Revista Número 7

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© 2019 BMR Productora Cultural, Derechos Reservados. Queda prohibida cualquier forma de reproducción, transmisión o archivo en sistemas recuperables, para uso público o privado, por medios mecánicos, electrónicos, fotocopiado, grabación o cualquier otro, ya sea total o parcial, del presente ejemplar, con o sin propósito de lucro, sin la expresa, previa y escrita autorización del editor. Impreso en Gráfica Mosca. D. L. N° 361.324.

ISSN 2393-7041


Número 6

Entre el ideal y el olvido

Muchas veces, los uruguayos asumimos una identidad nostálgica. Esa frase que dice “todo tiempo pasado fue mejor” parece, por momentos, haber sido pensada para nosotros. Pero si bien es cierto que la cultura uruguaya, entre fines del siglo XIX y mediados del XX, generó una intensa, rica y variada producción en los más diversos campos y expresiones, el presente depara todavía significativos nombres como el de Sergio Blanco, quien revoluciona el teatro en el contexto internacional, sin olvidar el pasado heredado. También el de Manuel Aguiar, artista en producción y reflexión estética que nos conecta con la marca más profunda del arte de nuestro país: el Taller Torres García. Ambos producen innovando y afirmando que el pasado no es una carga, un tiempo inamovible, una experiencia sin fermento. Este Número 7 expone distintos momentos del pasado cultural uruguayo, a veces olvidado —o poco recordado—, que espera todavía su reconocimiento. El ornamento de una arquitectura excepcional, de corte historicista, que ha ido tejiendo la ciudad y definiendo el perfil de distintas calles montevideanas, se descubre en uno de los artículos, valorando ricas formas cargadas de significado. Algo similar ocurre con los azulejos, en esta ocasión los muy franceses Pas-de-Calais. También hacemos un recorrido en este número por la revista social Anales, que llegó a distintos hogares montevideanos para expresar gustos, tendencias, modas, al tiempo que reflejar una sociedad con ideales y estereotipos hoy “pasados de moda”. La idea de revalorización obliga a otros viajes en el tiempo, como lo son la visita a tres paradores de nuestra franja costera, o bien al pueblo de Conchillas, que nació en el siglo XIX con el modelo de las company-towns inglesas. Las tapas de libros se despegan de las específicas narrativas de su interior y adquieren valor por sí mismas, aportando inspiración para generaciones futuras. Algo similar pasa con la explosión musical en los sesenta, la que respondió a un movimiento global sin dejar de ser fiel a nuestra historia y contexto, con lo que generó un increíble abanico de sonidos y artistas. Y llegamos al siglo XXI, cuando la tecnología se pone al servicio de nuestra historia y nuestro patrimonio con un proyecto como Citycast. La columna en este número está cargo de Álvaro Ahunchain, y pone de manifiesto la relación entre cultura y Estado en estos tiempos que corren. Para cerrar, dos invitados de lujo: los artistas Diego Lev y Francisco Cunha. Al mirar hacia el pasado entendemos que no todo produce nostalgia o recuerdo melancólico y, por tanto, tiene el presente la oportunidad de ser mejor. También a la inversa, cuando nuestra mirada se dirige a lo pretérito puede resultar injusta, sobre todo cuando se anula el contexto histórico, acentuando críticas y estableciendo olvidos. Desde este punto de vista, el pasado puede transformarse en una suerte de Golem, al que ocultamos de manera vergonzosa. Pero ¿qué sucederá en el futuro con nosotros, con nuestra cultura producida hoy, con nuestras certezas y discursos consensuados, cuando las próximas generaciones nos miren y juzguen bajo su ojo crítico? Es esta una pregunta que recuerda el final del poema borgiano, en que seguramente Dios mire al hombre creado por él de manera parecida a como el rabino observó a su androide, torpe y lento, barriendo la sinagoga. Lucía Lin Editora


Editora Lucía Lin Coordinación de contenidos William Rey Ashfield Coordinación de producción Nicolás Barriola

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Testigos de la historia costera Paradores de playa

Concepción fotográfica Marcos Mendizábal Departamento comercial Martín Colombo Diseño i+D Corrección Maqui Dutto

Colaboran en este Número 7: Emanuel Bremermann Elena O'Neill Alejandro Rubio William Rey Ashfield Riccardo Boglione Álvaro Ahunchaín Pía Supervielle Christian Kutscher Malena Rodríguez Guglielmone Fabiana Operti Natalia Costa Rugnitz Jorge Costigliolo Daniela Kaplan Carlos López Marcos Mendizábal Nairí Aharonián Robert Yabeck Francisco Cunha Diego Lev

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La cultura en tiempos de cólera Columna

Agradecimientos: Valeria Piana Sergio Blanco Manuel Aguiar

Revista disponible en www.revista.bosch.com.uy Cualquier sugerencia o comentario será bien recibido mediante el formulario de contacto en la web de la revista. Revista Número y BMR Productora Cultural no se hacen responsables del contenido de los artículos publicados, el cual es responsabilidad única y exclusiva de sus autores. Producido, diseñado e impreso en Uruguay

Azulejos Pas-de-Calais

57 Ases del beat

La música en los 60

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“Hay un vínculo muy fuerte entre la forma y el contenido” Entrevista a Sergio Blanco

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Del canal de la Mancha al Río de la Plata


17 27 Ornamento no es delito Arquitectura

Artistas de tapa DiseĂąo editorial

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Abriendo paso al silencio para no gritar Entrevista a Manuel Aguiar

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El proyecto Citycast: Un camino abierto a la cultura El podcast y la ciudad

81 Anales de pituca

Revista

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El pueblo que late orgulloso Conchillas

Artista e ilustrador invitados


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Testigos de la historia costera

Por Emanuel Bremermann FotografĂ­a Marcos MendizĂĄbal


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Paradores de playa

Testigos de la historia costera

Los paradores se multiplican a lo largo del este uruguayo, principalmente en las zonas aledañas a Punta del Este, y funcionan como un resguardo casi inevitable durante el día de playa. Estos tres ejemplos, sin embargo, tienen otra particularidad: todos tienen más de 60 años y han sido puntos de inflexión para el pasado de sus balnearios, además de cumplir otras funciones.

Exterior del fortín de Santa Rosa

Por Emanuel Bremermann Fotografía Marcos Mendizábal


Número 7

Cada verano deja una huella. Honda o leve, reciente o antigua, grupal o individual, cada una de esas huellas tiene incrustados un par o más de lugares que funcionan como anclaje de la memoria, de los recuerdos de esas épocas. Son catalizadores de imágenes que ya pasaron y que evocan tiempos anteriores. Para quienes han frecuentado la costa uruguaya a lo largo de su vida, estos sitios pueden ser un paraje desolado en Shangrilá, un rincón cubierto de árboles en una playa rochense que nadie conoce, una esquina de algún balneario más poblado o el boliche puntaesteño en el que se bailó al ritmo de los primeros compases de la adolescencia. O también puede ser un parador en la playa, uno de esos lugares estratégicamente instalados a lo largo del Atlántico o en las últimas olas del Río de la Plata que funcionan como un descanso del agua y de la arena, o una parada gastronómica en medio de un día completo de sol.

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Aunque parezcan multiplicarse en temporada, estos locales, que con frecuencia aúnan cocina y entretenimiento, han estado allí desde hace tiempo. Hay algunos, incluso, que son parte de la memoria viva de los balnearios o ciudades en los que se insertan. Han visto pasar a figuras reconocidas internacionalmente, han soportado crisis económicas y sociales, se reinventaron para atraer a las nuevas camadas de turistas y siguen allí, sosteniendo una de las tradiciones de la costa: la gastronomía de playa. La ruta que los une a todos puede tener múltiples paradas —si los contáramos, de seguro pasaríamos raya a más de 50 en toda la costa—, pero en esta nota se eligieron solo tres. Y el filtro tiene sentido: cada uno de estos locales tiene diferentes particularidades y propuestas, pero fueron seleccionados por ser guardianes y testaferros de la memoria histórica de la costa.

Barcos hundidos y amantes prófugos Está a muy pocos kilómetros de la entrada de Atlántida, en Canelones, y es probable que su acceso pase desapercibido si se viene manejando demasiado rápido por la ruta Interbalnearia. Solo un cartel medio despintado anuncia que allí, siguiendo el camino de tosca que se abre entre los árboles, está el Fortín de Santa Rosa. Lo primero que se siente cuando se ingresa al pequeño balneario canario es el silencio. Aunque Atlántida, compacta y ruidosa, está a muy poca distancia, ningún ruido demasiado estridente logra atravesar la vegetación. Serpenteando hasta el final se llega al edificio principal de la zona, que inserto en una especie de rotonda es imposible de evadir. Como dicen que pasa con Roma, todos los caminos de Santa Rosa llegan hasta el fortín. ¿Y qué es lo que recibe

Del carrete del periodista en el fortín de Santa Rosa

Cada uno de estos locales tiene diferentes particularidades y propuestas, pero fueron seleccionados por ser guardianes y testaferros de la memoria histórica de la costa.

Patio interior del fortín de Santa Rosa


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al visitante allí? Cañones en el exterior, puertas de madera propias de un fuerte colonial, una torreta que se ve de lejos y, quizás más anacrónico, un cartel que dice que para reservar hay que llamar a tal teléfono. Afuera, algunos autos, una especie de salón más alejado y, debajo, la playa, que no se llega a ver pero sí se oye. Hoy el fortín de Santa Rosa funciona como un hotel boutique, de pocas habitaciones y atención personalizada. Durante la temporada, sin embargo, su restaurante abre al público que no se hospeda en el lugar, y es allí cuando viejos clientes se dejan caer para almorzar y recordar. Porque, claro: el lugar está allí desde la década de 1930, pero alcanzó una popularidad importante en los años ochenta y noventa, cuando la Costa de Oro todavía no estaba tan expandida como hoy. Según José Sasson, dueño del hotel y heredero de la familia que lo compró en un remate en la década de 1950, el fortín fue construido por orden de un hombre al que llamaban el Coronel, que les habría comprado 60 hectáreas de la zona a los jesuitas, propietarios de ese punto de la costa canaria hasta la década del treinta. Se dice también que el hombre bautizó al edificio Santa

Paradores de playa

Rosa en honor de un galeón que habría encallado en el Atlántico sobre 1800. Como se ve, el fortín está lleno de supuestos, y justamente ese es uno de los atractivos actuales del lugar: a su alrededor se tejen varios mitos y leyendas, algunos probados, otros insólitos. Por ejemplo, se dice que era un lugar de frecuentes reuniones clandestinas de políticos en la dictadura uruguaya. También que Pablo Neruda llegó varias veces escapado con una de sus amantes y que se registró con el nombre de Neftalí Reyes, que era su nombre real. Además, en el edificio también confluyen la iconografía masónica, alquimista, suposiciones sobre la construcción de la torre y hasta historias de fantasmas. Todo, sumado a una propuesta gastronómica que va de la pasta casera a una gran variedad de carnes y preparaciones basadas en productos del mar, genera un interés entendible. Ya que estamos con la comida, desde el propio restaurante se recomiendan los sorrentinos de espinaca, dambo, parmesano y nueces, con salsa fileto o de puerros y panceta. Quien escribe la nota los probó y confirma que la recomendación es, en efecto, acertada. Interior de Solana del Mar

El fortín está lleno de supuestos, y justamente ese es uno de los atractivos actuales del lugar: a su alrededor se tejen varios mitos y leyendas, algunos probados, otros insólitos.

Entrepiso interior de Solana del Mar


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Arquitectura y playa La primera parada en este viaje de paradores históricos de la costa ya tiene una fuerte impronta arquitectónica que vale la pena rescatar o, en caso de ir hasta allí, admirar. Sin embargo, es el punto medio del trayecto el que tiene más para contar en ese aspecto. La Solana es un parador que se encuentra en Punta Ballena, a kilómetros de Punta del Este, y tiene la particularidad de que está diseñado por Antonio Bonet, un arquitecto catalán de reconocida trayectoria que le dedicó especial atención a la zona de la ballena, donde además de este local diseñó varias edificaciones más. La Solana se terminó de construir en 1947 y fue nombrado Monumento Histórico Nacional luego de una polémica intervención. Tradicional parada de los turistas que pasaban el verano en las playas de este balneario fernandino, el parador de La Solana está gestionado desde hace tres años por el reconocido cocinero uruguayo Jorge Oyenard, y abre desde el 20 de diciembre hasta el mes de marzo. Desde que se protegió este edificio los cambios parecen controlados. “En algu-

Vista de fachada posterior de Solana del Mar

nas cosas ha sido un poco complicado, porque no podés hacerle una modificación a la cocina, por ejemplo, así que hemos tratado de explotar la terraza al mar, agregamos propuestas en la barra y en nuestro servicio en el exterior del local. Le dimos un perfil más playero, le incluimos sunsets, música, fiestas”, cuenta Oyenard, quien también recuerda que, siendo más joven y veraneante de la zona, de vez en cuando se dejaba caer por el mismo lugar en el que ahora cocina. La carta se basa principalmente en productos de mar, aunque también se ha ido variando con los cortes de carnes y las ensaladas. Si hay que elegir un producto, Oyenard dice que la burrata no se puede dejar de pedir. En estos paradores que arrastran años de veraneo y turistas es frecuente que los rostros se repitan. Los turistas que pasan por La Solana son a menudo extranjeros, pero, según Oyenard, ya sobre febrero las familias uruguayas comienzan a aparecer cada vez más seguido, hasta el punto de que hay clientes que comen allí durante quince días seguidos. Muchos, además, fueron clientes de otras épocas del parador, cuando tenía por nombre Solana del Mar.

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“El lugar es único, es una terraza al mar con características que no encontrás en otro lado; hay buena atención, buena comida. Para el que le resulta atractivo todo eso, es un punto ineludible”, concluye el cocinero.


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El comienzo de la movida En sus inicios, Punta del Este no ostentaba el título de megabalneario internacional y chic que tiene hoy. Su perfil era decididamente más familiar y uruguayo, aunque es cierto que estaba salpicado por alguna que otra visita de estrellas de la región, quienes se dejaban caer por la zona encantadas por sus atractivos naturales. En esa época, que hoy parece distante, difícil de imaginar, el parador Imarangatú ya estaba allí. Ubicado en un punto neurálgico de la playa Mansa y a pocas cuadras del Hotel Enjoy —antes, Hotel Conrad—, Imarangatú sigue siendo un reducto de tradición y elegancia aún hoy, cuando las propuestas gastronómicas del balneario se cuentan por montones.

Paradores de playa

“Imarangatú es un ícono. Fue el primer parador de la Mansa y uno de los primeros de Punta del Este. El proyecto se empezó en 1951, con una arquitectura de avanzada, muy minimalista, simple en todas sus líneas”, dice Carlos Baglivo, que es uno de los socios del parador desde hace tres temporadas. Baglivo cuenta que, así como sucede con La Solana y el fortín de Santa Rosa, los clientes antiguos de Imarangatú se sorprenden cuando ingresan al local después de varios años lejos. Muchos han ofrecido alcanzarle fotos de cuando se iba a bailar a su salón, para que vayan armando una especie de santuario a la vida del lugar, pero por el momento la idea está en stand by.

Uno de los que pasaron más tiempo allí fue el cantautor brasileño Vinicius de Moraes. “Él tenía un chiringuito en la parada 10, que se llamaba La Fusita. Cuando edita el disco La Fusa, en el año 1970, lo edita desde Imarangatú”.

