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El amante de las estrellas CUENTO por Luis Ariel Alfonso Conyedo

Por Luis Ariel Alfonso Conyedo

Eran muchas las noticias y todas se amontonaban en la mente de Robert. La primera, tan mala como antigua: el calentamiento glo bal, la pérdida de especies, la desaparición de los bosques. Algunos dirían que todo era culpa de los hombres y hasta cierto punto era cierto, pero la humanidad solo debía pagar por lo que ocurría en su mundo. Sin embargo, el universo entero parecía caerse a pedazos. Robert imaginaba a la Vía Láctea como un gigantesco ser vivo que era consumido por la soledad y la tristeza.

En medio de aquel caos, la otra noticia era maravillosa. Quizás Robert, al ser un cosmonauta, la supo un poco antes. Los científicos descubrieron en los límites de la galaxia un pequeño fragmento de tierra que flotaba con gravedad propia. El sitio, al que llamaron Viajero, sería el orgullo de los terraplanistas. Eso no era lo más sorprendente. Viajero tenía una atmósfera semejante a la de la Tierra, algo que parecía entrar en conflicto con todas las ciencias conocidas.

Esa noche Robert soñó con que visitaba el lugar. Esa estructura que de momento aún no tenía nombre, porque no era un planeta, ni un asteroide, en el ambiente onírico resultaba lo más cercano a un paraíso. Los árboles se elevaban hacia el cielo mostrando con orgullo sus frondosas copas del más elegante verdor. Se escuchaba el trino de las aves, aunque no vio a ninguna volar por los alrededores. El césped bajo sus pies era tan suave como una caricia. En el centro había una mesa con una tetera y platos llenos de dulces que Robert no conocía, pero su aspecto era delicioso. El cosmonauta recordó los cuentos de hadas que había escuchado en su infancia y a pesar de que siempre había querido ser un poderoso guerrero que enfrentara brujos y dragones, en ese momento daría hasta su alma por permanecer otro instante allí.

Al otro extremo de la mesa, estaba sentada una mujer. El hombre no pudo definir sus rasgos, pero algo le decía que se encontraba triste. ¿Cómo podía existir la tristeza en ese olimpo de perfección? Robert se acercó a la muchacha, fue en ese momento que despertó.

Todo el día estuvo pensando en eso: “Robert, ya no eres un niño, no hay nada de especial en los sueños”.

No importaba cuántas veces lo repitiera, esa imagen se había alojado en lo más profundo de sus pensamientos y, al igual que un árbol, echó raíces, algunas tan sólidas que el cosmonauta no las pudo arrancar.

Pidió que lo dejaran ver por el telescopio. Viajero se encontraba a lo lejos, como una maravilla nunca conquistada. Lo que captaba el equipo era borroso, debido a la increíble distancia. Robert recordó que ese espacio de años luz que los separaba, también era aplicado al tiempo y lo que él veía ahora en Viajero era un pasado remoto, existía la posibilidad de que su edén ya hubiera desaparecido.

Esa noche volvió a soñar. Ya no le importaban los árboles, la hierba o los dulces, sino esa mujer. Seguía allí con sus contornos tan borrosos como la última vez, e igual de triste. De nuevo trató de acercarse y de nuevo el despertar se impuso.

El mismo ciclo se repetía cada vez que pegaba un ojo. Para Robert todo había dejado de tener importancia, quería saber quién era esa mujer y por qué estaba tan melancólica. Quería abrazarla contra su pecho y consolarla. No la conocía para nada, pero algo la ataba a ella. En su mente, todas esas historias que había considerado absurdas cobraron sentido: el hilo rojo, las almas gemelas… ¡Ya había visto a su persona especial y removería el cielo con tal de que estuvieran juntos!

Reflexionó sobre el tema. Él era un hombre de ciencias y se estaba dejando arrastrar por una fantasía. Acarició su pelo castaño oscuro. Medía 1.90, estaba tan en forma como lo exigía su empleo, ¡era un maldito cosmonauta! ¿Podía existir algo mejor? Para Robert estar con una mujer era muchísimo más fácil de lo que podría imaginar la mayoría. De hecho, casi cualquier hombre desearía tener tanta suerte, sin embargo estaba obsesionado con esa criatura cuyo rostro no conocía y a quien nunca había visto en el mundo real. Suspiró, todo dejaba de tener sentido cuando pensaba en ella.

Llegó la noche y con ella, el sueño recurrente sobre la dama de Viajero.

