Cosas de Don Bosco
El lebrillo Reflejos de porcelana
S
er un lebrillo de cerámica vidria da es signo de distinción. Haber nacido en la Real fábrica de loza y por celana de Turín es un alto honor. Por ello, bendije mi suerte. Y me dispuse a recoger en mi cuerpo el agua destina da a lavar el delicado cutis de personas distinguidas. Imaginé su tersa piel pro tegida por jabones franceses de impor tación. Intuí sus aromas perfumados y su refinada tersura. Nada más nacer, me colocaron en una caja de cartón. Finas virutas pre servaban mi piel de porcelana. En el in terior del embalaje: oscuridad. Ansia por conocer a mis futuros dueños. Semanas después abrieron la caja. Oteé el nuevo paisaje que me alberga ba: una pequeña capilla de techo bajo; bancos de madera sin barnizar; un cru cifijo y un altar custodiados por seis modestos candelabros. Un joven sacerdote, llamado Juan Bosco, me tomó. Llenó mi jarra con agua caliente. Minutos después se abrió la puerta del fondo. Una concurrencia de muchachos se acomodó en los bancos. Entonaron un canto: «Ubi caritas et amor Deus ibi est» (Donde hay caridad y amor allí está Dios). Mientras resonaba la melodía, una docena de chicos avan zaron en procesión. Se sentaron sobre doce sillas frente al altar. Les observé: inmensa dignidad bajo sus ropas remendadas y sus alpargatas de cáñamo y esparto.
Nota Año 1848. Don Bosco celebró con sus muchachos el Jueves Santo. Eligió doce muchachos. Se ciñó una toalla, se arrodilló ante cada uno y les lavó los pies con un lebrillo. Les ofreció una cena y regaló a cada uno un pañuelo blanco y un crucifijo (MBe III, 254-255).
A una señal, comenzaron a des calzarse. El joven sacerdote se ciñó una toalla. Se arrodilló ante el primero de los muchachos. Me colocaron bajo su pie descalzo... Él lo lavó y secó con una toalla. Lo besó humildemente. Mien tras caía el agua sobre mi cuerpo de lebrillo, se deslizó una pregunta sobre mi piel de porcelana: ¿Dónde están los finos y perfumados cutis que yo ima giné? De pronto, reparé en el nuevo pie que me correspondía lavar. Mostraba las marcas enrojecidas de varios saba ñones; señal del frío intenso sufrido. In tenté trasmitirle calor. Ante mi mirada desfilaron lenta mente los otros pies. Y descubrí uñas surcadas por líneas blanquecinas; mar cas inequívocas de una alimentación es casa. Descubrí pieles agrietadas. Vi de dos curvados por el esfuerzo de trabajos agotadores e inhumanos. Contemplé ampollas y rozaduras. Hice mío el do lor de aquellos pies que, siendo como eran de niños, mostraban ya la dureza de una vida marcada por el dolor. Desde aquel día, cada Jueves San to he repetido este ritual. Creedme si os digo que por fin he comprendido el sen tido de las huellas que trazan los pies de los chicos de Don Bosco. Aunque pa rece que transitan por una calle de amar gura, su destino final no es la cruz. Ca minan hacia la resurrección. Don Bosco les toma de la mano para conducirlos hacia la dignidad, la fe, la ternura y la alegría de una nueva vida. Porque, al fi nal, las cruces quedan va cías. José J. Gómez Palacios, sdb
Boletín Salesiano abril 2022 • 9