Jesus Torbado - Yo, Pablo de Tarso (Memoria de la Historia)

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MEMORIA de la HISTORIA Personajes

Yo, PABLO de TARSO Pablo de Tarso, griego y judío, enemigo de Jesucristo primero y su seguidor más fanático después, es una de las más inquietantes e influyentes personalidades en la historia del mundo occidental. Verdadero fundador del cristianismo para unos, su gran falsificador para otros, auténtico «jefe de marketing» de la Iglesia en todo caso, fue capaz de unir los mitos y las creencias de Oriente y de Occidente, revolviendo las entrañas del Imperio romano e inyectando las ideas de un judaísmo reformado en una sociedad politeísta. Pero aparte de ello, Pablo fue un vigoroso hombre de acción. Viajó durante más de 30 años por Asia y Europa, fue encarcelado, apaleado, perseguido por los demás apóstoles, apedreado, dado por muerto, atacado por las fieras del circo; naufragó varias veces, nunca tuvo casa propia y vivió siempre como un mendigo desterrado. Amó y odió como cualquier otro hombre. Desde la aparición de los Hechos de los Apóstoles, hacia el año 100 de nuestra era, son varias las novelas que se han publicado sobre el Apóstol de los Gentiles, y más aún los ensayos sobre sus cartas. No obstante, es poco lo que se sabe con certeza de la apasionante vida de Pablo. Porque se ha manipulado la verdad o porque ha intentado esconderse parte de ella. Jesús Torbado aplica su talento de novelista polémico y su experiencia de trotamundos a esta autobiografía apócrifa del apóstol número 13. Sin falsear la historia ni perderse en las penumbras teológicas, recrea la vida afanosa y conflictiva de un hombre que ha sido decisivo en nuestra cultura y narra por su boca el mundo que ese hombre conoció: las pasiones, las costumbres, los paisajes, los crímenes que se han procurado mantener ocultos.

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El Mediterrรกneo en tiempos de Pablo de Tarso.

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CRONOLOGÍA VEROSÍMIL DE LA VIDA DE PABLO DE TARSO (Pablo debió de nacer en el año 1 de la era cristiana, entre 4 y 17 después de Cristo; en consecuencia, en esta hipótesis los años corresponden a la vez a los de su edad y a los de nuestra era.)

Imperio de Augusto (63 a.C. -14 d.C.) Nacimiento en Tarso de Cilicia, Asia Menor (actual 1 Turquía), hijo de judíos emigrados y helenizados. 5 Comienzo de los estudios de la Torá en Tarso. 10Comienzo de los estudios de las tradiciones rabínicas orales reunidas en la Mishná por Hillel y Sammay, también en Tarso. Imperio de Tiberio (14-37) Viaje a Jerusalén para estudiar el Talmud en la 15 escuela de Gamaliel (universidad). Regreso a la casa de su padre en Tarso, ya como 21 escriba. 24 Boda en Tarso con Mariamne. —(Crucifixión de Jesús de Nazaret.) 27 Viaje de inspección por encargo del Sanedrín o Consejo Supremo. Muerte de su padre. 28 Repudio de su esposa. 31 Regreso a Jerusalén. Trabajo como policía del Sanedrín. Lapidación de Esteban de Chipre. 32 Viaje a Damasco por encargo del Sanedrín. Encuentro con Jesús en el desierto de Gadara. Huida de Damasco. 3233 Meditación en el desierto de Arabia. 34 Aprendizaje y penitencia con los eremitas esenios de Qumrán, en el desierto del mar Muerto. 5


35 Segundo viaje a Damasco. Expulsión. Estancia de un mes en Jerusalén, en la casa de la tía de Bernabé, con Cefas (Pedro), Jacob (Santiago el Menor) y otros seguidores de Jesús, hasta que lo expulsan del grupo apostólico. 36- Estancia en Tarso; trabajo como tejedor y 43 administrador en el taller de Basílides el Cretense y su hermana Aspasia. Imperio de Calígula (37-41) Imperio de Claudio (41-54) 43 Llegada de Bernabé a Tarso. Viaje a Antioquía de Siria o del Orontes. Fundación de las primeras iglesias. 45 Primer viaje para predicar junto a Bernabé: Chipre, Antioquía de Pisidia (fiebres), Iconio (Tecla, cárcel), Listra (apedreado hasta que lo consideran muerto), Derbe... 49 Regreso a Antioquía del Orontes. Conflictos con la Iglesia de Jerusalén. Viaje al concilio de Jerusalén. Continúan las disputas con otros apóstoles. 50 Segunda salida de Antioquía para predicar, con Silvano o Silas y (más tarde) Timoteo: Derbe, Asia Menor, Filipos (Europa, donde vive con «la mujer de Tiatira» y es encarcelado), Tesalónica, Berea, Atenas, Corinto. 54 Salida de Corinto hacia Antioquía y Jerusalén. Entrega de dinero a la Iglesia de Jerusalén. Antioquía. 55 Tercera salida para predicar, con Tito. 1700 kilómetros por Asia Menor, hasta llegar a Éfeso. 56 Llegada y estancia en Éfeso. Conflictos con los corintios y otras iglesias. Breve viaje a Corinto. Huida disfrazado de Éfeso, después de ser arrojado a las fieras.

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59 Enfermedad y convalecencia en Filipos, junto a su esposa de Tiatira. Nuevo y último viaje a Jerusalén para celebrar el Pentecostés y entregar el dinero recogido. Apresamiento. 59- Preso en la cárcel de Cesárea Marítima. Discurso ante 61 el rey Herodes Agripa II. Trasladado por mar, prisionero, a Roma para ser 61 juzgado por Nerón. Naufragio frente a Malta. Llegada a Roma. Libertad provisional en espera de 62 juicio. 64 Sobreseimiento del juicio. Libertad. 65 Viaje a España. Estancia con el obispo de Tortosa Rufo. 66 Después de detenerse en Baleares y cruzar Italia, viaje a Creta, Éfeso y visita a sus iglesias de Asia Menor, acosadas por los otros apóstoles. Imperios sucesivos de Galba, Otón, Vitelio y Vespasiano (64-79) Retiro en Nicópolis del Épiro (Albania) y dictado 68 de la historia de su vida. 70Salida en un último viaje de predicación y visita a sus iglesias. 72Muerte entre las lagunas Pontinas de la vía Apira.

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Abreviaré la historia de aquel héroe, náufrago en todos los mares, peregrino en toda la tierra; tan glorioso que ni en ésta hubo cárcel, prisión ni castigo que ignorase, ni en ellos borrasca ni tormenta que no padeciese. Sería congoja de la aritmética hallar número para contar las leguas de sus caminos y rumbos. Innumerables veces repitió aquel mar empedrado de reinos, en tantas islas que a pesar del agua son tierra; en tanto mar que, a pesar de la tierra que hurta a sus olas, es archipiélago. Francisco de Quevedo Vida de San Pablo (1648)

No fue un santo, porque el rasgo dominante de su carácter no era la bondad; altanero e iracundo para defenderse, usaba palabras duras, creía tener siempre razón y se enemistó con distintas personas. No fue tampoco un sabio, porque nada dejó a la ciencia; no fue un poeta, porque sus escritos, obras de mayor originalidad, no tienen encanto alguno y sus formas están desunidas y sin gracia. ¿Qué fue entonces? Un hombre de acción eminente, atrevido y entusiasta; un conquistador, un misionero, un propagador... Ernest Renán San Pablo (1869)

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PRIMERA CARTA A RUFO DE TORTOSA

Pablo, siervo de Dios y apóstol de Cristo Jesús, por el mandato de Dios nuestro Salvador, según la promesa de Cristo Jesús, a Rufo de Tortosa, en Hispania, mi amado hijo en la fe: misericordia, gracia y paz de parte de Dios Padre y de Cristo Jesús, nuestro Salvador. En el año 68 del Señor, cuando empiezan a brotar los pámpanos de las vides en las colinas todavía calcinadas de Nicópolis, en el Épiro; bajo la mano criminal de Claudio César Nerón, comediante, dueño y azote del Imperio. Con lágrimas en los ojos me despedías en el puerto de Tarragona, solo yo entre los funcionarios de la capital, los comerciantes, los ruidosos vexilarios y otros hombres armados, viajeros tan llenos de esperanza como de miedo que tomábamos la nave hacia Baleares; y en aquel momento 9


mi amor por ti y por todos los santos de tu casa me hizo prometer algo a lo que ahora me resulta muy penoso dar cumplimiento. Lo haré sin embargo, porque si alguna vez he incumplido mis promesas y no he logrado realizar aquello que había proyectado, aunque en más ocasiones por imposición ajena que por deseo propio, el gran peso de los años, la forzada inmovilidad a que me veo obligado por mis fatigosos achaques y el fundado temor a que los días empiecen a darme la espalda me fuerzan a no demorar lo que en aquel momento de la despedida ansiaba con todo el corazón y ofrecía con alegría tan sincera. Me dispongo, pues, a relataros historias verdaderas de mi larga vida vagabunda, tanto para edificación de los hermanos que en Hispania he dejado (más rechazando los malos ejemplos que en ella he sembrado que cultivando los pocos buenos que podrían espigarse entre cizaña tan espesa), como para satisfacción de su curiosidad y motivo de regocijo y conversa a la vera de la lumbre o en el descanso de la pesca o en esos 10


minutos de grato sopor que siguen a la siesta o anteceden al descanso nocturno. No hubo tiempo en mis breves meses a vuestro lado para otra cosa que para descubriros la verdad de Cristo Jesús y su doctrina de salvación. En realidad, ése era el motivo de mi viaje y no el relato de mis propias hazañas, que tanta curiosidad despertaron entre vosotros. Pues yo no soy en verdad sino una flecha lanzada por Dios para que penetre en los corazones vacíos, y tiene mérito la mano del arquero y el impulso que la dirige, no ella misma, que es materia frágil, impotente y pecadora. Ahora bien: comprendo vuestro acuciado interés, no tanto hacia mi propia persona sino hacia ese mundo, lejano y misterioso para vosotros, por el que mis pasos han ido sembrando la palabra de Cristo. Cuando contemplé vuestras rústicas moradas, el salvajismo de tantas de vuestras costumbres, vuestro menosprecio a la vida y a la sangre de los otros, las hambres de vuestros hogares y la ignorancia tan grande que ni en lo más remoto de las montañas 11


de Macedonia ni en las llanuras más ásperas de Galacia encontré otra igual, se me llenó de ternura el ánimo y comprendí que, además de la palabra de Dios, precisabais también la palabra de los hombres para apartaros de tanta desolación y tanta barbarie. Aquel suceso, amado Rufo, en que tan porfiados estabais por el rapto de vuestras mujeres a manos de un decurión romano, y las muertes terribles de tantos inocentes que siguieron, se me representó como algo ocurrido en el seno de mi propio pueblo hace ya tantos siglos que nadie sabe contarlos. Pero actuaba entonces de forma clara la voluntad divina, en pos de los designios sublimes del pueblo de Israel, y ese designio justifica todos los crímenes y todas las aparentes atrocidades. Y los hombres, por lo demás, no habían aprendido tanto de los más sabios de entre ellos como ahora saben, ni tenían las justas leyes que tienen ahora. Pero esas enseñanzas y esas leyes no parecen haber frecuentado las tierras de Hispania, y eso explicaría actos tan violentos y sanguinarios como el incendio y la destrucción de las naves 12


varadas en el río Ebro, sin perdonar la vida de los esclavos remeros ni de los hijos de los colonos que venían a establecerse junto a vosotros. Y todo porque un decurión había penetrado a una de vuestras doncellas con promesa de casarse con ella y darle un destino más halagüeño del que sin duda le esperaba en la casa de sus padres. Lo ocurrido entre mi pueblo fue que un día un hombre llamado Siquem, hijo de Jamor, príncipe jorreo, encontró en el campo a Dina, una de las muchas hijas del patriarca Jacob, hijo de Isaac, nieto de Abraham y que fue uno de los ancestros de quien te narra esta historia y también de Cristo Hijo de Dios. Pues él desciende de Judá, hijo de Jacob y de Lía, y yo, Pablo, de Benjamín, el más pequeño de los 12 hermanos varones, hijo de Raquel, la segunda y hermosa esposa del patriarca, en parto muy tardío y doloroso... Pero a lo que iba. Aquel Siquem entró a Dina forzándola, como seguramente era costumbre por entonces; fue preso de loco amor por ella y pidió a Jacob y a sus hijos que 13


se la dieran por esposa, al igual que harían él y su pueblo con sus mujeres, de modo que todos pudieran vivir hermanos en la misma tierra y gozando de las mismas riquezas. Aproximadamente fue lo mismo que sucedió con el decurión y aquella mujer ilercavona de vuestro pueblo, según me relataste. Oídas tantas súplicas y ofrecimientos tales, los hijos de Jacob exigieron a cambio que se circuncidaran todos los varones siquemitas y todo parecía aceptado y acordado, con intercambio de mujeres y comunidad de ganados y de tierras de pastoreo. Cuando pasaron 3 días después de que aquellos infelices hombres se dejaran rebanar el prepucio y estando en medio de los fuertes dolores propios de operación tan sangrienta, durante la noche, los de Jacob entraron en la ciudad, que frente a ellos no tenía defensas después del pacto, y los mataron a todos, así como a sus mujeres y a sus hijos. Esto, te decía antes, estaba previsto en los designios de Yahvé y sucedió hace muchos siglos, cuando los hombres no distinguían una traición de 14


una artimaña. Fui yo sorprendido de que en un tiempo como éste ocurriese algo parecido en Hispania y llegué a la conclusión de que vuestras ignorancias y vuestro salvajismo son muy grandes y que necesitabais las enseñanzas de hombres que hayan conocido otras tierras y experiencias más elevadas. No había ningún mal en entregar al decurión aquella joven ilercavona y hacer pacto con los soldados y comerciantes romanos, en vez de arrasar a fuego y espada sus moradas y sus familias. Tal vez si hubierais conocido historias como la de los jórreos la piedad hubiera sustituido a la saña y la comprensión al odio, pues el pasado debe servir para vivir mejor en el presente y para construir un futuro superior. En esa creencia apoyo el relato de mi vida, que, incluso contra mi misma voluntad, me dispongo a hacerte, para que lo leas en tu casa a todos los santos y temerosos de Dios de Tortosa y encuentres algún escribano que haga copias fieles para entregarlas a cuantos hayas conseguido convertir a Cristo entre los ilergetes, los cosetanos, los layetanos, los 15


indiquetas, los lacetanos, ausetanos, bargusios, ceretanos y demás pueblos de la gentilidad ibera, incluso los más alejados de las dulces costas de vuestro levante. Al mismo tiempo, ordeno a mi hijo Timoteo de Listra, obispo de la iglesia de Éfeso, que haga copias de cuantas epístolas pueda y resulten pertinentes, pues sé que conserva muchas de todas las escritas por mí a las iglesias que he fundado, y te las haga llegar a través de algún cristiano que se dirija a Hispania. También de los escritos de mi amigo el médico Lucas, mi ayudante, y del cobarde Juan Marcos, si han conseguido terminarlos, a fin de que conozcáis mejor la vida, los milagros y las predicaciones de nuestro Señor Jesús. El mismo Lucas ha ido recogiendo en unos Hechos, hasta que se separó de mí en Roma, estando yo preso, algunos de mis viajes, de mis aventuras y de mis discursos, así como los prodigios que en mí obró el Señor. Ordenaré también que te envíen una copia de ellos, cuando estén concluidos, aunque el buen médico de Antioquía, que tantas veces alivió mis fiebres, restañó mis 16


heridas, ajustó mis huesos y aligeró mi sangre, quiso solamente relatar lo que le pareció más útil para la conversión de los gentiles y para un mayor ablandamiento de las futías de los judíos enemigos míos y de los cristianos infieles de Jerusalén. Y no parece tan valiente como para dar al público esos relatos, por temor a que se burlen de sus menguadas artes literarias o a que los demás aprehendan de mí una imagen borrosa, parcial, imprecisa y disforme. Tenían mayor importancia mis predicaciones y mis disputas en torno a las maravillas que Cristo obró en nosotros que mis penosos e inacabables peregrinajes, mis hambres, mis naufragios, mis enfermedades, mis luchas y mis errores. De todas maneras, esa historia, con todas las falsedades que encierra y los velos que en ella echó Lucas para no contar verdades innecesarias, te permitirá, ¡oh Rufo!, si hasta ti llega, descubrir de qué pobre mensajero se ha servido el Señor para conducirte a la verdad. Por encima de mi entusiasmo y de mi esperanza, flaquea mi ánimo y me 17


dice mi espíritu que el final se halla cerca. Estoy ya en el año sexagésimo octavo de mis días y han desaparecido casi todos los primeros discípulos de Jesús. El anciano e inseguro Pedro murió en los brazos de su esposa cuando se encaminaba a Roma, después de abandonar desesperado la ciudad de Jerusalén y de haber errado solitario por muchos pueblos y ciudades, antes del terrible incendio que provocaron los criados de Nerón. También el que fue mi compañero durante tantos años, Bernabé, entregó sus carnes al enemigo en la misma isla de Chipre, acogedora y verde, en la que trabajó tanto. De ellos te había hablado mucho. Pero otros cuyos nombres seguramente ignoras o recordarás apenas, los que conocieron a Jesús y los que entorpecieron o dirigieron rectamente mis pasos, han muerto también casi todos, según me dicen. ¿Cómo no voy a sentir sobre mis hombros el áspero y sombrío peso de las garras de la tristeza? Mas quien planta cedros y encinas ha de consolarse en que darán sombra sobre su sepulcro; él mismo no ve más que los flacos principios. 18


Cuando tropezaste conmigo junto al río, mientras remendaba yo con mis torpes dedos unas velas de lona y esperabas tú la buena hora para la pesca de la anguila, venía de escapar en Roma del hacha del verdugo. Durante más de 2 años fui preso del emperador y mucha fortuna y astucia me salvaron de la condena. Pero salí de aquellas prisiones muy fatigado, y si estaba imaginando entonces morir junto a aquellas aguas mansas y lodosas del río Ebro, tu presencia y tu conversación, el descubrimiento de vuestra ignorancia, me empujó de nuevo a la lucha. Y aun después de despedirte, prediqué en 2 de las islas Baleares, aunque sin éxito alguno, pues allí la idolatría y el fuego de la lascivia (en que arderán todos cuando llegue el Señor) están bien asentados y en sus formas más groseras y carnales. Todavía las mujeres se ofrecen desnudas, entre danzas lúbricas que ejecutan en las plazas, a los viajeros que arriban a sus puertos con ánimo de comerciar en aceite y grano; y con tanta resolución que muchos de esos mercaderes llegados de las ciudades 19


de Asia y de Grecia e incluso de Egipto terminan pereciendo entre sus brazos. Embarqué hasta Pozzuoli, crucé Italia a pie y volví a subir a una nave en Brindisi para atravesar el mar en numerosas escalas hasta llegar a la isla de Creta al lado de Tito, mi querido hijo espiritual. Si en mis viajes he encontrado a pueblos falsos, engañosos, fornicadores, glotones y entregados a los pecados más inmundos, ninguno como el de los cretenses. Algunos judíos viejos de la sinagoga que habían oído la predicación en otros lugares se reunían allí en una iglesia, pero su ciencia cristiana estaba llena de brujerías, magias, fanatismos, errores y locuras. Sólo querían saber de mí el momento prenso en que llegaría el Señor a arrebatarnos a todos a los cielos y no tenían paciencia alguna en la espera. No me quisieron escuchar. En cuanto a los otros, estaban tan orgullosos de que en un monte que veían a toda hora hubiese nacido el ídolo Júpiter, tan satisfechos en sus torpes pecados, que no deseaban conocer más. Así pues, al cabo de 4 meses decidí salir de allí y correr a refugiarme en 20


Nicópolis, donde estoy escribiendo y he pasado el invierno, bajo el suave clima del Apiro.1 Me habían comunicado en secreto que se había establecido en esta ciudad mi esposa de Tiatira, con la que conviví en Filipos, pero tal vez, cansada de mis ausencias, decidió establecer sus negocios de púrpura en otra parte; rechazo mencionarte su nombre para no dar oportunidad a que mis enemigos descarguen sobre ella la venganza nacida del largo odio que sienten hacia mí. No hace todavía mucho tiempo que el estoico Epiciclo, cuyos libros me hicieron mucha compañía en mis viajes, tuvo aquí escuela y no muy lejos, cerca del promontorio Accio, el que sería emperador Augusto, Cayo Octavio, ganó a Marco Antonio la última batalla de las glandes guerras civiles de los romanos: de todos esos hechos quedan muy vivos recuerdos... Tito estuvo conmigo cuidándome y durante algunos meses trabajó por mi, pues las agujas huyen de mis manos de madera y mis ojos descubren con dificultad por dónde encaminar la 1 Actual Albania. (N. dele.)

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puntada. Vivo en casa de un judío heleno llamado Aristarco, que es también tapicero de oficio y le ayudo en su taller para pagarme el albergue y el sustento, aunque no es mucho lo que como y menos aún lo que duermo. Por la tarde hablo con los hermanos de la floreciente iglesia de Nicópolis, que apenas necesita ya mis enseñanzas, y de noche rezo, leo o dicto mis palabras a una hija de Aristarco, tan bella y tan despierta como Tecla de Iconio, pues la luz de los candiles de aceite apenas consigue avivar el moribundo espíritu de mis ojos. He mandado cartas a numerosas ciudades para que los hermanos intenten averiguar el paradero de la mujer de Tiatira y la convenzan de que se reúna conmigo a sanar mi cuerpo, como otras veces hizo, y para que esperemos juntos la cercana llegada de Jesús. Aún no he obtenido respuesta. Aunque me asaltan frecuentemente la pasión y la inquietud, y pienso que debería regresar a Roma, donde los cristianos han sido diezmados por las persecuciones de Nerón y del criminal Tigelino —mientras yo estaba entre 22


vosotros, ¡oh, Rufo! —, y donde la falta de guías y la desaparición de tantos otros mensajeros de Cristo ha colocado a la iglesia de allí sobre agitadas aguas ponzoñosas. Sé que los fieles romanos me necesitan y debo acudir presto, antes de que se pierda la semilla tan laboriosamente hincada en la tierra. Aunque tanto o más aún que eso me gustaría volver a vuestro lado. A mi paso por los almacenes de Nápoles, cerca de Pozzuoli, un judío de Cesárea Marítima, comerciante en metales preciosos, me contó que en el extremo noroeste de España, allí donde está el fin de la tierra, y en los umbrales de unas montañas muy fuertes, vive un grupo de fieles de Israel que se quedó allí aislado hace algunos cientos de años. Llegaron hasta esos remotos parajes junto a los mercaderes de Fenicia, en busca de estaño y de plata, pero encontraron oro dentro de las aguas del río Sil y también en las tierras rojas que lo rodean, y decidieron quedarse en una comunidad muy próspera y devota. Tal vez no tengáis en Tortosa noticia de esos hacendosos compatriotas, 23


pues parece que sus tierras están muy alejadas de las vuestras, al otro lado de una estepa fría y poco habitada, aunque por hombres muy orgullosos de su independencia y muy belicosos con los que pretenden acercarse a ellos. Su aislamiento y su soledad entre los feroces astures les harían merecedores de escuchar la Palabra, y sus riquezas, que parecen ser muchas, podrían subvenir a tan grandes necesidades como otras iglesias tienen. Aquel hombre de Nápoles que en su casa guardaba muchos fardos de oro y cajas rebosantes de plata me pidió con hartas lágrimas que acudiese a visitarlos y a reanimar sus espíritus, llevándoles al mismo tiempo nuevas de otras comunidades de Judá expandidas por el vasto mundo. No lo haría de mala gana si mis achaques me autorizasen a ello. Muchas veces, al amor del suave crepúsculo, me siento a soñar y a descansar, solitario, en una roca al borde de las aguas quietas y pienso que más allá del mar, pasadas las islas y las tierras originarias de los romanos, asoman vuestras dulces playas y el gran río 24


perezoso de los iberos, sobre el que todavía brilla el sol. Quiero decir con estas palabras que me invade una nostalgia amarga por los pocos y amables días que pasé a vuestro lado, en los vergeles de tu casa, ¡oh, amigo Rufo! Y echo de menos el vino fuerte, sin mezclas de agua ni de miel, que degustábamos después de la cena y el torrente de preguntas con que ponías a prueba la sabiduría de mi lengua. Este relato que inicio con gran fatiga y desmesurado amor no es otra cosa que parvo regalo por los muchos que me hicisteis todos vosotros. No veas en él jactancia ni modestia inútil. Repasando tantos viajes, tantas aventuras, los rostros de tantas personas, olvido por un instante lo que ha sido la finalidad de mis días y mi obsesión más duradera, es decir, la predicación de la Palabra y de la llegada inminente del Nuevo Reino, y alivio mi espera con el recuerdo de mi juventud y de mis años de hombre. Conseguiré tal vez que entretengáis también vuestro tiempo y obtengáis alguna enseñanza de una vida que ahora me resulta corta, pero que ha estado tan llena de azares, de dolores, 25


de gozos y de esperanza. Así pues, llorad y reíd conmigo y aprended que, pese a sus apariencias, el mundo siempre es demasiado pequeño y tan sólo camino efímero hacia un destino más largo y duradero. Marana Tha! ¡El Señor llega!