El cosmonauta no soportaba seguir así, debía visitarla. TENÍA QUE VISITARLA. Probablemente solo existiera un cohete en todo el mundo capaz de propulsarlo hasta Viajero y casualmente, esa nave se encontraba en la agencia aeroespacial para la que trabajaba. Robert, que aunque estuviera enamorado no era idiota, sabía que no iban a darle el transporte solo para que persiguiera un sueño. Por tanto iba a robarlo. Lo haría para acabar con la tristeza de su amada.

Se encargó de emborrachar a todos sus compañeros. Las tensiones normales del trabajo y el debate sobre qué nombre le pondrían a esa nueva estructura que era Viajero, además de todos los misterios que entrañaba la tierra voladora, fueron estímulos suficientes para que aceptaran todo el alcohol que pudiera proporcionárseles.

Utilizó el vuelo FTL y se alejó. Durante el trayecto le asaltaron las dudas: ¿y si en verdad Viajero ya no existía? ¿Y si su atmósfera era completamente hostil, a diferencia de su sueño? ¿Y si encontraba a la mujer, pero ella lo rechazaba? Y otros tantos “y si…”. Pero ya no tenía forma de regresar. Debía continuar adelante y descubrir lo que le deparaba el destino.

A medida que avanzaba, su cuerpo empezaba a erizarse debajo de la escafandra, las manos le temblaban. Para su suerte vio el fragmento de tierra flotando libre por el espacio.

Aterrizó sobre una hierba que se veía tan suave como en su sueño. No estaba seguro de si el ambiente era tóxico, pero decidió arriesgarse. El casco cayó al suelo. Inhaló un aire fresco y revitalizador, puede que mucho más limpio que el de su planeta. Observó el entorno, allí estaban los árboles y hasta podía escuchar el trino de las aves. Muy pronto todo su traje espacial estuvo en el suelo.

Corrió libre, embelesado por tantas sensaciones. El césped bajo sus pies, el olor de la humedad, la suave música, el hermoso paisaje. Era el paraíso. Alguien que solo estuviera acostumbrado a la monotonía de la Tierra nunca llegaría a imaginarlo.

Sus pasos lo llevaron hasta la mesa donde reposaban los dulces de delicioso aroma y textura. También allí se encontraba la muchacha triste que lo había motivado a realizar el viaje. Su belleza la hacía única y puede que hasta perfecta. Su piel era negra, pero no igual a las terrícolas; su piel era del verdadero color de la noche, incluso le brillaban algunos pequeños puntos como estrellas. El pelo que caía sobre los hombros era tan brillante que recordaba a una nebulosa.

Se le escapó un suspiro de éxtasis. ¡Al fin la tenía allí para él! Mientras se acercaba un escalofrío lo recorrió. El miedo se abría paso de nuevo en su mente. ¿Y si todo aquello solo era otro sueño? Era muy probable que despertara al acercársele, como tantas otras veces. Apretó los puños con todas sus fuerzas, ¿acaso estaba destinado a perseguir una ilusión? ¿La locura se convertiría en su lugar seguro?

Lo cierto es que ya no le quedaba nada que perder, siguió caminando. Otra preocupación se abrió paso: ¿cómo iban a comunicarse? Sin importar por dónde se mirara, ella era una extraterrestre, sus idiomas debían ser completamente distintos. No importaba, hasta le enseñaría a hablar si era necesario.

Se dio un pequeño golpe en el pecho y dijo:

–Robert.

La muchacha lo miró con una especie de sonrisa.

El cosmonauta repitió el gesto:

–Robert.

–No deberías estar aquí, Robert.

Ella hablaba perfectamente, aunque el tono fuera un poco raro como un radio con mucha estática. El hombre la miró con una mezcla de sorpresa y agradecimiento debido a que podían entenderse.

–Ya sabes mi nombre, ahora me gustaría saber el tuyo.

–Galactea –esta vez, la sonrisa era genuina.

–¿Galactea? –se rascó la barbilla–. Nunca he escuchado ese nombre, pero me gusta.

–Quizás Vía Láctea te resulte más familiar.

–Puede, pero la Vía Láctea es un conjunto de estrellas y planetas, no una mujer.

–Jajaja, humano tonto. Eso que acabas de decir solo ha sido una creación mía.