Parador Imarangatú


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“Algunos nos cuentan que se conocieron con sus parejas hace cuarenta o cincuenta años acá. Incluso mi abuela venía a bailar a Imarangatú. Fue uno de los primeros destellos de vida social de Punta del Este”, recuerda. Una de las anécdotas que a Baglivo le gusta evocar es que, en la década de 1970, uno de los que pasaron más tiempo allí fue el cantautor brasileño Vinicius de Moraes. “Él tenía un chiringuito en la parada 10, que se llamaba La Fusita. Cuando edita el disco La Fusa, en el año 1970, lo edita desde Imarangatú. Acá había un piano y ahí venía, con María Creuza y Toquinho. Componían y cantaban hasta la salida del sol”. Como bien dice él, en su época de oro Imarangatú fue el bastión de la movida puntaesteña. Hoy, la propuesta pasa por

Vista de la playa desde Imarangatú

una carta que mezcla gastronomía nacional y mediterránea, e incluye carnes, pastas y muchos productos extraídos del mar. Las preparaciones son caseras, hay tragos de autor, el vino es una selección de lo mejor a nivel nacional e internacional, en el estacionamiento —todo un problema en la costa de Punta del Este— hay lugar para cientos de vehículos y todo busca estar a la altura de las expectativas más exigentes. En temporada abre de la mañana a la noche y se destaca especialmente por los sunsets, uno de los momentos elegidos por el público más joven. Así, Imarangatú cierra en la península fernandina este pequeño paneo de tres de los paradores más antiguos de la costa. Es un corte caprichoso y muy breve, pero muestra hasta qué punto estos loca-

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les guardan la memoria de sus balnearios y de las personas que los eligieron para sus veranos. Cómo, de alguna manera, dejaron una huella profunda en todos.


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Ornamento no es delito

Por William Rey Ashfield FotografĂ­a Marcos MendizĂĄbal


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AlegorĂ­a de la medicina moderna, obra de JosĂŠ Belloni en la fachada del Hospital Italiano



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Arquitectura

Ornamento no es delito

Un ensayo escrito en 1908 por Adolf Loos, bajo el título algo incendiario de Ornamento y delito, tenía por objeto sacudir el ambiente intelectual de aquel momento, fundamentalmente en el ámbito del arte y la arquitectura.

Puerta ornamentada con leones como guardianes de la entrada, contrapesados por erotes vinculados al amor y la fraternidad familiar. Casa del Fauno, en la calle Lauro Müller

Por William Rey Ashfield Fotografía Marcos Mendizábal


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En realidad, el ensayo de Loos formaba parte de una cadena argumentativa de más vieja data, iniciada ya en el siglo XVIII, en el marco de la enseñanza académica y en fuerte reacción respecto de la experiencia barroca precedente. Todo el siglo siguiente — el siglo XIX— podría entenderse como un tiempo de alto control ornamental, pero no de anulación definitiva ya que, si bien el ornatus fue entendido como un componente de condición última y hasta superflua, no dejó de actuar como factor de terminación y énfasis compositivo en el plano del diseño. El ornamento no abandonaría, por tanto, su lugar en el proyecto arquitectónico; incluso se destaca un alto protagonismo en ciertas experiencias, como en los llamados estilos histori-

Personajes mitológicos y trabajadores anónimos ubicados sobre tondos, en directa relación con el mundo de la economía, el comercio y el trabajo. Fachada ubicada en la calle Treinta y Tres

cistas —neogótico, neorrenacimiento, etc.—, en los pintoresquismos regionalistas y, ya en tiempos finiseculares, en la irrupción novedosa del art nouveau. Pero ¿a qué se debe esa tendencia contraria al ornamento y, sobre todo, la fuerte iconoclastia que lo ha acompañado? No es esta una pregunta de fácil respuesta, si bien resulta medular, en términos epistémicos, para la arquitectura. Aunque en la historia de la humanidad el rechazo a la imagen permite identificar importantes y largos períodos —incluyendo las más diversas épocas—, desconocemos la razón fundamental que da respuesta a este fenómeno. Las últimas décadas han sido ricas en investigaciones sobre el “poder de las imágenes”, y quizá ese sea uno

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de los caminos para entender el fenómeno planteado. Distintos autores, como D. Freedberg y H. Belting —y más atrás E. Gombrich, H. G. Gadamer y W. Benjamin, entre otros— han realizado interesantes aportes, desde la historia del arte y la filosofía, que podrían ayudar a entender mejor tal iconoclastia y el rechazo a lo ornamental en la modernidad. No obstante, es necesario aclarar que este artículo no tiene tal aspiración, sino apenas la de identificar el problema y ayudar a replantear esta postura que ha operado en nuestro campo crítico e historiográfico, como así también en el ejercicio profesional al intervenir antiguos edificios, destruyendo de manera indiscriminada lo que se entiende, muy erróneamente, como objeto sin valor.


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Origen y rol de lo ornamental Quizá lo primero que es necesario analizar y asumir es que la arquitectura fue en sus orígenes patrimonio de Dios. Este patrimonio se transfirió, en tiempos de antiguas civilizaciones, a sus mayores representantes en la Tierra: el jefe de la tribu, el faraón, el monarca… Solo a manera de ejemplo, en la antigua Mesopotamia fue el dios Ningirsú, quien inspiró a Gudea en la conformación del plano arquitectónico más antiguo conocido hasta hoy, hecho en piedra, cuyo propósito fue la construcción del templo de Lagash. En Egipto, también el faraón ejerció la arquitectura, al trazar los planos y purificar el edificio sagrado. Podríamos seguir, asimismo, con otros ejemplos, como el de Salomón y el templo de Jerusalén, de perfección absoluta por ser la divinidad quien guio a este rey en su trazado y construcción material.

Alegoría de la caridad, en material cementicio, vinculada a una sociedad filantrópica

Arquitectura

Esta relación del proyecto arquitectónico con lo sagrado definiría, a lo largo de la historia, el importante papel de la arquitectura como microcosmos y, en forma indirecta, el papel del arquitecto como demiurgo o hacedor-creador de piezas y partes que componen un edificio cargado de mensajes. Sin embargo, esta dimensión teográfica fue cambiando a lo largo del tiempo y se incorporaron otros valores de significado, a veces más terrenales pero no por eso menos importantes para sociedades más modernas. En pocas palabras, la arquitectura tiene desde sus orígenes un sentido microcósmico y, por esto, una enorme y potente vocación simbólica. Tal vocación demanda al cuerpo de la arquitectura un sentido comunicativo, obligando a narrativas iconográficas que tendrán una retórica fácil y directa o bien una más encriptada y metafórica.

En pocas palabras, la arquitectura tiene desde sus orígenes un sentido microcósmico y, por esto, una enorme y potente vocación simbólica.

Cariátide representada como alegoría de la ciencia, ubicada en el acceso de la Facultad de Medicina


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Sociedad y ornatus A partir de volúmenes puros o formas simples y geométricas, los edificios pueden “hablar”, pero lo hacen desde un discurso más abstracto y, por tanto, más difícil de comprender y socializar. De hecho, muchas de las arquitecturas más modernas han apelado a las artes visuales o al ornamento para facilitar este discurso, sea mediante referencias mítico-clásicas o bien a otras más comprometidas con el tiempo de su construcción —barcos, puentes, aviones, fábricas, obreros trabajando— que reafirman su vínculo con la modernidad. Este rol discursivo de las imágenes ornamentales contiene también un sentido social insoslayable: el vínculo estrecho entre los significados retóricos de los ornamentos y la sociedad que los demandó o consumió. Cuando hoy se interviene un edificio

Escultura que representa a James Watt, evocando al mundo de la ciencia y al pensamiento positivista, en la fachada de la Estación Central de Ferrocarriles Gral. Artigas

y se aplica —como sucede de manera tan frecuente— un plan de “limpieza” o “asepsia” ornamental heredada del corpus ideológico del movimiento moderno, se desconoce o se ignora que más allá de los significados propios hay también un espesor sociocultural que está involucrado en dicha ornamentación, a partir de los gustos, los conocimientos y la identidad del colectivo social que lo demandó. Es probable entonces que muchas de las cornucopias, leones, grifos, veneras, escudos, erotes y tantas otras imágenes identificables sobre fachadas no resultaran tan indiferentes para sus propietarios originales como lo son hoy para nosotros. Tampoco para quienes fueron sus artesanos o artistas finalistas ni para quienes circularon por las calles como simples ciudadanos, todos capaces de leer y entender sus sentidos más codificados.

Cariátide con venera y guirnalda en la fachada del Palacio Heber Jackson, actual Museo del Gaucho


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Sabemos bien, por ejemplo, que había una relación directa entre la imagen ornamental y su específica ubicación dentro del conjunto de la fachada: leones y grifos a los costados de la puerta o en su propia carpintería o herrería; representaciones del dios Jano o Mercurio por encima de las puertas; las veneras o conchas marinas generalmente sobre ventanas, aunque a veces también en el acceso; escudos heráldicos y cuernos de la abundancia como remates superiores, pero siempre por debajo de cornisas; atlantes o tenantes sosteniendo dichas cornisas o como soportes de cúpulas y miradores. Pero hay también un relato iconográfico, bastante más específico, si consideramos el cuerpo ornamental del interior de las viviendas más suntuosas, en particular de aquellas concebidas, en nuestro país, entre el último tercio del siglo XIX y la tercera década del XX. Se trata de ornamen-

Arquitectura

tos en yesería o de base cementicia que muestran cómo los comedores recurrieron al tema tan frecuente de las cuatro estaciones o de las cornucopias, ambos ilustrando elementos de naturaleza gastronómica. En las grandes salas, en cambio, los temas fueron más variados, como las cuatro partes del mundo, diversas alegorías o manejos de órdenes clásicos que aluden siempre a principios de jerarquía y prestigio. Los frentes de estufas, en particular, fueron soportes reiterados para escudos y referencias heráldicas. En términos de significado, los ornamentos delatan una serie de ideas y principios de la sociedad de la época —en particular de la sociedad burguesa—, muy especialmente sus valores y aspiraciones. La idea de seguridad y control del espacio íntimo se verifica en la puerta de entrada, con la presencia de los ya citados leones o monstruos mitológicos que buscan

amedrentar al intruso; la representación del cuerno de la abundancia es la manifestación más explícita de un ideario burgués que encuentra en la base económica su mayor sustento social; personajes míticos como la diosa Venus, o atributos suyos como la venera, refieren al valor de la fertilidad y la aspiración a una familia grande, de muchos hijos. Verificado y asumido, entonces, que el ornamento es para la arquitectura una manifestación intrínseca y ancestral, así como un soporte clave de su vocación retórica; aceptado también que su presencia en arquitecturas pasadas constituye un verdadero documento de carácter social y cultural respecto a una sociedad que lo admitió y se identificó con él, ¿no ha llegado el momento de repensar y cuestionar ese desprecio histórico, hasta ahora imperante, acerca de su valor? Seguramente, ornamento no es delito.

Personajes míticos como la diosa Venus, o atributos suyos como la venera, refieren al valor de la fertilidad y la aspiración a una familia grande, de muchos hijos.

Grifo tallado en madera, guardián de las puertas del Palacio Santos, actual Ministerio de Relaciones Exteriores


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Trabajo y energĂ­a, relieves de S. Moncalvi y J. Lanzaro en columnas de acceso al Palacio de la Luz

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Artistas de tapa

Por Riccardo Boglione


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HĂŠctor Sgarbi, tapa de H. L. Ricaldoni, Ladrillos rojos, Montevideo, Impresora Uruguaya, 1931

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Guillermo Laborde, tapa de E. Rossi Delucchi, Cauces profundos, Montevideo, Maximino GarcĂ­a, 1926

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Diseño editorial

Artistas de tapa

Entre los numerosos cambios que sacuden la cultura a fines del siglo XIX, no cabe duda de que la forma de presentar al público/comprador el objeto libro muda sustancialmente, tal vez, siguiendo el mismo destino del afiche publicitario, transformado, sobre todo a partir de 1880, en imán de miradas de los transeúntes.

Gráfica de pintores y escultores uruguayos (1910-1932)

Carlos Alberto Castellanos, tapa de D. Agustini, Los cálices vacíos, Montevideo, O. M. Bertani, 1913

Héctor Sgarbi, tapa de J. C. Faig, Cartelario, s. e., 1932

Por Riccardo Boglione


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Así, en la primera década del siglo XX, se instala la disposición de concebir las carátulas de libros no tanto, o no solo, como neutro espejo de lo que contienen, sino como piezas expresivas, con el fin precipuo de atraer la atención del lector. La cubierta dotada de autonomía y pensada para maravillar irá exacerbándose en la década sucesiva para llegar a su punto más álgido con las vanguardias históricas europeas —y en definitiva también en sus declinaciones más geográfica y cronológicamente centrífugas—: la tapa es pensada por estas como escaparate, por cierto, pero también como elemento que contribuye a la significación total del libro, lejos de ser mero adorno o cebo. No extraña, entonces, que la nueva práctica de producir cu-

biertas de libros y revistas, además de establecer —aún silenciosamente y sin nombre— un ejército de diseñadores gráficos, cautive a varios artistas provenientes de las “bellas artes”: se trata finalmente, por su juventud, de un espacio abierto a la experimentación. Tan temprano como 1902, en Montevideo el periodista Luis Scarzolo Travieso remarcaba cómo “el libro ha perdido ya […] su aspecto uniforme, monótono, gris, puramente tipográfico: ahora se nos presenta con un traje atrayente, lleno de efectos magníficos, casi sorprendentes”,1 individuando perfectamente el fenómeno: en Uru-

Carlos Alberto Castellanos, tapa de O. Fernandez Ríos, Las leyendas milagrosas, Montevideo, O. M. Bertani, 1912

Humberto Causa, tapa de A. Lasplaces, Salmos a la vida, Montevideo, O. M. Bertani, 1914

1 Luis Scarzolo Travieso, Arte moderno. Conferencia leída en el Club Vida Nueva, Montevideo: Barreiro y Ramos, s. f. [1902], p. 27.

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guay, como veremos, varios pintores dejan obras de factura impecable y a menudo imprevisible en las carátulas de libros y periódicos locales. Antes de empezar el recorrido, algunas premisas: el inventario no quiere, ni puede, ser exhaustivo; se focaliza solo en los libros, dejando de lado los periódicos y los trabajos xilográficos (que merecerían otra nota por su magnitud); cubre las décadas de 1910, 1920, hasta principios de los treinta, las más fructíferas para las incursiones de artistas consagrados en este renovado mundo editorial. Sí vale la pena la mención de un caso que sale de estos límites temporales, por la excepcionalidad de su autor: el préstamo pictórico que el poeta español Leoncio Lasso de la Vega,

Andrés Etchebarne Bidart, tapa de Juan Manuel Abella Viera, Despertar con brumas, Montevideo, O. M. Bertani, 1913


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Diseño editorial

Ya entrados en los años diez, cuando aparecen las primeras señales de turbulencias gráficas, las carátulas no registran intervenciones de Torres García, que desde hacía tiempo vivía en Cataluña, ni, básicamente, de Rafael Barradas. Este desarrollará gran parte de su producción como ilustrador en España

residente en Uruguay, pide a su amigo, el pintor Pedro Blanes Viale —los dos viviendo en Mercedes— para su curioso libro Anatema. Canto pro-Boer (1902), ataque a los ingleses durante la guerra entre el Imperio británico y los colonos de origen neerlandés de Sudáfrica: enmarcado en una decoración afable se aprecia la figura de un bien trabajado, aunque no deslumbrante, soldado herido. Ya entrados en los años diez, cuando aparecen las primeras señales de turbulencias gráficas, las carátulas no registran intervenciones de Torres García, que desde hacía tiempo vivía en Cataluña, ni, básicamente, de Rafael Barradas. Este desarrollará gran parte de su producción como ilustrador en España, sobre todo en el seno del movimiento ultraísta, a través de unos “dibujos, tan sintéticos, tan expresivos, y además tan llenos de encanto popular y poesía, y de […] temblor infantil y circense” que las publicaciones del ultraísmo sin su arte “hubieran sido distintas”:2 queda solo en el ámbito 2 Juan Manuel Bonet, “Baedeker del Ultraísmo”, en El Ultraísmo y las artes plásticas, Valencia: IVAM, 1996, p. 37.

