados sobre su caballo, cuya postura no muestra el menor atisbo de movimiento, observando ambos con serenidad y curiosidad el horizonte, el futuro. La obra sintetiza la idea de lo nuevo, de los nuevos rumbos que se generan en el andar de la vida de cada ser humano, y, en este caso, en el nuevo rumbo que se buscaba tomaran las relaciones entre orientales y argentinos. Pero este no es el único ejemplo en que el fútbol fue en busca del arte nacional como lenguaje representativo. En 1961 el Club Atlético Peñarol obtuvo el título de campeón de América, el cual, junto con otros títulos ganados en distintas competencias futbolísticas, marcó una época dorada para su historia deportiva. En esa oportunidad, en cuartos de final, Peñarol debió enfrentar al Club Universitario de Deportes de Perú. Luego de vencer por 5 a 0 al equipo peruano el 19 de abril de 1961 en el Estadio Centenario, el equipo aurinegro debía
viajar a Lima para la revancha, a disputarse el 30 de mayo. Allí, tal como indica la crónica del diario El Día del viernes 12 de mayo de 1961, “la embajada peñarolense portaba consigo un hermoso obsequio destinado al Universitario”. Se trataba de una pieza tallada en bronce por el escultor Belloni, titulada Caballo corcoveando con jinete. En ella se observa a un gaucho oriental demostrando sus habilidades para mantenerse sobre el potro que intenta quitárselo de encima. Buscado o no, el mensaje de la obra obsequiada encarnaba una de nuestras más grandes tradiciones, al tiempo que una demostración del valor y la enjundia de los jinetes orientales al enfrentarse a cualquier rival. No hay duda alguna de que el fútbol, entendido como “dinámica de lo impensado” —diría Horacio Pagani—, donde David puede vencer a Goliat en noventa minutos, se transforma en una manifestación cultural en la que la pasión y la emoción hacen de él uno de los deportes más populares del mundo. Pese a ello, no comunica nada. Solo cuando va en busca de los artistas —como hemos visto en algunos de los ejemplos citados— logra que la pelota se exprese, tangibilizando emociones y sensaciones en arte.
Alegoría de la Victoria José Luis Zorrilla de San Martín Escultura abocetada en yeso patinada en color marrón 19 x 12 cm, prof. 6 cm 1930
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La “copa” presentaba a un gaucho y una china sentados sobre su caballo, cuya postura no muestra el menor atisbo de movimiento, observando ambos con serenidad y curiosidad el horizonte, el futuro.
Los dos amigos José Belloni Trofeo para la Copa de Honor 1964 Escultura Nuevos rumbos José Belloni Bronce 1947
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Columna
La cultura organizacional
Enrique Baliño
La antropología nos ayuda a describir las distintas culturas: sus formas de comunicación, su lenguaje, sus rituales, costumbres, creencias y sistema de valores. De forma similar a los antropólogos, los investigadores organizacionales se dedican a estudiar las conductas que desarrollan las personas en las organizaciones, las cuales dan origen a lo que llamamos cultura organizacional.
lección sino en el desarrollo de las personas. Y desarrollar personas es lo más difícil de hacer. Sin embargo, con todo lo necesario y difícil que es, tampoco alcanza con tener gente de calidad. Se necesita un paso más: transformar ese grupo de personas en un equipo. Y eso sí que es muy difícil. Por eso importan los líderes. En definitiva, a ellos les toca el papel de seleccionar, magnificar y dirigir la energía de su gente, para transformarla en un gran equipo que se dedica, sistemáticamente, a la creación de valor. Esa es su tarea medular y también su responsabilidad social.
Las organizaciones importan Vivimos en una sociedad de organizaciones. Todas nuestras necesidades físicas, básicas, relacionales y hasta espirituales —desde la alimentación hasta la autorrealización— son satisfechas a través de organizaciones con diversas misiones, sean o no lucrativas. De su efectividad depende nuestro bienestar, nuestra calidad de vida, nuestro desarrollo. En nuestro día a día, tenemos cientos de experiencias de interacción con organizaciones, ya sea en la compra de productos o servicios —desde el más elemental hasta el más sofisticado—, en el ámbito del sistema de tránsito, de la ciudad o de la arquitectura que nos rodea. Nuestra calidad de vida depende de la calidad de todas estas experiencias. Por eso es tan importante mejorar lo que producen las organizaciones, que son, ni más ni menos, un conjunto de personas que se unen con un fin: generar productos y servicios que aportan valor para alguien. Por eso, una organización no puede ser mejor que la gente con la que cuenta. La calidad no está en las cosas que hace la gente. La calidad está en la gente que hace las cosas. Así que este es un requisito. No es fácil integrar una organización con gente excelente. Requiere un foco importante no solo en la se-
Socio fundador de Xn Partners
¿Qué es cultura en una organización? La cultura en una organización puede describirse analizando elementos como el propósito, los valores, los símbolos, los rituales, el lenguaje, las suposiciones y creencias, los hábitos, etcétera, que la organización demuestra en su operación. Más en concreto, es la forma en que las personas actúan o dejan de actuar en el día a día; es el conjunto de comportamientos y los significados que la gente les da. Son creencias e ideas que le dan sentido a lo que hacen. Dicho en términos más simples: es la manera como se hacen las cosas aquí. Sean estos elementos explícitos o implícitos, la cultura existe y se desarrolla siempre. La cultura, lo más importante La frase “la cultura se desayuna a la estrategia”, atribuida a Peter Drucker, implica que la cultura de una organización es algo muy poderoso. Y que difícilmente cualquier
estrategia, innovación o cambio radical sea llevado adelante si la cultura no lo permite. Sin embargo, sabiendo que es algo tan potente, muchos líderes hablan de la cultura organizacional como si hablaran del clima: de algo que es y que no se puede cambiar. En la era del conocimiento, de la transformación y de la innovación, no ocuparse de la cultura organizacional es fatal. Cuando a veces escucho: “¿Sabes lo que pasa, Enrique? El problema es cultural”, siento la necesidad de explicar que no existen problemas culturales, sino problemas de liderazgo. La cultura no es lo que pasa; es lo que queremos que pase o lo que dejamos que pase. ¿Se puede cambiar la cultura organizacional? Los famosos problemas culturales no son fatales. La cultura se puede cambiar. Es más, la cultura se crea todos los días. Quien piense que los problemas culturales no son solucionables está ignorando que él también es responsable de la construcción de la cultura en la que vive. Más grave aún es que quienes piensan así están convencidos de que el problema no tiene solución y, por lo tanto, no van a hacer nada al respecto. Esto es muy malo en un ciudadano común y corriente, pero es terrible si quien piensa así ocupa un cargo de poder. Lo cierto es que, si bien la cultura condiciona el éxito individual y colectivo, no es inmune a nuestros pensamientos, palabras o acciones. Nuestras palabras y actos tienen el poder de crear la realidad cultural. La cultura se puede crear, desarrollar y sostener. Para eso es clave el liderazgo. Los líderes son responsables de crear la cultura, definiendo lo que quieren promover. Los líderes desarrollan la cultura siendo mo-
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delos de rol, haciendo lo que dicen (haciendo lo que definieron). Los líderes sostienen la cultura cuando son custodios, reconociendo a quienes viven la cultura, no permitiendo que alguien vulnere esos postulados. El liderazgo es el factor número uno de éxito. Cultura y liderazgo son dos caras de la misma moneda. Los pilares de la cultura Las organizaciones que quieran satisfacer sistemáticamente a todas sus partes interesadas, empezando por sus clientes, necesitan definir una cultura organizacional vivida por todos sus integrantes —empezando por los líderes— que, como mínimo, incluya los siguientes elementos: 1. Centrada en el cliente (clientecéntrica). El cliente es una obsesión de todos los individuos de la organización. Desde la persona que trata con él hasta quien difícilmente tenga contacto directo, todos son conscientes de que quien paga su salario es el cliente. Que la razón de la existencia de su trabajo es este actor y que, cuanto más y mejor valor le aporte, más chance de desarrollarse tiene. Es una cultura donde existe un objetivo común a todas las personas de la organización: encantar a los clientes y que se conviertan en fans. 2. Resultados y valores. Se cultiva la ética del desempeño. Meritocracia, sostenida por un liderazgo que marca diferencias en función de dos elementos clave: el logro y la adhesión a los valores medulares; no en el origen social, de género, racial o educativo. Hay un proceso de gestión del desempeño que obliga a los líderes a hacer eso bien. La meritocracia es hija de un proceso, no producto de la voluntad —eventualmente voluble— de los jefes de turno. Debe haber muchísimo foco en el logro de resultados, pero estos no pueden lograrse de cualquier manera. Por eso se definen los valores. Y si bien muchas organizaciones tienen muy lindos cuadritos en el hall nombrando sus valores, los verdaderos valores organizacionales son los comportamientos que realmente son apreciados y tenidos en cuenta por sus colegas. Los valores reales
se demuestran a través de quienes son reconocidos, promovidos o despedidos de la organización. 3. Equipo. Donde todas las decisiones que se toman, sistemáticamente, analizan qué es lo mejor para la organización, por encima de departamentos, áreas o unidades de negocios; donde los individuos disfrutan y se enorgullecen de ser parte, y donde aportan lo que sea necesario para que el equipo gane. Una actitud individual que se refleja en cada comportamiento demuestra que ganamos todos o perdemos todos. Pero, cuidado, no se trata de un club de amigos; los resultados mandan, son un fin fundamental. También debe ser un fin fundamental de las organizaciones convertirse en ese lugar donde cada mañana vamos a desarrollarnos profesional y personalmente con nuestros colegas. En esencia, una organización —de cualquier tamaño— debería ser un único equipo de alto desempeño, compuesto por un encastre de equipos más pequeños (áreas, procesos, etcétera). Cuando logran convertirse en un solo equipo, todas las fuerzas individuales se alinean y entonces son más competitivas, más eficientes y pueden convertirse en creadoras de una mejor sociedad. No solo porque pueden mejorar la calidad de lo que entregan a sus clientes, sino porque quienes las componen, en el propio proceso de creación de esos productos y servicios, tienen la posibilidad de desarrollarse profesional y personalmente, disfrutar en el camino y estar orgullosos de pertenecer. 4. Sin pálidas. Una organización donde la actitud positiva se manifiesta en cada detalle: los problemas son desafíos y no amenazas; no hay quejas ni lamentos, sino metas y planes; la gente va a desarrollar oportunidades con sus colegas y no a quejarse de las cosas que están fuera de su control; la gente tiene una actitud de responsabilidad individual por los resultados y hace que las cosas pasen, sin excusas. En definitiva, donde las personas tienen una actitud de mejora continua, promueven y abrazan los cambios y se mejoran a sí mismas para ser contribuyen-
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tes calificados en el equipo del que quieren formar parte. El factor liderazgo Crear, desarrollar y sostener una cultura de este tipo es responsabilidad de cada una de las personas de la organización. Cuando las personas quieren esta clase de organización, hacen el esfuerzo diario para construirla, porque quieren que sea un excelente lugar para trabajar. Cuando toda la organización entiende esto, puede convertirse en imparable y todos sus miembros disfrutar en el viaje. No importa la posición o la jerarquía. El liderazgo no tiene títulos nobiliarios. Pero hay quienes tienen una responsabilidad aún mayor: son aquellos líderes con personas y equipos a su cargo. Son quienes influyen de forma desmedida en la creación de energía emocional y, como consecuencia, en los resultados de la organización y en la creación del clima organizacional. Son responsables de encontrar un propósito que dé sentido al esfuerzo colectivo. Por eso, desarrollar la capacidad organizacional de liderazgo y gestión es vital. Los líderes deben ser ejemplo y custodios, creando y sosteniendo una cultura consistente con las definiciones de los valores, reconociendo a quienes los viven o desvinculando a quienes no lo hacen. Los buenos líderes desarrollan personas y equipos para que brillen. No son maestros clarividentes que todo deciden y todo controlan. Son eficientes jardineros que crean el contexto para que las flores crezcan. Cortan lo que no les hace bien y se hacen responsables del resultado. Eso es, precisamente, desarrollar culturas organizacionales sólidas, lugares a los que dé gusto ir a trabajar, que generen valor para todas las partes interesadas y que hagan una diferencia positiva en la sociedad. La clave es cómo esos líderes viven dichos rasgos culturales. Si lo hacen con convicción y pasión, proyectarán esa imagen a todos. Si toman decisiones con justicia y actúan —promueven, reconocen, corrigen o, en el extremo, despiden— para asegurarse de que todos en la organización las vivan con intensidad, serán buenos custodios. Si lo hacen de forma light o edulcorando la realidad, la cultura será… lo que pasa.