A un gesto de su mano, crecieron árboles y flores. Robert no estaba tan sorprendido, de hecho, le parecía lógico, una chica tan perfecta solo podía ser una diosa. Se acercó a ella, acarició ese pelo neblinoso que se escurrió entre sus dedos como espuma de mar. No pudo contenerse, le dio un beso en la frente. Galactea lo empujó suavemente por el pecho. Robert recurrió a todo su autocontrol, en la Tierra no existía una mujer que pudiera compararse a la que tenía delante.

–Entonces, ¿me permites saber por qué nos creaste?

La diosa se acomodó en la silla, puso una mano bajo su mentón y suspiró:

*Luis Ariel Alfonso Conyedo vive en Santa Clara (Cuba). Ha publicado relatos en revistas digitales.

–Estaba aburrida.

El cosmonauta le acarició el hombro con la punta de los dedos. Ella sonrío como si lo disfrutara.

–¿Aburrida?

Galactea tomó uno de los dulces de la mesa y lo comió lentamente:

–Antes todo estaba vacío, ¿cómo no iba a aburrirme? Ya te he contado bastante sobre mí, ahora dime, ¿por qué viniste aquí?

El terrícola sonrió, como si al fin le hubieran dado permiso para decir algo que deseaba:

–Te vi en mis sueños, parecías triste y no sé cuándo fue el momento exacto, pero te volviste mi obsesión. Tenía que verte sin importar el costo.

A la muchacha se le escapó una risita y se levantó de la silla. Acarició el pelo del humano:

–Tontito, ¿y no has pensado que los sueños son solo eso?

Él la agarró por la cintura y la atrajo hacia sí. Le besó repetidas veces las mejillas y las comisuras de sus labios. Por unos instantes pensó que su comportamiento no era el adecuado frente a una diosa, pero Robert la quería como a una mujer, no como a un ser divino.

–¿Y tú no has pensado que eres la chica de mis sueños?

Las risas fueron en aumento. Galactea le acarició el pecho con la punta de un dedo, como si trazara un dibujo.

–¿Me dirás por qué estabas triste? –soltó Robert.

–Digamos que seguía aburrida– respondió y lo miró con una sonrisa que el hombre solo pudo describir como crepuscular–. Pero tú lo hiciste muy bien, entreteniéndome, mi humano favorito–. Le revolvió el pelo.

Robert sonrió.

–Creo que esto te gustará todavía más–. Trató de besarle los labios.

Ella lo apartó con algo de violencia, la sonrisa se le había borrado del rostro.

–¡No confundas los términos! Es verdad que me agradas, pero yo soy la galaxia y no voy a entregarme al primer terrícola calenturiento que aparezca.

Robert se encontraba en un momento crítico y sabía que lo mejor en una situación así era mantenerse sereno y no dejar que las emociones negativas lo contaminaran.

–Si supieras todo el revuelo que ocasioné en mi planeta para venir a verte… Es más, te juro que si me rechazas, ¡salto al vacío!

La diosa cruzó los brazos a la altura de sus pechos:

–Pues ya puedes ir haciéndolo.

Y así fue. El hombre se acercó al límite más cercano de Viajero

–¡Robert!

Miró hacia abajo. En teoría, esa caída no tendría fin, continuaría descendiendo hasta que saliera de la atmósfera y el tóxico ambiente del espacio se encargara de matarlo.

–¡Robert, no vayas a hacer una locura!

Sacó un pie. Sintió que el viento se lo acariciaba como si quisiera arrastrarlo hacia una inminente perdición.

–¡Robert! –aquello ya era un ruego.

El cosmonauta giró sobre sus pies. Corrió hacia Galactea y entonces sí le besó los labios. Ella no hizo nada para resistirse.

–¡Maldito, me asustaste! –le dio un manotazo en el pecho.

La besó de nuevo. Esa vez, Galactea correspondió. Las caricias se volvieron más intensas y atrevidas. Cada roce de labios, cada mordida suave y cada susurro de adoración les incendiaba la piel. Aunque era Robert el que llevaba las riendas, sentía que la muchacha lo acariciaba desde varios lugares a la vez.

El paisaje a su alrededor cambió, ahora estaban rodeados de flores. El cosmonauta no podía separarse de su amada, besó cada centímetro de esa piel cósmica, mientras sus manos la exploraban. A ella se le escapó un gemido y arqueó la espalda. Él la penetró con toda su energía de hombre fuerte. El placer alcanzaba niveles inimaginables. Se sintió conectado con todo el Universo. A medida que se acercaba al clímax pensó que probablemente él fuera la primera persona en hacerle el amor a una galaxia y desde el fondo de su alma deseó ser único, para toda la eternidad. Escuchó un gemido triunfal mientras liberaba su carga. Se dejó caer junto a ella y jadeó entre agotado y satisfecho. Galactea fue a decir algo, pero Robert se adelantó y bebió de esos dulces labios.

