Jaime Torres Bodet

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Semblanza y memorias IISUE/AHUNAM/Fondo Incorporado Jaime Torres Bodet/Caja 10/Foto 09


Jaime Torres Bodet, figura emblemática de la innovación educativa en México.

fotos: cortesía sep excepto donde se indica

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editorial

Torres Bodet: escritor, diplomático y educador Durante una época de profunda transformación, un hombre neutral, culto, inteligente y dotado de una energía personal asombrosa fue colocado en la SEP para intentar resolver las divisiones que azolaban al magisterio, y así, tranformar para siempre la educación en México

Gilberto Guevara Niebla*

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A ÉPOCA postrevolucionaria fue para México una época de profundas transformaciones, de convulsiones políticas, de construcción, de edificación, de crecimiento. En esta época actuó Jaime Torres Bodet. Era un hombre sensible, inteligente, que recibió una formación excepcional en la antigua Escuela Nacional Preparatoria y que desarrolló desde temprano su creatividad como poeta. En 1918 publicó su primer volumen de poemas, Fervor y dos años más tarde, apenas con 18 años de edad, pasó a ocupar el puesto de secretario de la escuela preparatoria. Estudió derecho y, más tarde, filosofía y letras. En 1921 se convirtió en secretario particular del rector de la Universidad de México, José Vasconcelos, quién meses después sería el fundador de la Secretaría de Educación Pública.

Sus años de juventud fueron de intensa producción lírica: sus colecciones de poemas El corazón delirante (1922), Canciones (1922), Nuevas canciones (1923), La casa (1923), Los días (1923), Poemas (1924), Biombo (1925) y Destierro (1930) dan cuenta de un trabajo literario constante que se redondeó con la publicación de algunos trabajos en prosa y con su participación en revistas literarias. En 1922 tomó parte en la dirección de la revista Falange que, aunque literaria, tenía una clara filiación derechista. Simultáneamente, sin embargo, Torres Bodet se entregó con entusiasmo a labores burocráticas y académicas: de 1922 a 1924 fue director de Bibliotecas de la SEP, en 1925 se hizo secretario particular de Bernardo Gastélum, secretario de salubridad. Entre 1925 y 1929 fue profesor de literatura francesa en la Escuela de Altos Estudios. En compañía de Bernardo Ortiz de Montellano, Enrique González Rojo, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, José Gorostiza, Carlos Pellicer, Jorge Cuesta, María Antonieta Rivas Mercado, Gilberto Owen y Manuel Rodríguez Lozano funda, en 1928, la revista Contemporáneos que tiene un impacto fundamental en su desarrollo intelectual. Torres Bodet fue una pluma fértil y lúcida, apoyada por una cultura sólida, conocía por igual las letras antiguas y las modernas, era una mente ágil y alerta con un estilo fino y de transparente riqueza. En 1929, tras los cursos correspondientes, entró a formar parte del servicio exterior. Entre 1929 y 1931 trabajó en la delegación de México en Madrid y después pasó a la embajada de Francia (1931-1934). Después estuvo en Buenos Aires y en Bruselas, para regresar a México en 1940 con el encargo de subsecretario de relaciones exteriores (1940-1943). En México la policía había dado un giro sorprendente, del gobierno de Lázaro Cár-

Como titular de la SEP, Torres Bodet cambió la perspectiva de la escuela hacia un enfoque profesional.

denas, promotor de reformas sociales, se pasó al régimen de la “unidad nacional” que clausuró formalmente el período en que México coqueteó con la lucha de clases. Ávila Camacho prometía unidad, paz y trabajo y dentro de esa lógica se propuso acabar con la “educación socialista” que había suscitado convulsiones y agravios sociales en el país. Para lograr ese objetivo, necesitaba acabar con el sector más radical del magisterio, los maestros afiliados al Partido Comunista Mexicano (que eran, se dice, un tercio del total) y para ello colocó en la SEP a un feroz anticomunista, el licenciado Octavio Vejar Vázquez que desató una cacería de brujas en el

“La educación que imparta el Estado, decía el texto, tenderá a desa r rol la r armónicamente todas las facultades del ser humano”

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magisterio. Pero Vejar fracasó rotundamente en resolver las divisiones que azolaban al magisterio. La solución que ideó el presidente fue colocar en la SEP a un hombre de perfil político neutral, culto, inteligente y dotado de una energía personal asombrosa. Ese hombre fue Jaime Torres Bodet. No es fácil resumir su obra al frente de la secretaría de educación entre 1943 y 1946. Le tocó presidir el congreso de unificación magisterial de donde surgió el SNTE y en los años siguientes su obra siguió distintos derroteros. Discípulo de Vasconcelos, Torres Bodet concibió la empresa educativa como una obra de modernización vinculada a la cultura.

Él se propuso cerrar el ciclo “romántico” de la educación nacional y comenzó a ver a la escuela y a los maestros desde una óptica profesional. La enseñanza debía dejar de ser un trabajo desorganizado, de voluntarios, de personas deficientemente preparadas, para convertirse en un proceso guiado por profesionales de la educación. Con este argumento creó el Instituto Federal de Capacitación del Magisterio que se propuso calificar y titular a millares de maestros que no habían tenido oportunidad de estudiar en una escuela normal tradicional. Siguiendo el ejemplo de Vasconcelos, lanzó una campaña nacional de alfabetización que tuvo resultados muy meritorios y con la inspiración de su maestro publicó la Biblioteca Enciclopédica Popular que reunió, en pequeños opúsculos, un centenar de títulos de autores clásico y contemporáneos. Pero fue al final del sexenio (1945) que Torres Bodet hizo su mayor aportación a la educación nacional al encargarse, personalmente, de la redacción de un nuevo texto de artículo tercero. Se trataba de substituir la versión socialista de 1934. El nuevo texto tenía que responder a los nuevos tiempos de México y del mundo: la nueva etapa era de unidad nacional, de paz, de trabajo y producción, pero era demás el tiempo de la Segunda Guerra Mundial, un escenario en que se enfrentaban, en lucha mortal, los regímenes totalitarios contra los regímenes democráticos. La obra resultó ser una maravilla conceptual y política. “La educación que imparta el Estado, decía el texto, tenderá a desarrollar armónicamente todas las facultades del ser humano y fomentará en él el amor a la Patria y la conciencia de la solidaridad internacional en la independencia y la justicia”. Afirmaba la libertad de creencias, el laicismo y el carácter gratuito de la educación, además sostenía que el criterio que debería guiar a la educación debería ser democrático, nacional y contribuirá a la mejor convivencia de los seres humanos. Etc. Este texto estaba destinado a perdurar y su estructura básica se conserva hasta el presente. Torres Bodet regresó a la SEP en 1958 y enfrentó, de nuevo, conflictos magisteriales. Se enfrentó al movimiento del MRM encabezado por Othón Salazar y, hay que decirlo francamente, participó personalmente en la decisión de reprimir a los profesores. Pero esto fue un detalle que no oscurece en nada el desempeño brillante que tuvo, una vez más, al frente de la SEP pues logró convencer al país entero de la necesidad de lanzar una campaña gigantesca para, en un plazo determinado (11 años), proveer de escuela y de educación primaria a todos los niños mexicanos que estuvieran en edad de cursarla. Esta fue la obra cumbre de este gran mexicano

*Profesor del Colegio de Pedagogía de la UNAM; Consejero del INEE.


“Así llama el destino…” El nombramiento de Jaime Torres bodet como secretario de Educación Pública desencadenó, junto con sus reflexiones, un antes y después en el mundo de la educación en México, donde buscó un balance entre el bien al individuo y el bien a la sociedad

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SÍ llama el destino a nu e s t r a p u e r t a ”. Siempre me habían conmovido las palabras atribuidas a Beethoven, como explicación de los primeros compases de su quinta y magnífica Sinfonía. Sí, pensaba yo, al dirigirme a mi casa, tras de la larga entrevista con el presidente Ávila Camacho: así llama el destino a nuestra puerta… Cuando no lo esperamos y cuando, en el fondo, no lo deseamos.

¿Qué iba a hacer yo en una galera de arboladura tan vasta, velas tan mal tejidas, remeros tan descontentos y quilla tan frágil y tan endeble? Sentía la necesidad de guiarla a puerto. Y no acertaba a fijar el rumbo para la próxima singladura. Intenté sacar fuerzas de flaqueza. Y, en el silencio —casi campestre— del pequeño salón que me servía de biblioteca, me senté a escribir. Mi discurso debía ser corto. No era un plan general de trabajo lo que esperaba, probablemente, el auditorio del Palacio de Bellas Artes. Sin embargo, convenía no eludir la oportunidad de indicar al pueblo, desde la tribuna del magisterio, las ideas fundamentales del programa de acción que empezaba a tener en mente. ¿Qué pensaban miles de mexicanos, independientes y liberales, de la situación en que se encontraba la enseñanza impartida por el Estado? ¿Qué pensaba yo, entre tantos miles? Eso, a mi juicio, era lo que urgía precisar y —¿por qué no?— proclamar también. Ciertamente, el hecho de que el hombre escogido para exhortar a los maestros no fuera uno más entre todos sus compatriotas, sino el funcionario nombrado para dirigir sus actividades, me imponía reservas y restricciones. Por ejemplo, en la redacción que ostentaba entonces, el artículo tercero me parecía más teórico que eficaz. Pero criticarlo hubiera desorientado al país y, en aquellos días, habría proporcionado un pretexto a los grupos conservadores para elogiarme insidiosamente. No quise dar la impresión de lo que no era. Y no era ni un demagogo de la Revolución, ni (mucho menos) un enemigo de sus principios, ni un escéptico de su obra. Estaba plenamente convencido —y sigo estándolo hoy— de que nada resultaría más desastroso que un sistema escolar dominado por los ejecutores de cualquier secta, política o religiosa, obediente a instrucciones del extranjero. Ni Washington, ni Moscú.

La Campaña Nacional contra el Analfabetismo fue sólo una de las medidas implementadas por el funcionario.

extrañas y que podían estar en oposición con las causas legítimas del Estado.” Compréndase bien: hablaba yo, entonces, de la doctrina social sostenida por la Constitución, en su integridad, y no de la educación socialista enarbolada, como un señuelo político, en el artículo tercero vigente en aquella época. Nuestra democracia aspira a ser una democracia social. Los artículos 27 y 123 de la Carta Magna de la República lo manifiestan y explican muy ampliamente. Ahora bien, una educación democrática es la que procede entre nosotros, mientras el país no defina una estructura política que vaya más allá de la democracia. Enseñanza para la libertad, indudablemente. Pero no libertad de enseñar, de manera más o menos capciosa, el odio a la libertad, el miedo a la libertad, o la traición a la historia de todos cuantos vivieron, sufrieron y perecieron para darnos la libertad. Aquélla fue mi primera promesa. Y creo haberla cumplido durante los nueve años en que serví —bajo dos Presidentes en extremo distintos, por la ideología, por el carácter y por el estilo especial de vida— el cargo de secretario de Educación. Nunca luché contra la libertad de creencias, y nunca aprobé que los maestros de la Federación suscitaran discordias en las escuelas por motivos de orden confesional. Pero ni en los trabajos de preparación y de redacción del actual artículo tercero ni después, en la aplicación de su nuevo texto, admití que los

Pero, desde luego, tampoco Roma. Y, cuando hablo de Roma, no pienso en el Quirinal… De ahí que los primeros párrafos que esbocé fueran los siguientes: “La libertad de creencias es un principio indispensable y vital de la democracia. Precisamente porque así lo apreciamos, pondremos nuestro mayor empeño en acatarlo cumplidamente, y consagraremos toda nuestra energía a velar por que los intereses organizados por las creencias no traten de minar esa libertad, que las leyes les aseguran, intentando luchar unas contra otras en nuestro seno e introduciendo subterráneamente, en la estructura educativa de México, esos gérmenes de discordia y de sectarismo que motivaron en el pasado tantos conflictos, tantos errores y tantos lutos.” “Conservaremos intacta la ejecutoria de la Revolución Mexicana. La doctrina social que sustenta nuestra Constitución es una respuesta a los sufrimientos que México padeció durante esos períodos de su historia en los que, bajo el disfraz de un individualismo más aparente que verdadero, se intentó frustrar muchos de los propósitos colectivos esenciales para la libertad y la vida de la República: lapsos oscuros durante los cuales la inacción de las autoridades fue aprovechada no tanto con el objeto de liberar a los educandos del control de los órganos del gobierno, cuanto para someterlos de hecho a influencias menos visibles, muchas veces

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extremistas —de derecha y de izquierda— nos desviaran. La escuela pública no excluye al templo; pero el templo no debe invadir a la escuela pública. Por lo que respecta a los colegios particulares, obramos con generosidad en la tolerancia. Y abundamos tal vez en la tolerancia, a sabiendas de que uno de los medios más eficaces para mejorar el nivel de las escuelas privadas no es tanto la represión cuanto la voluntad de erigir a su lado muchos otros planteles, donde la enseñanza se imparta bien, y se imparta gratuitamente. La Campaña Nacional contra el Analfabetismo, el Programa Federal de Construcción de Escuelas, la capacitación de los maestros no titulados el Plan de Once Años y la distribución gratuita de los libros de texto editados por el gobierno fueron, durante los dos periodos en que desempeñé el cargo de secretario de Educación, otras tantas respuestas a la pasión de quienes deseaban que promoviese el Estado una era persecutoria: unos, porque pensaban que la persecución facilitaría la guerra civil, y otros, porque tenían sabido, por experiencia ajena, que la “palma del martirio” acaba siempre labrada en oro. Las dificultades con que habían tropezado los dos secretarios de Educación de don Manuel Ávila Camacho me indicaban hasta qué punto coincidía mi aspiración con la realidad de México. El licenciado Sánchez Pontón había sido visto como una víctima de los “líderes” que agitaban al magisterio. Un incidente infortunado —el de la bandera de la Escuela Normal de Ayotzinapa— desató un torrente de ira, y otro de tinta, en los diarios y revistas de la República. Acallado el escándalo, el funcionario distinguido, culto y cortés (a quien me había sido dado tratar, años antes, en sus gestiones como delegado de México a conferencias de importancia internacional) decidió retirarse, con alegría de sus opositores y pesadumbre de sus adeptos. El licenciado Véjar Vázquez creyó necesario adoptar, sistemáticamente, actitudes contrarias a las del licenciado Sánchez Pontón. Si éste fue acusado de resignación excesiva frente a los maestros, aquél estimó indispensable obrar con severidad. Lo conocía yo, desde nuestros días de juventud. Lo sabía resuelto e inteligente. No acertaba a entender por qué motivos habría llegado a encontrarse en atmósfera tan hostil hombre que poseía, como él, cualidades de organizador, de jurista y de ciudadano. Uno y otro actuaron impulsados por sólidas convicciones. Pero, por paciente, los maestros juzgaron blando a quien trataba de comprenderlos. Y, por rectilíneo, tildaron de incomprensivo a quien quiso fundar el orden, sin tener quizá suficiente paz para examinar todas las razones del desorden que tanto le disgustaba. Se imponía, a mi ver, un nuevo trato con los maestros. Después de todo, la mejor lección que puede dar un educador a cualquier alumno es la de la esperanza. ¿Por qué, entonces, privarlo a él de esa capacidad de esperar, que deberá transmitir a sus educandos? Sin embargo, no quería yo mentir —ni piadosamente— a quienes serían, en lo futuro, mis colaboradores imprescindibles. No era prudente augurarles ventajas —que estaba determinado a buscar para ellos, pero que no tenía aún la certeza de conseguir. A falta de una oferta concreta en lo concerniente a sus problemas económicos, me pareció que serían


memorias sensibles a un estímulo de otro género: el de la confianza que deseaba depositar el gobierno en la unidad de su gremio y en la grandeza de su misión. Por eso introduje —en otro fragmento de mi discurso— las palabras que inserto aquí: “Para que la obra del magisterio redunde en el beneficio que de ella esperamos, hay que apartarla, no de las altas aspiraciones de la política —lo que establecería un contraste absurdo entre el maestro y el ciudadano—, sino de esas apetencias mezquinas, de núcleos o de personas, en las que tantos caudales humanos se han agotado. Si hemos de hacer de la educación un baluarte de México, habremos de comenzar por eliminar toda agitación malsana de sus recintos. Los derechos que habéis logrado son garantías que ninguna autoridad comprensiva intentará desarticular jamás. Lo que importa es que esas garantías no se conviertan ni en un escudo para la inercia, ni en una protección para el ocio ni en trampolines de asalto para eventuales demoledores. Evitar esos riesgos os interesa tanto como al gobierno. ¿Cómo, en efecto, podría explicarse que os congregárais para desmentir en común lo que, aisladamente, es materia vital de vuestros preceptos, orgullo de vuestro oficio y lema de vuestras cátedras: la disciplina, el celo patriótico y el respeto del ideal?” A fin de esclarecer todavía más el propósito —que siempre tuve— de no inclinarme en favor de la colectividad contra el bien del hombre, ni en favor del hombre contra el bien de la colectividad, pues la victoria de cada uno se logra sólo en el triunfo de ambos, añadí a esos párrafos los siguientes: “Tendremos que rechazar los procedimientos que modelaban al individuo sin tomar en cuenta a la sociedad, para el solo provecho efectivo de una casta, de un régimen o de un credo, y habremos igualmente de repudiar la crueldad de los dogmas nazifascistas. De ahí que la educación del carácter nos parezca el precedente y el corolario de toda buena instrucción. La familia debe ser una colaboradora importante de los gobiernos. Mas si el estado no ha de cegar las fuentes que la enseñanza de la familia le proporciona, tampoco podrá olvidar sus primordiales obligaciones de vigilante y de orientador. Una enseñanza que no desenvuelve en los seres el sentido nacional y social, los entrega —por abdicación o por impericia— a todas las amenazas, ya que la superficie más accesible a la corrosión de las propagandas desquiciadoras se halla frecuentemente en la conciencia de la niñez.” Me di cuenta de que lo escrito —y todo lo que no reproduzco en este resumen— exigía una contrapartida moral: la de garantizar a los maestros un trato humano, prometiéndoles obrar siempre con honradez. Aumenté algunas hojas a las que había ya corregido. Y, entre unas y otras, incluí esta declaración: “Para que los nuevos mexicanos tengan fe en la educación que les sea proporcionada, de poco servirá el perfeccionamiento de nuestros métodos, si ese perfeccionamiento no se conjuga con la depuración de nuestra política y con el respeto de nuestras instituciones. Para nuestra cultura, uno de los riesgos más graves puede surgir de que —llevados de la superstición verbalista que singulariza a las colectividades en trance de integración—consideremos que la democracia es una fórmula de repercusión automática, un conjuro mágico, y que basta invocarla en teoría para que opere, pues mientras nuestros actos no se ajusten a nuestros postulados, los niños y los adolescentes de nuestra patria sólo entregarán a la educación un alma escéptica y angustiada.” Serían las diez de la noche, cuando puse fin a mi texto. Nadie me había llamado. Nadie había solicitado verme. No se había recibido en la casa ningún mensaje. Podía, pues, suponer que la noticia de mi nombramiento no

