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México de día.—La Diligencias Vendedores ambulantes. — Los Cafés.—

196 EL LÍBBO DE MIS BECUEEDOS.

animales y vehículos que transitan por la calle; exponiéndolo á los ardores del sol y no resguardándolo de los vientos helados, descuidándolo mientras se halla entregada á sabrosa plática con una amiga ó con su amante y, otros casos que pudieran citarse como el de llegar aquélla á poner sus manos sobre el niño, unas veces porque llora y otras por que la molesta.

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No es de extrañar, por tanto, que el niño regrese á su casa, con algunas contusiones, con un brazo roto ó tocado de alguna enfermedad.

No menos inconveniente, y tal vez más grave, es la costumbre de permitir que cualquier criado lleve á un niño á la escuela y vuelva por él, pues quien ignora que los criados de malas costumbres, como generalmente son los hombres del pueblo bajo, siempre están profiriendo palabras indecentes, sin recato alguno; que hacen participante al niño de sus coloquios amorosos, nada pulcros ó de sus conversaciones obscenas con los amigos; que aprovechando su paso por una pulquería entran en ella para satisfacer su repugnante vicio, con otros individuos de su jaez, en medio de los cuales está el niño oyendo leperadas, y observando escenas que debe ignorar y obligado á veces á beber el degradante licor, abuso llevado á cabo con algunos niños, de lo que muchos están bien enterados. La gravedad del caso todavía es mayor cuando es una niña la que así se descuida.

A estos abusos, que tan perniciosa influencia ejercen en el porvenir de los niños, débese agregar la costumbre de llevarlos al teatro, en vez de dejarlos en el hogar, entregados á su tranquilo y necesario sueño. En casos semejantes, la imaginación viva y lozana de un niño, al despertar, trabaja afanosamente para darse cuenta de las escenas realistas del teatro francés y de las nada pulcras de la zarzuela, escenas unas y otras que inducen á la perversión. El adulterio, los maridos engañados, los raptos y la seducción, forman los asuntos en que estriban, casi exclusivamente, los argumentos de la comedia moderna, escenas tanto más peligrosas, cuanto más bella es la forma y más reales y vivos los episodios. En esos espectáculos, el hombre aplaude, la mujer se mortifica ó finge mortificarse y el niño piensa en lo que no debe, en lugar de fijar en su mente y en su corazón preceptos y sentimientos sanos, que más han de servirle en su edad madura.

Creíase antes que el teatro era una escuela de moralidad y aunque no estoy de acuerdo, de una manera absoluta, con tal aseveración, convencido estoy de que el teatro ilustra, abstracción hecha de aquél á que antes me he referido; no existiendo más diferencia entre el de antaño y el de hogaño, que en aquel no dominaban los asuntos inconvenientes que se han expresado y en éste no sólo dominan sino que se les ha dado proporciones excesivas; aquél divertía y daba, generalmente, pasto al espíritu, y éste, con exceso despreocupado, también divierte pero alagando las pasiones y dando pasto á espíritus enfermos ; en aquél resolvíanse los temas del asunto, y en éste casi siempre quedan sin solución, como que las cuestiones de que tratan son arduas y peligrosas, y si la tienen, no dejan satisfecho al espectador de buenas costumbres.

He hablado del teatro, estableciendo diferencias entre el antiguo y el moderno, pero de una manera general, pues ni en el primero faltaban escenas censurables, ni en el segundo escasean las correctas y dignas, pues no todos los autores han apechugado con el repugnante realismo que en estos tiempos domina.

Si por haberme atrevido á tanto en la época en que se escribe con temor, he de recibir dicte rios, benditos sean si mis observaciones pudieran producir sus frutos en la patria que me es tan querida.

Abandonemos el tono sentimental y volvamos al llano, siguiendo el ejemplo de los teatros, en los que para dar tregua al dolor y alivio al espíritu, impresionado por las escenas fuertes de un drama, sigúese á éste el saínete con sus festivas peripecias,es decir: llorar para reir después, lo contrario de lo que acontece en el gran teatro del mundo, que, al fin de todo, solamente subsiste la impresión dolorosa.

