11 minute read

CRÓNICA GUATEMALTECA Por Leonel González de León VIERNES DE MERCADO

San Francisco el Alto colinda con el cielo.

Luis Alfredo Arango

Advertisement

En muchos pueblos de Guatemala, los días de mercado son sábado y domingo, desde muy temprano y hasta la tarde. San Francisco el Alto, municipio de Totonicapán, a doscientos kilómetros de la capital, es la excepción: el día grande es viernes antes del mediodía, para que los clientes que vienen a abastecerse tengan tiempo para llevar su producto a las miles de plazas que se instalarán el fin de semana en el resto del país.

El sol aún no sale cuando el chofer del bus anuncia la llegada. Desde la ventanilla se ven, cuesta arriba, kilómetros de puestos de mercadería en medio del humo que nace de comales y parrillas que han pasado la noche cocinando cenas, y que según amanezca se irán convirtiendo en desayunos.

Algunas mujeres amasan la harina de maíz para las tortillas; otras hacen girar las paletas dentro de las ollas llenas de atol de elote, atol de manía o arroz con chocolate, exprimen naranjas para jugo o pican piña, papaya y sandía para licuados con suplementos que merecen un menú aparte: Sukrol para el cerebro y los nervios, ginseng para la tercera edad, uña de gato para la diabetes y Erectus, vigorizante masculino para cumplir con la jornada y más allá

Pollos enteros, carne adobada al achiote y cebollas del tamaño de un melón van dorándose en la parrilla, mientras el aceite reciclado de varios días fríe papas y pollo. El humo sube con olor de cueros crudos, suelas de hule y pintura fresca, irritando los ojos como si se cocinaran en el mismo comal. Niños y viejos de bastón suben y bajan la cuesta de entrada al pueblo, con un mecapal colgando de la frente hacia un costal lleno sobre la espalda.

Cuando los conquistadores llegaron, el mercado ya estaba en su ubicación actual. La primera mención data de 1586, por Fray Antonio de Ciudad Real, en su viaje desde México hacia Nicaragua. Luego, Francisco Fuentes y Guzmán lo menciona en la Recordación Florida, publicada en 1689; más tarde, en 1770, el obispo Pedro Cortez y Larraz pasó por ahí. Larraz coincide con los demás al describir la geografía de la zona: “Un camino malísimo de subidas y bajadas bastante violentas, con piedra, ciénagas y muchos gradones; todo el camino es un laberinto de montañas y cerros por todas partes”.

Incluso con botas cómodas y sin bultos encima, hay que tomar aire antes de empezar a subir entre callejones estrechos con ramificaciones infinitas. Detrás de cada venta hay patios con más locales, con docenas de nuevos puestos cada uno. El comercio florece extra e intramuros.

Suena marimba, huele a cebolla, media docena de perros corre detrás de una perra en brama, que huye sin dejarse encaramar.

Hay dos grandes ofertas en este mercado: la ropa y los animales.

Calles enteras de ventas de pantalones. No existe el corte recto, menos el cholo. La moda son los pachucos, bien pegados a las piernas, que requieren vaselina en los muslos para hacerlos subir. Botas de cuero, copia de piel de cocodrilo. Volcanes de lycras, sostenes y calzones de la talla XS a la XXL. Prendas deportivas, abrigos, chumpas impermeables, trajes tipo sastre, chales y bufandas, todo de a docena. Ilógico preguntar precios por unidad, cuando acá se habla de media docena, docena entera o seis docenas, aunque nunca falta algún desubicado.

Más arriba hay menos ropa y van apareciendo artículos de barro: jarrillas, tazas, pocillos, comales y escudillas, algunos de arcilla natural y otros con color y con barniz.

Costales de maíz blanco, maíz negro y maíz amarillo, papa grande, mediana y junior, rosa de jamaica, tamarindo, arroz, garbanzo, maní con y sin sal. Pedir dos libras de maní sería una burla: lo mínimo es un costal de cincuenta libras. Tomate, miltomate, macuy y flor de izote.