había sido dada a la prensa. Me alegró aquel El ambiente había principiado a ser un silencio, que acaso significaba un cambio en poco menos desfavorable para el cambio de las decisiones de don Manuel. funcionarios decidido por don Manuel. AlNo fue así. La mañana del miércoles 22 gunos padres de familia, por medio de un me trajo algunas sorpresas. Los periódicos representante que me era completamente anunciaban, no mi designación, pero sí la desconocido, manifestaron a los diarios, renuncia del licenciado Véjar Vázquez, aceprefiriéndose a mí: “Es un hombre joven, tada —el 21— por el jefe del Ejecutivo. Se apolítico; ha ocupado con brillantez varios advertía la amargura con que los grandes puestos de importancia. Es un intelectual diarios —especialmente Excélsior y El Unidestacado” incapaz de malversar las esperanzas de los hogares mexicanos. versal— informaban acerca de un retiro Debemos tener fe en él. Su acción será que el ministro dimisionario explicaba por excelente, si colaboramos y confiamos”. razones de salud, pero que ellos atribuían a Varios diputados comentaron con simcausas muy diferentes. patía mi nombramiento. Y un grupo de seFui a la secretaría de Relaciones Extenadores, encabezado por el presidente del riores, a fin de exponer al licenciado Padilla Senado, licenciado Vicente Aguirre, declaró por qué tendría probablemente que inteque mi presencia en la secretaría de Educarrumpir la colaboración que me había sido ción serviría para armonizar y perfeccionar grato brindarle desde el mes de diciembre de la educación del pueblo y para obtener la 1940. Padilla parecía enterado ya de la deunidad de la nación. terminación del presidente Ávila Camacho. El viernes 24, me dirigí a la secretaría de Conversamos muy amistosamente. EvocaEducación Pública. Serían las once de la mamos los días en que él actuó, como secretario ñana, cuando llegué al despacho del secrede Educación, en el gobierno del presidente tario. Como lo tenía supuesto, el licenciado Portes Gil. Hice votos por la continuidad de Véjar Vázquez no estaba allí. Iba a hacerme su éxito al frente de nuestra Cancillería. Y entrega de la oficina el subsecretario, general él me deseó, a su vez, con amabilidad que le Roberto T. Bonilla, pariente de don Guilleragradecí, un mínimo de infortunio. mo, el incansable organizador de las misiones Por la tarde, tuve aviso de que la noticia de rurales en la República. mi designación se daría a conocer en la secreLa presentación fue glacial. Saludé a los taría particular del Presidente de la República. colaboradores del general subsecretario; recibí La prensa capitalina la difundió sin demora. sus renuncias y me dispuse a retener en sus carY, el jueves 23, principiaron las elegías… Exgos a quienes —de acuerdo con sus antecedencélsior afirmaba en su página editorial: “la tes— creí que lo merecían. No me pronuncié, renuncia de Véjar ha causado pena e inclupor lo pronto, acerca de los demás. Esperé que sive alarma. Pena, porque el personaje posee los días, el trabajo y el trato me dieran, a su enormes cualidades humanas y porque supo respecto, consejo y luz. Ya el Presidente de la quitarle la ponzoña marxista a la enseñanRepública había designado subsecretario al za, hasta donde le fue posible…” También general Tomás Sánchez Hernández, El Universal se sentía inquieto por militar que me causó excelente lo que llamaba “la educación en impresión cuando lo conocí peligro”. “Ido Véjar Vázquez en París. Iba a ocupar la ofi—decía— y unificado el “Aquélla fue mi cialía mayor el licenciado magisterio bajo el timón primera promesa. Ernesto Enríquez, con de los comunistas… reY creo haberla cumquien me unían lazos de sulta casi inevitable que plido durante los colaboración cotidiana la futura confederación nueve años en que en el estudio de los asunde maestros caiga bajo tos jurídicos de la secrela férula dictatorial y serví el cargo taría de Relaciones. Y cocorruptora del P. C. Esto de secretario de misioné, en la dirección de dará a dicho partido una Educación” administración, al que había fuerza incontrastable con sido hasta entonces mi secretario qué presionar a los jefes de la particular, Manuel Roldán. educación pública, hasta ponerlos No obstante la presencia de aquellos a discreción suya; y volverán para él los amigos (y de los escritores José Luis. Martífelices tiempos del señor licenciado Vázquez nez y Rafael F. Muñoz, a quienes ofrecí, resVela y del señor licenciado Sánchez Pontón, pectivamente, el despacho de mi secretaría que tan gratos recuerdos burocráticos y pecuparticular y la jefatura del departamento de niarios dejaron a sus líderes.” publicidad y propaganda) me sentía solo. Y así Sabía yo, además, que el maestro Antenía que sentirme: solo ante la responsabilitonio Caso había enviado, al mismo pedad asumida; solo, porque a solas comprendía riódico, un artículo en elogio de la gestión lo que se esperaba de mí, dentro de una red del licenciado Véjar Vázquez, y que ese arde intereses oscuros, tensos y peligrosos. Pero tículo aparecería en la edición del viernes el presidente Ávila Camacho se percató de la 24, con el título de “el ministro patriota”. situación en que me encontraba. Y —debo Todo ello me hizo reflexionar acerca de manifestarlo con gratitud—, a partir de enla conveniencia de no esperar al congreso tonces y por espacio de una quincena, tomó la magisterial para definir, desde luego, alcostumbre de llamarme frecuentemente por gunos de mis conceptos fundamentales. teléfono, casi siempre entre diez y once de la Redacté una breve declaración. Y, el 23, la mañana. Quería ser el primero en conocer los entregué a los periodistas. Esa declaración, conflictos que pudieran surgir a mi alrededor. en el fondo, era un resumen del discurso Por fortuna, todo se deslizó para mí con facilique me proponía leer el viernes por la tarde. dades tan imprevistas que no tuve que solicitar No estimo indispensable reproducirla en su la ayuda inmediata del Presidente —por lo integridad. Pero acaso no sea del todo inútil menos durante los primeros meses de mi labor. recordar lo que consignaba en ella: “NuesLa tarde del 24 de diciembre fue seca y tra escuela habrá de ser una escuela para un poco fría. En camino hacia la residencia todos los mexicanos. Una escuela amplia y presidencial, de donde deberíamos partir don activa, en que las labores de la enseñanza no Manuel y yo para el Palacio de Bellas Artes, se posterguen a fines políticos indebidos, aprovechando un momento libre, hice que el y en la cual todo lo que se aprenda prepare automóvil se detuviese, al pasar por Chapuleficazmente a los educandos para la vida, tepec, frente a la Calzada de los Artistas. No dentro de un generoso sentido de concordia existía aún en ese lugar el busto de José Guay de solidaridad nacional.”

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Memorias I Tiempo de arena/ Años contra el tiempo/ La victoria sin alas

Jaime Torres Bodet Fondo de Cultura Económica

dalupe Posada que, muchos años más tarde, mandé erigir en ocasión del cincuentenario de su muerte. Un gran silencio, delgado y puro, caía desde lo alto de los ahuehuetes. Ese silencio era, para mí, un antiguo amigo. Lo había escuchado en mis años mozos, cuando solía ir hasta aquel rincón, a preparar —entre árboles— mis exámenes, de Psicología, Lógica y Moral, como alumno de la Escuela Preparatoria, y, después, de Sociología y Derecho Romano. En mi memoria, ese silencio estaba poblado de nombres célebres: Platón, Aristóteles, Bacon, Spencer y Augusto Comte, Locke y Juan Jacobo Rousseau, Durkheim, Gumplowickz y Gabriel Tarde. O bien, entre los juristas latinos: Papiniano, Ulpiano, Justiniano… ¡Cuántos vientos habían soplado entre aquellos troncos, desde la fecha de mi postrera visita —en calidad de estudiante— a Chapultepec! Pero el silencio del bosque, el esmerilado cristal del aire y la inmovilidad de los árboles, graves y desdeñosos, eran los mismos. Yo, en cambio, había cambiado mucho. Había tenido que ir y venir por varios países, como aprendiz de escritor, de funcionario y de diplomático. De México a México, había viajado por España y por Francia. Por Holanda y por Alemania. Por Suiza, por Bélgica y por Italia. Había vivido en ciudades tan diferentes como Madrid y La Haya, como París y Ginebra, como Bruselas y Buenos Aires. Me había inclinado, en Florencia, ante el David de Miguel Ángel; en Roma, ante la Escuela de Atenas, de Rafael; en Venecia, ante los fuegos del Tintoretto; en El Prado, ante el Velázquez de Las Meninas. Había visto surgir, de las nieblas del Mar del Norte, el blanco litoral de la Gran Bretaña y, de un polvo de sol ardiente, a mediados de un mes de agosto, los rascacielos de Nueva York. Había asistido a congresos y a conferencias. Había escrito notas, informes, libros. Había saludado a monarcas, que ignoraban mi nombre, y a ministros y embajadores, que pronto lo olvidarían. Había escuchado discursos, a la luz prestigiosa de lámparas académicas, y evadido bombas, a lo largo de carreteras ametralladas — en la noche europea de guerra y sangre— por la aviación de combate del Tercer Reich… Y, después de todo lo hecho y todo lo visto, me encontraba de nuevo allí, bajo los ahuehuetes del altiplano, de fuste inmenso y hojas exiguas, junto a los fresnos reconocidos, tan desconcertado como el muchacho que, veinticuatro años antes, iba a repasar sus lecciones en esa banca, otra vez vacía. Sobre tal banca —por cierto, incómoda— hubiera sido grato poder sentarme en esos momentos, como antaño lo hiciera: para esperar, no para recordar. Pero vi mi reloj. Me di cuenta de que los minutos alcanzarían, apenas, para llegar a la cita con don Manuel. Aquella pobreza de tiempo iba a ser, en lo venidero, símbolo de mi vida. A partir de ese instante, pasarían los días y las semanas, los meses y los años, los lustros y los decenios, sin darme tregua para advertir hasta qué punto era inmensa la soledad en que me adentraba. Soledad tanto más angustiosa cuanto que parecería siempre, a los otros, poblada de gentes y de cuidados, de proyectos y de inquietudes, de obligaciones y de festejos… Esa soledad interior, en el ágora rumorosa, la había definido ya Carlos Pellicer al decirme, horas antes, cuando estuvo a felicitarme: “Te has retirado, Jaime, a la vida pública”.


Una escalera para el pueblo La reforma de la educación básica, de la educación normalista y del magisterio, así como la resolución de estos problemas con el presupuesto asignado, fueron sólo algunos de los retos a los que se enfrentó el titular de la SEP, quien también reflexionó sobre el futuro de los siguientes niveles educativos en el futuro

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L SALIR de mi despacho, a las nueve de la noche, el 31 de diciembre, advertí que no estaba en su sitio el automóvil que el intendente de la secretaría había puesto a mi disposición. El ascensorista me ofreció, amablemente, ir a buscar al chofer. Mientras lo encontraba, quise dar por el patio una larga vuelta. Aquel paseo me recordaría los que acostumbraba yo hacer cuando joven (pero más bien por las mañanas, para ver pintar a Diego Rivera) durante los meses en que me tocó dirigir el departamento de bibliotecas. Entonces, mi oficina se hallaba en el primer piso, con una amplia ventana a la calle que hoy lleva el nombre de Luis González Obregón.

A tal hora, y en viernes como ése —víspera de dos fiestas: el sábado, primero de enero, y el domingo, día no laborable—, nadie estaba aguardando una eventual audiencia en los corredores. Podría contemplar a mis anchas cuanto quisiera. Lo que vi no me fue muy grato. Era cierta la información que algunos empleados me habían proporcionado recientemente. La galería central, que servía de paso entre las alas sur y norte del edificio, había sido demolida. Separando los patios, ese puente de piedra acentuaba la majestad de los grandes espacios libres, y —como cuerpo de liga— mantenía, con gracia, la estabilidad de la construcción. Comprendí que era mí deber corregir el daño, y obtener los créditos necesarios para la reparación de la galería. La única forma de hacerlo, durante el mismo mandato presidencial, sin ofrecer al país un testimonio de incoherencia administrativa, sería la de realizar lo más pronto posible el proyecto que aseguraban tener quienes habían autorizado aquella demolición: articular la galería reconstruida con una escalinata más importante que las escaleras —ya, en verdad, demasiado estrechas— trazadas en 1921. La obra no se inició sino meses más tarde. Si aludo a ella, en estos momentos, es porque la noche en que sentí la urgencia de comenzarla me dio una objetiva noción de lo que iba a ser mi destino, durante años: rehacer la secretaría, tratar de darle un sentido de enlace humano y de unión patriótica; evitar las discordias políticas y las inútiles controversias; asociar los extremos, que amenazaban ruina; ligar de nuevo, con una afirmación de esperanza, el norte y el sur de todas las inquietudes, y hacer —de cuanto lográsemos reparar— una escalinata efectiva, para el ascenso de nuestro pueblo hacia

El sistema de segunda enseñanza se sostenía de modo más bien precario. Sin mencionar a las escuelas normales foráneas (cuyo plan incluía tres años de secundaria), los establecimientos federales donde se impartía tal enseñanza no pasaban de ochenta y siete: cincuenta y cinco en los Estados y treinta y dos en la capital, incluidas las “prevocacionales” del Politécnico. Esos planteles atendían, en total, a 22 132 alumnos. De ellos, 16 504 se hallaban inscritos en la ciudad de México. Para formarse una idea del progreso alcanzado desde entonces, indicaré que —según se me ha informado— en 1968 funcionaron 787 escuelas federales de segunda enseñanza: secundarias, secundarias técnicas, anexas a las normales, prevocacionales y de preparación técnica elemental. La asistencia fue de 419 763 estudiantes. Si la prensa clamaba —y no sin razón— contra la escasez de los colegios de educación primaria, y si no protestaba con igual acritud en lo relativo a los de segunda enseñanza, no era por la abundancia de éstos sino porque, del caudal juvenil que salía de aquéllos, pocos muchachos tenían capacidad económica sufí ciente para aspirar a estudios de categoría superior. México no contaba sino con una verdadera universidad: la Nacional Autónoma, de la cual era en aquel año rector un condiscípulo mío, el licenciado Rodulfo Brito Foucher. Las otras instituciones que, en provincia, se llamaban también universidades, buscaban ansiosamente el camino para llegar a serlo en la realidad. Y lo buscaban entre alarmas, ilusiones y desencantos, con más persistencia que éxito y más heroísmo que persistencia. Sólo existía en la ciudad de México una importante casa de estudios técnicos: el Instituto Politécnico Nacional. Y era menester visitar sus instalaciones para comprender el valor de quienes lo habían establecido, sin detenerse ante el improvisado saber de muchos de sus catedráticos (los había también magníficos pero no formaban legión) y sin amedrentarse por lo provisional de los edificios, lo escaso de los talleres y lo desmantelado de los laboratorios. La Escuela Normal disponía de dos inmuebles: el de los varones y el de las señoritas. Estas, por razón de su sexo, disfrutaban del buen local erigido en tiempos de Vasconcelos. Pero, para evitar los peligros de la coeducación (que algunos padres de familia juzgaban cohabitación), los varones habían sido desterrados a Santa Catarina. Allí, en inadecuados recintos, vegetaban amargamente. Visitarlos —como lo hice— en aquel internado incómodo, más poblado de moscas que de esperanzas, y encontrar a tantos muchachos desampa-

planos más elevados y resistentes, más libres y más dichosos. El año 1944 estaba ya por nacer. Y 1944 requeriría nuevos esfuerzos, nuevas ideas, y programas cuya realización no implicase un alarde efímero, sino una sólida perspectiva de acción para el porvenir. Durante la noche de San Silvestre, en espera del nuevo año, hice el balance de mis recursos y el inventario de mis proyectos. En 1943, el presupuesto de la secretaría era de una insuf ciencia que hubiese parecido ridícula, de no ser trágica: noventa y siete millones de pesos. No había, por ejemplo, entre sus partidas, una sola que, por su finalidad y su alcance, pudiera sustituir a la que —cuatro lustros antes— administré, como jefe del departamento de bibliotecas. No era posible comprar sino pocos libros. Todo cuanto hubiera debido representar un horizonte de acción —y de fomento intenso de la cultura— había sido disminuido y supeditado a la urgencia de acrecer el número de plazas para los empleados y los maestros. Los salarios de éstos eran tan cortos que causaba estupor, no la reiteración de sus quejas, sino la magnitud de su paciencia. Parecía extraordinario su poder de perduración. Al entrar la secretaría en actividad, durante el gobierno del presidente Álvaro Obregón, las sumas disponibles para construir, comprar o alquilar inmuebles, adquirir muebles, libros, talleres y material de laboratorio, eran —en conjunto— mucho mayores que el total reservado para los sueldos. En 1943, ocurría lo contrario. Menudeaban las poblaciones sin maestros, los maestros sin aulas, las aulas sin pizarrones, los colegiales sin bancas en qué sentarse, las bibliotecas de acervo exiguo y los talleres sin máquinas ni instrumentos. En febrero, principiarían las clases en las escuelas regidas por el calendario de tipo “A”. Y, para no hablar de aquellas que la Federación sostenía en los Estados y Territorios, en las de la propia ciudad de México se presentaría otra vez la imposibilidad de inscribir a decenas de millares de niños, solicitantes de educación primaria.

IISUE/AHUNAM/Fondo Incorporado Jaime Torres Bodet/Caja 16/Foto 213

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rados, cáusticos e insolentes, infundía vergüenza y miedo. Vergüenza, por el abandono en que se hallaban los futuros educadores de la República. Y miedo, por el resultado que tendría para los niños una enseñanza orientada por tales guías. Hecho el balance de mis recursos, me inquietó el inventario de mis proyectos. Por humildes que fuesen, habrían de parecer a todos muy ambiciosos. Quería yo, desde ese mismo año, lanzarme a tres aventuras: instaurar una campaña nacional de alfabetización, establecer un programa efectivo de construcción de escuelas, y organizar la capacitación de los profesores no titulados. Desde el punto de vista educativo, ésos eran, a mi entender, los requerimientos más apremiantes. Cada uno de ellos planteaba cuestiones de calidad y problemas de cantidad: es decir, de hombres y de dinero. Pero los tres suponían una premisa: la de revisar los planes, los programas y los libros de texto vigentes. El examen de los planes y los programas me confirmó en una idea, que me había acompañado durante años. Los méritos aislados y relativos de esos programas (pues varios de ellos y, sobre todo, los de primaria, revelaban experiencia y valor auténticos) carecían, dentro del cuadro completo, de perspectiva y de cohesión. Todos deberían considerarse de nueva cuenta, a la luz de una concepción general: menos teórica y más realista; más modesta y, al mismo tiempo, más exigente. Creí oportuno que el grupo encargado de esa tarea no estuviese compuesto sólo de pedagogos. Sin demasiado apego al magister dixit, convendría precisar lo que puede el alumno aprender en clase y lo que, sin la práctica del trabajo escolar, no lograrán enseñarle nunca, por inteligentes que sean, las lecciones orales del profesor. La necesidad de una revisión era más perceptible en otros niveles, y, desde luego, en el de la educación secundaria. Allí, la revisión tendría que ser reforma. Reforma, a la vez, del plan y de los programas, por años y por materias. Un intento de parecida importancia habría de emprenderse en el plano de la enseñanza normal. Si no me sentía yo con derecho para afirmar lo mismo en el caso del Politécnico, era porque mi preparación personal no me permitía apreciar, sin ayuda de especialistas, lo que debería mantenerse y lo que procedería mejorar en las labores docentes de ese instituto. Las universidades no dependían de la secretaría. Y, aunque sus defectos repercutiesen en toda la escala de la educación nacional —como una sola nota falsa frustra, en el piano, la plenitud del arpegio entero— corregirlos no era asunto que me incumbiese directamente. Por lo que atañe a los libros de texto, una comisión especial tenía que examinarlos y proponer, cada año, la lista de los que estimara recomendables. Quise conocer los


memorias

Para Torres Bodet fue prioritario crear nuevos libros de texto, tanto para alumnos como para los maestros normalistas, ya que los existentes resultaban costosos a los estudiantes y eran de mala calidad.

Memorias I

manuales que había aprobado para 1944, los amplitud a esa antigua idea y, sobre todo, cuales —según se me dijo— fueron objeto, para ponerla en ejecución. durante varias semanas, de análisis minuLa unificación del magisterio no haciosos. No tuve tiempo para leerlos hoja por cía sino aplazar la cuestión candente: el hoja. Pero, por apresurado que fuera, aquel aumento de los salarios. Pero me daba un recorrido me impregnó de melancolía. Recompás de espera. Las otras cuestiones — cordé un verso del Idilio de Othón: “¡Qué más directamente relacionadas con mi traandar por entre ruinas y entre fosas!”… No bajo— exigirían, en cambio, un impulso todos, afortunadamente, se habían uniforsin término y sin demora. ¿Cómo saldría mado en tan descarnada mediocridad. Allibrado de aquella lucha contra tantos obsgunos contenían, de tarde en tarde, luces y táculos materiales, morales, sociales, políaciertos. Sin embargo, en general, resultaban ticos y económicos? ¿No sería, hasta cierto inadecuados, anémicos y confusos, cuanpunto, esa batalla con la realidad exterior, do no francamente malos. ¿No existirían una batalla conmigo mismo? ¿Tendría paotros, más dignos de aprovecharse? Ordené ciencia —yo, tan impaciente— para acepla compra de cuantos, estando de venta en las tar los plazos, las limitaciones y los ahorros librerías, no aparecieran en la lista oficial de la que me aconsejaría seguramente mi buen comisión. Y tuve que amigo, el licenreconocerlo sinceraciado Eduardo mente: no hubiese Suárez, secretaganado mucho el Desde el punto de vista rio de Hacienpaís —¡ay!, ni perda? ¿Adquiriría educativo, ésos eran, dido mucho— con la f lexibilidad a mi entender, los efectuar dos o tres indispensable requerimientos más c a mbios ta rd íos —yo, por desapremiantes. Cada uno de y presurosos. Los gracia, tan poco ellos planteaba cuestiones mejores, entre los dúctil— para de calidad y problemas aprobados, eran los d i s e r t a r c on de cantidad: es decir, de más antiguos y, por los pedagogos, consiguiente, los que persuadir a los hombres y de dinero” —a pesar de ciertas tercos, excusar a adaptaciones— no los torpes y estirespondían, sino de manera muy fragmenmular a los perezosos? Formado durante taria, a los programas de 1943. años —y deformado, tal vez— por las Pensé en la conveniencia de organizar prácticas diplomáticas, ¿sabría yo discuconcursos, y de que publicase el gobierno tir, sin violencia y sin amargura, con esos los manuales escritos por los autores que otros embajadores: no de un país, sino de resultaran triunfantes en los certámenes. una tesis, de un dogma, de una doctrina, Algo hice, a ese respecto, durante la ado de una clase social, tanto más robusta ministración del general Ávila Camacho. cuanto más postergada se había sentido Pero fue bien poco. Y hube de esperar a por quienes hubiesen podido encauzarla que transcurrieran tres lustros para dar amistosamente? ¿Entendería yo —en un

país en el que las más graves decisiones no se formulan con frases, sino con pausas, con paréntesis de silencio— lo que significaba el saludo de un diputado, la sonrisa de un senador, o la visita imprevista de uno de mis colegas? ¿Descifraría yo a tiempo, en las partidas del presupuesto, lo que había sido determinado con la intención de gastarlo efectivamente, y lo que los técnicos de la secretaría de Hacienda habían incluido en ciertos renglones, para inflar el conjunto, a sabiendas de que nunca se gastaría? ¿Sería capaz de hacerme comprender por los más humildes y, sobre todo, de comprenderlos, de adivinar su verdad recóndita, de apreciarla, y de construir —sobre la base de esa verdad— una obra a la vez razonable y justa, piadosa y útil, práctica y noble?… Aquella noche de San Silvestre, poco dormí. Con la mañana, empezaron de nuevo el repiqueteo de los teléfonos y la nerviosidad de los visitantes. Quise escapar a tantos y tan inútiles compromisos. Después de todo, era día de fiesta. Tenía derecho, por lo menos, a una hora de soledad. Salí a la calle. Atendí, como pude, a las personas que me aguardaban junto a la puerta y, manejando yo mismo el auto, me dirigí al Panteón Civil de Dolores, donde están sepultados mis padres. ¡Qué luz tan limpia y tan transparente! Estaba hecha de sol disuelto en quién sabe qué insólita claridad, con irisaciones de incendio frío, como el brillo rápido del diamante… Recorrí a pie la avenida en que se levantan los monumentos más jactanciosos. Me detuve, en la Rotonda de los Hombres Ilustres, frente al sepulcro de Amado Nervo. Y, haciendo un ligero esguince, llegué a la tumba —modesta y blanca— hasta cuyo sitio, con veinte años de diferencia, seguí los féretros de mi padre, en 1923, y de mi madre, en 1943.