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1. LAS RESURRECCIONES DE SANDÁN

Aunque todos aquellos años de mi perdida infancia me parecen ahora uno solo, es decir, apretados y resumidos en un impreciso y confuso momento, recuerdo bien que cuando se acercaba el fin del mes de junio, en el solsticio de verano, acudía siempre a la gran procesión en honor del dios Sandán. Y nunca pude olvidar aquel año en que yo cumplía los 5 o los 6 de mi existencia, porque de él me queda en lo alto de la cabeza el recuerdo físico de esta buena cicatriz que con frecuencia me produce picores, una cicatriz que empezó a brillar como la hoja de un cuchillo en el momento en que fueron raleando mis cabellos, mucho antes de lo que a otros hombres suele suceder. Otras heridas, tantas que resulta difícil distinguir ésta que menciono, son de azotes, 27


pedradas, varazos y puñaladas, recibidas todas por el amor de Jesús... También quedó fijado en mi corazón un recuerdo moral mucho más doloroso, si es que pueden definirse de ese modo los recuerdos. A los que me preguntan por el origen de la matadura respondo siempre de la misma manera: — Es la señal visible de que no tengo prepucio. Algo así como el lábaro de mi judaísmo. La falta de ese anillo de piel que Caleb, el viejo sacerdote de la sinagoga, me cercenó a los 8 días del nacimiento fue la causa de los primeros golpes que recibió mi cuerpo. Mis padres y mis maestros me habían enseñado muy pronto a rechazar la fe en Sandán, pero me autorizaban a regañadientes, como a todos los niños judíos de Tarso, a presenciar las grandes fiestas que en junio se celebraban en su honor. Sandán era uno de los 2 dioses principales de la ciudad, junto a Baal, el excelso, al que también llamaban Zeus. A mí me resultaba Sandán el más simpático de todos. Era grandón, benévolo y sonriente. Estaba ataviado 28


de campesino y en el atardecer del día del solsticio lo paseaban por la gran avenida junto al río en una lujosa carroza de madera, metido en un entramado piramidal que adornaban de manojos de espigas, racimos de uvas secas, ramos de olivo y de palma y flores de todos los colores. Después, caída ya la noche, encendían una hoguera inmensa y arrojaban a ella la estatua del dios, mientras la multitud gritaba, cantaba y bailaba. A los niños, sin preguntarnos cuál era nuestro dios, nos permitían después saltar sobre las brasas y corretear por entre los danzarines y los borrachos. Y aunque a mi padre, fiel a la ley de Moisés, no le gustaba que yo participase de esos juegos, conseguía casi siempre escaparme junto a mis amigos para participar de ellos; por otra parte, mi padre no era demasiado riguroso con aquellas naturales pasiones infantiles mientras no traspasase yo las fronteras de la Ley... Pero Sandán no moría en la hoguera, como tampoco Cristo murió en la cruz. Renacía al amanecer de sus cenizas, al igual que un famoso pájaro egipcio que llaman Fénix, y las 29


muchedumbres se alegraban tanto de aquella resurrección que continuaban festejándola durante 3 o 7 días, según se presentaran las cosechas. La tarde de uno de aquellos días festivos fue cuando subimos a bañarnos en la cascada del río Cidno, que se precipita furiosa y espumeante por encima de enormes gradas de roca y levanta grandes nubes en el aire. Corrimos por los campos de trigo verde, entre álamos, plátanos, sauces y arbustos de regaliz. Sudorosos y contentos, nos lanzamos a las frescas aguas, vestidos algunos y sin ropa los otros. Conmigo venían mi primo Andrónico y un vecino que se llamaba Ajira, mayor que nosotros. Éramos los únicos judíos del grupo y se nos había enseñado que nunca debíamos mostrar nuestras desnudeces. Pero los demás, chapoteando desnudos bajo la lluvia de la cascada o tumbados al sol sobre las rocas, empezaron a burlarse de nosotros porque seguíamos con nuestras cortas túnicas mojadas. Varios de ellos nos agarraron con fuerza y terminaron despojándonos de los vestidos, a pesar de nuestra oposición y de nuestros pataleos. 30


—¡Pablo tiene el pito cortado! ¡Pablo tiene el pito cortado! —empezó a gritar uno de ellos. Se volvieron los otros a mirarme y también a Andrónico y a Ajira. Uno de los más fuertes, que era hijo de un mercadla de Alejandría y siempre se había portado bien conmigo, me agarró por la cintura con un brazo y con la mano libre sujetó la escueta porción de carne que me colgaba entre las piernas. Mostró a los demás su extremo desnudo, mientras lo zarandeaba y reía. Solamente mi primo, Ajira y yo carecíamos de prepucio y ellos empezaron a preguntar si habíamos nacido así o alguien nos lo había tajado para marcarnos como a los esclavos. —Somos esclavos de Yahvé, el dios verdadero —respondió mi primo. —Es como los consagrados a Isis, cuando se visten de azul para que su dios sepa distinguirlos —intenté explicarles. —¡Ah, bueno! ¿Os han hecho mucho daño? —Yo no me acuerdo, era muy pequeño. —¿Y todos los judíos tenéis cortada 31


la piel? —Todos. Y sólo los que están circuncidados sirven al verdadero Dios y pertenecen al pueblo elegido —les conté yo, según las enseñanzas de mis padres—. Vosotros adoráis a dioses falsos, a dioses que son mentira. Aquello no les gustó, porque era un insulto al gran Sandán, y un muchacho sirio al que yo conocía poco, bajo y gordo, me dio una patada en un costado. Yo respondí con un cabezazo en el pecho, que lo derribó en medio de las risas de los otros. Pero mi enemigo agarró una piedra y sin levantarse me la arrojó con tanta fuerza como tino. La herida de la cabeza empezó a manar sangre, que fluía espesa y caliente por entre el pelo mojado. Ajira me cogió por los hombros y me acercó al agua para lavarme. Agésilas, el hijo del mercader alejandrino, rasgó un pedazo de su camisa y me la anudó alrededor de la frente para detener el flujo. Me mareaba el dolor y la creencia de que iba a perder la vida por aquella brecha escondida entre el cabello. Me senté a esperar bajo un árbol. Los otros se cansaron en seguida de 32


mirarme y de investigar sobre las formas de nuestra carne. Volvieron a jugar al río. Al cabo de un rato, cuando Agésilas comprobó que no me había muerto y que nuevamente me reía con sus juegos, se vino a mi lado, me dio un empujón hacia el agua y luego él se arrojó sobre mí e intentó hundirme la cabeza. Pero yo, aunque no sabía nadar, conseguí escabullirme de sus brazos y corrí a buscar la protección de Ajira y de Andrónico. No fue necesario, porque, como suele suceder entre chiquillos, se había olvidado todo, incluso nuestra carencia de prepucios. La tarde era tibia y la luz anaranjada parecía no querer abandonar los cielos. Esperamos, pues, a que los dedos de la oscuridad rozasen las cumbres blanquecinas del monte Tauro y después regresamos todos a Tarso, persiguiéndonos por entre los árboles. La ciudad seguía en fiestas. Nada más recuerdo de aquellos sucesos que me hicieron aprender tan pronto cómo yo y todos los de mi raza estábamos marcados y éramos diferentes a los demás. Ni siquiera lo que naturalmente debió de suceder a continuación: el llanto de mi madre al 33


ver la herida, la búsqueda de un médico egipcio para que la cosiera y secara, las preguntas de mi padre y sus azotes por haber acudido a la cascada con muchachos idólatras, las probables mentiras mías y de mi primo... Fue la primera vez que supe que el trozo de piel que me faltaba tenía para los otros una significación parecida, aunque contraria, a la que los judíos le dábamos. Para nosotros, aquello indicaba que éramos los elegidos de Dios; para ellos, que nos habíamos separado de los hombres, por lo menos de los que vivían a nuestro lado. Empezaba entonces a aprenderlo entre los míos. Cada mañana me llevaba hasta la escuela del esclavo Aufidio, que acarreaba también mi bolsa con algo de comida —aceitunas y una torta de pan ácimo casi siempre— y los trebejos de la escritura, la tablilla encerada y el pequeño punzón de hierro. Nos sentábamos en el suelo todos los chiquillos, desde los 6 hasta los 10 años, y los rabinos empezaban a enseñarnos las grandes historias de Israel. Desde aquella habitación, al lado de la sinagoga, escuchábamos los 34


cantos de los mayores y también las peleas de los maestros, que frecuentemente discutían a gritos pasajes de nuestro Libro santo. La primera gran enseñanza que recibíamos era la esperanza de un Mesías que libraría para siempre a nuestro pueblo de sus ataduras y de la larga esclavitud sufrida. Me parece ahora que muchos de aquellos rabinos no tenían verdadero deseo de su llegada, pues ésta acabaría con las disputas que tanto provecho les reportaban. Por eso cuando llegó no quisieron conocerlo. Quiero decir que es conducta general de los hombres que sus sacerdotes los entretengan con promesas falsas o probables y mientras tanto vayan viviendo de sus doctrinas, y que cuando la promesa se cumple, desdigan de ella para no perder la ventaja que la esperanza de los demás les otorga. No era hombre rico mi padre porque tuviera un esclavo para cada uno de nosotros, aunque tampoco pobre. Los niños judíos de Tarso sufríamos con frecuencia los golpes y las befas de los muchachos griegos porque no acudíamos a sus escuelas ni 35


frecuentábamos sus templos y la ciudad estaba siempre llena de gentes extranjeras que robaban y raptaban a los jóvenes para ocultarlos en sus naves y venderlos luego como esclavos en cualquier puerto. Así pues, era necesario que alguien nos acompañase hasta la viña, la escuela de la sinagoga, si queríamos regresar a casa sin riesgo. Cayo Octavio Samuel se llamaba mi padre y estaba muy orgulloso de su nombre. El emperador romano de quien lo tomó, que entonces se llamaba Marco Antonio, pues parece que le gustaba cambiar de identidad con frecuencia, estaba en Tarso esperando a la reina de Egipto. Llegó Cleopatra navegando por el Cidno, en una nave tan lujosa, ágil y bella como nadie había visto nunca, de velas rojas, espolón dorado y quilla laminada de plata. La reina, que debía explicar al romano por qué había apoyado y financiado a su enemigo Casio, reposaba bajo un dosel de hilos de oro, ataviada como la diosa Afrodita, es decir, con escasas ropas y éstas transparentes y lúbricas; estaba rodeada de vírgenes vestidas de ninfas 36


y de docenas de niños desnudos que portaban arcos y flechas como el dios griego Eros. Así me lo contó mi padre muchas veces, porque nadie en Tarso pudo olvidar aquellos sucesos. Marco Antonio se sintió tan contento de su éxito y de la belleza de aquella mujer que concedió la ciudadanía romana a todos los habitantes de Tarso que aceptaron pagarle mil dracmas, pues ningún romano otorgaba gratis ese beneficio. Muchos de ellos tomaron el nombre del emperador que los había protegido, o de generales u hombres notables de su séquito, entre ellos el padre de mi padre, que hubo de recurrir a los prestamistas para reunir tal fortuna. En cuanto a su nombre verdadero, Samuel, es el mismo de uno de los más grandes reyes de nuestro pueblo. Por eso también yo mismo tengo diversos nombres, según con quien me encuentro: Cayo Octavio Pablo para los romanos, que Pablo significa poco, pues cuando nací era mucho más canijo que los otros hijos de mi madre. Y Saulo para los hebreos, y se me dio este nombre, que quiere decir inquieto, porque también lo fui desde la cuna. 37


Así pues, aquel viaje de Cleopatra habría más tarde de salvarme la vida, como te contaré si sigo adelante con mi historia, y concederme otras numerosas ventajas, al ser yo tan romano como cualquiera que hubiese nacido en la ciudad de Rómulo y Remo, aunque la compra de la ciudadanía empobreció de tal manera a mi abuelo que hubo de mudarse a una casa más modesta para poder pagar la deuda. No vivíamos los judíos de Tarso agrupados en un barrio concreto, aunque desde luego, y como ha sido nuestra costumbre, nos relacionábamos casi exclusivamente entre nosotros. En todos los grandes puertos del Mediterráneo, especialmente en los de cultura griega, había grandes colonias de la dispersión judía. En realidad, éramos más numerosos los exiliados de Judea, cuyo pobre suelo apenas podía alimentar a los 2 millones de personas que allí se hacinaban, que los pobladores del solar del rey David. Por cada uno de ellos había 2 en la emigración, y nuestro diferente modo de vida, aunque peregrinásemos 38


regularmente al Templo de Jerusa- lén y entregásemos mucho dinero a sus sacerdotes, creaba no pocos problemas y disensiones, como yo mismo había de comprobar a la hora de transmitir el mensaje de Cristo. Esa abundancia de judíos era tanta en el mundo, que Filón de Egipto, país en el que uno de cada siete habitantes era de nuestra raza, tenía escrito que «no hay una sola ciudad griega o bárbara, ni un solo pueblo, en los que no se haya difundido nuestra costumbre de la observancia del sábado, o en que no se respeten los días festivos, la ceremonia de las luces y muchas de nuestras prohibiciones». Estaba la casa de mi padre, que sería mía más tarde, junto al puerto, en la misma desembocadura del río, entre los almacenes de los comerciantes y los talleres de los artesanos. Allí trabajaba entonces, junto a su hermano y su padre y un hermano de éste, fabricando velas para las naves que llegaban desarboladas después de temporales y naufragios o que construían otros hombres en el mismo Tarso; cosiendo lonas de tiendas para viajeros y soldados; incluso 39


manipulando tejidos valiosos que luego recubrían escaños o triclinios o sillas de los más ricos. Como mi abuelo había vendido, y a precio moderado, muchas tiendas para el ejército de Marco Antonio, pudo figurar nuestra familia entre las beneficiarías de las ciudadanías que se otorgaron. Yo aprendería ese oficio más tarde, cuando regresé de Jerusalén, aunque ya entonces, después de los estudios matutinos, me gustaba probar con las agujas la resistencia de las lonas y deslizar la lanzadera por entre la urdimbre. Especialmente a partir de los 10 años, edad en que los doctores empezaron a enseñarnos en la sinagoga la ley oral o Mishná. Claro que no era el trabajo lo que me apasionaba más en aquellos años en que empezaba a hacerme hombre. Entraban con frecuencia en el taller comerciantes llegados de muy lejos y viajeros que hablaban extrañas lenguas. Llegaban de Roma, de Atenas, de Alejandría, de Rodas, de Tolemaida, de Éfeso, de Corinto, incluso de la lejana España y narraban historias tan sorprendentes como las costumbres que manifestaban, tanto 40


en los vestidos como en la comida y en las creencias. Cada cual tenía sus propios dioses y leyes que eran ajenas a los demás, de modo que, a veces, lo que para unos era bueno y santo para otros estaba prohibido y vedado. —¿No quieres venirte con nosotros, pequeño Pablo? — me preguntaban a veces, entre risas y bromas—. Te enseñaremos mares furiosos que no tienen final y montañas que ascienden al cielo y animales fabulosos y templos tan grandes como ciudades y tantas maravillas que se te quemarán los ojos al verlas. Mi padre meneaba la cabeza al ver el brillo de mi mirada, porque él era un devoto fariseo y deseaba sobre todo que prosiguiese mis estudios. Antes de ponerme a trabajar en su negocio de lonas debería conocer todos los preceptos, las categorías de los ángeles y potestades, la esperanza de la resurrección, lo que podía hacerse y lo que no estaba permitido, los mandamientos y el pecado, tal y como estaba escrito en los libros de nuestro pueblo. Mis compañeros hablaban a veces de Hércules y de Eneas, de Aquiles y de 41


Alejandro, de Sardanápalo y de Diana... Los niños de mi raza teníamos otros héroes y otras creencias: David y Jacob, Josué y Abraham, Gedeón y los Macabeos... 5 años más estudié en la sinagoga, después de los primeros 5. En aquel tiempo murió mi madre y mi hermana mayor se casó con un mercader de dátiles que vivía entonces en Jerusalén, de manera que nuestra casa se quedó sin mujeres y mi padre hubo de recurrir a 3 criadas —esclavas 2 de ellas, liberta la otra— para atender a nuestras necesidades. Si no me hubieran sucedido tantas cosas en los años que siguieron y no tuviera tanto deseo de contártelas como tiempo escaso, podría ahora hablarte de mi madre, a la que no puedo decir que conocí mucho a causa de su largo silencio, y también de mi hermana Azuba, a la que siempre quise. Fue muy doloroso ver cómo se iba de mi lado cuando apenas estaba en su año decimosexto, y con un hombre viejo que olía mal y había perdido muchos de sus dientes, aunque fuese rico. También por esta temprana huida apenas pude conocerla. Cuando años 42


más tarde me enviaron a estudiar a Jerusalén, el mercader había trasladado su negocio a Elat, en el desierto de Arabia, y no pude encontrarla. Uno de sus hijos se llama también Saulo y me han dicho que predica la buena nueva en tierras de Egipto después de haber trabajado con Felipe, uno de los que conocieron al Señor. De las muchas cosas que aprendí en la sinagoga a lo largo de aquellos 10 años de mi infancia y juventud te haré ahorro, pues pertenecen a la ley vieja, cuyo cumplimiento no se nos exige a los seguidores de Cristo, aunque Pedro y otros hermanos insistieran tanto en lo contrario. Mi padre era fariseo, o separado, como ya te he contado, lo que quiere decir que creía en la resurrección de la carne y cumplía con toda escrupulosidad la ley y las tradiciones, observando hasta el más delgado ápice de lo que estaba escrito. Pero en Tarso abundaban también los saduceos, enemigos suyos y seguidores de los maestros de Jerusalén que gobernaban la fe judaica. Ellos decían mantenerse fieles a las enseñanzas más antiguas y no 43


creían en la resurrección, ni en los ángeles, ni siquiera en la recompensa en el Más Allá de una vida sin pecado. Esas divergencias dentro de una misma creencia eran motivos en las sinagogas e incluso en las calles, plazas y mercados, de grandes disputas que frecuentemente terminaban con insultos, amenazas y golpes. Quizá por esa causa los idólatras y los bárbaros no sentían demasiado afecto hacia nosotros en ninguna parte. No me avergüenza contarte que intervine en muchos de aquellos alborotos y que en los mismos aprendí a esquivar puños y rodillas y a ejercer la fuerza de los míos con la mayor contundencia. Pues no podía tolerarse que aquellos saduceos aparecieran en público sin sus filacterias, que entrasen a veces en casa de los idólatras y hasta comiesen de su comida impura, y, en fin, que se entregasen a toda suerte de transgresiones con tal de obtener beneficio en dinero. Se burlaban ellos de mí, y para demostrar que estaba en el error afirmaban que me poseía un demonio 44


inmundo. Era en realidad un mal que los griegos llaman epilepsia. A veces, no muy frecuentemente, me derribaba al suelo y hacía que me revolviera como una bestia herida; me brotaban espumas de la boca y la lengua aumentaba de tamaño como un tronco hundido en el río. Mi padre intentaba siempre ocultar esa enfermedad, porque también él debía de creer que era el espíritu del Maligno que de vez en cuando venía a visitar su morada, es decir, a mí mismo. Creo que fue ese temor el que le aconsejó enviarme lejos de Tarso, para que dejaran de apalearme y escupirme los saduceos y para que Yahvé, desde su Templo de Jerusalén, ahuyentase de mi espíritu a ese demonio. Y ello a pesar de los gastos que el vivir lejos de casa suponía y de que me necesitaba para ayudarle en su taller.

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2. LA ESCUELA DE JERUSALÉN

Cuando emprendí el viaje a Jerusalén, después de haber desembarcado en Cesárea, apenas era posible caminar en dirección a la ciudad. Judíos de todas las clases y de todas las procedencias regresaban a sus casas, como un inmenso rebaño de bestias sobre la llanura de Sarón, después de haber visitado el templo de Herodes para la fiesta de la Pascua. El camino era un enorme globo de polvo dentro del cual se movían los camellos, los burros, los carros y los hombres a pie, familias con ancianos y niños, de modo que frecuentemente era preciso echarse a un lado si no queríamos ser aplastados por semejante muchedumbre. Solamente los perros corrían apartados de la polvareda. Millares de comerciantes y 46


de pastores, no sólo judíos, regresaban también con sus bolsas llenas de dinero. Más de 200 000 corderos solían sacrificarse para la cena más santa de mi pueblo, y alguien tenía que cebarlos y llevarlos al matadero. Al lado de los devotos y peregrinos, viajaban, pues, comerciantes cananeos, fenicios, filisteos y de otras naciones, experimentados en todo tipo de mercaderías —particularmente joyas de todo género, telas y perfumes— que habían acudido al aroma de las monedas y pastores que apacentaban sus rebaños en todos los reinos de Judá y más allá de sus límites. Los 4 puntos cardinales de Jerusalén vomitaban aquellos enjambres humanos, sin duda más de un millón de seres, que volvían a su natural exilio después de haber celebrado las ceremonias a los pies del Arca de la Alianza. Nuestro esclavo Aufidio, que, como siempre, me acompañaba en el viaje, paró a un hombre de ojos brillantes y barba muy tupida y rojiza que marchaba al frente de un grupo. Aufidio, al igual que yo, nunca había 47


estado en Jerusalén e ignoraba muchas de las costumbres de aquella ciudad, a pesar de lo que mi padre nos había contado después de alguna de sus peregrinaciones. —¿Hay guerra en Jerusalén? —le preguntó en griego. El hombre se tapó los oídos con la mano por encima del pañolón grasiento que le guardaba la cabeza del polvo y respondió con una rara sucesión de gritos guturales. Hablaba en arameo, pero tan extraño que apenas ni yo mismo, que había aprendido esa lengua de labios de mi madre, podía entenderlo. Después de muchos aspavientos llamó a uno de su grupo e hizo que mi esclavo repitiera la pregunta. —¿Acaso vienes del mundo de los muertos? —dijo el intérprete—, ¿Un vástago de la estirpe de Abraham y de Moisés ignora tal vez que se ha celebrado la Pascua hace 3 días y que esos peregrinos vuelven a casa con la bendición de Yahvé? Yo tenía 15 años, y hacía 2 que había entrado en la edad de hombre. Tampoco había razón alguna para que me asustase aquella muchedumbre de 48


gentes de mi raza, que hablaban lenguas distintas e incluso vestían de forma diferente. Todas creían en el mismo Dios verdadero y eran, en consecuencia, mis hermanos. Pero Aufidio y yo veníamos de Tarso, que era una ciudad griega, aunque habitada por muchos orientales, y los judíos de Tarso se asemejaban poco a aquellas turbas que en verdad parecían regresar de una guerra o correr en busca de otra. En cierto sentido, Jerusalén era un campo de batalla. No sólo había facciones secretas que intentaban expulsar a los romanos, sino docenas de sectas que pretendían imponer su interpretación de la doctrina. Menudeaban tanto los profetas como los mendigos, los sabios como los mercaderes, los soldados como los sacerdotes. Entramos desde el norte. A la izquierda brillaba como la plata un monte sembrado de olivos. A sus pies corría entre piedras ásperas, por el fondo del valle de Josafat, un riachuelo llamado Cedrón, y pegado a él sobresalía una montaña de mármol con su cumbre tapizada de oro. Era el 49


Templo. Me arrodillé en el polvo para llorar mientras lo estaba contemplando, y Aufidio me imitó. Asentado en la cúspide del monte Moría, era tan magnífico que eclipsaba los demás esplendores de la ciudad, que se extendía a nuestra derecha. Entre el palacio de Herodes, muy nuevo y que intentaba emular la belleza del Templo de Sión, pegado a las murallas de poniente, y el valle que empezábamos a bajar se tendía la ciudad más santa del mundo. Casas de adobe apiñadas entre callejuelas estrechas, algunos edificios de piedra, los palacios del gobernador romano, de Caifás, de los Asmoneos y la masa fuerte de la torre Antonia, delante de nosotros... No era una ciudad tan grandiosa y acogedora como Tarso, tenía menos árboles y le faltaba el mar, pero era la ciudad que Yahvé había elegido para estar presente entre los hombres. Buscamos la casa de Eliezer, un exportador de pelo de cabra con el que mi padre tenía negocios y que había aceptado darme alojamiento. Aufidio le entregó el pago en monedas de oro y me asignaron un cuarto estrecho y 50


sombrío, en el segundo piso de la vivienda, con una sola abertura que daba al patio. Por vecindad tenía los almacenes de pelo de cabra, que frecuentemente me volaba hacia los ojos y la boca, que infestaban la estera en que dormía y los papiros de estudio, y que exhalaban además un desagradable olor a grasa rancia. Cinco años permanecí en aquella morada, que sin embargo no iba a ser la peor de cuantas he conocido. Para mi suerte, había aprendido a hilar las lanas y otras tareas relacionadas con esa materia, de modo que tenía el trabajo allí donde se centraba mi vida. Eliezer me daba la comida, siempre escasa, a cambio del trabajo y también algunas monedas que me permitían procurarme ropa, comprar libros y subvenir a otras necesidades menores. Digo que se centraba allí mi vida, y la expresión no es exacta. Pues cada mañana asistía en la sinagoga a las lecciones del muy honrado rabino Gamaliel, nieto de Hillel, y ésa era en verdad mi verdadera vida. Aunque el venerable maestro me pidió desde el principio, y muchas veces lo repitió, que no olvidara mis conocimientos de 51


las artes y de las ciencias griegas aprendidos en Tarso, sino más bien que continuara ampliándolos, dediqué todas mis fuerzas al estudio del Testamento y del Talmud. Dedicábamos un día al estudio de las normas y preceptos, lo que llamamos Halakhak, y otro a descubrir las verdades religiosas que se desprendían de nuestra historia, o sea la Haggadah. Gamaliel era un hombre casi anciano, de unos 50 años, y tenía las uñas siempre rotas porque trabajaba con el hierro y demás metales duros, fabricando rejas, clavos y otros utensilios, pero nadie le aventajaba en sabiduría. Ni nosotros ni los sacerdotes, y menos aún los romanos, le pagábamos por sus lecciones, de manera que debía trabajar después de las clases, y aun así era tan pobre o más que sus alumnos. No tenía sino una sola hija, delgada y bizca, que le ayudaba mucho, y eso le representaba alguna ventaja. Tal vez sentía que éramos nosotros sus hijos. No es necesario que me esconda ahora bajo modestias inútiles: yo era 52


su alumno preferido, quizá porque era también el más osado y el más radical de todos. Sólo se atrevía a enfrentarse conmigo (y te hablo de disputas legales y religiosas, no de altercados de rufianes), un muchacho nacido en Chipre llamado Esteban. Conviene, ¡oh Rufo!, que no olvides este santo nombre entre todos los que voy desgranando en mi relato porque sigue siendo la causa de mi mayor congoja y fue también el primero de los hermanos que selló con su sangre la enseñanza y la resurrección de Cristo. En realidad, no me resultaba simpático. Llevaba siempre la túnica muy limpia e incluso a veces se ungía la barba apenas nacida con aceites perfumados, como hacían los asirios. Creo que su padre era muy rico, dueño de naves, y pasaba menos apuros económicos que el resto de sus condiscípulos. Se obstinaba en hablar siempre en arameo, como si tuviera una piedra en la garganta, rechazando el griego que conocíamos mejor, pero sabía atraerse la admiración de Gamaliel y de otros alumnos, ya que proponía siempre interpretaciones muy ingeniosas, agudas y sopesadas de los 53


textos que leíamos. Esto último debo reconocerlo con absoluta sinceridad, así como el hecho de que muchas veces sus respuestas e interpretaciones me asombraban por su agudeza y no dejaban de provocarme el malsano aguijón de la envidia. Pero no fue la envidia, me apresuro a decirte, la que me impulsó más tarde a participar en su injusta muerte. También era chipriota un joven levita llamado José, menos sabio que Esteban, incluso algo torpe de memoria, pero de tan buen corazón, carácter tan suave y juicio tan benévolo que todos lo queríamos por amigo. Aunque su padre era pobre, creo recordar que explicaba la Torá en una modesta sinagoga de Famagusta y vendía alimentos en un comercio próximo que ni siquiera era de su propiedad, José solía llevar siempre los bolsillos llenos de comida que él mismo se procuraba. A mí me ofrecía dátiles, uvas y calabazas cuando salíamos a pasear juntos e insistía siempre en que comiera algo más de lo que acostumbraba si no quería quedarme en espíritu puro... De José 54


de Chipre, que me acompañaría en tantas aventuras, te hablaré más tarde, cuando cambió su nombre por el de Bernabé. ¿Cómo resumirte, mi querido hermano en Cristo Jesús, aquellos 5 años dulcísimos y agitados en que fui creciendo en sabiduría entre los muros acogedores de Jerusalén? Allí fue construyéndose el hombre que fui durante algún tiempo y del cual hube de despojarme más tarde, allí se forjó la espada que luego esgrimí contra los seguidores de Cristo. Pero también en aquellas esteras y aquellos bancos de madera en los que nos sentábamos para escuchar a Gamaliel comenzaron a hervir dentro de mi cabeza los fermentos de algunas ideas que más tarde cobrarían su verdadero sentido. A los judíos se habían confiado las promesas de Dios, y en eso aventajaban a los demás pueblos, pero la venida del Mesías, del Enviado, no iba a ser sólo en beneficio suyo. Porque una lluvia grande no puede reducir la fertilidad que regala a un campo tan pequeño. Del Libro del que te vengo hablando y en el cual me hundía a diario te diré 55


sólo que su significado es más rico que el mar y su palabra más profunda que un abismo: nadie ha habido que haya aprendido completamente todo su contenido y nadie existirá que sea capaz de agotarlo. Vano sería, pues, que intentase yo resumirte lo que allí estudié y todos los intrincados caminos que anunciaban la llegada de Cristo Jesús, nuestro Salvador. Baste decir que me hice fariseo entre los fariseos, que cumplía la ley hasta en la última de sus imaginadas sombras. Y no porque me faltasen ocasiones para evitarlo. Jerusalén es una ciudad santa, ya te lo he dicho, pero no significa esto que estuviera vacía de pecadores. Los réprobos romanos, entregados a todo género de liviandades y crímenes, habían terminado por contagiar a muchos de los nuestros, a pesar del negro odio que por ellos sentíamos. Escuché allí a muchos profetas locos, algunos de los cuales decían ser el mismo Mesías, y también oí las risas cercanas de las mujeres. Pues te habrán llegado noticias de que las judías deben ser consideradas entre las más hermosas mujeres del mundo 56


y sobre todo aquellas que habían optado por vestir como las romanas, con sutiles túnicas de colores y ajorcas de oro adornando sus tobillos y sus muñecas; perfumados de áloe, jazmín y acacia los largos cabellos oscuros y ennegrecidos aun más los negros ojos con afeites de Egipto y de Arabia; limados los dientes con hueso triturado, las manos y la frente blanqueadas de cerusa; teñidos los labios y los pómulos de color ocre... En la vecindad de las casi 500 sinagogas que entonces santificaban Jerusalén se abrían también burdeles, como en el mismo Corinto, aunque de menos brillo, y tampoco escaseaban tabernas y patios en que hombres y mujeres saltaban como corderos a los sones de címbalos, tambores y caramillos. Muchas familias de Judá, de piedad tan escasa como las gentiles, solían invitar a los extranjeros que allí nos movíamos, y así tuve más de una oportunidad de contemplar sus fiestas e intervenir en sus conversaciones. Entre risas y bromas, como piadoso estudiante del Libro, me planteaban preguntas embarazosas a las que, de todos modos, procuraba responder 57


conforme a las enseñanzas de mi maestro. —Joven Saulo —decían, por ejemplo—, ¿cuál de los pecados de Sodoma es el que más aborrecía Yahvé antes de enviar el ángel? —O bien—: ¿No es injusto que el Señor de los Ejércitos pusiera a Susana desnuda delante de los ojos de los pobres viejos? —O incluso—: ¿El adulterio del rey David no fue beneficioso para Israel? ¿Puede, pues, considerarse un verdadero pecado? Pero sólo realizaba tales visitas por lógica curiosidad y por no desairar a mis anfitriones, algunos de los cuales estaban relacionados con sacerdotes o con jueces con los que había entablado alguna familiaridad, o incluso con algunos de mis condiscípulos. Lo que tampoco quiere decir que me desagradaran. Al fin y al cabo, mi padre me había enviado a Jerusalén a estudiar y era mi obligación, conforme al consejo del generoso Gamaliel, aprender todo lo que me fuera posible, y resultaba muy ingrato que transcurrieran sobre mí los días y las noches encerrado en el tugurio que me alquilaba Eliezer y rebozado en los 58


pelos hĂ­spidos de las cabras.