Para dar término á este artículo es oportuno hablar de otro defecto, de menos trascendencia que los anteriores, pero defecto al fin, el cual propende, á enfatuar á los niños, y por ser el asunto de naturaleza tan diversa, debe ser tratado no seriamente como he manifestado, sino bajo la influencia del buen humor.

Encantadoras son las gracias naturales de los niños pero no las artificiosas que las más

CUADROS DE COSTUMBRES. 197

V e c es son desagradables, y se dice las más veces » porque algunas hay en que un niño, por su Precocidad é inteligencia, airoso sale de su ardía empresa.

Si en cualquiera reunión se halla presente ^ niño habilidoso y recae la conversación so016 las excelencias de sus facultades intelectuales, entra desde luego en escena, la que se desarrolla de una manera análoga ala siguiente :

Envanecida la madre por los elogios tributados al niño, llama á éste y le dice: —Di Manolito la fábula que sabes. Si no me acueldo. —Sí, hijo, aquella de los Conejos.

El remilgoso levanta un brazo á la altura de su cara, y dice: Si ya se me ovildó.

Dirigiéndose la madre á las personas que Gstán de visita les dice: Los muchachos son como los pericos, que cuando más empeño se l e n e e n que hablen permanecen mudos.

Al fin fog ruegos y caricias triunfan de la °08tinación del mocoso, quien se coloca al frente del estrado, se yergue, avanza un pie, mueve la nuca como si le molestase el almidonado cuello de la camisa, y da principio á su recitación. De entle de unas matas Seguido de perros, No dilé corla, Volaba un c o l . . .. n e j o . . ..

Después de una larga pausa dice : —Si ya se me fué. —¿Qué, el conejo? —No, la fúlbula. —Déjelo usted, dice una señora, compadecida de la congoja del niño que pugna por sacar del atolladero de su memoria la continuación de la fabulilla: otro día se acordará.

Dos ó tres lindas jóvenes se acercan presurosas al muchacho, lo estrechan entre sus brazos y le dan besos tronados como saben hacerlo cuando quieren, diciéndole: qué gracioso! qué mono!

Cuántos, ante semejante espectáculo no exclamarán : ¡ Quién hubiera, en su niñez, recitado versos!

M E X I C O DE D I A.

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LAS DILIGENCIAS.

JOMO el amanecer del tiempo de mis mocedades no ofrece diferencia alguna con el del presente, ahorróme el trabajo de 08cribirtelo, querido lector, al estilo de poeta, ^ ^ d o á Doña Aurora, muy emperejilada, en su carro de oro, y al rubicundo Apolo que, como un lagartijo de Plateros, tenazmente la persigue. Ese amanecer, querido lector, debe serte, además, muy conocido, á menos que seas uno de esos que hacen del día noche y de la noche día

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EL LIBRO DE MIS BEOUERDOS.

y aun así, atrasado por tus extravíos, pueden haberte sorprendido los primeros albores de la mañana, y si tampoco por esa contingencia los conoces, permanezca intacta tu ignorancia, pues no esperes que aguce mi pobre entendimiento para describir tal belleza natural á flojonazos y calaveras como tú.

Allá en los tiempos en que dietatorialmente gobernaba Su Alteza Serenísima, cosa digna era de ver y no de experimentar, las famosas diligencias, de las que algunas muestras nos quedan, prestando sus servicios en comarcas distantes de los ferrocarriles.

A las tres y media de la mañana veíanse frente de la Casa de las Diligencias, situada en el Callejón de Dolores, hoy primera calle de la Independencia, dos de esos carruajes con sus tiros completos de riiulas, sus covachas, enchidas de equipajes y los cocheros y sotacocheros ya listos en sus pescantes. Una de dichas diligencias era la del Interior y otra la de Veracruz. Como faltaba poco para que sonasen las cuatro de la mañana en el reloj de la Catedral, apenas tenías tiempo de montar en el cuarruaje que iba á partir para Veracruz, á donde supongo que te dirigías, y acomodándote lo mejor que te era posible, metiéndote como cuña entre los demás pasajeros, esperabas con tranquilidad el deseado momento de la partida. Aún reinaba la obscuridad de la noche, y la escasa luz que proyectaba la farola de la Casa de Diligencias no te permitía distinguir sino tan sólo los bultos de tus compañeros de viaje, todos arrebujados en sus mantones ó capas y los más soñolientos. Entre esos bultos, uno que se hallaba frente á frente de tí pertenecía evidentemente, por lo que podías observar, á una dama, y como quisieras ó no, sus rodillas se oprimían contra las tuyas, causábate cierto gozo tal circunstancia, á pesar de tu despreocupación y de tu ignorancia respecto de las prendas personales de la compañera de viaje que te había tocado en suerte, albur que jugabas y que sólo con la llegada de la luz podías descubrir si lo perdías ó lo ganabas.