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Tiempo de arena/ Años contra el tiempo/ La victoria sin alas

Jaime Torres Bodet Fondo de Cultura Económica

Allí, bajo las ramas de un pino de sombra avara, descansaban (y descansan unidos, unidos ya para siempre) el hombre ansioso, activo, débil e intrépido y la mujer admirable, constante y fuerte a quienes debo el honor de ser. De él, entre muchas otras dádivas, recibí una inmensa inconformidad. De ella, el amor al trabajo y a la virtud, el deseo de hacer las cosas con probidad y con entusiasmo, exigiéndome siempre más a mí mismo de lo que pude exigir a los otros en el duro ejercicio de la existencia. Pasó, entonces, por mi memoria un poema que no he olvidado: el que dediqué —en la hora del mayor duelo— a la desaparición de su sombra amada. “No has muerto. Has vuelto a mí”, le decía yo. Y, en verdad, continuaba en mí —y continúa hasta hoy en mí— la presencia de esos dos seres, tan distantes y tan cercanos, tan tenaces y tan diversos… Ellos me ayudarían a cumplir mis nuevos deberes. Sobre la lápida, donde un pobre cincel esculpió sus nombres, deposité las fl ores que había comprado a la entrada del cementerio. Y, tomando ejemplo de su recuerdo, me dispuse a empezar, con ellos, una de las épocas más difíciles de mi tránsito por la vida.


El Instituto Federal de Capacita Federación? ¿Con qué derecho podíamos condenar al más duro estacionamiento, en la pobreza, en la duda y en la ignorancia, a esas legiones de hombres y de mujeres que han emprendido, durante lustros, la emancipación campesina llevada a cabo desde las aulas de la escuela rural? Los maestros y las maestras no titulados podrán capacitarse, dentro de un periodo de seis años de estudios y por medio de los cursos que este instituto impartirá desde hoy por correspondencia. La forma elegida para esos cursos no ha obedecido a un capricho, sino a una necesidad. Sabemos que nada remplaza completamente el contacto del alumno y Afortunadamente, no son escasos los del profesor, por la virtud esclarecedora de la presencia, del ejemplo, de la palabra. Pero que logran sobreponerse a esta prueba en no nos hallamos en aptitud ni de crear de verdad desmoralizadora. Pero ello exige una sola vez todos los centros que requeriría una vocación admirable de sacrificio. Y un la capacitación de más de dieciocho mil sistema de educación nacional no debe funmaestros no titulados, ni, mucho menos, darse sobre tanta miseria, sobre privaciones de desalojar a ese personal de los lugares en tan hondas y sobre la aceptación resignada los que atiende a la enseñanza primaria de de una existencia sin porvenir. nuestro pueblo. Con sus limitaciones, inA la voz del pueblo —que demanda esevitables, la instrucción por correspondencuelas y más escuelas— se suma así la voz cia vendrá a allanar las serias dificultades de los instructores que, para intentar con mayor eficacia las labores que les competen, que confrontamos en cuanto a simultaneipiden más saber. dad en los procedimientos, unidad en los El gobierno ha escuchado esos dos clamétodos y dispersión en los educandos. mores, iniciando con decisión la Campaña Redactadas por un cuerpo de distinguicontra el Analfabetismo y autorizando un dos especialistas, las lecciones serán impresas plan de institutos profesionales que le perpor la Secretaría de Educación y enviadas, mita allegar, en lo sucesivo, una proporción junto con un cuestionario preciso y claro, razonable de catedráticos normalistas. Las que los profesores-alumnos habrán de llenormales rurales —que venían trabajando nar en de terminado plazo, a fin de que los con un programa mínimo de tres correctores, que hemos designado en años, como si la tarea del maesnúmero suficiente, se percaten tro rural fuese más sencilla del desarrollo de sus estudios, “Hombres y que la del maestro primarectifiquen los errores que rio urbano— irán extenadviertan y, mediante mujeres íntegros diendo su ciclo a partir aclaraciones lógicas y y probos quiere de 1945 hasta contar, oportunas, encaucen la el gobierno que se en 1947, con los miscontinuidad del aprenmos seis grados que las dizaje hasta aquel insgradúen en normales establecidas tante en que, concluida los cursos de este en las ciudades. su preparación escrita, el instituto” Éstas, por otra parte, profesor-alumno, durante recibirán en breve un alienlos meses de vacaciones, pase to confortador. Por lo que a los centros orales donde comconcierne al Distrito Federal, dos pletará su enseñanza y sustentará planteles —ejemplares realmente en su los exámenes relativos. trazo— se hallan en curso de construcción, En ningún momento la acción que heen los terrenos de San Jacinto. La cantidad mos proyectado supondrá gasto alguno para asignada para su obra dará una idea de la imlas personas que la aprovechen. Las lecciones portancia que les concede nuestro gobierno. se editarán por cuenta de la Secretaría y se Pero no deseamos concretarnos a lo que se distribuirán, con los cuestionarios, gratuihaga en la capital. En San Luis Potosí se ha retamente. Incluso los sobres en que estos suelto, asimismo, la edificación de una gran últimos se devuelvan al instituto serán franNormal. Y procederemos en igual forma en queados por el correo sin costo de ninguna Oaxaca y en Guanajuato, porque aspiramos naturaleza. En cambio, el Ordenamiento a descentralizar la preparación de los profedel 26 de diciembre de 1944 ofrece perspecsores y sentimos que, entre nosotros, la vida tivas económicas halagüeñas para quienes de la provincia, con su paz tan fecunda para se acojan en sus legítimos beneficios, pues el espíritu, tendrá que proporcionar —todalos profesores aprobados en los exámenes a que aludo recibirán, en el año siguiente a su vía por largo lapso— un ambiente sereno y promoción, un aumento de sueldos equivapropio, para establecimientos educativos del lente a la sexta parte de la diferencia que existe linaje que propugnamos. entre el salario inicial y el que corresponde a Si afirmamos de tal manera la instruclos profesores titulados. ción de las nuevas generaciones, ¿cómo Quiero detenerme aquí en un aspecto que íbamos a incurrir, por desistimiento, en juzgo muy importante: el de los programas el abandono de los millares de maestros que regirán la instrucción por correspondensin título que están prestando servicios a la

Torres Bodet reconoció la necesidad de tomar medidas para eliminar los obstáculos que enfrentaban los docentes tanto en su formación como en su vida laboral, así como la importancia de una conciencia histórica, ética y cívica en su formación

U

NA DE la s má s nobles a spiraciones del magisterio federal encontrará, en el instituto que inauguramos, valiosa realización. Hace mucho, en efecto, que los maestros no titulados se hallaban en espera de una medida que les pusiese en condiciones de elevar el nivel de su exigua preparación y que, capacitándolos adecuadamente, les abriera los horizontes de un paulatino ascenso profesional.

Quienes han contemplado el fervor humano con que acuden esos maestros a los cursos organizados en varios centros de la República a fin de darles, aunque sea sucintamente, una oportunidad de mejoramiento, conservarán, como yo conservo, la impresión de un problema conmovedor: el de un grupo de hombres y de mujeres que se han consagrado a la enseñanza rural en los términos de una misión civilizadora pero que, poseyendo apenas —en su mayoría— un certificado de educación primaria, ven restringidas sus posibilidades pedagógicas por una limitación de la que, ciertamente, no tienen culpa. En su ansia de completar por sí mismos su adiestramiento, muchos dedican sus horas libres a la lectura, al estudio, al aprendizaje. Mas no siempre los elementos de que disponen apresuran, como sería de ambicionarse, la satisfacción necesaria de sus deseos. Los libros a menudo resultan caros, difíciles de adquirir. En ocasiones, las ciudades se encuentran lejos de los poblados en que retiene a esos profesores el deber oficial de su actividad. Frecuentemente, su anhelo de redención tropieza con obstáculos tan enhiestos que la desesperanza cunde en los ánimos más erguidos. No es insólito, pues, que por falta de estímulos permanentes el maestro abdique, ya sea emigrando a trabajos más lucrativos, ya prosiguiendo —con rutinaria monotonía— el desempeño de unas funciones que no le brindan ni expectativas auténticas de progreso ni, siquiera, recursos espirituales para poder continuarlas con interés.

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cia a cargo de este instituto. Dichos programas fueron considerados por la Comisión Revisora y Coordinadora que constituimos en abril próximo pasado. Su propósito es el de ahondar en todo lo posible en la formación humana de la cultura magisterial, avivando al mismo tiempo que el amor por la ciencia, el sentido de la belleza, el rigor ético de la conducta, el culto de la paz, de la democracia y de la justicia, y la comprensión de los imperativos sociales que son augurio y también amparo de toda actitud constructiva frente al destino. Porque siendo el ideal del educador, el de libertar las almas de la esclavitud lacerante de la ignorancia, y coincidiendo en el verdadero maestro, como coinciden, la paciencia del sabio, la adivinación del poeta y la energía del hombre en acción, su función emancipadora resultaría frustránea si no se concilia, en los seres que lo ejercitan, con el dominio de las pasiones el respeto de la persona y la constante y ardiente adhesión al bien. En la hora meridional de la Grecia clásica, Sócrates demostró que la libertad no estriba exclusivamente en escapar al yugo de los tiranos; ni, siquiera, en saber vencer los obstáculos exteriores; sino en saber vencerse a sí propio y romper las cadenas que atan al individuo al egoísmo de los instintos, a las veleidades del apetito y a la vehemencia confusa de la animalidad. A pesar de los siglos que desde entonces han transcurrido, aquellas limpias exhortaciones siguen teniendo patética validez. En el fondo, el denominador común de todas las cuestiones educativas es de carácter moral. Abrigando esa convicción, en los nuevos programas hemos tratado de robustecer convenientemente el equilibrio de aquellas asignaturas que contribuyen a suscitar, además de un ineludible proceso técnico, la conciencia histórica, ética y cívica de los profesores; de suerte que, al terminar su preparación, no lleven éstos únicamente una vaga imagen de nuestras instituciones sino una confianza democrática depurada por el examen de los asuntos fundamentales de nuestra tierra y una voluntad de equidad y servicio humano que oriente y acendre su inteligencia. Hombres y mujeres íntegros y probos quiere el gobierno que se gradúen en los cursos de este instituto. Que, en su desenvolvimiento, no sea nunca un menguado utilitarismo límite de la ciencia, ni la ciencia escollo jamás para la virtud. Que lo que aprendan no quede superficialmente adherido a su entendimiento, sino incorporado entrañablemente a su actividad. Y que, al aprestarse a remediar las diferentes angustias que su ministerio haya de proponerles, sepan distinguir con exactitud entre la fórmula que esclaviza, porque hace de nuestro prójimo el siervo —callado y ciego— de un sistema automático irremediable, y la fórmula que redime, porque convierte el trabajo de cada quien en camino de luz, de esperanza y de libertad para todos nues tros hermanos.

Inauguración del Instituto Federal de Capacitación del Magisterio, México, D. F., 19 de marzo de 1945.


realidad y destino

ación del Magisterio

Jaime Torres Bodet Realidad y destino Fernando Zertuche Muñoz Fondo de Cultura Económica

Escuela normal de capacitación para maestros. Se alargó la formación de los normalistas rurales de tres años a seis, para igualarse a la de los urbanos, al considerarse que la complejidad de sus actividades era equivalente.

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Jaime Torres Bodet Al abandonar su pasión por la producción literaria para trabajar en pro de la educación de México, nos dejó un enorme legado material y sobre todo, intelectual Fernando Serrano Migallón*

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ACIÓ EN la Ciudad de México el 17 de abril de 1902. En esta mism a c iu dad hizo todos sus estudios, primero en la escuela primaria anexa la normal, después en la preparatoria en la Escuela Nacional Preparatoria, y finalmente en las Escuelas Nacionales de Jurisprudencia y de Altos Estudios de la Universidad Nacional de México.

Administrativamente, al mismo tiempo que enseñaba literatura en la Escuela Nacional Preparatoria, era Secretario de esa escuela, desde donde pasaría a ocupar la secretaría particular de José Vasconcelos, Rector de la Universidad y luego Secretario de Educación Pública. Desde ese momento su pasión y su vocación por la enseñanza se manifestarían a lo largo de toda su vida. La educación que siempre concibió unida a la lectura, no sólo como un medio de comunicación sino sobre todo como un medio de disfrute. Hizo que como jefe del departamento de Bibliotecas en 1922 creara las revistas El Libro y El Pueblo y organizó varias bibliotecas populares. Como escritor se uniría a los grupos de vanguardia literaria de la época. Y con Bernardo Ortiz de Montellano dirigió la revista Falange en los años 1922 y 1923, es importante señalar las fechas para mostrar que no tenía nada que ver con el movimiento fascista español que con ese nombre se fundaría diez años después. Cinco años más tarde fue coeditor de Contemporáneos, revista que daría nombre a ese grupo literario, del que desde luego formaría parte y que ocuparía la escena literaria del México de la época. Su afán por conocer el mundo, la calidad de su expresión en francés, idioma que hablaba desde niño por el origen francés de su madre, y su deseo de contar con más tiempo, para escribir que era su pasión, lo impulsaría a ingresar al servicio diplomático teniendo diversas misiones en Madrid, La Haya, París, Buenos Aires y Bruselas donde en 1939 lo sorprende la Segunda Guerra Mundial. Al año siguiente y en el recién iniciado gobierno de Manuel Ávila Camacho es por tres años subsecretario de relaciones exteriores. El resto de ese sexenio, de 1943 a 1946 fue secretario de Educación Pública, puesto que desempeñó de manera particularmente brillante y que, en la historia de México, junto con la creación de la Secretaría de Educación Pública y la creación de los libros de texto gratuitos que crearía el mismo durante su segundo periodo como Secretario de Educación Pública en el periodo del Presidente

Como titular de la SEP, Torres Bodet dio un impulso sin precedentes a la alfabetización nacional.

Su obra en conjunto es de una calidad y una dimensión fundamental para el siglo XX mexicano”

Adolfo López Mateos son los tres hitos fundamentales del proceso educativo nacional. Como Secretario de Educación Pública reorganizó y dio un impulso sin precedentes a la campaña nacional de alfabetización. Creó el instituto de Capacitación del Magisterio y organizó la Comisión Revisora de Planes y Programas. Creó la Biblioteca de la Enciclopedia Popular y dirigió en México y la cultura. Desde el punto de vista material, construiría numerosas escuelas, señaladamente la Escuela Normal para Maestros, la Escuela Normal Superior y el Conservatorio Nacional, pero sobre todo, dio una estructura física a la concepción doctrinaria de lo que debía ser la educación en México. Al terminar su gestión al frente de la Secretaría de Educación Pública, pasó a ocupar la de Relaciones Exteriores en un momento particularmente complicado: los momentos más álgidos de la Guerra Fría y el fortalecimiento de la Doctrina Internacional de México que se había establecido en el periodo presidencial del General Cárdenas y que éste y sus diplomáticos consideraron que no era solamente una posición ética de defensa de los derechos de los países débiles sino una posición que defendía a México de los ataques de las grandes potencias, fundamentalmente los Estados Unidos. México fue sede de la primera reunión de Academias de la Lengua Española y la Academia de España puso como condición para asistir el reconocimiento diplomático de su gobierno territorial, a lo cual la Academia Mexicana de conformidad con el punto de vista del gobierno de México y con la evidente aquiescencia de Torres Bodet no se hizo y esa primera reunión brilló aun más por la ausencia de la española. En 1948 fue designado Director General de la UNESCO, un reconocimiento de índole internacional a México por su actuación en la Liga de las Naciones al defender a los países víctimas de los ataques de los totalitarismos a la política educativa

de nuestro país y a él en lo personal como un actor fundamental de todo ese proceso. En 1952 renunció a la UNESCO, las razones para este hecho nunca han quedado del todo claras y en sus memorias se deducen varias de las causas. Estaba desilusionado por la forma burocrática en que se empezaba a administrar la organización y el ingreso del gobierno territorial español, encabezado por el General Franco, lo que era la incorporación de ese régimen al sistema internacional y que desoía los acuerdos previos de la Organización de las Naciones Unidas. Se realiza la Asamblea General de la UNESCO en México, bajo la presidencia de Torres Bodet y con la representación por parte de nuestro país de la delegación encabezada por el Doctor Manuel Martínez Báez, quien solicitó que se rindiera un homenaje a la labor realizada en materia educativa y cultural por la República Española y que un golpe de estado internacional había evitado que estuviera presente, todo esto ante la presencia de los representantes del gobierno franquista que ya había ingresado a la organización en el salón. De 1955 a 1958 fue embajador de México en París y en este año ocupa por segunda vez el cargo de Secretario de Educación Pública. Elaboró y puso en marcha un plan de Once Años para la educación primaria en el país. Fundó la Comisión del Libro de Texto gratuito y se entregó por primera vez este elemento indispensable para la formación de los niños mexicanos.

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De obra física son particularmente memorables, aparte de las miles de escuelas elaboradas bajo su dirección por el Comité Administrador del Programa Federal de Construcción de Escuelas, el Museo Nacional de Antropología que por primera vez le da un escenario adecuado a las culturas, que como dice el frontispicio del propio museo, se establecieron en el territorio que hoy es la República Mexicana y que muestra el orgullo que México tiene por su raíz autóctona. Adapta y pone, también, un recinto adecuado al arte virreinal en el museo establecido en el antiguo convento de tepotzotlán otrora, sede de la formación de los jesuitas mexicanos. Asimismo se crearon los museos de Pintura Virreinal, la Galería de Historia de México a los pies del castillo de Chapultepec y la restauración de los murales de la Secretaría de Educación Pública. Torres Bodet ingresó en la Academia Mexicana de la Lengua como miembro de número en el año de 1952, pertenecería también al Colegio Nacional y recibió el Premio Nacional de Letras, muchos honores más de carácter diplomático, cultural y artístico de instituciones y gobiernos nacionales y extranjeros. También formó parte del Instituto de Francia, donde presidió su academia de Bellas Artes, de la Academia del Mundo Latino y Doctor Honoris Causa por las universidades de Albuquerque, Burdeos, Bruselas, La habana, Lima, Mérida, París, Sinaloa y del sur de California. Un escritor prolífico, destacan sus libros de versos, el primero de los cuales publica en 1918, que destaca no sólo por la calidad del texto sino por la juventud del autor. En prosa, sus obras, son particularmente interesantes, por el fondo y por la forma. Es poseedor de una pluma excepcional en prosa y en verso. Su obra en conjunto es de una calidad y una dimensión fundamental para el siglo XX mexicano. Va desde aspectos místicos, hasta una relación permanente con las nuevas técnicas de expresión literaria. Sus escritos son profundamente imaginativos, algunas veces extravagantes, pero siempre con un equilibrio personal que hacen indispensable su lectura. Siempre que se habla de Torres Bodet se plantea la duda de qué hubiera sido de su obra escrita y de la literatura mexicana si no hubiera tenido las habilidades administrativas que tuvo y se hubiera dedicado exclusivamente a la producción literaria. Tendríamos sin lugar a duda una obra apabullante en calidad y extensión; pero gracias a sus habilidades, tenemos el Museo Nacional de Antropología e Historia, los libros de texto gratuitos y prácticamente la erradicación del analfabetismo en México. Fallece el 13 de mayo de 1974 en la Ciudad de México y en la carta de despedida donde explica su partida, reconoce y nos hace saber que se niega a vivir como si estuviera vivo cuando en realidad ya no lo estaba.

*Escritor, jurista, politólogo.


Reforma del artículo tercero de la constitución Para 1946, ante una posible oposición tanto como de la izquierda como de la derecha, resultaba imprescindible realizar una reforma del artículo tercero constitucional que eliminara principalmente dos aspectos: la jactancia de creer que la educación podía inculcar un “concepto exacto del universo”, y suprimir la afirmación de que la educación mexicana era socialista

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EGR E SÉ a México el 23 de noviembre. Las pláticas que tuve, días más tarde, con don Manuel y con algunos de mis colaboradores me confirmaron en tres ideas que me habían acompañado durante el viaje de Londres a Nueva York.