Imposible saber la hora. Los pasillos tupidos de nylon armados sobre estructuras de tubo articulado hacen que el día transcurra a media luz. Se adivina el avance de la mañana por la gente que va quitándose el abrigo y por los almuerzos que empiezan a circular. ***

Hojas de maxán sirven de plato para cuadriles de pollo con ensalada de ichíntal, piernas de cerdo con espagueti en mayonesa, o espinazo de res con frijoles blancos con guarniciones: arroz amarillo, ensalada rusa, huevo duro o longaniza. Todo se come con las manos.

Después, vienen los postres: plátanos fritos, torrejas, buñuelos, mangos maduros o ensalada de piña, papaya y sandía en rodajas, bañadas en miel o en polvo de pepitoria.

***

Este mercado es famoso por sus animales. No se ven todavía, pero pollos, patos, pericas y canarios saturan el ambiente con su pío pío, cua cua y revoloteos de jaula en jaula.

Avanzar sin tener claro adónde. ¿Vale la pena pasar la mañana preguntando: dónde estoy? O ¿cómo llego? ¿Cuánto se gana o se pierde dejándose llevar por la inercia de la gente que empuja sin parar, sin tener idea adónde va el próximo paso? Un giro mínimo comunica con la escalera de piedra que sube sin que se le vea final. Más arriba se hace más estrecha, hasta llegar a la explanada donde, al fin, terminan las ventas de ropa.

***

Mediodía. Sin una nube, el sol golpea la tierra seca. Las voces se pierde en el tumulto, difícil definir si hablan en mam, k’iche’ o caqchikel mezclados con “castilla”, como le llaman acá al español. Suenan balidos, mugidos, relinches y rebuznos de las bestias que se ofrecen arriba, en la cumbre del mercado más grande de América Central, que se cruzan con los marchantes que se revientan la garganta promocionando sus productos.

«Neurobión para el estrés».

Reguero de altavoces, mitad vendiendo y mitad rezando, se confunden con las campanas de heladeros y coros cristianos anunciando que, ahora sí, el final está cerca y que urge arrepentirse.

«Si chelea, si le llora la vista o si le salió una carnosidad, llévese este colirio».

El viento trae olores: níspero, chile cobanero, moronga y chicharrones recién fritos. Los tetuntes de cal se deshacen por el calor y sueltan su polvillo.

«Pomada Sana sana para las ronchas».

Lazos de distintos colores, calibres y extensiones, naturales de maguey y sintéticos de nylon. Sombreros, cinturones, estuches para machete y piedras para afilar.

«Omeprazol para el mal aliento, para la boca amarga y la gastritis».

Esmeriles que raspan cuchillos y machetes. Hachas que rajan leña con golpes secos. Sierras eléctricas cortan el metal con el barullo de chispas calientes alrededor, sin que nadie use anteojos protectores.

«Marihuanol para desinflamar esguinces y torceduras».

Vajillas, ollas y sartenes con tapas de lata y de cristal, piochas y martillos, azadones y tijeras de jardín, bagazo oxidado de alguna mudanza o sobrevivientes de algún terremoto.

«Racumín, la última cena para las ratas».

Torres de biblias: edición latinoamericana, familiar, infantil ilustrada, católica, evangélica, pasta de cuero, pasta de papel, con relicario de madera con su llave, además de versiones en inglés, latín y alemán, ninguna en idiomas mayas.

«Panacur, para engordar a los marranos».

Los puercos desfilan entre la gente, arrastrando a las mujeres que intentan sujetarlos con un lazo plástico atado al cuello. Los lechones que aún se dejan cargar van bajo la axila de su dueña, que los sujeta con un solo brazo, frotándoles la cabeza cuando dormitan o apretándoles el cuello ante un ataque de rabia. Los más grandes no pueden desfilar como reinas de belleza, y esperan a los compradores en un punto fijo, atados de una pata y del cuello, como barcos junto al puerto, como si adivinaran que el final está cerca. A más carne y mayor peso, más chillan. La mujer les tira del lazo para moverse y embrecan las patas delanteras contra la tierra, chorreando del hocico una baba de sangre y coágulos, por el alambre que les amarra los labios para evitar que se traguen cualquier porquería.

