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CONTENIDOS Coordinación general Nicolás Barriola Coordinación de contenidos William Rey Ashfield Coordinación editorial Lucía Lin Contacto editorial nicolas@bmr.uy Fotografías Carly Angensheidt Lorente (p. 4, 6, 8, 10, 12, 14, 16, 18, 38, 44, 47, 57, 58, 60, 62, 134, 136, 138, 140, 186, 198) Tali Kimelman Lucía Lin Marcos Mendizábal Textos Laura Gandolfo William Rey Ashfield Malena Rodríguez Guglielmone Corrección Ana Cencio Diseño I+D Impresión Gráfica Mosca Producido, diseñado e impreso en Uruguay. ISBN: 978-9974-8683-1-1
© 2018 BMR Productora Cultural, Derechos Reservados. Queda prohibida cualquier forma de reproducción, transmisión o archivo en sistemas recuperables, para uso público o privado, por medios mecánicos, electrónicos, fotocopiado, grabación o cualquier otro, ya sea total o parcial, del presente ejemplar, con o sin propósito de lucro, sin la expresa, previa y escrita autorización del 2 editor. Impreso en Gráfica Mosca. D. L. N° 361.324.
Agradecimientos Beatriz Urta Caroline Mallman Paulina Morales Ignacio Ruibal Dominique Sanda Gabriela Morador Marcelo Betancourt Ernesto Machado María José Machado Diego Machado Santiago Rivero (Tato) Silvia Alegre Clo Dimet Miguel Zerebny Pablo Atchugarry Martín Pittaluga Juan Aispurú Gastón Aispurú José Luis Aispurú Sol García Rodríguez Florencia Sader Roberto Mulieri María Mulieri Melania Alfaro Aldana Reyes Robinson González Marisa Carvalho Marcelo Daglio Lourdes Toujas Enrique Iglesias Natalia Welker Hans Vinding Diers Alberto Pomés Isabelle Bordouillet Guzmán Artagaveytia Gustavo Barbero María Victoria Pereira Marcelo Conserva
INTRODUCCIÓN 24 QUESO, OLIVA & VID 36 MIRADAS 72
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INTRODUCCIÓN
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Área de manejo de hábitats y/o especies
Laguna Garzón El área protegida Laguna Garzón se ubica en el límite entre los departamentos de Maldonado y Rocha. Abarca 9.596 hectáreas de superficie terrestre y 27.332 hectáreas de superficie marina. El cuerpo de la laguna es un espejo de agua de 1.750 hectáreas, comunicado con el océano Atlántico por una barra litoral arenosa que periódicamente se abre, ya sea naturalmente o por la acción humana. Por su conectividad con el océano, el agua de la laguna es salobre, y esa mezcla entre agua dulce y salada genera, en un territorio pequeño, un mosaico de ambientes singulares de elevado valor paisajístico y patrimonial, así como una gran diversidad de fauna y flora asociada a esos ambientes. Entre estos se destacan el bosque y el matorral costeros o psamófilos (que significa ‘que les gusta la arena’), el bosque ribereño, las lagunetas y los pequeños humedales de agua dulce, las dunas y los médanos, la costa oceánica y la propia laguna Garzón. En particular, el matorral y el bosque costeros constituyen formaciones vegetales únicas, características del ecosistema costero de Uruguay. Las especies son espinosas, retienen agua y son resistentes al espray salino que proviene del océano. Estas formaciones vegetales tienen un rol fundamental como estructuradoras de los hábitats costeros, ya que al crecer y desarrollarse en la arena generan las condiciones necesarias para que otras especies sobrevivan. Dentro del área encuentran especies emblemáticas como el ciervo guazubirá, el carpincho, el tucu-tucu y el gato montés. Se puede disfrutar del área mediante recorridos en bicicleta, a pie o en vehículo por los caminos autorizados. Quienes se animen pueden también hacer paseos en bote y vivir la experiencia de conocer la laguna desde el agua. Los amantes de las aves pueden realizar avistamientos de una gran diversidad de aves acuáticas. La laguna Garzón es un hermoso lugar para disfrutar en familia, en un entorno rodeado de naturaleza viva.
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Laguna de José Ignacio La Laguna de José Ignacio —situada en el departamento de Maldonado— constituye una de las lagunas costeras del Uruguay, que forman parte de una cadena de lagunas que comienza en el noreste de Argentina y continúa hacia el sur de Brasil. Por tal motivo, comparte la misma formación geológica que el resto, así como gran parte de sus características ecosistémicas, debido al retroceso oceánico —el que se supone tiene sus orígenes entre 4.000 y 6.000 años atrás—. Todas se caracterizan por tener conexión con el mar, algunas de forma continua —como la Laguna de Castillos— y otras de forma no continua en el año —como el caso de la Laguna José Ignacio—. Con una enorme riqueza biológica, resaltan muy especialmente sus aves, tanto las migratorias como las residentes, muy abundantes y fáciles de observar, constituyendo así un sitio de gran interés ornitológico, declarado de suma importancia por Bird Life International.
por William Rey Ashfield
Transformaciones en el paisaje de José Ignacio
Hasta hace veinte años, recorrer los campos de José Ignacio implicaba observar y reconocer un territorio invariado, casi congelado desde tiempos coloniales. Una dominante flora indígena y arquitecturas en piedra o ladrillo marcaban el paisaje de las sierras o de los llanos ganaderos. Molinos, tahonas, postas de diligencia, pulperías y viejas caleras quedaban aún como estructuras vacías, testigos mudos de una producción de pequeña escala, ya desaparecida. Nada era entonces muy diferente del paisaje que observaron los primeros pobladores españoles que colonizaron aquellas tierras. La costa, en cambio, inició su transformación desde mucho antes que el espacio rural, aun cuando un sitio como José Ignacio sintiera también cambios profundos en las últimas dos décadas. Cambios que llevaron a calificar su oferta de servicios al tiempo que aumentar su densidad urbana sin perder, no obstante, su ethos fundamental. Desde hace pocos años, el área rural de Maldonado inició un profundo proceso de transformación. Importantes impactos paisajísticos como la forestación y la instalación de molinos de viento en gran escala se han registrado como manifestación expresa de esos cambios. Al mismo tiempo, se han desarrollado también otros espacios productivos de muy particular interés, calificadores del sitio. En este sentido, cuando hablamos de espacios territoriales con identidad, o bien de paisajes caracterizados, siempre pensamos en esa tensión inevitable entre lo que se pierde y lo que se gana, sobre todo cuando se establecen procesos nuevos de desarrollo. Incluso —y desde una lógica de conveniencia— se discute y reflexiona también acerca de cómo perder poco y ganar mucho, en particular cuando entran en juego factores como el turismo, el patrimonio, el medio ambiente o el propio territorio y su paisaje. El valor adquirido por el espacio productivo rural, entendido desde una perspectiva que involucra a la cultura y al medioambiente —aunque también al desarrollo turístico y a la generación de economías—, expone la importancia de los cambios que aún están en proceso en esta parte de Maldonado. Tres productos comienzan a aportar un saber con larga tradición histórica, en un área que hasta ahora había sido, fundamentalmente, de tradición ganadera y de limitada actividad agrícola. Son esos tres productos la oliva, la vid y los quesos de calificada elaboración. Con variada incidencia y escala, los tres agregan valor al área de José Ignacio, permitiendo asociar calidad a cantidad y ocio a producción. Esta actividad productiva alienta la puesta en marcha de ideas y proyectos en bien de un desarrollo sustentable, donde a las prescripciones 27
y normativas del país en la materia se agrega la sinergia de buenos tratamientos de paisaje, inteligentes arquitecturas innovadoras y una cada vez mayor calificación de productos resultantes como el aceite y el vino. Otras regiones del país han fortalecido sus identidades locales a partir de productos como estos. Colonia, Rivera, una parte de Canelones y Florida son todos ejemplos de fuerte asociación con la producción de quesos y vinos. Cada vez más, Treinta y Tres y Lavalleja incorporan la producción de oliva. Pero la experiencia fernandina, marcada por ideas como equilibrio y respeto paisajístico, incorporación de valores arquitectónicos, crecimiento humano —en términos económicos, formativos y de especialización— y calificación productiva constituye, sin duda, una referencia fundamental para todo el Uruguay, al tiempo que una propuesta diferente y complementaria del tradicional turismo de sol y playa que tanto identifica al departamento desde muchas décadas atrás. Difundir los valores del nuevo paisaje de José Ignacio y exponer su experiencia productiva, humana y patrimonial —interpretados a través de textos que informan y seducen junto a renovadas capturas fotográficas— es el propósito fundamental de esta publicación. En este sentido, el reciente lanzamiento del programa “Caminos de la Vid y los Olivos” por la Intendencia Departamental de Maldonado busca resaltar este enfoque turístico y productivo de alta calidad.
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El visitante que llega a cualquiera de estos emprendimientos se conecta con la vida de campo, aprende sobre distintas formas de producciรณn y vive una experiencia sensorial y cultural. Por eso se habla de paisajes productivos.
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Sobre las sierras, en su mayoría pedregosas, con terruños que se asemejan a un pastel, hojaldrados, mezcla de tierra y piedra, se ganan las raíces y se desarrollan distintos cultivos, algo que sucede también en áreas más llanas. En ambos terrenos se alternan cultivos de vid y de olivo que se presentan en prolijas y cuidadas geometrías. Se aprecian espejos de agua destinados al riego, algo un tanto novedoso en nuestro país. Se dibujan nuevos caminos y junto a ellos una moderna y, ¿por qué no?, artística señalización. El campo en Maldonado está experimentando una muy favorable metamorfosis, pasando de ser predominantemente ganadero a tener una buena cuota de agricultura, tecnología y diseño en sus formas. ¿Por qué este fuerte impulso que va más allá de lo productivo? En parte se debe a la condición más general del país: Uruguay se encuentra ubicado entre los paralelos 30 y 35, latitud análoga a la de la cuenca del Mediterráneo, principal zona de producción del olivo en el mundo, y a su vez la misma latitud de las mejores zonas vitivinícolas de Argentina, Chile, Sudáfrica, Australia y Nueva Zelanda. Los suelos arenosos, con buen drenaje, y el equilibrado régimen de sol, lluvias y temperaturas, configuran una ubicación privilegiada para estos cultivos. Hay que tomar en cuenta también la cercanía del mar y la abundancia de chacras que se han aprovechado desde el punto de vista turístico. Algunos empresarios han apostado a la producción de vinos oceánicos y aceite de oliva extra virgen de alta calidad. No es un dato menor la complementariedad productiva que genera combinar estas plantaciones, pues se aprovechan recursos humanos y esfuerzos operativos y logísticos. Se dinamiza así el sector agroindustrial de esta zona del país, con su consecuente demanda de mano de obra para todo el año. La instalación de bodegas y almazaras ha atraído a nuevo público uruguayo y extranjero que quiere conocer los procesos productivos, degustar los productos y combinar actividades de playa y campo. Así se va afianzando el enotursimo y el oleoturismo, tan exitosos en otras partes del mundo, incipientes, pero con muy buenas perspectivas por estos lares. Se va generando una nueva identidad y se aprovecha la sinergia comercial, pues ambos productos utilizan el mismo canal de distribución. A esta producción de nicho, de alta calidad, se le suma la elaboración local de quesos, que enriquece la oferta. En muchos casos son productores extranjeros los que, siguiendo procesos de mejora de calidad, se animan a producir distintos tipos de quesos europeos que luego venden al sector gastronómico de Punta del Este y Maldonado. Los 41
más renombrados chefs de la capital y del este mantienen contacto permanente con los productores de quesos, vinos y aceites, que caminan hacia una marca país. El visitante que llega a cualquiera de estos emprendimientos se conecta con la vida de campo, aprende sobre distintas formas de producción y vive una experiencia sensorial y cultural. Por eso se habla de paisajes productivos. Porque más allá de la transformación del suelo, que en muchos casos apunta a contrarrestar la erosión, con un cuidado estético notable que contribuye al turismo, se busca rescatar patrimonio tangible e intangible del lugar. Se da también una incorporación de arte y diseño que valoriza la propuesta, y esa cultura es transmitida a quien visita estas fincas. En Maldonado destacan por su empuje y belleza diversos emprendimientos. Algunos de ellos combinan varias producciones, como es el caso de Agroland en Pueblo Garzón o Finca José Ignacio (Bodega oceánica José Ignacio y O’33 José Ignacio) en el entorno del Pueblo José Ignacio, ambos con almazara y bodega. Hay empresas dedicadas solamente al vino, como Viña Edén o Alto de la Ballena. Otras se enfocan en el aceite de oliva, como La Repisada. En todo el departamento hay hoy una media docena de bodegas y una cifra un poco mayor de almazaras.
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El boom de los olivos
Desde el año 2003, en Uruguay se ha dado un crecimiento acelerado de la producción de aceite de oliva. Si bien hay muchos tipos de productores, gran parte de la producción se realiza con estándares de calidad muy elevados. A tal punto llega el nivel de profesionalismo que el país está despegando en la región y en el mundo en cuanto a aceites de alta calidad. Es una actividad que ha venido creciendo mucho, con tecnología de punta, con un know-how que se renueva año a año para estar a la vanguardia, siempre apostando a lo mejor. No extraña entonces que los aceites uruguayos hayan ganado tantos premios e integren la línea top de los aceites del mundo, mostrando que definitivamente se puede competir en los grandes mercados. Este salto en la calidad de la producción local determinó cambios en los hábitos del consumo en el propio país. La producción nacional ha ido ganando reputación y adhesión entre los consumidores locales, desplazando en parte a los aceites de oliva extranjeros. Si bien este crecimiento fuerte es reciente, la historia del cultivo en Uruguay es de larga data. A lo largo del tiempo tuvo sus vaivenes y una proyección lenta. Los primeros olivos se plantaron en la época en que se fundó Montevideo. Se cultivaron en la ciudad y en los alrededores. Se trataba de ejemplares traídos de Buenos Aires, provenientes en su mayor parte de España. En el siglo XIX se fue plantando también en Maldonado y Canelones. La segunda etapa de este cultivo se relaciona con las recomendaciones para desarrollarlo en el país formuladas por el Congreso Nacional de Ganadería y Agricultura de 1895. Unos cuantos años después, en 1938, se publicó una “Cartilla del cultivo de olivo” que hacía referencia a la Ley Canessa de 1937, en la cual se incentivaba la instalación de diversos emprendimientos en varios lugares del país entre 1940 y 1960. La tercera etapa nos trae al momento actual. A comienzos del siglo XXI en todo el mundo se valoran ampliamente las propiedades nutritivas del aceite de oliva y sus beneficios para la salud. Uruguay no es ajeno a la tendencia y así este tipo de producción se multiplica en forma exponencial. Hoy día esta especie frutícola cuenta con la mayor área plantada en Uruguay: 10.000 hectáreas. La mayor parte de las plantaciones están concentradas en los departamentos de Maldonado, Rocha, Lavalleja, Treinta y Tres, Colonia y Salto.
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Apuesta fuerte a la calidad
En general, lograr un aceite de alta calidad requiere que las almazaras se encuentren cerca de las plantaciones, pues la aceituna debe estar en proceso, como máximo, dentro de las 24 horas siguientes a su cosecha.