Era indispensable que México no redujese, en 1946, el presupuesto gubernamental destinado a la educación pública. Después de lo dicho por mí en la Gran Bretaña, hubiera resultado muy poco serio desmentir, con la disminución de las cifras, lo que tanto habíamos acentuado con la vehemencia de las palabras en las sesiones de la asamblea que estableció la UNESCO. Por otra parte, urgía evitar que, por celo burocrático mal entendido, los inspectores de la campaña contra el analfabetismo tratasen de sorprendernos con estadísticas hipotéticas y censos exagerados. Yo había expuesto, en Londres, las bases de una acción alfabetizadora modesta, efectiva y clara. Y no podía permitir que la autenticidad de nuestros propósitos quedase a merced de la fantasía de los encargados de calificar los cómputos finales. Por último, resultaba ya imprescindible iniciar la reforma del artículo tercero constitucional. Desde el día en que el presidente Ávila Camacho me ofreció el cargo de secretario de Educación Pública, me había exhortado a pensar en la conveniencia de esa reforma. Ya expresé las razones que me animaron a diferir un acto de trascendencia tan evidente. Pero lo que hubiese parecido una concesión a los reaccionarios, en diciembre de 1943, se presentaba —al concluir 1945— con caracteres totalmente diversos. En primer lugar, a falta de otros méritos, los dos años de trabajo transcurridos desde mi nombramiento atestiguaban —si no me engaño— seriedad y dedicación. Desde otro punto de vista, el establecimiento de la UNESCO, abría nuevas perspectivas espirituales, no sólo en el plano de la colaboración internacional en materia de educación, de ciencia y de cultura, sino en el terreno mismo de la acción educativa que corresponde a cada gobierno, en cada país.

y que —según apreciarán los lectores— definía muy claramente su posición frente al caso planteado para el gobierno.1 Las razones invocadas por el licenciado Bassols me impresionaron —pero no me persuadieron. Juzgué débil, por ejemplo, toda su argumentación en lo relativo al hecho de que “dar a la educación pública tendencias socialistas” no debería “valorizarse en el abstracto, por su congruencia, podríamos decir arquitectónica, con el resto de la estructura del país”, sino que había de “medírsele, conjugándolo con las mil aspiraciones vagas y contradictorias, que, sin embargo, encarnan siempre los grandes anhelos nacionales…” ¿Cómo aceptar tesis semejante? El artículo tercero no hablaba sólo de “tendencias”. Se refería, concretamente, a una “educación socialista”. Por otra parte ¿cómo fundar en esas “mil aspiraciones vagas y contradictorias”, dentro de un país “de pensamiento social tan primario y confuso” —y de régimen institucionalmente democrático— una enseñanza socialista, animada entre otras cosas por el propósito de afirmar en los educandos “un concepto racional y exacto” del universo? En un punto, la opinión del licenciado Bassols se hallaba absolutamente justificada. Sí, “el problema político real” radicaba “en la prohibición a la Iglesia católica de intervenir en la escuela primaria para convertirla en instrumento de propaganda confesional”. Pero estimé excesivas las conclusiones de mi corresponsal, como los hechos no tardaron en demostrarlo. En efecto, “por ese camino”, no fuimos a dar “al despeñadero de la guerra civil, antes de un año”, según lo vaticinaba el licenciado Bassols. El consejo de un hombre de probidad crítica tan valiosa, pesó mucho en mi reflexión. Pero —repito— no encontré en sus advertencias razón bastante para mantener fórmulas equívocas y que, en estricto rigor, resultaban inaplicables. No pretendía yo abjurar, en manera alguna, de la voluntad de justicia social que ha sido el motor más noble de nuestros movimientos políticos democráticos. Lo único que deseábamos —don Manuel y yo— era establecer, en el nuevo artículo, una doctrina coherente con el espíritu de la Constitución, y hacerlo por eso mismo menos vulnerable. O se modificaba el conjunto de nuestra Carta Magna, o se tenía que definir nuestra educación en términos que no pareciesen la descripción de un caballo de Troya, más teórico que efectivo. Mes a mes, las ideas esbozadas en 1944 habían ido afirmándose en mí. Consulté a varios juristas. Y, en primer lugar, al procurador Aguilar y Maya. Con la mayor discreción posible, traté de conocer la opinión de hombres de inteligencia particularmente sensible a las consecuencias políticas de cualquier decisión

Las ideas de libertad, justicia y democracia habían sido reiteradas, una y otra vez, en todas mis intervenciones de Londres. Esas ideas figuraban ya, textualmente, en el Acta Constitutiva suscrita el 16 de noviembre de 1945. El preámbulo de esa Acta hablaba de un “libre intercambio de ideas y de conocimientos” y de “la posibilidad de investigar libremente la verdad objetiva”, pero no hablaba —por cierto— de que la investigación de esa verdad objetiva tuviese como propósito definir y difundir un “concepto exacto del universo”. Ni siquiera Blum, socialista de pensamiento y de corazón, se hubiese atrevido a preconizar —para un mundo todavía no socialista— una “educación socialista” en lugar de la educación democrática que habíamos defendido, palmo a palmo, a lo largo de todas las reuniones del comité de redacción presidido por el poeta MacLeish. A mayor abundamiento, la prensa y los intelectuales de México habían comentado con simpatía la labor de la delegación mexicana que tuve la honra de encabezar. Hombres como Antonio Caso consideraron plausibles, en declaraciones públicas, los argumentos invocados en mi discurso del 2 de noviembre. Y periodistas de la calidad de Carlos González Peña, Miguel Alessio Robles, y otros, dedicaron editoriales a demostrar que México, en Londres, había hablado “sin subterfugios, franca y lealmente”. Esas virtudes de franqueza y de lealtad —si eran ciertas— exigían un corolario lógico: adaptar el texto de nuestra Constitución a lo expresado, en nombre de la República, desde una tribuna de resonancia internacional. Por lo que concierne al presupuesto, el jefe del Ejecutivo —a pesar de las restricciones hechas en otros ramos— aprobó que se ampliaran los créditos otorgados a la secretaría de Educación. Tales créditos alcanzarían, en 1946, un total de 207 millones 900 mil pesos. En lo relativo a la campaña, di instrucciones formales a mis ayudantes para que no admitieran datos dudosos, sobre resultados imaginarios, y para que analizaran los informes de los inspectores locales y regionales con el más riguroso sentido crítico. Pero el mayor problema quedaba por resolver. Era apremiante redactar, sin demora, un texto nuevo para el artículo tercero de la Constitución política del país. Las ideas fundamentales de la posible reforma habían sido discutidas por mí con el Presidente desde el verano de 1944. Don Manuel —siempre espontáneo y sincero en sus inquietudes y en sus gestiones— quiso conocer la opinión de quien había asumido valientemente la responsabilidad de la enmienda hecha a ese artículo en 1934. Se trataba, nada menos, que del licenciado Narciso Bassols. El 30 de agosto de 1944, con tanta franqueza como don Manuel, me envió una carta, que reproduzco en nota,

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de semejante categoría. Anoté algunas de sus observaciones. Y, en unión del licenciado Ernesto Enríquez, me puse a revisar un primer proyecto, acentuándolo, aclarándolo y precisándolo. Me encontraba al cabo de esa labor cuando cierto acontecimiento —que podrá parecer puramente social— vino a proporcionarme un inesperado estímulo. El 7 de diciembre, intelectuales mexicanos y escritores extranjeros residentes en México, me ofrecieron un banquete en el Hotel Majestic. Asistieron el ex presidente Portes Gil, don Fernando de los Ríos, ministro de Estado del gobierno republicano en el exilio, el embajador de Francia, el de Colombia (lo era, entonces Jorge Zalamea), el ministro de Bélgica, el novelista Jules Romains, don Indalecio Prieto, el licenciado Vicente Lombardo Toledano, el filósofo José Gaos, el poeta Carlos Pellicer y muchos literatos, políticos y maestros de México. A los postres, hicieron uso de la palabra el licenciado Alejandro Quijano, director de la Academia Mexicana, en nombre de nuestros compatriotas, y Jules Romains, en representación de los participantes extranjeros. Don Alejandro manifestó que, en Londres, nuestra delegación había puesto a la vista del mundo “el para nosotros venerado nombre de México”. Y, refiriéndose a los resultados obtenidos, añadió: “Nuevo trato entre los pueblos, cooperación, supresión de odios y de recelos, esto es, mutuo servicio sin restricciones de los hombres, corazón abierto para llorar y curar como propia la herida ajena, ¿qué es todo esto sino la esencia renovada, hoy más que nunca urgente en la tierra, de la eterna ley?”… Por su parte, Jules Romains —como lo había intentado yo mismo, en Londres— puso en guardia a los concurrentes frente al peligro de pensar que la instauración de la paz había sido ya plenamente lograda por el simple término de la guerra. “No tengamos la ingenuidad de creer —declaró— que, con la derrota militar del nazismo, el balance de la mentira, de la mentira oficial y protegida por el Estado, haya concluido.” La presencia de algunos políticos mexicanos en aquel banquete (y, especialmente, la del licenciado Lombardo Toledano) era en verdad significativa. No ignoraba él que el presidente Ávila Camacho iba a proponer, en ese mismo mes, una enmienda del artículo tercero de la Constitución. Estaba enterado de las líneas generales del nuevo texto. Habíamos conversado sobre el asunto. Y suyas fueron, si no me engaña el recuerdo, dos sugestiones: la de mencionar “los resultados del progreso científico” como base de la enseñanza y la de aludir a la democracia, no solamente como a un régimen político, sino como a un sistema de mejoramiento económico, social y cultural. Desde el 30 de noviembre —siete días antes del banquete—, el Sindicato Nacional


de Trabajadores de la Educación había declarado que rechazaría toda reforma que negase el “carácter afirmativo revolucionario de la escuela mexicana”. Pero los intérpretes del SNTE aprovecharon la Conferencia Pedagógica, Económica y Política —reunida en el salón de actos de su organización— para reconocer, ese mismo día, que “nuestra legislación educacional debería ser revisada en forma tal que se eliminasen todo confusionismo y toda concepción demagógica e intrascendente, a fin de que se definieran, en forma absolutamente clara, la doctrina y el carácter revolucionario de la escuela mexicana”. Aquellas palabras eran para mí, a la vez, una advertencia y una concesión. El SNTE no se opondría a cuanto consistiera en eliminar el “confusionismo” y en suprimir “toda concepción demagógica e intrascendente”. Sus declaraciones iban mucho más lejos, puesto que —al enumerar las finalidades y al precisar el carácter de la escuela mexicana— los oradores del SNTE parecían reproducir ideas que habían circulado en no pocas de mis intervenciones públicas. A juicio de esos oradores, nuestra escuela habría de actuar en la vida social del país con un sentido que contribuyese a forjar la unidad nacional necesaria para la realización de los grandes ideales por los que había luchadoel pueblo mexicano. Y definían semejantes ideales de la siguiente manera: “la consumación de la independencia económica de México, la consolidación de su independencia política, el perfeccionamiento de nuestro régimen democrático y una convivencia social más humana y más justa”. Ninguna de aquellas aspiraciones había sido omitida por mí en los diversos mensajes dirigidos a los maestros de México, a partir del congreso de unificación efectuado en el Palacio de Bellas Artes durante los últimos días de diciembre de 1943. Semejante coincidencia era, por tanto, un testimonio valioso, de adhesión y de lealtad.

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Hasta cierto punto, todo aquello podía estimularme. Pero no desconocía yo los peligros —políticos y morales— de iniciar, en las condiciones en que nos encontrábamos, una nueva reforma del artículo tercero. Los peligros políticos eran obvios. La “izquierda” se hallaba en esos días muy dividida. Algunos de sus grandes representantes, como Lombardo Toledano, podían admitir una enmienda del texto de 1934. Otros —y no menores—, como Narciso Bassols, no la admitirían jamás. Por otra parte, la “derecha” no aprobaría reforma alguna que mantuviese el requisito de una autorización previa del poder público para establecer escuelas particulares de educación primaria, secundaria y normal y de aquella (de cualquier tipo agrado) destinada a obreros y campesinos. Y, sobre todo, la Unión de Padres de Familia protestaría ante el hecho de que la autorización pudiera ser negada o revocada, sin que contra tales resoluciones procediese juicio o recurso alguno. Mis preocupaciones eran más profundas. ¿Tendrían razón los que reclamaban la plena libertad de enseñanza, sin limitaciones ni cortapisas señaladas por el Estado? ¿Era justo que no procediese recurso alguno contra la negativa o la revocación de la autorización exigida para instalar ciertos tipos de escuelas en el país? “La enseñanza es libre”, habían declarado los constituyentes de 1857. Y la opinión de los constituyentes de 1857 era, por todos conceptos, muy respetable. Pero vivían ellos en una época muy distinta, la del liberalismo clásico, que acabó por tener todas las consecuencias sociales que conocemos: predominio del individualismo, auge inmoderado de los más fuertes, desdén para las masas

Una educación capaz de contribuir a la desheredadas por la cultura. Años más tarde, mejor convivencia humana, tanto por los en pleno desarrollo del porfirismo, hombres elementos que aportase a fin de robustecer de la talla de don Justo Sierra habían exaltado en el educado —junto con el aprecio para la —con razón— las ventajas de la escuela laica. dignidad de la persona y la integridad de la faPersonalmente, no sigo el culto de iglesia milia— la convicción del interés general de la alguna. Sin embargo, respeto a los creyentes sociedad, cuanto por el cuidado que pusiera en de cualquier religión y en cualquier lugar. Pero sustentar los ideales de fraternidad e igualdad estimo que la conciencia del niño no tiene por de derechos de todos los hombres, evitando los qué verse modelada, prematuramente, en doprivilegios de razas, de sectas, de grupos” de minios de categoría tan personal, por maestros sexos o de individuos. sumisos a los intereses de un credo determiMe doy cuenta de que, al resumir las ideas nado. La historia de México demuestra hasta que nos pareció indispensable incluir en la parqué punto la llamada “libertad de enseñanza” te doctrinal del nuevo artículo tercero, lo que fue, en ocasiones, un instrumento al servicio he hecho, prácticamente, ha sido reproducir de quienes trataban de combatir a la libertad. su texto, sintetizándolo.2 Y me congratulo de La Constitución de 1917 garantiza la libertad de creencias. Por eso mismo, la escuela tal anticipación, pues el lector podrá comprenno debe ser, entre nosotros, ni un anexo clander así, más fácilmente, cuáles eran nuestras destino del templo, ni un arma deliberadaintenciones fundamentales: dar al gobierno mente apuntada contra la autenticidad de la de México una serie de normas educativas fe. Nuestras aulas han de enseñar a vivir, sin que no ignorasen ni las mejores tradiciones de odio para la religión que las familias profesen, su pasado histórico liberal, ni las verdaderas pero sin complicidad con los fanatismos que conquistas de su experiencia revolucionaria, cualquier religión intente suscitar en las nueni las posibilidades de un progreso erigido en vas generaciones. el patriotismo y en la voluntad de cooperación Un liberal de 1945 no podía olvidar el pacon todos los pueblos de la tierra. sado de la República. Y tenía que actuar como actuó, en definitiva, el gobierno del general Ávila Camacho. Y cito personalmente a don Manuel porNo fue el éxito obtenido en la Conferencia que, día a día, mientras avanzábamos en la de Londres lo que me incitó a formular una redacción del artículo que el Ejecutivo iba redacción como la que he transcrito en los a proponer al Congreso, estuvo él en estrepárrafos precedentes. cho contacto con nuestros diversos esbozos Fue, al contrario, la circunstancia de que, y, también, con nuestras inquietudes. Don al preparar las intervenciones de la delegación Manuel era un sincero católico. Pero era, que debería representar a México en la Gran asimismo, un soldado de la Revolución. Y el Bretaña, había acabado por definir un criterio soldado de la Revolución comprendió —con idéntico, estimando que ese criterio era digno patriótica claridad— que no podíamos ir más de la República —y digno, por otra parte, de lejos de lo que fuimos, sin traicionar que la República lo ofreciese a la disnuestro origen y sin defraudar cusión internacional convocada los intereses permanentes de en Londres. nuestro pueblo. El general Ávila Cama“Se añadiría ¿En qué consistiría, cho leyó atentamente los un nuevo aparentonces, la enmienda diversos borradores del tado —el número que propondríamos al anteproyecto, al cual VII—, estableciendo Congreso? —de acuerdo con sus que ‘toda la educaAnte todo, en elimiúltimas instrucciones— ción que el Estado nar de la redacción del ardimos forma definitiva el imparta será gratículo tercero, aprobada en jueves 13 de diciembre de 1934, una curiosa jactancia: 1945. Él fue quien decidió tuita’” la de creer que la educación encargarse de hablar con los puede inculcar, en todas sus diputados, y senadores capaces fases, un “concepto exacto del unide ejercer influencia mayor en el curso de los debates de las dos Cámaras. verso”. Y, además, en suprimir un alarde El viernes 14, me llamó por teléfono. político manifiesto: el que afirmaba que la Se encontraba en Los Pinos. Me expresó el educación mexicana era socialista. ¿En qué deseo de que fuese a verlo inmediatamente. parte de nuestro territorio se daba, en verdad, Tomé el automóvil, me dirigí a su despacho, esa educación? y encontré a don Manuel más sonriente que De hecho, en ningún lugar; ni siquiera en de costumbre. los libros de propaganda (los fanatismos no se Había tenido, al parecer, éxito absoluto en combaten con fanatismos) que se ofrecieron, a su conversación con los representantes de los veces, como manuales escolares o como textos sectores más avanzados en la política mexicacomplementarios de lectura… na. No me ocultó, por cierto, que el licenciado Era preferible definir, con la mayor nitiLombardo Toledano le había brindado una dez posible, el criterio que debería orientar, ayuda tan hábil como eficaz.3 en lo sucesivo, a la educación. Una educación tendiente a desarrollar, de manera armónica, El solo cambio pedido —que don Manuel todas las facultades del ser humano, y a foaceptó desde luego— era el siguiente: después mentar en él, a la vez, el amor a la patria y la del párrafo en que se declaraba obligatoria (y conciencia de la solidaridad internacional en la gratuita) la educación primaria, se añadiría un independencia y en la justicia. Una educación nuevo apartado —el número VII—, establedemocrática, que considerase a la democracia ciendo que “toda la educación que el Estado no solamente como una estructura jurídica y imparta será gratuita”. un régimen político, sino como un sistema de Me incliné ante sus razones, aunque no vida fundado en el constante mejoramiento sin hacerle ver que esa frase —muy generoeconómico, social y cultural del pueblo. Una sa— suscitaría, a la larga, serias dificultades. educación nacional que, sin hostilidades ni Si, en 1945, con una población de menos de exclusivismos, atendiera a la comprensión veintitrés millones de habitantes, nuestro sisde nuestros problemas, al aprovechamiento tema de educación primaria era tan raquítico de nuestros recursos, a la defensa de nuestra todavía —y resultaban tan escasos nuestros independencia política, al aseguramiento planteles de nivel medio—, ¿qué ocurriría en de nuestra independencia económica y a la 1965 o en 1980? continuidad así como al acrecentamiento de A la postre, por el rápido aumento de la nuestra cultura. población y por la incapacidad económica de

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los presupuestos, aquella norma, aparentemente tan justa, limitaría el desarrollo de los establecimientos escolares sostenidos por el poder público y contribuiría indirectamente al auge de los planteles particulares, con elevadas cuotas de inscripción y colegiatura. Sin esa cláusula, el Estado hubiera podido promover un régimen de becas para los educandos pobres y establecer medidas de colaboración financiera para los colegiales con familias de recursos económicos suficientes. Don Manuel me miró, no sin ironía. Y me dijo: “No puede siempre obtenerse, don Jaime, todo lo que se quiere; Felicitémonos de lo conseguido.”