Al dar el reloj las cuatro de la mañana, acercábase el administrador de la Empresa » la portezuela del carruaje para preguntar si los asientos estaban completos. Has de saber, qu e' rido lector, y permíteme por oportuna la digresión, que en México, antes como ahora, y e n ciertos casos, las gentes recibían nombres de cosas. Llamábanse, como acabas de ver, asientos en diligencias, cargas, en los coches de alquiler, cantasen los hospitales, butacas y puertas en los teatros, numéros en los baños, cual"' tos en los hoteles, mesas en las fondas y i " a ' zas en el Ejército, así como cucharas ó medio cucharas los albañiles, buenas tijeras los sastres afamados y punios los jugadores.

Apenas recibían los cocheros la orden de partir, las diligencias rodaban velozmente po* el empedrado de las calles produciendo un ruido infernal é interrumpiendo el silencio de Ia , noche que ya declinaba. La Diligencia del Interior, daba vuelta por la calle del Coliseo para tomar por el Î* ° r ' te la garita de Peral vi11o, y la de Veracn^ continuaba por la u el Coliseo Viejo, al O" para salir de la ciudad por la garita de S. Lázaro. El brío de losanimales, adquirido al principio, á fuerza de latigazos, sólo tenía su manifestación, que puedo llamar de reglamento, á la salida y ala entrada de las poblaciones, pues ya en pleno camino, el decaimiento de aquéllos era tal, que su andar adquiría gran semejanza con el de las tortugas, y el cochero dejaba al sota el cuidado de azuzarlos, quien, para el efecto, descendía de su elevado asiento para proveerse, en ramblas y arroyadas, de piedras ^sas con las q« e' subido de nuevo en el pescante, apedreaba ala8 muías, apuntándoles de preferencia á las orejas, obligando por tal medio á los pobres animales, á sacar fuerzas de flaquezas y poder arrastrar penosamente, por hoyancos, ladera» y barreales, la pesada mole de la diligencia.

Durante la caminata, muchas eran las impresiones que sucesivamente recibías, agradables muy pocas, y penosas las más, las que catisaban irremisiblemente tus sobresaltos. La pf*"

CUADROS DE COSTUMBRES.

.e r a imPresión que recibías era en los momen8 G n que, alejado el carruaje (le la ciudad, ^** ya de Santa Marta, los expléndidos ra>°8 de la aurora te ofrecían un cielo azul con ^1Vos celajes en el horizonte, y los campos y on tes alumbrados por una luz tenue y apa°* K luz que te permitía distinguir los difee s tipos que iban encerrados en aquella alM ^ ?Ue l l a m a b a " diligencia, y & quienes °rfeo iba abandonando. En la testera del cav Ua^e v e í as una familia compuesta de un jor®n envuelto en sarape del Saltillo, una señoarrebujada en su mantón de estambre, tejido

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a n cho y cubierta la cabeza con gran paUeI° (^e seda con dibujo de colores, estilo es-

Cocea • • a^ una joven de no malos bigotes, moreniy de ojos negros y vivaces, y un niño que g u í a dormitando; ocupaban los asientos del j !? °' tu persona cerca de la portezuela, á tu ° un ranchero, y en seguida, cerca de la e r ^ P o r t e z t i e l a, un viejo militar, y por último, *\ tos asientos delanteros, un fraile carmelita, °radote y rechoncho; un comerciante y una r ^a á tu frente. La presencia de ésta fué pa1 el primer sobresalto del camino, porque

Ve z de la beldad que tu imaginación se haforjado, tus ojos sólo veían una vieja, cu8 rodillas, entonces, en vano pugnabas por

Partar de la tuyas, á la vez que el ranchero, nías dormilón de todos, seguía cabeceando i / e t u hombro izquierdo, obligándote, para enderte d e él» a dar también algunas cabeatI as contra el barrote de la portezuela.