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3. MARIAMNE

Los pelos de cabra no desaparecieron del todo de mi cuerpo en Tarso, pues apenas entré en casa de regreso me di cuenta de que tenía que ocuparme del taller y de la tienda. Mi padre estaba enfermo de fiebres, todo el día envuelto en mantas y castañeteando los frágiles dientes, y apenas tenía fuerza para dirigir el negocio: llevaba 2 meses en ese estado; el hermano que me antecedía en edad, Esrom, había tomado esposa e intentaba abrirse camino como exportador de cebada, junto con un samaritano al que yo había visto por casa; los otros 2 no tenían edad ni dotes para pelear con los nómadas y los navieros que compraban nuestras lonas. Cosían bien, pero no sabían regatear. 60


Acababa yo de cumplir 20 años y el Consejo Supremo de Jerusalén me había encargado, tras consultas con Gamaliel, que vigilase la ortodoxia de las 3 sinagogas de Tarso y que intentase convencer a sus fieles de enviar algunos donativos más sustanciosos para el mantenimiento del Templo y sus servidores. Sabían los sacerdotes que Tarso era una ciudad rica y que vivían en ella muchos hijos de Judá adinerados y les parecía justo que aportaran sus óbolos, así como que no se desviaran de las creencias, algo contaminadas por las religiones más relajadas de los pueblos con los que convivíamos. El encargo no era arduo ni precisaba de mucha dedicación, pero no contaba yo con que tendría que dedicar menos tiempo al estudio a cambio de emplearlo en los tejidos de lona. — No me importa que te conviertas en un rabino venerado, Saulo —me dijo mi padre—, pero antes tendrás que echar una mano en todo esto. —Y señaló con un brazo desmayado las balas de pelo tejido, las telas corladas, los encargos ya listos para su envío, el utillaje del taller y a los 5 hombres que 61


laboraban en él. —Siempre te he obedecido — respondí. Él me miró con un brillo de duda en los ojos mustios; no sonrió. —Y para eso —dijo a continuación— deberás tomar esposa lo antes posible. He hablado ya con el hermano Simeí, que como bien sabes es un hombre devoto y solvente y le van muy bien las cosas desde que compra madera en el Líbano para vendérsela a los constructores de naves. Él sabe que eres inteligente, piadoso y trabajador y cree que serías visto con honor en su familia. Ha aceptado ofrecerte a su hija Mariamne, la que se llama igual que la última princesa de los Asmoneos, aunque sin duda la supera en hermosura y en bondad. No creo que te haya servido mal en este negocio, querido hijo. Claro que hasta los oídos de Simeí habían llegado antes que las palabras del casamentero y que mis propios elogios los comentarios sobre tus méritos y el aprecio en que te tienen los rabinos de Jerusalén e incluso el Consejo Supremo. Quiero decir, pues —añadió mi padre—, que tú mismo has ganado 62


tu premio, con la ayuda de Yahvé. No repliqué ante aquella decisión y hubiera sido necio hacerlo, pues conocía bien a Simeí y más de una vez, siendo muchacho, me había fijado en los ojos de relámpago vegetal de su hija Mariamne, cuando paseaba junto al río, al lado de él, de regreso de la sinagoga. Por otra parte, es precepto obligatorio entre nosotros que todos los varones se casen, incluso los rabinos. Y aunque algunos grandes profetas, como Elías y Jeremías, permanecieron célibes, no me iba a atrever yo, ni tenía ningún interés en ello, a repetir una opinión de otro sabio maestro que rechazó el matrimonio con estas palabras que frecuentemente citaba Gamaliel: «Mi alma se halla pendiente de la Torá. ¡Que sean otros los que cuiden de que el mundo no se acabe!» Fueron unas bodas alegres, concurridas y brillantes. Duraron siete días, sin contar los de los esponsales, tal y como exige nuestra ley. Mariamne trajo a mi hogar una dote que ni siquiera mi padre había imaginado, y después de 2 meses de 63


vivir a su lado —por entonces, estaba ya curado de las fiebres— alquilamos una casa muy cerca del almacén, con un hermoso jardín desde el que se veía el mar. Bajo una de sus higueras me gustaba a mí sentarme al atardecer a leer los libros santos y también otros textos que me prestaban mis amigos griegos, textos a veces idólatras y equivocados, otras sensatos y llenos de razón, y muy bellos, aunque desconocieran al verdadero Dios. Me hubiera gustado, como buen fariseo, cumplir a la letra aquel verso del Deuteronomio que dice: «Cuando un hombre sea recién casado, no irá a la guerra ni se le ocupará en cosa alguna; quede libre en su casa durante un año para contentar a la mujer que tomó.» A la guerra no fui, porque Cilicia, bajo el lejano desdén de Tiberio, gozaba entonces de una paz soñolienta y estéril, y tampoco sentía yo un especial afecto por los zelotas que en Palestina formaban grupos secretos para expulsar a los romanos. Sí tuve en cambio que ponerme a trabajar de firme, tanto para alegrar a mi padre como a mi suegro, y también 64


porque nunca me ha gustado permanecer ocioso. Eso no me impidió, de todas maneras, contentar a mi mujer conforme al precepto. La que poco contento me daba era ella. Al contrario de la mayoría de las mujeres judías, Mariamne tenía el pelo claro como la piel de las calabazas maduras y sus ojos eran más verdes que las ramas de los cedros. Olía siempre a nardo y le gustaban tanto los aceites como las joyas. No en vano —solía insinuar cuando yo ponía algún reparo a tanta ostentación y máscara— se había criado en una familia adinerada. No llegaba, desde luego, a comportarse como las mujeres de muchas ciudades del mar jónico, que salían a la calle medio desnudas y con miradas provocadoras en sus rostros. Tarso era una ciudad menos frívola y más honesta, hasta tal punto que era poco frecuente encontrar en los sitios públicos a mujeres casadas desprovistas del velo que les cubría casi por completo el rostro, como símbolo de que estaban bajo la protección y la autoridad de un hombre. Esta costumbre, adquirida de 65


los persas, respondía muy bien a la necesaria compostura de las hijas de Israel. Pero Mariamne, sin abandonar el velo, descuidaba mucho su eficacia. Se sabía hermosa y deseaba que también los demás, aparte de su marido, conocieran ese beneficio de Dios. Un día, incluso, mi anciano padre la encontró hablando alegremente a la puerta de los almacenes con el capitán romano de una quinquerreme muy vistosa que había atracado el día anterior. Lo hacía con desenvoltura, mientras su mano jugaba con un collar de oro que llevaba sobre el bien señalado pecho. — Esa mujer está deshonrando nuestra casa, Saulo me advirtió—. Deberás darle algunos latigazos y encerrarla en su habitación hasta que se muestre digna de un hombre como tú. Así lo hice, tanto por obediencia como por gusto, pues un levita de la sinagoga había intentado burlarse de mí a causa de Mariamne. La mantuve encerrada un mes largo, hasta que la llegada de la fiesta de los Tabernáculos me aconsejó liberarla. Ella se había 66


deshecho en lágrimas y de rodillas me había jurado que jamás había pretendido ofenderme y si en algún momento había pecado ante los demás era porque las otras mujeres que había conocido, casi todas griegas, se portaban como lo había hecho ella. Y transcurrió otro año más. Y tampoco en ese año fue capaz Mariamne de darme un hijo. Mi padre, que lo deseaba aún más que yo, pensaba que Yahvé había maldecido con la esterilidad sus pecados y me aconsejó que la repudiase; pues la esterilidad de la esposa es oprobio para un hombre. Ya no le causaba ningún entusiasmo el parentesco con Simeí, ya que mi suegro se había pasado al bando de los aristócratas saduceos y también él quebrantaba la Ley ante todo el pueblo. Me opuse a tal consejo, porque seguía amando mucho a Mariamne y cada noche me maravillaba de su hermosura. Me llegaron entonces rumores de que en Jerusalén se había discutido la posibilidad de nombrarme juez general de Cilicia por parte del Sanedrín o Concilio de los notables de Israel, pero que alguna voz poco 67


piadosa se había acercado a la misma oreja de Caifás para relatar verdades y mentiras acerca de Mariamne. Aquello me desazonó sobremanera, pues me gustaba el cargo y estaba seguro de que era digno de él. Muy pocos varones de Tarso conocían de memoria la Biblia en arameo y en griego, según la traducción de los Setenta, como la conocía yo, y quizá ninguno era capaz de interpretar el sentido de las leyes con tanta exactitud y ciencia. Llevaba muchos años estudiando y aquel nombramiento sería una culminación de ese esfuerzo y también un galardón justo a los desvelos de mi padre. Me encargaron, en cambio, una labor de inspección y de recaudación de dinero para el servicio del Templo en algunas ciudades de Siria y Panfilia. Partí lleno de entusiasmo y de fervor, decidido a demostrar con mi comportamiento que aquellas habladurías procedían sólo de la envidia de algunos antiguos condiscípulos y que era capaz de desempeñar con habilidad el cargo que de momento me habían negado. Pero fue un viaje muy triste. Cuando me encontraba en Atalia, el punto 68


más lejano de mi expedición, un marino de Joppe cliente nuestro me informó de que mi padre había muerto a las 2 semanas de mi partida. Era inútil regresar con prisas cuando su cuerpo llevaba ya más de un mes bajo tierra. Lloré a solas su pérdida y rogué a Dios que perdonara sus pecados y también los que yo había cometido contra él. Había sido un hombre rígido conmigo, y en la espalda volvía a sentir el recuerdo de sus azotes, poco hablador y tan exigente en los deberes como parco en los dones, pero también me había concedido muchos beneficios, además del de la vida como delegado de Dios para ese fin, el más principal de los cuales fue su empeño en que estudiase y aprendiese al mismo tiempo a ganarme el sustento con el trabajo de mis manos. En cierta medida, me había quedado solo. Y eso, si bien tarde o temprano ocurre a todos los hombres, no por ello deja de herir tan profundamente a cada uno. Pues si nuestro hogar está realmente en otro lugar, nuestra carne también reclama su parte de amor, de apoyo y de consuelo. Y esa tristeza encontrada en Panfilia 69


redobló su aguijón cuando finalmente me encaminé a Tarso. En lugar de manifestar el luto debido a su suegro, que la había acogido como a una hija, encerrándose en su hogar y plañendo a solas aquella muerte, Mariamne había ido a esconderse en la casa de Simeí, donde vivía como una muchacha soltera. Esa nueva ofensa redobló mis amarguras, pues sólo ansiaba entonces encontrarme a mi regreso con ella y venerar juntos la memoria de mi padre. Antes de ir a buscarla, conforme exigía la ley, algunos vecinos no aguardaron a la noche para relatarme algunos de los muchos deshonores que mi esposa había vertido sobre mi casa en mi ausencia. Si todavía me quedaban alguna duda o muchos pesares —como así era en efecto—, no tuve más remedio que optar por el repudio. Me producía terror la palabra «adulterio» y procuré despegarla de mis oídos cuando un vendedor de harina, pariente de mi padre, la pronunció mientras me ofrecía la amarga cena de la bienvenida; tampoco era necesaria para devolver a Mariamne a la casa de su padre en la 70


que ya se encontraba. Incluso me tomé la descortesía de llamar a un escriba para que rellenara con su mano la tablilla del documento, por no manchar más las mías, y se la hice enviar por un esclavo ajeno, pues también deseaba ahorrarle penas a mi querido Au- lidio. Ni siquiera la vi, como tanto había deseado; ni jamás volvería a verla. Supe más tarde que Mariamne había vuelto a casarse, esta vez con un cambista de dinero establecido en Cnosos, en la isla de Creta, viudo de edad avanzada y fiel cumplidor de la Ley. Sólo deseé entonces que fuese más afortunado que yo con aquella mujer. Por lo que a mí respecta, no volví a buscar mujer y procuré vencer cuantas tentaciones de ello tuve, pues con frecuencia la mujer no es para el hombre sino un freno en su camino hacia lo alto, un obstáculo para dedicarse a los asuntos del servicio divino, como escribía Epicteto, una cama de púas y un manantial de sufrimientos. A Tecla de Iconio, a quien tanto amé y por tiempo tan breve, le dije en una ocasión que 71


hubiera estado dispuesto a tomarla por esposa si no hubiese conocido antes a Mariamne, pero aquello fue solamente una debilidad pasajera y una caritativa confesión. Te lo digo, ¡oh Rufo!, por si en tus manos caen algunos relatos sobre este asunto que pretendan oscurecer la verdad. En cuanto a la mujer de Tiatira, eran más consuelo y cuidados lo que yo necesitaba que el calor de su lecho... Así, pues, después de 4 años casado, volví de nuevo a vivir como un muchacho. Pero me acuciaban demasiadas inquietudes y muy pronto empecé a encontrarme a disgusto en mi ciudad, la que tanto me había gustado siempre. Mi fe me impedía aceptar el consejo que Sardanápalo, el rey asirio fundador de Tarso, regalaba desde su estatua en la alameda del río: «Caminante, come, bebe y pásalo bien, que todo lo demás no vale la pena.» Él mismo, para su desdicha, murió abrasado en una pira que se construyó, al lado de sus tesoros y de sus mujeres, mientras lo asediaban en su palacio. Asimismo, mi espíritu no se inclinaba a esa pobre concepción de nuestra existencia. 72


Tampoco podía prestar oídos muy atentos a los muchos discípulos que el gran Atenodoro había dejado en las márgenes del río Cidno. Aquel amigo fiel y delicado maestro del emperador Augusto, campesino nacido en una aldea no lejos de la ciudad, tenía ahora un templo recién construido en cuyo atrio se celebraba cada año un banquete funerario en su memoria; en los jardines que rodeaban el edificio y en las amenas riberas del río continuaba pregonando sus enseñanzas un enjambre de filósofos de todas las escuelas, cada uno con su fragmento de verdad, intentaba convencer a los curiosos de que lo que exponían era la verdad completa. Los escuché muchas veces y hasta me enzarcé con ellos en largas discusiones amistosas, a pesar de que algunos judíos no veían con buenos ojos que dedicara mis ocios a tales disputas. Pero ¿qué podía hacer sino llenar el vacío que había dejado en mi corazón la necesaria ausencia de Mariamne? No tenía ningún deseo de enriquecerme, como hubiese sido la voluntad de mi padre, y tampoco encontraba en Tarso personas de mis 73


conocimientos que aceptaran la discusión de la Torá. Cumplían la Ley, cada uno a su manera, fariseos y saduceos, pero nadie intentaba hundirse en sus profundidades. Si yo deseaba algo realmente distinto y grande, si decidía aspirar a un asiento en el Sanedrín o, por lo menos, ocuparme del gobierno de una sinagoga destacada, tenía que volver a Jerusalén. Allí seguían algunos de mis mejores amigos. No sin mucha pena entregué a mi hermano Ozías el cuidado de nuestros talleres, aun dudando mucho de su competencia, y con el encargo de que me diera cuenta de la marcha del negocio 2 veces al año. Le cedí mi casa, dejé bajo su custodia todas mis posesiones a excepción del dinero que iba a necesitar para el viaje y para los primeros meses de estancia en Jerusalén y bajé al puerto en busca de una nave que me trasladase a Cesárea. Las suaves olas que se abrían ante el empuje de la quilla parecían pañuelos que me decían adiós y la espuma que momentáneamente buscaba los cielos se desvanecía tan pronto como los más amargos de mis 74


recuerdos. Como el perdido aroma del nardo, tan efĂ­mero...

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4. ESCÁNDALO EN EL TEMPLO

Once años suelen agrietar mucho la piel de los hombres, pero no son ni una capa de polvo pasajero sobre las piedras. Sin embargo, Jerusalén parecía una ciudad distinta, aunque no se habían retirado los romanos ni Herodes había añadido más palacios a los que ya tenía construidos; como si varias docenas de enjambres de abejas salvajes se hubiesen abatido sobre las calles y las plazas, como si las serpientes hubieran salido por la noche de sus nidos, la ciudad se mostraba nerviosa, agitada y enferma de tensiones nuevas. También había cambiado yo, desde luego. Estaba más delgado aún, lo cual hubiese parecido imposible a mis amigos, y me quedaban pocos cabellos —aunque negros— en el cráneo. Recién cumplidos los 31 años, semejaba ya la sombra de un anciano patriarca. Así lo deduje, muy a mi 76


pesar, cuando Ruth, la hija bizca de Gamaliel, cubrió la luz de la entrada de su casa con su enorme cuerpo y me preguntó: —Y tú ¿quién eres? — ¿Acaso no me conoces, hermana Ruth? Soy Saulo de Tarso, el alumno predilecto de tu padre. — ¡Saulo de Tarso! ¿En qué guerras has estado para volver así? ¿Te han derretido los saduceos acero en los ojos? —Debió de inquietarle algo en mi mirada para hacer aquella pregunta. Me había despojado ya de mis ropas de viaje y había intentado ataviarme con toda la elegancia de que era rapaz, tanto para alegrar a Gamaliel como para dar buena impresión a los sacerdotes. Un escriba de cierto relieve como yo era no podía presentarse desaliñado y sucio. En el cuarto que me habían alquilado en la sinagoga de los de Cilicia me cambié, acudí a los baños y me ungí las barbas ralas con el mejor aceite que pude comprar. Luego me vestí una túnica de lino de color rojo oscuro, como la sangre de los animales sacrificados, que había comprado en Tarso a un mercader egipcio de Menfis, y sobre 77


ella, pues hacía frío, me eché encima de los hombros un manto de lana negra, adornado en sus ángulos con las borlas azules que prescribía la Ley. Pero mi amigo y maestro Gamaliel no estaba en su casa. Ruth me dijo que le había penetrado el frío en los huesos y la familia se lo había llevado al desierto de Idumea para que recuperase su calor. —Se le han tornado blancos los cabellos y sus ojos apenas tienen luz —añadió la hija—. Tú, en cambio, has perdido el pelo y los ojos te brillan en exceso. Creo que morirá pronto, Saulo. —Voy a quedarme en Jerusalén. Esperaré su regreso. Desde el barrio de Ofel, uno de los más pobres de la ciudad, en que Gamaliel vivía, subí caminando hasta el Templo. A pesar de que soplaba un viento desapacible y fresco desde las montañas que envuelven el río Jordán, las calles estaban repletas de gente. Varios grupos de hombres de Samaría, sucios y groseros, se apiñaban ante los puestos de verduras, discutían el precio, escupían al suelo como protesta; no era extraño que los 78


hebreos de Judea despreciaran tanto a aquella mezcla de asirios y asmoneos que decían adorar a Yahvé dentro del falso templo que habían construido sobre la montaña Garizim, y en los cuales no era posible que hubiese santidad alguna. Un leproso ciego que chapoteaba sobre el arroyo central de la calle, entre los despojos, mientras chillaba en nombre de Dios para que lo socorrieran con unas monedas, rodó por el suelo cuando lo empujó el guardia de escolta de una silla cerrada de mano en la que viajaba un romano notable. Se oyeron gritos y protestas de los que perdían su tiempo en la calle, pero nadie socorrió al desgraciado, que seguía manoteando entre las basuras. El pórtico de Salomón y el atrio interior del Templo parecían acoger a las multitudes de la Pascua. Jamás en mis años de estudiante había visto tanta gente reunida en el Templo fuera de las grandes solemnidades. Tuve que abrirme paso a codazos y con mucho esfuerzo. No era muy agradable moverse entre los mugidos de las bestias aterrorizadas, el humo de los sacrificios, las corrientes de 79


sangre caliente de los animales degollados que bajaban del altar, los sacerdotes que se sacudían de las manos restos de esa misma sangre, sus ayudantes cargados con grandes trozos de carne que sacaban para venderla fuera, los levitas vigilantes de gesto agrio y la mano siempre en la empuñadura del puñal, vendedores, cambistas, profetas en éxtasis..., toda aquella fábrica de muerte sagrada en homenaje al Dios Único. Había grupos de samaritanos y de galileos sentados en corrillos hablando a gritos y escuchando a tipos de aspecto miserable que parecían disfrazados de profetas. Debían de llevar allí mucho tiempo o tal vez pensaban quedarse todo el día, pues tenían junto a ellos vasijas de agua y fardeles de comida, de los que algunos sacaban pan, fruta y dátiles secos y hasta trozos de queso duro. Pero no eran los únicos, y eso fue lo que me sorprendió más. Vi también grupos de griegos, mejor vestidos y sentados de manera distinta, no en cuclillas o con las piernas cruzadas, sino medio reclinados sobre sus vestidos e incluso de pie, también escuchando a oradores 80


que les hablaban en su lengua. Eran desde luego hijos de Israel, pero miembros de la diáspora, jóvenes estudiantes y hombres ya mayores que lógicamente no deberían estar allí a esas horas de la mañana. Intenté escuchar lo que comentaban entre ellos y en seguida me di cuenta de que mientras estaba yo en Tarso lamiendo las heridas que me había infligido Mariamne, en la ciudad santa habían ocurrido hechos notables que yo ignoraba. Nunca me habían interesado mucho, la verdad, todos aquellos sucesos y rumores que ocupaban las pasiones (le mis compatriotas. Prácticamente desde la llegada de los romanos, casi cien años atrás, toda Palestina se había trocado en un hormiguero de profetas y predicadores. No es que hubieran faltado nunca en nuestra desgraciada historia, e incluso sobraban bastantes, pero los nuevos poderosos invasores, como un panal de miel, los atrajeron en mayor número. Ahora más que nunca necesitaba el pueblo elegido de Dios que llegase el Mesías prometido por Él, para librarlo del humillante yugo, y eran muchos 81


los que se apresuraban a anunciarlo y hasta —¡oh abominación del orgullo humano!— a presentarse como tales. Hasta las sinagogas de Tarso habían llegado rumores acerca de uno de aquellos predicadores ambulantes llamado Jojanán o Juan, hijo de un sacerdote que se quedó mudo, por nombre Zacarías, que a la circuncisión había añadido un nuevo rito para poder iniciarse en su secta; éste consistía en sumergir a sus seguidores en las aguas del Jordán. Había pasado algún tiempo entre los esenios, en sus cuevas y monasterios perdidos y decíase incluso que era el propio Elias vuelto a la tierra, y la verdad es que fue un hombre tan valeroso como arriesgado. Escuálido por sus ayunos, febril, iluminado, consiguió reunir a su alrededor, en el desierto, a docenas de discípulos y de curiosos. Fue tan sonora su voz y tan falta de prudencia, que llegó a los oídos de las autoridades, a las que fustigaba con dureza; particularmente a los del infame pecador Herodes Antipas, tetrarca de Galilea y Perea, que entonces estaba casado con Herodías, sobrina suya y anteriormente también 82


cuñada. Este rey, harto de sus acusaciones, le mandó prender, le tuvo preso en una aldea fortificada llamada Macaerus, al oriente del mar Muerto, y por fin le hizo degollar, creyendo que le criticaba porque estaba a sueldo de sus enemigos los nabateos y de su rey Aretas, cuya hija había sido anteriormente repudiada por Herodes. Te relato estos hechos y menciono estos nombres para que veas, querido Rufo, algunas de las complejidades y misterios del pueblo en el que crecí. Pues bien, este nuevo Elias, Jojanán, había alterado mucho los ya intranquilos ánimos de judíos, galileos, samaritanos y hebreos en general. Uno de sus seguidores había tomado la antorcha que a él le apagaron cuando ofrecieron su cabeza en una bandeja al rey impuesto por los romanos y ese discípulo había corrido su misma suerte. Este hombre, un carpintero de Galilea llamado Jesús, iletrado y fanático, no anunciaba la llegada del Mesías, sino que osadamente aseguraba serlo. Ofensa tan grande había hecho tomar cartas en el asunto al consejo de los 83


sacerdotes, autoridad máxima entre los judíos, y convencieron al gobernador Poncio Pilato para que lo castigase con muerte en la cruz. Y en la cruz había muerto hacía 2 o 3 años, pero había dejado un buen número de discípulos, seguidores y enfebrecidos secuaces. Algunos de ellos eran los que estaban disputando en la entrada del Templo, entre sí y contra los partidarios de Juan o de alguno de los otros profetas recién aparecidos. Me paré a escuchar en los corrillos y quedé indignado ante la sarta de blasfemias que se intercambiaban. ¡De manera que Yahvé decidía al fin enviarnos al Mesías, nuestro rey y salvador, hijo suyo, y un romano, sin mayores ayudas, conseguía colgarlo de una cruz mientras los sacerdotes aplaudían, el pueblo celebraba su Pascua y a nosotros, en Tarso y en otras cien ciudades de la dispersión, ni siquiera nos llegaba la noticia del acontecimiento! Aquellos galileos ignorantes y sucios, los samaritanos heréticos, incluso verdaderos judíos de Jerusalén, de los que vivían en las barracas más sórdidas y despreciables, libertos 84


pobres, mendigos, leprosos, ciegos, dudosos buscarruidos, pescadores malolientes, cuidadores de burros, labriegos zopencos..., todos aquellos individuos indignos de aprecio, crédulos y estúpidos, se atrevían a infestar con su presencia las piedras del Templo para discutir sobre un carpintero-Mesías muerto en la cruz por haber insultado a fariseos y saduceos, a Roma y al Sanedrín, al mismísimo Dios, en suma. ¿Cómo se les permitía esa ignominia? Quizá lo que me enfureció más fue ver entre ellos a algunos extranjeros que indudablemente tenían aspecto inteligente y cultivado, hombres vestidos como yo mismo, pues en alguna otra ocasión había contemplado ya a chusmas de aquel género enzarzadas en diálogos estúpidos y sin sentido. Esta vez parece que intentaban incluso convencer a los escribas y gente de estudios... Pero se desató mi ira, aun por encima de mi sorpresa, ni comprobar que uno de los que hablaban con más entusiasmo y pasión era José de Chipre, el hijo del tendero de Famagusta que se había ocupado tanto de mi salud y de mi 85


bienestar cuando juntos estudiábamos a los pies de Gamaliel. No era hombre tan inteligente como Esteban; incluso era uno de los más torpes de la clase, aunque no un necio. Y muchas veces había demostrado no sólo su a precio hacia mí, sino también un corazón de oro ante cualquier desgracia que le rozara los ojos. ¿Cómo un levita profesional, que conocía sobradamente la Ley, un compañero mío, pretendía encontrar alguna luz en aquel cenagal de locos harapientos? — ¡José! ¡José de Chipre! ¡Hermano mío! —le llamé. Tiró al suelo una vara con la que intentaba explicarse, haciendo signos en el suelo, y corrió a abrazarme. Se le llenaron los ojos de lágrimas. — ¿Ya conoces la Buena Nueva? — preguntó. — ¿Te refieres a estas locuras que escucho desde que llegué a Jerusalén? Confío en que no seas tú uno de esos locos, José. —Ahora me llamo Bernabé, amigo mío. He cambiado de nombre, y también de piel y de corazón. Siéntate conmigo y te explicaré todas las 86


maravillas que han ocurrido. El Mesías está entre nosotros. Me tiró del manto y me obligó a sentarme contra una fría pared de mármol, en las escaleras del pórtico. — ¿Me hablas de ese galileo que murió en la cruz? — En la cruz murió, Saulo de Tarso, hace ya 3 años, pero resucitó al tercer día, tal y como estaba escrito, y después ascendió a los cielos delante de todos nosotros. Tenemos el encargo de difundir sus palabras por el mundo entero. — Maldito sea el que está pendiente del madero —le respondí yo, con palabras del Deuteronomio que sin duda mi amigo no había olvidado. En seguida me di cuenta de que su obcecación sobrepasaba cualquier barrera de la inteligencia e incluso de las Escrituras. Se había entregado en cuerpo y alma a las palabras de aquel nuevo profeta, era uno de los seguidores de su secta, detrás de una docena de fanáticos que desde el principio estuvieron a su lado. Incluso les había regalado una pequeña finca que poseía al otro lado de la puerta de Damasco, para que la vendiesen y con 87


el dinero recibido pudieran proveer a sus ocios predicadores y místicos. José de Chipre había abandonado su ministerio en la sinagoga de Famagusta, con gran disgusto de su padre el tendero, y se había puesto a las órdenes de un tal Jacob,2 hermano menor del crucificado, y de un pescador llamado Cefas, jefe de todo el grupo. Sacó José de la faltriquera un lienzo en el que guardaba 2 puñados de aceitunas adobadas, me ofreció a comer, como siempre había hecho, y me sujetó por un hombro para que no me moviera de su lado. Él se puso a mordisquear una cebolla mientras hablaba. Así fue como obtuve el primer relato de la vida y de la muerte de Jesús, Nuestro Señor, de sus milagros y de sus palabras. En aquel momento, como es lógico, sólo sentí náuseas y furia ante un fanatismo tan ciego. ¡El Mesías colgado de una cruz! El inmenso afecto que sentía por José, o por Bernabé, según quería ser llamado ahora, frenaba mis impulsos de correr 2 Jacob, Jacobo, Iacobus, Yago... El autor siempre llama Jacob al hermano y seguidor de Jesús que solemos conocer como Santiago el Menor. (N. del e.)