Según el informe Oportunidades de exportación: Aceite de oliva, de Uruguay XXI, el sector olivícola engloba a más de 250 empresas que operan a lo largo de toda la cadena agroindustrial. En el país se cultivan alrededor de treinta variedades, aunque la más plantada es arbequina, que representa el 50 %. Otras con presencia importante son frantoio, picual, coratina y leccino. La mayoría son de origen español e italiano, aunque también se encuentran variedades de Grecia, Argentina, Francia, Israel y Marruecos. Desde 2004 todos los involucrados en el cultivo se han ido agrupando en la Asociación Olivícola Uruguaya (ASOLUR), que hoy cuenta con más de cien afiliados. Desde comienzos de esta nueva etapa se han venido aplicando conceptos productivos modernos. Se localizan plantaciones intensivas y hay productores de diferentes tamaños, desde plantaciones de menos de 10 hectáreas hasta productores de varios cientos de hectáreas. Ambos tipos de plantaciones se conjugan en el procesamiento industrial, donde hay desde pequeñas plantas de menos de 200 kilos por hora hasta plantas de gran porte de más de 1.500 kilos por hora. En general, lograr un aceite de alta calidad requiere que las almazaras se encuentren cerca de las plantaciones, pues la aceituna debe estar en proceso, como máximo, dentro de las 24 horas siguientes a su cosecha. En todo el país hay unas 150 explotaciones olivareras y 17 almazaras. Durante los períodos de cosecha se emplean entre 4.000 y 5.000 trabajadores, y uno de los desafíos del sector está vinculado a la mano de obra calificada, pues aún no existe una oferta formal educativa a nivel terciario. La formación muchas veces se da de manera privada, en muchos casos con expertos que llegan del exterior. Por otra parte, la Facultad de Agronomía y la ASOLUR han concretado acuerdos para la formación de técnicos. Aparte del empleo directo que genera esta actividad, es interesante el empleo indirecto vinculado a viveros, asesores técnicos, servicios de plantación y mantenimiento, maquinaria agrícola, insumos agropecuarios y empresas de riego, entre otros rubros. Algunas instituciones nacionales que apoyan son el Instituto Nacional de Investigaciones Agropecuarias (INIA), la Facultad de Química, la Facultad de Agronomía, las intendencias, los ministerios y Uruguay XXI. En el ámbito internacional, el Consejo Oleícola Internacional (COI), del que Uruguay es miembro, es el principal órgano regulador del producto. 45
La insistencia en la calidad es uno de los ejes de esta producción. Las almazaras más destacadas tienen muy definido lo que quieren lograr y trabajan predominantemente con aceitunas más verdes que maduras, lo cual hace que sus aceites destaquen por sus frutados, amargos y picantes. El aceite de oliva extra virgen es un aceite de máxima calidad que se obtiene directamente de aceitunas en buen estado por procedimientos únicamente mecánicos. Tiene un sabor y un aroma intachables, libres de defectos, y su grado de acidez no puede sobrepasar los 0,8°, expresados en porcentaje de ácido oleico libre. En Uruguay varias empresas respetan la exigencia del COI de estar a un nivel no mayor de 0,8 %. Más aun, en general no superan el 0,5 %, lo cual las posiciona como productoras de aceites de oliva extra virgen de muy alta calidad. Actualmente en el país hay un consumo anual aproximado de 1.600.000 litros de aceite de oliva. A pesar de que la producción ha aumentado desde 2003, no es capaz de abastecer el mercado interno. En general las almazaras venden directamente al turista que llega a los establecimientos y colocan parte de su producción en almacenes, supermercados, restaurantes y hoteles. Si bien existe una creciente demanda del exterior, la mayoría de los productores entienden que todavía no se produce lo suficiente como para exportar. Un porcentaje muy menor de las almazaras exporta a Estados Unidos, Brasil, Argentina y Francia, entre otros destinos. En Maldonado se concentra aproximadamente la tercera parte de producción de aceite y la mayor extensión de olivares de Uruguay. Aquí están 6.500 de las 10.000 hectáreas plantadas en el país. Colinas de Garzón, Lote 8 y O’33 José Ignacio son las almazaras más importantes que funcionan en este departamento. Se trata de agroindustrias que complementan el turismo de playa con propuestas interesantes de enoturismo y oleoturismo dentro y fuera de temporada.
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Un ejemplo concreto: Finca Jose Ignacio Almazara Boutique O´33 & Bodega Oceánica José Ignacio
Roberto Mulieri es un paisajista argentino de renombre que ha venido trabajando mucho en el desarrollo de paisajes productivos en distintos puntos del territorio costero, desde el balneario Solís hasta José Ignacio. En Finca José Ignacio, el foco estuvo puesto en transformar un ambiente degradado por la erosión. El desgaste en este territorio de 52 hectáreas se plasmaba, entre otras cosas, en la presencia de grandes cárcavas a través de las cuales se desplazaba tierra al mar. Las cárcavas son como surcos producidos por animales y por el exceso de agua, que va rompiendo el territorio. El proyecto de Mulieri apuntó a estabilizar las cárcavas para posibilitar la recuperación de los terrenos, mejorar tajamares y proyectar caminos, entre otras acciones. Para desarrollar este paisaje productivo se tuvieron en cuenta diferentes aspectos: el medioambiental, el histórico, el social, las tecnologías cuidadosas del medioambiente y, sobre todo, que la producción fuera sustentable y sostenible. Teniendo en cuenta todos estos elementos se hizo el diseño paisajístico. Una de las preguntas que se formuló este experto fue: ¿cómo se pueden convertir estos paisajes cotidianos en auténticos paisajes referenciales, en nuevos patrimonios en los que la sociedad se reconozca?
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El visitante puede responder a estas preguntas cuando se va adentrando en Finca José Ignacio. El paisaje es impactante. Al entrar en el predio, ubicado en el kilómetro 156,5 de la ruta 9, se deja atrás un ancho muro de piedra con la inscripción de la O y el apóstrofo perfectamente delineados. Enseguida se percibe el cuidado diseño de las plantaciones. Se aprecian los cuadros de los olivos armoniosamente intercalados con las vides. El camino es como una cinta que recorre el terreno y al desplazarse parece como si los árboles se movieran generando un efecto óptico. Llama la atención la señalética donde van inscriptos los nombres de las variedades de olivos; se trata del trabajo del escultor uruguayo Giorgio Carlevaro, quien elaboró estos singulares carteles con piedras del lugar esculpidas, que se erigen soberbias al pie de las hileras de árboles. El diseño de los olivares y la aceitera se proyectó en 2012. La construcción de la almazara (palabra árabe que significa ‘donde se exprime’) estuvo a cargo del arquitecto Marcelo Daglio. El diseño purista compuesto por placas de cemento con incrustaciones de vitrales verdes y violetas — los colores de la oliva— obtuvo el primer premio mundial en la categoría “Producción, energía y reciclaje” en el World Architecture Festival celebrado en Singapur en noviembre de ese mismo año. Los jurados calificaron la obra de Daglio como un “ejemplar sublime” que ilustra la forma en que la arquitectura puede dar relevancia y diseño a una fábrica de aceite. El diseño de Daglio se basó también en las sugerencias vinculadas a la instalación productiva que hizo la blender mendocina Lourdes Toujas, encargada desde un comienzo de diseñar los perfiles de las distintas líneas de aceite. La excelencia productiva se combina con la mejor arquitectura y con el arte: una gran escultura de Pablo Atchugarry recibe a los visitantes. Finca José Ignacio es un emprendimiento de capitales nacionales perteneciente a la familia Conserva – Welker, que cuenta con experiencia previa en la materia con un campo mayor, de 140 hectáreas y 23.000 olivos, ubicado en el departamento de Treinta y Tres, a orillas del río Olimar. En José Ignacio son 27 las hectáreas destinadas al olivo y 8 hectáreas a la viña.
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Lograr la mejor extracción
En esta finca se cultivan siete variedades de olivo: arbequina, coratina, picual, frantoio, leccino, koroneiki y manzanilla, que es la que se usa para aceituna en conserva. Cada variedad posee su sabor, aroma, color y tamaño particular.
A partir de los dos años y medio o tres, el árbol ya empieza a dar fruto. A partir de los diez años comienza la máxima producción y produce hasta los 60 años. En esta finca se cultivan arbequina, coratina, picual, frantoio, leccino, koroneiky y un jardín varietal. Cada variedad posee su sabor, aroma, color y tamaño particular. En marzo empieza la cosecha. Todo tiene su ritual, su momento y su lugar. Todo es muy riguroso. La fruta se recoge manualmente y es procesada ese mismo día. “Tiene que ser rápido”, explica la encargada de planta Aldana Reyes, una mujer muy joven que fue aprendiendo paso a paso el oficio desde que se creó la planta. “Cuanto antes se procese la fruta (en su envero), mayor es su calidad para la elaboración de aceite extra virgen. El aceite extra virgen y de alta gama es muy difícil de obtener y hay que tener un cuidado muy grande. Se procesa solo fruta de alta calidad y en su punto justo. Para que sea de alta gama y extra virgen hay que cosechar la fruta no pasada de madura, porque eso bajaría la calidad o subiría la acidez. No puede levantar temperatura y la fruta tiene que estar sana. La cosecha debe ser lo más cuidadosa posible. Aldana Reyes sigue minuciosamente las indicaciones de la blender, quien está involucrada en todo el proceso productivo. La blender cumple una función similar a la del enólogo en los vinos. Al recibir la fruta mira en qué estado se encuentra e indica cómo se debe moler, pues esa etapa es clave en el proceso. O’33 José Ignacio utiliza una metodología de extracción en frío. En la almazara suele haber tres espacios de trabajo. En primer lugar, el patio de recepción, que es el lugar donde la aceituna se recibe, se limpia, pesa y almacena a la espera de la molturación. Luego viene la nave de elaboración, un espacio cerrado donde la aceituna se muele y la masa resultante se bate, centrifuga, limpia de aguas y luego se decanta. Por último, la sala de cubas, el lugar donde se almacena el aceite. La máquina es de origen italiano y procesa unos 500 kilos de fruta por hora, desde que entra hasta que sale el aceite. El cuidado de la limpieza es extremo, dado que este aspecto es fundamental para la calidad del aceite. Las máquinas se limpian a diario con agua muy caliente a presión. Hacen dos turnos, desde que se prende la máquina hasta que se apaga, dos horas antes de finalizar el horario, para limpiarla. Estas máquinas se usan diariamente durante marzo, abril y mayo. Trabajan cuatro personas por turno en ese proceso. 49
Todo lo que se ve es tecnología de punta. El moderno diseño arquitectónico de Marcelo Daglio mantiene la temperatura, ya que las instalaciones y la sala de cubas fueron construidas con material aislante, lo que reduce el consumo de energía. También se controla la temperatura inyectando agua fría o caliente. La temperatura se observa en pasta y en aceite. Hacia el final del proceso, una centrífuga con platillos filtra el agua. Luego el aceite es conducido a unas bachas de decantación, donde se va sacando el aceite de arriba al tiempo que la borra baja. En esta etapa se observa que esté bien de acidez y de humedad. Cuando está todo en orden, el aceite pasa a un tanque que tiene sensor de peso: con el peso del aceite y de la fruta se obtiene el rendimiento. El peso es diferente según la variedad; no depende del tamaño. Una fruta grande puede dar menos rendimiento, lo que suele deberse a que tiene mucha agua, que se termina sacando. Por día esta planta procesa alrededor de 8.000 kilos de fruta, de la cual se extraen unos 800 litros de aceite. En O’33 José Ignacio no importa la cantidad de aceite que se produce sino la calidad. Es una política de la empresa. El aceite obtenido pasa luego a los tanques donde se conserva. Hay tanques de acero inoxidable, de distintos tamaños, con su reloj de temperatura, el nombre de la variedad que alberga y medidor de aceite. Los tanques son de 10.000, 5.000, 2.000, 1.000 y 300 kilos. Cuanto menos oxígeno tenga el aceite, mejor; por ello se cuenta con atmósfera y temperatura controlada en la sala de guarda. Los blends se hacen trasegando las distintas variedades; lo que va quedando en los tanques más grandes se pasa a los más chicos. Se almacenan como máximo unos 80.000 litros. El cuidado para que no se perjudique el aceite de oliva es fundamental durante el proceso de elaboración, pero también en el almacenamiento. El contenido de los tanques se analiza una vez por semana, porque el aceite se oxida muy fácilmente. El embotellamiento se va dando a medida que el mercado pide el producto. Se envasa y se vende todo en el mercado interno. O’33 José Ignacio tiene una gran demanda; provee a los más importantes restaurantes, supermercados y free shops del país.
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La cata del aceite La cata del aceite sigue un concepto similar al de la cata del vino, aunque su ritual es diferente. Lo que importa es percibir el sabor y no tanto apreciar el aspecto visual. Por esta razón se vierte aceite en un cuenco pequeño de vidrio azul, para no ver el color. El hecho de que sea más verde puede inducir a pensar que será más aromático y no tiene por qué ser así. Hay variedades que producen un aceite más amarillento y otras uno más verdoso. Lo que se mide es si es picante, amargo y aromático. Se toma el cuenco, con una mano se cubre la parte de arriba y la base se calienta con la palma de la otra. Se percibe el aroma. Luego se prueba un poco del líquido, se lo deja unos segundos entre el paladar y la lengua y ahí se toma oxígeno por la boca, se traga, y luego se exhala por la nariz. Así se puede sentir el frutado de los aceites, el aroma, el picante. Cuando se siente que es amargo, picante y aromático, da positivo. Los atributos refieren al sabor, al aroma a frutos, a pasto recién cortado, a algo fresco. Si es un buen aceite se le puede sentir un sabor a manzana verde, un aroma a cáscara de banana, un recuerdo de frutos secos. Esos son atributos positivos. El jardín varietal O´33 José Ignacio cuenta con un jardín varietal donde se hacen ensayos de cómo crecen las variedades. Allí se cultivan diversas especies de origen italiano, entre las que se destacan canino, ascolana, maurino y alfafara. Normalmente las variedades de mesa son manzanilla o picual. Esta última es una aceituna grande, con carozo también grande, que es la que da menos porcentaje de aceite. Esta variedad italiana es la que hace al aceite más picante. Las olivas de las variedades plantadas en el resto del campo tienen diferentes características, y al ser utilizadas en la elaboración del aceite en su momento óptimo de madurez proporcionan aromas complementarios bien diferenciados y notas sensoriales específicas.
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La construcción de un sabor propio
El aceite de oliva extra virgen siempre tiene tres puntos clave en su sabor: lo amargo, lo aromático y lo picante. Eso es lo que define el perfil. Para ser extra virgen no solo es preciso que se encuentre en perfectas condiciones y con la adecuada acidez, sino que el blend esté equilibrado. Ese detalle no se logra con una sola variedad.
