Hic sunt dracones

Page 1

Hic sunt dracones

Bruno Rogero San JosĂŠ


Ilustraci贸n de cubierta: grabado, de 1512, de Lucas Cranach el viejo (1472-1553) 漏 de la obra y de la edici贸n: Bruno Rogero San Jos茅, 2015. Algunos derechos reservados.


Hic sunt dracones

Bruno Rogero San JosĂŠ



Bruno Rogero San José nació en Madrid hace ya 31 años y, aunque ha vivido en Barcelona y Francia, suele acabar volviendo a la ciudad gatuna y tiene que hacer acopio de paciencia cada vez que se le pregunta si prefiere Madrid o Barcelona. Biólogo de frustrada vocación, traductor y enfermo de literatura sin curación posible, también ha ejercido nobles profesiones como la de buzoneador, administrativo, captador de socios para una ONG y auxiliar de profesores de castellano en Francia. Después de los 15 años sólo ha ganado un premio literario, el tío. Menos serio de lo que parece cuando escribe y más de lo que resulta cuando se pone a hablar de chorradas –que es otra de sus pasiones–, también escribe en su blog Contrabando de ideas brunorogerosanjose.wordpress.com

y tiene un alter ego, Mr. Brown, que hace lo propio en Mr. Brown y la conspiración para matar el tiempo. conspiracionparamatareltiempo.blogspot.com

Todavía no le han echado de Radio Carcoma, donde colabora en el programa de rock, metal y punk Aquí Te Puedes Rendir Poco amigo de la literatura cursi, tampoco intenta parecerse a Bukowski («sexo, merienda y rock ‘n’ roll» es su lema) y, aunque no es del todo consciente de sus influencias, posiblemente se note que le encantan P. Auster, G. García Márquez, D. F. Wallace, B. Vian o C. Palahniuk.



Para empezar antes de empezar Hic sunt dracones, «aquí hay dragones», como el lector quizá sepa, es una inscripción que figura sobre el mapa conocido como «globo Hunt-Lenox», de principios del siglo XVI, sobre una zona poco explorada del océano Índico. Esa misma idea, no explícita, pero sí dibujada, aparece en forma de monstruos, bestias y caníbales en muchos mapas, anteriores y posteriores, como están frases no menos descorazonadoras: conocemos poco o nada esta zona, aquí hay monstruos o, como mínimo, podría haberlos. Todavía en 1885-1886 Guy de Maupassant apuntaba, en sus relatos de terror Carta de un loco y El horla, a la Amazonia profunda y en 1931, H. P. Lovecraft nos recordaba lo misterioso e inquietante de la Antártida en En las montañas de la locura. La paradoja de estos siglos de exploración del mundo, el único mundo («hay otros mundos, pero están en este», escribió Paul Éluard) es haber descubierto que los monstruos no estaban en los recovecos desconocidos, sino, al contrario, donde estaban las personas. Ha sido el ser humano quien ha llevado el terror económico, político, religioso y de todo pelaje hasta el último confín del globo. Aquí hay monstruos. Aquí, la monstruosidad está presente, es normal, está instalada en nuestra cotidianidad y ya casi nos pasa desapercibida, cada vez la necesitamos más descarnada para verla tal como es. De ahí también el grabado de Cranach que ilustra la cubierta: hace quinientos años temíamos al hombre-lobo. Hoy, mientras las taquillas de cine echan humo con licántropos de pectorales impecables y vampiros sosainas, el conflicto entre lo humano y lo bestial se salda con la negación de nuestra condición animal y la degradación de nuestra condición humana. No basta con un puñado de sociópatas monstruosos en las calles y en los puestos de responsabilidad para explicar el presente, también hace falta una masa apática, frustrada y autocomplaciente. Los caníbales somos todos y los más caníbales dirigen el cotarro. Lo dice hasta el espejo: aquí hay monstruos.



Hic sunt dracones



I



La cima del abismo

Cuando empezó la última guerra, la Gran Guerra, la que arrastró a tod@s, las máquinas eran sólo parte del arsenal. No sólo las armas, equipos o vehículos, también los autómatas. Los aviones autotripulados, que reconocían, bombardeaban y ametrallaban, las lanzaderas que disparaban los misiles más contundentes, los vehículos –terrestres, acuáticos o anfibios– autodirigidos que, como tanques minimalistas, permitían entrar en cualquier edificio o espacio cerrado después de reventar lo que se interpusiera en el camino... todos eran parte del arsenal. Obedecían a ordenadores que los teledirigían sin necesidad de operadores: conocían sus tareas (reconocer tal lugar, neutralizar tal objetivo, ocupar tal posición) y sabían incluso buscar fuentes de alimentación para que nunca les faltara energía y repuestos para recuperarse de averías que no fueran catastróficas. Los ordenadores que las controlaban estaban bien programados para evaluar las variables y tomar toda clase de decisiones bien fundadas –sobre el cómo, el cuándo, el dónde y el quién– en lapsos de tiempo ridículos de puro cortos. Sabían, de hecho, cómo hacer que otros autómatas fabricaran nuevos vehículos y nuevos ordenadores para cubrir las bajas e, incluso, aumentar los ejércitos. Cuando la guerra llegó a su culmen, cualquiera podía constatarlo: las máquinas no se rendían, no se quejaban, no se cansaban, no se suicidaban ni padecían de trastornos postraumáticos, sólo hacían planes inmediatos y los ejecutaban hasta el final. Para aquel entonces, por desgracia, ya no quedaba nadie para constatarlo.



Historia de amor

Ella veía su propia imagen reflejada en un azulejo, en un rincón de la cocina, y recordaba: él y ella se conocieron en la universidad. En un principio, sólo se cayeron bien, pero, a medida que se fueron conociendo, se fueron gustando más y más. Cada uno de ellos encontraba al otro interesante en todos los sentidos: se resultaban simpáticos, inteligentes, agradables, atractivos, etc. Estuvieron saliendo durante meses y acabaron por gustarse mucho. En algún momento, perdieron la cabeza el uno por el otro y se enamoraron. Pasaban mucho tiempo juntos y hacían planes sobre su futuro inmediato. No se veían compartiendo su vida con otras personas, cada uno era todo el horizonte que el otro veía para sí y eso les hacía aún más felices, de modo que se casaron. Disfrutaron con el viaje de novios y se pasaban el día entero besándose, haciendo manitas e incluso, cuando podían (y podían en muchos lugares, muchos momentos y de muchas maneras), hacían el amor. Se llevaban bien con sus respectivas familias y con sus amigos, tanto los comunes, como los particulares de cada uno. Convivir juntos era una experiencia extraña, ya que no estaban acostumbrados, pero acabaron por hacerse a la convivencia, con sus roces y sus pequeñas alegrías. Querían tener hijos y enseguida tuvieron el primero. Él estuvo muy pendiente de que ella estuviera contenta durante el embarazo y no le faltara de nada. Compraron patucos para el bebé, eligiendo el color en función de su sexo.


Cuando nació, fue una gran alegría en el matrimonio y en las familias, le pusieron el nombre que más les gustaba y todos los familiares aprovecharon para sacarle parecidos. El bebé lloraba a todas horas y no se sabía por qué: a veces tenía hambre, a veces tenía sueño, a veces tenía gases, a veces, simplemente, no le gustaba la persona que había elegido cogerle en brazos. Les despertaba en medio de la noche, en medio de la siesta, en medio de un rato de descanso robado a los quehaceres diarios, les interrumpía mientras hacían el amor con sus llantos. Estaban atados por sus problemas: atados a una caprichosa personita, atados a la hipoteca, atados a sus trabajos, atados a las tareas domésticas. Con el tiempo, el niño creció, pero, aunque no requiriera tanta atención, cada vez costaba más dinero mantenerlo y los salarios no subían tanto. Cada vez discutían más. Pensaron que tener otro hijo sería bueno para el primero y les uniría más, sin embargo, fue una fuente de nuevas tensiones y, no sólo no estaban convencidos, sino que ella tenía la sensación de estar haciendo un sacrificio en vano. Cada vez se besaban menos, hacían menos manitas y hacían menos el amor. Otro caprichoso rey de la casa era lo que menos necesitaban: más tensiones, más discusiones. Se gritaban cuando discutían y, luego, pasaban minutos sin dirigirse la palabra. Cada vez se sentían más ahogados, los sueldos no daban de sí lo suficiente y, para colmo, algún día, les avisaban de que el hijo mayor se había peleado con otros niños en el patio. Ya sólo se daban algún beso en público, por compromiso, y nunca hacían el amor. Se insultaban cuando discutían y se miraban con odio. No se reprochaban sólo decisiones concretas, sino cualidades, rasgos, sus respectivas personalidades más o menos caricaturizadas. Un día, durante una discusión, él la abofeteó. Ninguno de los dos dijo nada. Simplemente, siguieron actuando como si nada hubiera pasado.


A medida que los problemas se les iban haciendo más y más pesados, aparecieron puyas más crueles, nuevas bofetadas, peores insultos, tirones de pelo. En alguna ocasión, le llegó a escupir. A aquellos golpes siguieron otros, y cada vez fue peor. Le pegaba cada semana y, más adelante, casi cada día. Si la comida o el café estaban muy calientes, se lo arrojaba encima, para que lo comprobara por ella misma, decía. Él le gritaba que qué iba a hacer con ella, que estaba harto, pero ella no hacía ni decía nada, no sabía qué decir o hacer. Sus hijos se acostumbraron a oír aquellas escenas, aunque, normalmente, no las presenciaran, y a hacer lo que su madre: no decir nada, no hacer nada. Ella se planteó suicidarse, lo deseaba, pero no quería hacer eso a sus hijos. No quería dejarles sin madre. Un día, después de que él le diera una de aquellas terribles palizas, ella murmuró algo. Le dijo que no podía seguir así, que le iba a dejar. Él intentó obligarla a rectificar, a retractarse de aquello: la llevó de un lado a otro tirándola del pelo, la estrelló la cara contra la pared y le pasó un cuchillo por la piel lentamente, pero no lo consiguió. Ella lo repitió: le iba a dejar. Él, ciego de ira, le ahorró el suicidio: le clavó el cuchillo dos docenas de veces. Ella se desangró sobre las baldosas de la cocina, aquel azulejo a ras de suelo devolviéndole su imagen, sin piedad, mientras toda su vida pasaba ante sus ojos, y nunca se sabrá si no dijo nada porque no le quedaba vida con que decirlo o porque no sabía qué decir.



Los 13 minutos más largos de la historia de la televisión

«La mayor atrocidad que este país haya visto», tituló más de un periódico. No sin razón, siendo la primera vez que una matanza tenía lugar en un plató de televisión, durante la emisión en directo de un concurso. Había ocurrido alguna matanza mayor en otros tiempos y lugares, qué duda cabe, pero ninguna había sido vista en tiempo real por más de nueve millones de espectadores. Habrá muchos años por delante para preguntarse por qué David Moreno, el presentador más popular de la televisión en España, estrella postadolescente de la canción en los primeros años noventa, el yerno ideal para miles de madres y votado durante años (incluido este mismo) como uno de los hombres más atractivos del país por lectoras y lectores de varias revistas y sitios web, por qué tal estrella, decíamos, decidió cometer un asesinato en masa ante las cámaras. De la grabación del concurso, a las 20.37. David M. : «Esta es mi sorpresa de hoy. Es una escopeta de caza Benelli M3 y cien cartuchos, suficientes para matar a todos los que estáis aquí varias veces. ¿Os pensábais que en la bolsa traía algún regalo? Pues no. Traigo un arma y municiones. Para matar gente de mierda como vosotros. (Dispara tres veces, los tres hombres caen heridos de muerte).


Creo que con el segurata, el cámara y el regidor muertos, se os quitarán las ganas de salir corriendo… o a los de arriba de cortar la emisión, ¿no? Por si acaso, de todos modos, voy a candar las puertas. Y, mientras lo hago, ya aviso de que esta puede ser la emisión que bata los records de audiencia conocidos: estoy matando en directo y, si todo el mundo permanece atento a sus pantallas, podrán saber quién será el próximo. Si no, no. Puede parecer… en fin, no es un decir. Esto no ha hecho más que empezar. Vendrá la policía, pero, para entonces, ya será demasiado tarde. (Ya ha terminado el cierre; mira a la cámara más cercana al público con su sonrisa más encantadora mientras recarga la escopeta. Cada vez se oye más claramente llorar a los presentes). Me voy a asegurar de que no me quedo con apetito, de todos modos. (Dispara a cuatro de los seis concursantes. A continuación, y a medida que los familiares entre el público se delatan o él les identifica como tales, acaba con muchos de ellos recargando, para ello, la escopeta una y otra vez). Deben de estar preguntándose si pueden parar esto. La respuesta es «no». Peeero… quienes nos ven desde casa pueden cambiar de canal. O incluso apagar la tele. Yo no os lo recomiendo, pero os reto a hacerlo. Venga. Si no queréis, si de verdad no queréis ver cómo me cargo a esta panda de mierdecillas, ved otra cosa, o iros al cine, o lo que sea. Yo os aviso de lo que vais a ver o a perderos: les voy a matar a tiros. ¿A todos? Puede que no, entre el público aún hay más de treinta personas sentadas, quizá me canse antes. De momento, se portan bien: lloriquean, pero no hablan. En todo caso, no va a ser emocionante. Morboso, sí, pero no emocionante. Si lo veis es porque queréis verlo, no vengáis luego con chorradas. Sois una panda de marujas, niños malcriados, pijitas aspirantes a modelo, macarras poligoneros, progres supuestamente intelectuales que decís que sólo nos veis «para reíros», furcias reprimidas y oficinistas fofos a los que les pone sacar defectos a sus mujeres y a todos los demás.


Podéis mandar un SMS al número que había antes en pantalla para que no mate a los niños, si tenéis huevos.» La escopeta, se supo luego, la había conseguido legalmente. Tenía licencia de caza, aunque no hay constancia de que participara jamás en una montería. No necesitó mucho de su patrimonio para comprarla y comprar las cien postas. Cien. Un número enorme, habríase dicho que pretendía empezar una guerra. En cuanto a su estado mental, es un misterio. Al menos, para el ciudadano de a pie, que pudo ver cómo los presentadores de informativos le decían que aquel frío asesino no tenía ningún trastorno diagnosticado: ni depresión, ni esquizofrenia, ni trastorno bipolar… nada. No era tan sencillo. Se le podía calificar de «sociópata»: no dio importancia al dolor que estaba causando, ni señal alguna de considerar que otras personas pudieran tener sentimientos, pero había pocos indicios para ir más allá. Las personas más cercanas a él dicen que le notaban «confundido» con respecto a su trabajo y, en general, a su trayectoria, cada vez más. Ninguno habló de insatisfacción, ganas de cambio o frustración, sólo confusión, pero siempre esa idea. Su vida social era abundante, pero habría que hablar de «conocidos» más que de «amigos». En la mayoría de casos, sólo compartían experiencias y conversaciones superficiales: compañeros de trabajo, del gimnasio, su agente, su entrenador personal, ligues de una noche, etc. Quienes más podían llamarse amigos suyos y sus familiares tenían la misma queja: sólo le veían de manera muy esporádica y se limitaban a contarse lo que había ocurrido en sus vidas desde la ocasión anterior. Sin ninguna implicación emocional, sólo fórmulas de cortesía. «Cuánto me alegro», «Qué se le va a hacer», «A ver si me envías unas fotos» y «Si eso es como todo» componían más de la mitad de lo que decía. De la grabación del concurso, a las 20.42.


David M. : «No penséis que hago esto por pasar a la historia, ¿eh? Aunque, mira, esto también podéis considerarlo un reto. Vais a tener que elegir: recordarme y recordar esta monstruosidad… u olvidarlo todo. ¿Sois capaces de olvidarme? Yo creo que no. Antes no me queríais olvidar, pero ahora no vais a poder. Os reto, capullos, os reto a olvidarme y olvidaros de todo esto. He matado a… eeh… 22 personas delante de vuestras miradas de cretinos, ¿podéis olvidarlo? No olvidéis que no he terminado. (Sonríe. Mira a la derecha, al suelo.) ¿Qué, señora, no se anima? Aún puede elegir, tenemos tiempo antes de que acabe todo. Ya le he dicho la regla principal: “Si no se anima usted, me animo yo” ». Del atestado policial de la masacre, en la segunda página de la declaración del superviviente Miguel Tarancón Gil, segundo párrafo: «[…] El testigo también refiere que el sospechoso se refería a la víctima mortal nº 36 (v. autopsia correspondiente entre los documentos adjuntos), víctima que ha sido identificada como Beatriz Navarro Yuncos, como “Doña Clara”, sin que ella hubiera afirmado llamarse así y por razones cualesquiera [sic] que aún se desconocen, y que fue la única víctima a la que quiso tener cerca en todo momento, invitándola repetidas veces a que ‘se animara’ a prestarse… ».

De la grabación del concurso, a las 20.46. David M. : «Esto ya… se va a terminar. Normalmente, no terminamos antes del telediario de las 9 pero, claro, la policía va a conseguir entrar antes de eso y tampoco quedáis tantos. Pero, mira, ahora que sois tan poquitos no me lo callo: ¿os dais cuenta de lo cobardes que sois? No habéis intentado nada


contra mí, y estabais a sesenta contra uno, casi. Yo no he dicho que fuera a dejar vivo a nadie, no sé… en fin, es vuestro problema… (Mira a la derecha, al suelo.) Anímese, Clara, que aún no es demasiado tarde para lo suyo. Bueno, sabed todos que no os odio. No he hecho esto porque os odie, sois unos mediamierdas, lo he hecho a pesar de vosotros, pero no por vosotros. Esto es por mí y por todos. Estamos todos en esto, lo que pasa es que cada cual tiene su papel. No digo que lo entendáis, yo mismo tampoco estoy convencido y no lo acabo de entender al 100 %... bueno, el caso es que yo he sido el presentador de esta carnicería y vosotros habéis hecho lo único que sabéis hacer: estar ahí sentados y mirar. No vais a hacer otra cosa, ahora que quedáis veinte o por ahí y yo sigo teniendo balas para mataros a todos y matarme a mí, y aún me sobrarían. No lo pregunto, lo digo. No lo vais a hacer. No sabéis hacer eso, no sabéis hacer otra cosa. Además, esto está ya… pues como cualquier salón cuando ya se termina la fiesta. Todo sucio, manga por hombro. Huele a pólvora que da asco. Debe de ser la pólvora lo que huele, digo yo. Bueno, como hoy ninguno manda saludos, lo voy a hacer yo. A la persona con la que estuve anoche, esa persona ya sabe quién es, le mando un saludo, como te dije que haría. Lo demás, claro, no te dije que lo haría, jeje, pero ya ves que cumplo lo que prometo.» Su relación con las víctimas sigue siendo tan misteriosa como todo lo demás. Por qué sobrevivieron quienes sobrevivieron y no los demás. Por qué esa crueldad extrema, inhumana, ese carácter monstruoso permanentemente sazonado con sonrisas y miradas de serena simpatía. Transmitía cercanía, calidez –en un gesto, quizá, imitado de Richard Gere o alguna otra estrella– y siguió haciéndolo en aquella última emisión. Escupió su desprecio a todos los presentes y espectadores y, sin embargo, nunca dio a entender que se considerara mejor a sí mismo. El final de todo el episodio hace pensar más bien lo contrario. Tal vez ese fuera el problema, que no tenía suficiente interés por ningún ser humano,