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a denunciarlo por blasfemia ante los sacerdotes. Bernabé, como si leyera mis dudas, me señaló a uno de los hombres que hablaba ante uno de los corrillos. A primera vista no se había rapado ni lavado las barbas en los últimos 3 años; sus ropas sólo confirmaban la primera impresión que se obtenía de él. Tenía todo el aire de ser uno de aquellos galileos a quienes nunca nadie había enseñado modales de convivencia. Hablaba a gritos, debajo mismo de los guardias romanos —asirios bien pagados por el Imperio— que vigilaban indolentes desde la torre Antonia. Parecían habituados a aquella algarabía y tal vez se divertían con ella. —Es uno de los que primero conoció a Jesús. Andrés se llama, hermano menor de Simón Cefas. Fue él quien le presentó al Maestro. Durante algunos meses siguió también al profeta Jojanán como discípulo suyo y fue bautizado por él en el Jordán. Pregúntale. Él recuerda todas sus palabras. Bernabé me llevó a su lado y apenas estuvimos a unos pasos percibí un 89


desagradable olor a pescado podrido. Una nube de moscas más voraz y espesa que la que acompañaba a los otros grupos se agitaba sobre su cabeza. También debió de advertirlo mi amigo, que se echó un borde del manto sobre la cara. —Andrés trabaja en una manufactoría de salazón de pescados. Antes era pescador en el lago Genesaret, como su hermano Cefas y otros discípulos de Jesús. Nacieron muchos de ellos en Betsaida. —¡Sucios galileos! Podía lavarse un poco antes de venir al Templo y hacer sus abluciones reglamentarias —dije. —No tiene tiempo, Saulo. Le faltan horas para predicar las palabras del Mesías. —No me extraña. Si anda corriendo detrás de todos los profetas que encuentra... Sus palabras eran más exaltadas y absurdas que las de Bernabé y otros predicadores del atrio. Aquel hombre sin instrucción ni sentido no sólo estaba anunciando la destrucción de Roma, Babilonia resucitada —decía como un zelota iluminado y peligroso— , sino que hablaba también de que la 90


nueva era de Israel llevaba consigo la demolición del Templo, tal y como lo había profetizado el nuevo Mesías. Pensé que probablemente estaba pagado por los herejes samaritanos de Garizim, que no hacían otra cosa que intentar desacreditar el Templo reconstruido por Herodes, verdadera y única Casa de Yahvé. Aquellos hombres no sólo estaban locos, sino que no tenían ningún aprecio por su vida. Bastaba con que alguno de los soldados o cualquiera de los sacerdotes aguzase un poco los oídos para que encontrara razones suficientes en que asentar un proceso y una condena a muerte. Por blasfemias mucho menores habían sido azotados, apedreados y degollados docenas de profetas. Mi deber era protestar por aquello. Se lo dije a Bernabé, que meneó la cabeza resignado, pero sin odio ni extrañeza, y me despedí de él. Como escriba, pertenecía yo al Sanedrín y tenía potestad para hablar cuando me pareciera oportuno con el sacerdote de guardia. Coincidió que aquella semana estaba de turno el viejo Anás, padre de la 91


mujer del sumo sacerdote Caifás y también de Simón, que había tenido el mismo cargo unos 15 años antes. El mismo Anás había sido sumo sacerdote inmediatamente antes. Era un viejo gordo y grasiento al que gustaba mucho rodearse de muchachos jóvenes, con los que apreciaba tener tratos, como el mismo emperador Tiberio, y adornarse con cadenas de oro y anillos de piedras, así como de buscar las mejores telas para enmascarar sus adiposidades. Esteban y yo, con otros compañeros, lo habíamos visitado una vez en una lujosa casa de campo que tenía junto al mar, en las playas de Ascalón, y habíamos reído mucho con sus chismes de alta política y con la comida y el vino con que nos regaló en abundancia. Conocía todos los rincones de la Ley al pie de la letra y a veces la comentaba, en la intimidad, con mucho sentido del humor. Siempre se había llevado bien con los romanos, que al parecer le habían pagado bien durante su ministerio a cambio de favores especiales. Dormitaba en su sillón cuando me 92


condujeron a su presencia. Al principio no me reconoció —también a sus ojos debía de haber cambiado mucho—, pero pronto mis palabras le avivaron la memoria. Me preguntó cortésmente si su yerno Caifás me había ofrecido algún cargo que fuese de mi gusto o si lo estaba buscando aún. —Con esa pretensión he venido, señor —le confesé—, pero me siento avergonzado después de oír las blasfemias que se pronuncian ahí afuera, a vuestros mismos pies, en nombre de un Jesús nacido en Nazaret que se proclamó Mesías. —¡Oh, aquel Mesías! Lo mandamos al madero hace mucho. —¡Pero sus seguidores dicen que está vivo! —¡Sí, vivo, vivo...! Tan vivo como la viña de Nabot. El profeta que ose decir en nombre mío lo que yo no le haya mandado decir, o hable en nombre de otros dioses, debe morir —citó el Libro—. No debes preocuparte por eso, Saulo. ¿Cuántos falsos profetas ha conocido nuestro pueblo y a cuántos de ellos no ordenó Yahvé darles muerte? Que yo sepa, ninguno ha resucitado... 93


Le expliqué a Anás que de sus palabras se desprendía precisamente la necesidad de una actitud más enérgica con aquellos charlatanes del atrio. Sobre todo cuando anunciaban la próxima destrucción del Templo, paso necesario para que se cumplieran las promesas del nuevo Mesías. El viejo sacerdote se quedó pensativo. La blasfemia era demasiado fuerte como para pasarla por alto. Pidió a un servidor que le trajera fruta y vino para agasajarme y, después de meditar un rato en silencio, me dijo: —Saulo de Tarso, estás buscando un trabajo digno de tu preparación y de tus conocimientos en nuestro Concilio, ¿verdad? Pues bien, he aquí que yo, con los poderes que tengo, te doy ahora mismo el encargo de buscar a esos blasfemos. Dame sus nombres y sus domicilios y escucha todas las abominaciones que predican, procurando desde luego que no te contagien. Se reunirá el Sanedrín para que informes de todo lo que hayas podido saber y se tomará una decisión sobre el asunto. Pues tienes gran razón en lo que dices. Incluso los romanos empiezan a ponerse 94


nerviosos ante tanta agitación y alboroto. Los dirigentes de Israel no podemos permitir que un grupo de desharrapados altere nuestra paz. Bastantes quebraderos de cabeza tenemos ya con los zelotas para que vengan ahora los galileos a llenarnos las calles de profecías blasfemas y de disturbios políticos. Aguardo un buen informe de tu parte y sé que lo harás. Según lo que pude averiguar en los días sucesivos, no llegaban a 200 los que predicaban que el nazareno crucificado era el Mesías. Había muchos más que escuchaban complacidos tan absurda novedad, pero sin apartarse un ápice de la verdadera Ley. Incluso la mayoría de ellos eran piadosos y fieles practicantes. Transmitían el mensaje en las calles, a las puertas de las sinagogas más pobres e incluso a veces dentro de ellas. Y se trataba sobre todo de mujeres ignorantes y hombres con escasa o nula preparación; ni uno solo de ellos había asistido a escuela alguna. Se reunían en sus propias casas o en las que les prestaban sus seguidores, celebraban allí los ritos y 95


sacrificios absurdos que su maestro les había enseñado y recaudaban dinero de los más ricos de entre ellos para entregarlo a los más pobres. Varios informantes me aseguraron además que muchos tenían el don de hablar lenguas que ignoraban y el de hacer milagros, como su maestro, y que cada vez había menos cojos, mancos, sarnosos, paralíticos, mudos, leprosos, mujeres estériles, cancerosos y purulentos en general en Israel. Lo cual, después de todo, no dejaba de ser un buen resultado. Lo que realmente me inquietó no era su número y su fuerza, sino que se hacían escuchar fácilmente de los hebreos de la diáspora, incluso aunque no entendieran bien el arameo. Y lo mismo que habían convencido al chipriota José y hasta le habían cambiado el nombre, cada día transcurrido era mayor el número de judíos griegos, egipcios, sirios y de otros límites que buscaban sus palabras. Y ninguno de ellos parecía recordar aquella enseñanza del Deuteronomio: Maldito de Dios el que está colgando de la cruz. Algunos de estos conversos, según 96


pude conocer, habían partido con su lengua envenenada hacia Sidón, Antioquía, Damasco, Alejandría, Éfeso, e intentaban allí propagar la fidelidad al galileo muerto, convertido de pronto en el Mesías anunciado por los profetas y que habría de salvar a Israel. La doctrina era intolerable desde todos los puntos de vista y también peligrosa. Deduje en seguida que no se trataba de un nuevo fanático que creía hablar en nombre de Yahvé y pregonaba tragedias o prometía venturas, sino de un grupo de ignorantes que se oponían frontalmente a los principios básicos sobre los que se asentaba nuestra religión y, en consecuencia, nuestra existencia como pueblo. Si pedían que se destruyesen la Ley y el Templo, ¿qué iba a quedarnos? Con estos argumentos y los hechos en los que se apoyaban regresé al Templo. Había aquel día reunión de los sacerdotes principales, con Caifás a la cabeza, en razón de las ceremonias del cambio de turno que se realizaba antes de la fiesta del sábado. No era motivo, sin embargo, para 97


que tanta gente obstruyese las puertas del Templo y gritara de manera tan nerviosa. Las faldas de la colina sobre la que estaba construido el edificio, hasta el mismo arranque del valle Tiropeón, eran una mancha de manos agitadas y de telas al viento. Un grupo de fornidos levitas, con sus dagas ceremoniales y sus vestidos de gala brillando al sol, al frente de los cuales se abría paso con dificultad el mismo sagen, el jefe de la policía del Templo, intentaba conducir a su interior a un hombre que yo no podía distinguir entre tanto revuelo. Un hombre contra el que se levantaban los brazos pidiendo su muerte. Di un rodeo a la torre Antonia para entrar por una de las puertas reservadas a los funcionarios. En la gran sala de la ladera occidental del Templo esperaban al acusado una veintena de sacerdotes —es decir, la mayoría de ellos—, otros levitas, escribas y hombres notables. No había ni un solo romano en el lugar, pues no se les permitía llegar a él. Varios de los presentes me saludaron con la cabeza y el propio Anás ordenó a uno de los levitas que me encontrara un 98


hueco en un lugar destacado, en uno de los bancos próximos a los sacerdotes más importantes. Desde aquella posición algo elevada descubrí que el preso era mi antiguo condiscípulo Esteban. Aunque llevaba sus elegantes ropas arrugadas y rotas, desbaratada la barba y en la refriega había perdido una de sus sandalias, parecía más orgulloso y elegante que nunca. Conservaba su cara ligeramente aniñada y los ojos azules tan libres de maldad y tan llenos de inocencia como 15 años antes, cuando nos habíamos visto por vez primera frente a Gamaliel. No había vuelto yo a tener noticias del hijo del naviero chipriota. Y ahora le acompañaban los gritos y las voces pidiendo su muerte. ¿Qué delito había cometido? —No hace falta que me repitáis las acusaciones —dijo Caifás con su voz de trueno y puesto de pie—. Estoy harto de escucharlas. Y cansados estamos todos de que a diario vengáis con uno u otro seguidor del galileo al que mandamos crucificar. Dejad que este hombre explique lo que está predicando. Habla. 99


Esteban no era consciente de los riesgos que corría. Se libró de los levitas que lo sujetaban, caminó hasta el centro de la sala y se dirigió directamente al gran sacerdote, cuyo rostro, según iba escuchando, se tornaba rojo y húmedo. Mi condiscípulo se mostraba tan ingenioso, brillante y osado como siempre, pero ahora en argumentos que rebatían lo que antes había defendido con tanto ímpetu. El Mesías había llegado, en efecto, según el anuncio de los profetas y, conforme a los detalles de este anuncio, aquel Hijo de Dios había muerto en la cruz. Y había resucitado, también de acuerdo con el Libro. De manera que desde ese momento la Ley quedaba abolida, el Templo perdía todo su sentido y, en fin, el mundo era diferente. Las palabras de Moisés quedan anuladas por las que pronunció Jesús, porque los nuevos tiempos ni necesitan leyes ni escrituras ni profecías, pues Dios está entre los hombres y sólo su palabra basta. ¡Pronto regresaría para llevarnos a todos! No podía comprender yo que de la boca de un hombre docto brotara aquella fuente 100


de insensateces; comprensibles eran en los samaritanos renegados y bastardos, en los galileos ignorantes y sucios, pero no en un griego cultivado a los pies del maestro Gamaliel, un digno fariseo. Salvo que también Esteban se hubiera vuelto realmente loco. Cada explicación de Esteban era seguida por un coro de protestas e insultos, de modo que resultaba difícil oirle. Algunos sacerdotes se tiraban de las barbas y daban puñetazos al aire. A otros les rechinaban los dientes y se les llenaban de sangre los ojos. Yo mismo me levanté furioso para gritar a mi antiguo amigo que todas aquellas blasfemias no las había aprendido de los labios de Gamaliel. Efectivamente, sabia buscar argumentos en la Escritura, pero eran argumentos falsos, y así se lo señalé. Intenté demostrarle que ningún profeta había anunciado un Mesías colgado de la cruz dispuesto a destruir el Templo y que la ley de Moisés era inmutable, pues era la palabra de Yahvé. Discutimos con fuerza, como en los viejos tiempos, y mientras los presentes aplaudían mis argumentos 101


cada vez con mayor entusiasmo, arreciaban los gritos contra Esteban. —Escucha, Saulo de Tarso, amigo y hermano mío... —Yo fui una vez tu amigo, cuando de tu boca no brotaban esas blasfemias —le interrumpí—. No puedo decir ahora que soy hermano de un pecador. Conoces bien las Escrituras, Esteban de Chipre, y sabes que estás mintiendo en tu propio provecho y en el de esos locos seguidores de Jesús a los que apoyas. Por menos delito han condenado a muchos a la lapidación. —¡Condénalo, Caifás! ¡Es un blasfemo! —gritaron algunos escribas y varios levitas—. ¡No podemos tolerar estas ofensas! Salieron a hablar diversos testigos, pero no fue necesario su testimonio, pues el propio Esteban insistía en sus aborrecibles errores. Alguien dijo también que aquel hombre hacía prodigios en nombre de Yahvé, y cuando Caifás preguntó si eso era cierto, y si contaba para ello con la autorización de los sacerdotes, mi antiguo compañero nos llamó a todos duros de cerviz e incircuncisos de corazón y hasta renegó de Dios para 102


sustituirlo por un misterioso Espíritu que soplaba allí donde bien le parecía. Si hubiese tenido la intención de exasperar e hinchar de cólera a los sacerdotes y a todos los presentes, no hubiera necesitado mejor vocabulario. Tan agitados estaban los piadosos israelitas que ni siquiera esperaron una condena formal, aunque algunos escribas estaban ya dispuestos a presentarle las tablillas al sumo sacerdote. Caifás levantó la mano derecha, en un gesto de desesperación y de desprecio, y una docena de los acusadores, con algunos levitas entre ellos, se lanzó hacia Esteban, lo agarraron y lo arrastraron fuera de la sala, sin dejar un momento de gritar. Los más radicales le daban patadas y puñetazos mientras tanto. Mi condiscípulo, sin embargo, no mostraba en sus ojos terror o, por lo menos, sorpresa. Miraba hacia arriba con el gesto transfigurado. No era una sonrisa, sino una especie de resplandor lo que se dibujaba en su rostro. Me fui detrás de ellos. A lo largo del valle Tiropeón, por entre las barracas de los carniceros, 103


hasta la puerta de los Peces, más de un centenar de hombres fue arrastrando y empujando a Esteban. Los alcancé ante el muro de Agripa, por cuya puerta de Damasco intentaban todos pasar al mismo tiempo. A un lado del camino, medio centenar de metros más adelante, había una rampa de la altura de 2 hombres en cuyo fondo crecían algunas matas de adelfas resecas y sin flor. Allí desnudaron de todas sus ropas a Esteban y lo arrojaron luego; después de rodar por la pendiente se puso de rodillas, mirando al cielo. No había entre los asistentes más escriba que yo, tal vez porque corrí más o porque los otros prefirieron permanecer a la sombra del Templo. De modo que tenía la misión de dar fe de que la lapidación se realizaba conforme a nuestras leyes. Así pues, recogí junto a mis pies los mantos de los hombres y autoricé al primer testigo a que lanzase la primera piedra, directamente al corazón, a una distancia de 10 codos. La piedra era grande y pesada; chocó contra el brazo de Esteban, que cayó 104


de medio lado. Repitió la operación el segundo testigo y a continuación podían ya los demás arrojar sus piedras. El cuerpo del blasfemo fue llenándose de hilos y manchas de sangre, que corría sobre su pálida piel. Los lapidadores lo insultaban con palabras de justicia a medida que arrojaban sus guijarros y el reo intentaba a veces volver a su posición genuflexa y cada vez era abatido. En un momento dado se mantuvo unos segundos así, con los brazos abiertos, y me miró a los ojos. Yo estaba en la primera fila ante el pequeño barranco. Le oí decir con voz exánime y apagada: — Señor Dios Jesús, no les tengas en cuenta este pecado. Recibe mi espíritu. Poco después, el cadáver apenas podía distinguirse entre el montón de piedras enrojecidas por la sangre.

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5. EL PERSEGUIDOR

La mayoría de los seguidores del nazareno crucificado escaparon como conejos cuando se enteraron del linchamiento de su amigo Esteban, jefe de segundo rango en la secta. Naturalmente, y como era de esperar de ellos, los sacerdotes no quisieron refrendar con su sello aquella lapidación; se contentaron con señalar que había sido voluntad del pueblo y, en consecuencia, deseo de Yahvé. No fuera que los del galileo llegasen a triunfar y les pidieran cuentas: siempre son así los que pechan con las verdaderas responsabilidades del poder. De cualquier manera, la noticia ni siquiera trascendió de los corrillos y reuniones secretas de aquellos herejes. Raro era el día en que a las afueras de Jerusalén no se apedrease 106


hasta la muerte a alguien, conforme a los preceptos: rameras, adúlteras, sacrílegos, ladrones de objetos sagrados, levitas réprobos, sodomitas y blasfemos. A los romanos no sólo les traía al fresco la cuestión, sino que se regocijaban de aquellas ejecuciones populares. Cuantos menos judíos quedasen, más tranquilos estaban ellos. Algunos amigos de mi condiscípulo chipriota se llevaron aquella misma noche el cadáver a alguna parte —y empezarían tal vez a reverenciarlo—, los criados del Templo volvieron a amontonar las piedras y a disponerlas para las necesidades próximas y los sacerdotes parecieron quedarse tranquilos. Todo se había cumplido. Pero yo no me detuve allí, conforme se me estaba pidiendo. No me había complacido la muerte de mi antiguo camarada ni me habían alegrado sus sufrimientos, pero él mismo hubiese estado de acuerdo conmigo en que la Ley había sido escrita para darle exacto cumplimiento. Quiero decir que en aquel momento no sentía remordimiento de conciencia alguno, pues no había hecho otra cosa que 107


cumplir con mi deber. Y algunos deberes nos pueden resultar ingratos o penosos. Yo hubiese preferido mil veces, antes que ver a mi antiguo compañero convertido en un amasijo de sangre y carne despedazada, saber que renegaba de sus errores y volvía a la fe de nuestros padres. No fue así y en su pecado llevó la penitencia, según está escrito. Me hizo llamar el príncipe de los sacerdotes Anás, que por algún motivo sentía predilección hacia mí, y me colocó frente al sumo sacerdote, sentado sobre un montón de cojines de seda y bebiendo jugo de uva sin fermentar. Hacía mucho calor en el Templo. Caifás solicitó, como signo de benevolencia, que me acomodase a su lado. —Me siento orgulloso y agradecido de tu comportamiento en el asunto de Esteban, Saulo de Tarso —me dijo—. Tu rigor en la observancia de la Ley y tu inquietud por defenderla de sus enemigos complacen a Yahvé, como le complacieron Sansón y Judit. Pero me han informado de que la cizaña sigue invadiendo nuestro sembrado y que 108


cada vez son más los hombres doctos que confían en ese falso Mesías muerto en la cruz, ¡oh blasfemia innombrable! No se trata sólo de perdularios, locos, ciegos que esperan la luz, mendigos aprovechados, pescadores malolientes, mujeres estúpidas y viejos aburridos. Aparecen también jóvenes griegos instruidos, fariseos estudiosos, levitas traidores y hasta me han contado que algún romano de rango menor empieza a escucharlos con interés. —Eso he conocido yo, señor. Tengo algunos informes... —No me son necesarios ahora —dijo Caifás con cierta indiferencia, mientras se afanaba por sacar una mosca que había caído en su vaso de plata—. Lo que deseo de ti es que los busques, los encuentres y hagas con ellos lo mismo que yo hago con este inmundo animal que ensucia mi bebida. —Sujetó el insecto entre los dedos pulgar e índice de la mano izquierda y lo fue aplastando lentamente, hasta convertirlo en una oscura mancha que luego limpió sobre uno de los cojines; después dio un lengüetazo a sus dedos para dejarlos nuevamente puros. 109


Añadió—: Quiero que los busques allí donde estén, que confiesen sus crímenes, que renieguen de esa fe de ignorantes. Y si rechazan ese favor, enciérralos en las prisiones de las sinagogas. Ya vendrá el tiempo en que el Consejo decida lo que se hará con ellos. Pero al menos temblarán sus adeptos y no se extenderá la maldad. Caifás tenía ya preparado un pergamino con su firma y su sello. Lo buscó entre un montoncillo y me lo entregó. —Aquí tienes los poderes para cumplir lo que te mando. Nadie se atreverá a ponerte ninguna objeción, Saulo. Quiero que te conviertas en la espada de Yahvé. Me sentí tan inquieto y orgulloso que, al salir del Templo, hube de sentarme en la escalinata para meditar. El Sanedrín mostraba tanta confianza en mí que me nombraba policía máximo en aquel patético asunto de los mesiánicos galileos. A ningún otro griego hubieran concedido tanto crédito; incluso a pocos naturales de Judá. Tanta tensión se había acumulado en mi ánimo, que el demonio volvió a 110


apoderarse de mí cuando regresaba a mi habitación de la sinagoga para cenar. Como siempre, sentí el cielo invertido y el cuerpo lejos de mi gobierno: apenas recuerdo otra cosa de mis ataques de epilepsia. Gritos confusos a mi alrededor, exclamaciones e insultos, la boca seca y unas manos delicadas que me sujetaban la nuca. No era consciente de mis convulsiones, de mi ahogo incontrolado. —El Señor Jesús arrojará de ti este demonio —oí muy lejos. Alguien me había conducido a una tienda de verduras, me había tendido sobre un lecho de ramos de cebollas y de ajos y me refrescaba la frente con un paño que también olía a cebolla. Yo no podía hablar porque me habían colocado en la boca un trapo. Si has pecado, Él te perdonará — continuaba susurrando la voz. Era una mujer de mediana edad, vestida con una túnica negra muy amplia y un velo que le cubría la cabeza. Cuando me sentí calmado y pude incorporarme, le pregunté a la mujer por su nombre. —Maacá —dijo—, viuda de Elifaz, el 111


hortelano. —Yo no tengo ningún demonio en mi corazón, mujer, sino una enfermedad que de tarde en tarde me domina. Nadie debe perdonarme pecado alguno, porque no soy pecador. —Jesús puede sanarte. —¿El galileo, el que murió en la cruz? ¿Eres acaso seguidora de ese falso profeta? —Es el verdadero Hijo de Dios —me respondió la mujer. —Bueno, gracias por tu ayuda. Toma tu recompensa. — Le entregué 2 dracmas y me fui corriendo de allí, aunque todavía sentía débiles las piernas. Ésa era la forma de conseguir prosélitos, ya me lo habían contado. Ayudaban a los desvalidos, socorrían a los pobres, vendían sus propiedades para alimentar a los sacerdotes, acogían en sus casas a los leprosos, guiaban por las plazas a los ciegos, ofrecían cayado a los paralíticos, limpiaban las llagas de los enfermos, lloraban con las viudas, escondían a las adúlteras, tenían piedad de las prostitutas... Encerrado en mi celda, mientras 112


anotaba todo aquello que llegaba a mis oídos, empecé a comprender que el peligro era real e inquietante. Ningún profeta, por muchos gritos que hubiese dado, había conseguido en los tiempos antiguos arrastrar de aquel modo a los más desheredados de los hombres. Pudo tal vez convencer a algún rey, a un grupo de sacerdotes, atraer la furia divina, que fuesen castigados los culpables, pero jamás que un hebreo vendiese su hacienda y repartiera su producto entre los pobres, que besase a un leproso y sentase a su mesa a una meretriz. Si no actuaba con rapidez y eficacia, aquella sal echada en los caminos terminaría por quemar tantos siglos de desvelos por la Ley. Los sacerdotes también se habían dado cuenta del riesgo que corría el pueblo elegido, mucho más que ante las águilas y las lanzas de los romanos, mucho más que ante aquellos reyes de barro putrefacto que nos iban imponiendo. Cuatro días más tarde regresé al Templo con una lista de los culpables. Estaban descubiertos todos los primeros seguidores de Jesús, a los que entre ellos llamaban apóstoles, 12 113


en total, uno por cada tribu de Israel: Cefas 3 el primero y su hermano que trabajaba en las salazones; Felipe, un antiguo recaudador de tributos llamado Mateo; 2 Jacobos, uno de ellos antiguo luchador bien reconocible porque llevaba un aro de bronce en el lóbulo de la oreja, y el otro, hermano del crucificado; Matías, a quien habían elegido para sustituir a uno de ellos que los había traicionado; un joven imberbe y con aspecto de muchacha llamado Juan; Judas, el músico ambulante, también hermano de Jesús; un médico de aldea llamado Bartolomé... Y figuraban también en la lista mi amigo Bernabé, la viuda del hortelano Elifaz, Maacá la verdulera, y hasta medio centenar de fanáticos que, en general, se dedicaban a los oficios más innobles. Los levitas armados no tuvieron ninguna dificultad en llevarse a unos cuantos de ellos, castigarlos con 40 azotes menos 1 según mis órdenes y encerrarlos en los calabozos de las sinagogas. Consiguieron en el transcurso de 4 meses apresar a más de ciento, pues los azotados y 3 En arameo, Roca: Simón, también llamado Pedro. (N. del e.)