Los niños juegan escondite entre los cerdos, escurriéndose bajo sus piernas o saltando sobre sus lomos. Ven con tristeza cada vez que alguno se vende, le hablan al oído y le acarician el lomo, como al oso de peluche que nunca tendrán.

Otro grupo muy movido son las ovejas. Van en manadas de tres o cuatro, atadas al mismo nudo y moviéndose sin parar, haciendo ir y venir al hombre que las sujeta.

Las vacas son la calma absoluta.Ya sea que estén a solas o en el rol de madres junto a sus terneros, apenas mueven la cabeza buscando monte para mascar y suspiran por no encontrarlo. El resto del tiempo lucen resig- nadas, y lo pasan sacudiendo su cola sobre el lomo para espantarse las moscas.

Todas las cacas se mezclan sobre el suelo en una pasta seca, mitad blanco arena y mitad verde/café, revueltas con restos de tortillas, bagazo de naranja y pepitas de jocote.

Un grupo de Testigos de Jehová sonríe a cada persona que pasa, aunque nadie se detenga a devolver el saludo. Son dos varones de traje formal y dos damas con vestido largo detrás de un escritorio con distintos números de revistas Atalaya y ¡Despertad! Algunas portadas tienen fotos de profetas y pergaminos, Cristos de pelo corto o familias felices recorriendo el paraíso; otras hablan de cataclismos, agujeros negros en el espacio o el antecedente profético de la crisis del Coronavirus. Difícil pensar que puedan circular aquí las revistas: la mayoría de gente no tiene un minuto de pausa entre comprar y vender, y aunque lo tuvieran, son comerciantes analfabetos que suman y restan con los dedos.

Sin piernas, amputado en la raíz de ambos muslos, el hombre se arrastra, impulsado por sus brazos sobre una tabla de madera con una rueda en cada esquina. Cuando no está usando las manos para moverse, estira una palangana amarrada con alambre sobre un bastón, con un extremo filoso que clava en los tobillos del que pasa a su lado, para hacerse notar al ras del suelo.

–Me fui al norte con dos primos, encima del tren que sale de Chiapas, ese que le dicen La bestia. En eso, unos vatos aparecieron queriendo quitarnos el dinero con pistola. Yo apreté mi mochila pero atrás de mí salieron dos más. Me arrancaron la bolsa y me empujaron. No sentí el golpe al caer. Cuando desperté en el hospital, ya no tenía canillas. En México me curaron y me ayudaron a regresar.

No dice ni pide nada. Solo puya dos o tres veces a cada persona, e insiste hasta que cae una moneda, aunque no sea por lástima sino por dejar de sentir la punzada en los talones.

–Yo soy de El Quiché, pero allá no hay posibilidades. Antes, la gente me ayudaba por caridad, pero ahora, después del Coronavirus, ya nadie tiene para dar limosna. Por eso puyo con fuerza, para que sientan el dolor que yo quisiera sentir en las piernas que no tengo.

Come tortilla con chiltepe los tres tiempos, aparte en el desayuno un vaso de atol, y en los días que le va bien toma aguardiente Quetzalteca en la noche.

–A veces la botella me alcanza para dos o tres noches. Yo no tomaba antes del accidente, pero a veces tengo pesadillas, recordando el momento en que desperté sin piernas. Las pastillas para dormir nunca funcionaron; con un trago duermo mejor.

Los últimos en levantar la venta son los marchantes de frutas y verduras. Dejan tirado lo magullado y lo muy maduro. Un joven ladino se acerca a un puesto de mandarinas, que ya ha empezado la temporada. Diez quetzales la docena. Pregunta si están dulces mientras mete mano. Indignada, la vendedora le saca del canasto, que si quiere escoger su fruta, que se vaya a Walmart o La Torre, que aquí se vende como caiga y sin esas babosadas.

Otra zona, ya de salida, se dedica a los textiles típicos: hay cortes, güipiles, fajas y rebozos, solo ropa de mujer. En una sociedad dominada por el hombre, ellas lo superan en la elegancia de los trajes típicos, que pasa por la riqueza de colores, los diseños, y la tradición. El varón ha perdido cualquier vestimenta típica y anda con zapatos Nike, jeans Levi’s, y camisa Wrangler, todos maquilados aquí mismo en San Francisco. El único rasgo que identifica a los varones descendientes mayas es el morral, bolso tejido a lana que cuelga de un hombro hasta la cadera del lado opuesto.