El aceite de oliva extra virgen siempre tiene tres puntos clave en su sabor: lo amargo, lo aromático y lo picante. Eso es lo que define el perfil. Para ser extra virgen no solo es preciso que se encuentre en perfectas condiciones y con la adecuada acidez, sino que el blend esté equilibrado. Ese detalle no se logra con una sola variedad. Una vez elaborado el aceite, con el índice de madurez se puede predecir el sensorial. Todos los años es distinto. En general, si las olivas están muy verdes se tiende a pensar que el aceite será más amargo y picante. Las olivas más maduras dan aceites más suaves. El hecho de que haya llovido mucho o no se acumulen horas de frío también tiene consecuencias en el aceite. En ese sentido, es como el vino. Así como hay años en que el vino no tiene muchos taninos, hay años en que el aceite de oliva no tiene muchos polifenoles, esto es, los antioxidantes de la fruta, que le dan los amargos y picantes. La combinación de varietales hace que el aceite sea más complejo y armónico, que se potencien los aromas y que se pueda mantener siempre el mismo sabor de la línea. Porque en el blend no hay variabilidad: se persigue siempre un perfil de aromas y sabores. El varietal se expresa según la zona y el lugar. Hay un perfil de sabor y aroma específico para las distintas líneas de O’33 José Ignacio: Soft Blend, Premium Blend, Coupage Blanc, Reserva del Faro, Petit. Cada año, una vez que se elaboran los varietales, la blender los va probando y va dándose cuenta de qué se cumple y qué no, porque tiene claro qué perfil se necesita para cada línea. Los va calificando y caracterizando y así se va armando el blend. Sabe qué sabor quiere lograr. Se lleva un panel de análisis sensorial, certificado por el Consejo Oleico Internacional. Allí se indica el nivel de frutado, de amargo y de picante. Y así se va manteniendo ese perfil que es el que le llega al consumidor. El desafío año a año es que se perciba el mismo aroma y sabor, porque es la identidad de la marca. Cada variedad es cambiante cada año. Por otra parte, tan importante como los blends es la técnica de extracción. El corazón de todo está en cómo moler. Se puede tener en claro las pautas de temperatura, tiempos de amasado, de tipo de molino a utilizar, pero si viene una fruta diferente de acuerdo con los análisis de humedad y la relación pulpa-hueso, tendrá que ver cómo adaptar el amasado o cómo filtrar. También son cruciales los análisis de laboratorio. Se pesa el aceite, se pone una muestra y se analiza. Se miden la acidez y el peróxido (el concentrado que tiene de oxidación). Esto se hace semanalmente como control propio, aunque 53
una vez por año los aceites también se analizan en España —un requerimiento de calidad del LATU—. El laboratorio propio les permite corroborar que su aceite siempre esté en óptimas condiciones. Una vez por mes se envasa, según los pedidos que tengan. Se limpia la botella vacía con aire comprimido a mucha presión, de ahí va a la cinta y luego a la máquina. La persona a cargo la revisa y en la máquina se llena de aceite y se tapa. Esa máquina puede poner la etiqueta o el capuchón, pero en O’33 José Ignacio esto se hace manualmente para tener un control de calidad. O’33 José Ignacio trabaja según estándares de excelencia absoluta. Allí lo primero es la calidad, y luego vienen los criterios de rendimiento. Rendimiento y calidad no siempre van de la mano. Lo habitual es que la blender llegue a la almazara, pruebe y haga el corte, la mezcla. El corte es secreto, y hay que ir cambiándolo cada un mes o dos para que el consumidor siempre tenga el mismo sabor en su botella. Los perfiles sensoriales de cada marca son distintos. Los blends son irrepetibles; no se pueden reproducir de un lugar a otro. Después de muchos años la marca tiene un perfil de aroma y sabor. Dependiendo del año, de cómo fue el clima, las circunstancias, cómo fue elaborado y cómo se lo cuida es cómo será ese aceite. Un aceite de oliva extra virgen tiene que ser amargo, frutado, picante. Jugás con eso y hacés distintos perfiles. No puede variar el frutado, el amargo o el picante. La técnica es muy específica, muy estanca; surge de un entrenamiento muy objetivo. Es por esto que se premia a los aceites”. Se los premia también por la armonía —por ejemplo, si es frutado, el amargo y el picante no pueden superar al frutado— y por la complejidad —cuando aparece el recuerdo sensorial da cuatro o más descriptores—. Los descriptores ya
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• Capilla en establecimiento Arancedo de Enrique Iglesias.
son más personales. Puede haber sabores a tomate verde, a hierbas frescas, a vainilla, higuera, etc. Esto va muy ligado a los polifenoles, a la poca humedad en la fruta. Tiene que ver con cómo se manifiestan esas moléculas que darán el recuerdo sensorial. Los concursos más importantes se organizan en Los Ángeles, Nueva York, China y Japón. Cambian mucho los criterios según el concurso. Lo bueno de participar es que, aunque no se gane un premio, se recibe una buena devolución técnica. Los premios son significativos, pero no determinantes.
Enrique Iglesias y su chacra de olivos El expresidente del BID quería tener un lugar cerca de Punta del Este donde pudiera plantar arándanos. Hace diez años compró un predio de cinco hectáreas e instaló tecnología para irrigar los cultivos. Pero la experiencia con este pequeño fruto azul no fue muy buena y el área plantada se redujo a dos hectáreas. En las tres hectáreas restantes decidió plantar olivos. Al día de hoy estos árboles tienen cinco años y tres cosechas en su haber. “El olivo es la plantación que está dominando en esta parte del país con las grandes extensiones plantadas por [Alejandro] Bulgheroni y las que luego hizo [Marcelo] Conserva. Está claro que ahí hay un microclima”, afirma. “Estoy muy contento porque los árboles están estupendos, crecieron muy bien. Es una alegría para el paisaje. Es una producción pequeña, pero es muy lindo verlos”. Enrique Iglesias entrega la cosecha a su amigo Marcelo Conserva para que sea procesada en la almazara de O´33 José Ignacio. “La ventaja de tener el amigo al lado hace que todo se
facilite. Si no, habría sido más complicado manejarse con las aceitunas. Este caballero nos hace la gauchada de procesarlas y sacar un poco de aceite. Sacamos unos 500 litros. Un poco queda para ser vendida en el paquete general, pero básicamente es para consumirlo nosotros en familia y regalarlo a los amigos”. El economista suele participar en la recolección de este fruto de fuerte tradición mediterránea: “Es muy linda de ver. Yo conozco muy bien esta actividad, la he vivido en la zona sur de España, en Andalucía, una de las regiones más importantes del mundo. De los ocho millones de hectáreas de olivo que hay en toda esa región, dos están en España, la cuarta parte. Y es muy alegre. En España son las mujeres las que cosechan y lo hacen cantando, es algo muy agradable. Se genera todo un clima casi festivo. No es el caso nuestro porque acá es más chiquito, pero en general me hace acordar un poco lo que es la fiesta de la cosecha en España”. Iglesias comenta que hay años en que el olivo es muy generoso y otros años en que se reserva la energía y da mucho menos. Pero él no lo encara con un interés
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económico. “Yo lo tengo con un fin deportivo. Es muy bonito de ver y para recoger, y un aceite que se produce en la casa siempre tiene un gusto un poco mejor”. Destaca además el paisaje productivo de Finca José Ignacio: “Ha quedado muy bonito. El otro día vi una foto de él en un artículo de la revista de LATAM titulada ‘La toscana uruguaya’, o algo así. La gente se para a verla porque es muy linda. Esa combinación de olivo y vid, el lago, más la almazara y la bodega… Conserva es un emprendedor realmente creativo”. Respecto a las potencialidades del cultivo de olivo, Iglesias entiende que el aceite que produce Uruguay está teniendo mucha aceptación en el exterior. “Las marcas uruguayas, O´33 José Ignacio, Colinas de Garzón, empiezan a conocerse en el exterior con mucho respeto. Es algo nuevo, como fueron el arroz, la soja, la madera en su momento… El país ha despertado a ese tipo de cosas. Antes el aceite de oliva era un lujo, casi inaccesible; se consumía más que nada aceite de girasol. Hoy en día el aceite de oliva está llegando a más capas de la población”.
El recurso humano
Esta es una fortaleza de la empresa. Es muy importante el equipo, la parte humana, que haya personas confiables que sigan la línea de los asesores. Si algo sale mal en el proceso, quien se encarga de hacer los blends lo notará al probar el aceite. La mayoría de las personas que trabajan en O’33 José Ignacio están desde el principio; poseen idoneidad para el trabajo, han ido recibiendo formación a lo largo de los años y se encuentran plenamente comprometidas con su tarea. Aldana Reyes, por ejemplo, llegó cuando se creó la almazara. Comenzó realizando tareas menores y la fueron formando. Era muy jovencita y mostraba una gran disposición al aprendizaje. Hoy día tiene a su cargo la almazara y toda la confianza de la familia Conserva-Welker. La formación es crucial, pero más aún lo es una actitud de entrega al trabajo, de respeto a la naturaleza, al alma de nuestra tierra. En general, en las fábricas de aceite de oliva de América Latina quien maneja la máquina no es un ingeniero, pero sí es una persona de mucha confianza que respeta los procesos. Gran parte de las máquinas que se utilizan en Uruguay son italianas, y los técnicos vienen a Uruguay a enseñar cómo manejarlas. Cada aceitera tiene su maestro de almazara, quien muchas veces se forma en el exterior. En el área productiva, la filosofía en cuanto a los recursos humanos es la misma. Robinson González es la persona a cargo de las plantaciones de olivos y del viñedo en Finca José Ignacio durante todo el año. Explica que los primeros olivos fueron plantados en 2012, organizados en el terreno de a dos variedades para facilitar la polinización: siete filas de una variedad y una fila de otra. En el caso de las vides, en 2012 se plantaron tres hectáreas de vid y cinco más en 2015.
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Es muy importante el equipo, la parte humana, que haya personas confiables que sigan la línea de los asesores.
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Complementariedad productiva, turística y comercial Del Olivo a la Vid
Complementariedad productivas, combinación de oleoturismo y enoturismo en Finca José Ignacio
La idea de combinar la oliva y la vid es muy natural, se trata de una combinación italiana, típica de la zona de la Toscana, en el norte de Italia. Desde un comienzo, en Finca José Ignacio se apuntó a generar un buen equipo de trabajo, con buenos técnicos y personas idóneas que están al firme todo el año, a cargo de toda la producción. La empresa ingresó en el Grupo Crea (vitivinicultores) e integró al equipo ingenieros agrónomos que supervisan los procesos. En esta finca se producen pinot noir, tannat, merlot, chardonnay y albariño. La época de la brotación, en primavera, que es cuando hay que podar, demanda mucha mano de obra. También el desbrote, el deshoje y el raleo del racimo. Cuando la planta está madura —en general en verano—, se pesan los racimos para calcular el kilaje por hectárea. En febrero o marzo, la vendimia es el momento de mayor actividad. El enólogo va pidiendo muestras y va indicando cuándo es el mejor momento para cosechar. Según cómo sea el clima del verano, las vides y los olivos se riegan o no. La vid necesita agua, pero no en exceso. En el momento en que la uva madura, recibir demasiada agua le quita concentración de azúcar, que es lo que le dará el grado de alcohol. El cuidado artesanal y la eficiencia en la aplicación del recurso hídrico han sido la prioridad desde el momento de la plantación, por lo que se instaló un moderno sistema de riego por goteo. En 2018 se inauguró la nueva Bodega Oceánica José Ignacio, con tecnología de última generación para la elaboración de vinos de alta calidad. En este emprendimiento priman los aspectos de calidad y diseño por sobre los de cantidad, reflejando el concepto de pequeña bodega donde todo está cuidado al detalle. La bodega, al igual que la almazara diseñada por el arquitecto Marcelo Daglio, cuenta con una sala de catas para que los visitantes puedan degustar los vinos elegantes, minerales y de extraordinaria frescura de Bodega Oceánica José Ignacio, junto con toda la gama de productos premium de la finca. Nuevamente se ven los aspectos de complementariedad de ambas ramas productivas, la combinación de oleoturismo y enoturismo en un mismo lugar. El entorno de olivares y viñedos, el recorrido por las plantas de elaboración y la posibilidad de degustar los productos premiados con una guía especializada conforman una propuesta tentadora y muy bien recibida por los turistas extranjeros en Uruguay.
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Los nuevos vinos
“Como un país de 3,4 millones de habitantes refrescado por el Atlántico, Uruguay y sus hacedores de vino son muy conscientes de la necesidad de diferenciar su oferta de la de sus mayores rivales en Sudamérica”. Así comienza el artículo que escribió el periodista inglés Andrew Catchpole para Harpers Wine and Spirits, una publicación británica que existe desde 1878 y que hoy orienta a consumidores de todo el mundo en sus versiones digital e impresa. Nada mejor que la mirada de especialistas extranjeros para entender cómo nos estamos ubicando en el mundo del vino. Luego de visitar Uruguay y conocer las más importantes bodegas, Catchpole opinó que Uruguay está muy bien posicionado, no solo con el tannat sino con todos sus demás vinos, pues “son atractivos para las jóvenes generaciones que buscan vinos nuevos e interesantes”. Otro experto que visitó el país y opinó en la misma dirección es el chileno Patricio Tapia, quien estuvo a fines de 2017 en Punta Ballena para degustar y calificar los productos que participan en 2018 en la internacionalmente reconocida Guía Descorchados. En su opinión, así como ocurrió con Argentina hace 10 años y con Chile hace 15, Uruguay está empezando a florecer en lo que refiere a sus vinos. Este enólogo chileno viene desde hace 20 años a probar vinos y dice que el mejor momento para realizar esta tarea es hoy. Alude a la consistencia del país, a la consolidación de la calidad y a que se ha avanzado en términos cualitativos. Actualmente Uruguay ocupa el cuarto lugar dentro de América del Sur como productor de vino, después de Argentina, Brasil y Chile. La historia del vino en Uruguay tiene más de 250 años, pero fue recién con la uva tannat que el país se consolidó como productor reconocido fuera de fronteras. En 1987 se creó el Instituto Nacional de Vitivinicultura (INAVI), que fue el que impulsó la reconversión del sector al abrir las puertas para ingresar en el mundo de la competencia y de la calidad internacional. INAVI es una institución pública no estatal, dirigida por organizaciones empresariales y presidida por el Poder Ejecutivo nacional. Está a cargo del control de calidad, el apoyo técnico, el desarrollo organizativo y la fijación de normas, entre otras funciones que desempeña. Por otra parte, el Laboratorio Tecnológico del Uruguay (LATU) es la institución que se encarga del control químico y sensorial del vino antes de que sea exportado. La superficie destinada a viñedos en Uruguay no llega a las 7.000 hectáreas, y casi la totalidad de lo que se produce (97 % aproximadamente, según datos de INAVI para 2016) se destina a la vinificación, mientras que el restante 3 % se consume en forma de uva fresca. La producción de 61
vino es llevada adelante por poco más de una veintena de bodegas familiares, de las cuales muy pocas se dedican a la exportación. Los destinos exportadores más comunes son Brasil y Estados Unidos, y hay también una incipiente presencia en mercados europeos. En su gran mayoría las bodegas tienen como principal objetivo abastecer el mercado interno uruguayo. En Maldonado hay unas seis bodegas en funcionamiento. La creciente exposición a los mercados internacionales, así como las nuevas generaciones de hacedores de vino, que están más calificadas y suelen viajar con frecuencia, han profundizado la tendencia a crear estilos de vino más moderados, que reflejan la influencia del clima atlántico.
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Los vinos oceánicos
A Hans Vinding Diers le sorprende la frescura de los vinos que prueba. Cuando se le pregunta a qué vinos de otras partes del mundo pueden parecerse estos vinos oceánicos, contesta que Portugal es lo más parecido a Uruguay por el océano Atlántico.
Bodega Oceánica José Ignacio se diferencia justamente por producir vinos oceánicos. Se trata de un tipo de vino cuyas características provienen del tipo de suelo y clima, esto es, el terroir. Destaca en esta zona la cercanía del mar, las temperaturas un poco más bajas que en el resto del país (pueden llegar a cinco grados menos), las brisas marinas, las noches más frías, que hacen madurar a la vid más lentamente, la sal en el aire y en la tierra. Esto produce vinos más frescos. Como en la producción de aceites, Finca José Ignacio apunta a la altísima calidad, con lo cual es fundamental el asesoramiento de referentes de alto nivel. Bodega Oceánica José Ignacio produce en la actualidad vinos tintos, blancos y un rosado muy especial de características únicas, para cuya producción se contó con el asesoramiento del experto internacional Hans Vinding Diers. Proveniente de una familia bodeguera de Bordeaux, Vinding Diers cursó la escuela primaria en Saint Steff, un lugar famosísimo en el mundo del vino, donde los niños tomaban vino con agua en la propia escuela. Una trayectoria rica en diez países, cuatro continentes, aprendiendo de la vida y de los libros, cosechando dos veces por año, llevaron a Vinding Diers a radicarse finalmente en la Patagonia argentina, donde tiene su pequeña bodega con vinos muy premiados. “Es muy amplio el mundo del vino y bastante complejo, porque incluye ciencia, biología, arte, agricultura”, explica este experto nacido en Stellenbosch, Sudáfrica, de paso por Montevideo, en ocasión de su visita técnica a Bodega Océanica José Ignacio. “El arte se cuela mucho cuando se hace un corte de vino; es como mezclar colores. En mis vinos trato de lograr pureza y autenticidad, y ese es mi objetivo con estos vinos: dar una expresión honesta con lo que se produce y tener respeto por los elementos. La pureza se trabaja sin químicos”. A Hans Vinding Diers le sorprende la frescura de los vinos que prueba. Cuando se le pregunta a qué vinos de otras partes del mundo pueden parecerse estos vinos oceánicos, contesta que Portugal es lo más parecido a Uruguay por el océano Atlántico. “Los oceánicos van más por el lado fresco que por el lado denso. También está el lado salino, que puede resaltar, no sé si es por la sal del mar. Cuando uno está en España, se habla de vinos continentales o atlánticos, mediterráneos. Cada uno tiene su carácter bien marcado. Un vino atlántico tiene un carácter más leve pero más fresco”. Este hombre de aspecto nórdico, amante del buen beber, entiende que hay muchos grandes vinos. Vinos que emocionan, que a uno le hablan. Un gran vino cuenta de 63
un lugar, de un momento, tiene algo para decir: “Hay vinos que te cuentan todo un año. Si fue caluroso hay notas calientes en el vino, se nota la energía solar. Si se piensa bien, lo que tomamos y comemos es el sol. Es la energía y uno la siente”. Un gran vino para él tiene que tener también armonía y equilibrio. Junto con Bodega Oceánica José Ignacio estuvieron trabajando en un rosado a base de pinot. “Un superrosado. Un vino con energía, divertido. Podemos observar en este vino un poco la influencia de Provence, de Francia. Un vino de color piel de cebolla, aromas muy armónicos y un poco hedonista”, describe. “Algo que te pueda llamar la atención. Y es lógico, porque estamos en José Ignacio”. La idea es apuntar al mercado interno, pues es difícil salirse de la cepa insignia, el tannat. Explica Vinding Diers que el rosado, como cualquier blanco, necesita más precisión en su vinificación. Con la experiencia que le transmitió su padre —un gurú del vino blanco, en Semillon, en la zona de Grau (Bordeaux, Francia)—, cuida el proceso de este vino que, al ser transparente, es más complicado que el tinto. “El vino blanco te da otra dimensión, más precisión, más calidad”, explica. “Ahora hay una vuelta al vino blanco; estoy seguro de que en diez años estaremos tomando todos más blancos que tintos. El blanco puede ser muy simple o aburrido, o muy potente. El tomador de vino hoy no es como el de hace quince años; hoy es cada vez más sofisticado. Cada vez sabe más de lo que está probando”. En este sentido es importante recordar que uno de los principales atributos de la región costera oceánica de Maldonado son las cepas blancas como el Albariño, el Chardonnay y el Suavignon Blanc. Estas permiten alcanzar vinos elegantes, minerales y de extraordinaria frescura. Las variedades blancas junto con los vinos rosados son los preferidos en la temporada estival, en maridaje con los frutos de mar y la pesca local.