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torturados no tardaban en delatar a sus compinches. Claro que aquel esfuerzo no tenía demasiado sentido, y así fui a comunicárselo a los sacerdotes. Algunos de los principales responsables de la secta habían escapado de Jerusalén, a Samaría unos, otros a sus escondrijos en Galilea, algunos a las ciudades del litoral. Y aquellos en quienes yo tenía más interés, pues me parecían los más peligrosos, se habían esfumado hacia sus lugares de origen, a las ciudades de influencia griega, a Fenicia, Chipre, Antioquía, Cilicia, Egipto incluso y Gaza, en tierra de filisteos, y Siria... Mi brazo no era tan largo como para conseguir atraparlos a todos. Por otro lado, los jefes que permanecieron en Jerusalén, como Jacob y su hermano Judas, hacían gala de cumplir hasta el último precepto, cual estrictos fariseos. Ningún testigo pudo acusarlos de delito alguno y eran liberados apenas se presentaban ante los tribunales. Sólo los incautos, las mujeres más ignorantes y los que habían sobrepasado los límites de la locura aceptaban la prisión y los 115


tormentos, a veces con una estúpida sonrisa en los labios y absurdas plegarias a su Mesías, que estaba al mismo tiempo en los cielos, a la diestra de Yahvé, y en la tierra animándolos a proseguir su infamia. —Nos estamos equivocando, señor —le dije a Caifás, que tosía desesperadamente y apenas podía hablar; a pesar de ello, no había puesto reparos a que lo visitara de nuevo—. Todo esto es un peligroso error. Resulta vano que azotemos y mantengamos en los sótanos de las sinagogas a cientos de estos pecadores. Porque los más inteligentes de ellos, los que de verdad tienen un plan subversivo contra la ley, han huido y siguen predicando la nueva salvación en todas las ciudades. Allí es más fácil conseguir prosélitos, lejos de nuestras miradas, y sé de algunas sinagogas que se han pasado en pleno a la nueva falsa doctrina. De seguir las cosas así, señor, todos los judíos de la diáspora terminarán renegando de la fe de sus mayores. Caifás se mantuvo un rato callado. Me pareció que por su pálido rostro se estaban paseando los dedos de la 116


muerte. —Tal vez estés en lo cierto, Saulo — respondió luego, acaridándose las barbas, grises y ralas—. Pero no podemos actuar fuera de Palestina. Tendríamos conflictos con los romanos. —Si diéramos un buen escarmiento... Un escarmiento duro, rápido, eficaz, secreto, en alguna de esas sinagogas... Un golpe decisivo que atemorice a los demás... Tuve que convencerlo de que era el único remedio con garantías de éxito. Llamó al tesorero del Sanedrín y le ordenó que me entregase dinero para comprar camellos y para los gastos de viaje hasta Damasco, donde más acuciaba el mal, así como que ordenase a 5 de los más expertos levitas armados que me hicieran compañía y actuaran a partir de entonces directamente a mis órdenes, sin intermedio de los sacerdotes del turno. Antes de partir quise dejar un poco en orden los asuntos de Jerusalén. En total, más de 300 sectarios habían sido investigados; 150 de ellos habían sufrido azotes, y esos 150 más otros 117


80 permanecían en las cárceles o habían pasado por ellas. El resto había renegado del galileo o no se habían logrado encontrar testigos que testimoniasen contra ellos. Al menos otros 240 habían conseguido huir, y entre los mismos figuraban los que me importaban más: los más timoratos, a Betsaida y otras aldeas del lago Genesaret, de donde habían salido. Los más valerosos, fuera de Palestina. Un tal Juan, hijo de Zebedeo, al que había abandonado sin despedirse ni dejarle una ayuda para su ancianidad, según informes de mis espías, se había llevado consigo a la madre de Jesús hasta un lugar secreto en el delta del Nilo, donde al parecer ella tenía una hermana. No iba a resultar fácil encontrarlos. Releyendo aquellos nombres, intentando tejer una respuesta en la urdimbre de sus vidas, decidiendo qué se hacía con los culpables de la herejía encerrados por mi mandato, tratando de comprender por qué hombres como José de Chipre o el propio Esteban habían caído en el error, se me asentaba en la cabeza la figura del profeta culpable de aquella blasfema 118


osadía. ¿Quién era aquel Jesús de Galilea que se hacía pasar por Mesías? ¿Tenía realmente poder para curar? ¿De qué artimañas se había servido para convencer no sólo a los palurdos, sino también a hombres de letras? ¿Cuánto había de verdad y cuánto de engañoso en lo que se decía de él, en las santas palabras que según los culpables habían salido de su boca? Tú ya conoces ahora las respuestas, ¡oh Rufo!, pues dediqué muchas horas a explicártelas en el apacible zaguán de tu casa y mientras intentaba con mis escasas fuerzas ayudarte en tus faenas de pesca; pero yo, en los tiempos de los que te estoy hablando, era mucho más ignorante que tú y también más cobarde, pues no me atrevía a enfrentarme a la Verdad. Aquellos pensamientos y muchas conjeturas se agitaban en mi cabeza, como una tormenta de arena nocturna, cuando finalmente emprendimos el camino de Damasco. Montados en camellos íbamos el capitán de los levitas, un individuo agrio y silencioso llamado Ageo, y yo mismo; los soldados montaban en acémilas cuya lentitud entorpecía 119


nuestro progreso. Salimos al amanecer, bien armados y pertrechados, con dinero incluso para pagar ayudas y con escritos perentorios de Caifás para los rabinos de todas las sinagogas. De los 3 caminos, elegí naturalmente el más corto, aunque también el más penoso. Cabalgamos por las pedregosas y desiertas llanuras de Judea, bajo un sol que muy pronto nos obligó a reducir el paso. Pasado Bétel, en la tierra que Yahvé había otorgado a Benjamín, el patriarca de mi familia, nos detuvimos para hacer noche. Transcurrió el día siguiente por entre los trigos amarillos de Samaría, que nos deslumbraban con su luz. Cenamos junto al pozo de Jacob y entramos en Siquén, la capital, para pasar la noche. Como disponía de 2 horas antes del sueño, me acerqué a la sinagoga y di orden de que se apresara de inmediato a uno de los que se hacían llamar apóstoles, un mago por nombre Simón, que solía predicar en las plazas de la ciudad y realizaba portentos a cambio de dinero y con el beneplácito del Mesías crucificado. A pesar de que aquella 120


gente estaba informada de la decisión de los sacerdotes, nos increparon y arrojaron piedras, de manera que tuvimos que dormir fuera de las murallas. No había esperado favor alguno de aquella gentuza de Samaría, aunque sí un poco de respeto a la dignidad de nuestra misión. — Nuestro trabajo está en Damasco —le dije a Ageo—. No desperdiciaremos nuestras fuerzas en estos territorios de infieles. De Jerusalén a Damasco nos separaban unos 250 kilómetros y yo tenía prisa por llegar a la capital de los sirios. No nos detuvimos en los fértiles valles de la llanura de Esdrelón, sobre los que la brisa del mar suavizaba los ardores del día; rodeamos el monte Gelboé y después el Hermón, que asomaba su cresta blanca por encima de las rocas grises. Después, y bajo el sol de mediodía, nos internamos en el desierto de Gadara, en el país de los bataneos, aunque los levitas me suplicaron que esperásemos al amanecer del día siguiente para soportar mejor la travesía. Nunca había visto yo tierra tan dura e inhóspita. Las mulas coceaban ante 121


la presencia de serpientes y alacranes, uno de los levitas cayó al suelo y se magulló el brazo derecho. La antigua senda de los padres Abraham y Jacob parecía haberse perdido. La furia del sol y el reverbero me herían los ojos, cargados de lágrimas y de arena, y apenas conseguía ver el camino. Ni siquiera la cofia con que me cubría la cabeza me aliviaba del calor. Antes de oscurecer, cuando ya nos fallaban las fuerzas, mandé hacer un alto. Ageo se apresuró en montar las tiendas, y sacó dátiles, pan y calabazas para cenar. El pellejo de cabra en que llevábamos el agua era nuevo y no debía de haber sido preparado convenientemente; se había podrido el líquido y resultaba muy ingrato beberlo. — Hay un pozo no lejos de aquí, en la dirección de Abila —dijo el más joven de los levitas, por nombre Misael—. Desde niño lo conozco. ¿Quieres que vaya en busca de agua? Decidí acompañarlo. No para aliviar su soledad, sino porque no confiaba mucho en él y podía estar tramando una huida. Era nacido en Gergesa, junto al Genesaret, y tal vez tenía 122


relación con los pescadores galileos. Al menos, no se había manifestado hasta entonces muy favorable al encargo que se nos había encomendado. Aflojé, pues, las correas de la espada y seguí sobre el camello los pasos de la mula que montaba él. Tres chacales aullaban semiocultos detrás de un matorral, al acecho. En menos de una hora alcanzamos el pozo: un círculo de oscuras rocas quemadas entre la arena, que escondían en su corazón el tesoro del agua. El levita echó a su fondo la espuerta de cuero que llevaba, con una atada en su hondón. Sacó agua fresca y algo parda, pero sana y sabrosa. Nos sentamos a beberla mientras mis doloridos ojos intentaban atisbar los misterios de un sol grande y rojo que parecía rodar cansado sobre las alturas ásperas de Siria. No hablábamos, pero oímos una voz. —Mucha fatiga, viajeros. Pero el agua es buena dijo esa voz. Era un hombre de mi edad, pero más alto y fuerte que yo. Vestía una túnica de lana pálida, cargada de polvo, raída e incluso agujereada en algunas partes, y se cubría la cabeza 123


con un lienzo negro del que apenas asomaban unos ojos grises y tranquilos. Detrás de él, como a 3 pasos, según las leyes de los beduinos, se había parado una mujer que me pareció demasiado alta para su sexo, aunque delgada. No comprendí de inmediato por qué no llevaba cubierto el rostro, conforme era su obligación. Me miraba con ojos luminosos, verdes me parecieron, y el cabello negro le caía pesado y polvoriento sobre los hombros. —¿Eres tú Saulo de Tarso? — preguntó el hombre. Extendí un poco el brazo en dirección a mi espada. —¿Cómo lo sabes? —Yo lo sé todo. —¿Eres acaso uno de los galileos, o un mago quizá? —Soy Jesús de Nazaret, el mismo galileo al que estás persiguiendo. Me dijeron que pasarías por aquí. ¿Puedes darnos agua a esta mujer y a mí? No era agua lo que yo iba a darle a aquel Mesías vagabundo. Me incliné para coger mi espada, pero Misael se me había adelantado y me apuntaba con ella directmente al pecho. Aquel 124


levita traidor y bobo, sin dejar el arma de la mano, cayó de rodillas y dijo: — ¡Oh, Señor, perdónanos! Tú eres el verdadero Mesías, el enviado de Yahvé: no tengas en cuenta nuestros yerros. Obedecemos a los sacerdotes del Templo... —Vamos, muchacho, suelta esa espada —respondió con sonrisa benigna el galileo—. Antes de matarme, Saulo querrá saber quién soy yo realmente y cuál es mi enseñanza. Es hombre inteligente y la curiosidad podrá más que su furor. ¿Acaso me estoy equivocando, terrible amigo? —Tengo la costumbre de escuchar a todos los reos, en efecto, incluso al que conduce a los reos a su perdición —le respondí—. Habla, pues, si crees que ello te servirá de algo. Puedes dejar de amenazarme, levita. Aplazaré mi juicio hasta que haya oído lo que este hombre quiera decirme. Misael, no muy seguro de lo que ocurría, arrojó mi espada al pozo y luego se inclinó igual que un perro asustadizo a los pies de aquel beduino descarriado, como ante un ídolo de oro, y golpeaba la arena con las 125


palmas de las manos. La mujer dio un paso hacia adelante y tomó entre sus finos dedos nuestro odre, pidiéndome al tiempo autorización con los ojos opacos. —Vivimos muy cerca de aquí —dijo el galileo—. Podéis acompañarnos y María os ofrecerá de comer, a ti y a tu servidor. —Miró al abatido Misael y sonrió con ironía— . No es mucha nuestra comida, ni confortable nuestra cueva de la montaña, pero podrás recuperarte del cansancio y aliviar en las sombras esos ojos enfermos. Creo que podré convencerte de que te equivocas cuando persigues a los míos, porque ellos son la única salvación de Israel. Nada tenía que perder por escuchar sus palabras y, por lo demás, debo admitir que me impresionó su falta de temor y su cortesía, pues sabía bien cuál era el trabajo que yo estaba haciendo. Hubiera podido lanzarme sobre el levita, apoderarme de su puñal y rematar definitivamente el encargo del Sanedrín. Pero me inquietaban aquellos ojos pacíficos, el sosegado timbre de su voz y, sobre todo, el hecho de que sabiendo que iba 126


yo tras sus pasos, aceptara ponerse delante de mí. Así, pues, cogí mi camello por el ronzal y comencé a caminar. El levita hizo lo mismo con su mula. — Podéis montar si os apetece; nosotros estamos habituados a andar por estas rocas. Conocemos hasta los escondrijos de los escorpiones. Y seguramente estáis molidos del viaje. Era una invitación hospitalaria, pero yo sentí que me estaba ordenando subir a la grupa de mi montura. Obedecí. He pasado muchas noches en blanco, ¡oh Rufo!, sano y enfermo, en soledad y acompañado, siempre en tierras ajenas, quemándome de esperanza o aniquilado por la desesperación: ninguna noche valió tanto como aquélla, ni todas juntas merecen un solo minuto de ésta que me siento incapaz de relatarte por miedo a que mis palabras resulten tan groseras que mancillen la verdad de lo sucedido. Pues ¿puede acaso el hombre hablar del instante de su nacimiento? Si tuvieras conocimiento cabal de nuestro Libro, podría explicarte por 127


qué Jesús de Nazaret era el Mesías y no lo era, al mismo tiempo. 248 son nuestros preceptos y 346 nuestras prohibiciones, una maraña secreta y casi imponible de atender. Jesús se dio cuenta de que los fariseos, y el pueblo judío que nos obedecía, estábamos presos en esa red tupida y fuerte, que terminaría por desunir la fortaleza que para nosotros buscaron nuestros antepasados. La Ley que se escribió para salvarnos era ahora una sólida cadena de la que no podríamos liberarnos salvo rompiéndola. El Templo era nuestra cárcel. Solamente si los judíos conseguíamos escapar de esa caverna en que nuestros ritos nos tenían recluidos, alcanzaríamos el dominio del mundo. En eso consistía la misión del Salvador de Israel. Dios no podía ser derecho exclusivo de un pueblo, pero si un solo pueblo en la tierra había conocido al verdadero Dios, su obligación consistía en darlo a conocer a todos. De esa manera tendría justificación final ese pueblo y su historia de esclavitudes, de crímenes y de miserias. Por otra parte, Jesús me hizo reflexionar también sobre la identidad auténtica de ese 128


pueblo. ¿Tan puro, tan incontaminado, tan vigoroso era? De nuestros 2 grandes antepasados, uno de ellos, el padre Abraham, era caldeo, un pastor de Babilonia la idólatra, la patria de los astrólogos y de los magos y sólo se dejó segar el prepucio al borde de los 100 años; el otro, el legislador Moisés, era egipcio, nadie conoció a sus padres y fue servidor de los faraones, que adoraban al sol y estaban convencidos de que vivirían siempre. De su sangre procedemos los hebreos y de su espíritu han emanado nuestras leyes. Después de muchos siglos mirándonos el ombligo, creyéndonos con derecho sobre la sangre de los otros y sobre sus tierras, incapaces de aceptar que también los demás, aunque ignorantes del verdadero Dios, pueden poseer su óbolo de verdad y su átomo de bien, estábamos a punto de quedar reducidos a paja de la era y a sarmientos podados en la viña. La misión de nuestro Mesías consistía en eso. Pero no se trataba ya de arrasar aldeas impotentes en nombre de Yahvé, incendiar cosechas, matar primogénitos, degollar a reyes extraños, derribar templos de otras 129


religiones menos fuertes, sacrificar el ganado de los pastores más débiles, de robar sus mujeres y convertir en esclavos a sus hijos... Roma había clavado sus garras en nuestro corazón y la única manera de que nosotros siguiéramos siendo lo que siempre hemos sido era convenciendo a los demás de que la razón y Dios estaban de nuestra parte. Por eso el Mesías no traía una espada en la mano, sino unas cuantas ideas salvadoras. Por eso dejó que lo colgaran de una cruz, para que los mismos judíos sintieran su vergüenza, y después, salvado del madero por sus seguidores, resucitado, permanecía oculto a la espera de que su mensaje prendiese como los vástagos de la higuera, sostenido por aquella mujer alta de Magdala, de cuyo cuerpo, según supe más tarde, él había expulsado a siete demonios hambrientos. Y ni siquiera se habían dado cuenta de ese prodigioso milagro los que más lo amaban. El profeta de Galilea necesitaba un organizador de esa nueva sociedad que expandiría por todo el mundo las semillas del judaísmo, un hombre duro y fuerte capaz de empujar en esa 130


dirección a los pueblos más remotos y de arrancar a los hebreos de la red en que se habían metido. Del Libro se tomaría aquello que fuese necesario, al igual que el Libro mismo —es decir, quienes lo escribieron, benditos sean— tomó cuanto le pareció bien de otros legisladores, otros sacerdotes y otros profetas, incluso enemigos de Yahvé y de su pueblo elegido. Jesús había dicho ya su palabra y ahora se ocultaba para esperar el fruto, se ocultaba incluso de sus seguidores más fieles, que lo creían para siempre colgado de una nube celeste. Aquellos pescadores, alcabaleros y médicos ignorantes no podían siquiera imaginar que el pueblo judío solamente podría salvarse asimilando a los demás pueblos, no devorando sus vísceras, como había hecho hasta entonces. Frente a Roma, ni 10 legiones de Mesías tenían alguna posibilidad de éxito. De cara a los sabios griegos, ni cien concilios de sacerdotes se atreverían a abrir la boca con alguna garantía de que alguien los escuchase. Era preciso, pues, actuar por debajo, como la serpiente y como la levadura. Él estaba en lo cierto, aunque yo 131


discrepé de su lentitud y de su molicie. ¿Qué hacía refugiado en aquel desierto al lado de una mujer que parecía muda? ¿Cómo se le ocurrió mantener a su lado a Juan, a Cefas, a Andrés, a Jacob? ¿Por qué no empezó su misión en Tarso —yo hubiese tenido así la fortuna de conocerlo antes—, en Éfeso, en Antioquía, en la misma Atenas? ¿Cómo iba a lograr algo con aquel rebaño de viejas lagrimeantes y astrosas que esperaban tan sólo milagros, curaciones y la dicha de tocar el borde de su manto? Era una mala política, se lo advertí, una política condenada al fracaso. Necesitaba otro género de hombres. —Tú podrías ser ese hombre, Saulo —dijo. —Pero yo soy tu enemigo. Estoy aquí con la misión de prenderte. —¿Y no crees que mis palabras se ajustan mejor a tus pensamientos que todo ese galimatías en que te han envuelto los maestros fariseos y los sacerdotes? —¿Te fiarías de mí? —No puedo hacerlo de ningún otro, tú mismo lo has dicho. —Sonrió con dulzura mientras tomaba de las manos 132


de la mujer un pedazo de carne asada de zorro y empezaba a masticarlo. —Para ello tendré que enfrentarme a esos apóstoles tuyos. —Lo estás haciendo ya, y con mucho éxito. ¿A cuántos has colocado los grilletes? —Me sonrió con alguna malicia—. Son bastantes brutos, pero buenas personas. Terminarán dándote la razón. ¿No quieres comer otro poco? —Gracias, no tengo hambre. —Conoces bien el Libro, la Ley y los profetas, según me han dicho. No te costará trabajo buscar las interpretaciones oportunas para poder moverte a gusto entre los retoños de las Doce Tribus. Como bien sabes, allí hay de todo, como en los barcos de los fenicios. Basta que uno coja lo que vaya precisando. Rodeados de tantos dioses y de sus máscaras, los hombres sólo necesitan a Dios, a alguien que sepa hablarles de un único Dios. Y Dios sólo puede ser único; lo contrario sería un contrasentido. Esto es quizá lo único valioso que descubrieron nuestros antepasados. Y de lo que no será fácil convencer a tus amigos griegos. Y menos aún a los romanos, que son menos sensibles que los 133


bueyes. Empieza por abajo, si de algo te sirve mi consejo. Busca a los esclavos, a los pobres, a los desconsolados, a los enfermos, a los humillados, cualquiera que sea su cultura, su condición y su cuna. Son los que más necesitan estar convencidos de que el amor todavía es posible, los que más necesitan saber que Dios nos ama a todos y que sólo por eso existimos y existiremos siempre. Ellos irán poco a poco persuadiendo a los demás, incluso mejor de lo que puedas hacerlo tú mismo. —¿Y qué voy a decirles yo, cuando conocen de qué modo estoy persiguiendo esas creencias? —No son esas creencias las que persigues, Saulo; parece mentira que no te hayas dado cuenta todavía. En la oscuridad de la cueva, apenas vencida por el remoto fulgor de las estrellas, el profeta de Galilea, paciente y risueño, insistió en los argumentos que ya me había dado y buscó otros nuevos. Aunque bien despierto, yo me sentía cada vez más cansado para oponerme .i aquellas interpretaciones de nuestra historia y a 134


los beneficios que podían desprenderse de ellas. Estaba amaneciendo y yo deseaba continuar la discusión, por lo menos seguir escuchando. La mujer de ojos como esmeraldas y el levita estúpido hacía rato que se habían dormido, cansados de tanta palabra. Ella respiraba con fuerza y suspiraba a veces en alguna travesía del sueño. Jesús le dirigía de vez en cuando una mirada de afecto y de ternura. Me asomé a la boca de la secreta morada del profeta galileo Jesús, todavía arropado con un viejo manto que él me había prestado durante la noche para combatir el frío; y los rayos nuevos del sol, como anaranjados dardos que me lanzara el desierto de Arabia, me hirieron con fuerza en los ojos. A lo lejos oí gritar desesperadamente mi nombre y el de Misael. Ageo y sus soldados levitas debían de estar buscándonos. Cuando volví a entrar en la cueva, ante mi mirada se movía una figura borrosa y otra empezaba a removerse en su yacija. —Me ha herido la luz —dije a Jesús. —En Damasco hay un médico muy 135


bueno que es amigo mío. Ve a él de mi parte y te curará. Se llama Ananías, lo encontrarás seguramente en la sinagoga, pues es hombre muy piadoso. Y cuando te hayas curado, vuelve por aquí y seguiremos charlando, si te apetece. Pero no comuniques a nadie el lugar de mi escondrijo y líbrate antes de esos esbirros que te acompañan. Gritan más que los chacales; infunden pavor a cualquiera.

