Camerata Sforzando Etica 3. La Libertad. El compromiso de un artículo por fin de semana se ha visto retrasado una vez, y en esta ocasión adelantado por una jornada plena de riquezas y de los primeros cansancios por tan intenso trabajo vuestro. Nosotros, sólo sus apoyos, con admiración y esperanza, vemos en ese sudor un despertar luego de décadas de letargo. Con tal esfuerzo la cerrada noche termina y ya despunta el día. En la obscuridad el alma y la razón humanas se confunden, y el corazón, asustado, late aprisa ante obscuros fantasmas, turbios negocios y violentos depredadores; luchamos contra cansancio y sueño por vigilar y esperar la aurora. Cuando un pueblo da la espalda al pensamiento y arte libres, obscurece su época; hace del día noche, y libera todos los males encerrados en la caja de pandora. Pero dentro de la caja -según nos enseñan- aún estaba la esperanza. El falso profeta promete una aurora de obscuridad: pan, circo y vidrios de colores. El falso profeta embrutece con falsos bienes… ¿Son acaso el pan, el circo y esos vidrios, falsos bienes? ¡Oh!, no en sí mismos. Lo que ocurre es que su valor es ínfimo al lado de la libertad; esos bienes no compran la libertad. El alma humana vibra más allá del hambre y de la vida, en su defensa de la libertad. Instintivamente, el ser humano es capaz de morir luchando por la libertad de los que vienen después de él. Nosotros somos hijos de quienes lucharon por nuestra libertad. Veíamos en los dos anteriores artículos la estrecha relación entre todo lo que existe. Veíamos nuestros vínculos con todo como condición de libertad. Ser libres, verdaderamente libres, depende de restaurar esos vínculos rotos por los falsos profetas. Enunciamos que esos vínculos se sustentan del amor; mencionamos en particular la amistad. Beethoven y Schiller, en la Novena Sinfonía, nos despiertan a la libertad con un juego de palabras por el que muchos darán la vida: Freunde, Freude, Freiheit. Schiller, en su “Die Worte des Glaubens”, nos recuerda: libre es el alma del hombre, y libre debe serlo, aunque en la esclavitud fuera engendrada. Al igual que en el mito del paraíso, estos últimos periodos contemporáneo y postmoderno han parido un malcriado ser con pataleta porque su noción de libertad no logra cortar todos sus vínculos de debilidad para poder volverse Dios. Se niega a ser hombre, quiere ser narciso y prometeo. Este malcriado pretende dar la espalda a su pasado, a su familia de sangre, a su cultura y tradiciones, a sus leyes y al respeto que merecen otros, ¡o sus propios hijos! ¿Por qué corta todos sus vínculos? Porque no quiere dolor cuando, como un vampiro, seque la sangre de otros en su propio beneficio. El ser egoísta parece libre, pero esclavizando a otros, finalmente se encierra en la más terrible de las cárceles: la soledad total. Acaso, le acompañarán animales, recuerdos, confundidos y empapados por alcoholes y drogas; estas medicinas le serán fundamentales para olvidar que su “libertad” egoísta y desvinculada, llena de bienes de consumo, le llevó por el camino de la peor esclavitud que se conozca: la codicia y la avaricia. El hombre codicioso puede levantar guerras para mejorar la rentabilidad de sus negocios. La imagen simbólica más reciente (Tolkien) es el Gollum o Sméagol (que nos recuerda al Golem): él
pierde hasta su imagen externa, su identidad y sus rasgos, totalmente consumido por el anillo del mal. ¿Qué hace tan perverso al anillo? Su magia es fusionar hasta el infinito el poder con la riqueza; el anillo tiene la capacidad de consumir enteramente a su dueño, y consumir todo lo que existe, agotándolo, en su infinita sed de control. Así el hombre codicioso, paso a paso, se vuelve avaro; la imagen artística más antigua y notable del avaro es similar al Sméagol que ya no es el mismo y es igual a todos los avaros. El mal se vuelve un principio en sí mismo, en este símbolo, y la humanidad es tragada y fagocitada enteramente por él. El anillo representa la deshumanización total, la muerte de la humanidad. Y el anillo, bien mirado, aparentemente es bello, atrae. ¿Quién devuelve la libertad a todos? El más pequeño, rodeado de una comunidad que no conoce límites en el espacio ni el tiempo; todas las naciones lo protegen y apoyan, y por su causa hasta los guerreros del pasado, ya muertos y fantasmas, van al campo de batalla. Pero ese pequeño tiene un sirviente. Cuando ese pequeño flaquea, alguien más pequeño que él lo rescata de sí mismo, a riesgo de su propia vida, por amor y fidelidad. Todos los demás ven el fin del mal en un instante, cuando el anillo por fin cae al abismo para fundirse en el magma. Una vez destruido el anillo, la noche cerrada cede paso al día, a la luz. La magia del mal es que parece luz. Las grandes riquezas parecen luminosas: grandeza, palacios, placeres, vehículos, poder. Pero el mal es obscuridad, es nada. Aparentemente todo puede ser comprado por esas riquezas, incluido el amor, que sólo se parece al amor en el placer insignificante y fugaz que dan unos pocos terminales nerviosos. Pero, sin amor, hasta ese placer desfigura, agota, envejece y encorva, convirtiendo al libre en esclavo de sí mismo, en Golem. El amor, en cambio, constituye comunidad. Todas las riquezas reaparecen en el amor: “Amar es ser libre”. Las verdaderas riquezas brillan en los vínculos de amor y amistad, y las otras retornan a su posición subalterna, donde son juzgadas según el servicio que prestan a las superiores. El alma y el corazón humanos, liberados por el amor de las cadenas de la codicia, redescubren la luz del día. Sibelius, Verdi, Beethoven, Amalia Rodrígues y otros tantos músicos lograron, con un trozo de una de sus obras, traer la aurora a pueblos devastados por la obscuridad. Países enteros se han hundido en ciclos perversos de deshumanización. Las promesas de grandes riquezas siempre son, por sí mismas, un anuncio de grandes pobrezas y males. Nadie puede prometer dar de lo que no posee. De todas las artes la música, más que ninguna, opera como agua sagrada que cura la ceguera de pueblos enteros, permitiéndoles verse unos a otros en unidad, y ver con esperanza el futuro. La música es la más poderosa arma para reencontrar a muchos entre sí. Cuando se restauran los vínculos, en amor y amistad, la libertad ilumina a todos como el sol de la aurora. He aquí la verdadera riqueza. Los vínculos de amor hacen libertad, como en una orquesta los tonos afinados hacen armonía. La belleza sólo puede ser hija de esos vínculos, y por tanto sólo puede ser hija de la libertad. Si algo tan grande no es riqueza universal, ¿qué lo es? José Antonio Amunátegui Ortíz.