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El futuro dirá CUENTO

Por Juan José Sir Bernal

Strauss agitaba la taza y salpicaban gotas de café por la habitación. Daba un sorbo: seguía hablando, los pelos rubios de su bigote estaban mojados. La inducción laboral era tediosa, pero Strauss lo hacía peor. Las gotas de café resaltaban la exagerada blancura del laboratorio.

–Recuerde, Lionel, debe presionar el botón de emergencia –dijo Strauss, tomando aire–. Esto en caso de emergencia, y que el sistema no automático no funcione.

–Sí, entiendo –respondí–. ¿Ha fallado el sistema antes?

–Verá, Lionel, hubo un caso –continuó Strauss, aun agitando la taza–, fue un hombre ya anciano… Nunca superó la muerte de su esposa y, al parecer, la acumulación de memorias afectó a las artificiales.

Strauss intentó tomar de la taza, pero ya no había nada dentro. Me dio unas últimas indicaciones, se ajustó el pantalón con un movimiento de caderas y salió de la habitación. Sus pasos eran cortos: el peso de su cuerpo parecía quitarle movilidad y entorpecerlo. Era un poco gracioso verlo caminar.

Strauss entró a su oficina. Sus indicaciones son molestas, es exagerado, pero es un buen jefe. Había silencio. Suspiré. Fui a mi escritorio para comenzar una torre de papeles con bolígrafos, mientras revisaba informes de clientes. Todos creaban futuros tristes, nadie deseaba el bien de la humanidad o una utopía. Dejé de revisar el último informe: la voz aguda de Strauss sonó por el pasillo, me asustó y casi tiro la torre de bolígrafos.

–Herr Lionel –dijo, con acento alemán marcado. La respiración de Strauss era movida, rápida, casi infartada. El sudor resbalaba por sus mejillas regordetas. Tartamudeó, tomó aire y me informó sobre una emergencia en su hogar. Con sus manos regordetas se apoyó sobre el escritorio y tiró la torre–. Verá, Lionel, tengo una pequeña emergencia –dijo, respirando hondo–. Mi esposa, bueno... E-esposa quiere huir con la E-refrigeradora.

–¿Se la quiere llevar? –pregunté.

–Ambos quieren huir juntos, al parecer tienen una aventura desde hace tiempo –explicó Strauss–. Bueno, usted está a cargo mientras vuelvo. Hay un solo cliente por la tarde. No lo arruine.

Strauss caminó tan rápido como sus piernas lo permitían. La puerta automática se abrió y su pequeña figura desapareció. Pensé en lo lamentable de su situación, en las noticias: hay alza de novias robots que abandonan a sus esposos humanos. Unos minutos después pensé: “Estoy a cargo”. Mi pecho se agitó un poco, y me tambaleé, tirando algunos bolígrafos más al piso. Calmé un poco la ansiedad diciéndome a mí mismo que las memorias estaban precargadas, y el sistema era automático.

Los pensamientos me seguían invadiendo. Me levanté del escritorio. Di vueltas alrededor y puse música ambiental. Pensé en lo raro del día, y me dejé llevar por la música: el sonido de las interferencias cuánticas suele ser relajante. Abrí los ojos y me sorprendió la hora. Eran casi las cuatro, la última cita era para las tres.

Una figura atravesó la puerta: la chica mantenía sus brazos cruzados mientras caminaba a pasos lentos hacia el escritorio, ella observó el desorden.

–Buenas tardes. ¿Podría decirme su nombre? –pregunté.

–Ekaterina Vremensky. Tenía cita hace una hora, pero me retrasé –dijo.

–Aquí esta su nombre. Llene el formulario y sígame, por favor.

Me paré, señalé con la cabeza para que me siguiese y caminamos hacia el laboratorio. Ella iba detrás, sus pasos eran algo torpes, sin mucha seguridad al caminar, uno de sus brazos estaba cruzado y el otro sostenía el formulario. Vi de reojo su mirada: sus ojos se deslizaban por el papel al buscar donde firmar.

Abrí la puerta del laboratorio y entramos. Las puertas eran de mecanismo manual en caso de emergencia. El cuarto se iluminó: la miré de nuevo y vi sus ojos enrojecidos, el maquillaje no podía esconder la tristeza. Me sentí culpable al preguntarle sobre las memorias, pero era mi obligación hacerlo. Tomé valor y le pedí que tomara asiento.

–¿No le molestan las luces? –pregunté.

–No, están bien. Estoy acostumbrada –dijo.

–Está bien. Tengo unas preguntas. Usted sabe cómo es el protocolo –dije.

–Bueno, adelante.

Me senté en el escritorio de Strauss y le pedí a Ekaterina que se sentara. Había papeles apilados, bolígrafos ordenados por color, y un ligero aroma a lavanda. También algunas gotas de café regadas en los papeles. Busqué el formulario en los cajones: encontré una foto de Strauss con su mujer, la aparté y tomé el cuestionario. Hice un gesto de burla por la foto. Comencé con la anamnesis.