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La costa señalada Por Natalia Costa Fotografía Marcos Mendizábal, Joaquín Escardó
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Faro de Cabo Polonio
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La costa señalada
“Lla comprendo tu destino Y porque duermes en calma Sos quien le das al marino Luz y coraje a su alma”. Juan Pedro López El Payador Oriental, 1914
Faro de la isla de Lobos
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Si los edificios tuvieran personalidad, tal vez los faros serían seres melancólicos. Quizá esto no pase de una percepción subjetiva, suscitada por una visión del futuro en la cual la geolocalización, completamente resuelta mediante tecnología satelital, arroja a los faros a la mayor de las obsolescencias. Quizá el espíritu melancólico surja de la asociación, casi inevitable, entre el faro y la soledad. En cualquier caso los faros son, por sobre todas las cosas, entidades poéticas: no solo en virtud de sus orígenes, hundidos entre la historia y el mito (el monumental faro de Alejandría, una de las siete maravillas del mundo, fue el primero del tipo), sino porque evocan, con fuerza y de modo inmediato, la inmensidad del océano.
Faro del cerro de Montevideo
Además de melancólico y solitario, desde lejos el faro parece un gigante pétreo, ciclópeo, que se enfrenta a la intemperie de modo estoico ejerciendo sin intermitencia su función de guía y conductor. Un faro es un protector de los hombres, y por eso goza también de cierto carácter heroico. Pero lo que a la distancia parece blindado y estático, al descubrirse de cerca y por dentro se revela lleno de vida y movimiento. En un pequeño libro redactado por el capitán de navío Federico Merino, el autor se refiere a los habitantes del faro como “tripulantes”, de modo que el propio edificio se revela de pronto como una nave, y sus moradores, como navegantes. En Uruguay hay once faros. Todos fueron construidos entre los siglos
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XIX y XX y cada uno tiene características distintivas que surgen de la localización o el tiempo histórico en que fueron concebidos. Recorreremos a continuación algunos de ellos. El faro del Cerro y el de la isla de Flores son los guardianes de la bahía de Montevideo. El del Cerro fue construido nueve años antes que la fortaleza que lo rodea. Los cañones de esta se probaron por primera vez en 1811 y, según relatan las crónicas, rompieron varios vidrios de la farola. Fue además el primero del Río de la Plata y corona un sitio icónico, no solo para el imaginario capitalino sino para el conjunto de la historia nacional; allí tuvieron lugar episodios de la Guerra Grande, de la llamada Guerra de Aparicio, batallas navales asistidas por
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los tiros de cañón de la fortaleza… a los pies del faro. La duración del eclipse (así se llama en lenguaje náutico el tiempo de oscuridad que separa las intermitencias lumínicas) del faro del Cerro es de tres minutos, y su destello es fundamental para guiar a los buques que se aproximan al puerto. El faro de la isla de Flores acompaña al del Cerro como ayuda de navegación en las proximidades de la capital. Fue inaugurado en 1828, en respuesta a una iniciativa del Dr. Lucas Obes (hombre de avanzada para la época y naviero él mismo), con el fin de evitar los constantes accidentes que se sucedían entre Flores y el llamado banco Inglés,1 donde hay un canal de diez millas de ancho. El faro de Flores marca el norte del canal; una vez que lo avistan, las embarcaciones pueden orientarse para evitar el peligro. El faro de Colonia fue erigido en 1857. Su eclipse es de nueve segundos
Faro de la isla de Flores
Faros al sur del país
y tiene la peculiaridad de emitir un destello rojo. De los más pintorescos de nuestro recorrido, este faro está construido sobre las ruinas de un antiguo convento del siglo XVII. El edificio emerge blanco y reluciente entre gruesas paredes de piedra añeja, dando lugar a un conjunto singular. El faro de la isla de Lobos y el de Punta del Este están casi enfrentados: de hecho, Lobos se divisa desde la playa Brava. El de Punta del Este, construido en 1860, fue durante mucho tiempo el centro de toda la actividad de la zona. Adentrado el siglo XX se reconstruyó y se le añadieron habitaciones, no solo para los tripulantes sino también para el personal que de allí se trasladaba a Lobos con diversos fines. Lobos, por su parte, es el faro de recalada2 más importante y el mejor equipado del país. Además de producir la señal lumínica, es un radiofaro, es decir, una estación transmisora que emite una señal de radio
para informar la localización exacta del navío y de la estación transmisora. Para los días de niebla cerrada Lobos posee, además, una sirena de niebla, cuya voz es capaz de vencer la bruma y cumplir la función de guía de los navegantes lejanos. En el otro extremo de la costa se sitúa el faro del cabo Polonio. Fue construido en 1881 en un entorno sumamente bucólico; un escenario sublime, bello, pero también peligroso. Los alrededores del cabo están minados de puntas rocosas; algunas se prolongan hasta la superficie (donde son tapizadas por leones y lobos marinos), otras se encuentran sumergidas a mayor o menor profundidad, y todas implican un alto riesgo para la navegación. El eclipse dura doce segundos. Debido a las nieblas espesas, típicas en la entrada del Plata, el faro de cabo Polonio es también, como el de Lobos, un radiofaro. Por último, el faro de la Panela, construido en 1915, es uno de
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los más peculiares de nuestra costa, aunque uno de los menos conocidos. Rodeado completamente de agua, se encuentra en la ruta de los buques de cabotaje3 entre Montevideo y Buenos Aires. Originariamente era una gruesa torre de hierro y hormigón de diecisiete metros; hoy es una atalaya tubular de fibra de vidrio de doce metros, pintada a rayas rojas y blancas. Campeando aislado se levanta, extremadamente eficiente a pesar de su altura discreta, sobre un conjunto de rocas pequeño pero agresivo que emerge en esa parte del río. El faro de la Panela fue una nave tripulada hasta 1951; desde entonces el mecanismo es automático. El paso de la llama de gas inicial a los paneles solares actuales es un claro ejemplo del cambio tecnológico que atraviesa el mundo contemporáneo hasta en los rincones más recónditos. Antes de la automatización, las crónicas relatan que los fareros que trabajaban allí pasaban meses y aun años en las
Faro de Colonia
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dos habitaciones que componían la edificación, por lo cual surgieron en Panela personajes inusitados.4 Completan la colección el faro del cabo Santa María, que ayuda a los navegantes que se mueven lejos de la costa y en ocasiones no avistan el del cabo Polonio; el de José Ignacio, que se levanta en una zona costera altamente comprometida, donde han ocurrido innumerables naufragios; el de la punta Brava, que es el de Punta Carretas, y el del Farallón, que se adentra en el Plata más allá de Colonia. Entre heroicos y melancólicos, con o sin tripulación, estos once faros trazan una línea en la que Uruguay se enfrenta al Plata y al Atlántico. Vale, en fin, visitarlos: verlos de lejos y de cerca, observarlos por fuera y por dentro, descubrir los ingeniosos mecanismos que los animan y mirar el horizonte, dejándose atravesar por el espíritu poético que impregna los alrededores de estos edificios peculiares... y a ellos mismos.
1 El banco Inglés es un afloramiento rocoso, un antiguo islote de granito cubierto por un banco de arena en el estuario del Río de la Plata. De un lado forma una barrera natural para las aguas del océano Atlántico; del otro, para las del Plata mismo, pues allí se depositan los limos aluviales arrastrados desde tierra adentro. La isla de Flores se ubica diez millas náuticas al sur del banco Inglés. 2 Los faros de recalada son los que orientan a los navíos al llegar a la costa. 3 Los buques de cabotaje son aquellos que navegan entre los puertos, sin apartarse de la costa. 4 Dice el capitán Merino: “No era extraño que entre estos tripulantes se desarrollaran personalidades peculiares. De hecho existe una novela titulada ‘Banco Inglés’ en la que Isidoro Zagüez rescata algunas de ellas”. Federico G. Merino, Los faros de la República Oriental del Uruguay, Montevideo: Banco de Crédito, s/d.