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Por la tarde del mismo viernes 14, reuní en mi despacho a los representantes de la prensa y les di a conocer el texto en proyecto remitido al Congreso. La reacción pública fue inmediata. El lunes 17 de diciembre, los diarios reprodujeron un testimonio del Sindicato Nacional de los Trabajadores de la Educación. Los maestros manifestaban su acuerdo con el proyecto del Ejecutivo, pues —según decían— “las reformas propuestas por el Primer Mandatario no afectaban en nada el espíritu revolucionario de la ley”. Prudentemente, el SNTE anunciaba, sin embargo, que discutiría el punto en su próximo Congreso Nacional, convocado para los últimos días de diciembre de 1945 —y efectuado en realidad, en enero de 1946; es decir: cuando ya las dos Cámaras habían dado su aprobación a la iniciativa presidencial. El editorialista de Excélsior objetaba ciertas frases del nuevo texto: sobre todo, la alusión a los “fanatismos” y a los “prejuicios”. Hubiera preferido —además— que el artículo tercero “consagrara el principio de libertad de enseñanza”. Pero añadía: “Sin embargo, no es posible desconocer la realidad de México, ni su historia inmediata, ni menos la mediata, y comprendemos que no se pudo intentar más y que lo hecho, por el espíritu conciliador, que en parte tiene, merece la felicitación sincera de quienes no pueden suscribirlo totalmente.” En el mismo diario, la voz de Aldo Baroni nos resultaba más favorable. “El pueblo de México ha recibido —decía— de manos del Presidente de la República su mejor regalo de fin de año en el orden del espíritu.” Y, refiriéndose a mí, agregaba muy amablemente: “con sus discursos… marcó rumbos doctrinales y el contenido de la enseñanza que conviene a México… Es raro que, en México, los discursos sirvan para algo constructivo. Esta vez, el milagro se hizo”. Por su parte, El Universal opinaba que existían “motivos sobrados en apoyo de la reforma del artículo 3º” y que, “sin ánimo adulatorio, cabía afirmar que los términos en que estaba redactada la iniciativa eran inobjetables”. “Suprime en ese precepto —indicaba el autor del editorial— toda ganga demagógica; le da un contenido claro y realista; fija lineamientos precisos y avanzados como normas para orientar la educación pública y conserva íntegramente lo que merece conservarse de los principios que encierra el texto actual.” Mientras tanto, la Unión de Padres de Familia no perdía el tiempo. Había hecho insertar, en los periódicos de mayor circulación, un boletín en el que solicitaba la adhesión (firmada) de los partidarios de que el artículo fuese reformado en términos que consagraran y garantizasen la libertad de enseñanza. El martes 18, el tono de los voceros oficiales del SNTE se hizo más cálido. El profesor Peraza manifestó a la prensa: “Ninguna objeción tiene que hacer el gremio magisterial al proyecto, por cuanto estima que satisface las exigencias educacionales del país,


sin caer en extremismos ni implicar derogaciones trascendentales.” En su primera página, Excélsior publicó la siguiente declaración del Arzobispo de México, Monseñor Luis María Martínez: “El proyecto de ley enviado por el señor Presidente de la República al Congreso de la Unión para reformar el artículo 3º de la Constitución General de la República, aunque conserva las cortapisas a la libertad de enseñanza establecidas por la Constitución de 1917, constituye sin embargo un paso importante hacia la libertad porque aclara conceptos y remueve los obstáculos que, con motivo de la reforma de dicho artículo, hecha en 1934, turbaron la tranquilidad espiritual. La orientación que da a la enseñanza tiende a procurar la estabilidad de la familia, tan importante en las sociedades; a fomentar el patriotismo, noble sentimiento que cooperará eficazmente a la unidad nacional, y pone la educación en armonía con las aspiraciones actuales de la humanidad aleccionada por la formidable guerra que acaba de pasar.” El tono del gran prelado —¡tan mexicano!— me conmovió. No tenía con él relación alguna. Incluso no recuerdo si, en alguna sesión académica, le fui presentado por el novelista Rubén Romero, quien solía hablar de él con el entusiasmo —un tanto irónico— que tenía para las personas que le impresionaban más de la cuenta: más, por lo menos, de lo que él aceptaba que nadie le impresionase… Pensé, en un principio, que el Arzobispo guardaría silencio sobre la reforma —y dejaría que otros la censuraran. Las limitaciones de su elogio eran evidentes, no imprevisibles. lo imprevisible era el elogio mismo. Tan imprevisible (y, después de todo, tan oportuno) que un político malicioso hubiera podido temer aquella insólita bendición. ¿No sería un ardid sutil para enardecer a los izquierdistas recalcitrantes y frustrar el debate de las dos Cámaras? Por fortuna, no lo pensé. Y creo que pensarlo hubiera implicado una suspicacia bastante injusta. Injusta frente a la posición adoptada por Monseñor Martínez, tal suspicacia era en cambio lógica ante la actitud de otros elementos como los que representaba la Unión de Padres de Familia. El 21, la Unión dirigió un largo escrito a la Cámara de Diputados. Todo le parecía inaceptable en la iniciativa enviada al Congreso por el Presidente de la República. A su juicio, la simple referencia a los “fanatismos” delataba una voluntad de persecución antirreligiosa. El autor del escrito se interrogaba: “¿Cómo va a luchar la educación contra los fanatismos y los prejuicios?” Y se contestaba a sí propio: “Con los mismos medios que señala el precepto vigente.” Para justificar su aserto, pretendía identificar dos ideas, indudablemente distintas. El artículo aprobado en 1934 se proponía “crear en la juventud un concepto racional y exacto del universo y de la vida social” y la enmienda quería fundar la acción educativa del Estado “en los resultados del progreso científico”… ¿Cómo era posible equiparar esos dos propósitos? La Unión no se limitaba al ataque que aquí señalo. Citando un discurso de Víctor Hugo (“dirigir todas las almas y sus aspiraciones hacia una vida ulterior, en que la justicia será cumplida”), exigía que se respetase en lo sucesivo el principio de la libertad de enseñanza y vilipendiaba el “monopolio absoluto de la educación en manos del Estado”, sin recordar que los administradores de ese “monopolio” habían autorizado ya —y seguían autorizando liberalmente— la instalación y el funcionamiento de muchas escuelas particulares. La admonición de los “padres de familia” concluía exhortando a los representantes del pueblo a modificar, uno tras otro, los párrafos de la iniciativa. Los diputados de la Confederación de Trabajadores de México hicieron también otra proposición. Era más modesta, pero acaso —por eso mismo— más peligrosa. Intentaba modificar los términos del artículo sugerido por don Manuel.

reserve la facultad omnímoda de cancelar los permisos que conceda para el funcionamiento de escuelas particulares de aquellos grados, y que no se conceda ningún recurso en contra.” Hicieron también ciertas objeciones los senadores Fernando Amilpa y Celestino Gasca. Pero finalmente el proyecto se adoptó por cuarenta y ocho votos en pro y uno en contra: el del licenciado Araujo. Don Manuel me dio, por teléfono, la noticia. Nos felicitamos recíprocamente. Y, al colgar el audífono, me quedé un momento meditabundo. No he sabido jamás apreciar la verdad del éxito. Cuando un trabajo concluye, me parece que ha desaparecido —de pronto— una porción de mi propio ser. La sensación de vacío que en ese instante advertí era parecida a la que había experimentado de joven, cada año, al terminar los exámenes escolares. “Resultaste aprobado”, me decían mis compañeros… Y la pregunta que yo me hacía, al oírles, no era tanto: ¿por qué razones me aprobarían los sinodales?, sino ésta, más inquietante: ¿qué compromisos va a señalarme su aprobación?

Y, en lo relativo a la frase tan discutida —sobre “los resultados del progreso científico”— recomendaba una redacción mucho más oscura, recogiendo cierta expresión descubierta en el Acta Constitutiva de la UNESCO: “el conocimiento de la verdad objetiva”. A este respecto diré —aunque sea de paso— que aquella expresión me pareció siempre infortunada. Si la acepté, en Londres, como miembro del Comité encargado de redactar el preámbulo del Acta, fue por no suscitar mayores dificultades dentro de un grupo de delegados que admitieron muchas de las sugestiones hechas y de las proposiciones formuladas por mí como representante de México. Las posiciones “extremas” habían quedado así definidas. Y los diputados tendrían que apresurarse si no querían verse mayormente asediados por la acción simultánea —y contradictoria— de las derechas y las izquierdas. Los miembros de las comisiones encargadas de estudiar el proyecto del Ejecutivo entendieron las razones de aquella urgencia. Y el lunes 24, esas comisiones (la primera y la segunda de “puntos constitucionales”, la segunda de “gobernación” y la segunda de “educación pública”) sometieron a la Cámara su dictamen. Los responsables de aquel documento pusieron mucho cuidado en no lastimar, ni con el roce de un pétalo de violeta, al gobierno que adoptó la redacción de 1934. Intentaban, incluso, la defensa póstuma de aquella redacción, pues decían que la reforma de 1934 había significado, “en la etapa en que se hizo, un progreso en el desenvolvimiento de la educación nacional, como en otra época la obra de Gómez Farías”. Tranquilizadas así sus conciencias, pasaban análisis del proyecto. He dicho análisis, y debí decir —más exactamente— reiteración. Ciertamente, invocaba el dictamen, de manera muy oportuna, la doctrina de la unidad nacional, entonces en boga. Y, ciertamente también, trataba de explicar —en el punto XII— por qué motivos no procedía juicio o recurso alguno contra las determinaciones del poder público en lo concerniente a la negativa o a la revocación de la autorización exigida para instalar escuelas de determinados tipos en el país; pero hubiera sido conveniente que el texto señalara con mayor claridad las razones históricas y sociales de esos motivos. Las comisiones rechazaron cortésmente “el contraproyecto de reformas formulado por los diputados del sector obrero”. Y la Cámara aprobó el dictamen, durante la sesión del miércoles 26 de diciembre. El proyecto fue transmitido al Senado. Allí lo impugnó, el viernes 28, un antiguo amigo mío, el licenciado Emilio Araujo. Citaré su discurso, tal como lo reprodujo la prensa: “He aprobado la reforma al artículo tercero constitucional en lo general, porque es mi convicción sincera que la iniciativa del Ejecutivo contiene en su entraña las aspiraciones del pueblo mexicano; porque quita a la enseñanza el chocante carácter dogmático de que la investía el artículo tercero tal y como aparece hoy redactado en nuestra Constitución; porque la reforma da a la enseñanza un sentido humano; porque implica un contenido nacional y porque, en suma, incorpora a la enseñanza las nuevas direcciones que el mundo ha conquistado en la última guerra y la pone en consonancia con nuestra situación internacional. Pero creo que el proyecto no puede aprobarse, a pesar de estas excelencias que soy el primero en reconocer, porque la parte final del párrafo segundo del artículo, y el quinto igualmente, son inconstitucionales. Estatuyen tales párrafos el control que el Estado debe tener de las escuelas de primera enseñanza, secundarias y normales, todo lo cual lo juzgo conveniente y constitucional. Lo que no es constitucional es que el Estado se

1 La carta decía así: “Querido compañero Torres Bodet: En nuestra plática de ayer, tuve oportunidad de hablar a usted de los puntos de vista que hace algunos días, al pedirme mi opinión el señor presidente Ávila Camacho sobre una posible reforma del Artículo 3º de la Constitución, me permití exponerle verbalmente. Por la gran trascendencia y responsabilidad que atribuyo a cualquier palabra —y hasta a cualquier pensamiento— referente al problema educativo; con la mira, además, de evitar imprecisiones siempre peligrosas; y con el propósito, por último, de coadyuvar un poco siquiera al planteamiento preciso de las principales cuestiones que el tema suscita, he creído de mi deber hilvanar estos renglones sin demora. Su carácter puramente complementario de nuestras conversaciones, hace que no vayan más allá de un mero guión de pensamientos. Implícito queda lo demás. ” “He aquí lo sustancial: ”PRIMERO.—Si bien nunca fui, ni como secretario de Educación, ni como ciudadano, un propugnador de la reforma del Artículo 3º constitucional, sí soy el autor de su texto y por lo tanto, responsable de la redacción que ofrece. El esquema de mi posición frente a la reforma constitucional está vaciado en la nota que dirigí a la Cámara de Diputados en septiembre de 1932, y que figura al frente de la Memoria de Educación de ese año. ”SEGUNDO.—Enfoqué y conduje la reforma del Artículo 3º en 1934, partiendo de la base de que se trataba de un hecho político definitivamente consumado en la Convención de Querétaro de fines de 1933, y al cual todos los miembros del régimen revolucionario teníamos —y tenemos— que enfrentarnos con un criterio al mismo tiempo realista y solidario. ”TERCERO.—El imperativo nacido en Querétaro, de dar a la educación pública tendencias socialistas, no debe valorizarse en el abstracto, por su congruencia, podríamos decir arquitectónica, con el resto de la estructura del país, sino que más bien ha de medírsele conjugándolo con las mil aspiraciones vagas y contradictorias, que, sin embargo, encarnan siempre los grandes anhelos nacionales, en un país como el nuestro de pensamiento social tan primario y confuso. ”CUARTO.—Situados dentro de la realidad, debemos pensar muy bien lo que significará prescribir el ideal socialista de la educación. Hoy día, quitar la palabra, equivaldría forzosamente a tanto como eso. ¿Tiene la humanidad otra meta mejor? Si el movimiento social mexicano abjura de esa ruta, ¿cuál podrá tomar? Asignarle finalidades puramente democráticas es mucho más vago aún, lo dejaría sin sustantividad y sordo a las aspiraciones profundas del pueblo. ”QUINTO.—No me coloco en la posición arrogante —sobre todo cuando se trata de pensar el problema— de sostener que la fórmula del concepto racional y exacto sea perfecta. Ni mucho menos. Pero examinemos la cuestión de si es seriamente objetable. Veámoslo a contraluz. ¿Es que se podría defender una

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educación ‘irracional’, es decir, mística? ¿Y una educación orientada conforme a la razón, categoría suprema del hombre racional, por lo tanto, es malo que sea válida, científica, correcta? No otra cosa quiere decir el segundo atributo de exacta, que se le fija, Así reducida la controversia a una humilde e insignificante cuestión de palabras, pierde la trascendencia que artificiosamente se le ha querido dar. ”SEXTO.—Porque la verdad es y no debemos olvidar un solo instante que el problema político real no radica ni en el término ‘socialista’, ni en la fórmula del ‘concepto racional y exacto’. Está en la prohibición a la Iglesia católica de intervenir en la escuela primaria para convertirla en instrumento de propaganda confesional y anticientífica. Lo demás son pretextos. ”SÉPTIMO.—Y si no se va a autorizar que el clero se apodere de la escuela mexicana ¿qué sentido tiene suscitar una gran controversia nacional alrededor de la reforma del Artículo 3º de la Constitución? Porque no cabe hacerse ilusiones: las poderosas fuerzas de la derecha, tan pronto como vean que la reforma ‘se sale por la tangente’, en vez de apaciguarse, van a encender una contienda descomunal, muy de fondo, seguras de que ha llegado el momento tácito —frente a un paso inicial que acusaría debilitad de nuestra parte— de promover la rectificación esencial de nuestra vida pública. ”OCTAVO.—Por ese camino se iría a dar, buscando la unidad nacional, al despeñadero de la guerra civil, antes de un año. ”Ésas son, en esencia, las razones de mi opinión completamente adversa a todo proyecto de reformas al Artículo 3º Constitucional. ”Lealmente —hoy a la luz del problema educativo, como ayer bajo el signo de un gran Memling— le deja aquí una huella de su afecto, Narciso Bassols.” El texto preinserto fue impreso en el folleto Tres Temas Nacionales, el 21 de julio de 1962, en los talleres de la Editorial Libros de México, S. A. 2 En el resumen que acabo de formular, no figuraba un párrafo que tengo el deber de citar ahora. Ese párrafo es el siguiente: “Garantizada por el artículo 24 la libertad de creencias, el criterio que orientará a dicha educación —nos referíamos a la enseñanza impartida por el Estado: Federación, Estados y Municipios— se mantendrá por completo ajeno a cualquier doctrina religiosa, y, basado en los resultados del progreso científico, luchará contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios.” Ese párrafo fue el que mayores críticas suscitó en cierto sector de la prensa de la República. Los escritores que colaboraban en diarios y revistas de tal sector, no podían oponerse frontalmente a que nuestra educación estuviera basada “en los resultados del progreso científico”, ni podían atreverse a pedir que no luchara el país contra la ignorancia; pero habrían preferido que desapareciese la última frase, relativa a “las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios”. Con sólo eso, demostraba qué era lo que insistían en proteger: la consolidación de las servidumbres y el mantenimiento de los fanatismos y los prejuicios… En el momento de las deliberaciones, semejantes críticas sirvieron más al Ejecutivo que la vehemencia de algunas otras voces y los elogios de algunas otras plumas. 3 De acuerdo con las noticias aparecidas en los periódicos capitalinos del sábado 15, asistieron a la entrevista celebrada en Los Pinos (entre otros, y además del licenciado Lombardo Toledano) los señores Álvaro Livas Marfil, de la Confederación Nacional Campesina; Juan Gil Preciado y Antonio Nava Castillo, de la Confederación Nacional de Organizaciones Populares; Alberto Lumbreras y Blas Manrique, y, como representantes del SNTE, los profesores —Gaudencio Peraza, Félix Patiño, Alfonso Ramírez Altamirano y Aureliano Esquivel.


El plan de once años eran. En cuanto a Ana María Flores, sus intervenciones despejaron varias incógnitas. Sin embargo, los “muestreos” que organizaron los especialistas de la Secretaría de Industria y Comercio nos indujeron a serias dudas y, a la postre, a pronósticos engañosos. La expansión demográfica del país ha revelado la equivocada modestia de nuestros cálculos. Presentí lo que ocurriría. O nos perdíamos en un bosque de conjeturas y, amedrentados por el volumen dramático del problema, desistíamos del proyecto; o formulábamos un plan que incitase al país a afrontar la empresa y que —con el tiempo— las autoridades podrían corregir, adaptándolo a las necesidades que atestiguase el aumento real de la población. En el discurso que pronuncié el 9 de febrero, al principiar nuestras labores, incluí esta reflexión: “Una idea ha ido ganando fuerza en mis preocupaciones. Es la siguiente: no me parece posible que, una vez redactado el plan, se deje su aplicación al azar del automatismo. Será preciso recomendar que un pequeño órgano permanente vigile su progreso y se mantenga en contacto con los datos que la realidad mexicana le proporcione, a fin de que sugiera periódicamente las medidas oportunas para corregir los errores de apreciación en que hubiesen podido incurrir los investigadores que nos asistan”. Los diputados y senadores me oyeron con deferencia. Los representantes de Hacienda y del Banco de México guardaron sobrio hermetismo. Pero todos aprobaron los párrafos que leí, al dar término a mi discurso: “Cuando concluya su estudio la Comisión, la República estará disponiéndose a celebrar el sesquicentenario de la proclamación de la Independencia y el cincuentenario de la Revolución de 1910. Extender a todos los mexicanos la educación primaria a que la ley y la vida les dan derecho, ¿no es ése, acaso, el más grande objetivo que podríamos proponer al país para dar su cabal sentido a esa doble celebración?… La verdadera independencia y la verdadera libertad no se ganan sin esfuerzo. El trabajo suplementario que va a requerir, de los mexicanos el plan que elabore esta comisión anunciará la contribución del México de hoy a los ideales que proclamaron sus más ilustres libertadores. Demos a la niñez de nuestro pueblo las aulas y los maestros que necesita. Será la mejor manera de dar un alma —lúcida y vigilante— al progreso de la nación”.

Ante el sesquicentenario de la proclamación de la Independencia y el cincuentenario de la Revolución de 1910, se ideó un plan de acción con el objetivo de extender a todos los mexicanos la educación primaria como forma de ganar verdadera independencia y libertad

P

ERO NO sólo de pan vive el hombre —y no sólo con aulas prefabr ic a d a s se f om e nt a l a educación de u n pueblo. Más importante que el aula, es el profesor. Y ¿cuántos maestros necesitaba México en esos años?…

En diciembre de 1958, el presidente envió a la Cámara de Diputados la iniciativa de que ya hablé, destinada a constituir una comisión que formulase un plan de expansión y mejoramiento de la enseñanza primaria en la República. Sosteníamos, en aquel texto, que la experiencia adquirida y las posibilidades exploradas permitían ya la elaboración de un plan capaz de determinar, con aceptable aproximación, el lapso necesario para garantizar a todos los niños de México la educación primaria, gratuita y obligatoria, merced a una mejor coordinación de las autoridades y a un incremento en la colaboración de los sectores privados. “Las estadísticas disponibles —añadíamos— nos dan ahora una idea clara de la dimensión del problema,1 y nos permiten prever, con hipótesis razonables, cómo habrá de evolucionar en lo venidero. Por comparación con los resultados obtenidos, el análisis de los recursos que se invierten en la enseñanza primaria nos indicará la medida del esfuerzo por realizar y nos señalará la cuantía de las aportaciones pecuniarias adicionales, que será menester conseguir para lograr paulatinamente nuestro propósito.” Un decreto, expedido el 30 de diciembre, dio vida a la Comisión. Figurarían en ella cuatro representantes del Congreso: dos diputados y dos senadores. Las secretarías de Gobernación, Hacienda y la Presidencia tendrían un delegado cada una, y dos la de Educación. Actuarían como asesores las personas que acreditasen el SNTE, la Secretaría de Industria y Comercio y el Banco de

México. Presidiría yo la asamblea y podría escoger al secretario general de la comisión. El 9 de febrero de 1959, iniciamos nuestros trabajos. Saludé a los diputados Antonio Castro Leal y Enrique Olivares Santana, así como a los senadores Caritino Maldonado y Ramón Ruiz Vasconcelos; al profesor Francisco Hernández y Hernández, representante de Gobernación; al licenciado Jenaro Hernández de la Mora, de Hacienda, y al licenciado Octavio Novaro, de la Presidencia. Charlé también con los asesores: la doctora Ana María Flores, de Industria y Comercio, el ingeniero Emilio Alanís Patiño, del Banco de México, y el profesor Enrique W. Sánchez, del SNTE. Me acompañaban, además, el licenciado Ernesto Enríquez y el profesor Celerino Cano. Como secretario general, tuve la suerte de contar con el doctor Manuel Germán Parra, que tan cordial cooperación me brindó, quince años antes, cuando fue miembro de la Comisión Revisora y Coordinadora de Planes Educativos, Programas de Estudio y Textos Escolares. La selección de las personas que iban a trabajar conmigo me pareció afortunada. Conocía, desde la juventud, la amplia cultura y el talento sólido y claro de Antonio Castro Leal. Francisco Hernández y Hernández fue —en 1944— uno de los promotores más inteligentes y más activos de la Campaña Nacional contra el Analfabetismo. Pude cerciorarme del entusiasmo cívico de Caritino Maldonado y de la rápida comprensión de Ramón Ruiz Vasconcelos. Por su parte, Enrique Olivares Santana demostró ser no sólo un hábil político, sino un maestro experimentado, firme en sus convicciones. Todos los otros miembros y asesores de la comisión comprobaron su asiduidad y su competencia. El licenciado Enríquez añadía a la amplitud de sus conocimientos jurídicos una capacidad administrativa, rápida y efi caz. Don Celerino Cano llevaba la voz del Consejo Nacional Técnico de la Educación. Novaro hablaba poco. Pero, cuando lo hacía, proyectaba sobre el debate sonrisa y serenidad. Enrique W. Sánchez defendió siempre los intereses del SNTE. Hernández de la Mora supo ser, a la vez, lacónico y oportuno. Alanís Patiño frenaba a los optimistas y estimulaba a los que no lo

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Animados por semejante esperanza, abordamos nuestras tareas. Serían arduas. En primer término, deberíamos trabajar sobre los datos de un censo antiguo: el de 1950. En los nueve años transcurridos desde entonces, había aumentado ostensiblemente la población. La Secretaría de Industria y Comercio aceptó el encargo de calcular, dentro de lo posible, cuántos niños —de seis a catorce años— tenía el país. Tras de varias semanas de hipótesis y de estudios, nos comunicó su informe. Eran, en total, 7633 155.