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Los quesos gourmet
En una escala de producción mucho menor, los quesos artesanales de Maldonado han acompañado el florido desempeño de los vinos y los aceites. Curiosamente, los productores de quesos son extranjeros y comenzaron elaborando casi por casualidad en un rubro que a priori no conocían demasiado. Hoy día han logrado un desarrollo importante abasteciendo al sector gastronómico más exigente en Punta del Este y Montevideo. En realidad, los derivados de la leche ya habían tenido su etapa dorada en la zona hace décadas, de la mano de la familia Fontana, dueña de un importante establecimiento cerca del pueblo de José Ignacio. Tal vez muchos recuerden la finca sobre la Ruta 10 que durante años alquiló el empresario argentino Pancho Dotto y que era famosa por las fiestas que allí se organizaban. Una casa antigua, en un alto del terreno, a pocos metros del mar, que se ve desde la carretera. La propiedad ha vuelto a ser habitada por sus dueños, los descendientes de Francisco Fontana, un siciliano que compró una gran extensión de campo en la zona y construyó esa casa en 1912. Desde ese lejano comienzo del siglo pasado este emprendedor se dedicó a la lechería, con varios puestos en la estancia. Cada puestero ordeñaba sus vacas y trasladaba la leche en carros de madera tirados por bueyes. Confluían en una planta ubicada en un punto estratégico del campo, cerca de la boya petrolera, donde procesaban la manteca y hacían quesos. Hasta el día de hoy se conservan las barricas de madera donde se guardaban los bloques de 20 kilos de manteca. Esas barricas eran trasladadas en diligencia hasta la estación de tren de Punta del Este. Desde allí la mercadería partía hacia el Argentino Hotel de Piriápolis y la confitería El Telégrafo, de Montevideo. También vendían leche, quesos y manteca al Hotel Nogaró de Punta del Este. Eran tiempos en que los fareros se llevaban cada semana una vaca distinta para obtener la leche; épocas en que los inviernos eran largos y gélidos, con naufragios dramáticos que han quedado en la memoria de los lugareños. Con el tiempo se fue modificando la fabricación de manteca y queso; se empezaron a usar máquinas desnatadoras. Los quesos duros se fueron guardando en sótanos, bien resguardados de la luz del sol, donde maduraban durante años con prensa y pesas. La familia Fontana llegó a tener dos sucursales en Montevideo donde distribuían sus productos: una en la calle Pérez Castellano y la otra en 26 de Marzo y Buxareo, donde hoy funciona la panadería Covadonga. En aquel momento todo el edificio pertenecía a la familia, que vivía en las plantas superiores. Los productos 66
En una escala de producción mucho menor, los quesos artesanales de Maldonado han acompañado el florido desempeño de los vinos y los aceites. Curiosamente, los productores de quesos son extranjeros y comenzaron elaborando casi por casualidad en un rubro que a priori no conocían demasiado. Hoy día han logrado un desarrollo importante abasteciendo al sector gastronómico de alta gama en Punta del Este y Montevideo.
tuvieron dos marcas distintas: La Carolina y La Fernandina, en clara alusión a San Carlos y Maldonado. Las nuevas generaciones fueron abandonando el negocio y hoy solo se dedican a la ganadería. Afortunadamente, otros emprendimientos más pequeños, también comandados por personas llegadas de otros países, han ido tomando la posta de los quesos. Se dice que para hacer un buen queso se necesita tiempo y buena leche. Cerca de San Carlos, una francesa ordeña sus cabras y vacas para hacer quesos gourmet. Antes de llegar a Uruguay, Isabelle Bardouillet vendía flores en una ciudad cerca de Cannes. En 2005 arribó al país con su padre jubilado y la firme intención de producir caracoles para exportar. Pero resultó una empresa demasiado complicada y decidió comprar diez ovejas y un ternero. Con la compra le regalaron tres cabras. Era la primera vez que veía una cabra. Como extrañaba los quesos de Francia, comenzó a hacer quesos chiquitos. No tenía idea de cómo llevar a cabo tal tarea, pero se valió de libros y de la ayuda de Internet para aprender. Un día llevó estos quesos a un cumpleaños para convidar y un señor mayor le pidió que le vendiera. Se convirtió en un cliente habitual que le compraba
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sus quesitos piramidales para regalarles a sus amigos con una botella de vino. Ese fue el comienzo de una actividad rica y creativa que hoy está afianzada con la producción de sus vacas Jersey y sus cabras. En general produce unos 50 quesos por día. Sus clientes son restaurantes como La Bourgogne, el de Francis Mallman y Estancia Vik. Sus quesos son el crotin chavignoli —un queso de cabra típico del centro de francia—, el petit piramide, también de cabra en forma de pirámide, y el saint marcelin, elaborado con leche de vaca y de cabra. Otro extranjero que se dedica a los quesos es el argentino Alberto Pomés. En su chacra orgánica La Corona, de 35 hectáreas, planta todo tipo de verdes —rúculas, mizunas, kale, mentas, mostazas— para abastecer a La Huella de José Ignacio, entre otros restaurantes. La estrecha relación con el emblemático restaurante lo animó a producir quesos. En su tambo de vacas Jersey produce quesos, manteca y leche que vende al restaurante. Veterinario de profesión, Pomés explica que la leche de las Jersey es muy gorda y espesa y que los quesos que él elabora van evolucionando, esto es, siguen vivos en el mediano plazo. Para lograrlo no calienta demasiado la leche, a fin de mantener los microorganismos vivos. Apenas se extrae la leche de las vacas se hace una mezcla con extracto de estómago de ternero (cuajo), y ese es el primer y único tratamiento, puesto que no agrega fermentos. A los quince días de elaborados, sus quesos se pueden consumir como un queso fresco. Con el tiempo, si se los deja estacionar, se van complejizando y se logra un producto duro muy rico. La Corona es un tambo estacional que en invierno no trabaja y en temporada elabora unos 60 o 70 quesos diarios. En la otra punta del departamento está Nonno Antonio, ubicado en camino Lussich, a cuatro kilómetros del arboreto y muy cerca del tambo Lapataia. Tal vez sea el emprendimiento de quesos de más larga vida en la zona: 18 años. Nonno Antonio comenzó como una empresa familiar a cargo del argentino Cristiano Ferretti y su mujer, la uruguaya Marisa Carvalho. El nombre se eligió en honor a un tío italiano de Cristiano, Antonio Ferretti, quien fue el creador de la hebra sintética de la lana a través de la caseína de la leche, en Milán. La idea de Cristiano Ferretti era elaborar quesos como los de Italia. Luego de hacer un curso en Uruguay fue probando diferentes tipos. Surgió, por ejemplo, el queso de montaña, que llevó ese nombre porque los que lo probaban opinaban que se parecía al que hacían sus abuelos recién venidos de Europa. Lo mismo sucedió con el reblochon, 68
La idea de Cristiano Ferretti era elaborar quesos como los de Italia. Surgió, por ejemplo, el queso de montaña, que llevó ese nombre porque los que lo probaban opinaban que se parecía al que hacían sus abuelos recién venidos de Europa. Lo mismo sucedió con el reblochon, un queso parecido al brie.
un queso parecido al brie, nacido en el Piamonte, que luego quedó del lado francés y por eso tiene ese nombre que significa ‘segunda trata’. Cristiano había creado este queso, pero no sabía cuál era. Según las características, lo buscó en Internet y entendió que podía ser reblochon. Fue a ver a un chef que trabajaba con Jean Paul Bondeaux (del restaurante La Bourgogne) y este se lo confirmó. “Todos los quesos fueron creados así”, comenta Marisa, quien desde hace una década es la encargada del negocio. “Venían muchos chefs italianos, franceses y españoles que probaban los quesos y se los comentaban a Cristiano”. Sus primeros clientes fueron restaurantes y hoteles. No había nadie en ese entonces que hiciera queso mascarpone y los distintos chefs de renombre se pudieron lucir con sus platos a base de este queso. El otro queso que los caracteriza es el gorgonzola, el roquefort de los italianos. Se diferencia en su consistencia, que es más cremosa, y en que tiene poco verde.
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Hoy día Nonno Antonio elabora ocho quesos de vaca y de cabra: reblochon, gorgonzola, dolce latte (es como un queso en forma de torta elaborado en capas con gorgonzola y mascarpone), cuartirolo lombardo, petit suisse, queso de cabra, mascarpone y queso cremoso de montaña. La maduración determina el tipo de queso y el sabor. El tiempo hace que el sabor vaya cambiando, que se vaya haciendo más intenso. Los conocedores saben que al probar quesos se aconseja ir de los más suaves a los más intensos. El arte de la cata supone el ejercicio de percibir, analizar y juzgar la apariencia y la textura del queso, así como su sabor y su aroma. En total Nonno Antonio produce unos 600 kilos de queso por mes durante el año y unos 1.200 kilos en temporada. Si bien para la elaboración utilizan leche pasteurizada de Conaprole, logran quesos muy particulares y respetuosos de las viejas tradiciones. Los más codiciados por los clientes son el mascarpone, el gorgonzola y el reblochón. Durante la elaboración Marisa Carvalho se vale de sus sentidos y no de aparatos para medir. Hasta el sentido del oído se utiliza al golpear los quesos con un martillo para ver cómo suenan. Se maneja de manera muy intuitiva y con sentido común. Su hija sigue la tradición familiar y es la primera de la familia en obtener formación universitaria: se graduó como bioquímica. En general los restaurantes y hoteles demandan quesos crema, no madurados, porque estos últimos les resultan caros y difíciles de manejar. Algún restaurante de élite supo presentar su tabla de quesos de nombre Nonno Antonio. La venta más fuerte en invierno es a restaurantes de Montevideo y en verano a los chefs de Punta del Este. En Maldonado se celebran muchos casamientos de franceses que suelen comprar quesos en Nonno Antonio para disfrutar después del postre. También hacen venta directa y ofrecen sus productos en la acogedora y amplia casa de madera ubicada entre los árboles en el camino Lussich. Aparte de las típicas degustaciones que organizan los fines de semana, se puede disfrutar del lugar y probar las pizzas y pastas en las que utilizan sus productos. Cada vez más los uruguayos están ávidos de probar nuevos productos, saber más sobre lo que están consumiendo e incluso visitar los lugares de elaboración. Una tendencia que va en aumento y que se fortifica con el hecho de que los productos locales son cada vez mejores y se erigen con una dignidad nueva en el concierto internacional.
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MIRADAS
ALMA DE PUEBLO
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JOSÉ IGNACIO
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POTENCIA DE SOL
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José Ignacio Alma de pueblo con potencia de sol
Es una punta rocosa dominada por un faro, rodeada de agua, azotada por vientos fuertes. José Ignacio nació como un pueblito al mismo tiempo rural y de pescadores, pero fue ganando estatus de lugar turístico de alto nivel y bajo perfil. Es difícil encontrar tanta diversidad en un espacio tan reducido. Con una excelente gastronomía, cuenta con dos opciones para hacer playa: la Mansa por un lado y la Brava por el otro. A esto se suma la posibilidad de estar a campo abierto en cinco minutos, algo que en los últimos tiempos ha atraído a muchos europeos. En este lugar todo tiene un valor esencial y rústico, sin estridencias agregadas. Nada es extraordinario, recargado o superficial. En otro tiempo vivieron allí el novelista británico Martin Amis y también la cantante colombiana Shakira. En la actualidad, el sol de José Ignacio ilumina cada amanecer de la actriz francesa Dominique Sanda, icono de los años setenta, y acoge a estrellas del mundo del espectáculo argentino. Sin embargo, nada altera la idiosincrasia de pueblito de campo sobre el mar que esta región ha cultivado naturalmente desde su origen. Ubicado en Maldonado, en el municipio de Garzón —a 30 kilómetros de Punta del Este—, José Ignacio es limítrofe con el departamento de Rocha. Actualmente está protegido por una ordenanza de construcción emitida en 1993. Geográficamente, es la última península de Uruguay con amanecer y atardecer marítimo. La identidad de José Ignacio hoy se mueve entre unas tendencias más conservacionistas y otras con ánimo de progreso y aprovechamiento turístico. Cada verano la península es inundada por turistas de todos los países. Esto hace que la foto que se toma de José Ignacio en baja temporada sea bien diferente de la de los meses estivales. Lugares destacados por su gastronomía han sido Santa Teresita y La Posada del Mar —actualmente La Huella—, un restaurante que hizo mucho por José Ignacio y todo un símbolo de diseño que marcó una forma de hacer y sentir en el lugar, sintetizada en la expresión “poco pero bueno”. Una versión sobre el origen de su nombre es que José Ignacio, un pescador, fue el primer poblador español que vivió en estas costas. El faro se construyó en 1877, con un alcance lumínico de 9 millas, un alcance geográfico de 16,5 millas y una intensidad luminosa de 1550 candelas, que emiten un destello cada dos segundos. En 1917 el agrimensor Eugenio Martínez realizó el primer loteo de terrenos.
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Tierra ígnea
El agente inmobiliario Ignacio Ruibal, en un momento clave de su vida, decidió vivir en La Juanita. Actualmente dirige en José Ignacio la inmobiliaria Ignacio Ruibal Propiedades Uruguay. Como sucedió con muchos que se enamoraron de la península pero no nacieron allí, en la década del setenta la familia Ruibal descubrió el balneario por casualidad.