En un mercado de estas dimensiones, debería haber un distribuidor de morrales, por los muchos pueblos tejedores en esta zona. Son callejones entre rollos de tela para mayoristas, pero no hay ningún morral. Una mujer explica que ya nadie los busca, que solo los usan los viejos, que los tienen heredados desde siempre, y los turistas que se los llevan a sus países. Ahora, dice, los muchachos solo quieren mochilas Puma o Adidas, con la foto de Messi o Cristiano Ronaldo. ***

La cantidad de sonidos y colores, la exposición al sol y al polvo, el desafío de esquivar bultos, bestias y tumultos humanos (tanto de pie como los que yacen, ebrios de alcohol barato o acurrucados en una pausa del trabajo) terminan siendo agobiantes. Apenas son las dos de la tarde y se antoja volver a casa y tirarse a la cama, sin siquiera darse un baño, pero la ducha es obligatoria después de esta jornada.

Cerro abajo, el laberinto llega a la plazuela central de San Francisco. Ahí están el palacio que aloja al alcalde, la estación de policía, un lavadero público con espacio para una docena de mujeres, y desde luego, la iglesia. El sol, que sigue cayendo vertical, mezclado con la tierra seca en la boca, obliga a entrar sin intenciones de rezar, solo por unos minutos de sombra.

La letanía en kaqchikel que repiten las ancianas mecen a la gente que reza. Un tufo rompe el trance, mezcla de mugre, orina y trago barato. Un borracho, con cabello, ropa y zapatos, todos del mismo tono gris, avanza de rodillas, acercándose al crucifijo que preside el altar mayor, envuelto en mantas típicas de color, nada que ver con el taparrabo triste del Cristo de Velásquez. El hombre llega a la primera butaca y permanece arrodillado, baja la cabeza, deja salir un par de lágrimas, vuelve a elevar la frente, toma aire y en español fluido, quebrado por el llanto, exclama:

Padre, no merezco llamarme hijo tuyo. Padre, no merezco perdón por mis pecados. Padre, Papito, dichoso vos que tenés ropa limpia y perfumada, además de un techo de cemento para pasar las noches y gente que te quiere y que te trae ofrendas.Yo no tengo a nadie en este mundo, Padre; no tengo madre que me cuide ni mujer que me quiera, ni un techo para esta noche ni un plato de frijoles con arroz. Padre, Padre Todopoderoso, sé que vas a entenderme y que no vas a castigarme por mis acciones. Igual, te pido perdón.

Se pone de pie, sube los dos escalones donde estaba arrodillado y camina al altar, besa la cruz en el extremo inferior, estira la mano, acaricia el clavo que sujeta los pies del Cristo y toma los billetes que tiene doblados entre los dedos. Se persigna, se los guarda en el bolsillo y sale de prisa.

En Voces de Marrakech, Elías Canetti analiza la “vehemente vitalidad de los mendigos”. Si los mercados son fuente de trabajo e ingresos miles de personas en la cadena de producción, distribución y venta de cada producto, ¿por qué aglutinan tanta miseria y tanto despojo animal, vegetal y humano? Esta gente nunca conoció otra cosa y vive al día, más entregada que el empresario que ni sabe cuánto dinero tiene. ¿Cuál de los dos está más vivo?

La pasión de cada comerciante en su producto, como si le insertara un par de ojos y una boca que gritan para convencer de llevárselo, se mezcla con el regateo del cliente hasta llegar al flirteo entre ambas partes. En comparación, los grandes malls parecen un velorio. Acá hay más pasado y más futuro que en las corporaciones dirigidas desde penthouses, y se antoja más gastar el sueldo acá que los outlets de Miami.

*Leonel González de León (Guatemala, 1982) es médico dedicado a las Enfermedades Infeccionas. Textos suyos han aparecido en medios de su país, así como de Uruguay y Chile. Publicó el libro de cuentos Vademecum (2021).

This article is from: