La huella

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Hay personas que pasean la vida dejándonos su imborrable, delicada, y hermosa huella. M.L.S. En singular a Lola Fernández, Aula 2, UP. A nuestros niños. A nuestros amigos. A Moisés y Frédéric, estelas de Eva y Marisa

© Textos: Marisa López Soria © Ilustraciones: Eva Poyato © de esta edición: bookolia Colección: Ilustrados - Propios extraños 1.a edición: febrero de 2018 ISBN: 978-84-946362-5-7 Depósito legal: M-2855-2018 Impreso en España Todos los derechos reservados Reserva de derechos de libros

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La huella

MARISA LÓPEZ SORIA EVA POYATO

bookolia



¡Qué va! Los elefantes no tenemos tan buena memoria como muchos creen, aunque yo sí recuerdo bien aquel primer encuentro. Sucedió en el lago. Al fresco de su orilla, la manada de primos y hermanos nos reunimos cada anochecer en busca de comida, a salvo de tigres y leopardos.



El lago es el mejor lugar para hacer elefantadas. Podemos abanicarnos con las orejas, jugamos a regarnos y a burbujear con la trompa en el agua. En esas estaba yo cuando, de repente, como tengo el olfato más sensible que la vista, sentí que se me había colado un pececillo entre las pompas. ¡Vaya sorpresa! ¡Se trataba de un precioso pez dorado!


¿De dónde aquel pez de oro? Jamás había visto criatura tan delicada.


A modo de saludo imité la lluvia con mi nariz para hacerle cosquillas. Y Pececito brincó bailándome el agua, mientras mi corazón repicaba gozoso, desbocado. ¿Qué era aquella sensación extraña? Al poco, con las orejas en baja frecuencia, comuniqué a los míos la noticia descifrada: ¡me había enamorado!



Así, día a día, me proponía maravillar a Pececito. A veces llegándome hasta el lago de puntillas, a la chita callando, sobre las almohadillas de mis patas. Pececito entonces, ¡qué divertido susto!, cabrioleaba ante la sorpresa que mi sigilo le provocaba.


Tal vez solo porque ĂŠramos un elefante locamente enamorado y feliz, y un pez locamente enamorado y feliz, traveseĂĄbamos juntos haciendo el indio y el oso.


Pero, ÂĄquĂ­a!, no todo el mundo miraba nuestra radiante concordia con buenos ojos.


Pese a que los elefantes no sabemos saltar, me las ingeniaba para danzar haciendo equilibrios sobre mis patas, lo que divertía enormemente al pez dorado. Aunque lo que másmás le gustaba era verme nadar a su lado. Ahí, en plena zambullida, los dos nos creíamos livianos, iguales, ajenos a maliciosos comentarios: —¡Hay que tener el colmillo retorcido para ir a pelar la pava con un pez! —murmuraban entre marfiles.



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