La carga simbólica del nombre ya augura luz y desarrollo a todo lo que crece en su tierra, sea la vegetación, los animales o los proyectos sustentables que respetan sus peculiares características. El nombre José aparece en el Génesis bíblico, es de origen hebreo y deriva de la voz yôsef, que proviene del verbo añadir. Ignacio deriva del vocablo ígneo, y aplicado a una persona significa ‘hombre que nació en el fuego’. José Ignacio tiene apenas dos kilómetros de largo por 800 metros de ancho y 292 habitantes (según datos del Instituto Nacional de Estadística para 2011). La Juanita es el barrio lindero donde vive la gente trabajadora de la zona. Fuera de temporada, el cielo se ve plomizo, el ruido de unos pocos autos y camiones salpica el aire y se siente aún más nítido el trinar de los pájaros. Un viento fuerte mueve con vehemencia las copas de los árboles, anunciando una tormenta de primavera. Este es el sitio donde las aves planean como en ningún otro lugar: vuelan casi inmóviles, con sus alas desplegadas como una tabla. El agente inmobiliario Ignacio Ruibal, en un momento clave de su vida, decidió vivir en La Juanita. Actualmente dirige en José Ignacio la inmobiliaria Ignacio Ruibal Propiedades Uruguay. Como sucedió con muchos que se enamoraron de la península pero no nacieron allí, en la década del setenta la familia Ruibal descubrió el balneario por casualidad. Al lado de su negocio funciona el Café de la Plaza, la única cafetería de la zona, en calle Las Garzas, frente a la plaza. Decorado con muy buen gusto y una excelente propuesta gastronómica, es regenteado por Arnaud, un francés radicado allí desde hace una década.
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La zona está enmarcada por las lagunas de José Ignacio y Garzón, el océano Atlántico y la ruta 9. Está fraccionada en lotes, algunos que ya existían y otros que se fueron creando en los últimos años, con un crecimiento urbanístico muy planificado, explicó Ruibal. Es la última península de Maldonado: la laguna Garzón es el límite donde comienza el departamento de Rocha, con otras políticas respecto al turismo. Durante muchos años el funcionamiento de José Ignacio estuvo más vinculado a Rocha que a Maldonado porque, al no existir puente en la laguna José Ignacio, el único acceso era por Ruta 9. Además, Maldonado ya contaba con Punta del Este, Piriápolis y toda la costa, y los turistas no necesitaban este paraje tan lejano. “En sus inicios, los veraneantes provenían más de Rocha que de Montevideo. Si bien el loteo del casco del faro es de principios del siglo XX —de 1908, más exactamente—, la titularidad de la tierra quedó en poder de una sola familia y sus descendientes, quienes la mantuvieron hasta los años sesenta”.
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Su carácter estuvo definido desde un principio por ser una aldea rural costera, un pueblito de campo sobre el mar. De esta forma, el lugar creció volcado a dos actividades bien diferentes: la chacra y la pesca. Sin embargo, nunca fue un pueblo de pescadores propiamente dicho, debido a que el acceso era muy difícil y comercialmente inviable. No había gente que viviese de la pesca, aunque sí algunos pescadores artesanales, orientados al autoconsumo o a un comercio muy local. Por ejemplo, no había familias establecidas con ranchos sobre la costa, como sí se dio en Punta del Diablo. Hasta fines de los setenta José Ignacio mantuvo ese carácter de pueblo de campo que, sin servicios de electricidad y agua, hasta la década del noventa siguió teniendo el tradicional aguatero: un hombre a caballo con un carro que llevaba el agua casa por casa. A principios de los noventa llegó el agua potable a través de la primera concesión de obra pública de Uruguay: Aguas de la Costa. Se fue generando entonces una conciencia colectiva de que estaba llegando el desarrollo, y los residentes, como Ruibal, se preguntaron: “¿Cómo hacemos para preservar este lugar tal como lo descubrimos, con su carácter de pueblo y los elementos de vida familiar? No éramos extraterrestres, veníamos de Punta del Este o de otros lados, de los que escapábamos siempre buscando lo agreste”. En ese momento varias familias empezaron a trabajar para tener normas que facilitaran el crecimiento con orden, para no repetir la historia de Punta del Este y la Barra. Un grupo de vecinos compuesto por propietarios y veraneantes, que trabajó entre 1988 y 1993, se reunió con la Intendencia de Maldonado para crear una ley de desarrollo sustentable. Fue la primera ordenanza general de construcción del Uruguay, independiente del gobierno departamental, que sirvió para definir la marca José Ignacio. Esto permitiría conservar la baja densidad de población y el carácter familiar, además de prohibir rubros discordantes con el espíritu del lugar, como discotecas, salones de baile, shows de música en vivo y barracas, y controlar la publicidad. “Aquí solo corre el viento”, ha sido el eslogan de José Ignacio. “Nuestra música es el viento y el romper de las olas”, señaló Ruibal. “Cada vez que venía un parador y ponía música a todo volumen, algún vecino loco venía y le desenchufaba los cables. Siempre fue una comunidad muy combativa”, contó. Antes de la ordenanza de 1993 se construyeron edificaciones que hacían un uso extensivo del suelo, como el Complejo Aldea del Faro, que hoy luce restaurado, con sus 81
hermosos detalles en azul, barrancas y escaleritas. Para que no hubiera un aumento de densidad ni un crecimiento en altura que afectase el lugar, la ordenanza fijó el factor de ocupación en 35 %, la altura máxima de construcción en seis metros —con criterio de dos plantas— y que en los terrenos se mantuviera un 65 % de verde. Fue una ordenanza muy de avanzada, porque se trabajó con el concepto de skyline, que hace que al caminar por el pueblo se aprecie el mar desde todos los puntos de mira. Se trabajó también para impedir que se construyan más de 20 metros lineales, lo que hace que siempre queden ventanas mirando al mar. “Esa es la base de por qué José Ignacio creció bien, logrando mantener un estilo propio a pesar del peso de las inversiones, que a veces es difícil de contrarrestar. Hicimos que el desarrollo fuera criterioso y sustentable y el pueblo mantuvo su carácter”, dijo Ruibal. El inmobiliario agregó que los turistas son principalmente familias que hacen estadías cortas, de dos semanas o menos. Cada vez es más raro el veraneante que permanece los tres meses de vacaciones. Ruibal tuvo entre sus clientes a la actriz francesa Dominique Sanda, quien le contó que José Ignacio le despierta remembranzas del lugar adonde iba a veranear cuando era niña. También le vendió casa al escritor inglés Martin Amis y a Shakira, algo de lo que la prensa demoró dos años en enterarse. Tanto como la vida natural y sencilla, para quienes deciden vivir en José Ignacio son valores preciados la discreción y el perfil bajo. “Se enamoraban de un pueblo con carácter, con conciencia, y no solamente de un lugar que es lindo geográficamente. La gran mayoría de la gente, tanto propietarios como la población flotante de quienes alquilan, buscan el barrio, como si te dijera el Cordón o Palermo de Montevideo”, opinó. Ruibal adoptó José Ignacio como un modo de vida. Para eso abandonó su actividad anterior como asesor tributario y financiero para el sector agropecuario. Cuando llegó a José Ignacio se puso a trabajar con una empresa de servicios hogareños, que en aquel entonces era difícil tener. De a poco las personas comenzaron a pedirle referencias sobre terrenos para comprar o lugares para alquilar. De pertenecer a herederos y estar en pocas manos, la tierra empezó a comercializarse en los años setenta hasta llegar a fines de los noventa, cuando se dio vuelta la tortilla y la mayoría de los propietarios eran extranjeros.
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Arriba el telón estelar
En verano el cielo es un gran espectáculo en José Ignacio. Este también fue un factor que debió ser protegido en el plano legal, con el fin de que no hubiera iluminación alta. Una característica atractiva de José Ignacio es la calle de balastro, aunque el polvo sea molesto y haya que limpiar mucho. Calle de balastro y escasa iluminación son dos atractivos indiscutibles, porque la gente “privilegia ver el cielo”, explicó Ruibal. Una pelea que se está dando actualmente se centra en controlar la circulación de vehículos: el lugar no está preparado para que vengan tantos autos. La gente del lugar quiere que siga siendo un placer caminar por el pueblo. Quiere peatonalizar para que haya cierto orden, para que estacionen y caminen, y que también existan los medios necesarios para adultos mayores y discapacitados.
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La plaza inmobiliaria de José Ignacio ha tenido tres etapas. Una hasta el 2000, otra entre el 2000 y el 2010 y otra desde ese año en adelante. En la primera, los habitantes eran muy escasos y se encontraban en el casco: alrededor de 50 personas permanentes en invierno y una población flotante en verano. Debido a que la tierra valía menos, después del 2000 se estableció más gente en La Juanita, habitada por trabajadores y personas a las que les gusta el bosque. En la tercera etapa se llegó a una población estable importante en La Juanita: en el 2010 había más de 300 personas. De a poco se convirtió en un pueblo gastronómico, donde la gente de trabajo abría sus locales. José Ignacio es un lugar mediático. Es una opción especial dentro del radio de Punta del Este, que es un polo de desarrollo. De Solís a José Ignacio son 80 kilómetros de playas con un perfil de público diferente. Pocos lugares del mundo reúnen tantas opciones marcadamente diferentes, dijo Ruibal, quien vive en La Juanita, donde cultiva una huerta con zanahorias, rabanitos, acelga, espinaca, según la época. Ahora piensa plantar tomate y rúcula. “Es mi terapia, mi lugar”, aclara.
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Gastronomía: sencilla y noble
La familia Aispurú es una de las más típicas de la zona. José Luis es dueño de esta carnicería que se fue transformando en rotisería, minimercado y centro clave de atracción.
En el centro del pueblo hay un lugar ineludible, que es la carnicería de Manolo. La familia Aispurú es una de las más típicas de la zona. José Luis, el pater familias, es dueño de esta carnicería que se fue transformando en rotisería, minimercado y centro clave de atracción. Al lado abrió la Inmobiliaria Aispurú Bienes Raíces, dirigida por Juan, uno de sus hijos mellizos, en tanto Gastón administra la carnicería y rotisería. Fuera del establecimiento se ve una bicicleta antigua, negra, con la marca Manolo pintada, memoria de otra época. José Luis aún se hace llamar Manolo, porque es ya un sello de fábrica, cargado de significado. Con 32 años, Juan Aispurú integra la cuarta generación de una familia que creció en torno a José Ignacio. Vive en la laguna Garzón y sus ancestros vascos se radicaron en José Ignacio para trabajar en el rubro agrícola. Había tres establecimientos grandes: La Portuguesa, La Rinconada y El Higuerón. Su abuelo Manolo fundó hace 30 años la Carnicería Manolo, que hoy vende la mejor milanesa al pan. En un principio, José Luis Aispurú aprendió el oficio de carnicero con un tío. Después fue casero de Mirtha Legrand, una de las primeras figuras argentinas que tuvieron casa en el pueblo, junto con Amalita Fortabat.
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En la época en que José Ignacio empezó a tener mayor afluencia turística, Manolo abrió su carnicería. Fue cuando se empezó a construir el country Club del Mar y el complejo Aldea, de 16 viviendas. Manolo fue creciendo como carnicería y minimercado y se hicieron populares sus sándwiches. “De chico trabajé con él, a los 20 años incursioné en el rubro inmobiliario y hace más de 10 años que me establecí con mi propio negocio”, relató Juan, que se dedica a ventas, alquileres y administración de propiedades. “La gran mayoría son extranjeros y necesitan a alguien que acá les resuelva temas relacionados con las casas”. En los últimos tiempos Aispurú hijo ha visto que a José Ignacio llega un 80 % de argentinos y pequeños porcentajes de europeos y uruguayos. En el casco de José Ignacio viven pocas personas todo el año: alrededor de 40. Este número crece si se incluye La Juanita. Estima que en la región hay una población estable de entre 400 y 500 personas. Parte del encanto turístico del pueblo es la calidad y la variedad de la gastronomía. Hay muchos restoranes temporarios que abren desde hace varios años: en verano llegan a ser 15 o 20 y se les suman los paradores de playa. José Luis tiene 58 años y se pasa el día atendiendo el mostrador y relacionándose con los proveedores. Como poblador destacado histórico de la zona recordó a Nibio Machado, pescador retirado que a su vez fue hijo de un pescador. “Yo vi trabajar a Nibio y era algo increíble: se metía en las aguas más frías del invierno, en barcas chiquitas. Tuve la suerte de hundirme en una chalana con él. Hacíamos un poco de pesca industrial artesanal para vender y un día, en una tormenta tremenda, nos hundimos en la laguna Garzón. Un capo: me dijo ‘quedate tranquilo y agarrate fuerte del mástil’. Perdimos la ropa y todo, pero nos salvamos. Nibio tuvo que nadar como tres cuadras en lo hondo y salió. Traíamos un cansancio tremendo. Nos vinieron a buscar. Llevábamos berberecho de la laguna, que se exportaba”. Manolo y Nibio sacaban el berberecho, lo cocinaban, le quitaban la cáscara y lo vendían. De chico, Manolo iba a la escuelita rural n.o 41, en una época en que recibía muchos alumnos porque iban todos los chicos de la campaña, y una familia podía tener siete hijos o hasta 18. Llegaba a clases a caballo o en bicicleta. “Éramos de clase humilde, trabajábamos en las estancias. Mi padre perteneció a una estancia de los Castells, que eran socios de los Batlle: conoció a don Jorge. Después administró El Higuerón, propiedad de una señora de Cardona. Era un vasco laburador. Nosotros, los más chicos, también trabajábamos en chacras”. 86
Quien ahora trabaja como empresario, hizo hasta sexto año de escuela rural y reconoce que las limitaciones fueron compensadas porque la vida le sirvió “de facultad”. Está conforme con su vida en José Ignacio, con lo que ha logrado. “Uno piensa por sus hijos; hoy los veo empresarios y me enorgullezco muchísimo. Si hoy o mañana tengo que cerrar las puertas, sé que no me va a faltar la comida hasta el último día de mi vida. No soy un tipo rico, pero tengo cómo vivir porque fui un buen administrador”.
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En Punta del Este aprendió con su tío la profesión de carnicero y a trabajar con público. Mirtha Legrand se enteró de que él era una “persona de confianza” y lo contrató, cuando su casa estaba aún en construcción. Además, la gran dama de la televisión argentina le había hecho una casita para él y su familia. “No soy casero, pero sé cómo cortar el pasto y cuidar una casa, porque lo he hecho toda mi vida, y se lo explicaba a don Daniel, el esposo de Mirtha”. La esposa de José Luis aprendió a cocinar para el matrimonio, una cocina “no convencional”, y él hacía de chofer. Manolo contó que al año y medio de trabajar para Mirtha y Daniel, un hombre que pasaba en bicicleta le comentó que tenía un local comercial para alquilar. “Me lo alquiló por un año. Arreglamos ahí, en la vereda, a las siete de la mañana, yo con un mate dulce en la mano”. Disfrutó mucho esa etapa inicial de la empresa porque pasaba tiempo con su padre. “Se sentaba en la ventanita de este local, muy humilde, y disfrutaba un montón conmigo. Ya estaba enfermo. Mi padre era el mejor consejero; con tercer año rural tenía una visión de la vida. No había medios, él no tenía dinero para hacernos estudiar, entonces trataba de que nosotros fuéramos buenas personas, que no tocáramos lo ajeno y trabajáramos”. Después pudo pasar a otro local, alquilado por el mítico Nibio Machado. En 1990 compró el lugar donde se encuentran hoy. Manolo tiene fresca la época de las chacras de gente que ya no está: don Cosme Núñez, Cisto Núñez, Pedro Núñez, Aníbal Techera y don Arturo Pérez. Contó que en esa ápoca “eran todos compadres”. Había un sentimiento de comunidad muy grande y si había alguien enfermo, lo llevaban en el mismo auto. Recordó también que estaba el colectivo de don Rosendo Núñez. Era un Chevrolet del 52 que después siguió conduciendo su hijo Nuble, quien creció junto a Manolo. Todos los días el bus llegaba hasta San Carlos, localidad a la que José Ignacio siempre estuvo muy vinculado. En aquella época las oficinas públicas y los bancos estaban en San Carlos. Maldonado era una ciudad de 20.000 habitantes y San Carlos tenía 35.000, más el campo. Para Juan Aispurú, criarse y vivir en José Ignacio es positivo. “Uno se vincula con gente importante y muy respetuosa, que les da valor a los lugareños. Comercialmente te da la posibilidad de tener vínculos interesantes. A medida que vas creciendo, se te van abriendo las puertas de la sociedad”. Lo más difícil de sobrellevar es el contraste entre el invierno, cuando “no pasa nada”, y el verano, cuando “colapsa el sistema”, sostuvo. “Como sé que funciona así, busco adap88
tarme y le encuentro el lado positivo: me estreso bastante en verano, y en invierno tengo para relajarme un poco”. Por su parte, José Luis ha percibido que ahora se amplió el público que aprecia José Ignacio y llegan extranjeros no argentinos, como brasileños, europeos, estadounidenses, mexicanos, costarricenses y muchos chilenos, con ganas de “relajarse”. La Carnicería Manolo ofrece “todo”, según definición de su dueño: desde una pelota de fútbol hasta un vodka caro; insumos para la parrilla, para comida de olla o para menús foráneos. “Hay que tener la mejor molleja y el chorizo más extra de todos. Nosotros desarrollamos uno que le gusta a la gente. Tenemos el mejor vino y el intermedio, para todo público”. Aispurú padre considera que el resultado de la temporada “siempre es bueno”, porque a ellos les gusta atender a la gente y ese es un valor agregado de su servicio. Esto le despierta orgullo, porque “uno se deja la vida acá, por los hijos”. Una clave del éxito es no cerrar las puertas cuando el turista está aún en la calle. “Sos privado, pero te debés al público, sin el cual no podés trabajar. Tampoco podés trabajar sin el proveedor que anda en la calle, matándose con el sol en pleno verano. Hay que respetarlo muchísimo porque el tipo hace 80 kilómetros para traer los productos de Maldonado”. Su hijo Gastón es quien dirige la empresa actualmente: “Por él no hemos cerrado. Estamos con un público que te exige: antes ofrecías una latita de arvejas, hoy tenés que tener alcaparras de no sé cuánto, o salsa de soja inglesa, cuando antes tenías la que hacían acá a la vuelta”. En otra época también ayudó a los pescadores a resguardar su dinero, para que no lo tuvieran en el rancho. No era raro que murieran ahogados con sus botes. “Ahora hay más seguridad: con los celulares se sabe cómo va a estar el viento, pero los tipos no tenían nada. Era muy penoso porque pasabas y te decían ‘murió el Gaucho’, ‘¿dónde?’, ‘en la laguna’. Era gente noble”. En José Ignacio siempre se pescó mucha corvina, un poco de tiburón, lenguado, pejerrey, mucha brótola, pargo rosado, sargos y lisas. “Hay mucha pesca porque hay bastantes comederos, que son los mejillones que están en las rocas, algo que no se da en todos los lugares. Pescan como locos entre las dos lagunas, en el puertito”.