Entre heroicos y melancólicos, con o sin tripulación, estos once faros que forman como una línea de frente en la que Uruguay se enfrenta al mar y al océano. Sellos de faros del Uruguay dibujados por Carlos Menck Freire. El Correo Uruguayo, 2004
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Época de oro de la guitarra uruguaya Por Alfredo Escande
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FotografĂa de Abel Carlevaro tomada por Alfonso De BĂŠjar, 1986
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Época de oro de la guitarra uruguaya
La guitarra, como instrumento musical solista, vivió en Uruguay un período de oro en el último tercio del siglo XX. Montevideo se había convertido por entonces en una especie de meca para los estudiantes del instrumento.
Foto autografiada de Agustín Barrios para Martín Borda Pagola, Montevideo, 1913
Se realizaron aquí numerosos seminarios internacionales con asistencia —en cada uno de ellos— de más de medio centenar de jóvenes instrumentistas provenientes de una veintena de países.
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Llegaron varios por año y desde las más diversas regiones del planeta para perfeccionar su modo de tocar —y muchos, conscientemente, para cambiarlo de modo radical—, atraídos por las singulares enseñanzas de Abel Carlevaro. Además, guitarristas uruguayos de reconocida trayectoria estaban afincados en importantes centros culturales americanos y europeos, ejerciendo magisterio de alto nivel —Isaías Savio en Brasil, Óscar Cáceres en París, Antonio Pereira Arias en La Haya, Raúl Sánchez Cla-
Abel Carlevaro en el Théatre de la Ville. París, 1974
gett en Ginebra, por ejemplo—, al tiempo que jóvenes y emergentes artistas nuestros obtenían premios en los más célebres y codiciados certámenes internacionales: Betho Davezac, Jorge Oraison, Eduardo Fernández, Baltazar Benítez, Álvaro Pierri, Eduardo Baranzano, José Fernández Bardesio, entre otros. En la vida artística local no pasaba semana en la que no hubiera al menos un concierto de guitarra. Se realizaron aquí numerosos seminarios internacionales con asistencia —en cada
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uno de ellos— de más de medio centenar de jóvenes instrumentistas provenientes de una veintena de países, así como varios festivales y concursos —también de carácter internacional y con nutrida presencia de artistas—, e incluso se mantuvo en el aire durante casi once años un programa semanal de televisión dedicado al instrumento en esa su faceta —quizás mal llamada— clásica. Es cierto que la figura de Abel Carlevaro fulguraba en esos años con una intensidad predominante,
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que lo había convertido en uno de los embajadores por excelencia de la cultura uruguaya en muchas partes del mundo y era el principal polo de atracción para esos guitarristas que venían a buscar aquí la solidez instrumental y musical que admiraban en nuestros jóvenes y que no podían obtener en sus lugares de origen, fueran estos España, Estados Unidos, Italia, Corea, Argentina o Japón. Pero sería muy simplista atribuir aquel enorme auge de la guitarra uruguaya a la sola presencia de Abel Carlevaro, creyendo que una sola personalidad puede emerger de la nada y marcar una época tan solo por su propio genio individual. Además, un simple análisis de los nombres que mencioné en el párrafo inicial permite advertir que los maestros aludidos en primer término triunfaron en el exterior bastante antes de que Carlevaro hubiese consolidado sus innovaciones técnicas y pedagógicas, y que apenas la mitad de los integrantes de aquella brillante generación joven que enumeré fueron discípulos suyos.
Programa del concierto de Olga Pierri, 1949
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¿Dónde hay que buscar, entonces, las raíces del fenómeno? En realidad, convengamos que los grandes hechos culturales son generalmente el resultado de una multiplicidad de factores y de un contexto histórico y social en el que los elementos se van combinando de modo complejo y original. La guitarra uruguaya que hizo tal eclosión en ese tercio final del siglo pasado se vio favorecida e impulsada por una serie de singularidades que habían ido marcando su desarrollo a lo largo de las seis o siete décadas previas. Ya en sus albores, nuestro instrumento estaba ampliamente difundido en todas las capas sociales, desde los músicos de formación académica, pasando por las señoritas de la sociedad, los cantores campesinos, los acompañantes de tangos y milongas, hasta los músicos de raíz africana que acompañaban sus milongones y candombes. No es de extrañar entonces que, cuando a comienzos del siglo empezaron a llegar a estas tierras concertistas de otras partes del mundo, se encontraran aquí con un
público ávido por escucharlos, además de importantes instrumentistas que habían desarrollado modos propios y, a veces, originales. El Río de la Plata ya se había convertido, desde fines del siglo XIX, en un lugar atractivo para los músicos guitarristas que provenían de España. Los más prominentes habían sido Gaspar Sagreras (18381901), Carlos García Tolsa (18581905) y sobre todo Antonio Giménez Manjón (1866-1919), ciego desde muy pequeño, que vino a Montevideo por primera vez en 1893 y que fue, al decir de Cédar Viglietti, el más grande guitarrista español llegado a estas playas hasta ese momento. Estos músicos interactuaron con los guitarristas que aquí encontraron, aportando pero también recibiendo elementos tanto musicales como técnicos. A partir de 1912 se destacó como frecuente visitante de nuestras tierras el paraguayo Agustín Barrios (el gran romántico de la guitarra, nacido en 1885). El ambiente guitarrístico que aquí se había desarrollado estimuló y a la vez ayudó
Agustín Barrios con Martín Borda Pagola y Carlos Trápani. Montevideo, 1912
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a Barrios a pulir su técnica y a dar más vuelo a su solidez compositiva. Fue fundamental, en ese sentido, la protección y la amistad que le brindaron finos cultores locales de la guitarra, como Martín Borda Pagola, sobre todo, pero también Luis Pasquet en Salto y nuestro gran músico Eduardo Fabini en Minas (con quien Barrios dio varios conciertos a dúo de violín y guitarra, en diferentes localidades del interior del país, en 1923 y 1924). Fue en Uruguay donde Barrios compuso algunas de las obras más logradas de su vasto repertorio. Promediando la Primera Guerra Mundial —y también una vez finalizada—, fueron varios los herederos guitarrísticos de Francisco Tárrega que comenzaron a llegar a Montevideo para brindar conciertos aquí: Josefina Robledo, Miguel Llobet, Francisco Calleja, Emilio Pujol. Andrés Segovia (1893-1987) actuó por primera vez en Montevideo el 11 de junio de 1920 en la sala de conciertos La Lira —que años más tarde sería el Teatro Odeón—, con tal éxito
que debió brindar luego otros tres recitales en el Teatro Solís, en el curso de ese mismo mes y de julio. Volvería luego en 1921, también en 1928, y nuevamente en 1937, ya para quedarse aquí por varios años, luego de haberse casado con la pianista española Paquita Madriguera. La presencia de Segovia en Montevideo por casi una década le dio un impulso muy especial a la vida musical y principalmente guitarrística de la ciudad, por el muy particular magnetismo de su condición artística y también por su tenaz energía puesta al servicio del desarrollo del repertorio y de la consideración de la guitarra como instrumento musical serio. Esa residencia de Segovia en nuestra capital, junto con una especial maduración de la Orquesta Sinfónica del SODRE bajo la dirección estable del italiano Lamberto Baldi, permitieron que Montevideo fuera la sede del estreno mundial de dos de los más significativos conciertos para guitarra y orquesta de esa época: el Concerto in re de Mario Castelnuovo-Tedesco en 1939 y el Con-
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cierto del sur del mexicano Manuel Ponce en 1941. Al mismo tiempo, era tal el crecimiento de la actividad guitarrística en Montevideo que pocas semanas antes de esa llegada de Segovia para instalar aquí su vida familiar se había fundado, el 10 de abril de 1937, el Centro Guitarrístico del Uruguay, entidad que —con breves interrupciones en su accionar— existió hasta los primeros años del siglo actual. Pedro Mascaró y Reissig fue su primer presidente, y en el concierto inaugural tocaron los guitarristas que integraban el núcleo fundador: Américo Castillo, Eugenio Segovia, Pedro Marín Sánchez, Ramón Ayestarán, Olga Pierri, Atilio Rapat y los hermanos Agustín y Abel Carlevaro. Era este último —que en ese mismo año 1937 comenzó a recibir lecciones de Andrés Segovia— quien estaba llamado a ser el guitarrista que transformara radicalmente la teoría y la práctica del instrumento en la segunda mitad del siglo. Abel Carlevaro, nacido en 1916 y que había estado rodeado de guitarras
Al mismo tiempo, era tal el crecimiento de la actividad guitarrística en Montevideo que pocas semanas antes de esa llegada de Segovia para instalar aquí su vida familiar se había fundado, el 10 de abril de 1937, el Centro Guitarrístico del Uruguay, entidad que —con breves interrupciones en su accionar— existió hasta los primeros años del siglo actual.