–Todavía no hemos terminado –dijo mientras sostenía entre sus manos el rostro de la diosa–. Dame un descanso y lo haremos de nuevo.

Ella le acarició una mejilla y sonrió:

–En verdad eres fogoso.

Volvieron a unirse en un beso. Los científicos vieron asombrados cómo todos esos males que afectaban el cosmos desaparecieron de una forma casi tan repentina como Viajero . Y sobre Robert… nunca más se supo de él. Obra de Fé Blasco

Desde que se cortó la comunicación con la base, el tiempo se asemejaba a un gas liberado de su recipiente, flotaba sin dirección, se dispersaba. Josefina recorría los pasillos, de cápsula a cápsula, se perdía entre las rarezas del invernadero y dedicaba jornadas de hambre frente a su ventana.

Los paneles principales de la estación apuntaban al planeta Tierra, el ángulo dependía de la órbita y, hasta el último registro, todavía se distinguían los contornos ondulados de lo que alguna vez fue la Antártida. La superficie se volvió cada vez más borrosa, más después de las explosiones y el polvo. La Tierra fue un nombre y un pronóstico. Josefina había dejado de mirarla hacía mucho tiempo.

La Tierra, o lo que quedó de ella, no era el único objeto a observar en el espacio infinito. De fondo, a veces, se podía distinguir la espiral de Andrómeda como un chiste. Uno malo. La Vía Láctea tampoco estaba quieta, no, con todos esos ojitos incandescentes; Josefina sentía que la espiaban, que cuchicheaban a sus espaldas y se cambiaban de lugar cuando ella pasaba de una ventana a la siguiente. Cada tanto, aparecía rasante un hipopótamo de chatarra, ella lo seguía por la ventana con los ojos muy abiertos, como alguna vez había seguido los bólidos en el monte, a esa edad de las trenzas y el chapoteo en el río. Entonces niña, cada vez que un meteoro rompía el cielo, Josefina corría al baño a masturbarse. Esa emoción le sacudía el cuerpo. Pero acá, la chatarra que pasaba por la estación implicaba peligro, le daba miedo que impactara en la plataforma, que la sacara de órbita.

Registro #0937: el invernadero sigue raro, cada vez más, las hortalizas crecen confundidas, deformes, ¿deformes? Ya no recuerdo la figura real de una zanahoria. El tomate huele a anís y el cannabis a chocolate. Sus ciclos, presuntamente regulados por el fotoperíodo artificial junto con el honorable control de la excelentísima humedad y la gloriosa temperatura, la cantidad justa, precisa, de oligoelementos, la presurización adecuada y blablá; sencillamente, se desquiciaron. Floran y amarillean sus hojas, incluso al mismo tiempo. ¿Para quién grabo esto? Algunas especias emanan gases de composición desconocida, al menos imposibles de cuantificar ni cualificar en estas instalaciones. Pero no siempre fueron así, no, en absoluto locas, en nada desaforadas. Nuestras plantas, tan juiciosas los primeros meses, tan predecibles en sus órganos y longitudes.Yo sé lo que les pasa. Extrañan a Olga, sus manos, su lengua. Olga las sabía tocar. Me hacía bien ella. Me hacía todo, tanto, bien. Me hace falta.

Josefina no alcanzaba a contar, es posible que fueran veintitrés meses de compartir el menú vegetariano y, tal vez, veintidós de practicar un sexo, por lo menos, complaciente.

Su deambular por los pasillos de la nave se detenía frente a lo único que le interesaba de verdad, en el centro de una ventana pequeña de la estación, la que daba a la torre de agua. Pero no le preocupaba el agua en sí o el correcto funcionamiento de la torre de purificación; ella solo quería verlo, constatar que estaba ahí, todavía aferrado a la escalerilla de acceso, el cuerpo de Olga, congelado en esa posición de “estoy subiendo a arreglar el desperfecto”, envuelto en el último traje sano que quedaba en la nave.