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¿Podríamos confiar en aquella cifra? Nuestro departamento de estadística escolar nos proporcionó un dato más fácil de admitir: el de los niños inscritos en los planteles primarios, públicos o privados. Gracias a los esfuerzos hechos durante los últimos meses de 1958 y a las construcciones efectuadas en 1959, el total ascendía a 4436 561. El deficiente escolar podía, por tanto, considerarse en más de tres millones de niños. Sin


memorias

La expansión demográfica del país represento un gran reto para la comisión que desarrolló el programa, quienes, con estadísticas incompletas, intentaron crear un plan adaptable a las circunstancias.

embargo, no nos sentíamos en aptitud de aceptar ese deficiente. En efecto, una es la duración normal de la educación primaria (de seis años en México) y otra la del período en que la ley prescribe que los niños reciban tal enseñanza: desde los seis hasta los catorce de edad. Consultamos el Informe preliminar sobre la situación social del mundo publicado por la ONU en 1956. De acuerdo con ese

texto, podían juzgarse satisfechas las necesidades de educación primaria, cuando el número de los alumnos inscritos representase, por lo menos, el 60% de la población de cinco a catorce años. Pero pronto nos dimos cuenta de que, en nuestro caso, no cabía adoptar semejante fórmula. Descontando a los 97604 alumnos (de más de catorce años) inscritos en las escuelas primarias del país, los 4338957 restantes

representaban el 50% de la población, de cinco a quince años (8635 727), registrada —como probable— por la Dirección General de Estadística. ¿El deficiente escolar no era, por tanto, sino de 864 000 niños?… Reflexionamos, entonces, en este hecho: la fórmula propuesta por las Naciones Unidas podía ser adecuada en países en los cuales no se observase la enorme deserción, evidente en México. Procuramos averiguar

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el alcance de esa deserción. Y comprobamos, no sin tristeza, que, de todas las pirámides que adornan nuestro territorio, la menos presentable a la curiosidad maliciosa de los turistas es la pirámide educativa, de base amplísima y cúspide muy estrecha. De cada mil alumnos inscritos en el primer año de un plantel de enseñanza primaria, uno solamente lograba obtener, tras de dieciséis años de esfuerzo, algún título superior, universitario


o técnico. Novecientos noventa y nueve no podían seguirle en aquel ascenso. En el plano de la enseñanza primaria, la proporción resultaba desoladora. De cada cien niños inscritos, en 1946, en el primer grado del sistema escolar urbano, sólo habían llegado al segundo, sesenta y tres; al tercero, cincuenta y uno; cuarenta al cuarto y treinta y uno al quinto. De éstos no terminaron el sexto sino veintitrés. En el medio rural, era todavía más grave la deserción. Pasamos otras semanas en discusiones, cálculos y resúmenes. La comisión optó finalmente por recurrir a las técnicas del ‘“muestreo”. Fue, entonces, cuando la Secretaría de Industria y Comercio puso a prueba la efi cacia de sus servicios. Se escogieron lugares de condiciones económicas y sociales características, y distintas. Se distribuyeron cuestionarios y se iniciaron consultas. Según los especialistas que organizaron aquel trabajo, eran 3098 016 los niños que no recibían educación primaria en 1959. De ellos, 838 630 se habían dado de baja. Quedaban, como jamás inscritos, 2259 386: 1061 027, por hablar otra lengua o por carecer de escuelas y profesores; 591 325, por dificultades económicas; 199 361, por falta de estímulo familiar; 113843, por enfermedad; 266 083, por haber cumplido recientemente seis años, y 27 747, por otras razones, no especificadas en los “muestreos”. A partir del conocimiento de tales datos, los debates cobraron insólita vehemencia. Los partidarios de un plan que pudiese aprobar la Secretaría de Hacienda, insistían en reducir el tamaño de la eventual demanda de educación. Lo suponían más bien teórico. A su juicio, no hubiera sido plausible incluir entre los probables solicitantes de escuela a quienes la habían ya abandonado o a quienes no asistían a ella por enfermedad. Tampoco procedería hacer figurar, en la perspectiva del plan, a todos los que, por difi cultades económicas insolubles, no serían candidatos a algún lugar en los planteles que se erigiesen. Según lo hicieron constar por escrito sus miembros, la comisión estimó que “para cuantificar la demanda no satisfecha”, tendríamos que excluir a “todos los que no se inscribieron o desertaron a causa de problemas económicos o por estar enfermos, ya que, por los medios puramente educativos, no estaba al alcance del Estado hacerlos ingresar o reingresar a la escuela”. También eliminó la comisión a los niños que acababan de cumplir seis años de edad en enero de 1959 y que deberían quedar clasificados, no en el cuadro de la demanda insatisfecha, sino en el de la futura. Pese a las observaciones de quienes ambicionaban un plan audaz —aunque lo objetasen las autoridades hacendarias—, se llegó a fijar la demanda posible en 1615 764 niños. Y, por considerarlo “razonable”, se aumentó generosamente esa cifra… hasta 1700 000. Necesitábamos afrontar una cuestión todavía más espinosa: la de la demanda futura. ¿Cómo prever hasta qué extremos alcanzaría la fecundidad de las madres de nuestro pueblo? Consultamos a tres grupos de técnicos: a los del Departamento Actuarial del Instituto Mexicano del Seguro Social; a los de la Dirección General de Estadística de la Secretaría de Industria y Comercio y a varios expertos reclutados por el secretario general de la comisión. Conforme a los actuarios del Seguro Social, la población mexicana —de seis a catorce años— sería en 1970, de 9844 000

En 1946, de cada cien niños inscritos en el sistema escolar urabano sólo llegaban al segundo año 63, y 23 al sexto año.

Todavía hoy (...) existen, según parece, millones de niños sin aula ni profesor. ¿Qué habría ocurrido, de no intentarse la expansión escolar promovida en 1959?”

niños. La Dirección General de Estadística señaló una cifra mayor: 10954 000. Coincidía su augurio con el del Departamento de Asuntos Sociales de las Naciones Unidas. Los expertos escogidos por el secretario general de la comisión formularon un presagio más alarmante: 12146 200 niños. Manuel Germán Parra estaba persuadido de que la última suma era la que podía acercarse más a la realidad. Su insistencia me impresionó. Pero varios de nuestros compañeros se resistían a aventurarse por esa ruta. ¿Cómo rechazar un pronóstico hecho por los especialistas de la Federación? A mayor abundamiento ¿por qué rehusarse a admitir su criterio cuando lo avalaba la ONU? Habíamos llegado a un momento crítico. No estaba yo en aptitud de colocar mis presentimientos —que coincidían con los del doctor Parra— por encima de la autoridad de la Secretaría de Industria y Comercio. La de Hacienda se negaría sin duda, a suscribir un proyecto que desechase las consideraciones de una oficina a cuyos miembros confiaba normalmente el Ejecutivo ese género de trabajos. Sometí mis dudas al licenciado López Mateos. Tras de ponderarlas, durante la semana que medió entre dos de nuestros acuerdos me manifestó que ni él, como presidente, ni yo, como secretario de Educación estábamos en aptitud de imponer a priori cifra ninguna, pues —uno y otro— carecíamos de competencia para determinarla. Y, palabra más o palabra menos, me indicó lo que aquí resumo: “Usted lo ha dicho. Si el plan resulta excedido por la fertilidad de la población, lo revisarán nuestros sucesores. Lo que importa, ahora, es definir un programa. Y empezar a cumplirlo, tan pronto como podamos”. Sin referirme en detalle a mis pláticas con el presidente, expuse a Manuel Germán Parra las razones que me impedían

IISUE/AHUNAM/Fondo Incorporado Jaime Torres Bodet/Caja65/Foto 0930

poner en duda la capacidad de una institución nacional, como la Dirección General de Estadística, y de una organización internacional, como las Naciones Unidas. No creo que mis argumentos lo persuadieran. Pero, con lealtad que todavía hoy le agradezco sinceramente, continuó las tareas que le habían sido encomendadas y suscribió el informe que la comisión me entregó el 19 de octubre de 1959. He releído muchas veces el plan. Y soy el primero en admitir que contuvo serios errores.2 El censo de 1970 ha venido a revelárnoslos duramente. No obstante, estoy convencido de que aun así, con todas sus defi ciencias, llevarlo a la práctica no fue un error. Sin el plan, hubiéramos continuado una lucha —acaso estéril para aumentar lentamente el presupuesto de la secretaría—. Las autoridades hacendarias podían (y así lo hicieron) reducir muchas aspiraciones, pero no desconocer lo que su representante admitió al final de nuestros debates. El plan proponía la expansión y el mejoramiento de los servicios educativos y preveía un gasto adicional de cerca de nueve mil millones de pesos, conforme al promedio de los salarios y de los precios de 1959.

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El 27 de octubre, informé al presidente de los trabajos efectuados por la comisión. En el documento que redacté —como síntesis de mis inquietudes y, también, de mis esperanzas—, incluí estos párrafos: “Sería deseable que, durante la ejecución del programa, aumentara la colaboración privada y que la proporción a que se ha llegado entre la Federación y las entidades federativas no sufriera sensibles menguas, por reducción del esfuerzo de los Estados. Pero ¿cómo fijar la participación permanente de éstos, de manera justa y equitativa? En opinión de la comisión, antes de legislar sobre la materia, procedería tomar en cuenta que una proporcionalidad uniforme carecería de equidad, porque las situaciones económicas de los diferentes Estados son desiguales, o carecería de eficacia, si se fijara un nivel tan bajo que pareciese accesible a todos. El informe sugiere que, de estimarlo así pertinente, el Congreso de la Unión tuviera a bien designar a una comisión especial, con objeto de que examinase el caso de cada entidad federativa por separado, en consulta con el gobierno respectivo, los municipios y las secretarías de Hacienda y de Educación. Esa comisión podría aconsejar, con mayor conocimiento de causa, la proporción que debiera legalmente incumbir a cada entidad, para lo futuro, en el sostenimiento de la función educativa nacional”. La proposición que menciono no fue tomada jamás en cuenta. Por otra parte, expuse al Ejecutivo: “Sin proponer específicamente estas o aquellas medidas, ya que la Secretaría de Hacienda le hizo saber que buscaría ‘la forma más adecuada para que el plan pueda llevarse a la práctica’, la comisión pensó que, si resultaran insuficientes los créditos del erario, o si el importe de la ejecución del programa representase alguna amenaza para el desarrollo de otras actividades educativas indispensables, podría considerarse el estudio de nuevos arbitrios, desde los voluntarios, que sindicatos


memorias Memorias II

y organizaciones han sugerido muy noblemente, hasta los que fuere necesario obtener mediante una elevación de determinados impuestos especiales o en virtud del artículo 123 constitucional, dentro del espíritu y de los propósitos expuestos en el informe.” En este punto tuve, hasta cierto grado, mayor fortuna. Varias organizaciones sindicales ofrecieron proporcionarnos, cada año, un día del sueldo correspondiente a la totalidad de sus miembros. Y la Secretaría de Hacienda no se hizo sorda del todo. Desechó la iniciativa en cuantv o al aumento de algunos impuestos especiales. Pero, en enero de 1963, decretó un impuesto adicional de 1% para el desenvolvimiento de la enseñanza media y de la superior, universitaria o técnica, lo que nos permitió otorgar mayores subsidios a las universidades e institutos superiores de la República y, sin descuidar el progreso de la educación primaria, conceder a la segunda enseñanza una atención que no habían podido dispensarle —con igual amplitud— las autoridades federales durante anteriores administraciones.3

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Más que deplorar los defectos en que incurrimos al concebir el plan, convendría examinar cuáles fueron los resultados de su ejecución durante el gobierno del presidente López Mateos. En 1958, funcionaban 30816 escuelas primarias en la República. 18406 de tales planteles dependían de la Federación. En 1964, dentro de un total de 37576 escuelas, correspondió a la Federación atender a 23596. En cuanto a los alumnos, la matrícula nacional —en 1958— no pasaba de 4105302. Y alcanzó, en 1964, la cifra de 6605757. Sólo la secretaría había casi duplicado —en seis años— el esfuerzo llevado a cabo durante los treinta y ocho transcurridos desde su fundación, pues —en 1958— instruyó a 2166650 niños y, en 1964, a 4015000. Los datos correspondientes al último ejercicio de la administración de López Mateos superaron los que había anunciado el plan para 1967… Proclamarlo podía alentarnos como realizadores, pero no como previsores de la demanda escolar futura que, en 1959, hubimos de estimar en proporciones muy inferiores a las que atestiguó la explosión demográfica del país. Todavía hoy —y a pesar del continuado y notable esfuerzo de quienes tuvieron que sucedernos— existen, según parece, millones de niños sin aula ni profesor. ¿Qué habría ocurrido, de no intentarse la expansión escolar promovida en 1959? Sin desconocer su relativa modestia, el presidente sólo aprobó el programa después de cuatro semanas de estudio y, seguramente, de muchas conversaciones con su secretario de Hacienda y Crédito Público. Para anunciar al pueblo esa aprobación, escogió el 1º de diciembre de 1959, aniversario del principio de su mandato. Ese día quiso pasarlo en Querétaro. Entre muchos otros, lo acompañamos el licenciado Díaz Ordaz, los ingenieros Barros Sierra y Rodríguez Adame, el doctor Álvarez Amézquita, el licenciado Bustamante y yo. En el Teatro Plaza, inauguramos un Congreso Nacional del SNTE. Leí un discurso, que no se refería concreta y directamente al plan. Sabía que el presidente aludiría a él en términos muy precisos. “He elegido este momento —dijo— para hacer una declaración que considero de trascendencia. El 1º de enero próximo, comenzaremos a aplicar, en su parte más costosa y más importante, el

plan nacional de expansión y mejoramiento de la enseñanza primaria, que me fue sometido el 27 de octubre último. Por razones presupuestarias, lamentamos tener que diferir, para ocasión económica más propicia, todo lo concerniente al mejoramiento de las aulas ya establecidas, a su dotación de muebles y equipo didáctico y a la erección de casas para el maestro en las aulas que no fueron trazadas conforme al tipo de las que se hallan ahora en construcción. Sin embargo, principiaremos a ejecutar desde luego las medidas encaminadas a la expansión del sistema, edificando las tres mil nuevas aulas previstas para 1960, creando las cuatro mil plazas docentes que el plan prevé, ampliando los servicios del Instituto Federal de Capacitación del Magisterio, robusteciendo las escuelas normales e instalando los centros regionales de enseñanza normal que estimamos imprescindibles para la formación de los nuevos maestros.” Todo lo ofrecido en Querétaro se cumplió. Y se cumplió, en ciertos casos, con creces. Las aulas fueron edificadas, y nombrados los profesores. El Instituto de Capacitación (que había graduado en catorce años, de 1945 a 1958, a 15620 maestros-alumnos) pudo, durante el sexenio, titular a 17472. Y los preparó en condiciones superiores a las que habían prevalecido antes de 1959. Creamos doce subdirecciones regionales para coordinar la inscripción y el aprovechamiento de los cursos por correspondencia. Como esos cursos necesitaban enmiendas, pensamos en la utilidad de editar volúmenes de enseñanza, en substitución de los textos que los estudiantes emplean en las Normales. Más de tres millones de esos volúmenes fueron impresos y repartidos. Gracias a la colaboración que nos brindaron las estaciones radiodifusoras de provincia, transmitimos cursos especiales por radio. El Instituto fue, así, cobrando conciencia de cuál podría ser su función en lo porvenir: tras de graduar a los que no tenían título, informar a los que ya lo tienen… ¡Cuántos de éstos, por desgracia, no han logrado afi rmar uniformemente su capacidad pedagógica, ni ensanchar, como convendría, los horizontes de su cultura! Para formar a los nuevos maestros, erigimos —en 1960— dos centros regionales de enseñanza normal: uno en Ciudad Guzmán, y en Iguala el otro. Escogimos esas ciudades porque gran

“He releído muchas veces el plan. Y soy el primero en admitir que contuvo serios errores. El censo d e 1970 ha ven ido a revelárnoslos du ramente. No ob s t a nt e , estoy convencido de que aun así, con toda s su s d e fi c i e ncias, l leva rlo a la práctica no f ue u n error”

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parte de los muchachos que buscaban acogida en los establecimientos capitalinos procedía de Guerrero, de Jalisco, o de entidades cercanas a esos Estados. Tratamos de evitar que, en los centros regionales, se presentaran muchos de los problemas que habían ido disminuyendo el nivel moral y profesional de los egresados de la Escuela Nacional de Maestros. Desechamos, desde el principio, la idea de instalarlos como internados. Preferimos otorgar a los jóvenes becas que les pusieran en aptitud de hospedarse en las casas de los vecinos que —según logramos investigarlo— se mostrarían dispuestos a recibirlos. Esos hogares substitutos nos proporcionaron magnífi cos resultados. Los estudiantes convivieron con los jóvenes de la localidad, y tuvieron ocasión de apreciar las virtudes de las familias provincianas, modestas y hospitalarias. Cuando —en 1963— concluyeron su ciclo profesional, los egresados de los dos centros solicitaron trabajar en las comunidades más desvalidas. ¡Qué diferencia entre aquella voluntad de patriótica ayuda y el egoísmo que demostraron, en 1960, los “pasantes” de la Ciudad de México! Éstos, nacidos en los pueblos más pobres y más obscuros, protestaron violentamente ante la perspectiva de cumplir su servicio social en algunas pequeñas ciudades del interior, y me acusaron de condenarlos al “ostracismo”, por haberme visto en el caso de asignarles escuelas distantes de los teatros, de las tertulias y de los cines de nuestra capital… Visité, en Iguala y Ciudad Guzmán, los centros que he mencionado. Me confortó advertir (sobre todo, en el segundo) la cordialidad existente entre catedráticos y estudiantes. Unos y otros habían comprendido cuánto esperábamos de su esfuerzo. Ninguno se hubiera sentido “desterrado”, en su propia patria, por el simple hecho de no ambular entre autobuses incómodos y pletóricos, no “dar el grito”, durante la noche del 15 de septiembre, en la Plaza de la Constitución —o no censurar al gobierno, al amparo de algún motín o desde la mesa de una cantina—. Probablemente ninguno de aquellos jóvenes —maestros ya en las aldeas más humildes de la República— tuvo oportunidad de escuchar lo que dije, en 1964, al celebrar el Día del Maestro. Pero era en ellos en quienes pensaba al pedir a mis colaboradores patriotismo y dedicación. En efecto, según lo

El desierto internacional/ La tierra prometida/ Equinoccio

Jaime Torres Bodet Fondo de Cultura Económica

expresé: “No se inventa la madurez, ni se altera arbitrariamente la sucesión de las estaciones. Jardineros de almas, los maestros lo saben por experiencia. Nadie conoce mejor que ellos cuánta predilección (impregnada, a la vez, de sabiduría y rigor pacientes) exigen cálices tan sutiles y floraciones tan vulnerables y prodigiosas. El tiempo sería su principal adversario, si no pusiera el maestro, en cada momento, lo más puro de su conciencia. Pero, cuando de veras se entrega a sus alumnos, el profesor lo advierte con gratitud: ese virtual enemigo acaba por convertirse en el más noble de sus aliados. Como la del poeta de la Orestíada, la obra de todos los educadores está dedicada al tiempo”. Y el tiempo ha medido ya los propósitos, éxitos y fracasos del que maestros y periodistas llamaron pronto “Plan de Once Años”…

1 ¿No actuábamos como exploradores, en mitad de una selva —hasta entonces casi no recorrida?… En febrero de 1970 recibí un opúsculo de la UNESCO. Lleva el título de Estimación de la futura matrícula escolar en los países en desarrollo. Su autor es el señor B. Alfred Liu, profesor adjunto de la Universidad de Nueva York y ex jefe de la División de Estadística de la ONU. Se trata de un importante estudio, redactado por un catedrático con vasta experiencia internacional. Sin embargo, al publicarlo, la UNESCO hizo muy bien en advertir al lector que el texto “expresa el parecer del autor y no forzosamente las opiniones” de la Organización. En efecto, a menudo encontramos, en esa obra, hipótesis discutibles. La “metodología”, en materia de previsiones de orden social, tropieza frecuentemente con obstáculos insalvables. No siempre salen, de las probetas estadísticas, elementos — químicamente puros— aptos para revelar con certeza las “instantáneas” del porvenir. 2 En 1958, la secretaría sostuvo 315 escuelas secundarias, a las que asistieron 84 679 alumnos. En cambio, durante el año de 1964, fueron atendidos —en 406 planteles— 228 030 educandos. Se obtuvo este resultado merced a la construcción de nuevas escuelas, a la duplicación de los turnos de trabajo en cada plantel y al aumento del personal docente. Se aprovecharon mejor, así, los costosos laboratorios y talleres que juzgamos imprescindibles a fin de completar la enseñanza teórica con la participación del estudiante en las experiencias y actividades con que comprueba el maestro la teoría y le da sentido práctico inolvidable. 3 Como lo explicaré, pronto hubimos de percatarnos de que no sería tan “clara” la idea que podrían proporcionarnos, al respecto, las “estadísticas disponibles”…


Los libros de texto grat

Aún cuando ya se hablaba de educación primaria gratuita y obligatoria, los alumnos tenían que comprar libros de precios elevados que en general eran de mediocre contenido. Para solucionar esto, el presidente López Mateos creó una comisión para realizar los materiales de lectura que serían entregados sin costo a los alumnos

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N FEBRERO DE 1959, tuve oportunidad de obtener del presidente López Mateos una aprobación de la cual me siento todavía muy satisfecho: la que nos autorizó a editar y distribuir, por cuenta de la Federación, los libros de texto y los cuadernos de trabajo que recibirían gratuitamente todos los niños de las escuelas primarias de la República.