ni siquiera él mismo, para descartar la idea de la aniquilación en masa una vez que se le ocurrió. Pero de esa crueldad aún se tendrá que hablar, tendrá que correr aún más tinta de la que ya ha corrido. Los psicopatólogos elucubran sobre todo ello, por qué matar a 48 personas desconocidas, sin prisa pero sin descanso (recargando el arma una y otra vez para poder seguir matando), por qué tanta violencia gratuita, por qué no utilizó la escopeta sino un vulgar cuchillo de cocina –que también había traído él mismo, ex profeso– en el caso del niño al que sobrevino la primera crisis de ansiedad en el plató, por qué sólo en ese caso se manchó las manos en sentido literal. Qué significaba para él llevarse al niño a rastras hasta el centro del plató y aplicar aquel cuchillo en los ojos y la garganta del pobre crío. Por qué motivo, por qué retorcido motivo, ese empeño enfermizo y tenaz en que los familiares de determinadas víctimas limpiaran su sangre con la lengua. En especial, sorprende la macabra relación que entabló con Beatriz Navarro, la única espectadora a la que quiso tener cerca. Lo recordarán, como lo recordaremos nosotros mismos por el resto de nuestros días: había matado a su joven hijo Emilio, concursante del programa, en el comienzo de todo y, tras acabar también con otros cinco miembros de su familia que ocupaban asientos de invitados entre el público, la llevó al centro del plató y le dejó el mismo cuchillo con que había degollado a aquel chico para que pudiera quitarse la vida ella misma, añadiendo que si no se animaba, sería él quien le haría cortes y más cortes, pero asegurándose de no causarle la muerte. Y todo el país vio cómo cumplía su amenaza, métodicamente. De la grabación del concurso, a las 20.48. David M. : «Como esto está degenerando, lo voy a finiquitar. (Dispara a Beatriz, luego repite la operación con cinco personas más.) Esto no os lo ha contado nadie, lo habéis visto. Ni Iraq, ni Bosnia, ni pollas. Delante vuestro. Habéis


visto las caras de estos comemierdas y cómo lloraban hasta quedarse secos. (Dispara a más personas, hasta cuatro). Ya se termina, pero podréis recordarles siempre. Seguro que lo haréis: les llamaréis los no-sé-cuántos de no-sé-dónde, o las víctimas del tal-cual. (Dispara a dos personas más.) «Tal-cual» me refiero al día del mes y luego la inicial del mes, como el 23F… el 11-S y todo eso. Pero si les recordáis a ellos, me tenéis que recordar a mí, y no creo que eso os guste. Yo seré la razón por la que les recordaréis, no ellos. Casi ninguno de todos los que estáis viendo esto les conocéis. Si uno de ellos hubiera salido vivo de aquí y os hubiera pisado un pie en el autobús… u os hubiera rayado el coche, o se hubiera enrollado con vuestra pareja, entonces le desearíais esto. O casi. No pensaríais en su familia, ni en nada de eso, ni de coña. (Dispara a otro de los presentes.) Así que ya sabéis lo que hay. Esto se acaba aquí. Si habéis estado viendo todo esto, como me imagino, que sepáis que acabamos de conseguir el mayor éxito de audiencia de la historia de la televisión en este país. Casi seguro. Y sólo ha hecho falta matar… como a cincuenta personas. Pero, bueno, a lo mejor me equivoco, a lo mejor han cortado la emisión o, incluso, vosotros solitos habéis apagado la tele, o cambiado de canal, por lo menos. En ese caso, le estaré hablando a una cámara hueca y al otro lado no hay nadie. (Justo antes de introducir la escopeta en su boca y disparar.) Entonces, estaré haciendo el imbécil como un mono de circo… y vosotros no sois tan patéticos como yo.»



II



Ella estuvo allí

–Y ¿no había notado nada raro en su conducta últimamente, no? –Nada. –Ni frecuentaba compañías sospechosas. –No, no; ya se lo dije a su compañero cuando puse la denuncia. Eugenio Gil, propietario de un bar en un barrio céntrico de Madrid, hablaba con un agente de la Brigada de Información del Cuerpo Nacional de Policía. Ya había puesto la denuncia por el mayor disgusto de su vida profesional al ir a abrir el bar el día anterior, pero ahora debía volver a hablar, y en mucha mayor profundidad, con un agente mucho más especializado. –Entienda que es raro –siguió el policía– que una chica de 30 años haga algo así y no conste en ninguna base de datos específica: no sólo no tenía antecedentes policiales, sino que tampoco aparece en ningún informe o atestado como amiga o novia de ningún sospechoso… La gente que hace estas cosas ya ha hecho otras más flojas con 15 o 20 años, o se mueve en círculos donde eso no es raro. Usted nunca le oyó ningún comentario de corte radical, en lo político, o que le hiciera pensar que fuera una extremista religiosa o algo así, ¿no?


–No, no… De hecho, alguna vez hablamos… bueno, se puede imaginar, en tanto tiempo trabajando para mí surgen muchas conversaciones y yo le dije que era católico, ella me dijo que mucha de su familia, también, pero que ella, no. Que lo respetaba, y todo eso, pero no creía en ninguna religión ni en nada sobrenatural, ni… bueno, eso, que no era una chica espiritual, que se diga. –Ya. Es que, de hecho, hemos hablado ya con gente cercana a ella y dicen lo mismo; tampoco se le conoce militancia en ningún grupo u organización, es extraño… Hablemos del trabajo en sí, ¿era la única camarera en su bar? –No, Paula era la que llevaba más tiempo trabajando, era la de confianza, para que nos entendamos. Por eso muchas veces le dejaba cerrar el bar y me iba yo antes… Me era de confianza, no había ningún problema, ni parecía que lo fuera a haber. Los demás camareros eran ocasionales, ninguno duraba mucho. Ella era… pues como la «segunda de abordo», para que me entienda. –Eso también nos resulta extraño… ¿se fue del bar, dejándola a ella para cerrar, en un sábado noche, cuando más clientes hay? –No, a ver, cuando ella cerraba era después de que se fueran los clientes. Es verdad que los sábados había más dinero, claro, pero lo único que hacía era terminar con la caja, la limpieza y eso, y cerrar. Lo había hecho un montón de veces y no se había quedado un céntimo. Se lo aseguro, era una chica honradísima; le tuve que decir yo que podía invitarse a algo sin pagar, siendo camarera, mientras no se pasara… La chica lo habría pagado, si no. Lo último que me esperaba era que me robara la recaudación y, encima, la del sábado. –Supongo que se esperaba aún menos que le destrozara el negocio con una carga de nagolita. –Eso no puedo entenderlo, y perdone si me paso ¿es que todo el mundo tiene explosivos en este país? –No oiga, la nagolita es más sencilla, en inglés lo llaman ANFO: nitrato de amonio y fuel oil. –¿Y eso del nitrato…?