La misión con destino a la Plataforma Espacial Ouróboro fue la primera diseñada con tecnología cien por ciento autosustentable, con control ambiental y sistemas de soporte regenerativos. Una forma discreta y elegante para decir que, al final, se comerían su propia mierda. Entonces no pensaban en eso, Olga y Josefina, futuras compañeras de una tripulación de dos; estaban deslumbradas y expectantes, igual que un par de globos de helio contra el techo, querían cielo y más cielo. Tal vez más. Apenas despidieron a los compañeros que volvían a la tierra, Olga y Josefina se pusieron a armar el invernadero. Lo hicieron en tres días. Las semillas del proyecto Botánica Gravedad Cero germinaron enseguida.

Registro #1001: extrañar a Olga, necesitar el alivio de sus tetas en mi cara, también me deforma. De a poco, se asoman tubérculos en mis pantorrillas, siento que exudo un clavo de olor oxidado y mi piel pica en la lengua como el lúpulo andino. No puedo ni quiero olvidar sus manos calientes, cubriendo mis orejas con frío.

Cuando llegaron, descubrieron que la estación no se parecía mucho a las imágenes que vieron en el proyector de la base. Ni en lo edilicio ni en el mobiliario ni en el funcionamiento. Dos por tres, se averiaba el regenerador de agua cuyo mecanismo solo Olga sabía reparar, o se quemaban bombillas para las cuales no había repuesto. Así fueron quedando pasillos y cápsulas a oscuras, dándole a la estación el aspecto de una sonrisa incompleta. Igual trabajaron con esmero y concentración absoluta. Es posible que Olga haya sido más aplicada, o Josefina menos atenta, porque cada tanto suspendía todo movimiento en su cuerpo, Josefina, solo para observarla.

Registro #1013: ¿sigue grabando? Quiero dejar esto, decir tus manos. Esa dedicación con la que preparabas los corredores de tierra aéreos, la forma en que contabas las semillas en la palma de tu mano, parecías acariciarlas antes de hundirlas en la tierra como si les dijeras “no teman” y después, susurros, “cositos latentes, nos vemos del otro lado”. Entonces quería ser la tierra abierta por tus dedos, cualquier semilla escuálida de lechuga, la palita con la que recuperabas el sustrato que se caía, la manguera que trasladabas de maceta en maceta. Qué cerca parecías entonces, Olga. Olga querida.

Si vieras ahora cómo enloquecen tus brócolis, violáceos y serpenteantes, cómo te llaman los pimientos con ese olor mentolado. ¿Y sabés qué?, a veces me parece escuchar un gemido que sale de los pepinos. Pero hay que acercarse muy despacio, sin hacer ruido, porque si no se asustan y se hacen los muertos. A mí también se me amotinó la fisiología, me están saliendo callos, unos sobre otros, parecen torres indias. Si vieras mis ojos de coneja rabiosa, el pelo crecido en mi espalda, crispado como un erizo. ¿Me querrías igual?

Decime que sí Olga, descongelate por favor, date la vuelta y mirame, decime con el pulgar que todo está ok, que ya arreglaste el desperfecto del agua, sonreime un poco, dale, sacá tu lengua de pornonauta y bajá de la torre. Olga, volvé, vení conmigo.

Durante el entrenamiento del programa les habían dicho que, con la nueva tecnología, los problemas asociados a la micrograve- dad estaban resueltos. Nada de deformaciones en el cerebro, ceguera o problemas para caminar. No, eso no pasaría en las nuevas instalaciones con blindaje anti radiación y los trajes con presión diferencial. Demencia tampoco. También dijeron que contarían con un equipo de profesionales, en la base, haciendo un monitoreo permanente. Muchísimas cosas se dijeron de las que no quedaban ni el recuerdo.

Registro #1093: hace unos días se vació el tanque de reserva de agua, me queda un bidón por la mitad, y algo en la botella de mano. De alguna manera, esperaba que pasara esto, o cualquier otra cosa, un embiste de hipopótamos ciegos o una rebelión de espinacas.

Registro #1099: creo que me ganó la quietud, que podría quedarme en la ventana, tomar el último trago de agua y mirar la torre, mirar y mirar, hasta que te caigas. O me…

Obra de Fe Blasco

*Emilia Vidal (Mar del Plata, 1979). Bióloga, poeta y narradora. Realizó un postgrado en Microbiología y Biología molecular, y es autora de algunos artículos de investigación. En poesía publicó: Algunos Absolutos Medibles (2018) y La desnudez de los huesos (2020). En narrativa, participó con sus relatos en varias antologías y concursos.