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6. LA LUZ DE DAMASCO

De los muchos viajes que he tenido que hacer, aquél fue quizás el más extraño y penoso. Cedí mi camello a uno de los levitas y me acomodé en su acémila, después de haber atado el ronzal a la silla de su montura. No sólo me ardían los ojos cegados; la noche en vela, después del agobio de los días de viaje, me produjo tal cansancio que no me reconocía en mi cuerpo. Desde que salimos de Jerusalén había tenido muchas prisas por entrar en Damasco, no fuese que algún espía se nos adelantase, avisara a los nazarenos y consiguieran escapar de nuevo. Ahora necesitaba llegar cuanto antes para que aquel médico me curase y para decir a los perseguidos que ya nada debían temer de mí. Misael, emparejado a mi andadura, me preguntaba a cada minuto si me 137


sentía mejor, si deseaba agua, si no resultaría más práctico regresar a Jerusalén para que se ocuparan de mí en el Templo. Le respondía con gruñidos, encorvado sobre el cuello de la muía, porque tenía todos los pensamientos clavados en la conversación de la cueva. No sólo tenía razón Jesús, sino que pensaba lo mismo que yo había pensado hasta entonces, salvo que mis conclusiones eran opuestas a las suyas. ¿Tendría que mudarme en uno de sus servidores, integrarme en aquel rebaño de galileos ignorantes, de mujeres zafias, para lograr que se cumpliera la Promesa? También era posible colocarme por encima de ellos y arrastrarlos a mi terreno; ser predicador como lo eran ellos, es decir, apóstol, para llegar hasta el fondo de la doctrina de Jesús. Lo cual no iba a resultar fácil. ¿Cómo iban a acoger al verdugo de sus hermanos? ¿Qué prendas podía yo ofrecer para ser creído? La espada que ya no poseía estaba bañada en sanare, en las manos seguían marcadas las huellas de las lapidaciones y de los cerrojos... Con tantas cavilaciones y dolores 138


entramos en Damasco, yo como un leproso incapaz de moverse solo, como un perro apaleado y sin amo. A juzgar por los gritos y los ruidos que nos acogieron apenas traspasamos la muralla, parecía aquélla una ciudad grande y rica, un gigantesco campamento de beduinos en fiesta. Naturalmente, yo no podía manifestar en modo alguno mi autoridad en aquel lugar extranjero, si no queda que los romanos, o los mismos nabateos dueños de él, me pidieran severas cuentas. Mi poder se limitaba a los judíos fieles al Templo y, por extensión, a los que lo habían traicionado. Pero no estaba todavía seguro de qué hacer con ese poder cuando recuperase la vista y la razón. Ageo fue preguntando y no costó trabajo dar con la casa de Judas, que vivía al final de una calle muy larga, muy recta y muy poblada de vendedores, paseantes y pedigüeños. Allí mismo comenzaba el barrio de los hebreos y en él probablemente estaba refugiado el centenar de nazarenos que habían escapado de Jerusalén. Por eso el Sanedrín me había recomendado que me alojase en casa 139


de aquel Judas, que era embajador del Supremo Consejo en Damasco, y me había dado escritos pura él. Era dueño de una notable tienda de especias abierta a la calle. Docenas de cajones de madera se alineaban contra una pared y en cada uno de ellos aparecía escrito en arameo y en griego el nombre del aderezo que contenían. De modo que habría sido muy grato penetrar en aquel comercio si mi estómago no hubiese estado retorcido por la fatiga y el mareo. Judas escuchó mis males de boca de Ageo, me puso la mano en un hombro y me condujo hasta el piso superior, donde ya me tenía preparada una habitación amplia, luminosa y perfumada. —Te esperábamos con muchas ansias, Saulo de Tarso. Nuestra sinagoga está invadida por los nazarenos, que no sólo predican allí sus blasfemias, sino que incluso se han aposentado dentro de ella. Quiero decir que comen y duermen allí como si fuera su casa. Dan limosna y la reciben, realizan magias y portentos y parecen decididos a destruir el Templo de Sión. Tan sólo esperan a ser más 140


numerosos. Es un contratiempo esta enfermedad tuya, Saulo, porque retrasará su castigo. Pero llamaré en seguida a un médico de Babilonia y se apresurará a curarte. —Más bien llama a un judío por nombre Ananías, que me han recomendado mucho. Creo que es un sabio en estos menesteres —le contesté mientras me frotaba los ojos. —¿El viejo rabino Ananías? Se ha pasado al bando de Jesús y es uno de los principales. No aceptará venir, si es que yo puedo encontrarlo. Desde luego, ni lo encontraron fácilmente ni aceptó de buen grado presentarse ante mí. Durante 3 largos días con sus noches estuve tumbado en el blando lecho que me había proporcionado Judas, sin ver a nadie ni dirigir la palabra a mis visitantes. Rechacé la comida, porque dentro de mis tripas me estaba royendo un lobo insaciable. En la penumbra del cuarto, en cuyo seno apenas veía borrosos fantasmas, dediqué las horas a pensar y a soñar. Posaba mi mano sobre los pergaminos del Libro, que siempre llevaba conmigo, y a través de la sangre me llegaban al corazón visiones 141


nuevas y significados que nunca había imaginado. El hospitalario Judas se acercaba cada 2 o 3 horas a mi cama con un plato de comida y siempre la misma respuesta: Ananías no aparecía en parte alguna. ¿Debía llamar al babilonio? Ordené a Ageo que buscara al rabino y me lo trajera atado si fuera necesario, aunque no quise confesarle de qué conocía yo a ese maestro. Y apareció al fin, temblando como un pez dentro de las redes, amedrentado y lloroso frente a la daga del levita. Ni siquiera se levantó su espíritu cuando le hablé del que me había dado su nombre y le aseguré que no venía a perseguirlos a ellos, sino más bien a ayudarlos, después de haber conocido a Jesús. Era hombre desconfiado y casi mudo, de mediana edad y más pulcro que los de su banda. Me aplicó un ungüento sobre los párpados, lo cubrió con un lienzo blanco que me lió alrededor de la cabeza y luego colocó las manos sobre ella y rezó una hermosa plegaria que yo no había oído nunca: Padre, santificado sea tu nombre; venga a nosotros tu reino; 142


danos cada día el pan cotidiano... —Mañana estarás curado, Saulo. Pero será mejor que le vayas de Damasco. A ningún buen judío le agrada tu presencia, ni a los que persigues ni a aquellos que justifican tus persecuciones, pues ellos saben en el fondo de sus almas que los seguidores de Jesús no hacemos mal a nadie y respetamos la Ley. Se cumplió la profecía. Al día siguiente por la mañana pude ver la luz de Damasco, polvorienta y demasiado brillante, intentando horadar los palmerales y las cortinas con las que los vendedores de la calle Recta intentaban defenderse de ella. Bajé al comercio de especias muy contento y vi la alegría de Judas y de mis soldados, que no se habían manifestado demasiado solícitos por mi enfermedad. Mientras comíamos, mi anfitrión me preguntó cuándo pensaba empezar a cazar a los blasfemos. Estaba algo asustado porque durante mi permanencia en su casa le habían apedreado la tienda y arrojado cagajones de camello a través de las ventanas del piso superior. Algunos 143


jóvenes incluso lo habían amenazado de palabra, sin recato alguno, y en la sinagoga hubo fuertes altercados entre los partidarios de mi misión y quienes se oponían a ella. Es decir, los judíos de Damasco se habían alterado mucho mientras yo recobraba mi salud, y hasta un muchacho, seguidor del galileo, había muerto apaleado por jóvenes fariseos temerosos de Yahvé. —Van a ser pocos tus levitas para ese trabajo, Saulo. Por mi cuenta he decidido reclutarte otra docena de ellos. El jeque Aretas está informado de ello y ha dado en secreto su beneplácito. Tampoco los nabateos quieren en su ciudad a esos infieles de Jerusalén. Conté por fin a Judas mi decisión de no perseguir a nadie, pues me había convencido de que aquellas gentes no eran dignas de castigo. Fue una de las más grandes equivocaciones de mi vida. Durante toda la tarde disputé con él y con algunos judíos notables que mandó llamar, pero no pude persuadirlos ni moverlos medio codo de sus tercos prejuicios. Era un sacrilegio que me opusiera a la confianza y a las órdenes 144


del sumo sacerdote y se me podía considerar impío si aceptaba ahora que las doctrinas de los galileos no eran una injuria a los patriarcas y al mismo Yahvé. De las palabras pasaron a las manos. No estaba yo con fuerzas para defenderme de aquellos empujones, tirones de ropa y arañazos con los que intentaban que recobrase la razón. Cuando vi que la paz era imposible, y menos el raciocinio, salí corriendo del patio en que discutíamos, la noche ya caída, y pude atraer con mis voces al levita Misael, que jugaba a los dados en la calle. Vagamos juntos durante una media hora y por fin logramos albergue en un hostal de beduinos, entre sus burros, sus cabras y sus camellos. En la casa de Judas habían quedado mis pergaminos, los cinturones con mi dinero y las cartas del Sanedrín. Tuvimos que retirar el estiércol de 2 cuadras a cambio de que nos dieran refugio. Ahora resultaba yo el perseguido. Misael se puso al día siguiente al habla con Ananías el médico y éste pidió que nos alejáramos de Damasco lo antes posible, pues, si los nazarenos 145


rechazaban ayudarme, los fariseos ansiaban apresarme en seguida y mandarme a Jerusalén entre guardias. Así fue cómo, más solo y más pobre que nunca, empecé a comprender las enseñanzas de Jesús. Había transcurrido un año desde la muerte de Esteban y en ese tiempo habían sido muchos mis éxitos en la persecución de la secta nazarena. Azotes, calabozos, torturas y muerte fueron el pago a sus herejías... Durante los 2 años siguientes, para purgar mi pecado y aligerar mi alma, permanecí haciendo penitencia en el desierto de Arabia. Debajo de una higuera cuyo tamaño parecía más obedecer a un milagro de Dios que a los vigores de aquella tierra estéril, entre arenas infinitas y rocas quemadas, monté un pequeño taller de cuyos beneficios me sustentaba. Tenía horas sobradas para repasar toda mi vida y decidir sobre mi futuro, para pensar en Dios y en sus confusos caminos, quizá demasiado escondidos por la letra del Libro. Los beduinos errantes venían con sus tiendas rasgadas y yo volvía a unir el tejido con tirabuzones de hirsuto 146


pelo de cabra que antes había hilado. Me pagaban a cambio con comida: dátiles, leche, pan cocido en la arena, carne seca de cabrito, algunas verduras mustias que compraban en las riberas del Jordán o entre los moabitas. Las sales del mar muerto de Sodoma me agrietaron la piel y en mi espíritu se iban amasando los proyectos de conquistar el mundo para aquel Mesías al que jamás volví a ver. Fueron largos meses difíciles, bajo el ardor del día y los fríos de la noche, con pocas personas con las que hablar y ninguna mano que me socorriera durante los asaltos de la epilepsia, cada vez menos frecuentes. Mordí mi lengua y me quebré 2 veces la cabeza, pero no fue muy terrible aquello, pues Dios me tenía aún reservados muchos sufrimientos y algunas pocas glorias. Al cabo de aquella penitencia, inicié otra todavía más dura y más provechosa, después de un encuentro fortuito con un viajero idumeo al que el apóstol Tomás había bautizado y encaminado hacia Jesús, según me dijo. Me contó también que venía de Qumrán, del extremo septentrional del mar Muerto, no lejos de la higuera que 147


era entonces mi casa, donde se guardaba todavía el recuerdo de Jojanán, el maestro de Jesús que había estado predicando a lo largo del Jordán. Imaginé al principio que tal vez en aquellas cuevas desnudas, en un desierto que ni siquiera tenía higueras ni terebintos colosales, ni humildes matojos para las bestias, podría encontrarlo a él o, por lo menos, sus huellas. Los religiosos esenios me recibieron en su gran monasterio como a un hermano pródigo, aunque sin inquietarse por el lugar de donde venía ni demandarme qué me impulsaba a buscar su proximidad. Después de tantas soledades, la nueva soledad entre aquellos hombres místicos acabó por curar mis llagas. Ahora sé, querido Rufo, cuando me vencen los años, que sólo había obrado por ignorancia, no por maldad, aunque las víctimas como Esteban fueron las que pagaron mis torpezas. Te dije antes que fue dura mi vida en Arabia, pero más suave que la que los esenios me ofrecían. Apenas se comía entre ellos y cada cual llevaba 148


colgada siempre del cinto una azuela para enterrar los escasos excrementos que su cuerpo producía. A continuación era preciso lavarse, lo que no resultaba cosa fácil en un yermo en el que tanto escaseaba el agua. Deponer esos residuos estaba prohibido en sábado, lo cual a veces me causaba serios disgustos, hasta que aprendí a ayunar por completo el viernes. Nada era de nadie, ningún bien mundano tenía valor. Los días se dedicaban a la meditación y al estudio de los muchos pergaminos y papiros antiguos que poseían. Confesábamos en común nuestros pecados, recibíamos en público el castigo de nuestras faltas, por insignificantes que fuesen, no se hacían sacrificios de carne o de cosechas, como en el Templo, y sólo se perseguía la unión con Dios mediante el despego de todo lo tangible, la meditación, la plegaria y el silencio. Los sacerdotes esenios que desde el monasterio de Qumrán gobernaban a algunos millares de seguidores de la secta diseminados en varios desiertos eran muy duros y rigurosos. Pasaban su vida lavándose para que tan 149


continuas e interminables abluciones los purificasen de todo pecado. Lo mismo hacían con sus ropas y se abstenían de tocar cualquier cosa o persona impura, según la enseñanza del Levítico: Pues nadie que tenga una mancha ha de acercarse, el ciego o el cojo o el que tiene la cara mutilada o un miembro demasiado largo... Henderían y maldecían con el mismo entusiasmo y se consideraban más santos que los sacerdotes del Templo, de modo que el verdadero templo de Dios eran ellos mismos, y no el edificio que construyó Herodes después de que desapareciera el de Salomón. Cada anochecer se reunían en la habitación más amplia del monasterio, la Sala del Pacto, y a ella nos ordenaban acudir a cuantos nos cobijábamos en las cuevas, en tiendas o al abrigo de las rocas. Allí se celebraba la comida sagrada del pan y del vino y se hablaba mucho del término del mundo. Llegado el día, pondrían en pie un ejército, en el que sólo podrían participar ellos, con exclusión de todos los impuros, y la raza de los verdaderos judíos se impondría a Roma y a los demás 150


pueblos, incluidos los sacerdotes pecadores de Jerusalén. El Hijo de la Luz conduciría a sangre y fuego esas huestes santas y puras y sólo los buenos judíos vivirían eternamente ante la mirada de Yahvé. Así estaba profetizado en las Escrituras y ésa era la enseñanza que impartían. Fariseos y saduceos odiaban por igual a aquella secta de puros que se habían separado de ellos al más vacío y desolado de los desiertos y que no respetaban el Templo. También yo los había odiado cuando en la sinagoga me habían hablado de ellos. Los habían perseguido, los habían torturado, pero de sus ojos jamás brotó una lágrima ni un suspiro de su boca ni un resplandor vengativo de sus ojos. Aquellos sacerdotes hijos de Aarón eran hombres santos y conocían ya que una vida sin pecado da derecho a la felicidad eterna junto a Dios, la cual llegaría muy pronto. Me pagaba yo mi alojamiento mísero y mi frugal comida ayudándolos a excavar nuevas cavernas y copiando los libros. De los más ancianos y sabios aprendía la enseñanza y mi pecado más continuo era discutir su 151


sabiduría y su interpretación de la Ley. Pero si mucho aprendí en 5 años ante las rodillas de Gamaliel, más aún llenaron mi alma las palabras que aquellos santos varones fueron vertiendo en mis oídos a lo largo de un año. Tuve en ese tiempo muchas tentaciones de regresar a mi casa de Tarso, enloquecido casi por tanta ciencia y por los nuevos misterios, pero resistí porque muy pronto me di cuenta de que las prácticas de aquellos hombres eran las mismas de los nazarenos. Y que adolecían de los mismos fallos, pero aun exagerados. Más de 200 años llevaban apartados de los demás judíos, cerrados a todo contacto con el exterior, y no habían logrado que una sola de sus sagradas palabras traspasase aquellas colinas pedregosas. «¿No era tal vez un pecado de soberbia aquel desdén por los demás hombres, a los que se permitía continuar en la ignorancia?», le pregunté al maestro de disciplina. — Los hijos de la Luz sólo deben relacionarse con Dios, no con los otros hombres. Y mañana y el día que sigue y el que va detrás, hasta el viernes, te abstendrás de comer por haber dado 152


cabida en tu alma a esa sospecha — me respondió el anciano. Nadie supo decirme, de entre aquellas docenas de eremitas, si Jesús de Nazaret había también pasado algunos años estudiando junto a ellos. No preguntaban el nombre al llegar ni anotaban las defecciones. Sólo del profeta Jojanán, el que más tarde estuvo bautizando en las riberas del río Jordán a la manera de ellos y murió decapitado por Herodes, había quedado alguna memoria, pues lo habían expulsado de la comunidad por insumisión a los superiores. De las predicaciones del galileo, de su condena a muerte y suspensión en la cruz, así como de su actual paradero, no poseían noticia alguna.

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7. DESCONFIANZA Y SOSPECHA

Fue junto a los esenios, más que entre los pedregales de Arabia, donde tomé la decisión de anunciar al mundo mi evangelio. Permanecer con ellos hubiera sido una estéril locura, especialmente cuando mis conocimientos eran muy superiores a los suyos; regresar a Tarso y convertirme en uno de aquellos filósofos discípulos de Atenodoro o de Epicteto o de otro cualquiera (en este caso de un profeta desconocido y muerto en la cruz), que por unas monedas enseñaban su sabiduría en las frescas orillas del Cidno, no podía satisfacer mis ambiciones, ya que mi palabra se perdería en el viento, como la de ellos. Los sacerdotes del Sanedrín habían dado órdenes de que se me buscase para conocer por qué había dejado fracasar mi misión en Damasco... ¿Adonde podía ir? Tenía fuerzas para enfrentarme no 154


sólo a los rabinos de las sinagogas de Judá y a los sacerdotes del Templo, sino también a los maestros de las ágoras gentiles, incluidas las de Atenas y las de Roma. Me había llamado Dios y sentía tanta excitación en mi espíritu que no podía retrasar por más tiempo la respuesta. En consecuencia, elegí Damasco, la ciudad enemiga de la que ya me habían arrojado. Y precisamente porque iba a encontrar allí a los oyentes más difíciles y también porque era el lugar habitado, donde los hebreos no eran mayoría, más próximo a mi escondite en las tierras yermas de los esenios. Arrojé por una pequeña barranca la azuela que durante trece meses enterró mis excrementos, me ceñí con mis cinturones de viaje —en los cuales, desde luego, no pude esconder una sola moneda— y me puse en camino. No solo, pues así no habría llegado jamás, sino bajo la protección de unos caravaneros de Arabia que me acogieron con la promesa de que les pagaría compañía y alimento en cuanto llegásemos a la capital de los nabateos. 155


Seis días tardamos, entre polvo, serpientes y tormentas. En Damasco, Judas me prestó el dinero, pero no quiso recibirme en su casa. Cuando fui obligado a escapar de ella, 3 años antes, entre fariseos y nazarenos habían arruinado su negocio: entraron de noche y volcaron en el suelo todos sus recipientes de especias y orinaron sobre ellas. Aquel buen hombre, sin embargo, me aconsejó que sacudiese la arena de mis sandalias y prosiguiera el viaje hacia otra parte. Todavía se acordaban de mí, y no con desmedido afecto. También el médico Ananías, cuya hospitalaria caridad sólo alcanzó a darme comida y una túnica en perfecto estado, pues la mía estaba despedazada e inútil, me ofreció de buen grado el mismo consejo. No podía acogerme en su casa, donde vivía solo con su mujer y sus 2 hijas; y ello, tanto por el posible escándalo al no haber allí varón como porque habían llegado a sus oídos rumores de que mi conversión no era otra cosa que una estratagema para conocer mejor los misterios de los nazarenos, sus ritos y, sobre todo, los nombres de 156


quienes los practicaban. Una vez sabido esto, retornaría con más fuerzas del Sanedrín para acabar con todos ellos... Yo no era un espía ni un infiltrado —le expliqué—; el mismo Jesús me había conducido a su casa, ¿qué mejor justificación y prueba podía darle? Pero Jesús y sus apóstoles no habían logrado borrar aún el atávico espíritu de desconfianza de los de mi estirpe. Recurrí, pues, a pedir alberge en la caravanera de beduinos que me había socorrido la vez anterior, cerca de la puerta oriental. Había allí mucha animación. El legado romano Vitelio había abandonado poco antes Damasco, por orden del nuevo emperador Calígula, sin siquiera luchar por la ciudad, y ahora eran los beduinos los verdaderos amos de ella, con un jeque de su estirpe nombrado por Aretas de Petra. No se puede decir que rey apreciase o respetase a los judíos, pues en ninguna parte habría yo de encontrar tales sentimientos hacia mi pueblo, pero a cambio de tenerlos de su parte, a ellos y a su dinero, les permitía que vivieran a su gusto y conforme a sus costumbres. Es 157


decir, peleando continuamente, dividiéndose en sectas y facciones, derramando su sangre en las calles y destruyendo unos las casas de los otros. El abandono de Roma y el poder adquirido convertían a los nabateos en gente cordial y hasta afectuosa. Me instalé, pues, entre ellos, descansé y oré, en esta ocasión sin tener que limpiar sus cuadras. Y el día del sábado acudí a la más grande de las 3 sinagogas de la ciudad. Después de escuchar con atención a los rabinos, me levanté en medio de la asamblea y pedí voz para demostrarles cuán equivocados estaban. El Templo era sólo un símbolo con algún sentido en tanto llegaba el Mesías, según habían anunciado los, profetas. Pero el Mesías había llegado ya y sus enseñanzas sobrepasaban la fuerza de la Ley. Era hora, pues, de despojarse de lo viejo y podrido y abrir el corazón al nuevo enviado de Dios, su hijo, el Cristo. Empezaron en seguida a gritar como chacales. Rechinaban los dientes, se tiraban de las barbas y alzaban los puños al cielo. -¿No es este tipo el mismo que nos 158


mandó el Sanedrín para librarnos de la plaga de los galileos? —preguntó el padre de la sinagoga, con los ojos manchados de sangre y las manos alzadas sobre su cabeza—. ¿Cómo se atreve, pues, a hablarnos ahora en su favor? —¿Queréis escucharme un momento, hijos de Sión? les pedí—. ¡Os vengo a anunciar la llegada del Mesías! —¡Blasfemia, sacrilegio! —¡Es un renegado, un traidor! —Aguardad un momento, hermanos míos. —¿Cómo te atreves a llamarnos hermanos, Saulo de Tarso, traidor maldito, si estás renegando de Yahvé? ¿Quién te ha pagado para que vengas a nosotros con esas blasfemias? —¡Vamos, lapidémoslo de inmediato! ¡Cubramos su pecado con una montaña de piedras purificadoras! Un par de veces más conseguí alzar mi voz por encima de tantos gritos e increpaciones. Pero los fieles, que ya se habían puesto en pie, empezaban a tirar de mis vestidos y a empujarme. Me acordé inmediatamente de Esteban y decidí que mi mensaje no podía 159


quedar tan pronto enterrado en el campo de las lapidaciones. Soy pequeño y flaco, ya lo sabes, ¡oh Rufo! La ascesis con los esenios había acentuado esos rasgos, pero me había dado también agilidad y fuerza, más de las que se podrían esperar de un cuerpo como el mío. Salté, pues, por encima de los más decididos y airados, dejé el manto y una sandalia en la refriega, pero conseguí escapar de la sinagoga, aunque sin algunos mechones del poco pelo que conservaba y con sólo algunos puñetazos en el rostro, desgarraduras de la piel causadas por sus uñas y unas cuantas patadas. No aguardé a ver si me perseguían o si mi desaparición había conseguido aplacarlos. Hasta la caravanera no se atrevían a llegar, porque estaba lejos del barrio judío. Allí refugié mis doloridos huesos e intenté meditar con más calma en lo ocurrido. La noche del mismo sábado, cuando ya me disponía a dormir y mientras me entonaba con un brebaje de yerbas desconocidas y miel con que un jefe beduino me obsequiaba, se presentó 160


ante mí, muy agitado, el levita Misael, a quien no había vuelto a ver desde hacía mucho tiempo. Se había hecho nazareno, pero no de la facción que también deseaba mi muerte. —Saulo —me dijo sin recobrar el resuello—, has de escapar en seguida. Los notables judíos han entregado dinero al mismo rey Aretas para que te prenda y te ajusticie como bandido. ¡Y en sabbath han cometido esta infamia! Los guardias pueden venir en cualquier momento y hay otros que te esperan en todas las puertas de la tildad. Misael había presenciado mi conversación con Jesús y tal vez por eso me guardaba algún afecto. Lo seguí corriendo entre las multitudes que todavía llenaban las miles de Damasco, bastante cargadas de vino, me pareció, hasta llegar a las murallas. La casa en que vivía mi amigo, que entretanto había tomado por esposa a una seguidora de Jesús, estaba pegada a la roca del muro, y se aproximaba a las almenas. La mujer quiso lavarme las heridas, pero no permití que pusiera sobre mi sus manos. Acepté, eso sí, que reparase un poco la desgarrada túnica y que 161


llenase un fardel con algunos alimentos. No en vano había tenido Misael una breve carrera da soldado levita. Me introdujo en un cesto de palma en el que apenas cabía mi cuerpo, echó sobre mi cabeza escombros, trapos y paja, descolgó el cesto, sujeto por una cuerda, a través de un ventanuco que algún otro perseguido había abierto anteriormente en el lienzo de la muralla y con la ayuda de su esposa fue descolgándome, como si estuviese arrojando al exterior sus basuras. Cuando sentí que había llegado al suelo, salté de la espuerta rápidamente y corrí por aquella oscura región, ni que los guardias de las puertas daban voces de alerta. Durante toda la noche atravesé pedregales, un cementerio sobre alguna de cuyas piedras clavadas me golpeé las rodillas, húmedos y pequeños huertos solitarios entre las palmeras. Al amanecer, cambié a uno de los huertanos mi túnica, que era de buena lana de cordero, por la suya, tejida de cabra, vieja y sucia; y mi cofia azul de lino por el paño costroso con que se cubría la cabeza. De ese 162


modo, si me descubrían los guardias, podría hacerme pasar por un tosco campesino. Seguí caminando durante un par de horas, alejándome de aquella ciudad enemiga, hasta que di con el llamado Camino del Mar, que era el que iba hacia el sur y el que estaba más cerca de mis pasos. Dejé pasar ante mi n un pequeño grupo de soldados y a 2 caravanas que parecían ricas y fuertes; con la tercera me atreví a probar fortuna. No la componían más de veinte personas de aspecto miserable y desolado; huían quizá de alguna guerra, de algún incendio o de cualquier otra calamidad. Y como esos perros vagabundos que después de mucho husmear la tierra y de muchas indecisiones terminan pegados a la huella del caminante que menos hostil les parece, así yo empecé a andar detrás de aquella gente, con precaución y modestia al principio. Cuando se detuvieron a descansar, me acerqué diciéndoles palabras de paz y, viéndome tan pobre y desamparado como ellos mismos, me autorizaron a proseguir el viaje en su compañía. A cambio de ella y de la sombra que sus 163


burros daban a mis fatigados pies les fui relatando algunas viejas historias que conocía yo, del gran Alejandro, de Sardanápalo, de Cleopatra y también de Jesús de Nazaret. Así se nos hizo más corto aquel largo camino. Lo di por bueno, aun tan llenos de penosas horas aquellos 11 días de trayecto, cuando brillaron ante mis ojos las puertas de Jerusalén y la dorada luz del Templo. No quería reconocer, en mi obcecación, que también la ciudad de mi juventud estaba llena de enemigos. Para empezar, en la sinagoga de los de Cilicia no me dieron albergue, aunque tenía derecho a él y de sobra me conocían. El jefe de los rabinos volvió los ojos ante mi presencia. Llevaban los sacerdotes del Consejo Supremo 3 años esperando que regresara yo de Damasco con una cuerda de presos, un pergamino cargado de denuncias y las ropas ensangrentadas de las lapidaciones. Nada de eso traía, ni me acompañaban los levitas que colocaron a mi mando ni el dinero que tomé para la misión. Hasta que no diera cuenta de mi comportamiento no se me permitiría 164


vivir en la sinagoga. Pero no tenía yo ganas de enfrentarme a Ananías, el sumo sacerdote que había sucedido a Caifás. Vagabundeé, pues, por la ciudad durante 3 días, intenté inútilmente acercarme a los nazarenos para que me recibieran como a uno de los suyos, frecuenté a toda hora las sinagogas en que era conocido... Finalmente, cuando la desesperación había sustituido en mi ánimo a la furia, me reconoció José de Chipre y tuvo caridad de mí. Llamábase ahora Bernabé, es decir, hijo del consuelo, porque había consolado a los hermanos pobres con el dinero de un campo y de otras propiedades que había vendido en su provecho. Era también, por esa razón y por su natural bondad, uno de los más amados seguidores de Jesús. Había engordado mucho desde que tomara esposa, pero ella acababa de morir de parto, junto al hijo que no pudo lograr, y ahora vivía con una hermana de su padre llamada María. Me llevó a su casa, al otro lado del monte Sión, junto n la puerta de las Aguas. Salvo la de mi padre y la de mi 165


antiguo suegro en Tarso, no había conocido yo otra casa más rica y acogedora. Disponía de un gran patio plantado de olivos que se inclinaban bajo el peso del fruto y numerosas habitaciones en 2 plantas de un edificio largo construido en piedra, además de un estanque de aguas limpias y de un palomar. Los nazarenos de Jerusalén, los apóstoles y predicadores, consideraban aquella casa como suya y habían formado allí la primera iglesia de la nueva religión. Nos sentamos a cenar temprano, cuando las rápidas sombras del invierno comenzaban a bajar arrastrándose desde los torreones del palacio de Herodes. Bernabé había traído a algunos amigos, y a 2 de ellos, al menos, tenía yo muchas ganas de conocer. Estaba en primer lugar su sobrino Juan, a quien también llamaban Marcos, un muchacho de ojos despiertos aunque de ademanes algo indolentes, que escuchaba siempre sin hablar. A su lado, un hombre a quien los demás manifestaban respetar mucho. Era Cefas, a quien Jesús había nombrado jefe de su Iglesia. Frente a mí, Jacob, 166


el hermano menor de Jesús, que gobernaba ahora la comunidad nazarena de Jerusalén. Ellos 2 habían conocido al Maestro: Cefas, ahora apodado Pedro, había vivido 3 años a su lado y, aunque renegó de él en el último momento —y con grandes lágrimas me lo estuvo contando—, todos lo consideraban como el mejor amigo del Mesías. Rondaba los 50 años y parecía fatigado y más viejo de lo que era y tal vez incrédulo o asustado por su responsabilidad ante los seguidores de Jesús. Era un hombre grande, lento, de gesto bondadoso y condescendiente, al contrario de Jacob, que en seguida quería imponer su autoridad y su criterio. Según me contó más tarde Bernabé, este Jacob, aun siendo hermano del Señor y habiendo vivido tantos años a su lado en el seno de la familia, nunca creyó en él sino después de su muerte, al igual que Judas y el resto de los hijos de José y María. Esa identidad de sangres, sin embargo, le había proporcionado el cargo que poseía ahora, como cabeza de los hermanos que continuaban en Jerusalén. Aquellos 2 hombres santos 167


comenzaron en el transcurso de ese primer encuentro a contarme todo lo que yo no sabía de la vida de Jesús. Es principalmente a ellos a quienes debo lo que conozco de sus palabras, de sus milagros y de sus sufrimientos, aunque para entender su doctrina no precisé nunca de su concurso ni de sus interpretaciones. A lo largo de 2 semanas, casi siempre en la sala más grande del piso alto de la tía de Bernabé, o paseando por el olivar cuando lo permitían los fríos, Cefas sobre todo, generoso y benévolo, fue desgranando los días y las horas que pasó junto al Señor, muchas veces con los ojos en lágrimas. Juan Marcos solía también quedar prendido de su palabra y, muchos años más tarde, más de 20, escribiría un libro sobre la historia del Señor, después de que yo mismo, preso y encadenado a un soldado del emperador, se lo pidiera insistentemente en Roma. Pedro creyó de corazón mi relato del encuentro con Jesús, camino de Damasco, y hasta intentó que lo condujera junto a aquel pozo para ver de nuevo al maestro que tanto amaba. Jacob, en cambio, se burló de mí y 168


sospechaba que mi repentina proximidad a ellos, a quienes tanto había perseguido, era una orden del Sanedrín. En el fondo, estaba temeroso de que yo pudiera desbancarle de su cargo al frente de la iglesia de Jerusalén. Por eso veía con malos ojos que yo durmiese en la casa de Bernabé y comiese a su mesa, ya que las había tomado como propias. Decidí, para contradecir su oposición, presentarme a la asamblea de los hombres santos y predicarles el evangelio. Con el apoyo de Cefas, aunque nunca público, y la amistad ostensible de Bernabé pensaba yo que había derribado todos los obstáculos. En consecuencia, después de 15 días comparecí ante la sinagoga de los libertos. Sospechaba que era la más generosa, la menos fanatizada de todas, pues a ella solían acudir judíos que habían sido esclavizados y luego liberados, hombres conocedores de otras tierras y de otras doctrinas, poco mezclados con las disputas palestinas de fariseos, saduceos y demás facciosos. Sin embargo, tampoco ellos habían entendido nada del mensaje de Jesús. 169