–Es un fertilizante. No hace falta ninguna licencia de explosivos para comprarlo. Dada la cantidad tan pequeña, porque es un explosivo muy potente, puede que ni siquiera comprara un paquete entero… lo estamos investigando, pero podría habérselo pedido a algún conocido que practique la horticultura o la jardinería. –¡Pero está claro que eso es premeditado…! Yo, cuando me encontré el bar destrozado, pensé que igual había sido el gas y, cuando me dijeron que había sido una explosión provocada, pues pensé que a lo mejor lo habían hecho con el alcohol, siendo un bar… –No, no; al contrario, por eso no hubo incendio. –¿Cómo…? –Vació las botellas de bebidas alcohólicas; en el WC, quizá…, todas y cada una, porque, por lo que usted nos dice, tendría que haber algún resto de los litros y litros de alcohol, como en cualquier bar… y no hay nada. –O sea que lo tenía calculado para jod… para jorobarme a mí sólo ¿es eso? –Pues sí, eso parece, porque utilizó una olla para la bomba y dispuso todos los enseres que pudo para que resultaran afectados. –¿Cómo, una olla? –Una buena olla sirve como un cañón: hace que la energía de la explosión sea mucho más fuerte en un sentido, el de la boca de la olla, que en los demás sentidos, como hace el cañón de un arma con la bala, o cómo hacían los cañones antiguos con las suyas, sus balas, ¿sabe? –Madre de Dios…. O sea que la chica sabía hacer bombas y usarlas e iba de buena por la vida. –A lo mejor no sabía. Puede que sólo aprendiera para la ocasión; esas cosas están a la orden del día, y más ahora, con Internet, que cada uno cuelga ahí lo que le da la gana… A ver por qué se cree que tenemos tantos quebraderos de cabeza con tanta gente; si sólo hubiera que vigilar los polvorines, aún sería fácil. –Pero que lo tenía pensado, eso está claro.


–Ah, sí, sí. Mucho más que claro. Tendremos que esperar a que cometa un error para encontrarla porque, de momento, se ha guardado bien las espaldas. –¿A qué se refiere? –Había sacado todo el dinero de su cuenta antes de ir a trabajar… y no volvió a casa después de la explosión. Nos lo dijo su compañera de piso y creemos que es cierto, porque sus vecinos no oyeron ladrar a su perro, que, según dicen, monta un escándalo si oye algún ruido cerca de la puerta por la noche. Más aún: la chica juega al despiste, sabía que la íbamos a investigar y nos está poniendo a prueba. –¿Cómo es eso? –Antes de ir al trabajo y antes también de sacar el dinero del banco, compró en un supermercado: cuatro tintes para el pelo de cuatro colores distintos, unas tijeras medianas y, ¿qué era lo otro? Ah, sí, en una farmacia: lentillas azules, verdes y grises… todo con tarjeta. Ve cómo va la cosa, ¿no? –¿Cómo…? ¿Por qué, a qué se refiere? –Con delitos graves, como bombas y demás, rastreamos los movimientos bancarios, la tarjeta de crédito y demás. Esas cosas no cuestan mucho dinero, y menos si uno va a sacar todo lo que tiene en el banco. No es que tuviera claro lo que iba a hacer, sino que también tenía claro lo que nosotros íbamos a hacer. Quería que supiéramos que puede haberse teñido el pelo de diferentes colores… o no haberlo hecho; que puede habérselo cortado a tijeretazos en cualquier parte, que puede tener los ojos de otro color. –Pero, bueno, o se tiñe el pelo o no lo hace, o se lo corta o no… ¿tanto problema da eso? –Tenemos agentes muy especializados capaces de identificar rasgos muy concretos… pero la mayoría de gente, incluso los policías de a pie, no se fijan en eso. Se fijan en el pelo, el color de ojos si tiene algo de especial, y cualquier otra cosa llamativa: gafas, piercings, tatuajes, cicatrices y, en el caso de los hombres, barba, patillas o lo que sea. Que son, casi siempre, las cosas más fáciles


de cambiar y de ocultar. La chica, Paula, no era muy alta ni muy baja, por lo que dicen tanto usted como las demás personas con que hemos hablado; hemos visto sus fotos, una chica bastante normal, no habrá mucha gente que se fije en ella si se la cruza… –Quiere decir que me haga a la idea de que no la encuentren nunca, ¿no? –Bueno, tampoco es eso… Seguramente cometa algún error antes o después, sobre todo a partir de que se le acabe el dinero, es lo que ocurre en la mayoría de casos… –Pero no en todos, ¿no? –No, claro; en todos, todos, no. Y, por lo que sabemos, es una chica muy lista… Y el caso tampoco es prioritario, no parece que se trate de una cuestión de terrorismo, y eso sí que es prioritario, y también andamos con otros problemas mucho más serios, sin ánimo de quitarle importancia a lo suyo: mafias, violaciones, asesinatos,… Es una chica lista y preparada, puede estar haciendo muchas cosas y en muchos sitios: parece que habla muy bien el inglés, francés… y bastante el ruso ¿se lo puede creer? Y trabajando de camarera con 30 años… sin ánimo de meterme con la hostelería. –Oiga, que yo le pagaba muy bien. –Supongo que ella no pensaba lo mismo. Bueno, quédese con esa idea: casi todo el mundo cae, antes o después; pero esta chica lo pone difícil y probablemente la investigación se oriente como un delito de «estrago»… No pasarán muchos años antes de que prescriba; no se haga expectativas de ningún tipo. –Entendido. Eugenio estaba entrando en su bloque, al día siguiente de aquella conversación cuando, al abrir el buzón, encontró la carta. No reconoció la letra del sobre, pese a que le resultó familiar, pero el contenido, también escrito a mano, no dejaba lugar a dudas. El señor Gil, antes de decidir si la llevaría o no a la policía ya adivinó lo que averiguaría la policía si podían saber cómo la había enviado… echada en el buzón que había a poco más de 500


metros del bar. Donde echaban sus cartas montones de personas, donde más cómodo le había resultado. La carta decía: Te extrañará que te escriba después de lo ocurrido, pero tenía algo que comentarte y, de paso, darte un consejo que seguro seguirás, porque nos conviene a los dos. Lo que quería comentarte es que esto no ha sido un «rebote» personal, pero tampoco una cruzada en nombre de nada ni contra nadie. Mi paciencia tiene un límite, como la de todo el mundo, y, si no habrías hecho lo mismo en mi lugar, es porque tú no tienes agallas, como casi nadie, pero nadie tiene por qué ver, noche tras noche, cómo un tipo como Eugenio Gil, o cualquier otro, gana billetes y billetes a costa de emborrachar a la gente, porque eso es lo que eres, un camello de alcohol y no eres mejor que esos cretinos que se hartan a cubatas o whiskys en tu bar y luego se vomitan encima, se pelean o le dicen guarradas a las chicas que pasan. La diferencia es que ellos pierden dinero (del poco que ganan, por lo general) y tú lo ganas, y no poco, precisamente. Ganarías algo menos si pagaras a tus camareras y camareros como te gustaría que te pagaran a ti si tuvieras que estar horas de pie y andando de un lado de otro, respirando el humo de no-sé-cuántos clientes, aguantando indeseables y con esa asquerosa sensación de que estás dejando tus mejores años para pagar el DVD, las vacaciones no-sé-dónde o el coche, o la moto, o el alquiler, joder… Deja de decir chorradas a las camareras sobre las buenas propinas que dejan los clientes, porque bien se aprende al cabo de un tiempo de oficio, que las propinas de las narices no son gran cosa y, de hecho, dependen casi totalmente del tamaño del escote que una lleve, sobre todo con según qué clientes, a los que nunca has llamado la atención… «El cliente siempre lleva la razón», ¿no? Porque paga, claro. A la