Pedro Blanes Viale, tapa de L. Lasso de la Vega, Anatema. Canto pro-Boer, Mercedes, Imprenta El Diario, 1902

José Cuneo, tapa de J. P. Bellán, Primavera. Montevideo-Buenos Aires, Agencia General de Librería y Publicaciones, 1926 (5ª ed.)

Luis. A. Fayol, tapa de V. Basso Maglio, Tragedia de la imagen, Montevideo, s. e., 1930 c.


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montevideano una caricatura que adorna la tapa de la comedia de Ernesto Herrera La moral de Misia Paca, impresa en 1912 por las ediciones O. M. Bertani.3 Esta editorial, dicho sea de paso, ocupa un lugar especial porque, por lo menos durante los años diez, encarga sus carátulas principalmente a pintores, como demuestran algunos de los ejemplos que siguen. Empezamos con la obra gráfica de dos escultores. Coacervo de impulsos simbolistas (incluso en los temas, grotesco por un lado y orientalista por el otro) resultan dos sugestivas cubiertas que tienen evidentes afinidades compositivas y que fueron dibujadas por Antonio Pena y José Luis Zorrilla de San 3 Sí aparecen caricaturas y retratos de Barradas en el interior de libros uruguayos de la época; por ejemplo, en El hombre quimera (Bertani, 1911), de Ángel Falco, y en el citado Las leyendas milagrosas, de Fernández Ríos. Hay que remarcar también empleos “tardíos” de dibujos barradianos: uno prestado por el autor a Vicente Basso Maglio para su La expresión heroica (Imprenta Gaceta Comercial, 1928) y otros utilizados en tapas de libros salidos en Montevideo el año de su muerte, 1929: Jesualdo, El hermano Polichinela (Editorial Albatros) y Fragmentarismo del hermano del pintor, Antonio de Ignacios (s. e.).

Guillermo Laborde, tapa de H. Zarrilli, Parana Guazú, Montevideo, A. Vila & Cía., 1930

Martín, respectivamente, para Los místicos (1915), de Eduardo Dieste, y Humo de incienso (1917), de Fernán Silva Valdés. Atmósfera claramente art nouveau, en cambio, la de Carlos Alberto Castellanos al crear dos cubiertas de libros de Bertani: Las leyendas milagrosas (1912), de Ovidio Fernández Ríos, y la primera edición del capital Los cálices vacíos (1913), de Delmira Agustini: en ambas, poderosas siluetas de mujeres se “apoyan” al oval del título, marcadas por un trazo firme y grueso, extremadamente personal, casi como si se tratara de bocetos para vitraux. Otra variación del trazo, aquí más anguloso que el típico del nouveau, en el que sin embargo el conjunto se puede inscribir, es el que Humberto Causa realiza para la carátula de Salmos a la vida (1914), de Alberto Lasplaces: faunos y ninfa (o caballeros y señorita, si leídos en clave burguesa) bailando desnudos y envueltos en ramilletes de rosas, con parco pero sabio uso de verdes y rojos. El uso protagónico del verde tenía un precedente en la tapa de Despertar con bruma (1913), de Juan Manuel Abella Viera, firmada por Andrés Etchebarne Bidart: en ella parece regir una suerte de protoplanismo sombrío.

José Luis Zorrilla de San Martín, tapa de F. Silva Valdés, Humo de incienso, Montevideo, Renacimiento, 1917

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Hablando de esto y habiendo citado a Causa y Etchebarne Bidart, es menester subrayar que la gran mayoría de los pintores que en los veinte incursionan en la gráfica de libros adhieren a la tendencia planista. De alguna manera, ciertos componentes de este movimiento pictórico que Gabriel Peluffo denomina la escuela de Montevideo, y que se pueden resumir en el uso del color puro y “la representación de los objetos por medio de facetas o planos, cada uno […] con su propia función estructural y cromática”,4 tienen fuerte afinidad con preceptos de la gráfica modernista que privilegia, en efecto, la síntesis analítica y los amplios campos de color, mientras rehúye al claroscuro. Así, la única carátula que hemos podido rescatar de José Cuneo, el iniciador de esta escuela —efigie de una edición de 1926 de Primavera, de José Pedro Bellán—,5 es un mag-

4 Gabriel Peluffo Linari, Historia de la pintura en Uruguay 1. El imaginario nacional-regional. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental, 5.a ed., 2015, p. 76. 5 La primera aparición del dibujo de Cuneo que he encontrado se halla en la quinta edición

Antonio Pena, tapa de E. Dieste, Los místicos, Montevideo, Librería Mercurio, 1915


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Diseño editorial

nífico dibujo que explota a la perfección grandes áreas de color, rojas y amarillas, atravesadas por una línea sinuosa opuesta a un horizonte derecho, con una impronta general seudoinfantil de gran impacto; se trata de un libro de cuentos para jóvenes, adoptado enseguida como lectura en la escuela primaria. De corte bien diferente, más clásico —un sobrio, aunque articulado, dibujo en tinta china de un soldado disparando un cañón—, es la prueba aislada que Carmelo de Arzádun, en ese momento también abocado al planismo, brinda a la gráfica de estos años —incursionará otra vez en el diseño de carátulas a fines de los treinta— 6 en la colección de versos Fruta de guerra (1920), de Casto M. Vidal. Una sola cubierta, en la época, también por Alfredo De Simone,7 creada para la célebre novela Él, de la española radicada en Uruguay Mercedes Pinto —volumen ilustrado en su interior por el gráfico puro Héctor Fernández y González y el grabador Federico Lanau—. De Simone aplica tres grandes campos de colores, didel libro, pero es posible que haya aparecido en la segunda o tercera edición, de las que no encontré ejemplares en las bibliotecas locales. En la sexta edición (1930) el dibujo aparece nuevamente, pero sin mencionar a su autor. 6 De él se conoce la carátula (y cuatro dibujos interiores) de Las mil exploraciones de la niña Ecy (1941), de Norberto Bautista y Alcaraz, pero es probable que haya ilustrado también las tapas, sin firmar, de los tres volúmenes salidos por la Editorial Nueva América a fines de los años treinta. 7 El pintor volverá a ilustrar una tapa en 1940, con un delicado dibujo en rojo, para Cometa sobre los muros, de Líber Falco (Imprenta Stella).

vididos netamente por un trazo firme y espeso que forma una inquietante cabeza atormentada por las garras de un ave de rapiña, cuyas alas ocupan el ancho de la entera ilustración, solo aparentemente simétrica: la tapa se vuelve un poderoso emblema de la angustia. Otra imponente figura de pintor planista, que además formó a varios artistas del medio a través de sus clases en el Círculo de Bellas Artes, es la de Guillermo Laborde, uno de los más activos editorialmente —y notoriamente devoto de las artes aplicadas—. Recorrer sus cubiertas habla de su eclecticismo y oficio: a los chocantes contrastes de líneas puntiagudas, blanco, negro —y rojo del título— con los que decora la cubierta de Cauces profundos (1926), de Elena Rossi Delucchi, se puede oponer el carácter juguetón y dinámico del maravilloso lettering que engalana el libro de gran formato 20 poemas de América para ser cantados por los niños (1930), recopilado por la dupla Abadie-Zarrilli. Letras parecidas, de evidente procedencia tardofuturista con olor a déco se hallan también en el rítmico e hipersintético dibujo del libreto de Paraná Guazú. Primera Ópera Nacional, música de Vicente Ascone, que sale también en 1930 por mano de Laborde. Un artista que se mueve airoso en ámbito planista, pintor hoy en día injustamente olvidado, es Luis Alberto Fayol, a quien Felisberto Hernández en 1929 dedica un cuento de su Libro sin tapas: a la postre suena paradójico, considerando que justamente su producción de tapas es cuantiosa y

de gran calidad. Fayol opera, en sus cubiertas, moviéndose empecinadamente dentro de la abstracción: acá seleccionamos dos de las más representativas. En Diálogos de las luces perdidas (1927), de Sarah Bollo, Fayol se expresa de forma austera, jugando con un uniforme fondo violeta y un intercambio entre líneas de las letras y signos astrales que refieren claramente a la luz del título, mientras crea una espléndida composición geométrica centrada en el círculo para el ensayo de Vicente Basso Maglio dedicado a Barradas, Tragedia de la imagen (1930 c.). Finalmente, cerramos con un pintor que fue discípulo del Círculo, en especial de Laborde, y que flirteó en sus comienzos con la lección planista, Héctor Sgarbi. En la tapa de Ladrillos rojos (1931), de Hugo L. Ricaldoni, el artista produce una síntesis deslumbrante y minimalista, que roza la abstracción y a la vez es representación directa del título; en Cartelario (1932), de Juan Carlos Faig, al revés, el tono es absolutamente expresionista, pero resuelto con una mezcla explosiva de elementos futuristas —la repetición dinámica de los carteles— y constructivistas —la enérgica fórmula cromática del blanco, negro y rojo—. Así, sus dos cubiertas más llamativas reflejan lo que fue la labor de algunos de estos artistas a la hora de crear obras gráficas para la impresión mientras el mundo editorial instituía nuevas modalidades: no solo supieron adaptar brillantemente su oficio al diseño, sino que en algunos casos se atrevieron más que en sus obras pictóricas.

Otra imponente figura de pintor planista, que además formó a varios artistas del medio a través de sus clases en el Círculo de Bellas Artes, es la de Guillermo Laborde, uno de los más activos editorialmente.


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Alfredo De Simone, tapa de M. Pinto, Él, Montevideo-Buenos Aires, Editorial de la Casa del Estudiante, Agencia General de Librería y Publicaciones, 1926

Luis A. Fayol, tapa de Sarah Bollo, Diálogos de las luces perdidas, Montevideo, Barreiro y Ramos, 1927

Guillermo Laborde, tapa de H. Zarrilli y R. Abadie, 20 poemas de América para ser cantados por los niños, Montevideo, Industrial Gráfica, 1930

Carmelo De Arzadun, tapa de C. M. Vidal, Fruta de guerra, Montevideo, s. e., 1920


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Abriendo paso al silencio para no gritar

Por Elena O'Neill y Alejandro Rubio FotografĂ­a Carlos LĂłpez


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Entrevista a Manuel Aguiar

Abriendo paso al silencio para no gritar

Manuel Aguiar (Montevideo, 1927). Artista plástico, ganador del Premio Figari 2007-2008. Regresó al Uruguay en 1985, después de pasar 30 años en Francia. Actualmente vive y trabaja en Montevideo.

Sin título 1961 Acrílico sobre tela 116 × 80 cm

Por Elena O'Neill y Alejandro Rubio Fotografía Carlos López


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Tu obra te fue llevando a distintos procesos de investigación y búsqueda por una expresión a través de símbolos cargados de contenido universal. ¿Cómo ves estas continuidades y cambios expresivos a lo largo del tiempo? Haber sido alumno de Torres García y formado parte del Taller durante más de 10 años fue algo fundamental. El aprendizaje inicial en el oficio con Augusto Torres, mis contactos con el maestro, trabajando juntos con los diferentes compañeros sobre las diferentes pautas que nos iba dando Torres: las reflexiones que iba generando todo ello como propuesta dinámica del constructivismo fue para mí fundamental. Con 17 años, junto con las reflexiones y lecturas de la biblioteca de mi padre, generaban una inquietud y un interés por una visión menos racional pero más coherente para con el fluir de la existencia. Creo que mi aproximación a la plástica se dio, no por una disposición personal, sino más bien por querer comprender la evolución de las diferentes tendencias del arte contemporáneo. Desde los 12 años empecé a relacionarme con [Humberto] Megget, por ejemplo, que estaba conmigo en la Sagrada Familia. Después nos encontramos con [Juan] Fló, ya en primero y segundo año del liceo. Nos reuníamos, teníamos un

interés común, una inquietud que el liceo no podía cubrir. Era inherente a nosotros el generar ocasiones, opciones y motivos para poder frecuentar esas inquietudes comunes. Fue así que aparecieron los primeros intentos nuestros de hacer una revista, que se llamó Letras. Conseguimos el dinero para alquilar un cine, hicimos un espectáculo, vendimos las entradas puerta por puerta, y así reunimos el dinero para poder editar esa primera revista, que fue un poco adolescente, infantil, pero que también fue un motor que nos permitió ver que podíamos hacer algo. Realmente teníamos intereses comunes, deseos de profundizar en ciertas cosas. A Fló más que nada le interesaba la filosofía; a los doce años se había metido con Kant. Megget estaba más interesado en la literatura, como yo. Intercambiábamos libros. A raíz de mi entrada en el Taller Torres García empecé a interesarme por la cultura primitiva y empecé a comprar libros sobre antropología. Megget tomó toda una corriente más poética, de encantamiento y poesía, a partir de lecturas como el Popol Vuh, que leíamos juntos con asombro. Por ejemplo, mi interés con las lecturas precolombinas fue un punto común con [Gonzalo] Fonseca, con quien compartimos la afinidad por el funcionamiento de esas sociedades y sus valores culturales.

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Al entrar en el Taller tuve una reacción bastante violenta, porque vi que me estaba alejando de lo más fundamental, de lo vital, de lo funcional. Al elemento expresivo yo le acordaba un elemento de transmisión de ciertas vibraciones y elementos que no respondían meramente a la cuestión plástica, a que quedara bien. Lo digo porque creo que es importante la aproximación que han podido tener otras personas, otros compañeros del Taller. También con [Antonio] Pezzino, [José] Gurvich y el grupo Artes y Letras, que reunía, entre otros, a Roberto Fontana, Carlos Brandi, Graciela Saralegui y Néffer Kröger, vendimos rifas en la plaza Libertad para irnos a Europa, y en 1954 me voy con Pezzino y Gurvich. Antes de mi viaje a Europa, después de la muerte de Torres, en 1950, hice un viaje a Chile para llevar una exposición del Taller, que venía de Bolivia. Manolita [Piña] me había dado un cuadro de Torres para reforzar un poco la exposición en la Universidad de Chile. Ahí aproveché y me fui un tiempo a Valparaíso a pintar paisajes, cerros y el puerto. Después recorrí Iquique, Antofagasta, Tocopilla y Arica. Llegué a la frontera de Perú y seguí hasta Lima. Fue una experiencia interesante, tenía 19 años. Para sinterizar, en Perú lo que me interesaba fundamentalmente era estudiar las culturas, y al principio me metí muy a fondo. Estudié clasificatoriamente a través de libros, en

Sin título 1999 Acrílico sobre hardboard, tela, arpillera y cuerda 110 × 73 cm


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bibliotecas y museos, hasta que en un momento dado me di cuenta de que ese era un modo de percepción occidental y que por lo tanto congelaba la vivencia que podía haber depositada en las obras. A partir de ese momento empecé a sentir las obras y a cambiar, lo que se vio reforzado por mi viaje a distintos lugares como Tiahuanaco, Pachacamac y Chavín de Huántar. Estos centros religiosos tenían una densidad importante, que se podía sentir pero no conceptualizar. Encontraste una cantidad de afinidades y de resonancias con tu obra... Signos cargados de contenido universal... Siempre me han interesado las letras y las formas con intención simbólico-religiosa. Cuando empecé en el constructivismo comencé a buscar elementos para trabajar sobre esas cuestiones. Fue un punto importante. Torres, lo que transmitía, sus escritos y también la ayuda que me fue dando en la búsqueda y en la pintura fueron elementos muy importantes para mí en cuanto a un pasaje a otra cosa. Pero, claro, me di cuenta de que mis búsquedas no eran solamente plásticas. Mi interés esencial no era ser un pintor reconocido ni mucho menos. Era otra mi búsqueda. El viaje a Europa empezó por Grecia y siguió por Egipto y Turquía, lo que me permitió ver lo mismo que había sentido frente a las obras en Perú: el ver y estar frente a las cosas, escuchar y sentir