–Bien. Responda con sinceridad, por favor. Esto es por su seguridad –dije. Ella asintió con un movimiento suave–. ¿Las memorias artificiales solicitadas por usted son: un corazón sano, recuerdos de su tierra natal y haber escogido una carrera laboral diferente?

– Sí. Esas son –dijo Ekaterina. –¿Drogas?

–No.

–Excelente. Sus exámenes bioquímicos están bien. Pase al Anticipador, por favor.

Me levanté del escritorio, señalé hacia la camilla. Ekaterina caminó con los brazos cruzados. Ofrecí ayuda. Se negó y dejó sus objetos en la charola. Sus piernas se movían un poco, luego se calmaron. Pensé en que si los futuros serían adictivos… La teoría dice que el Anticipador crea una realidad aparte de nuestro cuerpo físico, y los estudios indican que no hay generación de dopamina.

Vi a Ekaterina en la camilla y le pregunté si todo estaba bien. Ella movió la cabeza para asentir. Coloqué los electrodos en sus sienes: hicieron sonidos de succión. Luego venía el tedioso casco. Es un aparato para nada estético, pero funciona. Para una pieza capaz de transportar la mente a un espacio dimensional nuevo, es hasta increíble su tamaño.

–Todo listo. ¿Empezamos? –pregunté.

Ekaterina asintió de nuevo. Caminé hacia la computadora, accedí al registro y en la cuenta de Ekaterina ella tenía cargadas las memorias. Creé una nueva sesión, agregué los parámetros dimensionales y listo. Se había cargado un futuro nuevo, poco duradero, pero nuevo al fin de cuentas. El Anticipador se encendió.

Seguí presionando parámetros: encendí el proyector dimensional, hizo un pequeño ruido de inicio. Comenzó a proyectar el futuro de Ekaterina. “Odio esta parte”, dije en voz baja. Ver los futuros de los clientes es un poco inhumano, en lo personal nunca he podido soportarlo. Muy pocos hacen algo placentero de ver, la mayoría de las veces son personas incapaces de abandonar el pasado. Tal como el caso que mencionó Strauss.

El proyector lanzó la holografía: había estática, el sonido era insoportable. La imagen se aclaraba poco a poco hasta formarse una mano que de forma gentil acariciaba a un gato, el ronroneo era tierno. Ahora Ekaterina deambulaba por los pasillos de una casa con estampados verde musgo, había cuadros colgados y algún que otro adorno. La chimenea se veía placida y tibia: sobre ella había fotos de Ekaterina con el gato. Crucé los brazos, me acerqué a la proyección: vi cómo Ekaterina sonreía en su recorrido, pegaba saltos y tocaba cada espacio por donde pasaba. El gato la seguía a todos lados, su pelaje gris brillaba, también sus ojos amarillos. Ekaterina bajó las escaleras y cruzó el pasillo principal hacia la pequeña cocina, con muebles retro.

El sonido de la tetera llamó a Ekaterina: sacó una taza roja con figurinas de un lobo. Se sirvió té y acarició al gato mientras le decía que lo amaba. Se despidió del gato con un beso, se apoyó sobre la mesa, cerró los ojos de forma placida, y la imagen se desvaneció hasta que la proyección quedo en negro.

“¿Ella hizo un nuevo futuro?”, me pregunté en voz baja. Pocos clientes eran capaces de crear múltiples futuros en una sola sesión. Era infrecuente, se necesitaba de práctica. Ekaterina debía de haber hecho esto otras tantas veces. El sonido de la estática se hizo más fuerte. Me sacó de mis pensamientos. La proyección se aclaró, luego el sonido del violín rompió el silencio. Hubo un acercamiento a la cara de Ekaterina: parecía un mar inquieto e implacable. La cámara se alejó. Ella llevaba un vestido negro con brillos plateados.

Veía al proyector con atención: los movimientos de sus manos eran rápidos, yendo in crescendo. Agitaba al instrumento de forma violenta hasta que llegó al clímax. Quedé estático. Ekaterina bajó la intensidad, cerró los ojos e hizo una reverencia. Los reflectores del escenario se apagaron. El telón se cerró, pero no hubo aplausos. De nuevo se escuchó el sonido de la estática.Vi oscuridad en el proyector.

Estaba un poco entorpecido por las proyecciones. No había visto el tiempo pasar desde el comienzo de la sesión.

En promedio, cada proyección duraba dos horas, antes del colapso de la dimensión. La irrealidad del pasado no podía sostener un futuro artificial: el pasado tendía a colapsar sobre el presente que experimentaban los clientes.