Los pasajeros, al mirarse á la luz del día, au i b i á ba n se u n frí0 s alud o, y poco á poco iban ""lanzándose, con virtiendo la conversación. desabrida en animada, la cual recaía en toe » camino sobre las bellezas de las obras narales que observaban, sobre las excelencias as poblaciones que encontraban en su trány sobre diversos asuntos que promovían

l a8 Ttarnrm-- J~ J.~— .l!-i- i - - i

las

Personas de tan distintos caracteres, como que iban reunidas en el carruaje. El viejo

Uitar, con estentórea voz, refería episodios e la revolución de la Acordada; el ranchero, algo despabilado, contaba las agudezas de u mgenio, mediante las cuales había logrado,

Uchas veces, libertar sus efectos de las gaa s de los facinerosos; el carmelita hacía obl a c i o n es y quizá fundadas, sobre las tendena s que observaba en los políticos para apoderarse de los bienes de la Iglesia, no obstan te, según decía, constituir éstas un banco que siempre había facilitado y facilitaba, de grado ó por fuerza, los fondos necesarios á los gobier nos para que saliesen de sus apuros. La señora ya entrada en años que estaba delante de tí. narraba algunas escenas galantes aunque no indecorosas, que atribuía á otras damas de la época de D. Gruadalupe Victoria, y al referirlas despedían centellas sus ojos. Sólo tú no decías palabra, pues harto ocupado estabas en volver la cara á cada instante, para mirar de soslayo á la otra compañera, de no malos bigotes, que se hallaba detrás de tí.

El constante vaivén que adquiría el carruaje por la desigualdad del terreno, y el pésimo estado del camino, hacíate dar, al menor descuido, cabezadas contra la portezuela, que te producía, por lo menos un chichón en la frente, al mismo tiempo que te veías obligado á levantar los vidrios del coche por la inmensa cantidad de polvo amarillento y sutil que te secaba la lengua, te hacía cerrar los ojos y hasta por los poros de tu cuerpo penetraba. Los sustos se repetían cada vez que pasaba por hoyancos y laderas el pesado vehículo, momentos en que éste tanto á un lado se inclinaba que obligados, por instinto, se veían los pasajeros aladear sus cuerpos en sentido contrario, procurando el necesario contrapeso, y cuando esta precaución no era bastante, el vuelco del carruaje era idefectible, y los pasajeros formaban una masa en el interior de aquella caja cerrada, sufriendo golpe* contusos, cuando bien librados salían, pues á veces sacaban un brazo roto, una costilla hundida ó un pinchazo en la mejilla.

Si por tu desgracia ibas solo en la diligencia, ya podías encomendarte á Dios, pues el pillastre del cochero te jugaba una mala pasada en alguna cuesta pedregosa. En tales momentos dejaba libre el garrote y azuzaba á las muías; el carruaje rodaba, con movimiento acelerado por el pendiente y áspero camino y la caja saltaba ya oblicua, ya verticalmente, con tal ímpetu que, á veces, parecía estar á punto' de abandonar las sopandas, y tú, entre tanto, saltabas en el interior como una pelota, del suelo al techo, de unos á otros asientos, dándote de cabezadas y sufriendo no pocos golpes contutusos, pero si eras un poco avisado, podías evi-

tar los efectos de las bruscas sacudidas, burlando las malévolas intenciones del taimado cochero, aterrándote con brazos y piernas al banco central del carruaje.

El rechinido áspero y penetrante del garrote, anunciaba frecuentemente el paso de la diligencia por las laderas, y su llegada á las postas de remuda y á lugares donde se almorzaba. Tales momentos eran de alivio y de algún solaz para los caminantes. Todos, hombres y mujeres, descendían del carruaje á fin de estirar las cnerdas, que sobrada necesidad tenían de ello, y era el momento en que ponías á prueba tu galantería, dando la mano á las señoras para que saltasen en tierra.