Entrevista a Manuel Aguiar

en lugar de categorizar. Entonces, en vez de ser un cuestionador o un proyector de preguntas, uno es una pantalla que recibe impresiones y escucha. Esa fue la actitud que tuve frente a muchas obras, tanto en Egipto como en Grecia y en Turquía. La Mezquita Azul y Santa Sofía fueron puntos importantes, así como el Museo de Arte Bizantino en Estambul. Comencé a darme cuenta de que había aspectos técnicos que había que tener en cuenta, que el arte era también un trabajo de intercambio en una sociedad y que, por lo tanto, había intereses inmediatos que propiciaban la generación de esas obras. Más allá de eso, sentía que había obras que no estaban hechas solamente para el momento, sino que tenían una intención de transmitir algo más allá de ellas mismas. ¿Podría decirse que hay obras que tienen gran carga de presencia y otras que son encargos formales? Depende de la obra y de la actitud que uno tiene frente a ella, porque hay encargos formales a través de los cuales se transmite otra vivencia. Por ejemplo, en el Louvre hay quince personas agrupadas, un tipo les cuenta la historia de la Gioconda y se van, pasando al lado del Baldasarre Castiglione de Rafael, que es tanto o más importante, y ni lo miran. Después hay gente que va de otra manera, a la escucha de las cosas, y para eso es necesaria una cierta tranquilidad. Las últimas veces que fui

a Europa decía que tenía cita con La dama del unicornio y con La dentellière de Vermeer. Ustedes conocen el Louvre... Voy y pregunto por La dentellière, que es un cuadrito pequeño, uno de los treinta y pocos que pintó Vermeer. ¿Te das cuenta de lo que puede significar? “Suba”, te dicen. Voy y estoy solo con La dentellière durante una hora y media, ahí. Me refiero a cómo es la aproximación a las obras. ¿Cómo vas a tener una actitud de entrega frente a una obra si en la vida no has practicado la entrega por el intercambio? Para escuchar es necesario abrirse en todos los sentidos y no categorizar. Viajaste por Perú antes de ir a Europa. ¿Cómo fue entrar en el Louvre luego del contacto con el arte precolombino? Fui a Europa con otra actitud; el viaje a Perú me sirvió muchísimo en ese sentido. Desde luego que la escala es diferente. Para ir a Europa me documenté mucho, sobre todo en cuanto a la tradición de las culturas mediterráneas y sus civilizaciones, que era lo que me interesaba. Recuerdo el Auriga de Delfos, de bronce, de tamaño natural, donde los pliegues de la túnica resaltan la verticalidad; es casi una columna. Le han puesto no sé si cerámica o vidrio en los ojos, y tiene una mirada… Es una cosa fenomenal, con una presencia que te transforma dada su fuerza simbólica. Arquitectónicamente me marcó mucho el Tholos, un templo circular, también en Delfos. Uno ve las

Sin título 1951 Óleo sobre cartón 54 × 72 cm


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obras, y las referencias históricas son una cosa, después está lo que realmente te atrae. Me pasó con el cuadro de Vermeer, con algún Tiziano, con algún Velázquez, con los florentinos, con Mantegna, con Piero della Francesca, que transmiten algo más allá de las conquistas temporales que fueron realizando en la perspectiva, en el claroscuro y en el dibujo: la necesidad de sentir, la idea de que esos hombres habitaron su existencia, y la transmiten. Creo que es una cosa importante. Tuve esa preocupación incluso después de trabajar con Torres, estudiando los alfabetos primitivos. A Torres le importaba cuándo alguien hace una línea horizontal o vertical o cuándo aparece una oblicua, porque eso implicaba una cantidad de elementos importantes. Por otro lado, ¿qué es el lenguaje sino la transmisión gráfica de elementos vibratorios, sonoridades a través del flujo respiratorio? Ahí es donde empieza la conexión con lo vital. El lenguaje tiene elementos interesantes por su conexión con lo vital, así como la escritura con su preocupación por la gestualidad, las letras. Empecé a interesarme en los alfabetos antes de ir a Perú. Cuando volví a Montevideo comencé a leer sobre antropología, que me permitió entender lo que es distanciarse de la cultura, el equilibrio que tiene cada cultura en sí misma para generar una armonía grupal... Por lo tanto, frente a elementos formales de otra cultura, darles una lectura más actual es difícil, es una forma de colonialismo. Son cosas que se fueron aclarando de a poco.

Estaba tan motivado con todo eso que en Europa, cuando estaba en Italia, dije “ahora me voy quince días a París a vichar un poco y después me voy a Uruguay a trabajar”. Me fui por quince días y me quedé treinta años. Estaba abierto a la experiencia, a que me sacudieran, a que me dijeran “no seas estúpido y abrí los ojos”. Cuando uno aprende con un maestro hay una identificación tan grande con lo que uno ha aprendido, con saberes y conocimientos transmitidos, con la reflexión sobre el elemento plástico, que después uno tiene la tendencia a querer cuadricular toda la historia de la humanidad a través de eso. Desprenderme de esas cosas me costó varios años por el infinito respeto que tenía a todo lo que me había transmitido Torres, a lo que yo había aprendido e incorporado. Me llevó un tiempo empezar a abrirme y escuchar. Me ayudó mucho estudiar sobre budismo y religiones orientales, y darme cuenta de que la visión también es inherente a lo que ha generado esa cultura como religión, como reflexión filosófica, como arraigo temporal en el lugar en que le tocó vivir, algo que es muy importante. Después de haber tenido una formación con un maestro como Torres, ¿cómo fue abrirte hacia otras posibilidades? El asunto es que, cuando empiezas a entrar en diferentes posibilidades expresivas inherentes a procesos históricos de diferentes lugares, se amplía

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la comprensión. Por ejemplo, el Renacimiento aparece como una liberación frente a la Edad Media porque había un interés por el arte y la filosofía helénica. En Florencia surgió un grupo de neoplatónicos dirigido por Marsilio Ficino que generó todo un movimiento. Ahí ya no es el cristianismo, es otra cosa. Sin este nuevo élan, ¿cómo se pueden explicar la Alegoría de la primavera y el Nacimiento de Venus de Botticelli? En un momento dado tus obras adquiere una total libertad frente al mundo circundante, se liberan de referencias a la vida cotidiana y de símbolos de otras culturas, se caracterizan por una gran simplicidad y sobriedad. Sin embargo, nos exigen una gran disponibilidad para que se abran y dialoguen con nosotros. Ese proceso empieza después de varios años de haber trabajado en un grupo de Gurdjieff, guiado por Vera Milanova, una maestra que fue la esposa de René Daumal y que hacía un trabajo psicológico siguiendo las enseñanzas de Gurdjieff, un trabajo muy intenso de control de los estados asociativos, mentales y emocionales, y también de la corporeidad. Ahí empecé a buscar y encontré un libro sobre sufismo, de un poeta persa. Me di cuenta de que el sufismo abría el campo a la parte expresiva, y que la parte emocional no era simplemente el control de la mecánica

Sin título 2016 Lápiz sobre papel 19 × 28 cm


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emocional, sino que también había toda una creatividad detrás que había que manifestar. Empecé a buscar por ese lado, a tratar de ver. En la primera exposición, de 1958, antes de la muerte de Vera, hice pequeñas tintas. Le hablé a Igor Troubetzkoy, un compañero del grupo de Gurdjieff, un príncipe ruso que vivía en París y que había sido el marchand de Serge Poliakoff y de Nicolás de Staël. Le mostré mis cosas, le gustaron mucho, y escribió algo para el catálogo de mi primera exposición, en la Galerie du Haut-Pavé. Ahí empieza ese proceso, desde 1958 hasta 1983. Fue bastante largo, pasó por diferentes etapas, primero con las pequeñas tintas y luego creciendo un poquito más. No me animaba al óleo, hasta que después empecé a comprar polvos de diferentes pigmentos que mezclaba con cola. Inicialmente la gestualidad tenía que ver con una pulsión inmediata, con el planteo de una forma, que no es solamente forma sino gesto, y a partir de ahí surge la pulsión, como si eso fuera generando el resto del dinamismo. Comienza toda una evolución en ese sentido, hasta que a principios de los años ochenta la pongo en cuestión. Creo que es interesante ver cómo se ha dado este proceso en cada uno de nosotros que pertenecimos al núcleo del Taller. No me arrepiento para nada de todas las dificultades que pasé, de las que aprendí mucho, sobre mí y sobre mi intercambio con el mundo, y sobre lo que no se puede intercambiar con el mundo, que es lo más genuino y sagrado que uno tiene. Recibir: las cosas que uno ofrece es el producto de lo que uno hace; no es extraordinario ni malo, es lo que es, es el proceso constructivo de cada ser de la humanidad. Llama la atención la gran economía de medios y potencia plástica que fue tomando tu obra. Exige el abandono de cualquier intento de aprehensión racional, nos confronta con un vacío que al mismo tiempo es muy pleno. Desde las primeras tintas, lo más importante es estar frente a un papel o una tela en blanco, y si uno es respetuoso del instante, algo se va a producir más allá de toda expectativa. La impulsividad no es expresión, y lo que se expresa es lo que es en ese momento y nada más. Poco a poco fui saliendo de la pintura. Fue un despojo, a partir de que el blanco tiene que corresponder con tu disponibilidad de no saber,

Entrevista a Manuel Aguiar

y que esa dinámica del no saber la genera el propio cuadro que te está proyectando a ti más allá de tu historia, tus picardías, tus deseos de aparecer, de afirmarte, o tu temor de no afirmarte. Todo eso queda afuera, ya no es tuyo. Lo que se produce es así y ya está. Pero tampoco es Pollock, no es intencional. Recuerdo que una vez elegiste para la tapa de un libro la imagen de una montaña de la que solo se veía el pico y la parte de abajo, donde la parte del medio se esfumaba y generaba un vacío muy atrayente. Sí, era el monte Merú, el monte del conocimiento, y por eso está vacío, porque no es tu conocimiento. Torres decía una cosa muy interesante: el mal pintor habla mucho y el buen pintor sabe que hay que hablar poco. ¿Qué quiere decir esto? Llevado al extremo, es darle a la esencia, al ser del espectador, la posibilidad de imponerse sobre su condicionamiento. Es una batalla casi perdida, pero las batallas perdidas también hay que darlas, porque tienen su función. En este momento todo se trata de hacer cuadros grandes, porque se ven más en las exposiciones. Aquí me desentiendo de este asunto, estoy en un proceso que no pretende nada más que lograr que la gente escuche mi silencio. Es un despojamiento consciente, no hay ningún interés de convencer a nadie de nada. Fundamentalmente, ha sido un despojo progresivo e involuntario. El descargarse de la obsesión de agradar, de ser reconocido. Por eso en este largo proceso siempre tuve que realizar oficios paralelos que me aportaron lo necesario para vivir, y así estar libre de practicar la expresión plástica y no estar estancado en el interés económico como motor de una profesión.


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Torres decía una cosa muy interesante: el mal pintor habla mucho y el buen pintor sabe que hay que hablar poco. ¿Qué quiere decir esto? Llevado al extremo, es darle a la esencia, al ser del espectador, la posibilidad de imponerse sobre su condicionamiento.

Sin título 1953 Óleo sobre cartón 53 × 68 cm

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Columna

La cultura en tiempos de cólera

Álvaro Ahunchain

Consultor en comunicación, autor y director teatral

Mientras escribo estas líneas, entra en su etapa final una campaña política uruguaya que resultó singular. La inédita volatilidad en las preferencias electorales, evidenciada por las variaciones que fueron dando las encuestas, dio pie a discursos agresivos y golpes de efecto. Sin duda las redes sociales fueron el territorio donde se libraron las batallas más encarnizadas, diálogos de sordos plagados de insultos, ofensas y escraches. No es casual que, entre las distintas áreas de la realidad nacional, haya habido una que faltó a la cita prácticamente en todos los debates: la cultura. En los distintos programas partidarios hay aportes atendibles al respecto, pero, como siempre, la cultura no es taquillera a la hora de erigirse en tema de discusión pública. Y el peso de su omisión se hace directamente proporcional al bajo nivel de debate de los restantes asuntos políticos. Con el ánimo de hacer un aporte al respecto, acepté con alegría la propuesta de esta prestigiosa revista y aquí estoy, poniendo sobre la mesa un tema que me apasiona, en mi doble condición de ciudadano comprometido con la realidad política y artista teatral.

cado premia un determinado tipo de cultura, en la medida en que es la intencionadamente patrocinada por los medios masivos de comunicación y los grandes polos de irradiación cultural. Suponer, por ejemplo, que un Estado como el nuestro no subsidie al cine nacional sería lisa y llanamente condenarlo al suicidio. No porque nuestros realizadores sean incapaces de convocar público (muchas películas uruguayas han sido saludablemente taquilleras), sino porque las distribuidoras operan con criterios favorables a las multinacionales del entretenimiento y, al patrocinar determinado tipo de contenidos, coadyuvan a hacerlos más deseables para los espectadores. Hay una anécdota muy graciosa del dueño de una emisora radial que durante tres décadas se negó a difundir música nacional, porque la consideraba muy mala. De pronto apareció un tema exitoso a nivel global de un creador que se hacía llamar Pájaro Canzani. El radiodifusor lo difundió con entusiasmo y recién después se enteró de que el tal Pájaro era más uruguayo que el mate. Algo parecido le pasó al gran Ruben Rada. Una vez le preguntaron por qué en su juventud había emigrado a otros países. Su respuesta fue lapidaria: “Porque si me quedaba en el Uruguay, en lugar de ser considerado un músico profesional, iba a ser siempre el negro que vive acá a la vuelta”. Esa comprobación de que nadie es profeta en su tierra es una constante en el país. Conozco críticos cinematográficos que apreciaron el filme Whisky, de Stoll y Rebella, después de que ganó en la Semana de la Crítica en Cannes. Y ni que hablar de los lectores que abrieron por primera vez libros de Onetti e Ida Vitale luego de que estos fueron sido galardonados con el Premio Cervantes. Es difícil encontrar en el uruguayo medio un orgullo por sus creadores, como puede apreciarse en Argentina con Borges y Cortázar y en Brasil con Jorge Amado, por ejemplo. Somos una nación soberbia, pero al mismo tiempo acomplejada de inferioridad. Una política cultural activa de promoción y difusión de nuestros grandes creadores permitiría cambiar

ese inmovilismo y recuperar con ello el orgullo de nuestra propia identidad cultural, tan exclusivamente futbolera. Refutado el paradigma ultraliberal, vamos a su extremo opuesto: el paradigma marxista. Este es muy importante en nuestro país porque, después de una generación del 45 que problematizó nuestra vieja Suiza de América, desde la del 60 en adelante, el marxismo ejerció una enorme influencia, a mi juicio perezosamente desproporcionada, en los estamentos intelectuales del país. De manera opuesta a la visión liberal, el marxismo promueve un Estado protagónico no solo en la difusión y la promoción, sino también en la creación misma de la cultura. Siempre aparecen creadores que se convierten en sus niños mimados. Usuales competidores por fondos públicos, se hacen expertos en formular proyectos que seducen a los jurados. Producen estéticas acordes a las modas ideológicas de turno, se suben a las corrientes submarinas de la corrección política, y el Estado premia sus experimentos creativos con honores, giras patrocinadas y generosos recursos. Esa práctica está en las antípodas de la transgresión, si la asumimos como una base imprescindible para la innovación artística. Hay un prurito muy propio del marxismo que tuvo su momento de gloria en aquellos grandes creadores como Eisenstein y Pudovkin, que a su genio cinematográfico sumaban una capacidad no menor de convertirse en propagandistas del régimen soviético. Kafka, los dadaístas, Georges Perec, Astor Piazzolla y Felisberto Hernández crearon sus obras sin promoción estatal alguna. No había modo de que ningún funcionario comprendiera que en ellos residían sendas revoluciones estéticas, paridoras de futuro.