Desde 1944 me había preocupado aquel gran problema. Hablábamos de educación primaria, gratuita y obligatoria. Pero al mismo tiempo exigíamos que los escolares adquiriesen libros —muchas veces mediocres— y a precios, cada año, más elevados. El 12 de febrero, tres días después de iniciar las tareas destinadas a elaborar el programa de mejoramiento de la educación primaria, el licenciado López Mateos firmó un decreto por el cual se creó la Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuitos. Había yo discutido el asunto, no solamente con él, en anteriores acuerdos, sino con varios profesores y hombres de letras.

El entusiasmo del presidente me estimuló. Los profesores aplaudieron la idea, pero me expresaron múltiples dudas. Los hombres de letras me miraron como a un ser raro, que concedía incomprensible importancia a tan modesta literatura. Editar a los clásicos, como lo hizo Vasconcelos en 1921, eso, sin duda, valía la pena. Volver a publicar la Biblioteca Enciclopédica Popular, principiada en 1944 e interrumpida en 1948, sería también un plausible intento. Pero ¿gastar millones en difundir kilómetros de prosa como la que abundaba en los manuales que conocíamos? ¿Quién redactaría esos nuevos textos?… Nuestros más célebres escritores no descenderían de las alturas de su Parnaso, para contar a los niños la historia de México, describirles su geografía, prepararlos a la lectura de Don Quijote y guiarlos por el camino que siguió otro caballero andante, llamado Simón Bolívar, entre montañas, batallas y convulsiones, hasta encontrar en la muerte la última libertad. Algunos,

“Recordé un retrato c on mo ve dor: el de una niña que sostenía, entresus f rá g iles dedos, un libro del primer grado. Sus ojos, vivaces y sonrientes, parecían prometer a quien los veía la realización de una hermosa esperanza libre”

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ciertamente, me oyeron con más cautela. Parecían hallarse de acuerdo conmigo, aunque sin mucho convencimiento. El que se interesó desde luego por semejante empresa fue Martín Luis Guzmán. Sin demora, hizo las investigaciones indispensables. Poseía amplísima información acerca del trabajo editorial en México y en Madrid. Y me sometió, una mañana, el borrador de un texto que coincidía, punto por punto, con mis propósitos. Tal fue el origen del decreto que presenté al licenciado López Mateos. Antes de firmarlo, el presidente quiso enterarse de lo que costaría aventura tan arriesgada. Le proporcioné los datos que habíamos reunido. Representaban sumas cuantiosas. Y temí, en cierto instante, que debiésemos limitarnos a ofrecer exclusivamente textos gratuitos a los alumnos matriculados en los planteles de la Federación. El presidente aspiraba a más. “Todos son niños —me dijo— y todos son parte de nuestro pueblo.” Se daba cuenta del sacrificio económico que ese nuevo

esfuerzo requeriría. Pero firmó el decreto, persuadido del bien que haría a nuestra niñez. —“Eso sí” —me indicó, al observar el júbilo que me produjo su decisión— “deberá usted velar por que los libros que entregue a los niños nuestro gobierno sean dignos de México, y no contengan expresiones que susciten rencores, o odios, prejuicios y estériles controversias.” ¿Quién presidiría la comisión? El licenciado López Mateos apreciaba mucho a Martín Luis Guzmán. Sin embargo, cuando le propuse su nombre, dudó un momento. —“Conozco todos sus méritos”, me indicó. “Y lo admiro mucho, personalmente. Pero ha sido muy combatido. ¿No tiene usted a otro candidato?” Le contesté que no. A mi juicio, Guzmán sabría hacer respetar el ideal mayor de su vida pública: el liberalismo. Inteligente, activo, extraordinario prosista y espléndido ejecutor, administraría muy bien una comisión difícil de establecer y más difícil de dirigir. El presidente aceptó mi respuesta. Y me autorizó a ofrecer el cargo al autor de El Águila y la Serpiente. No nos arrepentimos de esa elección. Martín Luis realizó prodigios, sin premura, pausas, fatigas, desalientos o inútiles arrogancias. Escogimos, de común acuerdo, a los miembros de la comisión que iba a presidir: Arturo Arnáiz y Freg, Agustín Arroyo Ch., Alberto Barajas, José Gorostiza, Gregorio López y Fuentes y Agustín Yáñez; un historiador valioso, un político experto, un matemático de sabiduría reconocida, un gran poeta y dos novelistas muy afamados. Por lo que atañe a


memorias

tuitos los asesores técnicos, Martín Luis me pidió que fuese yo quien los propusiera. No conocía él a los pedagogos capaces de contribuir al éxito de la obra. Creo que fue venturosa la selección. Incluía a las maestras Soledad Anaya Solórzano, Rita López de Llergo, Luz Vera, Dionisia Zamora y a los maestros René Avilés, Federico Berrueto Ramón, Arquímedes Caballero, Celerino Cano, Isidro Castillo, Ramón García Ruiz, Jesús M. Isaías y Luis Tijerina Almaguer. Como representantes de la opinión pública, actuarían los directores de los diarios capitalinos más difundidos: Ramón Beteta, Rodrigo de Llano, José García Valseca, Miguel Lanz Duret y Mario Santaella. El presidente no se había equivocado al prever que la reacción acusaría al gobierno de “partidismo” por el nombramiento de Martín Luis Guzmán. Pese a la presencia en la comisión de los directores de los grandes diarios (uno de ellos delegó sus funciones en José Vasconcelos), nuestro programa pareció sospechoso a muchos. En no sé cuál de sus ediciones, Excélsior acogió una nota de Pedro Vázquez Cisneros. Para el autor, la designación de Guzmán significaba tanto como “poner la iglesia en manos de Lutero”. A su juicio, nos habíamos equivocado muy seriamente. Y concluía: “El bien común y el derecho de los padres de familia exigen que se vigile la obra de don Martín Luis Guzmán, y que se tomen precauciones defensivas a su respecto”… Ese disparo al aire no era sino el anuncio de un graneado fuego de batería. Por espacio de largos meses, fuimos objeto de la hostilidad de libreros y autores profesionales de obras de texto. En agosto de 1960 un grupo de profesores publicó en los diarios, a plana entera, una crítica acerba —y en muchos sentidos injusta— de nuestros libros. Les contestaron otros maestros, menos sumisos sin duda a la voluntad de lucro de ciertas editoriales. Días más tarde, escritores como René Capistrán Garza, Alí Chumacero, Luis Garrido, Andrés Henestrosa, Francisco Monterde, Rubén Salazar Mallén, Jesús Silva Herzog, Alfonso Teja Zabre, Julio Torri y Artemio de ValleArizpe nos manifestaron públicamente su adhesión. Más persistente que la ofensiva de autores y de libreros, resultó la que iniciaron opositores sistemáticos del gobierno. Fieles a preceptos no confesados (aunque emanaban, en ocasiones, de cautelosos confesionarios), las escuelas particulares declararon un clandestino boicot contra los libros de la secretaría. En Monterrey, ciertos sectores consideraron propicio el momento para que los “padres de familia manifestaran su indignación”. Lo que se buscaba, en el fondo, era debilitar al gobernador, electo recientemente. Se le pedía que no permitiese la distribución de los libros de texto gratuitos en los planteles del Estado; pero se esperaba, sobre todo, obtener un cambio de frente en la selección de sus colaboradores. El gobernador, don Eduardo Livas, vino a la capital. Le ofrecí que enviaríamos a Monterrey a algunos maestros de México a fin de que contestaran, en público, a todas las acusaciones dirigidas contra los

Memorias II El desierto internacional/ La tierra prometida/ Equinoccio

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debo confesar que, en muchos casos, me entristeció la limitada visión de los redactores. Al leer tantas páginas pedagógicas (mejores, ciertamente, que las que habían difundido hasta entonces las librerías), pensé en la calidad de los manuales alemanes, franceses, ingleses y suizos que tuve ocasión de juzgar cuando fui director general de la UNESCO. El manual más sencillo es el fruto de una evolución cultural prolongada, compleja y honda. Emana de experiencias históricas muy profundas. Representa la síntesis de una lenta alquimia docente, literaria, científica —y hasta política. En los Estados jóvenes, los libros de texto adolecen a menudo de inmadurez, improvisaciones, encogimientos —o, al contrario, de súbitas petulancias. Sin embargo (a pesar de sus deficiencias), los que distribuimos constituían un esfuerzo sin precedente en la América Latina. Renovarlos, mejorarlos y actualizarlos —como lo aconsejan ciertos educadores— será, sin duda, muy provechoso. Durante cinco años, la comisión editó y distribuyó más de ciento doce

textos. El debate demostró hasta qué punto las más enconadas diatribas procedían, precisamente, de quienes ni siquiera se habían tomado el trabajo de leer lo que censuraban. Durante el viaje que hizo a León, en enero de 1963, para inaugurar la Ciudad Deportiva del Estado de Guanajuato, el presidente se vio asediado por niños que obedecían consignas de críticos invisibles. Ostentaban, en un cartel, esta frase cínica: “El texto único es una vergüenza para México”. ¿Qué intentaban con esa injuria? ¿Acusarnos de ejercer una “esclavitud mental”: la que, según sus ocultos guías, estábamos imponiendo a los escolares mediante el reparto de los libros de texto gratuitos? “Lo que es una vergüenza para México —contestó el presidente— es que las fuerzas obscuras, que no dan la cara, se valgan de niños para decir un pensamiento que no tienen el valor de expresar. Y esas mismas gentes irresponsables quieren, además, engañar al pueblo. Hablan de un texto único, como si ese texto pretendiera deformar la conciencia nacional. Pero ocultan que es un texto gratuito, para que llegue a los hijos de todos los mexicanos, y que es el único texto gratuito.” En efecto, como el libro gratuito servía de base —en las pruebas— para atestiguar el aprovechamiento de los estudios, se le tildó fácilmente de “libro único”. En vano

Los primeros libros de texto gratuitos se entregaron en febrero de 1960.

millones de ejemplares de libros de texto y cuadernos de trabajo. Los primeros libros fueron entregados al presidente el 12 de febrero de 1960, en la Editorial Novaro. En su informe, Martín Luis decía con razón que se trataba de “los libros más humildes, pero a la vez los más simbólicos que una nación adulta” podía ofrecer gratuitamente a sus hijos. “Son los más humildes —manifestaba— porque sólo responden al propósito, elementalísimo, de que losniños aprendan… los rudimentos de la lectura.” Y añadía: “Son los más simbólicos, porque con ellos se declara que, en un país amante de las libertades, como es México, el

reiteramos con insistencia que, además del gratuito, los maestros podrían recomendar otros volúmenes de consulta. La comisión había convocado a nuevos certámenes. Y digo “nuevos”, porque —desde 1959— invitó a escritores y maestros a participar en diversos concursos. Los resultados no fueron alentadores. Al conocer el fallo de los jurados, en su mayor parte desfavorables, Martín Luis y sus consejeros se vieron en la necesidad de encargar a maestras y maestros de competencia reconocida la redacción de los textos que publicamos. Antes de editarlos, Martín Luis revisaba los originales personalmente, y me enviaba los proyectos ya corregidos, para darme oportunidad de que los juzgase. En general, los que examiné me parecieron útiles —aunque perfectibles, pues

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repartir uniforme e igualitariamente los medios y el hábito de leer es algo que nace de la libertad misma”. Días más tarde, tuve que ir a San Luis Potosí. Gobernaba el Estado mi amigo Francisco Martínez de la Vega, quien deseaba que inaugurásemos juntos la escuela secundaria “Camilo Arriaga”. Aproveché la oportunidad para proceder al primer reparto oficial de los libros de texto gratuitos. Elegimos un plantel primario de la colonia Saucito, de humilde traza y heroico nombre: la escuela “Cuauhtémoc”. Niños indígenas y mestizos recibieron los ejemplares que les estaban destinados y que, según les expliqué, eran un regalo hecho al pueblo por todo el pueblo de la República. Vino entonces a mi memoria la visita hecha a San Luis Potosí, en 1954, antes de que sufriese la intervención quirúrgica que conté ya en otras páginas de este volumen. ¿Quién me hubiese dicho, durante los meses de sombra que atravesé después de esa intervención, que volvería a la ciudad natal del poeta de la Noche Rústica de Walpurgis, llevando en mis manos luz para los nietos de quienes fueron sus coterráneos? Por fin, el 18 de julio de 1964, pudimos inaugurar el conjunto de las instalaciones de que dispone actualmente la comisión. Acompañé, en ese acto, al presidente López Mateos. Recorrimos los diversos locales, admiramos los talleres y estrechamos las manos de dibujantes, cajistas, impresores y obreros. Flotaba por todas partes un sano olor a tinta de imprenta y a papel acabado de fabricar. Martín Luis iba de un lado a otro, breve y eufórico. Mientras conversaba él con el presidente, tuve la impresión de haber dado término a un capítulo de mi vida. Pronto dejaría de ser secretario de Educación Pública. Pero no habría ya en nuestro país, en lo sucesivo, niño que careciese (si asistía a un plantel primario) del material de lectura que todo estudio requiere. Recordé un retrato conmovedor: el de una niña que sostenía, entresus frágiles dedos, un libro del primer grado. Sus ojos, vivaces y sonrientes, parecían prometer a quien los veía la realización de una hermosa esperanza libre. La patria, representada en la primera página de su texto, le infundiría valor para persistir. Aunque han pasado los años, los libros gratuitos siguen distribuyéndose. No me hago, a este respecto, ilusión alguna. Lo sé muy bien: quienes reciben esos volúmenes ignoran hasta el nombre del funcionario que concibió la idea de que el gobierno se los donase. No obstante, cuando —al pasar por la calle de alguna ciudad de México— encuentro a un niño, con sus libros de texto bajo el brazo, siento que algo mío va caminando con él. Y reitero mi gratitud para el gran presidente humano, sin cuya comprensión no hubiese podido nunca llevar a cabo —según comentó Ertze Garamendi, en un artículo que no olvido— lo que definió Goethe como la dicha mejor del hombre: realizar, en la madurez, un sueño de juventud.


La mujer y la democracia

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En 1949 , el educador habló ante las Naciones Unidas en nombre del derecho de las mujeres a la igualdad ante la educación, como individuos y como, en su papel de madres, educadoras para la humanidad entera

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S UN gran honor para mí saludar hoy, en la casa de la UNESCO, a las delegadas de las organizaciones femeninas no gubernamentales, especializadas en la educación y en el servicio social. Habéis tenido la bondad de responder a mi llamado, por el que os invitaba a delimitar los obstáculos que se oponen a la educación de las mujeres. Nuestro agradecimiento por vuestra presencia no es nada en comparación con la gratitud de todas las mujeres que se beneficiarán, en lo por venir, de vuestros trabajos.

La presencia de la señora Lakshmi Menon, secretaria de la Comisión del Estatuto de la Mujer en las Naciones Unidas, es una prueba de la colaboración existente entre las Naciones Unidas y la UNESCO. Me complazco en dar las gracias a la señora Menon por la ayuda que nos aporta, no menos que por los trabajos cuya secretaría ha asumido, y señaladamente por la encuesta sobre el acceso de la mujer a los estudios, encuesta que desde hace tres años se halla inscrita en el programa de la Comisión del Estatuto de la Mujer. Con las Naciones Unidas emprendemos una acción común para llevar al dominio de las realidades prácticas la igualdad teórica de las mujeres ante el derecho a la educación. Esa igualdad está proclamada por la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, primeramente en forma general: “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”. Y, más adelante, con mayor precisión: “Toda persona tiene derecho a la educación. La educación debe ser gratuita, al menos en lo concerniente a la instrucción elemental y fundamental. La instrucción elemental será obligatoria. La instrucción técnica y profesional habrá de ser generalizada; el acceso a los estudios superiores será igual para todos, en función de los méritos respectivos (Art. 26)... Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la humanidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resultan (Art. 27)”. En nombre de este derecho de las mujeres a la igualdad ante la educación, nos propo-

La educación de niños y niñas, expresó el educador, ante la UNESCO, comienza con la educación de sus madres.

nemos hacer el inventario de los medios prácticos que se les ofrecen para abrirles el acceso a los diversos grados de la enseñanza. Existen, en efecto, disposiciones legales que confieren a las mujeres las mismas posibilidades que a los hombres; pero ocurre a veces que una igualdad teórica quede sin efecto real, por no haberse previsto medidas financieras susceptibles de animar el principio y de dar realidad a la ley. En otros lugares subsisten aún usos y prejuicios según los cuales los cuidados del hogar excluyen el cultivo del espíritu o, por lo menos, excusan su negligencia. Las estadísticas pedidas a los diferentes Estados nos permitirán sin duda medir la

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separación que media entre el derecho y el hecho. ¿Por qué esa diferencia? Lo preguntamos a vosotras, puesto que en vuestras organizaciones, llegáis a las más diversas condiciones de vida, y confrontáis la multiplicidad de los factores individuales y regionales que contribuyen a determinar el hecho estadístico. Ese hecho pueden conocerlo y comunicárnoslo los gobiernos. Pero vosotras nos permitís romper la corteza que escuda el fruto y apreciar el sabor de éste, no exento a veces de amargura. Fuera de la documentación de primera mano que podéis ofrecernos, y que tenemos en particular estima, vuestra presencia en esta asamblea nos ofrece ocasión de ver

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funcionar el mecanismo de los acuerdos que la UNESCO ha concluido con vuestras organizaciones. Me complazco en reconocer que esas organizaciones han respondido, en su mayoría, a mi llamado. Varias de ellas han contribuido ya, con sus estudios sobre la Declaración de los Derechos del Hombre, a difundir entre las mujeres la más amplia concepción de la persona humana y el espíritu de la comunidad internacional. Con esto queda dicho todo lo que esperamos de vuestro esfuerzo. Nunca me cansaré de insistir en la importancia verdaderamente primordial de la educación de las mujeres. No era ningún humorista el que declaraba que la educación del niño co-


realidad y destino mienza, veinte años antes de su nacimiento, con la educación de su madre. Tanto para los adultos como para los niños, este problema alcanza en nuestros días un grado de extrema gravedad. Es una de las cuestiones fundamentales de la época. Pensemos que más de la mitad del género humano está compuesto de mujeres, y que, merced a la relación incesante de la madre y del niño, las mujeres desempeñan un papel decisivo, de educadoras, para la humanidad entera. Esta verdad elemental hubiera debido llevar, desde los primeros siglos del mundo, a consagrar el mayor cuidado a la educación de la mujer. Parece, muy al contrario, que salvo algunas sociedades excepcionales, la mujer sólo haya disfrutado lentamente y de manera subrepticia de los beneficios de la educación. Todavía hoy se dejan sentir, a este respecto, inmensas necesidades. En el momento en que la humanidad debe, so pena de muerte, hacerse cargo de la integridad de su patrimonio; cuando tiene que saber por qué quiere vivir, por qué vale la pena vivir, no puede desdeñar un solo átomo de energía espiritual. La Declaración de los Derechos de la Mujer a la educación y a la cultura toma el sentido de un llamado. Más allá de una afirmación teórica, es alma de un programa moral. Formula una exigencia: nuestro deber de participar, con plena responsabilidad, en la lucha práctica por el acceso de la mujer a la educación. Por su naturaleza misma —que la inclina a proteger y a prever, para mejor atender a las necesidades múltiples de la vida—, la mujer ha sido siempre un elemento de continuidad humana. Bajo el fermento del pasado, germina en sus manos el presente. Y en esa germinación palpita ya el porvenir. Inspiradora de los más bellos aciertos, encarnación de los más altos valores, recuerda al hombre aquella verdad que la Extranjera de Mantinea enseñaba a Sócrates: “Que, según el cuerpo y según el espíritu, el amor es un alumbramiento en la belleza”. ¿No es la oscura conciencia del poder femenino lo que hace oscilar al hombre —en sus relaciones con la mujer— entre el temor y la desconfianza? Ha erigido barreras absurdas, sin sospechar que su compañera era capaz de conservar —intactas y disponibles— ciertas conquistas que, sin ella, pronto aniquilarían las más monstruosas deformaciones. Cuando los regímenes nazifascistas quisieron destruir la fisionomía humana ennoblecida por siglos de civilización, lo primero que atacaron fue a la mujer. Trataron de convertirla en instrumento mudo de una producción en serie, de hacer de ella el animal que había de producir los esclavos de que iba a nutrirse el Estado-Moloch. Para que llegara a ser la imagen, más aún, el ropaje de carne de un mundo de odio frío, de venganza metódica y salvaje, quisieron imprimir en ella esa deformación de la conciencia y esa mecanización de la conducta sin las cuales se hubiera venido abajo su edificio de imperialismo. Lo que a través de ella ponían en juego era el porvenir. Un veneno sutil, destilado por la escuela primaria, por los campamentos, por los cuarteles e incluso —¡ay!— por las universidades, tendía a hacer de ese conmovedor proyecto de hombre que es el recién nacido una bestia agresiva: el futuro bárbaro. Mejor que el hombre, que suele embriagarse con el despliegue de su propia fuerza y cuya combatividad suele perder en la lucha el sentido último de lo que la promueve, la mujer sabe aliar la clarividencia moral a la seguridad del instinto, discernir qué riquezas espirituales arriesga la acción de cada momento. Tiene el

debatirle, es hoy demasiado poco. Lo que hoy precisa proclamar es que la humanidad necesita, con carácter urgente, la intervención activa de la mujer en el proceso común.

sentido de la conservación y la inteligencia innata de la defensa. “¿Adónde van”, notaba un filósofo, “adónde van los pensamientos de una mujer que acuna a su niño?”... ni las presiones más insidiosas ni la violencia pueden llevarla a traicionar su misión en la sociedad, que es organizar la fuerza para permitir la bondad, conseguir la seguridad para instalar la justicia. Tan intrépida como el hombre, sabe combatir entonces con la resolución más heroica. En el transcurso de los años, tan sombríos, de la última guerra, el papel de la mujer apareció en toda su amplitud, suscitando la admiración de todos. Desde hace un siglo, una egregia minoría femenina intenta arrancar a la mujer a una pasividad secular, en que el egoísmo y, con gran frecuencia, la cobardía del hombre salían ganando, con perjuicio para la colec-

En nombre de este derecho de las mujeres a la igualdad ante la educación, nos proponemos hacer el inventario de los medios prácticos que se les ofrecen para abrirles el acceso a los diversos grados de la enseñanza

El funcionario entrega un libro de texto gratuito a una niña.