Estalló su furia cuando intenté hacerles ver que nosotros no estábamos ya sujetos a la antigua Ley, ni al Templo; sino que podíamos tomar de aquella tradición lo que nos pareciese oportuno y se adaptase a nuestras nuevas ideas. Obedeciendo a Jesús, no estábamos obligados a obedecer a Moisés. Por menos que eso el pueblo había lapidado a Esteban, que no se atrevió a predicarlo con tanta rotundidad. Y ahora sus amigos me amenazaban a mí de muerte. ¿Qué les habían enseñado a aquellos hombres Cefas, Jacobo, Bernabé y todos los demás? Los santos no mostraron tanta violencia como los fariseos de Damasco, pero de todos modos me expulsaron de la sinagoga a patadas. Corrí a contárselo a Cefas, que tenía poder sobre ellos. — Mira, Saulo —me respondió—, nos estás metiendo a todos en muchos líos, llenas de confusión nuestras cabezas y no haces sino promover disputas. Tu doctrina no se ajusta a la que nosotros, buenos judíos, predicamos. Además, no conociste a Jesús y todos se preguntan de dónde 170


te viene esa autoridad que manifiestas... Explicas doctrinas muy confusas y difíciles de entender para todos nosotros, que somos gente sencilla y poco ilustrada. Creo que sería mejor que lo dejaras. — Cefas, tú me conoces bien... — Desde luego que te conozco. Y por eso me parece lo más adecuado que regreses a tu casa y olvides este asunto. Nosotros solos nos las arreglaremos para difundir el evangelio, no te preocupes. Aquellas palabras, aun dichas con el mayor afecto, me llenaron de ira. — ¿Vosotros solos? ¡No me digas! Aquí encerrados en casa de María, repitiendo una y mil veces las mismas cosas, sin ver que ante vosotros hay millones de hombres, hasta los confines del mundo, esperando la palabra de Dios; temerosos del Deuteronomio, pactando con los fariseos y hasta con los sacerdotes... —Tú nos atraes su enemistad, Saulo, y eso es muy peligroso para la iglesia de Jesús. A Jacobo le han dicho que en el Templo andan buscando sicarios para matarte. Comprenderás que esos rumores tampoco nos favorecen 171


mucho, pues nos colocan a todos a tu altura... Por ahora es mejor buscar la paz con ellos. ¿Por qué no te retiras a meditar y a practicar tu antiguo oficio? Siempre te consideraremos de los nuestros, al menos por mi parte, pero es mejor que estés lejos, Saulo. El único hombre poderoso con el que podía contar me hablaba de aquella manera... Y Bernabé, mi amigo, estaba de acuerdo con él. No obstante, decidí no hacerles caso. Seguiría predicando entre ellos hasta que lograse convencerlos. Y así hubiese ocurrido de no haber mediado un incidente que me hizo recapacitar. Paseaba una noche con Bernabé y Juan Marcos cerca del palacio de los asmoneos, camino de casa, cuando se nos echaron encima 2 hombres armados con puñales. Fui yo mismo el que vi fulgir una de las dagas cuando su dueño la sacó de debajo del manto. Salté rápidamente a un lado y Juan Marcos, que era más joven y fuerte, golpeó con el pie al primero de los asaltantes y lo hizo rodar por el' polvo. Mientras intentaba levantarse del suelo, echamos a correr calle abajo, tan de prisa como nos permitían las 172


piernas. Tomé de la mano a Bernabé, cuya torpeza lo estaba retrasando mucho, para arrastrarlo más de prisa y no nos detuvimos hasta llegar a una plaza concurrida. Los 2 sicarios nos miraron de lejos, sorprendidos por nuestra reacción. —Son asesinos a sueldo del Templo, Saulo. Jacob había oído rumores y parece que se confirman —me explicó Celas—. Están intentando matarte y, de paso, culparnos a todos de los desórdenes callejeros. Mañana te sacaremos de aquí. La asamblea reunida en casa de María tomó el mismo acuerdo, sin haber analizado las causas ni atendido a mis objeciones. Pero los príncipes de los sacerdotes habían pagado para acabar conmigo, porque no perdonaban mi traición, y los hermanos en Cristo Jesús encontraban mi doctrina confusa, complicada, poco ortodoxa y llena de riesgos para la colectividad nazarena... ¿Qué me quedaba, pues? No el reconocimiento de la derrota, como hubiera sido natural en un hombre de otra índole, sino la huida momentánea. Escondido en un carro 173


cargado de libros que se dirigía a embarcarlos en Cesárea y llevando como guías y vigilantes a Marcos y a un amigo suyo, conseguí salir de Jerusalén sin dar más oportunidades a los sicarios del Templo. Pero Cefas había ordenado también a mis compañeros que no me permitieran hablar en ningún lugar del camino, ni visitar a las comunidades ni ponerme en contacto con ninguno de los hermanos. Era una prohibición concreta y expresa, que ellos obedecían con rigor. Tanto como para que mi presencia pasara inadvertida como para que no pudiese explicar doctrinas que a su juicio eran erróneas o resultaban por lo menos arriesgadas. La simplicidad de Cefas y sus deseos de no meterse en conflictos con los demás, especialmente con Jacob, me convertían a mí en inocente víctima. En Cesárea no tenían poder alguno los judíos. El brazo armado del Templo y los odios del Sanedrín no podían llegar hasta aquella ciudad marítima, bien atada por Roma. Conseguí, pues, embarcar en su puerto, y después de muchos azares, con el corazón lleno de tristeza, arribé a Tarso, que tampoco 174


era ya mi patria.

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8. EL EXILIO

Siempre he dado gracias a Dios por no ser como los demás hombres. Cualquier persona sensata y vulgar habría abandonado definitivamente sus pretensiones de convencer al mundo de que aquel profeta no había sido uno más de los millares que habían atravesado la historia, sino el auténtico enviado de Dios para salvar al mundo. En lo más oculto del corazón humano crecía la necesidad de encontrarlo algún día, pero los compañeros que había reunido en Judea y en Galilea eran como granos de trigo sembrados en la roca y podridos por la lluvia. Lo que me parecía incluso intolerable: no estaban dispuestos a que otros granos se dejaran arrastrar por el viento en busca de tierras fecundas y hospitalarias. 176


Sentado en el muelle de Tarso, sin saber qué hacer y adonde ir, a punto de cumplir ya los cuarenta años de mi vida en la tierra, miraba cómo los esclavos del puerto descargaban la nave que me había traído desde Seleucia. Y meditaba sobre mi destino. Quizá no era yo el hombre señalado para dar cumplimiento a la Palabra. Pero si no lo era, ¿por qué me había buscado Jesús junto a aquel pozo del desierto, cuando hasta sus más íntimos amigos lo creían muerto ya? ¿Por qué me había ofrecido Dios aquella visión de la que ningún hombre gozó jamás? ¿Por qué Dios me había dado la vuelta al corazón después de haberlo perseguido con tanta saña, había cambiado por amor mi odio, me había conducido a Damasco, al secreto de los esenios, a traicionar a los míos, al conocimiento de Cefas? Me resultaba evidente que era yo el encargado de anunciar el evangelio, de elaborarlo y enfrentarme a todas las debilidades e ignorancias de los otros. Sin embargo me encontraba a las puertas de mi casa y mis llamadas no tenían eco. En Tarso se conocía, 177


naturalmente, mi deserción. Mis antiguos compañeros de sinagoga, aquellos con los que había jugado en mi juventud, los amigos de la mocedad, los clientes de mi estirpe no querían pronunciar mi nombre. Tampoco la exigua comunidad de los cristianos, apenas 2 docenas de seguidores del apóstol Felipe que intentaban allí abrir camino a la nueva fe, deseaba que les comunicase mis conocimientos y experiencias. Mi hermano me cerró sus puertas y cuando reclamé ante los tribunales judíos mis derechos sobre la heredad de mi padre, los sacerdotes y los rabinos dieron la razón a Ozías, pues yo había demostrado, a ojos de ellos, no ser digno de las propiedades de mis antepasados; en realidad, mi rebeldía era digna de lapidación, según querían leer en el capítulo 21 del Deuteronomio. Y no me condenaban a ella porque esa práctica resultaba escandalosa en Tarso y podría traerles graves perjuicios. El inútil de Ozías había logrado enriquecerse aún más y figuraba entre los más conspicuos fariseos de la ciudad; incluso andaba intentando que 178


lo nombrasen embajador del Sanedrín en Tarso, a pesar de la estrechez de sus conocimientos. Debía de estar entregándoles bastante dinero. Ni quiso mostrarme a sus hijos ni el taller que mis manos habían contribuido a levantar, como si fuera yo un leproso. Ni siquiera darme noticias de nuestra hermana Azuba y de su paradero, aunque no ignoraba que yo la amaba mucho. Afortunadamente, Tarso, que se sentía orgullosa de que la considerasen como la Atenas de Asia Menor por su sabiduría y su generosidad, no quedaba reducida al barrio judío ni a las mansiones que los palestinos ricos se habían construido cerca del río. Me puse a buscar trabajo y en seguida me contrataron en la fábrica de un joven cretense emigrado que construía un nuevo tipo de velas para las naves. Se llamaba Basílides y a los 3 meses me concedió la dirección de los esclavos que con él trabajaban. Los ecos de la locura del lejano emperador Calígula llegaban hasta las orillas del Cidno y griegos vagabundos de la sabiduría continuaban sus peregrinaciones por todas las ciudades 179


importantes de Asia. No era entretenimiento lo que me faltaba en Tarso, pero seguía ardiendo de impaciencia y no encontraba calma para gozar de aquello que poseía. Arrendé una modesta casa en las afueras, con un pequeño jardín y un pozo excavado en la roca que abundaba de aguas frescas, lejos de los hebreos y también del barrio de los tejedores en el que trabajaba. A medida que pasaba el tiempo, más clara veía mi misión y la necesidad de salir de allí; estaba clavado a mi cruz y no sabía cómo saltar de ella. Un hombre razonable no se hubiera lamentado de su situación, pero mi sinrazón me empujaba hacia otros horizontes. Basílides no pertenecía a aquellos cretenses de los que Epiménides había dicho que eran mentirosos, malas bestias y vientres perezosos. Le gustaba escuchar mis palabras, aunque bien sabes, ¡oh Rufo!, que no es mi fuerte la oratoria y que soy más bien torpe de lengua. —Tus mentiras, Pablo, son tan grandes como tu cabeza y tan largas como tu nariz —bromeaba cada vez que le resultaban demasiado 180


inverosímiles mis aventuras y demasiado confusas mis doctrinas—. Eres un buen tejedor y un administrador excelente, pero como filósofo no vales mucho. ¿No tenemos bastantes dioses los griegos para que inventes tú uno nuevo que está por encima de todos? ¡Y un Dios que es Espíritu, que no se puede retratar en el mármol! Muchas veces se sentaba también a conversar con nosotros, después del trabajo, su hermana Aspasia, tan hermosa que yo me avergonzaba de hablar en su presencia. Nos traía vasos de vino de resina, tan áspero como reconfortante, que les mandaban de su isla; lo servía con dulce ademán y se sentaba a nuestro lado. Creía menos que Basílides en mis visiones, pero me trataba incluso con más afecto. Yo no era para ella un judío sospechoso, renegado o renovador o revolucionario, no era el Saulo escriba y miembro del Sanedrín, sino Cayo Octavio Pablo, igual a su gente aunque más pobre. En realidad, fue en su casa donde abandoné para siempre aquel nombre hebreo que me había acompañado durante 8 lustros. Y fue 181


como despojarme de la ley antigua y de la servidumbre del Templo. Ahora era solamente un cristiano. Aspasia se empeñó en venir a mi casa durante las fiestas de Dionisos, cuando ya llevaba trabajando 3 largos años para su hermano. En ese tiempo habíamos anudado los 3 una amistad muy fuerte e incluso Basílides me había pedido que lo bautizase en el nombre de Jesús, aunque seguía incapacitado para entender lo que casi a diario le explicaba. Llegaron los 2, delante de 4 esclavos, negro etíope uno de ellos, que me traían una ánfora de vino y manjares para la cena, pues deseaban celebrar a mi lado su homenaje al ídolo de los placeres y de las borracheras. — Olvida por un momento a tu profeta, amigo Pablo, y celebremos los dones de la vida. Comamos y bebamos, que mañana moriremos. No estaba mi espíritu inclinado a regocijarme de aquel modo con mis amigos, como puedes imaginar. En realidad, ni en los años de mi extrema juventud, debido o la severa educación recibida, fui amante de las juergas y de las orgías, aun de las más 182


inocentes. Pero tampoco podía desairar en aquel momento a mis amigos, tal vez los únicos que poseía en el mundo. En consecuencia, comí y bebí con ellos, e incluso saboreé alimentos impuros, tales como una salazón de puerco con orégano y abundante salsa garum y pescados marinos de caparazón. Un fariseo me hubiese llevado a los tribunales por ello, pero me sentía yo muy lejos de las torpes leyes que encerraban al judaísmo en una jaula de pájaros gritadores e impotentes. No tenía nada de malo aquella comida, y si Dios la había puesto a nuestro alcance no había razón para despreciarla. Por otra parte, resultaba muy gustosa y rica. A causa del vino cretense, Basílides se quedó dormido en el mismo lugar de sus libaciones, roncando de felicidad. Lo arropamos un poco y Aspasia y yo nos asomamos al huerto para hablar de las estrellas, sobre las que ella conocía muchas leyendas. En aquel momento descubrí su perfume de nardo, como el que mi antigua mujer Mariamne utilizaba para arrebatarme, hacía casi veinte años. ¡Tanto tiempo pasado!... Me dejé 183


arrastrar por aquel aroma y sin duda también por las locuras del vino. Dios tal vez tendrá piedad de mí, porque aquel pecado no fue en contra de Él, sino de mí mismo. Me había hecho la promesa de no tocar nunca jamás a mujer alguna, Belcebú recubierto de suave piel perfumada, desde que la esposa que vivió a mi lado envenenó mi carne con sus engaños. Aspasia no era como ella, ciertamente, y aún me corre por la sangre la memoria de su dulzura y de aquella noche. Cuando muchos años más tarde la bauticé en Éfeso, lloramos juntos aquella caída y nos arrepentimos. Pero en Tarso mi relación con ella alteró demasiado mi sosiego. La veía a diario, ya que era una mujer activa que se ocupaba también del negocio familiar, y su presencia iba minando mis meditaciones. Si me ataba a su cuerpo jamás pondría en marcha el trabajo para el que llevaba tantos años preparándome. Ahora bien, ¿cómo librarme de todo aquello para encontrar la libertad de Jesús? Escribí a Bernabé pidiéndole ayuda. Más allá del monte Tauro y del Amano, al otro lado de los mares que parecen 184


no tener final, la cosecha esperaba los brazos del segador. Aunque alejado de las iglesias que cada uno de los apóstoles y de sus seguidores más activos iban fundando, no me faltaban noticias de lo que estaba ocurriendo. Y era lo que yo había temido tanto. Si por entonces solían contarse hasta 2 docenas de sectas bien asentadas dentro del judaismo, la de los nazarenos era otra nueva. O ni siquiera eso: era un enjambre de sectas que se sustentaban en un árbol común. Quiero decir que cada hombre santo predicaba su propía doctrina y cuanto más lejos estuviera el escenario de su predicación, más divergencias entre ellos había. Así pues, Jesús era despojado de la verdad y, ésta, partida en trozos como un botín abundante. No había mala intención en todo ello, sino ignorancia. Esto es lo que yo contaba a mi amigo Bernabé, aun a riesgo de que me considerase demasiado orgulloso, vehemente y hasta precipitado. ¡Pero hacía ya ocho años que había tenido yo la revelación de la luz y continuaba sin darle una respuesta satisfactoria! 185


Nunca me confesó si había consultado con Cefas, entonces muy contento de trabajar en Antioquía, o con otras personas del grupo que estaba a la cabeza de las iglesias. Probablemente él mismo decidió que era yo el único que podía salvar la situación. Herodes Agripa había mandado decapitar a Jacob, el gladiador de la oreja perforada, y otros hombres apóstoles de Jesús habían corrido la misma suerte. Incluso a Pedro lo habían confinado en la cárcel y había logrado escapar. De manera que estaban persiguiendo de nuevo a los nazarenos, con el mismo ímpetu que yo había mostrado en otro tiempo. Bernabé el chipriota llegó a mi casa una noche, solo y exhausto por el viaje. — Llevo todo el maldito día buscándote por Tarso, Saulo... Te has escondido muy bien. Y acabo de descubrir que no tienes muchos amigos por aquí. Tu hermano Ozías me ha soltado los perros. Mientras lo besaba y abrazaba, respondí: — Encontraron en ti un buen banquete... —Bernabé seguía gordo y 186


lento, como siempre. Y tan cordial y afectuoso. — Saulo, ha llegado tu hora —dijo con mucha seriedad—. Vente conmigo a Antioquía y empezaremos a trabajar juntos. — Ahora me llamo Pablo —le respondí—. ¿Partimos ya? — No me importaría comer algo y descansar un par de días. No tengo ya la fuerza de los tiempos en que visitábamos a Gamaliel. ¿Puedes darme algo de cenar, amigo mío?

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9. LOS DIOSES DE ANTIOQUÍA

De no haber sido por un dolor de muelas tempestuoso que empezó a acometerme en el momento mismo de la partida, como un mal augurio, la visión de Antioquía del Orontes me habría llenado del gozo más arrebatado.4 Debo decirte, ¡oh hermano Rufo!, que había estado allí una vez, en aquel viaje que ya te cité de pasada y durante cuyo transcurso murió mi padre. El más necio e insensible hubiera quedado deslumbrado ante el esplendor y la magnificencia de aquella ciudad. Incluso llegando de Tarso, émula de Atenas, como ya te mencioné, la sorpresa y la admiración se asentaban aun en el ánimo más avaro. Bernabé y yo hicimos un día de 4 Actualmente, Antakya, capital de la provincia de Hatay, fronteriza con Siria. Se incorporó a Turquía en 1939. Unos 80 000 habitantes. (N. del e.)

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navegación hasta Seleucia, que es el puerto de la ciudad, situado a 20 kilómetros, y después de una pesada caminata de 7 horas se enfrentaron nuestros ojos a aquellas maravillas. íbamos los 2 algo enfermos: Bernabé con una dolencia en un pie y yo con un martillo que me golpeaba sin piedad los dientes de la mandíbula inferior. Tan mal me encontraba que mi pobre compañero no pudo repetir conmigo sus frecuentes caridades: ni uno solo de los sabrosos alimentos que llevaba en su bolsa pasó a mi dolorida boca. Ni siquiera pude probar un aromático embutido de ajo que para contentarme, había comprado pagando precio de oro, a un funcionario romano. — Desde que no andas a mi lado, Pablo, te estás pareciendo más a una lombriz. ¿Acaso no empleas en comida los frutos de tu trabajo? —se burlaba de mí en el barco. —Cuanto menos pesa el cuerpo, más ligero está el espíritu, amigo mío. Por eso algún día se tragará Belcebú toda esa grasa que llevas acumulada bajo el cuero. Ya vas teniendo aire de sumo sacerdote... Tu resurrección va a ser 189


muy laboriosa. Bernabé se rió, pero no dejó de engullir un plato de pescado fresco, cocinado con legumbres, que le había vendido uno de los marineros. Mientras tanto, mantenía su pie en alto, sobre un cordaje. Antes de llegar al generoso Orontes vimos frente a nosotros el monte Silpio, al otro lado de la ciudad. En su cima se alzaba, más alta que las 25 torres que la defendían, una estatua gigantesca de Júpiter, que era el más grande de aquellos millares de dioses que se imaginaron en Oriente y que a lo largo de los años habían ido viajando, por entre pueblos diversos, hasta poniente, perdiendo a veces en el camino sus rasgos primitivos, sus costumbres, sus caracteres y hasta sus nombres. Cerca de él los antioquenos habían construido otra estatua colosal dedicada a Caronte, el barquero del infierno, quizá con la vana pretensión de unir en uno solo los mundos superior e inferior. El río discurría por el lado norte de la ciudad y en una isla que formaba hacia su mitad se levantaba el lujoso palacio de los antiguos reyes seléucidas, los 190


herederos del imperio del gran Alejandro, que habían fundado la ciudad 350 años antes. Ahora residía en ese palacio el gobernador romano o legado imperial de la provincia de Siria, de la que Antioquía era capital, y autoridad máxima en todo el oriente del Imperio. El barrio judío estaba en el otro lado, a la mano derecha, así que nos fue necesario cruzar toda la ciudad. Allí nunca era de noche, porque cuando se apagaba la luz del sol se prendían innúmeras lámparas de aceite y de resina. Se decía, pues, que las manos trabajadoras apenas se daban cuenta del cambio y seguían la tarea. Y que quien lo desease podía danzar y cantar durante toda la noche. Pues no en vano Antioquía era la tercera ciudad más grande del mundo, después de Roma y Alejandría, y albergaba en sus murallas medio millón de habitantes, agrupados en dieciocho tribus de otros tantos pueblos. Por lo que respecta a esa muralla, y ya que la he mencionado, era tan ancha que sobre ella podía correr una cuadriga y disponía al menos de cuatrocientos fuertes torreones. 191


La calle principal sobre la que se volcaba nuestro asombro era llamada De las Columnas, y eran en realidad 3 calles juntas con cuádruple columnata de mármol; por la del medio pasaban los carros pesados y por las laterales los jinetes, vehículos pequeños y peatones. Más de 5 kilómetros tenía esta avenida, aunque Bernabé y yo sólo tuvimos que recorrer menos de la mitad antes de llegar al barrio de la Epifanía, junto al Panteón, donde nos estaban esperando ansiosos los hermanos. Entramos en la casa, cojeando uno y el otro sosteniéndose apenas la cabeza con las manos. — Bienvenidos, cristianos —dijeron varios de los presentes, y todos se echaron a reír. Yo indagué el porqué con una mirada a mi compañero. —Aquí ya no nos llaman nazarenos, sino cristianos —dijo Bernabé de mala gana, mientras se descalzaba—. Es así como se burlan de nosotros, pero no suelen pasar de los insultos. Nos pusieron de cenar cabrito asado, degollado conforme a la ley, demasiado correoso y viejo para mis muelas. Me contenté con un trozo de 192


queso fresco y un vaso de vino. Era dueño de la casa un cireneo llamado Lucio, que trabajaba como administrador en la gran fábrica de acuñación de moneda de la ciudad, pues era de allí de donde salía la mayor parte del dinero con la efigie del emperador. Lucio era rico y antes de bautizarse poseía una mansión en las faldas del Silpio, donde estaban las mejores villas de los antioquenos. La había vendido y con lo ganado había socorrido a muchos fieles. En realidad, la mayoría de los judíos y nazarenos de Antioquía eran gente acomodada y apreciada. Como ni otras ciudades griegas, se admiraba la estabilidad de MIS familias, su adhesión a la castidad y rechazo del celibato, su aversión al robo, la escrupulosidad de sus negocios y los procedimientos para ayudarse entre ellos. También había esclavos judíos, ya que 2 tercios de la población lo formaban estos desgraciados, pero tampoco eran los que peor trato recibían. Antioquía era una ciudad muy próspera, llena de negocios de toda índole, y los de mi sangre tenían en ella un puesto de importancia. Quizá por eso su Dios era 193


mirado con alguna complacencia. Aunque, para decir verdad, ningún dios resultaba extranjero en aquella urbe pródiga, por torpe o ridículo que pareciese. Tenían grandes y lujosos templos dedicados a la madre de todos ellos, Cibeles, al salvaje Atis de los frigios, su lúbrico amante, al doblado Isis y Osiris de los egipcios, al Dionisos Sabacio que los griegos habían atrapado en Asia, a nuestro gordo Sandán de Tarso, al que también llamaban Heracles, al mismo Moloch, ídolo de los ídolos, el enemigo de Yahvé... ¿Cómo nombrarlos a todos? Pero los cultos más fervorosos se dirigían a Adonis y a Astarté, la fenicia, que era como la divinización del vicio. Le habían erigido un templo fastuoso en el barrio de Dafne,5 8 kilómetros río arriba, en un paraje del que la ciudad estaba justamente orgullosa. Sotos, alamedas en las que sonaban día y noche las flautas de los músicos, bosques de laureles y adelfas, cascadas artificiales, jardines con todas las flores, los cipreses en torno a la fuente Castalia..., un paraíso como el Edén, que estaba maldito por la 5 Harbiye. (N. del e.)