Los dos paradigmas Importaría empezar por mencionar dos paradigmas extremos, entre los cuales pararse para problematizar la política cultural. De un lado, los ultraliberales (me niego a emplear el bastardeado término neoliberal) opinan que la mejor política cultural es aquella que no existe. Entienden que, cada vez que el Estado incide en la producción y difusión cultural, flecha la cancha, fomentando el amiguismo y la corrupción. Prefieren que sea el mercado el que premie o castigue a los creadores, dejando al Estado en una posición de prescindente neutralidad. La idea sería atractiva si partiéramos de la base de un mercado debidamente informado sobre las alternativas culturales, pero esto dista mucho de ser así. Más bien al contrario. El mer-

La misión del Estado Política cultural, sí. Sujeción a paradigmas, no. Un Estado presente, con recursos y estímulos para la promoción de la


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cultura, de forma de contrapesar las veleidades frívolas del mercado, sí. Un Estado que se arrogue el derecho de postular temas sobre los que deben crear los artistas, para premiarlos o promoverlos, no. Una y mil veces no. Se preguntará el lector si esto, que suena tan obvio en teoría, tiene alguna aplicación práctica incuestionable. Y vaya si la tiene. Para empezar, la misión del Estado en la promoción cultural no debería consistir tanto en financiar a los artistas como en asegurar el acceso de los bienes creativos a quienes más los necesitan, para mejorar el nivel cultural de las personas y, con ello, pacificar la convivencia y construir ciudadanía. La distinción, así expresada, puede resultar antipática, pero proviene de la sincera percepción de que la inversión en cultura, en estos años, muchas veces ha consistido más en un subsidio a los artistas que en la implementación de políticas efectivas que lleven bienes culturales a toda la población. El camino de la creación no es el del asalariado estatal que produce obras como estrategia para recibir una remuneración, sino el del artista que crea porque en ello le va la vida. Y al decir esto no estoy hablando en contra de la profesionalidad del creador, por supuesto. Me pronuncio en contra, muy en contra, de esa suerte de clientelismo político encubierto que hace a algunos artistas “agradecer” al partido de gobierno su “aporte a la cultura” cada vez que llegan las elecciones. Esa es exactamente la función del productor cultural que una sociedad democrática y progresista debe desterrar. Necesitamos creadores siempre en la vereda de enfrente del poder, cuestionándolo, ejerciendo su libertad de pensamiento en la plenitud de su espíritu crítico. Demasiadas grandes obras han surgido sobre todo de la rebeldía, de la vocación contestataria, y muchas menos del servilismo agradecido al poder de turno.

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El algoritmo inverso

Conclusiones

Existen dos ejemplos internacionales de política cultural proactiva que merecen destacarse, y que cuadran perfectamente con estas previsiones. Uno es el de los ya célebres parques-biblioteca de Medellín, que consistieron en enormes inversiones edilicias en los barrios más complicados por la presencia del narcotráfico, en esa ciudad colombiana que supo ser la más violenta del mundo. Grandes instituciones públicas abiertas las 24 horas para que la gente de la zona (sobre todo los jóvenes que tenían como única alternativa convertirse en carne de cañón de los narcos) asistiera en forma gratuita a distintas ofertas culturales: cine, teatro, danza, música, artes plásticas... Otro caso emblemático es el de los bonos culturales de Islandia, replicados recientemente por el presidente Macron en Francia. Como estrategia para alejar a los jóvenes de los consumos problemáticos de alcohol y otras drogas, se subsidió a las familias para que estas invirtieran esos recursos, obligatoriamente, en que sus hijos adolescentes accedieran a talleres formativos en cultura o clubes deportivos. En Francia se dio un paso más en la idea, incorporando una aplicación de celular que permite a los jóvenes informarse de las alternativas a las que pueden acceder con el beneficio. Pero lo interesante es que aplicaron un algoritmo inverso al que emplea Google, que está todo el tiempo mostrándonos ofertas de aquello que comprueba que nos interesa. Lo que hicieron los franceses fue programar un algoritmo que, por el contrario, permitiera a los jóvenes entrar en contacto justamente con lo que desconocen. Ampliar opciones y hacer accesible a todos el mundo luminoso del arte se convierte hoy más que nunca en un reaseguro de convivencia con tolerancia y en libertad.

Al respecto, en Uruguay hay mucho por hacer. Del lado de los artistas, entender que no debemos reclamar al Estado que financie nuestro trabajo y nos asegure el sustento, como no sería lógico que lo exigieran de igual forma los panaderos y los odontólogos. Del lado del gobierno, comprender que la inversión en cultura es imprescindible, para complementar el objetivo de equidad social que debe recuperar la educación pública y para contrapesar la influencia que ejerce en los niveles socioculturales más deprimidos la oferta anticultural del facilismo y la frivolidad: esa cultura lumpen que se multiplica como hongos en las letras sexistas de las cumbias y reguetones, así como en los programas de televisión que apuestan a bajar cada vez más el nivel intelectual y la calidad estética. Me he pasado los últimos veinte años diciendo estas cosas, y voces tanto de derecha como de izquierda me replican que no soy quién para delimitar qué es bueno y qué es malo. Es verdad: algunos opinarán que las películas de Pasolini son escatológicas y otros creemos que son obras de arte. Pero hay muchos bienes culturales, muchísimos, que trascienden cualquier polémica. Dejar en libertad al mercado para que premie lo bueno o lo chabacano, lo innovador o lo consolidado, pero fortalecer la inversión del Estado en divulgar a Shakespeare y a Florencio Sánchez, a Cervantes y a Mario Levrero, a Mozart y Fabini, a Klimt y Espínola Gómez. No es tan difícil. Es diseñar un plan en serio y ejecutarlo, de una vez por todas.


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Del canal de la Mancha al Río de la Plata

Por Christian Kutscher Fotografía Marcos Mendizábal, Fabiana Operti


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Fachada 52 revestida de azulejos Pas-de-Calais en la calle La Paz


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Azulejos Pas-de-Calais

Del canal de la Mancha al Río de la Plata

Con sus variados motivos, los azulejos de Pas-deCalais recuerdan, tanto en espacios interiores como exteriores, aquel gusto francés que imperó en el Río de la Plata.

Banco revestido en azulejos Pas-de-Calais con distintos diseños integrados

Por Christian Kutscher Fotografía Marcos Mendizábal, Fabiana Operti


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Ya desde el siglo XVII, la pequeña ciudad francesa de Desvres, ubicada en las colinas boscosas del nórdico departamento de Pas-de-Calais, era conocida por su industria cerámica. La difusión de sus azulejos en Montevideo y la región tuvo lugar a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, cuando su presencia en nuestra ciudad alcanzó a un gran número de construcciones, en muchas de las cuales se conservan, total o parcialmente, hasta el día de hoy. En el interior de las casas ocupaban su lugar en zócalos, zaguanes, contrahuellas de escaleras, antepechos de ventanas y frentes de estufas. En los patios, estos azulejos ornamentaban fuentes, bancos y brocales de aljibe. También eran apreciados como revestimiento en las torres y cúpulas de algunas iglesias y capillas.

Portón de ingreso a la estancia San Pedro de Timote

A diferencia de otros azulejos, los procedentes de la región de Pas-deCalais no estaban pintados a mano. Sus motivos eran el resultado del uso de plantillas caladas de madera o metal, lo que los hacía más económicos. Este hecho permitió que su aplicación se popularizara rápidamente tanto en la capital como en el interior del país. Testimonios destacables de su empleo en Montevideo son la fachada enteramente revestida con azulejos de la casa ubicada sobre la calle La Paz 1227 —a pasos de la avenida del Libertador— y el Museo Zorrilla de San Martín, donde además de la fuente y el banco de azulejos españoles se pueden apreciar varios detalles realizados con piezas francesas. Algo similar ocurre en el casco de la estancia San Pedro de Timote, ubicada en el departamento de Florida,

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donde diversos detalles arquitectónicos cobran significado gracias a las superficies animadas por la policromía y el diseño de los azulejos. El azulejo de Pas-de-Calais se distingue por tres características: su fondo suele ser de un color blanco lechoso, los colores predominantes son el azul y el morado, y los dibujos se componen de líneas entrecortadas y puntos que suelen conformar motivos geométricos o vegetales simples. La primera característica se debe al óxido de estaño aplicado en forma de emulsión tras la primera cocción de las piezas obtenidas de la arcilla amasada y prensada. Debido a ese fondo es que estos azulejos también se conocen como azulejos stanniferos. El predominio del azul y el morado (colores producidos por la acción del óxido de cobalto y el óxido de


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manganeso respectivamente) se explica por razones económicas y de moda. La producción de la región de Pas-deCalais seguía las tendencias de la afamada industria cerámica holandesa, en la que por entonces prevalecían los motivos azules, violetas y morados. Como para cada color se requería una emulsión especial, en general la paleta cromática quedaba restringida a uno o dos colores. Con el advenimiento del siglo XX los gustos en materia de decoración cambiaron. Comenzaron a usarse azulejos de procedencias cada vez más variadas, en los que la gama de colores se amplió y los motivos se volvieron más complejos. Pero es interesante recordar el equívoco frecuente de quienes consideran los Pas-de-Calais como azulejos coloniales. Sobre esa falsa suposición incluso se han dise-

Banco y fuente ubicados en el patio de la casa-museo Juan Zorrilla de San Martín

Azulejos Pas-de-Calais

ñado erráticas ambientaciones teatrales y de cine. Los azulejos originarios de la región del canal de la Mancha han logrado sobrevivir al paso del tiempo y los caprichos de la moda. Con su presencia han aportado encanto y color a múltiples espacios residenciales. Hoy, incluso, interesan a diversos especialistas, ya que por su alto número en variantes de diseño son objetos de colección.

Como para cada color se requería una emulsión especial, en general la paleta cromática quedaba restringida a uno o dos colores.


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Revestimiento en arco y jambas de acceso

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Ases del beat

Por Jorge Costigliolo FotografĂ­a Olga Massa, archivo de Lalo Montes


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Los Mockers fotografiados por Olga Massa para una imagen promocional


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Ases del beat

Pocas décadas del siglo XX generan tanto interés y fascinación como la del sesenta. La píldora anticonceptiva, la popularización de la radio a transistores y la TV, la minifalda, los hippies, el Che, Vietnam, la crisis de los misiles, el Mayo francés y la bandera de Armstrong clavada en la Luna. Beatles y Rolling Stones. En Uruguay comenzaba un tiempo de crisis política, despuntaba el “canto popular” de la mano de, entre otros, Alfredo Zitarrosa y Los Olimareños, y era el auge de Rosa Luna. Idea Vilariño publicaba Pobre mundo, y Juan Carlos Onetti, El astillero y Juntacadáveres.

El rock y la movida beat en el Uruguay de los 60

Leñador solitario, 1968

Por Jorge Costigliolo Fotografía Olga Massa, archivo de Lalo Montes


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Lo cierto es que aquella fue una década que duró lo que todas, pero sucedieron tantas cosas que la muestran inabarcable. El rock & roll estadounidense había pasado de moda. Sus máximos exponentes estaban muertos, vivían el ostracismo o convertían sus repertorios en aptos para todo público. En Liverpool, jovencitos ávidos por conocer qué era de sus ídolos intercambiaban monedas por discos del otro lado del Atlántico. Cinco chiquilines crecidos cerca del río Mersey formaron un grupo que, con una deserción y un reemplazo poco amigable, se convirtió en The Beatles, y luego nada fue igual que antes. En ambas orillas del Río de la Plata, pasado el furor del rock & roll, la música siguió sonando, y las nuevas generaciones no querían quedarse afuera. Para Julio Montero,1 bajista de Los Mockers, banda referente de esa nueva ola, hay que considerar a los sesenta en varias etapas. “Al principio escu-

1 Todas las declaraciones de Julio Montero fueron realizadas al autor para este trabajo, a instancias de Esteban Hirschfeld, tecladista de Los Mockers. En un fin de semana en Lanzarote, donde reside desde hace décadas, rellenó varias cuartillas de puño y letra con sus respuestas.

Les Renards en conferencia de Prensa en CX50

chábamos a los mexicanos Teen Tops, y algunas músicas en inglés como Brenda Lee, The Platters, Frankie Lane y 16 Tons. Esa música era apreciada por los estudiantes, pero los jóvenes en general se inclinaba por la música tropical, y acudía a escuchar y bailar al Palacio Peñarol, el Club Colón y otros lugares”. Por entonces, con la popularización de la Spica, la radio salió del living, y los adolescentes podían pasar largas horas recorriendo el dial en busca de ese sonido que los electrizaba como ningún otro. “Las radios que difundían el rock y tenían programas especializados eran Sarandí, con Elías Turubich, Óscar De León y Carlos Martins, y Centenario, que irradiaba rock y Beach Boys. Radio Imparcial tenía un programa difundiendo a Los Teen Tops, y Radio Independencia, gracias a los hijos de sus dueños, Berch y Aram Rupenian, pasó a difundir música de habla inglesa. Ellos fueron los que impusieron a Los Mockers en Uruguay”, recuerda Montero. A esos nombres hay que agregar los de Gastón Ciarlo, Dino, que puso el hombro desde Radio Ariel, y el de Rubén Castillo, desde Discodromo Show, en Radio Sarandí y luego también en Canal 12. Un día, a principios

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de 1963, llegaban desde Paysandú para actuar en ese programa televisivo Los Blue Kings, un grupo que transitaba el surf rock, con un sonido afilado de guitarras con vibrato y abundante en reverberación, que más tarde se harían gigantes del otro lado del Plata, con el nombre de Los Iracundos. La mecha estaba encendida. Break it all A mediados de los sesenta “había más de un grupo por cuadra”,2 dice Julio Pelossi, reputado técnico de grabación. Claro que antes había sucedido lo que en casi todo el planeta: The Beatles. “Del 64 en adelante se formaron muchos grupos, como Los Shakers, Los Mockers, Los Blue Kings, Los Delfines, Los Knacks, Los Malditos, Los Épsilons, Los Gatos, el grupo de chicas Blue Stars y muchos más”, apunta Montero. A partir de The Beatles, la movida fue bautizada como beat, más allá de las influencias de cada uno de los artistas —Los Shakers, Los Knacks

2 Fernando Peláez, De las cuevas al Solís, Montevideo: Perro Andaluz, 2.a ed., 2010, tomo 1, p. 115.


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y Los Malditos eran “beatleros”, Los Mockers abrevaban en el rythm & blues de corte Stone, y Los Delfines podían sonar a The Animals—, aunque algunos músicos y parte del público se autodefinieran como rockeros, como señala Montero. Según Guilherme de Alencar Pinto, “en Uruguay la palabra beat tuvo un empleo especialmente generalizado en el ambiente musical. Decíase ‘música beat’ al rock de entonces. El término ‘rock’ tardaría en arraigarse, y ‘rock and roll’ designaba un baile más, de los muchos que habían entrado y pasado de moda […] y que no era visto propiamente como de la primera línea del momento”.3 Así, por ejemplo, convivían Los Mockers y el Sexteto Electrónico Moderno, un grupo que “entró a la movida beat sin ser del todo un grupo beat, es decir, sin estar influenciado por los Beatles y los Rolling Stones”, opina Andrés Torrón.4 Para Montero, por ejemplo, el Sexteto no tenía nada que ver con las demandas de su público. “Mi padre me decía: ‘¿Ves la música buena que hacen estos chicos?’. Pues si le gustaban a mi padre, podría decirse que de rock no tenían nada. La movida era partidaria del rock y del beat. Estos chicos tocaban con mucha limpieza, pero carecían de fuerza y entusiasmo, que era lo que pedía la juventud”. A esa movida le costaba encontrar lugares donde expresarse. Todavía no existían las discotecas, y el público se acercaba a la música en fiestas, cumpleaños, bailes de clubes y boîtes. No es raro, entonces, que los primeros pasos “masivos” de las bandas más importantes de esta movida, Los Shakers y Los Mockers, se dieran en Punta del Este, epicentro de cierta bohemia snob rioplatense. De todas formas, algunos se daban maña para crear lugares de comunión beat y, a mediados de la década, Dino inventó La Cueva del Gato Maldito, un lugar en el que tocaba todo aquel que se acercara con una propuesta novedosa. “En 1965 comenzaron a funcionar los locales que llamábamos cuevas. Allí sí iban los chicos a ver y escuchar a los grupos de rock”, refuerza Montero. Otro gran problema para los jóvenes era hacerse de los discos que querían escuchar. “Para obtener un LP reciente, ya fuera inglés o americano, la solución era que alguien que viajara

te lo trajera. Nosotros, si bien conocíamos a los Stones en 1965, logramos empaparnos de su estilo en el 66, cuando una amiga le pidió a su padre que le trajera un disco de Estados Unidos y nos lo prestó por un buen tiempo”, dice Montero. El asunto era todavía más complicado para los noveles artistas a la hora de grabar sus canciones. Montero explica que “los únicos estudios de grabación eran los de Sondor. Odeon, RCA Víctor y CBS grababan a sus artistas en Buenos Aires y llegaban a veces mucho más tarde a Montevideo”. “A comienzos de 1965, la industria fonográfica nacional ignora completamente la existencia del movimiento rockero uruguayo. Es en ese momento que Dino […] logra convencer al administrador de Radio Ariel para que dicha radio abra sus puertas a todas las bandas que se sientan con inquietudes y con ánimo de realizar una grabación promocional”.5 Esa, claro, no era la única opción. Los Shakers, Los Mockers y Los Épsilons accedieron a grabar en Argentina, y otros, como Les Renards, batieron el récord de tocar 65 horas y 45 minutos sin interrupciones para que la RCA les financiara un LP.6