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El galope y el relax
A poca distancia de lo de Manolo se ve verde, campo, caballos galopando y un cielo celeste surcado por escasas nubes. Al ingresar al Haras Godiva se aprecia un ambiente rústico, acogedor y discreto. Sobre la mesa descansa un gran libro álbum con un caballo en la portada. Buzos de lana rústica cuelgan exhibidos para la venta y en un platito hay galletitas dulces con forma de equinos, horneadas ahí mismo. La austríaca Carolin Mallmann creó este haras turístico en el 2004. Al principio vivía allí y luego lo dejó a cargo de la administradora uruguaya Paulina Morales y su marido, Mauricio Delucchi, quienes llevan adelante la actividad todo el año. Es un haras de 10 hectáreas con pensionado. Quienes tienen su caballo ahí van a montar y luego se quedan un rato, toman algo y se distienden. En el gift shop cuidan que las artesanías tengan que ver con la idiosincrasia uruguaya. “Lo bueno es que estamos siempre abiertos. Porque con los caballos no es como en una oficina, que puedo decir ‘Cierro y me voy’. No importa si es feriado: tenés que estar, dar de comer a los animales, limpiarles el establo, entrenar, porque deben estar bien para aguantar las cabalgatas”. El esposo de Morales es entrenador profesional y guía de cabalgatas bilingües. Trabajan con el sistema de working students, con estudiantes que vienen de otros países a aprender a cambio de casa y comida. “Nos encanta este mundo. Es un bichito que te pica”, resumió para explicar su pasión por este estilo de vida. “De chica yo hacía mucho deporte y tenía las típicas fiestas de 15, pero prefería irme al campo a andar a caballo. De chiquita siempre pedí un caballo y no lo tuve hasta los 18”. Destacó además que es una actividad sana, porque se pasa el día al aire libre, haciendo deporte. Vivía en Montevideo y cuando vio el llamado para el trabajo se postuló casi sin pensarlo. Así, Haras Godiva se transformó en el lugar donde está viendo crecer a sus tres hijas, que ya participan en las tareas. Cuando el matrimonio toma vacaciones no cambia demasiado el paisaje: van al campo familiar de Delucchi, donde también hay caballos. Morales es dueña de la yegua Sorpresa, que en un principio estuvo a la venta para los clientes del haras, fue un regalo sorpresa que le hizo su padre. “Desde entonces está conmigo, entrenando todos los días. No la voy a soltar jamás: es de esas yeguas únicas, que te tocan una sola vez en la vida”. En verano ofrecen paseos guiados a caballo. Saliendo del haras, toman por un camino vecinal y recorren la playa de José Ignacio. Al regresar se espera a los visitantes con snacks de galletitas y budines. Ofrecen también clases 90
de equitación para niños y de adiestramiento, a cargo de Delucchi. Muchos padres llevan a sus hijos para que se alejen un rato de los dispositivos digitales. Ahora Godiva cuenta también con un picadero techado que permite entrenar más allá de las inclemencias del tiempo. “Es de primer mundo y nos va a abrir muchas puertas”, señaló Morales. Se celebran también eventos cerrados para grupos que quieren compartir un asado y una cabalgata en la playa. En las Cabalgatas de Luna Llena salen para ver el atardecer y la salida de la luna y luego vuelven al haras para tomar un cóctel. Cada enero proponen Arte Ecuestre: abren el establecimiento para mostrar lo que trabajaron durante todo el año. “Es como un teatro de caballos en seis actos, con música y sincronización con el caballo, como en una danza”. Actualmente viven ahí 27 caballos, contando los propios, los de cabalgata, los de Interagro Lusitanos de San Pablo y los de pensionado. Una cosa que lamentó Morales es que la temporada sea tan breve, lo que tiene también la ventaja de hacer posible que el balneario se limpie en seis u ocho meses. “Cuando hay muchos turistas se empieza a ensuciar más. En esos meses de descanso empiezan a aparecer otra vez las liebres, los zorros y los ciervos, que se ven en la carretera”. Los puntos altos de vivir en Godiva son que le permite estar rápidamente en puntos distantes de la zona, y que su familia tiene calidad de vida.
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Infancias de pesca
Ernesto Machado tiene 61 años y aún tiene frescos los días de pesca con su padre, Ernesto Machado García, cuando iban desde San Carlos hasta José Ignacio. Ernesto padre tenía una envasadora de soda y de gaseosa Bolita, y empezó a ir a pescar en 1929. Era como en el Cabo Polonio: se iba en un camioncito a pasar la semana de Turismo y la de Carnaval y a pescar hasta lo de Picoco Machado, cuyo hijo después fue pescador y empresario gastronómico. El camión iba por el campo, por caminos vecinales que no tenían balastro y a veces se enterraba, patinaba en los barriales; había que ponerle tablas y empujarlo para seguir. “Mi padre tenía una farmacia en San Carlos y había un veterano mayor que ellos que lavaba los frascos de los de antes, donde se envasaba a granel. Se llamaba Lisandro y era hiperprolijo. Venían a pescar a José Ignacio y él se vestía de blanco. Cuando el camión se estancaba, le decían que se pusiera atrás de la rueda para que empujara y quedaba todo embarrado. ¡Nos matábamos de risa!”. En aquella época, “donde tiraras había pescado”. Hoy hay mucha pesca, pero hay que conocer dónde. Ernesto protestaba para que lo llevaran a esas jornadas de pesca con los adultos, hasta el punto de que, cuando empezó el liceo, le escondía las llaves del auto al padre para que no se fuera sin él. “Hasta que yo no llegaba, no podían venir. Me ligaba un buen reto, pero venía a José Ignacio”. Su padre hacía las carnadas y las colocaba en las latas altas y finas de aceite de auto de antes. La primera vez que Ernesto sacó un sargo tenía 8 años. Se acuerda de ese momento como si fuera hoy: su padre le dio la caña de boya, que apenas podía sostener: “Lo primero que prendí fue un pargo rosado, que es difícil en esos lugares porque se sacan más estando embarcado”. Elbio Medina era un lugareño dueño de un parador, y junto con Ernesto padre pusieron a funcionar el ómnibus de la zona. Llevaban en una libretita el registro de los cambios de aceite. Más adelante fue el bus de Rosendo. “Era en el que iban y venían los pobladores de acá, y hacía encomiendas. A las ocho de la mañana lo esperábamos en la parada para darle el apunte y la plata. Rosendo hacía todas las vueltas y volvía a la hora de salida de los niños. Iban y volvían de la escuela con él”. Machado recuerda que una vez a su padre le mandaron unas almejas que Rosendo olvidó debajo del asiento y se echaron a perder, lo que generó un olor nada agradable. Machado no le cambiaría nada a José Ignacio. “Sí pararía lo que están cambiando equivocadamente. Hacen casas donde no hay que hacerlas y desfiguran el entorno natural. 92
Ernesto Machado tiene 61 años y aún tiene frescos los días de pesca con su padre, Ernesto Machado García, cuando iban desde San Carlos hasta José Ignacio. Ernesto padre tenía una envasadora de soda y de gaseosa Bolita, y empezó a ir a pescar en 1929. Era como en el Cabo Polonio: se iba en un camioncito a pasar la semana de Turismo y la de Carnaval y a pescar hasta lo de Picoco Machado, cuyo hijo después fue pescador y empresario gastronómico.
Los inversores vienen, hacen el fraccionamiento y rompen lo que sea: ¿y después quién corrige?”, cuestionó. Recuerda con claridad absoluta el momento en que su familia detectó la llegada de los primeros turistas a las playas del pueblo. Fue cuando salió a sentarse en un banco frente a la playa, donde hoy está Vik, y vio una sombrilla con personas debajo. Entonces entró corriendo a decirle a su padre que había turistas, algo totalmente inusual. “Y ahora no hay dónde clavar una sombrilla en verano”.
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Arte y artesanía de la península
Uno de los placeres del veraneante es comprar artesanías de la región, algún detalle para lucir en las noches y que quede como recuerdo de esos días de playa. En la zona hay varios artesanos que ofrecen sus creaciones, en puestos fijos y en la playa. En el pueblo hay también dos galerías: Misiones y Los Caracoles. Misiones tiene desde diciembre de 2017 hasta marzo de 2018 la exposición “Gurvich y sus alumnos”, un tributo al maestro cuyo estilo trascendió generaciones. Los Caracoles pertenece a Miguel Zerebny y Sebastián Manuele. La galería comenzó en 1998. En el 2000 empezaron a vender artesanías en el local de la Liga de Fomento y luego se independizaron. En el 2004 fueron dejando la artesanía para volcarse más al arte. Trabajan con artistas contemporáneos uruguayos con obra decorativa de calidad, sobre todo figurativa, y algo de abstracto. Han presentado 80 artistas, entre los que se encuentran Mario Giacoya, Martha Escondeur, Santiago García, Julio Testoni, Elena Porteiro, José Mattos, Javier Mendoza y Antonio Alza. Venden muchos cuadros y esculturas no tradicionales, realizadas con reciclaje, por ejemplo. Alejada un poco del casco vive la uruguaya Gabriela Morador, que en su taller de Santa Mónica (kilómetro 177,5 de la Ruta 10) confecciona accesorios de presencia importante, que exceden en mucho a una alhaja tradicional. Son los Collares de la Arena, que atraen a los argentinos en plena temporada, cuando Gaby se acerca a José Ignacio a ofrecerlos. Ella está en su salsa, puesto que le encanta el verano, el sol pleno, andar liviana de ropa y comer muchas verduras. En Montevideo intervenía prendas y realizaba accesorios de alta costura. Sus piezas tienen reminiscencias africanas, tribales y étnicas. Morador define su producto como “único”, realizado con materiales y diseño uruguayos: “No traigo nada de otros lados”. Vivió ocho años en Río de Janeiro, trabajando en cine y desarrollando accesorios. Trabajó en Festivales de Cuba, con el director de cine y teatro Pastor Vega. Una vez al año viaja a Europa, pero no emigraría. “Sé valorar las cosas que tiene mi país y mi base está aquí”, afirmó. Sus accesorios son bien artesanales, incluso con cuerdas teñidas por ella misma. “Me di cuenta de que lo que hago tiene salida, a la gente le gusta, y después me establecí en este ranchito”. Define sus piezas como “objetos de poder”. “La mujer que los usa se siente más poderosa. Imagino para quién los hago. Por ejemplo, pienso que son prendas para Madonna y 94
Alejada un poco del casco vive la uruguaya Gabriela Morador, que en su taller de Santa Mónica (kilómetro 177,5 de la Ruta 10) confecciona accesorios de presencia importante, que exceden en mucho a una alhaja tradicional. Son los Collares de la Arena, que atraen a los argentinos en plena temporada, cuando Gaby se acerca a José Ignacio a ofrecerlos.
saco una colección, o algo relacionado con Gladiador, o de tribus, como los mohicanos”. Cuando comenzó, compró las primeras cuerdas con un cheque prestado y apostó al proyecto pensando que tendría tres años de trabajo, que ya son once. Usa cuerdas de algodón porque considera que los metales “cortan la energía”, mientras que la cuerda neutraliza la fuerza del metal. Fabrica gargantillas, collares de distintos largos, brazaletes, cintos. “Cada persona precisa la fuerza en una parte determinada. Tengo clientas que los usan desde hace años y siguen teniendo el primero que compraron”. Emplea metales con baño de plata y también cueros. Para el verano 2018 lanzará una colección con maderas del mar perforadas. “La gente que los usa se da cuenta de que es más que un collar para adornarte: es atemporal y rescata la parte primitiva de la persona que los usa”. Sus clientes son sobre todo mujeres, entre los 15 y los 90 años, y son personas con un “concepto estético especial”. “Quien lo aprecia tiene una base; generalmente son profesionales: arquitectas, diseñadoras, ingenieras o médicas”. Entre sus clientes hay comunicadoras, conductoras de TV, actrices, diseñadores de modas, dueñas de tiendas y modelos top.
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Encuentra que José Ignacio es un lugar especial, valorado sobre todo por los europeos. “El Cabo tiene algo de lugar de encuentro con uno mismo, y acá hay un clima de glamour mezclado con ‘puedo ser lo que soy’. La gente que viene quiere ser exclusiva. Vienen famosos que quieren estar descalzos, tirados, sin importar nada. La gente está más relajada”. Morador es autodidacta y ecléctica, siempre con foco en lo estético: se formó en producción, cine, teatro, tapicería, marketing y ventas y maquillaje. Decoró la casa de Nicolás Repetto, que antes perteneció al empresario Mauricio Litman. De espíritu inquieto, restauró y pintó muebles con su socia francesa en Chocolate, local ubicado en Pocitos. Vendió antigüedades —le encantan los juguetes antiguos—, rodó comerciales y trabajó para telenovelas en Brasil. En Río de Janeiro confeccionó accesorios para novelas de época de la Globo. “Tengo una intuición vanguardista. Tiño un color porque me salió y cinco meses después veo que se usa. Hacía objetos, aros y vinchas de aluminio con formas espaciales en el año 84, y tiempo después se empezaron a usar”, contó.
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“José Ignacio me enseñó mucho”
Hace un par de años compró una casa en el pueblo. “José Ignacio me enseñó mucho y lo quiero mucho. Ya me siento un lugareño. Mis hijas viven acá. Me enseñó de la naturaleza, de la gente que labura acá, que tenemos cosas muy lindas y singulares para dar y que de cierta manera las estamos dando”.