mierda, lee el pacto entre dama y caballero (o lo que quiera que seas tú) que viene a continuación y olvídate de esta carta. Tú no vas a aportar ninguna información que no hayas aportado ya (esto lo digo por si acaso, ya ves que te dejo margen de decisión) o que te pudiera llegar más adelante, por algún azar de la vida, como no vas a personarte como acusación particular en la causa contra mí en caso de que me detengan. ¿Que por qué no lo harás? Por el mismo motivo que yo no hablaré de los negocios que le permites hacer a tu hijo el mediano en el bar, ni durante mi desaparición, ni si soy detenida, ni después. Si crees que la mierda de tu «Miguelito» no vale la pena airearla –«¿quién no trapichea con drogas hoy día?», debe pensar un empresario tan honrado como vos– seguro que tampoco quieres andar mareando más la perdiz con la policía, los tribunales, etc. Tú ya entretente con los papeles del seguro o lo que tengas entre manos. Con tanta confianza en no volver a vernos como tú, me despido.


Regreso a Babel

Quince años después de la debacle que abortara la construcción de la Torre de Babel, todavía se hablaba de ello en la ciudad mesopotámica y en muchas otras partes. De vez en cuando, pero se hablaba de ello. No a menudo, pues era un asunto doloroso, pero tampoco se abandonaba al olvido. Los adultos y ancianos no lo olvidaban, ya que, cada vez que alguno sentía que su vida no iba bien, lo relacionaba de alguna manera con el Principio de la Decadencia. Los niños, tampoco, porque necesitaban confirmar –de alguna manera, la que fuera– que aquello había ocurrido de verdad. Cada uno de ellos necesitaba que los demás le recordaran que realmente había visto a la comunidad humana disolverse en una marea de lenguas mutuamente ininteligibles, una venganza divina de las menos incruentas, pero no por ello menos desestabilizadora. Nadie sabe lo que hace eso a una sociedad. Era algo sabido que todas las personas hablaban la lengua de las personas, la lengua humana. Por otro lado, estaban acostumbrados a tratar con personas que tenían problemas de habla, personas completamente mudas y otras cuya mente no funcionaba lo bastante bien para elegir bien las palabras o para seguir un hilo lógico de ideas… pero no estaban preparados para encontrarse, de repente, con personas que empleaban códigos distintos saliendo de todas las bocas, tanto de las de los demás como –lo que era mucho peor– de la propia boca. Parecía imposible entender un par de frases que, aunque hablaran de algo común, lo


hacían con otros sonidos, componiendo otras sílabas que se trenzaban en lexemas y morfemas distintos sobre los que se levantaban nuevas frases, no más fáciles de entender que el trino de un pájaro o la danza de una abeja obrera. Si el cambio lingüístico había sido desgarrador para cuanto creían saber de la civilización de que formaban parte, al menos era demasiado evidente para que a nadie se le pasara por alto. En cambio, llevó mucho más tiempo irse dando cuenta de que el cambio comunicativo había ido más allá: los gestos eran distintos (algunos, de hecho, parecían haberlos perdido prácticamente del todo, otros parecían hacerlos de manera casi compulsiva), las entonaciones, también; ni siquiera otras convenciones más sutiles seguían siendo las mismas. ¿Qué volumen de voz hacía que uno hablara demasiado alto, a qué distancia se estaba lo bastante cerca para hablar de tú a tú y cuál era demasiado escasa, cuándo una mano en el hombro o en el brazo resultaba tranquilizadora y cuándo era una falta de respeto? Si uno imagina el primer contacto entre los españoles y los nativos del Caribe, la primera vez que los portugueses desembarcaron en Macao, los balleneros vascos en la actual Canadá o los británicos en Australia… si uno imagina esos contactos al límite de lo concebible y todos los demás y los suma, sólo entonces puede imaginarse la especie de big bang de la interculturalidad que los habitantes de la civilización de Babel vivieron de la noche a la mañana. Quince años después, habían nacido muchos niños que no conocían nada de la era anterior, sólo conocían sus respectivas culturas y, aunque se cuidaban mucho de ofender a sus mayores, no podían entender en profundidad lo que aquellos sentían cuando les hablaban del «Desastre», como llamaban a aquel fenómeno que había separado a la raza humana en una miríada de comunidades distintas y había hundido a los orgullosos humanos en las tinieblas. En realidad, las reacciones habían sido diversas. Cosa que, por


supuesto, había dividido una segunda vez muchas de las nacientes culturas, ya que, una vez constatado el hecho de que la comunidad de lengua se había roto durante la construcción de la torre, ¿qué hacer? ¿Interpretar el fenómeno como un castigo sobrenatural y buscar la redención mediante el arrepentimiento y la penitencia? Y, de hacerlo así, ¿hacerlo en condiciones de igualdad o aceptando seguir a quienes decían haber recibido mensajes de alguna fuerza sobrenatural y pretendían ser Sus ministros o transmisores? Y, de no hacerlo así, ¿qué hacer: seguir en el mismo territorio que antes del Desastre o buscar una nueva vida en algún otro país, no fuera la tierra de Babel lo que estuviera maldito? Consumado el Desastre, consumada la diáspora geográfica y – sobre todo– comunicativa posterior, la amargura y el pesimismo se apoderaron de gran parte de la gente. Si algo así, tan impensable, había ocurrido sin mayor explicación, ¿qué más no podría ocurrirles: enfermedades, sequías, terremotos, fieras, …? ¿Qué otros desastres podían llevarse por delante cuanto creían conocer sin que pudieran evitarlo? Si los miembros de cada nueva colectividad habían olvidado cómo hablar y que la mayoría les entendiera, ¿qué les salvaba de olvidar pensar, olvidar andar, sentir o comer? Si las palabras y los gestos no decían lo mismo, ¿lo dirían las miradas, las caricias, los silencios, los abrazos…? La mayoría, sobre todo los ancianos, andaban por el mundo con la cabeza gacha, como si temieran que el cielo cayera sobre sus cabezas en cualquier momento. Los más reacios a aceptar aquel estado de cosas eran quienes vivieron el Desastre como niños, pero tenían edad suficiente para recordar los días anteriores. Chicos y chicas que, quince años después, andaban entre los veinte y treinta años y se rebelaban contra el olvido al que la inercia parecía empujar a todo el mundo. Recordaban los días en que todo el mundo podía entenderse con todo el mundo con la única intención de querer hacerlo de verdad, recordaban el orgullo de la civilización que se había