Al principio de la movida beat, los jóvenes lucían más o menos como sus padres, pero la influencia de la estética beatle hizo lo suyo. “Nunca nos preocupamos por la vestimenta. En aquella época, solo con tener el pelo largo bastaba. Eso solo ya provocaba”, cuenta Montero. Miguel Mattos, bajista de Los Malditos, recuerda: “Teníamos los sacos con cuellito Mao […] Unas botas con unos tacos que no podíamos ni caminar. [...] El único que tenía el pelo corto era yo”.7 De todas maneras, el pelo largo no era todavía tan resistido en Uruguay. Más allá de que quien lo luciera pudiera ser tildado de “maricón”, con toda la carga semántica que la palabra pudiera tener más de medio siglo atrás, la sociedad uruguaya era más liberal que la de la vecina orilla. “En esos años, ni la policía te molestaba. En Buenos Aires las cosas eran distintas”, dice Montero.

Hacia 1968, los tiempos estaban cambiando. En varios puntos del planeta se enarbolaban banderas revolucionarias, acicateadas a ambos lados de la Cortina de Hierro. The Beatles comenzaban a despedirse, vendría el Verano del Amor y su inevitable otoño. En Uruguay había agitación y desorden. La prensa ya no mencionaba a los simpáticos jovencitos beats y, en cambio, se hablaba de tupamaros, Medidas Prontas de Seguridad y congelamiento de precios y salarios. Con Los Shakers y Los Mockers desilusionados y desintegrados, soplaban otros vientos. Ya no se cantaría más en inglés; los músicos comenzarían a tomar elementos de la cultura local, como la milonga y el candombe, y el cuello mao cedería terreno a la camisa de colores y los collares voluminosos. Eran tiempos de la protesta beat, que tuvo su apogeo con las Musicaciones, apadrinadas por Horacio Corto Buscaglia. “En los primeros años de los sesenta, lo nuestro era la música y ni siquiera sabíamos qué era el Estado. A fines de los sesenta la policía sí actuaba en nuestra contra, pero, en el caso de Los Mockers, no nos molestaban por el contenido de nuestras letras, porque

3 Guilherme De Alencar Pinto, Razones locas. El paso de Eduardo Mateo por la música uruguaya, Montevideo: Ediciones del TUMP, 2.a ed., 1995, p. 43. 4 Andrés Torrón, 111 Discos uruguayos, Montevideo: Aguaclara, 2014, p. 56.

5 Fernando Peláez, o. cit., p. 97. 6 Esta historia puede verse en el documental Only Noise. Las 65:45 horas de gloria de Les Renards, de Lalo Montes, a estrenarse el 13 de noviembre de 2019. 7 Guilherme de Alencar Pinto, o. cit., p. 36.

8 Daniel Grigera y Mario Antonelli, Al rescate de Los Shakers, Montevideo: Ediciones B, 2017, p. 79. 9 Fernando Peláez, o. cit., p. 81. 10 Guilherme de Alencar Pinto, o. cit., p. 39. 11 Ibídem.

Make up your mind

Baste agregar, si no, esta publicación del porteño diario La Razón, de 1965: “Además de ser músicos (Los Shakers), las melenas que lucen son auténticas… […] Al preguntárseles si no tienen problemas cuando andan por la calle […], Caio [Vila, baterista], muy tranquilo, contesta: ‘El problema se lo hace la gente, nosotros no’”.8 Todavía faltaba un tiempo para que el pelo largo, el jean o la simple ruptura con los cánones pasaran a ser sinónimos de “degeneración”. Más aún, la movida beat de los sesenta, con sus salvedades, no tenía que ver con el exceso. “Éramos como los Stones, pero en negativo”, bromea Montero. “Siempre cosas sanas. Por suerte no jodíamos con drogas, ni nada”, dice Hugo Fattoruso, de Los Shakers.9 Dino, apunta que en esa época no tomaban alcohol,10 y Mattos recuerda que en La Cueva del Gato Maldito “pusieron un mostradorcito de Coca-Cola y un primus, una olla y franfúrters”.11 Suena blanca espuma


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no se entendían; eran en inglés y el establishment nos aplaudía, ignorando que éramos parte de un cambio cultural que estaba en desacuerdo con su sistema”. Ese cambio cultural duró hasta que la dictadura lo asfixiara a fuerza de represión y escasez laboral. Sin embargo, sus frutos perviven hasta hoy, y esa es otra maravillosa historia para contar las veces que sea necesario.

Todavía faltaba un tiempo para que el pelo largo, el jean o la simple ruptura con los cánones pasaran a ser sinónimos de “degeneración”.

Renards tocando en un cumpleaños de 15

Caricatura realizada por Gaucher publicada en suplemento dominical de El País, 1967


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“Hay un vínculo muy fuerte entre la forma y el contenido”

Por Malena Rodríguez Guglielmone Fotografía Nairí Aharonián, Robert Yabeck


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Entrevista a Sergio Blanco

“Hay un vínculo muy fuerte entre la forma y el contenido”

Tarde soleada de sábado. La cafetería frente a la rambla de Pocitos rebosa de gente, de voces y tintineos de cubiertos. Sergio Blanco bebe su café y cuenta que ese fin de semana hay 22 obras suyas en cartel en distintas partes del mundo. La mayoría no las vio, algo que suele sucederles a los grandes dramaturgos. Desde que ganó su primer premio, a fines del milenio, se propuso publicar cada obra que tuviera una distinción. Así fueron editándose 14 obras que tuvieron primeros premios nacionales de dramaturgia y otros galardones municipales.

Por Malena Rodríguez Guglielmone Fotografía Nairí Aharonián, Robert Yabeck


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Luego dejó de presentarse y empezó a dirigir a la vez que escribía. El contacto con los actores le fue dando una manera nueva de escribir; entendió que era más importante hacer textos para ser oídos que leídos. “Tiene que ver con la respiración, con el fraseo, con las comas, con los puntos. Hay que estudiar mucho todo eso, es muy interesante”, explica. “Los mejores textos en la historia teatral fueron escritos por personas que también estaban en el andamiaje teatral. Shakespeare, Corneille, Molière, Boldoni o Lope de Vega no escribían encerrados en sus escritorios. Estaban en la propia producción y llegaban con ideas, estaban en los tablados, eran articuladores. Yo adhiero mucho con eso”. Con una formación jesuita y abundantes horas de psicoanálisis a cuestas, Sergio Blanco posee un fuerte sentido de la organización y del rigor, así como una manera original y profunda de encarar las más diversas búsquedas. Las consignas que abraza cada vez que crea es una de las marcas que lo definen. Como un boceto de fuerte impronta que luego crecerá a partir del intenso proceso con quienes se meten en la piel de sus personajes.

El bramido de Düsseldorf, 2018

Cuando pases sobre mi tumba es una obra que escribiste para el Teatro Globe de Londres, pero se estrenará allí recién en 2021. ¿Cómo es esto? Ellos me la encomendaron y van a hacer la puesta. Yo quería dirigirla y montarla también. Entonces el acuerdo fue que yo podía hacerla, pero no en Inglaterra. Es muy lindo en teatro ver cómo es que leen el mundo de uno, cómo un equipo le da vida a esta máquina que es un objeto literario pero que su realización está en la escena. Tengo varias obras así. El dramaturgo, el texto, es una pieza más. Cuando me dan a elegir, un texto editado en tu biblioteca o una obra puesta en escena, las dos cosas me llaman, pero lo que más quiero es que esté puesta en escena. Fue escrita a mano, con sangre. ¿Por qué? Todo empezó con una charla con mi editora. En su escritorio había un cuadro hermoso, rojo. Le dije que me gustaba y ella me contó que era de un artista que lo había hecho con su pro-

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pia sangre. Me gustó la idea, que fuera una escritura más performática. ¿Ya te habías planteado ese tipo de consignas? Sí. La ira de Narciso la escribí en La Habana, en una habitación de hotel, en una semana. El dispositivo me lo impuso el entorno. Yo empecé a escribir y había un vendedor de fruta que vendía abajo del hotel y gritaba todas las mañanas: “Fruuuuuuuta”. Y yo pensaba: “No voy a poder escribir así”. Entonces le propuse que fuera a vender a la otra esquina: me dijo que no. Segundo, le propuse comprarle el equivalente a lo que vendía en toda la semana. El muy astuto se negó porque iba a perder así a toda su clientela. Bueno, perfecto. Subí y me dije: “Ta, cada vez que escuche ‘fruta’ tengo que terminar la idea”. Entonces yo escribía y él no decía nada y yo seguía escribiendo. Cuando decía “fruta” yo ponía un punto. Y eso después, en la historia de Narciso, se ve como un fraseo extraño que toda la crítica literaria ha destacado sin conocer esta anécdota. El propio Gabriel Calderón —el


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actor— me decía cuando la estrené: “Es extraña la forma en que va avanzando”. En otros países también me dijeron que les llamaba la atención. Hasta me llamó un traductor de Brasil y me dijo: “Estoy fascinado con la traducción de La ira de Narciso. Es tan extraño… Por momentos desarrolla ideas y por otros las cierra con una velocidad…”. Es que la obra la escribió conmigo un frutero. Al primero que le regalé el libro fue a él y lo veo cada vez que voy a La Habana a trabajar —que voy todos los años—, lo veo en su esquina. Es un ejemplo más de obra que fue escrita en forma performática. Luego tengo una obra que fue escrita en trenes y en aviones. A mí me encomienda el Teatro de Cataluña la escritura de un texto; tenía que hacerlo en tres meses. Cartografía de una desaparición es un panegírico que hice para Joan Brossa. Yo tenía mucho trabajo, pero empecé a sumar los tiempos que se me iban en vuelos y en trenes. En esos tres meses tenía 14 vuelos, calculé las horas, cuántos trenes. En ese tiempo lo podía escribir, pero solo ahí. Y se siente eso en la obra. El propio texto lo va contando. Cada escena es un monólogo que leo yo; voy planteando en qué momento se escribió. Le da una especie de desplazamiento que es muy interesante. Al momento de escribir ¿también lo expresás en voz alta? A veces algunos textos los digo. Cassandra, por ejemplo, fue un proceso muy interesante. Lo escribí en Atenas; fui al estreno de una obra mía y tenía cuatro días ahí. Yo había viajado mucho a Atenas y un día pensé: “¿Qué puedo tener en común con Sófocles, Eurípides y Esquilo?”. Decidí levantarme temprano, agarrar un mapa, caminar. Elegí el inglés, busqué un texto de la mitología que no fuera tragedia —elegí Cassandra— y fui caminando por las calles y en cada esquina, cuando se me ocurría algo, anotaba una palabra clave. Y así recorrí toda la ciudad de Atenas, de siete de la mañana a diez de la noche. Cuando llegué, abrí el mapa, todas esas palabras las bajé a un papel y así fui escribiendo Cassandra. Un monólogo que se ha hecho en el mundo entero; hay 16 Cassandras. Y surgió así. La iba diciendo. Iba por Atenas hablando en inglés, un idioma que no me gusta nada. No sé si viste la puesta en escena de Gabriel Calderón. Es estupendo el texto. Una maravilla.

Entrevista a Sergio Blanco

No repetís las consignas… Se trata de proponerme un desafío. En Kiev,, por ejemplo, que es una reescritura de El jardín de los cerezos de Chejov, lo que hice fue bajar toda la puntuación —las comas, los puntos—, y en esos espacios reescribir la obra. Lo hice 100 años después de que Chejov la escribiera. Fue un trabajo histórico y yo jugué a ser Chejov. En un momento incluso pensé en inocularme un virus, porque él tenía tuberculosis. Buscar toser y estar enfermo para que mi cuerpo acompañara ese estado de escritura que él había tenido. Pero vivo con alguien que me dijo no y puso un freno a mi desquicio, como también me puso un freno con esto de escribir con sangre. Yo quería escribir Cuando pases sobre mi tumba con mi propia sangre y empecé a hacer las averiguaciones, pero el Estado no estaba dispuesto a sacarme sangre todos los días e invertir en algo que no era de sanidad pública. Tenía que hacerlo yo mismo y era muy complicado, no me animé. Entonces me decidí a comprar sangre en polvo de un toro. Quería el gesto de escribir, de dibujar la letra; el arte caligráfico es un arte. Tomé unos cursos de caligrafía porque no es fácil cómo se carga la pluma, más la parte de la ingeniería de cómo se escribe, que tampoco es fácil. Quería pasar por una escritura donde el tiempo de producción fuera otro. Uno va tan rápido en un software… Cuando uno escribe a mano ya es más lento, pero una escritura caligráfica, con tintero, con sangre, además, que fluye de forma distinta, va enlenteciendo el pensamiento y tenés que escribir en otro tiempo. Tenés que esperar, escribir palabra por palabra. Yo quería sentir cómo se escribía en otra época, como escribía Montaigne o Racine, entrar en otro ritmo de escritura. Al borrar en un software es distinto, desaparece. Acá tachás; tengo muchísimos tachones en la obra, tengo manchas. ¿Se hace más evidente la duda? Exactamente. Entonces yo quería esa experiencia de escribir una obra que toma temas tan fuertes como la necrofilia, el suicidio asistido. Quería escribirla de esta manera, como una especie de rito, que me impusiera otro tiempo. Siempre digo que el distraerme con ese tema de la muñeca, de la escritura, de no ensuciar, me iba permitiendo abordar temas muy do-

lorosos sin que me dolieran. Porque me dolía la mano, me dolía levantarme a las cuatro de la mañana. Tenía que hacerlo a esa hora porque la sangre con la presión atmosférica y con la luz se seca más rápido, entonces fluye menos. En realidad, yo soy muy de levantarme temprano; empiezo siempre a las cinco de la mañana y a las nueve de la noche ya estoy acostándome. Me gusta mucho la mañana, desde hace años que tengo ese sistema. De cinco a once de la mañana trabajo en mi escritorio, leo, escribo, mando correos, aprovecho a escribir obras de teatro cuando estoy en un proceso de escritura, cuando estoy inspirado, que no siempre estoy. Las obras performáticas hacen que escribir no sea siempre lo mismo. ¿Cómo es ese estado en el que entrás? Cuando estás escribiendo una obra empezás a sentir un estado especial. Hay una obra mía que no se hizo en teatro que se llama Díptico, volumen 1 y 2. Me propuse escribirla con todo el teclado, tenía que operar todas las teclas. Luego fui avanzando y también tenía que usar las distintas funciones. Contraté a un ingeniero para que me ayudara y es una obra que está escrita de tal forma que es como entrar en el disco duro de mi disco duro. Tomás lo que te da la realidad, te generás una consigna y de alguna manera se da un método de trabajo que tiene que ver con abrir el inconsciente. ¿Es así? Absolutamente. ¿Y cómo hacés para que esas consignas que te planteás se transformen en una obra que resuene en la gente? Creo que hay un vínculo muy fuerte entre la forma y el contenido. Víctor Hugo decía algo hermoso: que el continente es el contenido que sube a la superficie. Siempre hay un vínculo entre formato y lo que estás hablando. Hay un vínculo entre hablar de la necrofilia y que esté escrito con sangre. Hay un vínculo entre Kiev, que habla de los desaparecidos, y que yo haya querido hacer reaparecer en mi cuerpo Chejov 100 años después. Hay un vínculo con una obra que está escrita con todo un teclado y un software y que cuenta la historia de siete adolescentes perdidos en una ciudad


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donde se van eliminando los unos a los otros y van perdiendo el lenguaje. Me impongo todas esas consignas que son alógenas, que vienen de afuera. Me las impongo, y eso termina a veces en la propia estructura, en la forma de escribir la obra, le va dando un contenido a la obra. Si te pido que escribas un texto en esta superficie, esta propia superficie rugosa va a llevar a que se activen en vos determinados temas. Si te pido que escribas en una hoja más grande, te va a llevar a otra cosa. Es fascinante el tema de la superficie o el soporte sobre el cual uno escribe; eso condiciona mucho la escritura. Y la forma en que encarás el trabajo, la permeabilidad, la disposición, ¿se trabajan?

sicales y literarios. Cuando se está en silencio no hay que angustiarse, la palabra va a llegar. Hay que vivirlo como una espera y no como una falta. Pareciera que cada obra tuya fuera de algún modo poner en palabras una inquietud, un dolor. Sí, yo siempre hago ese juego de palabras que es de alguna manera el trayecto del trauma a la trama; no hay una proximidad lingüística entre los dos términos, trauma y trama. Todos tenemos traumas. En la medida en que lo vamos poniendo en un relato, lo vamos alivianando. Entonces hay un efecto catártico. Uno escribe sobre las cosas que le duelen y al ponerlo en palabras va tramando ese dolor, lo va tejiendo, y eso, al menos en mí, es algo que va sanando.