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desde niño gracias a la intensa afición de su padre y de su tío, había iniciado sus actuaciones públicas formales en 1936. A partir de 1942, cuando el maestro español le dio un público espaldarazo a su primera presentación ante una gran audiencia, en el Estudio Auditorio del SODRE, la carrera concertística de Carlevaro iría en continuado ascenso. Vendría luego su relación con el gran compositor brasileño Heitor Villa-Lobos, más tarde las giras por Brasil (1943-44), un viaje de tres años a Europa (1948-50) y posteriormente una etapa de recogimiento en Montevideo, donde destinaría casi veinte años a dar forma estructurada a sus descubrimientos en cuanto a la técnica del instrumento. Fue también en esta etapa, que va de 1951 a mediados de los setenta, cuando consolidó su condición de renovador pedagogo que empezaba a llamar la atención de estudiantes de Uruguay y del extranjero. Paralelamente, otros guitarristas uruguayos también triunfaban fuera del país. Primero fue Isaías Savio, quien se convirtió a partir de 1930 en el gran impulsor de la guitarra clásica en Brasil. Luego Julio Martínez Oyanguren, en la segunda mitad de la década del treinta, logró éxitos resonantes en Estados Unidos (donde se lo llegó a llamar el Rey de la Guitarra), mientras fungía allí como agregado naval en la Embajada de Uruguay. En la segunda mitad del siglo, los ya mencionados Cáceres, Pereira Arias y Sánchez Clagett pasaron a ser importantes referentes de la guitarra uruguaya en Europa. En lo local, pero con proyección internacional a través de sus discípulos, la actividad pedagógica de maestros como Olga Pierri, Atilio Rapat, Lola Gonella de Ayestarán y el propio Carlevaro contribuyó con gran solvencia al particular desarrollo del instrumento en nuestro país, a partir de las ricas raíces ya reseñadas. Como dije al comienzo, desde fines de la década del sesenta y durante los más de treinta años que duró la etapa consagratoria de la carrera internacional de Carlevaro, decenas de guitarristas de todos los continentes vinieron a Montevideo a estudiar con él, y fueron varios los discípulos suyos que brillaron en los escenarios de distintas partes del mundo o dieron clases en prestigiosos conservatorios y universidades. A los nombres ya mencionados podría agregar —entre muchos más— los de Magdalena Gimeno, César Amaro, Juan Carlos Amestoy, Ramiro
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Agriel, la paraguaya Berta Rojas, el brasileño Daniel Wolff, el japonés Gentaro Takada. Pero no fueron los discípulos directos de Carlevaro lo únicos guitarristas uruguayos que triunfaron en el exterior. Las trayectorias de Eduardo Baranzano, Ruben Seroussi, Leonardo Palacios, Ricardo Barceló, Sergio Fernández Cabrera (por citar solamente algunos) dan cuenta de la importancia y la trascendencia internacional que alcanzó, a lo largo de ese fértil siglo XX, el arte de la guitarra en el Uruguay. El panorama ha cambiado. No escapa a nadie que siga de cerca el acontecer musical uruguayo —sobre todo en estas casi dos décadas que lleva el siglo actual— que la situación no es igual a la descripta en los primeros párrafos. La corriente se ha invertido, y son los guitarristas uruguayos los que buscan otros modelos afuera. A la vez, y salvo alguna escasa excepción, no figuran nombres compatriotas en los podios de los concursos de Europa; no proliferan como antes los conciertos de guitarra en las salas de nuestro país. Algunos encomiables impulsos individuales, particulares y también de algún lúcido jerarca cultural han ayudado a que la desaparición no haya sido total. Otra vez debo decir que no parece existir una respuesta simple y que el estado actual de cosas no tiene, seguramente, una causa única. Porque me comprenden las generales de la ley y, también, porque considero que no es este el medio para dar diagnósticos firmes ni para proponer caminos de superación, dejo apenas planteadas algunas preguntas: – ¿Otro caso de un impulso y su freno? Toda transformación profunda y radical, como la que propuso Carlevaro para la técnica y la pedagogía de la guitarra, corre ese riesgo. Una vez que los favorecidos por ella encuentran sus problemas solucionados, tienden a conformarse con lo logrado y dejan de buscar nuevos problemas y nuevas soluciones. Carlevaro tuvo la intención —me lo señaló expresamente en la primera clase que me dio— de enseñarnos a pensar la guitarra, y no la de que simplemente copiáramos sus propios hallazgos. – ¿Síndrome de Maracaná? Una vez, en 1994, la célebre guitarrista paraguaya Berta Rojas dijo, un poco en broma y un poco en serio, en una entrevista en la que se le preguntó por qué había elegido Uruguay para venir a estudiar: “Es que los uruguayos son campeones mundiales de la
guitarra”. Creo que no ha faltado quien pensara, convencido de ello, que por el solo hecho de haber nacido en este país ya tendría credenciales suficientes como para triunfar en el mundo de nuestro instrumento. – ¿Parricidio prematuro? He escuchado varias veces a guitarristas jóvenes afirmar que las ideas de Carlevaro han sido superadas y que corresponden al siglo pasado. Pero al mismo tiempo salta a la vista que no lo conocen, que no han leído a fondo su Escuela de la guitarra, y que adoptan soluciones y admiran modelos que son claramente precarlevarianos. Y, como no lo conocen, no se dan cuenta de que están mirando hacia atrás.
Programa del concierto de Julio Martínez Oyanguren, 1942
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Desde fines de la década del sesenta y durante los más de treinta años que duró la etapa consagratoria de la carrera internacional de Carlevaro, decenas de guitarristas de todos los continentes vinieron a Montevideo a estudiar con él.
Antonio Pereira Arias, Andrés Segovia y Guido Santórsola. Estudio Auditorio del SODRE, 1957
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La mujer que mira con los ojos del espíritu Por Malena Rodríguez Guglielmone Fotografía Carlos López
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La mujer que mira con los ojos del espíritu
Al subirse al avión que la llevaría a España a recibir el Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2018, Ida Vitale dejaba atrás semanas de intenso ajetreo.
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Decenas de entrevistas para Uruguay y el exterior ocuparon sus días previos, una instancia que sumaba además la presión de elaborar un discurso a tono con el solemne momento en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares. Pero toda esa vorágine no parecía alterar el ánimo de la poeta, siempre dispuesta a conversar amenamente, largo y tendido, con su agudeza y su habitual riqueza expresiva. Precisamente, el máximo galardón literario para el mundo hispano, dotado con 125.000 euros, le fue concedido “por su lenguaje, uno de los más destacados y reconocidos de la poesía hodierna en español, que es al mismo tiempo intelectual y popular, universal y personal, transparente y honda”. Así lo expresó el jurado, que también destacó que desde hace un tiempo Vitale se ha convertido “en un referente fundamental para poetas de todas las generaciones y en todos los rincones en español”. Hodierna: del día de hoy o del tiempo presente. Como su poesía. A los 95 años Ida Vitale es la última integrante viva de la Generación del 45, de la cual prefiere tomar distancia pues no cree en ese
tipo de corte. Una constante en la vida de Ida Vitale fue el contacto con talentos literarios. De niña conoció al poeta Carlos Sabat Ercasty, padre de una compañera de clase. Estudió en la Facultad de Humanidades y disfrutó de la amistad de su profesor, el español José Bergamín. Fue apadrinada tempranamente por Juan Ramón Jiménez. El exilio la llevó a vivir once años en México junto con su segundo marido, el poeta Enrique Fierro. Allí formó parte del círculo de Octavio Paz y del entorno intelectual de El Colegio de México. Al retornar a Uruguay, Fierro fue director de la Biblioteca Nacional. Posteriormente se radicaron por tres décadas en Austin, Texas, desde donde ella regresó en 2016, luego de quedar viuda. En todo ese tiempo no dejó de escribir, mientras iba siendo reconocida con una seguidilla de premios: el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2015), el Internacional Alfonso Reyes (2014), el Max Jacob (2018), el Octavio Paz (2009), el Internacional de Poesía Federico García Lorca (2016) y el Premio FIL de la Literatura en Lenguas Romances que recibió en Guadalajara a fi-
El exilio la llevó a vivir once años en México junto con su segundo marido, el poeta Enrique Fierro. Allí formó parte del círculo de Octavio Paz y del entorno intelectual de El Colegio de México.
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nes de 2018, galardón mexicano que coincidió con la presentación de su libro Shakespeare Palace (Lumen). La ganadora del Nobel de las letras en español nos recibió en su apartamento en Malvín, al cual todavía se está adaptando. Vive sola, rodeada de su extensa biblioteca, fotos de amigos célebres en los anaqueles (como Felisberto Hernández y Amalia Nieto o María Elena Walsh), sus plantas, la luz y el aire marino que entran a raudales por la ventana del living. Es una mujer increíblemente ágil de cuerpo y de mente. Trae una bandeja con galletitas dulces y jugo de frutas. Entrevistarla es un desafío. Son muchas las vivencias, la gente, la historia grande y chica que ha vivido en casi un siglo de vida. Ida no se detiene mucho a pensar con cada pregunta; cuando no recuerda algo comenta: “Es todo tan remoto que es como sacar agua de un pozo”. Es notorio que disfruta plenamente de este momento. Pregunta mucho, se interesa por su interlocutora y hace que las horas pasen rapidísimo. Su publicación más reciente es Shakespeare Palace, un libro de memorias de su pasaje por México.
Ida Vital y el Premio Cervantes
¿Cuándo empezó a escribirlo? Lo empecé hace siglos y es de agradecimiento a México. Se llama así porque vivíamos en la calle Shakespeare, en un edificio que era una ruina. Le puse Palace por ironía. Apenas llegada a México empecé a trabajar en El Colegio de México, porque ahí estaba Tomás Segovia, que había estado en Uruguay. Era un seminario para alumnos de traducción. Allí estuvimos once años. Era muy cercana a Octavio Paz. ¿Qué recuerda de él? Era bárbaro en todo. El juicio, la rapidez con que juzgaba a la gente… Era notable, un hombre muy cordial, nada dominante. Siempre que estaba hablando de algo preguntaba: “¿Le parece? ¿Está de acuerdo?”. Había una cosa de no aprovecharse del peso que realmente tenía. Pero alrededor había también gente muy valiosa. Fue un período de muy buenos escritores mexicanos. A Octavio Paz lo conocí como autor por Bergamín. Octavio había estado en España cuando la Guerra Civil. No creo que Octavio haya ido a hacer guerra de trincheras, pero había como un apoyo a los que estaban en Madrid como cercados. Bergamín me había prestado un libro de él. Siempre decía que los libros son como el agua: se van, siempre un libro tiene que hacer su camino. Éramos todo un grupo en Facultad de Humanidades; Bergamín
llegó para dar clases allí. Era un estupendo profesor y era la primera vez que yo estaba en contacto con alguien que venía de ese mundo. Acá estábamos angustiados por lo que ocurría en España. El último poema de su Poesía reunida [Tusquets] está dedicado a José Bergamín. A ver… [Se pone a mirar el libro.] Ah, sí, claro. Bueno, no era de esos profesores con los que vas y hacés un curso de literatura española. Bergamín hablaba de todo. En las clases no hablaba de los poetas alemanes, pero era de lo que más hablaba en privado. Decía que había que leer esto y lo otro. Era muy especial porque tampoco te mandaba a leer, te entusiasmaba. Después insistía con un nombre, preguntaba si lo habíamos leído. Como con el libro de Octavio, que estaba dedicado. Lo que a uno le gustaba era eso que no se daba en la clase, lo que venía al margen, lo que era un regalo. Además, como él estaba solo, tenía a los hijos en Venezuela, él estaba encantado de estar rodeado de jóvenes. A nosotros nos parecía un viejito achacoso, pero no era tan viejo: tendría 45 años cuando estaba acá. Lo que pasa es que tenía una hernia; lo operó un médico uruguayo y andaba siempre agobiadito, con la mano puesta en el bolsillo… Muy delgadito era, además, y un poco canoso. Me acuerdo que éramos muy celosos de él.