Marcelo Betancourt tiene 39 años y es el chef ejecutivo de Vik Retreats, empresa familiar que maneja tres hoteles y un restaurante en José Ignacio: Estancia Vik, Playa Vik, Bahía Vik y restaurante La Susana. Estos lugares incluyen proyectos curatoriales, porque Alex y Kerry Vik invitan a artistas a intervenir los lugares que inauguran. En la Estancia Vik una habitación se llama Legrand, porque fue Marcelo Legrand quien le dio su estilo, y otra es de Alejandro Turell. Betancourt trabaja con ellos desde hace ocho años, luego de cerrar su local de Montevideo, Mercedes Mercedes, ubicado en avenida del Libertador y Mercedes. En ese tiempo lo llamó Alejandro Morales para trabajar en La Huella y luego Maximiliano Broquen, que en ese momento era gerente de la estancia. Se acercó, cocinó para ellos y hubo buena conexión para trabajar. Se entusiasmó con el proyecto y el lugar, justo en una etapa de cambio vital. “Esto estaba todo muy digitado por la energía. Si esa llamada hubiera sido un mes y medio antes, yo no podía porque estaba en un proceso de cierre y duelo”, resumió. De a poco fue tomando mayores responsabilidades y viajó a Francia, a estudiar y a cocinar con la familia Vik. “Me fui transformando en su persona de confianza en gastronomía”. En 2013 lo invitaron a ayudarlos en la apertura de un proyecto de viñedos en Chile, que incluye un hotel. Luego volvió a Uruguay para la apertura del tercer hotel: Bahía Vik, en La Juanita, donde ya existía otro proyecto hotelero que quedó abandonado. Son cerca de 30 habitaciones. Al atrasarse esta obra, abrieron primero el restaurante de playa La Susana. Betancourt pisó más fuerte ahí, habiendo pasado de lo gastronómico a lo más gerencial. Reconoce que cuando empezó a supervisar se alejó “del fuego, del rocanrol, de esa cosa de adrenalina”, al tener que atender varias bocas de expendio. Fue algo que en un comienzo le costó entender, aceptar y explicar a sus equipos de trabajo. Hoy supervisa el desarrollo de los cocineros y está en la coordinación de las cartas, los costos, el personal a cargo, la interacción con los equipos y con proveedores. Hace un par de años compró una casa en el pueblo. “José Ignacio me enseñó mucho y lo quiero mucho. Ya me siento un lugareño. Mis hijas viven acá. Me enseñó de la naturaleza, de la gente que labura acá, que tenemos cosas muy lindas y singulares para dar y que de cierta manera las estamos dando”. A las personas que trabajan para Vik les explica que el paisano de cualquier parte del mundo que los visita probablemente haya comido el mejor risotto en Milán o el Piamonte y el mejor sushi en California o Tokio. Pero el 97
mejor asado lo tiene que comer acá, en Uruguay: “Tiene que ver con respetar nuestra identidad”. José Ignacio le enseñó el uso de la pesca local, los cangrejos y las verduras, y los tiempos para cada cosa: qué se puede degustar en enero o en mayo. Para atender los cuatro frentes gastronómicos le da variedad a la oferta. “Tampoco soy un ortodoxo del producto local, sino que me baso en eso y lo trabajo lo mejor que puedo”. Betancourt se declara amante del pejerrey: “Es mi pescado favorito”. Destacó la calidad del aceite de oliva O´33 José Ignacio. “Esta es una zona increíble para el aceite de oliva”. Trabaja también con el cangrejo sirí, tan propio del país. “Es rico, fácil de cocinar y no está todo el tiempo disponible; es un bichito complicado”. Vivir en José Ignacio redujo su vida social y cultural en invierno, aunque se está buscando generar actividades en esta estación. Entre los puntos fuertes de José Ignacio señaló que la percepción del tiempo es distinta y que el contacto con la naturaleza que permiten las huertas es maravilloso. “Me encanta que mis hijas vivan rodeadas de eso, correteando gallinas y yendo a buscar flores”. El público de Vik es mayormente estadounidense, europeo, brasileño y argentino. “Intentamos borrar un poquito la línea del hotel y hacer sentir a los huéspedes que están en su casa, lo cual es difícil. El huésped que viene acá busca sentirse cómodo y sin tanta formalidad”. El estilo de cocina que propone varía según los lugares. En La Susana va algo más sencillo y minutero: rabas, miniaturas de pescado, ceviche, pescadito, parrilla. Los hoteles Bahía Vik tienen el bistró contemporáneo Zodíaco, y la estancia va más a la cocina de raíz, sin exagerar, y es más ortodoxa en la procedencia del producto: no se hace salmón ni pulpo ni risotto. Siempre es una cocina muy fresca. Playa es un hotel frente al mar, “con una piscina increíble”, donde la gente pasa mucho tiempo, y la cocina es fresca, sencilla, con los productos que se encuentren en esos días.
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Té en las rocas
Beatriz Urta, viuda del contador Enrique Braga, quien fue ministro de Economía y Finanzas e integró el directorio del Banco Central del Uruguay, supo frecuentar el balneario en familia, junto con sus cinco hijos. Allá por 1975 Punta del Este se empezó a llenar de gente. “Decidimos irnos y salimos carretera afuera a buscar otro lugar. Pasamos por un letrero que decía Faro de José Ignacio. No lo había oído nombrar. Cuando entramos, vimos salir autos, así que pensamos que ahí pasaba algo, y nos encontramos con ese pueblito típico que nos enamoró desde el primer momento, con plaza al medio y casas sencillas”. Enseguida la familia empezó a buscar un lugar para comprar. Existía la Posada de Bertalmío y su esposa, donde se hacía un famoso omelette de algas. Fueron a comer ahí y en la charla el matrimonio local les dijo que vendían una casita. “Era muy precaria, pero siempre nos gustó ese tipo de cosas: siempre fuimos muy aventureros. En la playa Brava vimos el barco Renner, que estaba encallado, y conocimos la historia popular, que hablaba de una matufia de este accidente náutico. Después visitamos la Mansa, donde había una casona antigua de las monjas de San Carlos”, recordó Urta. Al rechazo inicial de los hijos, que no sabían qué encontrarían en el lugar, siguió el entusiasmo, pues el ambiente era muy lindo: se formó un solo grupo de amigos con el hijo del farero, el hijo de Rosendo —el dueño del ómnibus que iba a San Carlos— y otros chicos. Urta recordó cómo encargaba al ómnibus que trajera dos kilos de carne, una garrafita y un kilo de manzanas. Salía de mañana, hacía las compras para todos y volvía. En la casa no había agua, saneamiento ni luz. Los chicos necesitaban programas de diversión y uno de ellos era armar un fogón en la playa. “Eran pocos chicos y se hacían unos fogones divinos. Nosotros los oteábamos de lejos para ver dónde estaban. Iban con guitarra y todo: era una vida muy sana. Al año siguiente nosotros también compartimos con algún amigo nuestro. Estaba Yiyo Valdés, dueño de muchos terrenos, que vivía en José Ignacio desde el principio”. Urta guarda el recuerdo de la desolación que vio el primer día en que bajó a la playa con sus hijos. Enseguida llegó otra señora argentina con sus cuatro hijos y se sentaron a charlar. Un pescador les dijo que el mar allí no era tan peligroso, pero que igual tuvieran cuidado. Con el tiempo fue aumentando el tamaño del grupo de señoras con el que Urta iba a tomar el té y ver la puesta de sol en las rocas. “Era un ambiente muy familiero”, resumió.
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Aníbal era el aguatero. Pasaba con su carro con agua por las casas o la ofrecía en el campito que era la plaza en aquel entonces, y la gente se acercaba con sus bidones. Otro señor se encargaba de prender los faroles. Luego vendieron la casa pequeña e hicieron otra más amplia, enfrente, donde siguieron recibiendo gente de Montevideo, en un grupo “muy lindo”. Después empezaron a llegar los nietos. El hecho de que sea una zona tan ventosa por momentos resulta molesto: la familia estaba bien en la punta, en las rocas, donde más soplaba el viento. Era algo que no le restaba encanto a José Ignacio, que se manifestaba en la naturaleza y la vida sencilla: “Una vida comunitaria”. La gran salida era ir cada tanto a comer pizza y fainá al tradicional Popei, elaboradas por la esposa de su dueño, pescador. “En el almacén de Pancho comprábamos comida. Si tenías ganas de comer acelga pero lo que había era puerro, comías puerro. Lo que había era lo que se comía, lo cual fue educativo para los chicos”. Otra peculiaridad de la época era el teléfono a manivela: toda llamada pasaba por la telefonista. “A los años, una íntima amiga nuestra hizo su casa allí y nos hablábamos por teléfono cada cinco minutos. Yo pedía la llamada y la telefonista me decía: ‘Pero vos ya hablaste dos veces con Teresa: ¿qué precisás?’. Ella digitaba todo”, contó Urta entre risas. En otra época a la gente le gustaba vivir más sencillamente, con lo básico, contó. “Intentamos conservar la sencillez del pueblito, pero no se pudo porque se puso de moda. Ahora está todo con restoranes de lujo, con fortunas invertidas”. Como tantos otros, Beatriz desea que no suceda lo mismo que en Punta del Este, donde actualmente vive. A los nietos les quedaron grabadas a fuego las salidas a caminar de noche, sin nada de luz artificial. Un día Urta iba caminando de la mano con su nieto más pequeño y le dijo: “¿Querés que te regale algo?”, “bueno, Yaya, sí”, “te regalo la luna”. “Hasta el día de hoy me manda mensajitos que dicen: ‘Yaya, miro la luna en Irán [donde está de vacaciones] y me acuerdo de que me la regalaste’. Vivimos cosas muy especiales”, dijo emocionada.
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• Fotografía de época
Si es sencillo, dos veces bueno
Receta de Tato Tiradito de corvina Corvina negra recién pescada y fileteada. Agregar sal marina, aceite de oliva y limón. Nada más. Servir crudo, inmediatamente. Es su preparación preferida, recomendada por natural, sana y fresca: es lo primero que se come en la playa después de pescar.
Santiago Rivero, apodado Tato, tiene 37 años y es chef del restaurante La Olada. Está vinculado a José Ignacio desde que nació, porque su abuela, Marta Pagola, que hoy tiene 102 años, veraneaba allí. Según su opinión, el cambio más sensible en la zona es que se convirtió en una “plaza inmobiliaria” y “ha perdido a casi todos sus pobladores locatarios: perdió un poco de identidad”. Dice que la arquitectura cambió muchísimo porque ya no hay más ranchos sino “megacasas”. Y cambiaron los veraneantes, que eran uruguayos, carolinos y algunos de Rocha, como su familia. Lo comparó con una especie de Cabo Polonio, que se vio alterado por la llegada de la luz y el agua. Tato también encuentra que hay dos períodos bien marcados; uno de ellos es la temporada estival. “En invierno vuelve a estar como antes, pero quedan esos elefantes blancos vacíos”. Tato abrió La Olada en La Juanita en 2005, después de un pasaje de trabajo como cocinero en La Huella. El lugar refleja su estilo de vida: honesto y muy simple, con los productos de la zona y mucho pescado. Le encanta trabajar con el pejerrey y la corvina negra. “Es lo que más hago, a la parrilla o a la cruz, como si fuera un cordero”. No se imagina viviendo en otro lugar. “Es el sitio que elegí para vivir y desarrollar una familia. Tengo dos hijos: Tomás de 6 y Dante de 3 años, y trabajo con mi esposa y socia, Silvia Alegre”.
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El sabor de los tomates
Los abuelos y tatarabuelos de Diego Machado Acosta echaron raíces profundas en José Ignacio. Actualmente Diego es dueño del clásico restaurante Popei e integra la comisión directiva de la Liga de Fomento. “José Ignacio empezó a poblarse a partir del año 30, con poca gente: el farero, algunos ranchos de pescadores y gente que venía de San Carlos y Maldonado. Estaba todo en la zona de chacras, donde está la escuela n.o 41, entre la cuenca de las dos lagunas y la Ruta 9”. Esas familias plantaban y cosechaban. Todo lo producido salía por Garzón: llevaban papa, arroz, y de ahí salía el tren hacia Montevideo”, recordó. En ese entonces, las familias se ayudaban entre sí. Cuando una cosechaba papa, las otras iban a ayudar. Era una comunidad muy unida, con familias numerosas y la escuela que nucleaba todo. Esa raíz de Machado en la zona incluye un hecho de sangre dramático. Su abuelo paterno murió luego de batirse a duelo con un hermano de su abuela materna, por unos terrenos heredados. En ese momento su padre tenía apenas 14 años. Dos hermanos mayores instalaron negocios en San Carlos, pero no les fue bien y tuvieron que vender los campos, que eran su sustento, además de la pesca. De los ocho hermanos, el padre de Diego fue el único que regresó a José Ignacio a hacer lo que le habían enseñado: pescar. Según recuerda Machado, vivían de la agricultura, pero la pesca era un plus para compensar las cosechas de invierno. Con solo 10 años, acompañaba a su padre en las jornadas de pesca. Hacían mucho bacalao para vender en Semana Santa. Al vivir a tres kilómetros, el contacto con el mar y las lagunas era inevitable y natural. A partir de 1920, otro recurso que sustentó a la familia y creció como una necesidad del pueblo fue el servicio que ofrecía su abuelo Picoco Machado, quien ingresaba gente en carretas tiradas por bueyes. Las familias que iban a pasar Semana Santa o Carnaval llegaban en cachila por la Ruta 9, las dejaban en la chacra y las carretas los llevaban al pueblo. “Somos una de las pocas familias de José Ignacio que hemos dado servicios siempre y hemos visto su transformación”. En determinado momento su padre se dio cuenta de que el lugar se convertía en un punto turístico y la gente empezaba a ir para disfrutar de la playa y la gastronomía. Al principio existía la Posada del Mar, regenteada por la madre de Guzmán Artagaveytia, donde fue a recalar el joven chef Francis Mallmann. “No había puente todavía. Iban a Punta del Este, pero se decía que había un pueblito donde se comía muy bien, era tranqui102
Sugerencias de Popei Entradas Omelette de algas, miniaturas de pejerrery, rabas, chipirones o pulpo. Plato principal Pescados o pasta. Diego recomienda ñoquis de algas gratinados al horno con crema, o servidos con salsa de mariscos. Otra posibilidad: la pesca del día a la plancha, con guarnición de papa al natural o mix de verduras al horno de barro. El sabor de estos platos sencillos sorprende a la gente. “Es lo que hoy en día se busca, porque se han perdido los sabores naturales de la comida. Les damos un buen tomate, que empezamos a cosechar nosotros, y la gente se sorprende porque ya se olvidó del sabor”.
lo y natural. Papá proveía a ese restaurante de pescado y de cáscara de berberecho, que se esparcía en los caminos”. También estaba el restaurante Santa Teresita, al que le vendía pescado. Su padre compró un terreno para instalar un lugar sencillo donde comer. Era un pescador con ganas de crecer, un hombre muy ordenado que siempre buscaba progresar, según cuenta su hijo con gran admiración. Popei pudo materializarse como emprendimiento familiar en 1991, pero Machado padre continuó pescando hasta el año 96, período durante el cual “tapó cuentas”. Después se arriesgó a estar en la cocina. “Él estaba convencido de que nadie nace sabiendo y que todo se puede aprender, y él tenía el plus del conocimiento del manejo del pescado”. Popei se dedicó más a los productos de pesca y hoy sigue siendo un restaurante familiar, accesible tanto para el turista como para el trabajador de la zona. “Acá viene el turista famoso, como Tinelli o Repetto, pero también el trabajador de la posada o del restaurante”. Los proveedores son excompañeros de su padre y saben que estos clientes son conocedores de la frescura del producto. “No nos pueden pasar gato por liebre: sabemos cuándo viene una brótola fresca o un berberecho fresquito. El ensayo y el error hacen que aprendas también cómo prepararlo”.