Si existe o no existe el estado de gracia es todo un tema. Hay sin duda momentos en los que uno está más inspirado que otros. La inspiración también se trabaja, hay un rigor que uno debe tener. No confío solamente en que va a venir la inspiración. Hay sistemas para estimularla, o provocarla, o para que llegue. Tengo ese sistema de que me impongo todos los días seis horas de trabajo. Es algo muy organizado. Estoy formado por los jesuitas, entonces tengo esa cuestión del imperativo de la organización y de lo metódico sin que sea sistemático, lo cual puede ser muy tedioso. Pero sé que hay un tiempo en que me voy a poner a trabajar. A la inspiración se la llama. La propia escritura llama a la escritura. Uno a veces escribe sin saber que está escribiendo. Tebas Land la escribí en una semana. Estaba tocado por el estado de gracia. Sentí una especie de visitación o de enunciación, sentí ese estado, pero sin embargo demoré veinte años en escribirla. Uno escribe mucho con la mirada, con lo que va viendo, con lo que va viviendo. Hasta que de pronto algo encuentra esa constelación, como si los planetas se constelaran, y uno escribe. También ha habido períodos en que no he escrito nada.

Uno escribe mucho con la mirada, con lo que va viendo, con lo que va viviendo. Hasta que de pronto algo encuentra esa constelación, como si los planetas se constelaran, y uno escribe.

¿Te preocupan esos períodos? Sí, me preocupan. Una vez le pregunté a René Pietrafiesa: “¿Qué es el silencio?”. Me miró y me dijo: “La espera del sonido”. A mí me marcó mucho esa frase, yo tenía 19 años cuando la escuché. Creo que es así, en términos mu-

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Tebas Land, 2013


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El proyecto Citycast: un camino abierto a la cultura

Por Natalia Costa Rugnitz FotografĂ­a Marcos MendizĂĄbal


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01 Plaza Cagancha 02 Monumento El entrevero 03 Hotel Esplendor / Ex Hotel Cervantes 04 Palacio Salvo 05 Monumento al vizconde de Mauá 06 Teatro Solís 07

Librería Más Puro Verso

08 Museo Figari 09 Librería Linardi y Risso 10 Café Brasilero 11

Café La Farmacia

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Monumento a Hernandarias

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Plaza Zabala

14 Monumento a Bruno Mauricio de Zabala 15

Cripta del Señor de la Paciencia

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Hotel Pyramides

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Escanee el QR para escuchar los Citycast


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El podcast y la ciudad

El proyecto Citycast: Un camino abierto a la cultura

Una revolución es un giro que sacude las circunstancias y al cabo del cual se instalan configuraciones inéditas de la experiencia. Hay revoluciones internas, del pensamiento y la sensibilidad, que acontecen en lo más íntimo de cada quien y son incomunicables; hay otras que son colectivas, generales, que lo abarcan y transforman todo y a todos.

04 Palacio Salvo

Por Natalia Costa Rugnitz Fotografía Marcos Mendizábal


Número 7

Nuevos órdenes, nuevas estructuras y relaciones, nuevos paradigmas emergen en todos los campos, de la ciencia a la política, de las artes a la moral, y se suceden unos a otros: en eso consiste la vida del individuo y la historia de la civilización. Considérese, por ejemplo, el ámbito específico de la revolución industrial y, más acá, de la tecnológica (también llamada cuarta revolución industrial). Si bien se trata, por un lado, de procesos dilatados y acumulativos, por el otro hay mojones definidos desde donde el cambio se divisa claramente: el advenimiento de la máquina, la irrupción y proliferación de la fábrica, de la producción, el transporte y el consumo masivos, la nueva realidad de la urbe; después, la llegada de la computación y la electrónica, la era satelital y de las telecomunicaciones, el pasaje de lo analógico a lo digital, de la realidad virtual a la aumentada, la robotización, etcétera. Considérese, ahora, el ámbito aún más específico del conocimiento y la información. Fundamental en este caso es el antecedente de la imprenta. La aparición de la imprenta al comienzo de la modernidad constituyó un salto digno de ser llamado evolutivo. Evolución, progreso: palabras peligrosas, que siempre habrán de ser

pronunciadas con suma cautela, pero que en este contexto parece lícito utilizar sin mayores reservas. Hasta el siglo XV los libros dependían del minucioso trabajo manual de monjes y frailes; pero, alrededor de 1450, Gutenberg logró obtener varias copias de la Biblia en la mitad del tiempo que el más diestro de los copistas tardaba en generar una única reproducción y, a partir de ese momento, todo fue diferente. Con el correr de los siglos el acceso a los contenidos creció a pasos acelerados, y alcanzó una especie de apoteosis a principios del siglo XXI, cuando los libros se independizaron del soporte material tradicional y su circulación se tornó universal gracias a la digitalización y a internet. Es la tan mentada democratización del conocimiento, que difícilmente podría no ser celebrada. Pensemos también en la radio, la televisión y, claro, en la propia internet. Con todas sus ambigüedades y riesgos, internet es otro hito revolucionario, otro mojón de la civilización humana. De alguna manera internet absorbió —o está absorbiendo— en su seno la radio y la televisión, potenciándolas: hoy en día, por ejemplo, no es necesario estar en Tokio para ver un noticiario de Tokio, ni es necesario sentarse a

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la misma hora todos los jueves para mirar la telenovela favorita. Los contenidos audiovisuales, así como los libros, se han emancipado de los formatos tradicionales y actualmente se puede tener acceso a lo que se desee, cuando y donde se desee. El caso de la radio es aún más sugestivo. Considérese puntualmente el fenómeno del podcast. Grosso modo, un podcast es un archivo digital de audio, disponible a través de internet y factible de ser escuchado o descargado por el usuario, en general gratuitamente, con independencia de condicionantes espaciotemporales. Del mismo modo que las series vinieron a suplantar a los teleteatros, el podcasting le hace fuerza a la radio convencional y presenta, frente a ella, la ventaja de ser accesible en cualquier momento, desde cualquier lugar. Ya existen casos famosos. Philosophy Bites, por ejemplo: los amantes de la filosofía encuentran allí a renombrados actores de la disciplina tratando temas fundamentales en una dinámica sumamente contemporánea de entrevistas de no más de 15 minutos. Uno puede buscar por tema, por autor, por categoría, yendo directamente al contenido que más le interesa, y escucharlo cuando mejor le convenga.

Del mismo modo que las series vinieron a suplantar a los teleteatros, el podcasting le hace fuerza a la radio convencional y presenta, frente a ella, la ventaja de ser accesible en cualquier momento, desde cualquier lugar.


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El podcast y la ciudad

Es en este contexto que nace el Proyecto CityCast. Se trata, antes que nada, de un gran experimento: un ensayo que pretende amalgamar el amor por la cultura y la confianza en que la tecnología, utilizada para fines nobles y comunes, puede conducirnos por buen camino, generar valores y contribuir a la consciencia colectiva. Un citycast es un mini-podcast, un pequeño corto sonoro dedicado a la ciudad y —por lo pronto— a la ciudad de Montevideo. ¿Cuántas veces la atravesamos, desfilamos ante sus tesoros escondidos (y no tanto) sin detenernos a observarlos? ¿Y cuántas veces, deteniéndonos, nos faltan

recursos para apreciar y disfrutar realmente lo que vemos? CityCast llega con la premisa de remediar esta situación. El fin: aproximar a los agitados habitantes de la urbe a su propio patrimonio. El medio: las herramientas que la revolución tecnológica pone hoy a nuestra disposición. Cada corto se centra en un sitio previamente escogido: un edificio de especial belleza, un mural que campea en la lateral de un edificio, una escultura que se levanta en medio de una plaza, un jardín secreto con historia, una pequeña librería de viejo, una reservada biblioteca…, incluso un bar tradicional o una cripta escondida en el subsuelo de un monasterio.

La información se selecciona con cuidado y se procesa con la consigna, sumamente contemporánea, en efecto, de la síntesis. En poco más de dos minutos, que encajan perfectamente en la rutina de hoy en día, se resumen los hechos y los datos más notables, procurando presentarlos de manera que rigurosidad y atractivo se conjuguen en una composición armoniosa, que resulte estimulante y —¿por qué no?— divertida. Por último, el contenido se completa con la forma, adicionando material sonoro de modo tal que el oyente se sienta lo más inmerso posible en el lugar en cuestión. Los cortos sonoros se suben finalmente a internet, donde quedan

Un citycast es un mini-podcast, un pequeño corto sonoro dedicado a la ciudad y —por lo pronto— a la ciudad de Montevideo. ¿Cuántas veces la atravesamos, desfilamos ante sus tesoros escondidos (y no tanto) sin detenernos a observarlos? ¿Y cuántas veces, deteniéndonos, nos faltan recursos para apreciar y disfrutar realmente lo que vemos?

12 Monumento a Hernandarias

09 Librería Linardi y Risso


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a disposición de todos quienes deseen hacerse de ellos. En el futuro, un aplicativo los tornará más fácilmente accesibles. Nacido bajo esta égida en 2019, el experimento ha redundado ya en lo que podría llamarse un mapa sonoro de los valores de la ciudad, un paisaje sonoro, como nos gusta llamarlo. Hasta ahora el circuito abarca, fundamentalmente, la Ciudad Vieja y el Centro. Nuestros citycasters, especialistas provenientes de las más diversas disciplinas, han cubierto íconos de la capital uruguaya como el Palacio Salvo, el Café Brasilero, la librería Linardi y Risso, los monumentos al Gaucho y a Hernandarias,

la plaza del Entrevero y la Zabala, la biblioteca de los Hermanos Capuchinos, entre otros. Sin más preámbulos, entonces, adentrémonos en este paisaje sonoro, que es el nuestro. Para ello, celular en mano, dejamos aquí a nuestros lectores una muestra del experimento que, en resumen, es una iniciativa que pretende estar a la altura de los tiempos, a fin de participar en la revolución de la comunicación y aprovechar la disponibilidad de recursos tecnológicos con un único objetivo: el de constituir un camino abierto a la cultura. Han pasado casi seis siglos desde el invento de Gutenberg, más de un siglo desde la aparición de la televi-

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sión y la radio y mucho menos tiempo desde el advenimiento de internet y el mundo digital. Los cambios suceden a un ritmo cada vez más acelerado, proyectándonos a nuevos universos y planteando nuevos desafíos. Pero también —y sobre todo— abriendo posibilidades desconocidas. En la vorágine de la transformación, la capacidad de adaptación y de innovación creativa está en juego. ¿Cómo será la producción cultural del futuro? No lo sabemos…, pero hacia allí vamos.

El contenido se completa con la forma, adicionando material sonoro de modo tal que el oyente se sienta lo más inmerso posible en el lugar en cuestión.

15 Cripta del Señor de la Paciencia

06 Teatro Solís


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Anales de pituca

Por Daniela Kaplan


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84 Portada correspondiente al nĂşmero 65, de 1937, diseĂąada por Aliseris


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Revista Anales

Anales de pituca

Anales fue una revista social publicada en el Uruguay de la primera mitad del siglo XX; un Uruguay de comienzos de siglo con un espacio cultural que leudaba a pasos agigantados; una sociedad que fue testigo del levantamiento del Palacio Rinaldi y el Palacio Salvo, que observó el Ford T desplegar su velocidad a largas y anchas de su rambla; un Uruguay que poseyó un Círculo de Bellas Artes integrado por figuras como Cuneo, Laborde o Figari, que disfrutó de tertulias intelectuales en el Café Tupí Nambá o el Ateneo.

Publicidad de sastrería

Por Daniela Kaplan


Número 7

Es en este fermental terreno cultural que nace Anales, como una “revista-álbum-artístico-social-literario-sportivo y de actualidades”.1 A través de sus números, esta revista social revela caracteres fundamentales de sus lectores. Estos formaban parte de una porción selecta de la sociedad y ostentaban un compromiso con lo nacional que convivía con un ideal cosmopolita. No es inusual encontrarse con la armonía entre referencias artísticas, obras públicas y patrióticas uruguayas —como una página dedicada a explayar un fragmento de “Abuelita Santa Ana”, de Juana de Ibarborou, un editorial sobre la Jura de la Constitución o el Organismo de Salud Pública— y textos traducidos al francés, publicidades de hoteles en la capital porteña o de los cosméticos más lujosos de Elizabeth Arden y el perfume Chanel Nº 5. Y es que, en efecto, página a página, Anales nos permite conocer el corazón de esa clase alta y media alta de principios de siglo XX. Crónicas de

1 Así se describe la revista en la portada del primer número, en 1915.

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viajes a Europa, artículos que detallan las bodas de alta sociedad, el deporte como espacio de ocio, páginas dedicadas a personajes del mundo diplomático —con especial énfasis en las esposas de embajadores y cónsules—, fotografías de damas luciendo prendas de vanguardia, ilustraciones de accesorios déco, consejos de maquillaje y perfumería, páginas extraíbles con fotografías de mujeres mirando en lontananza dejan entrever ideales de elegancia, sofisticación y prestigio. La moda es otro anfitrión ineludible de la revista. El vestido es un nuevo objeto de atención. Se despliegan artículos sobre sombreros y tocados, sobre trajes imperiales y de carnaval, además de reflexiones sobre la moda en sí misma, que pasa a entenderse como una forma de expresión y arte. La publicidad, otra protagonista de la publicación, es una clara evidencia de aquella sociedad de consumo que daba sus primeros pasos, sobre todo en Montevideo. El espacio publicitario fue ganando terreno: en los inicios aparece en las primeras y últimas páginas, pero cada vez se expande más, ocupando luego hasta el espacio de la

contratapa. Las piezas publicitarias —cargadas con ilustraciones, color y fotografías— permiten ver qué anhelaba aquella sociedad del 1900: desde automóviles, cervecerías inglesas, cines, mueblerías, cenas en el Parque Hotel, hasta bazares y maisons de moda. El romance es otro tema que perfuma las distintas ediciones. No solo se percibe un espíritu romántico que ensalza a la mujer y el arte, sino que también aparecen otros elementos: artículos sobre romances históricos, como el de Elvira Reyes y Julio Herrera, o los amores que rodearon a un héroe como Bolívar. No obstante, también tienen lugar auténticas reflexiones sobre el amor, a partir de textos de artistas como la poetisa Gabriela Mistral o el escritor uruguayo Antonio Bachini. Sin embargo, como revista social, Anales toca otros temas, muchos de los cuales hoy serían inusuales en publicaciones de este tipo. Si bien aún existen revistas sociales que aluden a ciertas materias culturales y artísticas, Anales incluye artículos de mayor contenido intelectual y reflexivo. El arte se respira a través de las páginas,

La publicidad, otra protagonista de la publicación, es una clara evidencia de aquella sociedad de consumo que daba sus primeros pasos, sobre todo en Montevideo.