Otro grande con el cual tuvo contacto fue Juan Ramón Jiménez, quien le dio su apoyo al incluirla en una antología de poetas jóvenes. ¿Qué le parece la poesía de Juan Ramón? Estupenda. Pero yo quiero mucho a Machado. En Juan Ramón hay más elaboración, más trabajo secreto, creo. De alguna manera es un poco más moderno que Machado, tiene una actitud más moderna. Pero a Machado lo adoro. Además, Machado se te da, y Juan Ramón te exige. Con Juan Ramón tuve un encontronazo que él aceptó. Él vino después de Bergamín y veía a toda la Generación del 27 como enemiga suya, cosa que era un disparate. Lo que pasa es que eran todos jóvenes que eran señores de la poesía, no eran cualquiera. Y Juan Ramón quería marcarlos. De alguna manera se rebelaban, se molestaban y no sé… Juan Ramón era muy complicado, uno tenía siempre un poco de miedo en el trato con él. Y en un grupo justamente de enemigos de Bergamín —porque cuando llegó no todo el mundo aceptaba a Bergamín— habló mal de él y todos a apoyarlo. Y yo me sentí espantoso, me pareció una cosa injusta e inmoral estar oyendo hablar mal de alguien a quien yo le debía, bueno, no la vida, pero yo pensaba que mi vida cultural se la debía. Entonces intervine y lo defendí. Y Juan Ramón se me quedó mirando y no dijo nada. Y después me mandó de Buenos Aires una carta felicitándome por la defensa
Lo que a uno le gustaba era eso que no se daba en la clase, lo que venía al margen, lo que era un regalo.
de Bergamín. No, Juan Ramón era muy recto. Aunque era cascarrabias. Y Bergamín también, a su manera. Acaba de reeditar el libro De plantas y animales [Estuario Editora]. ¿Siempre le gustaron los animales? De plantas y animales fue un libro que escribí en México. Me ofrecieron integrar una colección de ensayos y yo sugerí escribir sobre animales; era de lo único que me sentía capaz de escribir. Yo había heredado el cuarto de una tía que no conocí, que era amiga de María Eugenia [Vaz Ferreira], con su ropero, la biblioteca y una colección de cajas de bichitos y hojitas. Me gustaban los bichos y las plantas. Fue un libro que salió divertido. De repente son animales que tuve y otras veces alguna historia que supe, cosas que vas registrando a lo largo de lecturas diversas. Mi abuela, por ejemplo, que adoraba a esa tía que después murió, todos los nombres de las plantas los decía con el nombre científico que le había dicho la hija. Y en mi casa había plantas, pero plantas hay en todos lados. ¿No ha llevado un diario personal? No, muchas veces traté, pero no. Hay que tener tiempo para un diario.
¿No le da pena no haber tenido uno? Sí, a veces me da pena no tener registro de algo, sobre todo ahora que no está Enrique, porque yo a veces le preguntaba: “¿Te acordás quién era fulano?, ¿dónde lo conocimos?”. Y él que decía: “Yo ya no tengo memoria”. Pero se acordaba de todo. Bueno, era más joven. ¿Cuántos años? Como doce. Ahí lo tenés, sonriente [señala una foto sobre un mueble]. Esa foto se la sacó [Guillermo] Sheridan, el mexicano. Era guapo, era bueno, buenísimo. Inteligente… Fue muy buen compañero. Estuvimos juntos cincuenta años. No tuvimos hijos y eso lo siento. Era medio peligroso, podría haber tenido… Yo pensaba: “Bueno, esto no va a durar mucho porque él es tan joven, se va a aburrir”. No quería tener el problema de otro hijo para mis hijos [Amparo y Claudio], todo se complicaba, pero después me sentí un poco culpable. Pero, bueno, así fue la cosa. La vida nos permitió ser muy compañeros y vivir las cosas juntos. En su poesía me da la sensación de que esquiva un poco lo personal, o lo escribe de una manera tal que no es tan evidente. ¿Puede ser?
No sé si es lo que la gente espera. Hay cosas personales, pero no anécdotas. Debería haber escrito más cosas… Tampoco me esfuerzo mucho en eso. Aparte que durante años de mi vida lo que yo quería no era escribir, era cantar. Una vez fui al Ateneo, donde siempre había conciertos, y oí una voz maravillosa cantando Schubert y Schumann. Ahí me acerqué y saludé a una mujer que se llamaba Olga Linne. Era la cosa más tímida, más discreta… Y tenía una voz estupenda. Era alemana, tenía escuela alemana y escuela rusa. A mí en ese momento me gustaba más Schumann, y yo se lo decía y ella me miraba y me decía: “¿Más que Schubert?”, y se quedaba pensando. Pero nunca me dijo: “¡No seas bruta!”. Era encantadora. El marido la había dejado, había salido adelante con sus dos hijos, vivía relativamente cerca de casa y no cobraba una fortuna. Y toda la plata que me daban para el cine, para lo que sea, me tomaba mis clases de canto con ella. En casa ni sabían que yo iba. Habrían pensado que era un perdedero de tiempo. ¿Le habrá aportado a su forma de expresión escrita tal vez? Para ser feliz. Nada más. Hasta el día de hoy lo que más me importa en el mundo como arte es la música.
Para ser feliz. Nada más. Hasta el día de hoy lo que más me importa en el mundo como arte es la música.
Filosofía e infancia: Una relación posible Por Natalia Costa Ilustración Claudia Prezioso
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Filosofía e infancia: Una relación posible
La filosofía es, en cierto sentido, una de las máximas realizaciones de la cultura humana. Todas las ciencias tienen su nivel filosófico, que es el nivel más alto: se adentran en él cuando el conjunto de lo conocido ha sido asimilado y la intuición ingresa, junto con la inteligencia, en el campo de la especulación. Pero ¿es semejante manifestación de la alta cultura materia para niños? A pesar de polémica y compleja, la respuesta a esta pregunta es decididamente afirmativa.
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Hacia fines del siglo XX la investigación especializada puso en evidencia que la teoría del desarrollo cognitivo de Piaget, según la cual la aptitud para el pensamiento filosófico no surge sino hasta los once o doce años, subestima, y mucho, la capacidad de los niños. En los noventa se compiló una enorme serie de casos, entre los cuales se encuentra, por ejemplo, el de Tim. A los seis años de edad, Tim interroga de pronto a su padre: “Papá, ¿cómo podemos estar seguros de que todo no es un sueño?”. Es decir, la misma preocupación de Descartes. En las Meditaciones metafísicas, Descartes avanza una hipótesis clásica de su método (conocido como la duda metódica): “¿Y si el cielo, el aire, la tierra, los colores, las formas, los sonidos y todas las cosas externas fueran simplemente un sueño que un genio maligno ha ideado para tenderle trampas a mi juicio?”. Filosofía e infancia no son —o por lo menos así parece al inicio— mutuamente excluyentes. De hecho, algo en la esencia misma de la filosofía remite directamente a la infancia. Hay una anécdota memorable según la cual un
Ilustración de libro Mundo cruel, de Ellen Duthie y Daniela Martagón
sacerdote egipcio dijo a Solón: “Vosotros, los griegos, sois como niños”; por su parte, los propios griegos declaraban —refiriéndose al arte de filosofar, que les tocaba ejercer por primera vez en la historia de modo consciente— que al principio “era la maravilla”. En el diálogo Teeteto de Platón, por ejemplo, se lee: “La maravilla: no hay otro origen para la filosofía que este”, y en la Metafísica de Aristóteles: “La maravilla es la fuente de la cual brota la filosofía y lo que determina todo su desarrollo”. La capacidad de sorpresa, de asombro y fascinación; enseguida la curiosidad, la obstinación por preguntar, por explicar y comprender: he ahí características propias de aquel pueblo por antonomasia filosófico que, gracias a una feliz coincidencia, son también inclinaciones particularmente espontáneas y poderosas en la infancia. Asumiendo entonces que entre filosofía e infancia existe una relación posible, sigue una pregunta sobre los medios: ¿cómo propiciar ese encuentro? Podemos responder, siguiendo a los clásicos, de forma enfática: ¡pues alimentando la capacidad de asombro! Para alimentar el
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asombro son clave lo sensorial y la vivencia; el espectro de posibilidades es, por lo tanto, tan amplio como el mundo que nos rodea. Una flor o una pequeña gota de agua pueden ser combustible para que los ojos del pequeño se acostumbren no simplemente a mirar, sino a observar, y su mente a sentir el placer de la contemplación. Con el advenimiento del lenguaje tiene lugar una revolución. Aliada al empuje de la fantasía, la inteligencia se enciende poco a poco y el abanico de opciones se abre al ámbito abstracto de la idea. Entran en juego aquí, como en todo el proceso formativo, el hogar y la escuela. Sirva un testimonio para ilustrar el primer punto. Cuando era niña, mi padre nos llevaba al campo y nos hacía tendernos a la noche en medio de la inmensidad de la pampa, mientras señalaba estrellas, planetas, constelaciones. Decía que debíamos acostumbrar la vista para poder ver las “nebulosas”; tal era la profundidad del cielo nocturno en esas latitudes que, en efecto, pocos minutos después veíamos encenderse un polvo incandescente,
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Filosofía e infancia
flotando en la oscuridad mucho más allá de nuestros ombligos. Flotando en el infinito, decía mi padre. Hechizada por el espectáculo, lo estaba aún más por la palabra. En vano busqué, durante años, el infinito entre las cosas conocidas, pidiendo aclaraciones tan ferviente como inútilmente. Pero una madrugada el misterio retrocedió. Fue una experiencia sencilla, realizada en una instancia como las que propiciaba mi padre. De una estrella mi atención pasaba a la otra, que imaginaba más atrás, y de esta a la siguiente, elegida al azar aún más atrás, y así sucesivamente. De pronto, dejé de mirar los astros y mi atención se trasladó al negro que los rodeaba y contenía. Sentí una especie de vértigo. “Un hueco”, pensé, “enorme, sin fondo”; “un hueco enorme, pero hacia arriba”. En ese momento la palabra infinito comenzó a adquirir (solo ahora lo percibo) un resquicio de sentido. Más adelante vino la idea de abismo; mucho después, las lecturas sobre la nada. Pero en aquella experiencia, que guardo entre las más marcantes de la infancia y que concibo como la primera experiencia filosófica, hubo dos cosas inéditas: la “comprensión” de la inmensidad de todo y, simultáneamente, de la pequeñez —y preciosidad— del individuo.