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Hoy el menú de Popei incluye productos locales de mar y de laguna. “Siento que estamos en nuestra salsa porque sabemos manejarlos desde que ingresan hasta que llegan a la mesa”. Su padre se animó a incursionar en el preparado de algas. En un momento el restaurante Santa Teresita era un icono por su omelette de algas. Cuando cerró, le preguntaban a Machado si lo tenía en el menú, y al final lo agregó. Incorporó además la pasta con algas: ravioles y ñoquis. La carta es muy variada, con pasta casera y platos tradicionales como el chivito. ¿Sugerencia del chef? Ñoquis de algas regados con un buen vino blanco o clericó, que es una especialidad de la casa. En algún momento decidieron empezar a trabajar con aceite de oliva en la cocina. “Desde hace seis años, el universo me fue llevando a la cocina, a tomar el timón del restaurante familiar y llevar adelante el barco junto con mi mujer, Luciana Núñez Borchi. Antes no le prestaba atención al oliva; ahora entiendo que tiene que ser de buena calidad, así como aprovechar los productos cercanos”. Machado comprobó que el extranjero aprecia el producto local: tener oliva Garzón u O´33 José Ignacio es un plus con relación a uno de Italia u otro origen. “Cuando uno viaja quiere probar lo auténtico del lugar. Hoy lo trabajamos tanto en la cocina como en el frente. Mariscos, langostinos, pulpo y chipirones se saltean con oliva de la zona”.
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Conservar el espíritu local
Clo Dimet también defiende el sabor local. Desde hace seis años es propietaria y chef de Posada Paradiso, que durante mucho tiempo había pertenecido a un matrimonio español. Dimet es cocinera, vivió 20 años en Francia, donde hizo su carrera, y vivió también en Argentina, Brasil e India. “Quería volver a Uruguay, volcar toda esa experiencia y dedicarme a recibir gente y conservar el espíritu local del José Ignacio que yo había conocido hace 20 años porque nací en Punta del Este”, explicó Dimet. La posada abre desde el 1.o de setiembre al 1.o de abril. También en otras fechas, para eventos corporativos o familiares o para alguien que necesite hospedarse por más de 15 días. Van muchos equipos de filmación que trabajan para bodas. “Trato de recuperar el espíritu antiguo de José Ignacio, que se ha perdido un poco al ponerse tan de moda. No deja de ser una aldea de lujo y queremos conservar eso”.
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En el restaurante de Paradiso trabajan con productos orgánicos locales y quieren fomentar y difundir lo que la península tiene para ofrecer al público extranjero. Trabajan con cuatro bodegas locales de José Ignacio, Garzón y Maldonado. En cuanto a verduras, recurren a productores locales, como Cruz del Sur Farmcio y Garzón. Ahora están sirviendo cuatro cortes de carne orgánica que varían según la oferta del productor y pescados locales: corvina, pejerrey, brótola, sirí y almejas. “La cocina de Paradiso es muy simple, de cocciones rápidas, tratando de destacar el producto, que es lo que podemos ofrecerle a un turista que quiere saber cómo comemos en Uruguay y que no está tan preocupado por comer un plato que puede probar en cualquier otro lugar del mundo”, explicó Dimet. La posada es “extremadamente ecléctica” porque tiene un público americano y europeo y a la vez un complemento de gente local, que viene de Montevideo y Buenos Aires o Brasil. “Quiero fomentar esa mezcla de gente que es tan enriquecedora y que nos humaniza en términos de hotelería, porque nosotros damos prioridad al contacto muy personal con el cliente”, concluyó la empresaria.
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“Hay que crecer y avanzar”
Martín Pittaluga es uno de los socios directores del parador La Huella. Vive en el faro, que conoció gracias a Guzmán Artagaveytia, porque lo iba a visitar a su restaurante. En 1993 instaló su primer negocio con su hermano Fructuoso, diplomático, que fue la Estación Ancap del faro, bien pequeña. En un barcito vendían uno de los primeros sushis y chivitos. “Era muy extravagante como menú”, bromeó Pittaluga. “Se bailaba arriba de las mesas, una cosa muy divertida. Teníamos un equipo de pasacasetes. Cerrábamos tarde, era un lugar de paso para camioneros. Una inspiración de Bagdag Café. En cuanto a la situación de José Ignacio con el avance del turismo, Pittaluga reconoce que “los lugares evolucionan”. “Es un lugar chiquito, que se puso de moda rápidamente. Es muy acosado y hemos crecido y nos hemos desarrollado —los locales y los que han comprado— bastante bien. Para el mal que se pudo haber hecho, no está nada mal lo que se logró”. En La Huella cocinan con fuegos: hay horno de barro, parrilla y un ahumador casero que hizo Artagaveytia; ahí cocinan pescados y carnes. Emplean todos los pescados de la zona, las almejas de Rocha, que “han vuelto a la cancha”, y algunos productos congelados, como pulpo y chipirón. Como complemento, usan tomates y verdes orgánicos 100 %. De postre tienen el volcán de dulce de leche, que entusiasma a los niños desde bien pequeños. Tienen vinos uruguayos, argentinos y chilenos. “Hay bastante honestidad en el vino uruguayo, algunos cada vez mejores, y el aceite de oliva es el boom de la zona: Garzón y O´33 José Ignacio”. Pittaluga dice que Punta del Este vive ciclos de pocos años y el tipo de turista va rotando. “A diferencia de otros años, hay muchos paraguayos, chilenos y brasileños que incluso han comprado acá. Y muchísimos mexicanos, que se acercan hacia fin de año. Llegan mucho más también de Europa y Estados Unidos”.
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La actriz francesa Dominique Sanda vive en José Ignacio desde hace 15 años
“Siempre busqué el alma que vive en mí” A Dominque Sanda o Domi, como le dicen los lugareños, le gustan los toques de buen gusto y belleza: “Qué linda esta tetera”, exclama en la cafetería, con una sonrisa amplia que transmite bondad. Una sonrisa que contrasta con su mirada intensa de ojos claros. Hay elegancia en los movimientos y forma de expresarse de esta mujer que supo ser musa de directores como Bertolucci, De Sica y Visconti y que nació en París en 1951 con el nombre de Dominique Marie-Françoise Renée Varaigne. La actriz y modelo trabajó en películas icónicas del cine europeo como Novecento y El jardín de los Finzi-Contini, ganó el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes 1976 a la mejor interpretación femenina en La herencia de los Ferramonti y fue distinguida por Francia con la orden de la Legión de Honor, con la orden nacional del Mérito y con la orden de Las Artes y las Letras. Actuó en medio centenar de películas. Hoy recorre las callecitas de José Ignacio como una más y va a clases de yoga tres veces por semana. Su contacto con el Río de la Plata comenzó a fines de los años ochenta, cuando filmó en la Patagonia Guerreros y cautivas, película basada en un cuento de Jorge Luis Borges, con dirección de Edgardo Cozarinsky, junto a Federico Luppi y China Zorrilla. También actuó en Yo, la peor de todas, basada en el ensayo Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, de Octavio Paz, con dirección de María Luisa Bemberg; en Garage Olimpo, filmada en Buenos Aires, dirigida por Marco Bechis, con Antonella Costa y Enrique Piñeyro, y en un filme rodado en Ushuaia: El viaje, escrito y dirigido por Fernando Pino Solanas, con Walter Quiroz y Franklin Caicedo. “Esta última película me fascinó, porque mi abuelo bretón era capitán de barco: todos los hombres de mi familia materna sintieron atracción por el mar, y yo también. A tal punto que en una oportunidad en que quise hacer teatro, cuando fui a buscar títulos de Ibsen me atrajo La donna del mare y me identifiqué mucho con ese personaje”. Pasó un tiempo antes de que pudiera interpretarla en Italia. Definió su vida como “muy rara y muy amplia” y reconoció tener un “carácter muy fuerte”. “Tomé muchísimos riesgos en mi vida, no me quedé en una cosa cómoda: tuve desafío tras desafío. A veces me pregunto qué es esa alma tan inquieta que tengo”. Hace 15 años que vive en José Ignacio y dice un poco asombrada: “No cambió tanto, por suerte”. El vínculo de la actriz con Uruguay nació en 1988, cuando conoció a China Zorrilla en un rodaje en la Patagonia. “Ella me hablaba con 108
Hay elegancia en los movimientos y forma de expresarse de esta mujer que supo ser musa de directores como Bertolucci, De Sica y Visconti y que nació en París en 1951 con el nombre de Dominique Marie-Françoise Renée Varaigne.
su francés bellísimo, impecable, con un charme único. Era pisciana como yo, entonces enseguida tuvimos una atracción muy fuerte. Por varios años mantuvimos una correspondencia epistolar importante. Cada vez que yo viajaba la veía en su departamento de Buenos Aires. Ella fue la primera que me habló de Uruguay, de su papá el escultor y de su abuelo el poeta. Me dieron unas ganas locas de venir, me despertó ese deseo. La primera vez que volví a Francia desde Argentina, aterrizamos en Montevideo y yo me dije: ‘Algún día voy a volver acá’. Veía el río, la ciudad de Montevideo, y había unas liebres sobre la pista. Parecía un país todavía muy virgen y eso me atrajo”. Cuando en 1999 volvió al Río de la Plata para filmar una cuarta película en Argentina, conoció al cineasta argentino Carlos Morelli, organizador del festival uruguayo Un Cine de Punta en Punta del Este. Le rindió un homenaje en el año 2001 y fue una ocasión ideal para Sanda de conocer al fin Uruguay. Enseguida se lo comentó a su marido, el filósofo Nicolae Cutzarida, rumano naturalizado argentino y experiodista del diario La Nación. “Pertenece a una familia de refugiados de la política del comunismo. Lo conocí en el 98”, relató la actriz.
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“Detesto la vida mundana” En su casa de José Ignacio tiene varios perros. “Soy muy amiga de los animales, porque la relación con ellos es única. De chica andaba en el campo con los animales y las plantas. Me atrae mucho la naturaleza, es mi fuente de energía. Nací en París, pero detesto la vida mundana, soy muy solitaria. Me gusta el silencio, escuchar el viento, sentir la luz que cambia, los pájaros”. Todas cosas que encuentra en José Ignacio. En verano Sanda extraña la tranquilidad del invierno. “Es muy distinto y tengo que encerrarme en mi casa, donde el jardín me protege, aunque obviamente se oyen los ruidos, pero la gente es civilizada”. El sueño de vivir en Uruguay surgió luego de una invitación de la Embajada de Francia para cenar en La Posta del Cangrejo. Esos días en los que estuvieron alojados con su marido en un hotel de Punta del Este y hacían caminatas por la playa le recordaron mucho la casa en el mar de su infancia, que su madre había heredado, en el balneario Arcachon. “Las playas del océano son muy parecidas a las de la costa uruguaya: los mismos olores, la arena fina, el mar muy fuerte, el tiempo cambiante…”. Conoció José Ignacio gracias al cine. Como presidenta del jurado del Festival de Biarritz (2000), Sanda premió el filme Un amor de Borges, del director argentino Javier Torre. Tanto Torre como ella fueron invitados al festival esteño y se encontraron en La Gamba, sobre playa Mansa. “Me encantó la ruta que llega hasta acá, las playas inmensas, desiertas, y ver el horizonte, que me recordaba al lugar de veraneo que ya conocía, sobre el océano Atlántico. “Me parecía tener 15 años. Estaba enamorada de mi marido, con mi perro, en ese hotel encantador (la Posada del Faro). Empecé a pensar: ‘¿Por qué no tener una cabaña acá?’ y me dije: ‘Para mi cumpleaños voy a volver”. Las raíces que echó en suelo esteño incluyen un microzoo que la rodea cada día. Además de los perros, en su casa habita un loro, codornices, gallinas, un gallo. “A la mañana le doy de comer a todo ese mundo, levanto los huevos que me regalan, me ocupo de mi huerta. Me encanta sembrar: ver la semillita que brota, después plantar, regar y cuidar. También tengo un estanque con peces”. La actriz consume lo que cultiva. Recoge escarolas, acelgas, espinaca salvaje, perejil, hierbas, tomates, morrones, calabazas, frambuesas, alcauciles, zapallitos y frutillas. “Plantamos árboles como locos cuando llegamos, porque pensamos que no iban a crecer, con todo el viento que hay. Y crecen mucho. Es un jardín con muchos árboles, que hay que mantener podados porque si no se caen por el viento”. 110
Canalizar la intensidad Con 66 años, Sanda no se cuestiona demasiado volver a actuar. “Vivo el día a día. Trato de no proyectar ni vivir en el pasado. El pasado soy yo, soy la suma, pero estoy aquí y ahora, hoy. Trato de no preocuparme y tengo fe también”. Sanda recordó aún con emoción su interpretación de Juana de Arco en la hoguera en el Teatro Colón de Buenos Aires, en el 2002. La obra es un oratorio dramático escrito por Paul Claudel, con música de Arthur Honegger, y tuvo una puesta en escena muy hermosa. Sanda se reconoce como buena intérprete pues vive a sus personajes. “Soy intensa y me viene bien canalizar esa intensidad”, explicó. “Vivo mis papeles como vivo mi vida. ¿Si extraño la actuación?… Esto que hago acá es una gran puesta en escena que hice yo, con la presencia de mi marido”. Además de animales y plantas, la casa de Sanda en José Ignacio está habitada por música y poesía. Le gustan sobre todo los clásicos: Tchaikovsky, Rajmáninov, Beethoven, Bach, Mahler, Chopin, y también descubrir compositores o intérpretes interesantes, como Tina Turner con sus mantras budistas o Philip Glass con sus Metamorphosis. “La temporada aquí es muy cortita. Sé que para los uruguayos no es un beneficio, pero para mí sí. Quedo contenta cuando los turistas se van: es un alivio: ir a la playa con los perros y que no haya ni un alma”, concluyó con una amplia sonrisa.
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Con el escultor Pablo Atchugarry
“Ese espíritu tan libre” Los enormes, bellísimos y estilizados mármoles del escultor Pablo Atchugarry han echado una raíz importante en el este. De hecho, el artista montó su fundación en esta zona, sobre la Ruta 104, kilómetro 4,5 de El Chorro. “Somos vecinos con José Ignacio y tenemos un proyecto en Garzón, que es la Residencia de Artistas, con un parque de esculturas y la galería de mi hijo, Piero Atchugarry. Estamos casi envolviendo a José Ignacio”. El artista señaló a La Huella, la Estancia y Playa Vik y La Susana como lugares de referencia que se establecieron en los últimos años. “Dieron la capacidad de recoger un turismo internacional de altísimo nivel”. Cuando puede, Atchugarry se acerca a la playa “interminable” de José Ignacio, que es “extraordinaria”. “Me encanta para caminar. Hay allí muchos puntos de interés, porque también está la galería Misiones, que es un punto importante para la difusión del arte nacional. Hay un circuito de calidad y algo que es importante es que el lugar conserva ese espíritu tan libre, tan poco formal”. Guarda recuerdos muy vivos y presentes del pueblo. En este momento hay obra suya en el complejo Playa Vik, donde realizó la puerta de entrada en bronce, fundida en Verona, Italia, de una tonelada de peso. Y hay una obra grande de mármol, de cuatro metros de alto, en la Estancia Vik. En materia gastronómica hay dos lugares que frecuenta, tanto en temporada como fuera de ella: La Huella y La Susana. Prefiere la corvina blanca y todo tipo de pescados y sushi. “En esos lugares aprovecho para no comer carne, que ya está muy presente en mi dieta con los asaditos y demás”. “La seducción más grande de José Ignacio es ese aire precario, rústico, con playas que son salvajes. Eso atrae porque hay en las personas una necesidad de descubrir lo primordial, lo auténtico. Esa es la punta de diamante de José Ignacio”.
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Los enormes, bellísimos y estilizados mármoles del escultor Pablo Atchugarry han echado una raíz importante en el este. De hecho, el artista montó su fundación en esta zona, sobre la Ruta 104, kilómetro 4,5 de El Chorro.
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O´33 José Ignacio T. +598 4486 2820 www.o33.com.uy Turístico
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Bodega y Viñedos Alto de La Ballena T. +598 94 410 328 www.altodelaballena.com Turístico Viña Edén T. +598 4410 3841 www.vinaeden.com Turístico Sacromonte Landscape Hotel and crafted wines www.sacromonte.com Turístico
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