No hay forma de ver tres capítulos completos por más que la serie esté buena.Ya son las dos de la mañana, el fin de semana vemos un par más. La serie que les había recomendado Carlos estaba muy buena, rara vez falla con sus recomendaciones; bueno, la última no había sido lo prometido, pero el exceso de vino había intervenido bastante en esa apreciación. En fin, ya es hora de dormir.

Ella se sentó en la cama, apagó la computadora y abrió un poquito la ventana para que entrara el aire fresco de la noche profunda. Se acostó hacia el lado de la luna llena. Él se levantó y cumplió con su rutina de revisar puertas, llave de gas y luces. Pasó por el baño y luego se acostó hacia el lado del pasillo oscuro. En el medio, un beso breve y el silencio.

Ella lo escuchó primero. Abrió los ojos. Solo las sombras difusas de la luna a través de los árboles de la calle. Afinó el oído. No hay viento. No es un sonido natural. Se quedó un rato quieta, escuchando el sonido ahí nomás, dentro de la habitación. Lo agarró del brazo. Un pequeño sacudón bastó para no asustarlo. Él no se había dormido, él también lo había escuchado y buscaba al intruso en las sombras. Ambos sentados en la cama con la luz apagada. Era como un zumbido, en eso coincidieron. Un bicho encerrado en algún mueble, pensó ella. Lo dijo y él lo negó en lo oscuro. Pensó en algo que se arrastraba en la madera, que la roía. Lo dijo y ella negó en la penumbra. Eran cuatro ojos siguiendo las líneas imprecisas del techo, cuatro oídos que buscaban abarcar todo ese espacio que ahora era un universo repleto de secretos.

Él se paró y caminó en la oscuridad. Ella esperó su informe. Él dio la vuelta alrededor de la cama, agregó sus manos a la búsqueda, tanteó las paredes desnudas, las puertas del placard, el contorno del televisor. Nada. Ella se arrodilló en la cama y buscó con sus manos en la pared de la cabecera, acercó su oído. Del otro lado le volvió un silencio helado.

Sus vecinos seguro que no estaban, o dormían. Era una pareja peculiar, por decirlo de alguna manera. Habían intentado tener cierto contacto con ellos apenas mudados, pero una particular e insistente tendencia invasiva había puesto una barrera; algo que terminó de sellarse con una seguidilla de comentarios desafortunados en los brevísimos e inevitables encuentros en la vereda, sobre el tatuaje que ella se había hecho en el brazo, más las intensas discusiones que se filtraban en la delgadez de las medianeras. La vecina solía criticar con vehemencia la falta de iniciativa de su compañero, algo que solía reproducir en las conversaciones telefónicas con sus hermanas, a través de las que había construido un mundo para nada compatible con el suyo.

Más allá de estas características, su presencia en la casa era cada vez más escasa. Salían todo el tiempo, y en esas ausencias la casa de al lado se poblaba de un sano, profundo y reconfortante silencio. De allí la deducción de que aquel sonido no venía de la casa vecina.

El sonido parecía jugar con sus sentidos. Subía y bajaba, se escondía, confundía su percepción de humanos, tan pobre, tan atrofiada. Él buscó bajo la cama, casi medio cuerpo desapareció debajo del colchón. Ella seguía todo desde arriba, se sentía segura lejos del piso. Ella estiró su brazo y prendió la luz. Si era algo vivo buscaría refugio sabiendo que no estaba solo. Pensaron en el canto de un grillo que se detiene ante el peligro. Pero nada cambió. El sonido metálico reptaba de un lado al otro. Se burlaba de ellos.

Antes de perder la paciencia, él emergió de las profundidades de la cama, puso su cabeza a la altura de la de ella y le propuso bajar a la cocina, preparar un café y hacer un poco de ruido como estrategia de conjuro ante la invasión.

Ella aceptó con gusto. Entonces él bajó primero a la cocina, puso el agua en la pava eléctrica, buscó el tarro de café molido, la leche en polvo y el azúcar. El ritual incluía una preparación diferente para cada uno. Para él, fuerte, amargo; para ella, dulce y con leche. Mientras cumplía paso a paso con su ritual, lejos de aquel susurro de origen indescifrable, su cabeza paseó un rato por las cuentas por pagar, las obligaciones inmediatas. Los proyectos. Había logrado cierto equilibrio que lo tranquilizaba. No era fácil, nunca lo había sido, pero en los últimos tiempos, poniéndose ciertos límites e imponiendo condiciones de convivencia con el entorno familiar, habían logrado enfocarse en sus cosas. El tiempo, luego de la muerte de su padre, era otro. Más allá de la tristeza y de las preguntas sin respuesta, cierto alivio para nada culposo le abría de nuevo el camino.