Moraleja: el paso que lleva del placer de la contemplación al goce de la comprensión puede darse mediante actos cotidianos pequeños y simples. En el seno del hogar a temprana edad, la sensibilidad y la inteligencia, que empieza a encenderse como una luz, pueden ser conducidas hacia la filosofía. Nótese que no se trata únicamente de un proceso intelectual. Independientemente de su naturaleza teórica y de la sinuosidad de sus caminos, es importante comprender que el ejercicio filosófico influye poderosamente en la formación del carácter y, consecuentemente, en la acción. Una entera ética está en juego. En cuanto la educación formal, una figura fundamental en la historia de la relación entre filosofía e infancia es la del estadounidense Matthew Lipman. A partir de su experiencia docente, Lipman concluyó, espantado, que la capacidad de sus alumnos de razonar de modo correcto e independiente era precaria y escandalosamente limitada, y que tal condición podría remediarse si el intelecto fuera bien “entrenado” desde el comienzo. Con este fin,
Lipman creó en los años setenta el Instituto para el Desarrollo de la Filosofía para Niños (IAPC, en inglés), donde, además de aplicar sus técnicas, existen equipos multidisciplinarios de investigación y cursos de formación. Alejándose de Piaget (lo cual, como vimos, es algo propio de su tiempo), la premisa de Lipman es que la aptitud lógica se gesta muy tempranamente y que la ciencia correspondiente puede —y debería— introducirse desde la infancia. La lógica es la rama de la filosofía que estudia el razonamiento humano, los principios de la deducción, la inferencia, la demostración, etcétera. Es una ciencia formal, es decir, una disciplina que trabaja con símbolos y operaciones, como las matemáticas. Consciente de la necesidad de adecuar la metodología, el propio Lipman escribió una serie de “novelas filosóficas” en las que la lógica entra en juego oblicuamente: en Kio y Gus (diseñada para niños de entre siete y nueve años), por ejemplo, los personajes relatan su propio proceso de asombro, con la peculiaridad de que Gus es una niña ciega cuyas intervenciones revelan cuán diferente puede ser lo que se tiene como evidente. La dinámica de aula es sencilla: las historias son leídas en voz alta y el espacio se abre para comentarios. En esta instancia, los pequeños comienzan a aventurarse en el campo de la interpretación, del “razonamiento correcto” y, fundamentalmente, del diálogo. Pero, más allá del “entrenamiento racional” en los moldes de Lipman (que seguramente suscite en el espíritu contemporáneo objeciones no del todo impertinentes), las propuestas metodológicas se diversifican en múltiples direcciones, en especial en las primeras décadas del siglo XXI. Tengo en mis manos un libro titulado Mundo cruel. Es un volumen pequeño, portátil y liviano, pero sumamente atractivo. En la tapa, una ilustración simple, de trazos negros sobre fondo fucsia, llama la atención. Desde una planta en último plano avanza ondulante una hilera de hormigas que atraviesa la escena como una delgada línea de puntitos que se ensancha al frente y deja ver a los insectos de modo nítido: la hormiga más grande, situada en primer plano, carga la cabeza de un escarabajo; la segunda, su cuerpo; la siguiente, sus alas. En el centro de la imagen campea la figura de una niña agachada sobre la proce-
sión. Con una sonrisa en su rostro, la niña atraviesa uno de los insectos con un lápiz puntiagudo. Entre otras del tipo, esta ilustración se repite en el interior del libro. Allí, en la página opuesta, hay una serie de cuadros (también en negro y fucsia, en una disposición entreverada pero geométrica) donde se leen preguntas como: ¿Por qué crees que la niña está matando a la hormiga? ¿Sienten dolor las hormigas?, ¿sienten miedo? ¿Importa? ¿A veces puede estar bien matar hormigas?, ¿cuándo? ¿Está siendo cruel la niña? “Filosofía visual para niños”: tal es la premisa de la iniciativa Wonder Ponder, creada por la española Ellen Duthie y la mexicana Daniela Martagón. La intención es aquí hacer con la imagen y la interrogación (filosófica por antonomasia esta última) una especie de juego disparador de la reflexión. Por último, una nota relevante: independientemente de la línea metodológica, un fenómeno que interesa a todos quienes trabajan con filosofía e infancia es el de la interlocución. Sea con los pares, consigo mismo o con el acervo escrito, la intersección entre filosofía e infancia es un espacio donde se gesta, entre otras cosas, la capacidad de diálogo: otra virtud intrínsecamente filosófica. El esfuerzo se dirige, al fin y al cabo, a incentivar el desarrollo de seres capaces de participar en un contexto de cuestionamientos compartidos y de búsqueda conjunta de puntos de apoyo. Es decir, en un contexto democrático. No se trata únicamente de un proceso intelectual, frío y abstracto, sino de una entera ética emergente. La intersección entre filosofía e infancia es, en conclusión, una intersección posible e incluso —al menos inicialmente— deseable. Y digo inicialmente porque, en efecto, no está en absoluto libre de riesgos. La paradoja, la contradicción: estos estados, tan característicos del filosofar como la maravilla y la curiosidad, hacen que el cruce sea también peligroso. Una metodología poco cuidada o un guía mal preparado pueden, por ejemplo, conducir fácilmente al escepticismo o a un nihilismo prematuro e ingenuo; pueden provocar el miedo, incluso el terror, y arrastrar hacia el dogma (de donde, como se sabe, es extremadamente difícil salir). Esto puede tener altos costos para el bienestar del niño y luego, de un modo aún más riesgoso, del adolescente. Al fin y al cabo, y como siempre, todo depende de la educación.
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Amar la trama Por Pía Supervielle Fotografía Carlos López, Marcela Abal y Brian Ojeda
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Amar la trama
En Uruguay por cada habitante hay dos ovejas. Antes, en las profundidades del siglo XX, la relación de ovinos por persona era todavía mayor. Tal vez esté allí la explicación de por qué muchos tenemos ese vínculo tan estrecho y amoroso con la lana. El lazo afectivo se ha modificado con las décadas, pero en la memoria de varias generaciones, por lo general de mujeres, el tejido aparece con frecuencia. La lana estaba en las casas.
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Formaba parte de la decoración del hogar y su imagen podría resumirse más o menos así: en un rincón, un canasto de mimbre con un puñado de ovillos blancos, rojos, verdes, marrones, varias agujas de tejer y, al final, una bufanda en proceso. La lana —en sus múltiples expresiones— es una fotografía de la infancia; el recuerdo de varios inviernos al lado de una estufa a leña; la síntesis de una amorosa historia entre una abuela y una nieta; la base de una manta que pasó de mano en mano, de generación en generación, de cama en cama; el principio de una carrera, un oficio, una profesión; un material noble que representa la quintaesencia de la tradición de un país y puede exportarse en forma de buzo, poncho, chal. Las historias de Marcela Abal, Clara Aguayo, Florencia Díaz y Raquelina Nicolich son distintas y particulares, pero están unidas por los hilos, los puntos y las tramas de la
Marcela Abal
lana. Entre tanto material sintético que fomenta la cultura del use y tire, sus prendas y accesorios hechos con esta fibra amigable, atemporal y perdurable, con el valor de lo artesanal y local, aparecen como un remanso en el extenso océano de la moda. Marcela Abal Alba Knitwear Marcela cuenta —como tantas otras mujeres de su generación y de las que vinieron antes— que, cuando era una niña, su abuela materna le enseñó a tejer. En sus recuerdos de infancia aparecen sus primeras agujas y las tardes que pasaban juntas mientras los padres de Marcela trabajaban. Después la vida hizo su fast foward de rigor: pasó la infancia, llegaron la adolescencia y el bachillerato, hubo un paréntesis de dos años en la Facultad de Arquitectura y, al final del camino, apareció
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la sensación de que la elección de la carrera más formal no había sido la más adecuada. Así, Marcela dejó el edificio de bulevar Artigas y los siguientes años los transitó entre los muros de la vieja cárcel de Miguelete, donde hasta aquel entonces funcionaba el Centro de Diseño. No fueron tiempos con la lana como material protagonista. Sin demasiada explicación, Marcela dejó la fibra de lana a un lado. Hasta que se tomó un avión rumbo a Londres para ir a hacer uno de los cursos de verano de Central Saint Martins. Fascinada con la ciudad inglesa, decidió regresar al año siguiente; hizo una pasantía en Vivienne Westwood y a los siete meses, como no tenía el pasaporte europeo, no tuvo más remedio que volver a casa. Fue en ese periplo donde entendió que el multitasking —muy estimado en el sur— no era tan valioso en el norte; ella tenía que ser buena en algo. “La pregunta que me hice fue: ‘¿Dónde creo que
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puedo llegar a ser mejor yo?’. Concluí que estaba mucho más familiarizada con la lana que con la costura en sí misma, así que volví a la lana y me volví a enamorar de ella”, cuenta Marcela. En Uruguay, más específicamente en el recóndito pueblo Garzón, la esperaba Tiggy Maconochie, una británica que trabajó durante años como representante de fotógrafos (Helmut Newton entre ellos). Tiggy era una extranjera vinculada a las artes plásticas que, en la segunda década del siglo XXI, se instaló en la pequeña localidad de Maldonado fascinada con el silencio, la luz y los colores del verano uruguayo. Y también con la lana nacional. “Lo que se estaba haciendo en lana en Uruguay era muy hecho a mano; le faltaba un carácter exportable y de diseño. Vimos el nicho. Todas las marcas que hoy hacen punto, que son muchísimas, capaz en esa época no estaban. Era muy fácil pensarlo”, dice Marcela. Sumaron a María Inés Payssé y, en 2012, crearon Garzón Luxury Knitwear. La marca —una mezcla muy sólida y atractiva entre el espíritu artesanal uruguayo y el lujo europeo— se presentó con mucho impulso en la International Fashion Showcase de la Semana de la Moda de Londres. Poco tiempo después Marcela y María Inés dejaron el emprendimiento. “Como no quería desvincularme de la lana, empecé a hacer poquitas cosas y las vendía en Sí Mi Reina. Después trabajé un tiempo para Aiguá, que era una asociación de Malabrigo con la fábrica Filaner. Hasta
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que decidí hacer mi marca”, recuerda. Así fue como, en algún momento entre 2013 y 2014, nació Alba Knitwear, una de las firmas de tejido de punto con más personalidad y vuelo que hay en el país. Marcela, siempre muy consciente del valor que tiene la fibra, se puso como meta vender sus diseños en el exterior. Desde hace cuatro años las prendas de Alba viajan a París, para exhibirse en una feria gigantesca adonde llegan compradores del mundo entero. El fuerte de Alba está en el mercado asiático, sobre todo en Japón y Hong Kong. Por eso su paleta de colores suele ir por los tonos naturales, negro y gris. De tanto en tanto aparece un buzo con un acento en rojo. Marcela se arriesga en el tejido, en la morfología y en el diseño, pero no en los colores. Sus colecciones —conformadas por 10 o 12 piezas entre buzos, sacos, capas y vestidos— tienen una complejidad notoria en su técnica. Marcela trabaja con tres grupos de tejedoras y hay una frase que las artesanas le repiten una y otra vez: “Siempre con cosas complicadas”. Lo cuenta con orgullo porque sabe que en esa dificultad está su diferencia y su capacidad de competir en el mercado internacional. “A mí la técnica me encanta, me enamora, y eso que no soy tan buena tejedora. Pero sí sé cuál es el potencial que pueden tener ciertos puntos. A veces me dicen que mis prendas tienen de todo y es así; para mí, esa es la gracia de poder hacer algo a mano. Puedo ponerle de todo. Si no, me aburro de hacer siempre lo mismo”, explica.