Procurarle los medios de llegar al desarrollo y al señorío completo de su ser, es dar satisfacción a un deseo de dignidad que merece el más vivo aplauso. En la lucha que les impone nuestra época, hasta las más humildes de nuestras compañeras comprendieron que no bastaba ya con aquella resis tencia instintiva que hizo siempre de ellas defensoras seguras y silenciosas. Ya no era suficiente ligarse, de manera pasiva, a todos los progresos de la evolución humana; precisaba, ante el ataque más lúcido, saber las razones de la repulsa; más aún, proponer a cada instante el antídoto, un programa de acción escogido con plena responsabilidad, un ideal que había sido vivido, más que conocido y querido ostensiblemente. A las mismas que se habían independizado económicamente no les bastaba ya conquistar para sí una libertad arrancada al hombre, sino que tenían que aportar al hombre un concurso para una tarea que las solas fuerzas viriles no dominaban. En el lugar del marido ausente, la mujer descubrió que la democracia tenía necesidad de ella, ni más ni menos que ella, a su vez, tenía necesidad de la democracia. La mujer adquirió conciencia de su papel de educadora, con los mismo títulos

tividad. Conscientes de los derechos de la mujer, como ser humano dotado de razón y de voluntad, esas minorías han puesto mil veces de relieve la injusticia que, con pretexto de dejar a la mujer desempeñar mejor su función primordial, la confina en las tareas hogareñas, necesarias sin duda y enriquecedoras, pero peligrosas para el espíritu cuando la visión de una clara finalidad no realza su cotidiana monotonía. Este año festejamos un centenario que marca la entrada de la mujer en la vida social: la defensa de la tesis de la primera doctora en medicina, Elizabeth Blackwell. Desde ese día, hemos visto a sus hermanas conquistar sucesivamente todos los sectores de la actividad humana: las profesiones liberales y las investigaciones desinteresadas, el servicio social y la responsabilidad política, y ello a pesar de los escepticismos y de las prohibiciones, de hecho o de derecho. Innumerables ejemplos han demostrado que la mujer es capaz de conciliar las exigencias de la maternidad y de funciones importantes; que incluso gana, al hacerlo, una personalidad más vigorosa y un sentido acrecentado de su responsabilidad práctica en la evolución del mundo. Pero recordar entre qué agotadoras contradicciones el problema ha tenido que

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Jaime Torres Bodet Realidad y destino Fernando Zertuche Muñoz Fondo de Cultura Económica

que el hombre, de su papel indispensable para la humanidad entera. Al aplicaros hoy al programa restringido que os proponemos, nos aportáis los beneficios de vuestra experiencia, de vuestra vigilancia, de vuestro ideal, representando como representáis a varias asociaciones, a cuyos miembros la experiencia de la enseñanza permite explicar las lagunas y explorar los recursos de la educación escolar y postescolar; o bien a organizaciones de servicio social a las que recurre el individuo cada vez que siente la necesidad de verse protegido en su debilidad, cuidado en su enfermedad, aliviado del peso aplastante de sus obligaciones. A todas vosotras, que no ignoráis las contradicciones que abruman a la esposa, a la madre, a la obrera, a la intelectual, la UNESCO os pide una colaboración sincera para trazar el cuadro de esos obstáculos que, con demasiada frecuencia, obligan a la niña a dejar la escuela mucho antes de que su educación primaria concluya, que la sustraen a los estudios superiores que hubiera querido emprender, y que hacen del libro un objeto extraño e inaccesible para la madre extenuada. La UNESCO tendrá por tarea estudiar el volumen de esos obstáculos. No le parece que sea deber suyo, renovando la tentativa de un Fénelon, el de proponer un plan tipo para la educación de la mujeres. Tratará más bien de diferenciar las soluciones, según las condiciones diversas de la educación fundamental y de la educación de los adultos en los países escasamente desarrollados. En las regiones suficientemente dotadas, se esforzará por fomentar las facilidades nuevas para la mujer. Puede ampliar la participación de las mujeres en los seminarios de especialistas y en las uniones educativas. Puede recomendar a los Estados Miembros, por medio de su Comisión Nacional, que concedan particular atención a las estudiantes. Hacer conocer a las mujeres que los ignoran los principios fundamentales de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre es, por último, una tarea propuesta a todos, y en la cual pondrá la UNESCO, en los meses venideros, lo mejor de sus recursos. Educar es siempre un acto de fe y de esperanza. Aprender a descubrir, a desarrollar todas sus facultades y sus riquezas espirituales, saber que el menor progreso personal implica y condiciona la evolución común, he ahí la más estimulante de las tareas. El día en que todas las mujeres comprendan que la cultura puede ser uno de los medios —o, mejor todavía, una de las formas— del perdón, cuando todas sepan enseñar a todos los niños del mundo el respeto al ser humano, porque todas hayan cobrado conciencia de los inmortales valores que para ellas han conquistado los siglos, ese día señalará el principio de una era de paz y verdadera concordia internacional.

1 Palabras pronunciadas en la sesión de apertura de la conferencia relativa a los obstáculos que se oponen al acceso de las mujeres a la educación, París, 5 de diciembre de 1949.


Las universidades: la inteligencia debe obrar co

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En la segunda mitad del siglo XX, el autor intuía una creciente demanda para la educación superior, y creía que las casas de estudio no debía ser tan sólo lugares que beneficiaran a unos pocos, sino convertirse en centros de pensamiento y acción que sirvieran para renovar la cultura

NO HE olvidado el día de diciembre de 1950 en el que, como director general de la UNESCO, tuve la honra de saludar en Niza a los fundadores de esta institución. En el mensaje que dirigí a los miembros de su asamblea constitutiva, mencioné algunos de los problemas que han continuado inspirando vuestras meditaciones. Éste, por ejemplo: ¿cómo establecer, entre la enseñanza universitaria y la gestión nacional e internacional de cualquier país, una relación que, por respetuosa de la objetividad científica, no degenere en estériles demagogias y que, por libre, por razonada y por efectiva, informe suficientemente a los jóvenes acerca de los deberes que les incumben, no sólo ya como candidatos a médicos o ingenieros, abogados o economistas, químicos o arquitectos, sino como candidatos a ciudadanos cabales; es decir: como candidatos a hombres de verdad, de justicia y de bien?

Los valores que las universidades custodian —decía yo en aquella ocasión— son como seres vivos: crecen cuando se desarrollan, pero decaen cuando se conforman pasivamente con subsistir. Por estimable que sea el celo que pongamos en conservarlos, no los preservaremos si no nos sentimos dispuestos a defenderlos, ni los afirmaremos si no nos preparamos a realizarlos en la acción y para la acción. Limitarnos a custodiarlos sería tanto como aceptar su paulatino y fatal desfallecimiento. A la universidad-museo Caja 55/Foto456 preferiremos siempre la casa de estudios viva, conciencia clara en la que resuenan las inquietudes que la realidad propone a los hombres como problemas: como problemas que necesitamos considerar con modestia, para poder afrontarlos, después, con tenacidad.

Han pasado casi diez años desde la Conel arduo acuerdo de la verdad y la libertad. ferencia de Niza. Y, no obstante, las cuesLibertad y verdad. He ahí, señores, los tiones que solicitaban la cooperación de dos polos del eje universitario. Libertad los universitarios de todos los continentes para proseguir en la búsqueda eterna de siguen acosándonos sin reposo. Así lo pruela verdad. Verdad en la afirmación de ban los temas que escogisteis en Estambul las responsabilidades sociales, morales para vuestras deliberaciones de México. Y e intelectuales que impone la libertad. es que, como me permití repetirlo en 1955, “El hombre —opinaba Nietzsche— a orillas del Bósforo, el sabio y el humanista es el animal que puede prometer.” Se tienen ahora un gigantesco programa por alían en esta fórmula las dos cualidades realizar en común: la integración del homcimeras de la experiencia universitaria. bre a la escala del mundo actual, el señorío En efecto, si la promesa no supusiese, del espíritu humano sobre las fuerzas que por verdadera, el cumplimiento efectivo han ido venciendo su inteligencia. que la confirma, sería irrisoria. Por otra ¿Qué son dos lustros frente a un proparte, nada atestigua nuestra confianza grama de magnitud tan extraordinaria? en la libertad como el hecho de poder Desde el observatorio que nos depara la limitarla conscientemente, merced a la segunda mitad del siglo XX, nos damos aceptación del deber futuro que reprecuenta de las inmensas posibilidades que la senta toda promesa. centuria nos proporciona y, al mismo tiemMe he detenido en estos comentarios po, nos acongojan los errores que han imporque veo en ellos un común denomipedido a los pueblos utilizar concertadanador de las tres cuestiones a cuyo estudio mente muchas de esas posibilidades para consagrasteis vuestra reunión de 1960: el progreso social, económico y cultural la universidad y la responsabilidad en la de toda la humanidad. Dos convulsiones vida pública, la interacción de ciencias y mundiales (la de 1914 y 1939) deberían humanidades y la expansión de la enhabernos ya demostrado hasta qué señanza superior. Estos temas punto una convivencia justa se hallan vinculados unos a sólo podrá obtenerse merotros estrechamente. En ced a la decisión de ganar “Al abarcar cada efecto, al abarcar cada la paz, cada día y cada año un mayor número año un mayor número minuto, con la misma de jóvenes, lo que llade jóvenes, lo que llaintrepidez y con el mismáis “expansión de la máis ‘expansión de la mo fervor que las nacioenseñanza superior” enseñanza superior’ nes consagran, cuando (que es, fundamentalobliga a mejorar cada estalla la lucha armada, mente, un fenómeno año más aspectos a la necesidad de ganar cuantitativo) obliga a cualitativos de esa la guerra. mejorar cada año más enseñanza” Ninguna paz verdadera aspectos cualitativos de esa se funda en el ocio y el egoísenseñanza. El cuidado que mo. En consecuencia, mientras tales aspectos exigen obliga a su no nos sintamos todos solidarios de la vez a buscar una solución al pro blema obra espiritual y del esfuerzo material que que plantea el progreso técnico, cuando no la paz requiere, seguiremos siendo islas lo acompaña el sentido del humanismo. Y, infortunadas, soledades incompatibles, finalmente, la necesidad de encontrar una inconscientes y trágicos desertores de la solución adecuada a tan delicado probleunidad moral del género humano. ma obliga a quienes la buscan a meditar Ahora bien, nadie debe sentirse más sobre las repercusiones que puede tener esa solidario de todos que el que se yergue, solución en la vida pública —nacional e por virtud del saber y de la cultura, eninternacional— de cualquier país. tre la vasta legión de sus semejantes. En Si pensamos en los sacrificios que impocos seres pueden vibrar tantos ecos de plica para los pueblos el manteni miento humanidad como en el artista, el filósofo, de un buen sistema universitario, si adel sabio y el catedrático que modelan, envertimos cuán pocos son toda vía (a pesar tre las angustias y cóleras del presente, el de la expansión de que habláis, e incluso rostro del porvenir. Por eso atribuimos los en las colectividades mejor dotadas) los mexicanos tan noble alcance a la misión que aprovechan ese sistema, y si recornacional e internacional de las univerdamos a las mayo rías que por deserción sidades. Su nombre mismo implica un escolar, por insuficiencia económica o propósito universal. Su vocación mayor es por otras razones, siguen considerándolo de colaboración, de servicio, de entendiun privilegio, comprenderemos que la miento. Y de entendimiento no en la fácil primera cuestión —¿cómo puede servir comodidad de las transacciones, sino en la Universidad a la vida pública?— con-

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diciona muchos de los argumentos filosóficos y científicos que acuden a la mente para tratar los otros dos temas. La misión suprema de la Universidad no es la de actuar tan sólo como un conjunto de facultades y de laboratorios a los que asiste un número más o menos considerable de posibles beneficiarios, sino la de constituir un centro en verdad orgánico —de pensamiento y de acción— para la transmisión y el renuevo de la cultura. Se quejaba Ortega y Gasset, hace treinta años, de que la enseñanza llamada superior se hubiese ido restringiendo prácticamente a la preparación de profesionales y de investigadores. A ese respecto, observaba que, como excusa ante la presión cada vez mayor de los especialistas, los programas contienen siempre algunos cursos de “cultura general”. La asociación de estas dos palabras le inquietaba fundamentalmente. “Cultura —escribía entonces— no puede ser sino general.” Y concluía que el uso de semejante expresión revela más bien el escrúpulo “de que el estudiante recibe algún conocimiento ornamental y vagamente educativo de su carácter o de su inteligencia...” Antes que Ortega y Gasset, Justo Sierra había reclamado ya para el universitario esa formación desinteresada, que no estriba en el desarrollo de las meras funciones profesionales, sino en la continuidad y el renuevo de la cultura. “Nosotros (proclamaba en un párrafo memorable del discurso que pronunció al inaugurar la Universidad Nacional de México) no queremos que en el templo que se erige hoy se adore a una Atenea sin ojos para la humanidad y sin corazón para el pueblo.” Lo dicho por el gran ministro de Instrucción Pública es válido todavía. “Sin ojos para la humanidad y sin corazón para el pueblo”, la enseñanza superior conduciría a los educandos a una tecnocracia desencarnada. Si el régimen de los “mandarines” antiguos — eruditos, librescos y formalistas— fue inadmisible, porque paralizaba la vida y oponía protocolarios diques retóricos a su caudal de renovación, ¿qué resultaría del monopolio ejercido por otra serie de “mandarines”, técnicamente indispensables, a los que la competencia exclusiva en tal o cual especialidad hubiese logrado desintegrar del interés cotidiano por los problemas de su tiempo y por la condición de los hombres de su país? Atravesamos una crisis dramática del espíritu: ambiciosos de saber para más poder, olvidamos frecuentemente que lo que da al poderío material su más fecundo significado es la aptitud de emplearlo para bien de la humanidad. Ciertamente, las universidades no tienen la culpa del abuso que suele hacerse de los descubrimientos que sus laboratorios propician o de las técnicas que propagan sus


: Casa donde on lealtad al hombre

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realidad y destino Jaime Torres Bodet Realidad y destino Fernando Zertuche Muñoz Fondo de Cultura Económica

Para Torres Bodet, las universidades tenían que ser cada vez más eficientes ante la necesidad de educar cada vez a mayor cantidad de gente.

enseñanzas. Querer detener la ciencia por miedo a la desviación de sus resultados sería la peor confesión de incapacidad. Pero, precisamente porque la ciencia es incontenible, conviene que las universidades no descuiden jamás su función rectora, en lo social, lo moral y lo cultural. Al fomento de las fuerzas de transformación que la ciencia permite en sus institutos, han de saber agregar el cultivo de esas cualidades imprescindibles —de ciudadanía responsable y de acrisolada rectitud ética— que pueden servir de freno al uso sin restricción de tan grandes fuerzas. Nunca la historia se había encontrado en la necesidad de operar con volúmenes demográficos tan enormes. Frente a la coherencia de grupos tan densos y tan compactos de población, pocas veces se había sentido tan sola y tan desvalida la inteligencia, cuando se rehúsa a comprometerse en la acción y, por contraste, que parecería paradójico, pocas veces la habían solicitado tan insistentemente, con la intención de comprometerla, en su beneficio, las grandes concentraciones políticas del poder y de la riqueza. En tales circunstancias, volvemos los ojos a las universidades de todos los pueblos y es-

peramos de ellas una participación decidida en la elevación del nivel moral de la época en que vivimos. Para compensar esa situación de la inteligencia, a que antes me referí, importa mucho a la juventud de todas las razas y todos los continentes robustecer la cultura humana, dentro de un espíritu de concordia y de colaboración universal. De ese espíritu de colaboración universal deben ser testimonio cada día más eficiente las casas de estudio donde se imparten las enseñanzas más prestigiosas. Casas de estudio, sí. Casas de inteligencia, innegablemente. Pero, al mismo tiempo, casas de solidaridad social en cuyos recintos aprenda el hombre a comprender su destino propio y a servir el de todos sus semejantes. Casas, por consiguiente, de paz activa, donde se formen buenos investigadores y buenos especialistas, pero sin olvidar que al mejor especialista y al más atrevido investigador los completa siempre —y los perfecciona— la voluntad de justicia en las relaciones sociales que sus trabajos pueden y deben favorecer. No estoy seguro de haber interpretado, en este discurso, las preocupaciones mayo-

res que precisaron vuestros debates. No fue ésa, tampoco, mi pretensión. Quise expresaros muy francamente un punto de vista que ni siquiera es particular, pues millones de hombres sobre la tierra saben —o por lo menos presienten— que el progreso de la civilización mundial dependerá cada día más del equilibrio que la enseñanza pueda otorgar a los directivos de las nuevas generaciones. Equilibrio entre las humanidades y las técnicas. Equilibrio entre las cualidades de la inteligencia y las del carácter. Equilibrio entre el pensamiento y la acción. Equilibrio entre el fervor por la libertad y el respeto de las responsabilidades que implica la libertad. Equilibrio, en fin, entre el desarrollo de la persona, la fidelidad a la patria y la solidaridad para todo el linaje humano. Por eficaz y valioso que sea el esfuerzo aislado de cada universidad, nos damos cuenta de que otros esfuerzos —en dirección opuesta a la suya— circunscriben su influjo y, por momentos, lo disminuyen. Por eso mismo, una asociación internacional de universidades constituye, para el mundo de hoy, una defensa contra muchos peligros que, por rutina, o automatismo, o into le-

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rancia, amenazan la independencia del pensamiento. La autoridad de una asamblea como ésta es excepcional porque no emana de una voluntad o poder político o económico, sino de una voluntad desinteresada de armonía por el espíritu. Digna de su pasado, la institución que representáis está llamada a un futuro de generosas realizaciones. Nos congratulamos de que México haya ofrecido el marco moderno de su antigua y noble universidad a vuestra tercera reunión. Y hacemos los votos más fervorosos por vuestra dicha personal, por vuestro acierto de educadores y por la cooperación cada vez más fecunda de las Casas de Estudio en cuyo nombre habéis venido a compartir con nosotros, durante algunos días, la fraternidad del esfuerzo, de la inquietud y de la esperanza.

1 Tercera reunión de la Asociación Internacional de Universidades, México, D. F., 12 de septiembre de 1960.


Civilización

U

n hombre muere en mí siempre que un hombre muere en cualquier lugar, asesinado por el miedo y la prisa de otros hombres.

Un hombre como yo: durante meses en las entrañas de una madre oculto; nacido, como yo, entre esperanzas y entre lágrimas, y —como yo— feliz de haber sufrido, triste de haber gozado, hecho de sangre y sal y tiempo y sueño. Un hombre que anheló ser más que un hombre y que, de pronto, un día comprendió el valor que tendría la existencia si todos cuantos viven fuesen, en realidad, hombres enhiestos, capaces de legar sin amargura lo que todos dejamos a los próximos hombres: el amor, las mujeres, los crepúsculos, la luna, el mar, el sol, las sementeras, el frío de la piña rebanada sobre el plato de laca de un otoño, el alba de unos ojos, el litoral de una sonrisa y, en todo lo que viene y lo que pasa, el ansia de encontrar la dimensión de una verdad completa. Un hombre muere en mí siempre que en Asia, o en la margen de un río de África o de América, o en el jardín de una ciudad de Europa, una bala de hombre mata a un hombre. Y su muerte deshace todo lo que pensé haber levantado en mí sobre sillares permanentes: la confianza en mis héroes. mi afición a callar bajo los pinos, el orgullo que tuve de ser hombre al oír —en Platón— morir a Sócrates, y hasta el sabor del agua, y hasta el claro júbilo de saber que dos y dos son cuatro... Porque de nuevo todo es puesto en duda, todo se interroga de nuevo y deja mil preguntas sin respuesta en la hora en que el hombre penetra —a mano armada— en la vida indefensa de otros hombres. Súbitamente arteras, las raíces del ser nos estrangulan. Y nada está seguro de sí mismo —ni en la semilla el germen, ni en la aurora la alondra, ni en la roca el diamante, ni en la compacta oscuridad la estrella, ¡cuando hay hombres que amasan el pan de su victoria con el polvo sangriento de otros hombres!

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poesía Poesía completa Jaime Torres Bodet Fondo de Cultura Económica


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