Al llegar la diligencia al lugar donde se almorzaba, y á las poblaciones, ya tenías esperándola una muchedumbre de pordioseros y de canes hambrientos, un empleado del correo y algunos peones de hacienda ó dependientes de tiendas de pueblo, que debían recibir, aquél la valija del correo, y éstos las cartas dirigidas á sus patrones, correspondencia clandestina, cuyo agente único era el cochero, quien repartía las dichas cartas confiadas á su cuidado por medio del sotacochero, cobrando, como la administración general del ramo, peseta porcarta.

Insufribles eran los viajes en tiempo de aguas, principalmente por el mal estado de los caminos. A cada paso dificultoso parábase la diligencia y oías la voz del cochero que ordenaba que todos los pasajeros echasen pie á tierra. Que quisieras ó no, habías de descender del carruaje, metiéndote hasta los tobillos en el lodo unas veces, y otras caminando á pie por grandes trechos, entretanto que se sacaba del atolladero la diligencia, la cual continuaba sola, con su rodar dificultoso, hasta salvar los pasos peligrosos. Muchas veces tenías que dormir encerrado eii la diligencia, detenida por el lodo del camino, en medio de un llano, como una embarcación que se halla cogida por los hielos de las regiones polares.

Susto magno era aquel que infundía en el ánimo de los viajeros toda polvareda lejana, que se creía producida por alguna banda de ladrones que se disponía á dar su asalto á la diligencia. Sobresaltos como estos ibas experimentando en todo el camino, particularmente al acercarse la diligencia á ciertos lugares en los que el _ tantas veces temido acontecimiento tenía su realización. Esos parajes en el caniin0 de Veracruz, eran los montes de Riofrío, Ia Barranca de Juanes, la Agua del Venerable y Loma Larga. Por idénticas circunstancias merecen citarse los principales lugares peligrosos de los demás caminos; tales eran, en el de Jalapa, Cruz Blanca, poco antes de las Vigas : e» el de Paehuca, los Callejones de Ozumbilla, efl las faldas del cerro de Chiconautla; en el del Interior, la Cuesta de Barrientes á la salida de Tlalnepantla, y la Cuesta China, al descender á Querétaro; en el de Toluca, Cuajimalpa, El Contadero y Llano de Salazar; en el de Cuerna vaca, el (luarda y Huitzilac, y en el de Cuautla, La Calavera.

Generalmente recibían los pasajeros el aviso alarmante en la posta inmediata al lugar del peligro, y desde ese momento cesaban la8 conversaciones alegres y animadas en la diligencia, reduciéndose á determinadas preguntas que unos á otros se dirigían ; las damas, s 1 los ladrones tenían la costumbre de llevarse » las mujeres; el que la echaba de valiente, si estaban dispuestos todos los pasajeros á defenderse; y el fraile, si serían los bandoleros de los que pedían á los padrecitos su bendición y 1* mano para besarla, ó de los que apaleaban si» respe.tar el carácter sacerdotal.

Todos los pasajeros, mucho antes de llegar al lugar del peligro, escondían su dinero, alhajas y relojes en los cajillos de las portezuelas, entre el zacate de los cojines de cuero, en el pesebrón, en el cielo del carruaje y en cuantos escondrijos hallaban en éste.

Muchas veces la necesidad sugería á los pasajeros recursos verdaderamente ingeniosos, como el de una joven que al acercarse los ladrones despuntó un plátano é introdujo en la parte carnosa una sortija de gran valor, y teniendo á aquellos delante, fingió que el miedo la habia puesto nerviosa y trémula, sorprendiéndola en los momentos en que se retiraba la fruta de la boca, y al verla en ese estado los ladrones, dijéronla que no temiera nada por su persona, y despojándola con miramiento de lo que creían de algún valor, dejáronle en la mano la fruta con el corazón de diamantes.

Más muertos que vivos llegaban los pasajeros al famoso monte de Riofrío, y creyendo muchas veces haber librado del peligro, halláI banse repentinamente rodeados por una banda

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