La imagen se aclaró de nuevo: había un acercamiento a una masa blanca. “Una nube o quizá un viaje en dron”, pensé. La proyección se alejaba de la masa blanca, se veían los pies de Ekaterina que caminaban entre la nieve. Había casas a su lado, caminaba por la acera y a su paso la nieve se convertía en gotas de agua. A su alrededor había árboles sin follaje y de ellos comenzaron a nacer flores.

El paisaje en tonos fríos hacía brillar la piel de la chica. Ekaterina tomó una flor que se convirtió en agua, luego el cielo se tornó púrpura.Volvió a caer nieve. Ekaterina saltaba sobre ella, parecía menos cohibida. Sacó su lengua para saborear un copo que de inmediato se convirtió en un pétalo de rosa. “Pétalo… ¡Oh no!”, pensé. Dejé de ver al proyector y corrí hacia ella.

–¡Ekaterina, hábleme! –dije.

Ella no respondía. Regresé a la computadora para intentar sacarla de la dimensión, presioné varios botones pero ninguno funcionaba. La dimensión estaba colapsando, pero el sistema automático no se activaba. Fue cuando se encendieron las alarmas: las luces de emergencias inundaron la habitación. Estaba nervioso por el sonido de la música ambiental combinado con el de las sirenas, el ruido me entumeció los sentidos. Traté de sostenerme del escritorio. Me temblaban las piernas, y los brazos. Fui a dar al suelo en posición fetal. Puse las manos en la cabeza para detener el ruido, y cerré los ojos.

Me di unas palmadas en la cara, abrí los ojos y me levanté. Las piernas me tambaleaban. Me apoyé sobre el escritorio y vi a Ekaterina en la camilla. Debía de correr hacia el sistema manual que estaba en la pared, cubierto por un sistema de código. Caminé lento. Me agarraba de las superficies pues no tenía equilibrio. Llegué al panel de control y presioné algunos botones, pero nada funcionaba.

Sentía el corazón estallar. Volví a ver al proyector: la dimensión comenzaba a aplastarse sobre sí misma, se hacía pequeña. Vi pasar las memorias de Ekaterina hasta perderse en la nada. “Es mi culpa”, pensé. Traté de recordar si Strauss me había dicho algo del código…

Tapé mis oídos, cerré los ojos e ignoré todo a mi alrededor. Recordaba los protocolos de Strauss. Nada, no había nada, nunca mencionó el código, pero siempre hablaba de su horrenda esposa robot. “¡La foto!”, pensé. Con esfuerzo caminé y me aferré al escritorio: saqué la foto del cajón. Vi el reverso: había una serie de núme- ros. “¡Te amo, Strauss!”, grité. Corrí e introduje el código: se apagó el Anticipador y la energía del laboratorio.

Me pegué de espaldas sobre la pared. Aún me temblaban las piernas, y mi vista estaba nublada por la tenue iluminación. Tomé un poco de aire. Corrí hacia Ekaterina. Coloqué mis oídos sobre su pecho y trate de escuchar su corazón. La bajé de la camilla con la poca fuerza que tenía. Ella estaba inconsciente, pero seguía respirando, de su mano cayó un dispositivo. Lo toqué: me dio una fuerte descarga. “Ella provocó esto”, pensé. Me esforcé en levantarme. Caminé hacía el escritorio de Strauss, quité algunos papeles, llamé a los drones. Luego contacté a Strauss, sonaba con la voz cortada. Llegó antes que los drones de emergencia. Los androides cargaron a Ekaterina y se la llevaron. Caminé hacia mi escritorio. Estaba exhausto, no tardé en quedarme dormido.

Pasaron algunos días desde el incidente. Yo hacía una torre de bolígrafos. El día se sucedía lento. Decidí ir con Strauss, tomaba café de un termo. Desde hace unos días, apenas nos cruzábamos. Usaba por las noches el Anticipador, y en las mañanas lo encontraba dormido en su escritorio, que ya no estaba tan ordenado como antes.

–¿Tiene un segundo? –pregunté.

– Sí, adelante. Dígame, Lionel –respondió Strauss.

– Bueno, verá... La chica, Ekaterina. ¿Puedo saber más de ella?

–No debería, pero ya que está preguntando... Después del incidente quedó internada en el ala psiquiátrica del Hospital Eonhart –suspiró–. No intente ser romántico, eso ya no existe.

–No es eso, Strauss. Me preocupa la chica, eso es todo –dije.

–Leonel, debería de utilizar el Anticipador. Así evita una decepción amorosa –dijo Strauss.

–Se lo agradezco, Strauss, pero esta vez lo dudo. Prefiero mirar el presente antes de desear un futuro ficticio.

*Juan José Sir Bernal (Guatemala, 1996) es Licenciado en Química por la Universidad Mariano Gálvez. Realizó una Diplomatura en Producción literaria en la Sociedad Argentina de Escritores.

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