propuesto levantar una torre que llegara hasta los cielos, lo poco que les importaba si algún ente sobrenatural se podía molestar por ello mientras sus mayores descubrían el carácter cuasiesférico de la Tierra y calculaban las proporciones de la cuasiesfera sin apenas margen de error, cómo trazaban el mapa de los cielos mientras exploraban los mares y tierras, cómo abrían los cuerpos de congéneres y bestias muertos para conocer sus órganos y tejidos, experimentaban con plantas, algas y hongos o cómo buscaban nuevos tratamientos que fortalecieran la medicina sin dejar de desarrollar su competencia en la escultura, la arquitectura o las matemáticas. Todo ello parecía importar cada vez menos a una gran parte de la población a medida que aquellos días quedaban más lejos y nada parecía compensar la pérdida. Vivir para no morir, vivir para expiar la posible culpa de un posible pecado a ojos de una posible divinidad, vivir para olvidar lo que formaba parte de uno sin por ello buscar reinventarse… Ese estado de cosas resultaba intolerable para aquellos jóvenes que, en su mayoría, habían pasado esos quince años andando en el sentido contrario al Desastre. Un número cada vez mayor de chicos que, empezando con conversaciones inocentes sobre lo que habían vivido y lo que vivían, habían andado sus infancias y adolescencias restañando a lo largo de años lo que se había desgarrado en un instante. Porque lo cierto es que el Desastre había dividido a muchos grupos de amigos y, si bien el éxodo de algunas culturas había impedido geográficamente que esas amistades sobrevivieran, no siempre fue así. Cuando la distancia física no lo impidió, quedó a la tozudez de los críos el intentar mantener la amistad por encima de las barreras comunicativas, igual que, más raramente, a la ausencia o presencia de prohibiciones chovinistas de algunos padres y a la capacidad de los chavales para saltárselas. Uno de los ejemplos más claros de esto, en el centro de la difusa red social de jóvenes que andaban su camino en sentido contrario a Dios, eran Ninni y su hermano Anu. Hijos de una


familia de pastores que traía su ganado cerca de Babel y vendía en la propia ciudad sus quesos y cueros, contaban 10 años ella y 8 el pequeño cuando tuvo lugar el Desastre. Se empeñaron en seguir en contacto con sus amigos y conocidos pese a no entenderles y se dieron cuenta de que podían seguir jugando con ellos pese a tener que estar constantemente señalando cosas con el dedo o dibujándolas en la arena para hacerse entender. No sólo consiguieron entender palabras y frases sencillas, poco a poco, sino que su flexibilidad en cuestiones lingüísticas y comunicativas evitaba muchos de los malentendidos que los adultos vivían las pocas veces que habían intentado comunicarse. Entre esos amigos estaba Qishar, el mayor de la media docena de hijos de una familia de posaderos de Babel. El chico contaba 11 años cuando la humanidad se partió y, del mismo modo que Ninni y Anu entablaban algo cordial parecido a una conversación con casi todos los niños que conocían en la ferias y en los pueblos por los que pasaban o con los hijos de otros pastores que conocían en alguna que otra cañada, Qishar hacía lo propio con aquellos que pasaban por la posada de sus padres, fueran clientes o antiguos amigos o conocidos que ahora vivían en aldeas cercanas y se escapaban a visitarle. No era el caso de Bau, cuya familia cultivaba unas tierras no lejos de Babel. La joven tenía 12 años cuando ocurrió el Desastre y, además de participar en la labor del campo con sus padres y hermanos, quería seguir los pasos de su padre. Este era, probablemente, el poeta más reputado de la comarca y, como los demás miembros de su mester, no sólo recitaba de memoria decenas de cantos populares cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos, sino que inventaba otros, ya fuera mediante una larga elaboración más o menos concienzuda o batiéndose en uno de los duelos de improvisación que de tanto en tanto se celebraban. Hubiera o no competencia, su padre y la propia Bau se desplazaban al pueblo más cercano o la gran Babel cada vez que el trabajo en el campo se lo permitía y alguna celebración de la cosecha, casamiento o fiesta popular les animaba a ello. El


Desastre les había dejado en una posición especialmente extraña: sabían de memoria canciones que, de repente, sonaban distintas en su nueva lengua, tanto para quienes no la hablaban, como para quienes lo hacían e, incluso, para ellos mismos… pero seguían recitándolas y cantándolas. Mucha gente seguía escuchándoles, pese a esa extraña sensación de que lo familiar se había vuelto lejano (si no ininteligible) y nadie podía dejar de transmitir esa ambigua sensación a los demás con la mirada. Cada uno de estos encuentros era una ocasión para Bau de pedir a otros «nuevos extranjeros» que le propusieran una letra en sus propios idiomas para aquellas de sus canciones que todos conocían. Eran ocasiones para descifrar equivalencias y asombrarse de cuán distintas se habían tornado sus maneras de hablar de lo mismo, enseñanzas que seguiría compartiendo con quienes ya conocía y ponían las bases para futuros contactos con los recién conocidos. Algo parecido pasaba, en fin, con Apsu, cuyo padre era comerciante y recorría más leguas que nadie que él conociera, llevándole consigo. Dentro de las rutas comerciales que trabajaba, su hogar estaba en cualquier parte y no tenía problema en traer productos legales o de contrabando, vinos del norte o maderas del sur, dátiles del este o metales preciosos del oeste. En ese constante movimiento y trato con gentes distintas, también el joven mercader, que había vivido el Desastre con 10 años, se había acostumbrado a aprender muchos nombres para las mercancías con que su padre y él trabajaban, los productos por los que las trocaban, las bestias que les ayudaban a cargarlas o los paisajes que debían atravesar para llegar hasta su siguiente destino. Esas experiencias y, sobre todo, su propia curiosidad por cuanto ellas le ponían delante, le permitieron familiarizarse con las extrañas hablas con que tantas gentes parecían expresarse y poner lo aprendido en común con antiguos conocidos y amigos como Ninni, Anu, Qishar o Bau. Fue con esa mezcla de juegos infantiles, conversaciones del día a día y curiosidad como tantos jóvenes hombres y mujeres se