Desde hace cuatro años las prendas de Alba viajan a París, para exhibirse en una feria gigantesca adonde llegan compradores del mundo entero. El fuerte de Alba está en el mercado asiático, sobre todo en Japón y Hong Kong.
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Clara Aguayo “Mi amor por la lana viene por la sastrería”, dice Clara sentada en su taller, en el fondo de la casa de sus padres, un viernes a media tarde. Clara aprendió de textiles con su abuela. También heredó su obsesión por la calidad. Su decisión de estudiar diseño textil llegó, entonces, con la misma naturalidad con que caen las hojas caducas de los árboles cada vez que empieza el otoño. Terminó el liceo y se anotó para dar la prueba que, en aquella época, había que salvar para ingresar a la Escuela Centro de Diseño del Uruguay (ECDU). La aprobó sin mayores dificultades y al poco tiempo descubrió que en la Escuela había dos ramas de diseñadores: los fanáticos del tejido de punto y los fanáticos de la lana plana. Ella iba a estar en el segundo grupo. “La calidad de la tela es superimportante. Sé que la lana va a reaccionar bien, sé que lo puedo vender tranquila, es noble, es la mezcla perfecta entre lo fino pero con peso. Tiene una gran caída, es fresca. Nunca me decepciona. Yo sé, más allá de mis obsesiones, que no va a haber ninguna falla del pasaje del papel a la prenda. No es casualidad que sea la tela de los sastres”, cuenta Clara. La carrera de Clara está atravesada por las telas hechas 100 % de lana. Primero aparecieron en el atelier de Ana Livni, donde trabajó durante un tiempo; Clara todavía se visualiza en el taller de la calle 25 de Mayo dando vuelta las prendas y pasando ratos largos tocando, miClara Aguayo
rando todo lo que caía en sus manos. Después fue el textil que eligió para la colección que presentó en Lúmina, el concurso de Punta Carretas Shopping. Lo recuerda así: “Estaba inspirada en los poderes del alma, en la introspección, en tomar conciencia de las cosas que hacemos. No tenía sentido meter un material sintético, artificial. Y además era consciente del daño que genera la moda y los materiales. En esa época ya se sabía que la industria textil es la segunda más contaminante del mundo”. Su trabajo fue el ganador y le valió un viaje a Milán, donde, de nuevo, se maravilló con la calidad de las telas de la sastrería tana. A su vuelta creó con Renata Casanova Estudio Null, una marca de moda sustentable con un fuerte énfasis en los materiales nobles y los cortes clásicos. Con Renata se convirtieron en dos arqueólogas de los restos de la industria textil nacional. Se metían en galpones mayoristas a recolectar todo lo que quedara de lana. A veces se encontraban con que los rollos decían poliéster y al final era lana. “En las tiendas de telas ya me ven entrar y me dicen: ‘No nos queda nada’. Y cuando les entra me llaman para avisarme”, explica la diseñadora. Null cerró hace un año, cuando Renata decidió irse a vivir a España, pero Clara eligió quedarse y creó su propio proyecto. Su presentación en sociedad fue en febrero en la London Fashion Week; allí viajó tras ser seleccionada para The International Fashion Showcase, una bienal que tiene como objetivo dar a conocer los nuevos talentos del mundo de
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la moda en un formato de instalación artística, que estuvo expuesta en el mítico edificio londinense Somerset House. Cuando Clara se postuló, escribió sobre su proyecto las siguientes líneas: “Anxious Memories from the End of the World surge de la combinación entre lo que está presente y lo que ha sido olvidado. Memorias ansiosas que llegan desde un rincón mal amado por un sujeto que lucha por trascender su realidad, al mismo tiempo que se enfrenta al miedo del desarraigo”. Fuertemente conceptual, la creación de Clara nació con la intención de recuperar esas joyas escondidas que están desperdigadas por todo el país, telas que fueron producidas acá y que son herencia de una industria textil agónica que supo exportar a los mercados más exigentes. “Esa fue mi manera de contar nuestra historia”, dice, para terminar, Clara.
La calidad de la tela es superimportante. Sé que la lana va a reaccionar bien, sé que lo puedo vender tranquila, es noble, es la mezcla perfecta entre lo fino pero con peso.
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Florencia Díaz y Raquelina Nicolich Southwool Todo comenzó con una valija. O con la idea de diseñar vestidos de novia. O, tal vez, con la simple motivación de hacer algo desafiante. Florencia Díaz y Raquelina Nicolich se conocían, pero no mucho más que eso. Hasta que, como suele suceder en un país pequeño como Uruguay, una amiga las reunió con una frase que bien podría haber sido: “¿Por qué no hacen algo juntas? Se van a complementar”. Florencia venía de trabajar en oficinas y espacios diplomáticos; Raquelina tenía formación en bellas artes y un extenso recorrido en el mundo del diseño de indumentaria. Southwool nació como marca de carteras y bolsos en 2016, después de un intento fallido de zambullirse en el universo de los vestidos de novia. Si esta historia tuviera un título, podría ser: “De las sedas, los tules y las organzas a la lana sin escalas”. Y nació el día que Florencia le propuso a Raquelina hacer carteras de lana, porque ella, desde hacía más de una década, exportaba el textil a Estados Unidos. Tenía, entonces, un vínculo muy estrecho con el material y con las
hilanderas. Así que en toda la etapa inicial la oficina fue una valija que se trasladaba desde Montevideo hasta Solís de Mataojo —donde vive Florencia— y de allí a todos los puntos del país donde había que contactar al artesano. “Nuestra historia es que todo lo de Southwool sea hecho acá. Queremos que sean manos uruguayas para darles apoyo a los artesanos, porque muchos se están extinguiendo”, cuenta Raquelina. En cada uno de sus productos hay cinco o seis manos que pasaron por él. La pieza con la que arrancaron fue un sobre con su correa en cuero; hasta hoy es su creación más taquillera. También trabajan con detalles en guampa, bronce y mate. El próximo paso es incorporar piedras de Uruguay. Cada una de las piezas de Southwool tiene una guiñada a la historia del campo del país; junto a la etiqueta de cada cartera hay una lata de esquila como las que recibían los esquiladores en el Uruguay del siglo XIX. “El mundo está pegando una vuelta. Eso de lo rápido, el use y tire, se está yendo. Entonces vimos que afuera iban a valorar los materiales naturales y los artesanos que hay acá”, dice Florencia. Las carteras, los sobres y los bolsos de Southwool
se venden en Boston, Marbella, Filipinas, en la tienda del Malba en Buenos Aires, y después de haber expuesto con varias marcas y diseñadoras uruguayas más en la feria neoyorquina Capsule les hicieron un pedido de una tienda en Londres. Aunque Southwool es una marca joven que crece rápido, sus creadoras prefieren ir paso a paso y mantener una producción reducida. No trabajan con el peso de las colecciones y prefieren hablar de un consumo lento. “Lo que nosotras hacemos es ir incluyendo productos; ahora tenemos 15 entre modelos clásicos, que se venden siempre, y algunos que son más de moda”, explica Raquelina.
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Nuestra historia es que todo lo de Southwool sea hecho acá. Queremos que sean manos uruguayas para darles apoyo a los artesanos, porque muchos se están extinguiendo.
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Cartografías y arquitecturas Por Nicolás Branca Fotografía Archivo Dieste
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Iglesia de Cristo Obrero y Nuestra SeĂąora de Lourdes, 1958
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La invención de la imprenta nos trajo la Ilustración, la Revolución francesa, los librepensadores y el fin de la monarquía. Fue una verdadera revolución tecnológica y, como en toda revolución tecnológica, sus consecuencias, insospechadas en su momento, llegaron a cambiar de raíz la forma de ver y hacer el mundo.