Portadilla de un artículo del número 72


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Revista Anales

entremezclando la pintura, la danza, el interiorismo, las ilustraciones, el cine y la música. Recomendaciones, pinturas a color, fotografías de grandes viviendas, artículos sobre la vida y la obra de artistas, información sobre carteleras internacionales son aspectos que asoman en los distintos números y que reflejan un universo social ávido de consumir y vivir el arte en sus diferentes manifestaciones. Sectores históricos, apartados médicos, relatos de exposiciones industriales complementan esta faceta intelectual de la revista Anales. Adentrarse en una publicación como esta no solo permite entender qué objetos anhelaba aquella alta sociedad del 1900, ni con qué eventos soñaba o qué piezas artísticas admiraba. Una mirada profunda de sus números permite obtener un verdadero insight sobre la percepción de los actores y roles sociales de principios de siglo. La mujer es por excelencia el actor social más trabajado y mencionado en el correr de la revista. No solo se presenta como ícono de moda y como público objetivo de los perfumes, sino que se reconocen sus derechos políticos, con una defensa de las sufragistas en más de un artículo y la intención, en sus distintos segmentos, de alentar el voto femenino, aunque desde una perspectiva muy particular. Esta “defensa” de la mujer tiene tonalidades románticas, mezcladas con componentes que impactan al lector contemporáneo. En un editorial de 1937 —año sugestivo, puesto que se avecinaban las primeras elecciones en las que participarían las mujeres (1938)—, se planteaba lo siguiente: “Todas acostumbran ahora a pensar por sí mismas. Concluyeron aquellos tiempos de los ensueños superficiales, de los pensamientos huecos”. Más adelante, César Aguiar, director de la revista, plantea que la mujer, “donde quiera que vaya, llevará todo el tesoro de su idealidad y de su espiritualidad”.2 La mujer de Anales conjuga una “visión de derechos” —a lo 1937— con una romántica, puesto que se subraya la “idealidad” de la mujer, pero con respecto a su rol en el hogar, como ama de casa y figura de referencia en la familia. Frente al protagonismo de la mujer, la figura masculina queda en un segundo plano, representada, las más de las veces, por grandes hombres de negocios y políticos, ingenieros de renombre o destacados intelectuales. No son muchos los apartados exclusivamente para hombres, pero

2

Fragmentos del editorial de Anales n.o 122, 1937.

cabe remarcar que la gran mayoría del contenido que se presenta en cada revista no responde a temáticas específicas por género. De todos modos, sí existen algunos apartados delimitados para hombres que dan la idea de un público masculino que también perseguía los ideales de sofisticación y elegancia: “¿Cómo toma usted el cigarro? Un nuevo medio para conocer el carácter de los hombres” es el título de un artículo publicado en 1915. El niño es el tercer actor social al que se le presta gran atención en la publicación. Las páginas dedicadas a la niñez exhiben un diseño especial, encabezadas por algunas ilustraciones de materia infantil, y cuentan con más de una fotografía, tanto de niños como de bebés. Pero no tienen lugar solo fotos e ilustraciones; bajo una

clara influencia de nuevas ideas, como las de José Enrique Rodó, Anales despliega profundas reflexiones sobre la infancia como etapa vital, anima a sus lectores a participar en concursos de ensayos sobre el tema y apoya a instituciones como la Asociación Uruguaya de Protección a la Infancia. Utilizando nuevos recursos gráficos en cada número, la revista deja al descubierto una sociedad en vías de cambio, con poder de consumo y ambición de conocimiento. El manejo de distintas tipografías, la introducción del color, la rotación y la superposición de formas, además de las múltiples ilustraciones que van acompañando las secciones de la revista, hicieron de Anales un producto atractivo y moderno para sus lectores de ayer y, aún, de hoy.

Lámina con destacado de personaje social


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Editorial correspondiente al nĂşmero 65, de 1937

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El pueblo que late orgulloso

Por Pía Supervielle Fotografía Marcos Mendizábal, Carlos López


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Conchillas

El pueblo que late orgulloso

La historia de Conchillas está en la luz que cae —tan fotogénica, tan bucólica y tan pensada— sobre las paredes pesadas, inclinadas y amarillas de las casas cuando el día se empieza apagar; en el olor a naranjas amargas que coronan, desde siempre, los jardines; en el té que todavía se sirve en tazas de esa loza inglesa y elegante como si el tiempo se hubiese detenido en algún punto de las primeras décadas del siglo XX; en las aguas amarronadas y casi siempre mansas del Río de la Plata, que traen noticias de la tan cercana Buenos Aires; en las voces orgullosas de sus habitantes, que dirán, siempre, frases muy similares a “Como Conchillas no hay”; y, por qué no, en los nombres que ordenan el pueblo y están estampados en letras de molde blancas sobre fondo verde en los carteles ubicados en las esquinas.

Por Pía Supervielle Fotografía Marcos Mendizábal, Carlos López


Número 7

Los nombres de las calles de Conchillas —el pequeño pueblo que se encuentra a mitad de camino entre la capital del departamento y la más marquetinera Carmelo— no se reproducen en ninguna otra ciudad del interior. En cada uno de esos pequeños carteles, inmortalizados, están varios de los hombres, mujeres y acontecimientos que —entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX— marcaron el rumbo del pueblo; están Charles Hay Walker, Thomas Walker, el Dr. Kyle, Héctor Capandeguy, Los Inmigrantes, Germán Ripke, Parish, El Nochero, Juana Tarter, Guillermo Cottington, entre otros tantos. Ninguno es el de la calle principal. El camino que atraviesa el pueblo y va desde la ruta 21 hasta el Río de la Plata, la calle más importante de Conchillas, lleva el nombre de un galés. Y la decisión no fue tomada al azar. En 1987, el año en que Conchillas cumplió un siglo desde su fecha de fundación, un grupo de vecinos decidió que ya era hora de dejar atrás las letras de abecedario como manera de identificar sus calles y llamó a vo-

tación para que el pueblo eligiera. El nombre que salió una y otra vez hasta superar los 200 votos fue David Evans. La carta, con fecha 9 de febrero, que el presidente y el secretario de la Junta Local de Conchillas de la época enviaron a la Junta Departamental de Colonia para solicitar el nombre de las calles decía de Evans lo siguiente: Único náufrago de una embarcación que se accidentó frente a las costas de Conchillas, era cocinero, comenzó con un pequeño comercio y en época de apogeo de Conchillas su comercio, que actualmente existe el edificio ocupado por la Cooperativa, fue conocido internacionalmente, tenía su propia moneda y exportaba e importaba directamente de Inglaterra. Además de ser muy buen comerciante ayudó a los agricultores como a sus empleados y vecinos. Muy recordado por todos por su generosidad y sus fiestas navideñas.

Más de 30 años después de ese acontecimiento, la figura de David Evans sigue siendo esencial a la hora de narrar a Conchillas. No importa si lo vivieron, no importa si se lo contaron. En el pueblo, hoy, todos reconstruyen las mismas escenas,

Moneda de Casa Evans, autorizada por el Banco Central del Uruguay

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cuentan los mismos gestos, hablan de los valores. David Evans sentado en una silla en el centro del almacén de ramos generales; los caramelos para los niños, las flores para las niñas; la libreta de pagos; la generosidad, la generosidad y la generosidad. Pero antes de Mister Evans o Mistereve (como se le decía habitualmente) habían llegado los Walker, quienes instalaron su modelo de company town típicamente británica y marcaron el destino de esas hectáreas de campo para siempre. *** Conchillas ya no necesita presentación. Se sabe de su génesis estrechamente vinculada al nuevo puerto de Buenos Aires; se sabe de su riqueza en piedra y arena y de su cercanía de la capital argentina; se sabe del desembarco de una empresa británica llamada C. H. Walker & Co. —propiedad de Charles Hay Walker y después heredada por sus hijos Charles y Thomas—, cuyo único objetivo era explotar los recursos naturales de ese territorio uruguayo para la construcción del dique porteño; se sabe que vinieron obreros de todas partes de Europa;


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Conchillas

Era un lugar muy particular, era como una capital. Tenía puerto, moneda propia, había luz propia, agua corriente de arroyo, agua potable que te la daban, saneamiento —un sistema atípico, pero saneamiento al fin—. Conchillas no dependía de nadie. Después con los años cambió todo y dependimos del Estado. Pero durante décadas fue una minicolonia sin serlo.

Calle de Conchillas


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se sabe que los productos venían todos de Inglaterra y que se vendían en Casa Evans, donde se podía comprar —con moneda propia— desde un Ford T hasta las pastillas para el dolor de garganta; se sabe que Conchillas fue un pueblo vigoroso. Pedro Repetto tiene 37 años, no vivió la época de los ingleses, pero la historia se la contaron una y mil veces. Y él ahora la narra así: Era un lugar muy particular, era como una capital. Tenía puerto, moneda propia, había luz propia, agua corriente de arroyo, agua potable que te la daban, saneamiento —un sistema atípico, pero saneamiento al fin—. Conchillas no dependía de nadie. Después con los años cambió todo y dependimos del Estado. Pero durante décadas fue una minicolonia sin serlo.

Adriana Alonso tampoco vivía en los años dorados, pero, como a todos los habitantes de Conchillas, también se lo contaron. La historia de Conchillas es muy llamativa con respecto al resto del país. Todo lo de la empresa, el manejo de los Walker de la vivienda, la salud… Conchillas fue uno de los primeros lugares

Alberto Zabkar con una réplica del cartel original de Casa Evans

en Uruguay donde se pagaba una cuota para la atención de la salud. Durante años la empresa pintaba las casas, cortaba el pasto de los jardines.

Conchillas creció con las características propias de un pueblo que nació para acompañar el desarrollo de una empresa, pero no de cualquier empresa; de una con todas las exigencias y las rigurosidades de sus patrones, que habían cruzado el océano para construir el puerto más importante de la región. Por eso su latir siempre fue tan particular, por eso el sentir siempre fue de un orgullo muy profundo. En el pueblo hay una idea que suele ser compartida y transmitida de generación en generación: que Conchillas es único en el territorio nacional. Muchos dicen que es por la historia, por la manera en que se construyó el pueblo y cómo se edificaron las casas —declaradas monumento histórico nacional desde 1976—; otros tantos dicen que es por la gente, que lo que hace especial verdaderamente a Conchillas es su gente. Al final del día los que mantienen viva la memoria del pueblo son los habitantes.

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*** Un día, sin mucho preámbulo, la empresa C. H. Walker & Co. decidió dejar de funcionar. Eran los primeros años de la década de 1950 cuando el sonido del progreso dejó de escucharse en Conchillas. El cierre de la compañía dejó en penumbras a una población que vivía —en buena medida— por y para ella. En un hecho totalmente inédito, los ingleses le vendieron 3.800 hectáreas de las 4.000 totales del pueblo a una firma uruguaya propiedad de los socios Capandeguy y Urrutia. Se fraccionaron las tierras, los pobladores tuvieron la posibilidad de comprar sus casas con mucha comodidad y la transición se dio sin conflictos. Pese a todo, las décadas que siguieron fueron de una profunda oscuridad para Conchillas. De los más de 3.000 habitantes que tenía el pueblo quedaron unos pocos cientos; los jóvenes emigraron a Colonia, y Conchillas se convirtió de la noche a la mañana en una localidad envejecida. Los años dorados eran un puñado de recuerdos. Las celebraciones por los 100 años del pueblo y la fuerza de un grupo de


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vecinos lograron que Conchillas volviera, lentamente, a latir, pero la falta de trabajo siguió siendo un problema hasta la llegada del nuevo milenio. *** En la primera década del siglo XXI, sin demasiado preaviso, la pequeña localidad empezó a aparecer una y otra vez en radios, canales de televisión, diarios y semanarios de alcance nacional; su nombre llegó también a diarios de la región. En diciembre de 2006 La Nación publicó un artículo cuyo título decía: “En Colonia ya festejan por la relocalización de la papelera ENCE”. El periodista Gabriel Seud, que firmaba la nota, empezó el artículo de la siguiente manera: Los vecinos de este paraje perdido del departamento de Colonia recibieron como una gran oportunidad la noticia de que la fábrica de celulosa ENCE instalará en sus costas la planta que iba a emplazar en Fray Bentos. Una gran oportunidad para salvar al pueblo de la extinción, un peligro real

El viejo Hotel Conchillas, otrora administrado por don David Evans

Conchillas

desde hace casi cuatro años, cuando dejó de funcionar la arenera Roselli Exportaciones. La compañía daba trabajo a gran parte de los casi 1000 pobladores del lugar, situado a seis kilómetros de Punta Pereyra, el predio donde quiere construir la papelera española. Dos años después, en junio de 2008, el semanario Búsqueda tituló “Conchillas: esperanzas y temores”. El texto retrataba la situación en las siguientes líneas: “Conchillas: estamos produciendo”. El cartel, ubicado sobre el tejado de lo que décadas atrás fue una fábrica de bloques para la construcción, volvió a ser pintado y a relucir hace 19 meses, luego que la empresa española ENCE anunciara que instalará en la localidad su planta de fabricación de celulosa. La planta de la empresa española nunca se construyó, pero tiempo después hubo más noticias. La página de Presidencia de la República publicó

un comunicado en mayo de 2009. El título decía: “Stora Enso compró campos forestados a ENCE y estudia construcción de planta de celulosa”. Meses más tarde se fundó Montes del Plata y hoy la historia ya es conocida. La edificación de la planta de celulosa en Punta Pereyra trajo una bocanada de aire nuevo al pueblo y con ella volvió la luz. Los habitantes empezaron a reunirse y a hacerse más fuertes. Formaron comisiones, volvieron a cuidar su lugar, lograron que la Casa Evans no se rematara y que la Intendencia se la cediera a la Comisión de Amigos de Conchillas, ganaron —en 2013— el premio a pueblo turístico del Uruguay que otorga el Ministerio de Turismo, crearon festivales, ferias vecinales, se apoderaron de viejos espacios, conquistaron nuevos. De pronto Conchillas se llenó de vida. Hoy sus habitantes narran con orgullo la historia del pueblo que fue, pero cuentan todavía más orgullosos del pueblo que son.


Número 7

La compañía daba trabajo a gran parte de los casi 1000 pobladores del lugar, situado a seis kilómetros de Punta Pereyra, el predio donde quiere construir la papelera española.

Antigua Casa Evans

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Artista e ilustrador invitados


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Diego Lev Montevideo, 1976 Artista y publicista diegolev.com

Noche Libro y acrílico sobre página de libro 13,5 × 19,5 cm


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Silencio Libro, papel y acrílico sobre página de libro 20 × 24 cm

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Francisco Cunha Montevideo, 1983 Ilustrador y diseĂąador fran.uy


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