Camerata Sforzando Ética 6. Complementariedad. Querida Camerata, hemos seguido un camino ético algo original, que parece diferir de las clásicas escuelas teóricas. Hay un motivo: si todos nos sentamos a hablar de nuestras creencias y dudas, no sabemos ni podemos dar razón de qué es lo más alto. Algunos decimos Dios, pero otro, amigo muy querido, nos responde que no cree. “Lo más alto” es lo mejor… ¿Es una langosta mejor que un plato de lentejas?, ¿es un BMW mejor que un Mercedes Benz?, ¿es mejor el dinero que la pobreza? Y ¿Es mejor creer en algún dios que el agnosticismo o ateísmo? Con la razón podemos precisar: aquí no estamos haciendo teología ni resolviendo problemas de fe; sólo estamos reflexionando sobre el bien y el mal, y lo hacemos en un contexto de conservatorio, de orquesta, de música. Si un dios es el bien supremo del que proceden todos los bienes, y la medida con que podemos distinguir lo bueno de lo malo, tendríamos que reconocer todos a ese dios como evidente a la razón; si sólo alguno lo reconoce y otros no, ¿qué medida utilizamos para distinguir lo bueno de lo malo?: “¿Por qué ha de ser repugnante y malo lo que ha hecho ese hombre? ¿Contra qué, contra quién ha pecado? Hablo de pecados y de pecar. Pero ¡si eso es una estupidez para quien ignora qué es el bien y qué el mal! Efectivamente, yo no creo en nada. No puedo, por tanto, condenar a ese hombre ni sus actos. ¿Y en nombre de qué o de quién podría hacerlo? ¿Por qué había de haber obrado de otra manera, si le ha venido en gusto vivir de la forma como lo ha hecho? Todo está permitido. Lo sé muy bien. ¿No he pensado yo por ventura cosas más abominables y no me he recreado en tales pensamientos e imágenes? Y cada cual es libre de hacer lo que mejor le cuadre. Lo único que hace falta es valor para conseguir, por encima de todo, la satisfacción de nuestros deseos. El hombre no debe dejar que un criterio timorato y mezquino le imponga limitaciones. ¿Ante quién o ante qué es responsable de sus actos? Ante nadie y ante nada. Ya que nada hay por encima de él. Ese hombre tiene razón y yo no. Todo está permitido. No hay límites. No existe el bien ni el mal. Todo está permitido. (…)No obstante, en lo más profundo de mi corazón siento la sospecha extremadamente frágil de que esta manera no puede ser, de que tiene que haber algo eterno, ahí fuera de nosotros, en el universo sepulcralmente silencioso –pero ¿qué es?-, de que no somos animales, sino desterrados que han olvidado su patria con demasiada frecuencia” (Nostalgia de Dios, Pieter Van der Meer de Walcheren). Hasta cierto punto histórico, nos era inevitable dar la razón a Pieter y –seamos honestos- a nosotros mismos. Nuestra felicidad siempre ha dependido de ello o de algo. Debíamos coincidir en algo común, a todos conveniente, si pretendemos seguir utilizando el “nuestra felicidad”; si no coincidimos, estamos obligados a reducir el “nuestra” a sólo uno: “mi felicidad”. El nosotros se fragmenta, definitivamente, quedando sólo un sedimento individual, el yo, amo de su propio destino, tirano de sus semejantes y carcelero de sí mismo. Por eso Pieter se pregunta “Entonces, ¿porqué sollozas, alma mía?”.
Creaturas o casualidad, hijos de un dios o combinación aleatoria, en nuestro pasado encontramos la huella de esos vínculos que hemos revelado con anterioridad: todo está vinculado desde el origen. Si esa forma vincular, que llamamos naturaleza, es el rostro de algún dios o es casualidad aleatoria, será cuestión que estudiará quien desee internarse en esas honduras. Nosotros nos afirmaremos de esos vínculos, porque es lo único que puede ayudar a Pieter a distinguir el bien del mal sin apurar su duda trascendental. Si se piensa bien, esos vínculos son complementarios. No se sustentan, como dicen algunos, de equilibrios de fuerza; si así fuera, quien posee la fuerza invade, se adueña, expulsando al anterior habitante de un espacio, rompiendo los equilibrios vinculares; se sustentan porque, si algo o alguien falta, los demás son o serán menos, o dejarán de ser, morirán. Y así no funciona la naturaleza… Replicarán que, necesariamente, al menos alguien (animal o vegetal) alimenta a otro con su propia vida, lo que, por decir lo menos, es un acto violento. Es verdad. No obstante, es diferente una relación de complementariedad, donde se distingue un ciclo vital de generación y corrupción, de un ciclo destructivo, voluntario odioso, donde para satisfacción egoísta se procede a la aniquilación de otro o de otros. Toda sustentabilidad viene de ese principio de complementariedad, tanto a nivel de principios abstractos como de actos concretos. La mayor expresión de complementariedad que tenemos a mano, siempre, es la familiar: la procreación, vivida en lo fisiológico y en el compromiso con la nueva vida hasta la edad adulta. Aún con errores y defectos, ese compromiso es mejor que el abandono donde se renuncia a la parte que corresponde en la complementación; y el valor mayor de ese modelo es que los mayores, adultos, dan su vida por proteger a los nuevos, los niños y jóvenes; ante la escasez o el peligro, en los reinos vegetal y animal, los adultos dan su vida por los nuevos. Dar la vida por otro no es un sacrificio inútil, es la esencia misma de la subsistencia. Deberíamos decir, asimismo, que la complementariedad es un mutuo dar vida desde la originalidad personal, desde la propia identidad. El aporte de cada uno es vida para todo el ciclo vital. En una orquesta este principio de complementariedad es entre todos, en todas las direcciones posibles, alcanzando incluso al público o al mismo compositor. Una vez comenzada la música, hay una fusión vital tal que, aunque no se solicite concentración, naturalmente cada uno ofrece un nivel de atención intenso a todo lo que ocurre a su alrededor. Puede decirse que la falta de fusión es un defecto grave, que impide a una orquesta lograr ser en plenitud. Esa complementariedad orquestal, como imagen de un valor esencial natural, se comunica directamente a quienes gozan de su música. La familia y la orquesta son símbolos de complementariedad… ¡o deberían serlo! Una buena familia, o una buena orquesta, es esa donde todos se complementan, lo que se percibe desde fuera. Si en ambas no hay vínculos, hay resquemores o roces -hay violencia-, no hay familia ni orquesta en la práctica, aunque los documentos y contratos de trabajo digan lo contrario. Lo que une a algo es un vínculo con alta actividad recíproca constructiva; un papel firmado no reemplaza al amor. José Antonio Amunátegui Ortíz.