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Nuestra época también está viviendo una revolución tecnológica, tal vez de una radicalidad similar a aquella. Su alcance y sus consecuencias, aunque los intuimos o vislumbramos, aún nos resultan difíciles de dimensionar. Surgen al respecto preguntas inquietantes, como: ¿es la democracia el sistema que mejor se adapta a este nuevo escenario?, ¿hasta qué punto somos víctimas de la manipulación?, ¿qué papel cumplen las megacorporaciones en nuestras vidas?, ¿son los nacionalismos y fanatismos consecuencias naturales de esta nueva época? Son aún preguntas sin respuesta. Lo que sí sabemos es que las nuevas tecnologías son parte indivisible de nuestras vidas y que han modificado la forma en que nos relacionamos, pensamos y creamos. ¿De qué manera? Veamos. Si el mundo del libro y del ferrocarril era el mundo de la lógica lineal, el mundo digital parece estar imponiendo una lógica fractal, donde tenemos la percepción de que todo ocurre al mismo tiempo. La novedad se impone de
un modo totalitario y totalizante, pero tan solo por unos segundos, llevando al paroxismo la famosa máxima de Warhol y sus 15 minutos de fama. En el campo de la cultura visual el impacto ha sido formidable. A través de la líquida pantalla de computadores y dispositivos móviles nos llega una fabulosa cantidad de imágenes de todo el mundo en tiempo real. Estas imágenes nos mantienen al día sobre la creación global, pero tal vez nos induzcan a un error: el de creer que la imagen de un proyecto es el proyecto, obviando la importancia del contexto. Y si bien hay contextos que podemos compartir, como los culturales o algunos de carácter antropológico, hay otros que nos faltan. Por ejemplo, los vinculados a las condiciones particulares que originan el proyecto: la percepción del producto o del servicio, las referencias que existen en la sociedad en que se inserta, su cultura visual e incluso aspectos idiosincrásicos. Sí, la globalización fue, es y será imperfecta, por no decir imposible.
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Y esto, que se omite tan olímpicamente en las maravillosas imágenes que llegan a nosotros desde todos lados, es la variable más importante, la que aporta desde sus particularidades, problemáticas y restricciones los desafíos más estimulantes. La que nos saca de nuestra zona de confort y nos enfrenta a la complejidad del entorno en el que interactuamos, y en el que también deben interactuar la comunicación o el producto que diseñamos. Es el contexto el que dota al proyecto del atributo más importante: el sentido. Es interesante y pertinente hablar de restricciones cuando se habla del contexto. Sobre todo en un país como Uruguay, pequeño, periférico y con recursos acotados. Y es sugerente ver que esas restricciones, tanto aquí como allá, propiciaron soluciones extraordinarias, creativas y enormemente influyentes. Es exactamente lo que el mundo digital deja de lado. Eso significa un empobrecimiento de las experiencias y los saberes y, sobre todo en el ámbito de la creación, dejar de lado grandes oportunidades. Pero vayamos a algunos ejemplos.
Si el mundo del libro y del ferrocarril era el mundo de la lógica lineal, el mundo digital parece estar imponiendo una lógica fractal, donde tenemos la percepción de que todo ocurre al mismo tiempo.
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Eladio Dieste. Solo en Uruguay Eladio Dieste (1917-2000) desarrolló la mayor parte de su obra en Uruguay, donde fue muy exitoso; recién tardíamente construyó en Brasil y luego en España. Tal vez sea el paradigma máximo en el desarrollo ya no solo de un producto, sino de un verdadero lenguaje, absolutamente determinado por su medio. Propició un pequeño milagro: supo desarrollar una propuesta estética de una poética y unas calidades proyectuales sobresalientes en un medio donde la funcionalidad y los costos eran los determinantes. Dieste era un ingeniero, pero de una cultura vasta y sofisticada, con una fuerte impronta humanista. Su visión, formación e inteligencia, que trascendían la del específico saber técnico de su profesión, le permitieron conocer en profundidad la realidad del Uruguay de ese momento: su economía, su nivel de desarrollo industrial y humano, los
Eladio Dieste
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materiales con los que contaba, la escala del país y lo que esta permitía. Recogió todas estas determinantes y desarrolló un producto competitivo, exitoso y único, que, como él mismo supo admitir, no habría sido posible desarrollar en los países industrializados. Efectivamente, para sus obras sorprendentes se sirvió de los ladrillos fabricados de forma local. El legado de Dieste para el que quiera apreciarlo (ojalá seamos todos) es magnífico. Magnífica la obra construida; magníficos sus sistemas constructivos; magnífica la unión que logró entre la sensibilidad poética, la calidad formal, el saber técnico y una sensibilidad humana entrañable; magnífica su capacidad de innovar exitosamente en un rol de empresario; y magnífico, sobre todo, como ejemplo de creación fuertemente arraigada en lo local pero con una ambición global indiscutible. Efectivamente, la obra de Dieste está fuertemente arraigada a su
contexto, y su sensibilidad se reconoce como absolutamente autóctona, pero aun así su propuesta está muy lejos de lo telúrico y lo folclórico. Más bien todo lo contrario: es contemporánea, universal, pertinente y original. Y generalmente, cuando encontramos originalidad y excelencia, también encontramos reflexión. Dieste, además de ingeniero y arquitecto, era un pensador, un filósofo, un humanista que aportó una visión muy particular sobre el mundo. Y como todo innovador fue un gran hacedor, que creía en el poder transformador del trabajo, hasta el punto de permitirse la libertad de innovar y experimentar en los procesos de construcción. Pero, sobre todo, en su trabajo permanecía inmanente una definición personal de progreso, que no es la de los centros hegemónicos de poder, sino una propia, creada en la periferia, pero con vocación universal. Y, hablando de legado, este, sin lugar a dudas, parece ser el más significativo.
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Debemos salir del subdesarrollo, pero de una manera humana y nuestra, sin copiar ni los procesos, ni las técnicas, más que cuando nos sea indispensable. Eladio Dieste
Depósito Julio Herrera y Obes, 1978
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Henry Beck. El mapa que cambió al mundo Henry Beck, si bien no era diseñador gráfico, creó uno de los diseños más influyentes en la historia de la gráfica moderna. Este señor era un ingeniero eléctrico inglés que vivió en la primera mitad del siglo XX en Londres. Era empleado de la London Underground Railways, el famoso metro de Londres, o simplemente el Underground. En su tiempo libre, Harry Beck fue el responsable de diseñar el mapa del metro de Londres, el referente de todos los mapas de metros que se hicieron después. Este surgió como respuesta a los problemas que acarreaban los mapas de ese momento, que buscaban representar a la cada vez más intrincada red de líneas londinenses con las distancias geográficas reales, tal como se hacía en los mapas convencionales, con resultados desastrosos: eran ilegibles y los usuarios no estaban nada felices. Pero afortunadamente nuestro amigo Beck tenía la solución para este proble-
Henry Beck
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ma. En primer lugar, renunció a representar las distancias reales entre estaciones, que consideró irrelevantes. La segunda decisión innovadora fue un recurso gráfico muy particular: abandonaría los enmarañados recorridos realistas e, inspirado en los diagramas de red eléctrica, que bien conocía (recordemos que era ingeniero eléctrico), utilizaría rectas y ángulos de 45 grados para representar los recorridos de las diversas líneas, diferenciados mediante colores. Beck había comprendido la necesidad de los usuarios: estos no querían saber todo el tiempo en qué parte de la ciudad estaban; solo querían saberlo cuando llegaban a las estaciones, y lo más importante era lo referido a las conexiones entre líneas. Había alcanzado la esencia del problema y había hallado la solución óptima. Es un ejemplo paradigmático de diálogo con la realidad. El diseño se puso al servicio de algo más allá de lo retiniano o esteticista, pero, paradójicamente, desde el punto de vista estético resultó estupendo.
No le resultó fácil a Beck convencer a sus jefes de que adoptaran su mapa; significaba un cambio radical respecto a lo que tenían. Finalmente, ante las insistentes quejas de los ciudadanos londinenses, el diseño de Beck vio la luz en 1933, en un pequeño folleto que se imprimió en una tirada acotada. La gente lo adoptó enseguida; fue un éxito rutilante. Así se transformó en el mapa oficial del metro de Londres y sigue siéndolo, con modificaciones, hasta ahora. El diseño no solo cumplió con creces su cometido: también terminó siendo uno de los más influyentes en el ámbito mundial, copiado por todos los metros del planeta, luego convertido en referencia en el transporte colectivo en general y antecedente de la infográfica contemporánea. Beck tan solo cobró cuatro guineas por ese trabajo, unos cinco euros. A pesar lo exiguo del presupuesto, en los años noventa su diseño fue elegido por los ingleses como el preferido en segundo lugar, detrás del Concorde.
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Tanto la obra de Dieste como la de Beck, a su modo, son proyectos de excelencia, únicos, originales, brillantes… y útiles. Son respuestas proyectuales creadas desde cero, sin ideas preconcebidas, mirando directamente a la realidad. Son también ejemplos motivantes del poder del diseño y la creatividad. Y sobre todo
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son proyectos de una calidad y un encanto únicos. Muchas veces, dentro de lo que actualmente se llama la búsqueda de referencias visuales, nuestras terminales nerviosas parecen replicar el funcionamiento binario de los dispositivos digitales. Cero o uno. Sí o no. Seleccionamos el dígito según el estímulo. Violentamos la
Los usuarios están demasiado preocupados por cómo llegar de A a B como para entretenerse con los detalles geográficos. Henry Beck
Henry Beck, Mapa del metro de Londres, 1933 Litografía color 9 × 6,3 in, primera edición
realidad con soluciones impertinentes o incomprensibles. Confundimos los medios y los fines, resignando uno de los elementos más importantes de la cultura del proyecto: la verdadera reflexión que surge de detectar particularidades del contexto para desarrollar respuestas pertinentes y verdaderamente creativas.
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Myriam Zini Marruecos, 1971 Artista visual myriamzini.com
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#1 y #2, serie Cada Perfecto Día acrílico sobre diario, cemento, bolsa de plastillera díptico, dimensión variable 2018 Uruguay
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Elián Stolarsky Montevideo, 1990 Artista y traductora visual elianstolarsky.com
Y todos los otros (vista de exposición) textiles cosidos a mano 2016-2018 Bélgica y Uruguay Checoslovaquia Animación de puntaseca sobre metacrilato y tinta 2018 Uruguay
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