Ella, antes de bajar a la cocina, pasó por el baño. Desde allí la puerta funcionaba como un interruptor que había apagado aquel sonido molesto. Un alivio que le permitió a su cabeza pasear por cosas que debía hacer en la semana: el trabajo, la visita de rutina a mamá y la organización de los remedios, las visitas al médico y los infaltables sustos que le pegaba con esas llamadas nocturnas, cuando creía que estaban a punto de partirle la puerta con un hacha para asaltarla.Y además la organización secreta del cumpleaños para él. En los últimos tiempos ella sentía que navegaban aguas más tranquilas. Había obligado a sus hermanos a repartir las tareas de cuidado de mamá luego de una larga lucha. Pero ahora podía ocuparse más de sus cosas, compartir más tiempo con él. No fue fácil. Hubo que luchar bastante contra las viejas tradiciones familiares, de problemas propios y heredados, de sorderas selectivas y los malos entendidos proclives a generar las excusas perfectas para desaparecer un tiempo.

Lavó sus manos, abrió la puerta y bajó a compartir el café prometido. Un rato nomás, el que les permitiera el cansancio.Y así fue, el agua estaba bien, quedaron unos bizcochos en la alacena, si querés. Charlaron un rato y de vez en cuando apuntaban su atención a las alturas para ver si aquello seguía allí. Desde abajo no daba señales de vida, pero eso no era garantía de su desaparición. De paso había que empezar a pensar en las vacaciones, no faltaba tanto.

Terminaron el café y listo, hora de volver.

Subieron la escalera afinando el oído. Cuando abrieron la puerta de la habitación ahí estaba, esperándolos, igual de intenso y entrecortado, igual de misterioso. Entraron.

Antes de sentarse en la cama ella se detuvo de golpe. Chistó para llamar la atención, con su cara cerca de la mesa de luz. Él preguntó con un gesto qué pasaba. Ella le señaló el segundo cajón. Lo abrieron. Brotaron de a cientos las cosas inútiles que suelen guardarse en un segundo cajón: papeles, folletos, viejas facturas, fotos. El sonido crecía en la erupción de papeles, la ansiedad, el vértigo del descubrimiento. Al fin llegaron a lo más profundo.

Una vieja radio en desuso desnuda un zumbido de insecto eléctrico entrecortado, moribundo. Él la toma, la acerca a su oído con una tenue sonrisa triunfante, la da vuelta y le retira la tapa en donde se encuentran las pilas. Le quita el corazón. Ambos ríen bajito. Se sienten tontos, como víctimas secretas de una travesura. No se explican cómo pudo haber pasado, no recuerdan hace cuánto tiempo está guardada allí, olvidada. Un resto de energía, se imaginan eso. No saben, pero está solucionado y se convertirá en una tonta anécdota de alguna reunión con amigos. Sienten alivio. Apagan la luz, se besan risueños y cada uno vuelve a su lado de la cama. Ella, hacia la luna que ya se está ocultando; él hacía el pasillo en sombras.

Del otro lado de la pared, en la oscuridad del departamento contiguo, una respiración branquial recupera la calma, cesa la alerta. Dos pares de dedos negros alejan con cuidado un sensor pegado a la pared, mientras que otra extensión oscura manipula los equipos de transmisión.

Los tentáculos vigilantes hacen contacto con otro ser que apenas muestra su silueta extraña en las sombras. En el contacto se comunican las novedades. Al parecer los humanos poseen una tecnología peligrosa que puede interferir sus transmisiones y que merece ser estudiada antes de continuar con los planes de invasión. Solo queda deshacerse de los cuerpos que brindaron hasta sus últimos jugos para alimentarlos. En una última comunicación se sugiere planear también la eliminación de los poseedores de esa peligrosa tecnología.

Por esa noche, solo por precaución, no se enviará más información al espacio.

*Marcelo Collazo es profesor de Lengua y Literatura en colegios de la provincia de Buenos Aires. Publicó dos libros de cuentos: Desde la Sombra (2015), Historias de la noche callada (2023).

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