encontraron hablando en seis, siete y más lenguas del clima y las estaciones, la comida y el agua, de árboles y hierbas, animales y refugios, música y fiestas, pero también de sus sentimientos y proyectos. Y fue así como, al cabo de quince años, se dieron cuenta de que habían emprendido un proyecto y de que querían llevarlo adelante, llevarlo más lejos, apuntar más alto. Ya no se conformarían con desarrollar la lengua mestiza que habían creado con sus intercambios y que, de alguna manera, comprendía un poco de muchas lenguas, más basada en intenciones y contenidos que en significantes. No sólo estaban enseñando cuanto habían aprendido a quienes se mostraran interesados, sino que se proponían unirse a los demás en un esfuerzo mayor, como explicó aquel día Bau en una plaza de Babel: –Lo que os proponemos, lo digo claramente, es hacer lo que todos sabemos, en el fondo, que queremos hacer: volver a acercarnos y volver a construir una torre que se alce hasta los cielos. Demostrarnos que podemos, puesto que sabemos que queremos. –¿Y si es cierto –preguntó un anciano–, como dicen algunos, que hay un dios que se siente desafiado y ofendido y que ese dios es capaz de aplastarnos antes que dejarnos llevar a cabo la construcción? –En ese caso –respondió Bau con una sonrisa, anticipando las que se iban a dibujar segundos después en las caras de todos– defenderemos nuestra obra hasta el final. Estamos dispuestos a ir a la guerra contra cualquier dios; si existe y pretende doblegarnos en vez de dejarnos vivir, combatiremos y mataremos a ese dios.



En el eco de la memoria

La voz empieza como un murmullo, como de agua al correr, tal que si el Sena quisiera decir que su cauce llevó a decenas de asesinados aquel octubre del 61, que aún está empapado de ellos. Que no es un río bravo, pero se le puede escuchar en la prefectura de policía y más allá, que se le puede entender, pese a cierto acento argelino. Las olas del océano Atlántico, más bravas, se atreven a hablar más alto y repiten a cada choque de espuma los nombres de sindicalistas y agitadores que Gerardo Machado sirvió a los tiburones en Cuba, de los milicianos y manifestantes argentinos que tuvo que engullir mucho después por una «reorganización nacional». La misma voz que hace preguntar a cada adoquín de Buenos Aires o San Miguel de Tucumán por más de 30 años de ausencias, que provocan esa voz y su quejido de desolación: «Faltan argentinos: ¿nueve mil, veinte mil, treinta mil... ? Faltan por miles, miles de ausencias paseándose por estas calles». Es la misma voz del viento, que ya no puede mover, tendida en las cuerdas, la ropa de casi un millar desde aquella semana de hace noventa años... viento que recita mil quinientos nombres entre los prados de la Patagonia, grabándolos en matas y árboles, en cada terrón del suelo y rayo de Sol.


Pero aún crece más, se hace clamor, aunque amortiguado por las paredes, y se pregunta qué «razón de estado» es esa que queda tan cerca de Attica como de Carandirú, se pregunta si hay que matar siempre a las personas presas por decenas, pronuncia un nombre tras otro entre la arena y las peñas de Tazmamart, Badajoz, Paracuellos, Ezkaba, en los bosques de Buchenwald. Es una voz que se vuelve más ronca, alimentada con tantos disparos que huele a pólvora, que resuena con el tableteo de las armas automáticas escupiendo muerte en Marzabotto, Sharpeville, Kronshtadt, Kahramanmaraş o México D.F., recoge humo y cenizas manando de Treblinka, Mauthausen, Ravensbrück y Auschwitz, los sacude y los hace rugir en negras tormentas que agitan los aires, los retuerce como el metal y plástico abandonados en esos campos: aquí, unas gafas; allí, un empaste; más allá, un peluquín o una prótesis... Y ya no es una voz, es el alarido de miles de voces extinguidas entre bombas en Gernika, Dresde, Ningbo y Changde, en Hiroshima, Nagasaki, Grozni, Fallujah, también la carne quemada, barrida por el fuego en Bologna, Moscú, Manhattan, Madrid o Bagdad; y ya no pregunta, levanta olas de indignación en cada mar y, en medio de un rugido de dolor, abre la tierra, muestra cada fosa común y libera el pestilente hedor de esa «razón de estado» manando de la carne podrida bajo la tierra seca de la Argelia francesa y de la independiente, de las foibe del Adriático y de la España más bien reciente, en medio del calor tropical de Camboya, Ruanda y Colombia, es el bramido atronador de un mundo que quiere vernos vivir antes de morir, que detesta el silencio si es de miedo y olvido, y no de auténtica paz. Parece hablar de eso. Es un bramido que hace callar trenes, aviones y volcanes, y cuesta un poco entenderlo, pero dice algo como «No habrá paz sin justicia». Algo como «El mundo será de todos sus habitantes o no será».



Recuerda: Las cosas, a menudo, no son lo que parecen. Quien se comporta de modo monstruoso no tiene por qué ser un monstruo, no es como si el mal fuera una sustancia de la que un@ está compuest@. Las personas cambian y las sociedades también. «A veces no se ve nada en la superficie, pero, por debajo, todo está ardiendo», en palabras de Y. B. Mangunwijaya. Conocemos terroríficas historias sobre hombres-lobo, pero apenas conocemos al faodheal o conroicht, un equivalente del hombre-lobo del folklore irlandés. Según la leyenda, no atacan por crueldad ni por instinto; no atacan. Son protectores de l@s niñ@s, l@s herid@s y l@s viajer@s perdid@s, también son reputados guerreros. Pueden parecer monstruos, pero en la práctica, no lo son. Somos aquello que hacemos y aquello que nos negamos a hacer.


Este volumen está dedicado, cómo no, a todas las personas que me han animado a leer, escribir y publicar –en ese orden–. Ellas saben quiénes son y pretender citarlas a todas supondría un riesgo innecesario de olvidar a alguien, cuando puedo decírselo en persona. También está dedicado a los autores (escritores, guionistas, letristas, ...) que han escrito cuanto me ha nutrido y nutre y, en este sentido, si se publica el 21 de abril de 2015 es porque el día 13 fue el cumpleaños de Joseba Sarrionandia y entre el 28 y el 29 habrían sido los de Roberto Bolaño, Javier Ortiz y Alejandra Pizarnik. Mi agradecimiento a los autores primarios se extiende, claro, a sus traductores, sin los cuales no habría podido leer la mayoría de esos textos. No están de más unos últimos agradecimientos particulares para Alas Daëva, sin cuyo consejo Historia de amor no sería lo mismo, y para el grupo La Pan, cuya canción Superviviente (del disco Rapmetal, Labatelkueyo Records, 2005) me inspiró para escribir Los 13 minutos más largos de la historia de la televisión. Si queréis contactar con el autor, dirigíos a él. Si queréis dirigiros a él, mejor hacedlo escribiendo a esta dirección: bruno.rogero.sanjose@gmail.com


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.