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presencia de los templos de Apolo y de Astarté. La estatua de la diosa, con más ubres y más gordas que un rebaño de cabras bien alimentadas, presidía a toda hora sangrientos sacrificios de niños y de vírgenes y a su amparo vendían su cuerpo centenares de hetairas llegadas de las 4 esquinas del mundo, entre canciones, borracheras y orgías. Éste era el otro rostro de la ciudad, apenas velado por los mármoles de las estatuas, las anchas avenidas y la gran riqueza de sus aguas, que llegaban a todas partes, a palacios y chozas, y llenaban fuentes, baños y piscinas, los palacios sin número a todo lo largo del río, hasta a cuarenta horas de camino lejos de la ciudad. No era extraño, pues, que Antioquía, nueva Babilonia, Sodoma y Gomorra renacidas, estuviese hinchada de embaucadores, charlatanes, bufones, comediantes, brujos, sacerdotes fraudulentos, bailarinas, héroes del circo y del teatro; que se entregase a las carreras, a los gladiadores, a los bailes, cortejos, bacanales y a todo género de pecados; que brillasen allí los mayores lujos, se atendiesen las 195


mayores supersticiones y se multiplicasen las más soberbias inmundicias. Pero en medio de esas abominaciones había prendido con fuerza la semilla de Jesús de Nazaret, y tanto que los pescadores necesitaban nuevas manos para llenar sus redes. Según me contaron los hermanos reunidos en casa de Lucio, empezaron predicando aquellos a quienes yo había obligado a escapar de Jerusalén, nueve años antes. No había sido baldío mi pecado. Hombres y mujeres de toda condición, generalmente muy incultos, se habían lanzado a anunciar frenética y nerviosamente el mensaje de Jesús. Confundían las doctrinas, mezclaban las verdades, se arrebataban en sueños... En realidad, la Palabra de Dios era un caos de muchos significados imprecisos, pues cada cual contaba aquello que el Espíritu le dictaba o lo que había soñado la noche anterior. Alguien tenía que poner un poco de orden y de sensatez en ese sembrado en que se mezclaban todas las plantas religiosas germinadas en oriente. Pues resultaba que los cristianos, como les 196


decían, eran numerosos y atraían cada vez más a los adoradores de otros dioses, no sólo a los judíos fieles a Yahvé. Viajeros que llegaban de todo el mundo, desde Roma para llevarse las buenas armas de las fábricas antioquenas y caravaneros que traían hermosas sedas desde donde nace el sol, después de cruzar montañas inexpugnables y vastísimos desiertos, comerciantes de todo el imperio, soldados, preguntaban en los bazares por ese nuevo Dios, superior a todos, que se anunciaba en las calles. Cinco años antes un espantoso terremoto había removido los cimientos de la ciudad, murieron miles de personas, y en las almas piadosas permanecía de tal modo la impotencia ante lo desconocido y la suspicacia hacia los poderes de todos aquellos dioses que llenaban calles, plazas y jardines, que muchas querían averiguar en qué consistía la felicidad y la confianza de las enseñanzas de Jesús. Dios me había encargado a mí de esa misión, pero la iniciaba con un terrible dolor de muelas y con demasiado tiempo perdido. Llegaba con retraso, 197


sí, pero era venida mi hora. Entre los reunidos de la calle Singón, ancianos y presbíteros que aguardaban nuestra llegada, había un hombre joven que se llamaba lo mismo que tú, ¡oh Rufo!, porque también tenía los pelos rojos, hijo de Simón el cireneo. Viendo que apenas podía escuchar las palabras que me dirigían ni responder a las cuestiones que me planteaban, se levantó y dijo: — Será mejor que dejéis descansar a Pablo. No se tiene en pie de los dolores. Yo salgo a buscar a Lucas, para que intente aliviarlo. Este Lucas no me causó muy buena impresión, cuando se puso frente a mí. El médico era tan bajo como yo, aunque más sólido y fuerte; me miraba con esos ojos llenos de agua que tienen los sirios y me ponía ante la boca una piel tersa y oscura que le brillaba de sudor. Vestía con mucha elegancia, una túnica de seda de color malva, y las barbas cortadas en redondo olían a jazmín. Me pareció que era uno de esos que prefieren para sus pecados a los hombres antes que a las mujeres, y que me perdone ahora mi fiel amigo y compañero por 198


haberlo confundido con un vástago de los hijos de Sodoma. —Tengo que arrancarte un par de muelas si quieres conseguir la tranquilidad. Están roídas y llenas de pus. En realidad, tu boca parece Antioquía después del terremoto — añadió con una risita que nadie secundó. Puso a hervir una pota de agua, en la que vertió 2 puñados de yerbas y minúsculas semillas que traía en una bolsa de cuero, y mientras se hacía la cocción dedicó sus cuidados al pie de Bernabé, recortándole una uña que tenía incrustada en la carne y ajustándole los huesos descoyuntados. — Bébete esto para que no tengamos que oír tus gritos. Sabía amargo. En seguida advertí un dulce adormecimiento que me crecía en la cabeza y me apaciguaba todo el cuerpo. Lucas agarró unas tenazas de hierro, pidió a Rufo que me sujetase las mandíbulas y de 2 tirones expertos me libró de aquellos huesos inútiles. Llorando aún por el dolor, después de escupir varias veces mi sangre, puse las manos sobre el pelo hirsuto de aquel médico y le dije: 199


—Bendito seas, Lucas. Nunca me olvidaré de ti. He cumplido mi promesa. Después de muchos viajes juntos, después de que mil veces haya curado los males de mi cuerpo, sigo pensando en él como el mejor de mis amigos. Fue mi báculo en mis años de prisión, la voz de mi boca y los dedos de mi mano. Al desembarcar cerca de Nápoles, el judío que me acogió, vendedor de oro y plata, me aseguró que Lucas, acusado de brujerías, había sido descuartizado por caballos salvajes en Bitinia, en unos arenales del mar Negro, a causa de la predicación del evangelio. Jesús lo tiene en su gloria. Lo que más reconfortó mi alma en aquella ciudad fue que nadie parecía acordarse de mi historia. Ni me reprochaban mis persecuciones por orden del Sanedrín ni los escándalos que mis palabras habían provocado en Damasco y en Jerusalén. Tampoco los judíos fieles al Templo identificaban al nuevo Pablo con el Saulo anterior que los había traicionado; ni siquiera se acordaban de él. Podía, pues, trabajar en paz. Y el trabajo no era difícil. 200


Encontré empleo en la fábrica de armas, como tejedor de tiendas para el ejército, y albergue en la casa de una viuda natural de Sidón, ya baptizada por Bernabé. Al atardecer, corría a predicar en la sinagoga del barrio de la Epifanía o en las casas de los pobres que me llamaban. No sólo atendían a mis palabras —y ahora sin gritos, insultos ni patadas— los judíos de la diáspora, sino también hombres y mujeres de otras razas, trabajadores, esclavos, vagabundos e incluso soldados. A los judíos helénicos procuraba explicarles que el cristianismo era el desarrollo natural de nuestras creencias, la universalización de nuestras costumbres después de depurarlas de ritos innecesarios y de preceptos imposibles, tal y como los antiguos profetas nos habían anunciado. Pues a eso se referían al hablar de un Mesías que salvaría al pueblo de Israel. Lo salvaría de vivir encerrado en sí mismo, aislado del mundo, impotente por sus propias cadenas. Ellos llevaban muchos años fuera de Judá, conocían el mundo de los griegos, de los árabes y de los 201


romanos; solían cambiar sus antiguos nombres israelitas por otros semejantes a los que usaban los gentiles; estaban mejor preparados para entender esa necesidad de expansión y de dominio sobre otros a través de la purificación de nuestras creencias ancestrales. A los idólatras les hablaba de una nueva religión del amor en la que el esclavo no era menos digno de la felicidad que su amo y gracias a la cual Dios acogía a todos y les tenía reservada una vida eterna sin sufrimiento. Se convertían muchos y no tenían vergüenza de confesar por todas partes la noticia. — Di al jefe de esos meapilas que no comen, ni roban, ni joden, ni bailan, ni se emborrachan, que quiero oír sus filosofías —les decían los ricos a sus criados, nuevos prosélitos de nuestras iglesias, y yo acudía con presteza a explicar una doctrina de la que ya no se burlaban e incluso empezaban a comprender. A los antioquenos los temía todo el mundo por sus bufonadas y sus chistes hirientes, pero yo era de Tarso, no un simple escriba educado a las faldas del monte Sión. 202


Cerca del Panteón, al extremo del barrio judío, nos compraron Lucio y otros hacendados, presbíteros algunos de ellos, una hermosa casa de 2 pisos y allí establecimos una iglesia de los cristianos. Aunque no impedíamos entrar a eUa a los judíos, ni siquiera hablar bajo su techo a los rabinos, como si se tratase de una sinagoga, en realidad nos pertenecía a los antiguos nazarenos, y era allí donde preparábamos a los temorosos de Dios para el bautismo, que luego realizábamos en un remanso del Orontes, nos reuníamos y celebrábamos nuestros ágapes según la tradición de los más ancianos. Circuncidados y poseedores de prepucio éramos iguales ante Dios, aunque la responsabilidad de aquella iglesia estaba en las manos de los antiguos seguidores de la ley mosaica. Empezaron a tomar la costumbre de pasar ante nuestra puerta grupos de borrachos y de sacerdotisas de Isis medio desnudas, apenas cubierta su carne con ramos de flores y de laurel, que golpeaban sus castañuelas y hacían sonar los crótalos de sus tobillos. Lucio propuso reclamar a las 203


autoridades, pero aquello me pareció inadecuado. Antioquía estaba muy orgullosa de ser la capital del vicio y hasta en Roma solía decirse, para explicar la degeneración de la ciudad con Tiberio primero y luego con Calígula, que las aguas del Orontes se habían trasvasado al Tíber. Supliqué a Bernabé, el más benévolo, simpático y contemporizador de todos nosotros, que los convenciera para que nos dejaran en paz, pero él, una de aquellas tardes, salió a la puerta e invitó a los celebrantes de la orgía callejera a que entrasen en nuestra casa. Borrachos y putas se quedaron silenciosos al meterse en la asamblea, mientras se llenaba la habitación de aromas de laurel y sándalo, pero en seguida reanudaron sus cánticos y sus danzas. Empecé yo a hablarles del verdadero amor, que no tenía relación alguna con lo que cada cual ocultaba o exhibía entre sus piernas; de la caridad hacia los demás y de la fe en un Dios que nos había rescatado del pecado. Ellos se reían y silbabais,en sus flautas. — ¿Y qué nos ofrece vuestro Dios si 204


nos priva de aquello que más nos gusta? — La resurrección de la carne y la vida eterna les respondí. Se rieron más fuerte, hasta el punto de que tapaban mi voz. En ese instante me llené de ira, arrojé sobre ellos un candelabro que descubrí a mi alcance y pedí a los hermanos que los arrojaran de la iglesia. Bernabé abrió los brazos y con gesto risueño y pacificador los invitó a que se fueran. Era un poco exagerada aquella condescendencia de mi amigo, pues aquellas gentes, como tantos otros en Antioquía, habían elevado el crimen a los altares. Fornicaban ante sus dioses, les ofrecían en sacrificios víctimas humanas, niños sobre todo, en las fiestas primaverales de la vegetación pasaban una semana entera borrachos y en ese estado cometían las mayores abominaciones, como unirse públicamente con cabras, perros y asnos, al tiempo que elevaban incienso a Isis, Astarté y Adonis... ¿No hubiera sido mejor reclamar el rayo del cielo para que los aniquilase? — Debes tranquilizarte, Pablo. Algún día el Espíritu les enseñará el 205


verdadero camino —decía Bernabé. — Espero por lo menos que no los invites a esta casa hasta que acepten entrar de rodillas suplicándonos el bautismo. Lo hicieron miles de personas en aquel año que pasé predicando en Antioquía; no tal vez bailarinas de Isis, pero sí gente de diversa condición y orígenes. Nunca fui tan feliz como entonces. Las noticias de mi éxito que Bernabé comunicó a Jerusalén atrajeron sobre el campo abonado a docenas de profetas, que se lanzaban a predicar incluso en las alamedas de Dafne y en el atrio podrido del templo de Astarté, entre el humo de los sacrificios. Tuve que reconvenir a muchos de ellos, porque anunciaban doctrinas locas y fantásticas en nombre de Jesús, practicaban magias orientales y falsos portentos y a media docena conseguí apresarlos y expulsarlos de la ciudad; la mayoría, sin embargo, aceptó mis opiniones y acomodaba su enseñanza a lo que yo les exigía. Uno de aquellos profetas, llamado Agabo, que solía caminar con una gruesa cuerda de esparto atada a las 206


barbas y colgándole llena de nudos hasta los pies, nos habló en la asamblea de las muchas penurias que estaban pasando los hermanos de Jerusalén. Los donativos escaseaban y su imprudente falta de previsión los había colocado en los bordes de la miseria. Las grandes hambres que se desencadenaron al tercer año del emperador Claudio, después de que fuera asesinado Calígula el loco, habían reducido mucho el número de peregrinos a Jerusalén. De esos peregrinos vivían en realidad el Templo, los sacerdotes, el Sanedrín y la mitad de los pobladores de la ciudad santa, incluidos nuestros hermanos en Cristo. Bernabé y yo nos encargamos de hacer copia de donativos. En menos de un mes formamos una pequeña caravana en la que llevábamos abundante carga de harina, pescado en salazón, legumbres, queso duro y corderos. Nos anudamos 3 gruesos cinturones de cuero y en ellos ocultamos una gran cantidad de dinero en monedas y piezas de oro y de plata. Para estar mejor protegidos contra bandidos y salteadores, llamé a 207


ocho de los hombres más fornidos de la comunidad para que nos acompañasen en el largo camino, que hicimos en su mayor parte siguiendo el curso del Jordán. Llegados a Jerusalén, los fieles seguidores de Jesús me tendieron las manos. Muchos de ellos eran los mismos que me habían acusado, perseguido y expulsado con gran furor, pero ahora llegaba yo cargado de ricos dones y olvidaron de inmediato aquellas viejas suspicacias y rencores. En realidad, se encontraban en una situación desesperada. El único de los apóstoles que permanecía allí era Jacob, el hermano pequeño de Jesús, a quien Hero- des no se atrevía a tocar para no provocar disturbios. Pero este hombre se mostraba totalmente incapaz de administrar la pequeña iglesia, la mayoría de cuyos miembros habían escapado. Hasta Antioquía habían llegado muchos. Yo deseaba hablar con Cefas para revisar nuestra situación, pero todos se negaron a descubrirme su paradero; o lo ignoraban o no confiaban totalmente en mí, En cuanto a los demás pilares de la fe, la persecución, el miedo y el 208


hambre los había desperdigado por lodos los caminos. Con Jacob, el hijo del Zebedeo, decollado, estaban todos atemorizados e incluso muchos dispuestos a olvidar la fe en Jesús. Por lo menos, aquel oneroso regalo que les traíamos de Antioquía pudo reconfortarlos un poco y sustentar su ánimo. Entre los pocos que allí habían permanecido, por el amor y las comodidades que le ofrecía su madre, estaban Juan Marcos, el sobrino de Bernabé. Se empeñó en acompañarnos en el viaje de regreso, a pesar de las lágrimas de María y de que yo mismo no consideraba muy conveniente la carga de aquel muchacho abúlico, rico y demasiado amante de las comodidades. No quise desagradar a mi viejo amigo, el único que me había tendido sus brazos en los momentos difíciles, y juntos los tres, más los vigilantes de la caravana —dejamos en Jerusalén, para que nuestros hermanos los vendieran, 5 burros y 2 camellos—, emprendimos el viaje de vuelta.

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10. LA NOCHE DE TECLA Y OTRAS NOCHES

Sentado ya al borde de todos los recuerdos, veo los fantasmas de un paisaje brumoso y lejano cuyos contornos a veces no distingo muy bien. He cumplido demasiados viajes, he padecido demasiados dolores, he vivido demasiadas aventuras, he conocido a demasiados hombres como para organizado todo por su orden y con su significado preciso. Hacía ya 15 años que Jesús había sido crucificado en el Gólgota. También su memoria empezaba a confundirse y a desvanecerse entre las fantasías de unos, los intereses de otros y el sentimentalismo de los demás. Yo acababa de cumplir en Antioquía, la dorada ciudad del Orontes, 45 años, edad que podía considerarse respetable y provecta, digna incluso de un descanso apacible y bien ganado, 210


pero apenas había iniciado lo que pretendía realizar. Y ello era no exactamente el mismo viaje de Ulises o el de Alejandro el Grande, pero a la inversa, del oriente al occidente, como algunos amigos míos corintios dijeron más tarde para alabarme; aunque si no tan largo, si al menos tan lleno de conquistas (para Cristo, que no para Macedonia) y mucho más repleto de sufrimientos. Sobre mí pesaba una fuerza ineluctable que me empujaba a anunciar el evangelio, pero no sólo entre los de mi estirpe y entre los borrachos y las hieródulas de la capital de Siria. En realidad, estaba cansado de la inmovilidad e incluso de los frutos tan escasos para lo que mi ambición necesitaba. Cuando habían pasado 2 años de mi llegada y en los fecundos valles del Orontes florecían ya las comunidades cristianas, incluso con más vigor que en la ciudad, y también en las costas de Siria y de Cilicia, pedí autorización a los ancianos y notables para marcharme y salir en misión. No me necesitaban tanto como al principio, de modo que aceptaron mi súplica y me dieron a Bernabé por compañero y jefe 211


y también a Juan Marcos como inútil ayudante. Intento ahora, aunque en vano, recomponer aquellos quebrados caminos y ordenar los sucesos. Por fuerza muchas andanzas han pasado ya al reino oscuro del olvido. Me atacaron los bandidos, fui azotado y apedreado, me dieron por muerto y me tomaron por un dios, sufrí enfermedades y hambres, se enamoró de mí una mujer y por su causa me arrojaron de otra ciudad, padecí traición y odios... Por decisión del bueno de Bernabé, que como dije figuraba como cabeza del grupo, embarcamos los 3 hacia Chipre, su patria, a comienzos de la primavera, en una nave cargada de malolientes cabras. Por lo menos, la leche nos la daban gratis. Mi amigo, más previsor que yo, había comprado en Seleucia los víveres que nos alimentarían durante la corta travesía. Divisamos muy pronto las altas rocas blancas de la costa y, más tarde, el delicioso verdor de la isla de los cipreses. Desde Salamina, caminamos hasta Famagusta, donde los parientes de mi amigo nos recibieron como si 212


fuéramos miembros del Sanedrín o senadores romanos, aunque algunos de ellos tenían razón de culparme a mí de su forzado exilio. Hasta mediado el otoño estuvimos predicando en las ciudades, en el frescor de los bosques y los huertos, en las pequeñas colonias costeras de los hebreos. Las ricas minas de cobre que Herodes el Grande había alquilado al emperador Augusto habían atraído a muchos judíos que eran ahora ricos comerciantes. Asustados de ver los pecaminosos cultos a la diosa Afrodita en su templo de la cumbre del monte Amato, al lado mismo de donde aquella protectora de las putas había nacido de las aguas, según los mitos griegos, permanecían fieles a Yahvé y deseaban escuchar a sus profetas. En el barco había hecho yo un pacto con Bernabé. — No quiero que vuelvas a meterme en líos, Pablo —me había pedido—, y menos en mi tierra. Si los ancianos de Antioquía me han nombrado a mi jefe del grupo, tendrás que cumplir mis órdenes. A los griegos háblales como te dé la gana, que eres más listo que yo para eso, pero ten mucho cuidado 213


con los judíos. Nada de restituirles el prepucio perdido ni de derribar el Templo ni de olvidarse de Moisés ni de comer cerdo y langostas, al menos por el momento... Intenta contemporizar un poco y ya llegará la hora de poner las cosas en su sitio. —Y me dejas a los idólatras para mí, ¿de acuerdo? —Pero tampoco insultes demasiado a sus dioses. Aquí están todos enamorados de Afrodita, que es como nuestra patrona, e incluso de ese asqueroso Baal de los sirios y fenicios. Ándate con mucho ojo y mide bien tus palabras. Con mucho tiento me anduve cuando me hizo llamar Sergio Pablo, el gobernador romano que vivía en Nueva Pafos. Era un tipo curioso y muy listo. Le habían llegado rumores de lo que yo andaba anunciando allí donde alguien estaba dispuesto a escucharme y me hizo buscar, porque estaba muy interesado en todos los asuntos religiosos y filosóficos. Incluso se había iniciado ya en los conocimientos bíblicos —aunque en sus partes más esotéricas— gracias a un mago judío al que mantenía en su 214


casa. La verdad es que ese hombre, llamado Barjesús, causaba sensación por sus palabras y su aspecto, sobre todo a mi lado. Era muy grande, con una estatura al menos un tercio superior a la mía, vestía como un hierofante egipcio, y lucía una barba negrísima llena de caracolillos y adornada de pequeñas perlas; sus grandes ojos parecían despedir fuego. Pero lo mezclaba todo, como en la cacerola de un marinero egipcio. Echaba humo por la nariz, le cambiaba de color la piel bajo los rayos de la luna, se clavaba largas agujas en los brazos y lograba muchos otros portentos, y conocía también las más intrincadas y secretas doctrinas de Persia, de Babilonia y de Tebas. En realidad, sabía muchas cosas y las exponía con la intensidad del trueno. 3 tardes pasamos discutiendo frente al gobernador, que nos escuchaba muy atento, mientras pintábamos cada uno nuestro retrato de Dios. Aquel llamativo embaucador se iba debilitando poco a poco y al final no encontraba argumentos que oponer a los míos, aunque se sacara alacranes azules de las mangas. Para 215


defenderme de sus trucos ridículos, pedí a Juan Marcos que hablase con otro famoso médico judío que habíamos conocido en las minas. Le entregó unos polvos amarillos muy sutiles que yo oculté en mi puño y en el curso de las discusiones rocié con ellos, sin que nadie lo advirtiese, los ojos de aquel hijo de Belcebú. Quedó cegado de pronto, creyendo que era obra de mi propia magia, y me suplicó clemencia con grandes alaridos. El romano, en fin, acabó dándose cuenta de los engaños de sus místicas orientales y lo mandó expulsar de la estancia. Con más sosiego pude convencerlo a continuación de la verdad de las palabras de Jesús y creyó en ellas. Se enteró toda la ciudad de aquel cambio en el corazón del gobernador y me llamaron de diversas casas para conocer mi fe. Incluso mi amigo Bernabé quedó sorprendido. —Tengo que reconocer que nunca habría imaginado un éxito semejante —me dijo—. Será mejor que desde ahora te pongas tú al frente de este trabajo, Pablo. Tú serás el jefe y Marcos y yo te obedeceremos. Pareces 216


más hábil y más capaz que nosotros. Soplaba un viento fresco cuando embarcamos en Pafos. No encontré ningún barco que se dirigiera a Éfeso, la ciudad que más me atraía, y aceptamos por fin que nos condujeran a Antalya, en la costa de Asia Menor6, pues convenía salir pronto de Chipre: el mago había jurado en público promesa de arrancarme los ojos por haberle quitado su acomodo con el procónsul romano. Debíamos ir con prisa, porque amenazaba ya el invierno y recordaba yo que era muy duro en torno a las montañas del Tauro, que se veían blancas ya de nieve y amenazadoras desde la galera chipriota. De la trirreme saltamos a un barquillo de vela para que nos subiera hasta Perge de Panfilia7 por el río Aksu, entre plantaciones de naranjos, granados y limoneros cargados de fruta. Allí nos detuvimos, entre sus fuertes murallas, lo imprescindible para acopiar víveres y para perder a Juan 1. Los romanos llamaban Asia Menor al tercio occidental, aproximadamente, de la península de Anatolia, la actual Turquía asiática. (N. del e.) 6

7 De Perge sólo quedan en pie unas interesantes ruinas. (Nota del e.)

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Marcos. El posadero estuvo ilustrándonos durante la cena en los riesgos de aquel viaje. Vivía en una cueva de la montaña un ángel de Satanás —contó— que sorbe la sangre de los viajeros incautos y deja sus miembros verdes y escamosos, como los lagartos. Los que se salvaban de su asalto, era fácil que se despeñaran por alguno de los barrancos helados y los más hábiles que lograban librarse de esa desgracia solían sucumbir ante el asalto de los bandidos isaurios... Por la mañana, mientras desayunábamos aceitunas picantes con pan duro y unos tragos del vino dulzón de los sirios, Marcos dijo que nos abandonaba. —Es una locura atravesar el Tauro cuando el invierno se nos echa encima. Deberíamos volver a Antioquía. —Tenemos que anunciar el evangelio, Marcos —dijo su tío Bernabé. —¿Y qué prisas hay para ello? Como Pablo se ha pasado 15 años persiguiéndonos y luego meditando en Dios sabe qué, ahora todo le corre mucha prisa. Yo no tengo ganas de morir despeñado. 218


—De lo que tú tienes ganas es de volver con tu madre y refugiarte en tu casa de niño rico —le respondí—. ¿Acaso no has oído la llamada del Señor? —Antes que tú la oí, jefe. —Pero no tienes muchas ganas de seguirla. —Yo lo que digo es que me parece una estupidez viajar ahora a Panfilia y a esos territorios salvajes. Cada cosa conviene hacerla en su momento. Seguro que mi tío está de acuerdo. —Pero Pablo dice que conviene seguir adelante. —¿Y por qué siempre hay que hacer caso a Pablo? ¿No eres tú más antiguo entre los apóstoles? ¿No te nombraron los ancianos cabeza del grupo? Debes imponer tu criterio, tío Bernabé. Al fin y al cabo, este hombre sólo sabe meternos en líos. Era demasiado joven Marcos y yo no sé discutir con los jóvenes. Únicamente me negué a darle, como Bernabé pedía, parte de nuestro dinero para su viaje de vuelta. Tampoco le importó mucho: lo ganaría trabajando o lo pediría prestado a los rabinos de la sinagoga de Perge. De nada 219


sirvieron mi cólera y mis argumentos. El único de los 3 que por su edad tenía fuerzas para soportar las dificultades de aquel viaje nos traicionaba y abandonaba a 2 viejos a su suerte. Le recordé que Jesús había dicho que no era digno de él quien ponía su mano en la esteva del arado y luego volvía la vista atrás. Inútilmente. Antes del amanecer estábamos ya penando por un camino que empezaba a elevarse y olvidaba muy pronto sus orillas plantadas de frutales. El río se encajonaba entre las rocas, lleno de furiosas espumas, y la montaña era cada vez más alta. A veces el camino no podía seguir por entre los precipicios y pasaba al otro lado del Aksu, pero sin puente que lo salvase. Era necesario cruzar las aguas que golpeaban con fuerza por encima de la cintura, con las ropas y los alimentos atados a la cabeza, cogidos los 2 con una cuerda para que no nos arrastrase la corriente. Los salvajes pastores nos miraban de lejos y azuzaban a los perros para que nos impidiesen salir del río. La segunda de las 3 noches de subida, cuando habíamos logrado ya 220


atraer al sueño al amparo de una roca negra tapizada de musgo, 3 perros salvajes intentaron devorarnos y logramos apenas alejarlos a palos primero y luego con una barrera de fuego. A los bandoleros isaurios los descubrimos al tercer día, ya cerca de la cumbre, lanzando flechas enloquecidas sobre una pequeña caravana que estaba coronando la cúspide. Los gritos que salían de entre sus oscuras barbas enmarañadas eran más terribles que sus dardos, pero nos sirvieron de alarma y pasamos más de 2 horas tumbados sobre las púas secas de los pinos, hasta que desaparecieron con el botín robado a los otros viajeros. Afortunadamente, no topamos con aquel ángel maligno que actuaba como un vampiro. Desde las alturas vimos a lo lejos un lago inmenso y verdoso, entre pinos oscuros. Tardamos un día más en acercarnos hasta sus orillas. Bernabé se estuvo lavando, pero las aguas eran muy frías y yo sentía temblores en el cuerpo; no quise seguir su ejemplo. Aunque ese lago está a casi mil metros de altitud, detrás de él se levantaba un pipo terrible, cubierto de nieve y de 221


espanto. Nosotros estábamos tan cansados que renunciamos a bordear por tierra las aguas; alquilamos un barquito de vela para cruzar el lago Egridir, cosa que nos llevó una jornada entera, porque es muy grande y los vientos soplaban con fuerza. Cuando estábamos cerca de la costa, un desgobierno del patrón del barco hizo que éste volcara y nos lanzase a los 3 al agua; afortunadamente, la profundidad era escasa y pudimos llegar andando a tierra firme, aunque ateridos por la humedad y el frío. Ni Bernabé ni yo sabíamos nadar. Al final del sexto día llegamos por fin a nuestro destino, Antioquía de Pisidia,8 asentada al borde de aquella terrible montaña que se llama Sultandagi. En realidad, antes incluso de ver la ciudad pudimos olerla, y más de lo que nos hubiera gustado. Los curtidores que le daban riqueza emponzoñaban sin descanso el aire. A tan ingrato negocio se dedicaban los judíos que allí nos aguardaban y también muchos veteranos de las legiones que habían 8 Antioquía de Pisidia fue destruida por una invasión árabe hacia el 713. Sus ruinas, poco notables, están cerca de la ciudad de Yalvai;. (N. del e.) 222


sido traídos, después de licenciados, desde Francia. Tenía yo noticias de que la gente de ese territorio era crédula hasta la más infantil ingenuidad. Adoraban también a centenares de dioses absurdos, entre ellos a la misma luna, a la que llamaban Men; les gustaba aprovechar su luz para orgías y fornicaciones públicas, como los habitantes de la otra Antioquía ante la estatua de oro de Astarté. De todas maneras, Bernabé y yo quisimos empezar por los hebreos, que tal vez nos entenderían mejor. Estaba la sinagoga junto al río Antio, en el medio del barrio de Israel que ocupaban los mercaderes en pieles y exportadores de pelo de cabra que tal vez habían conocido a mi padre. Bernabé y yo nos pusimos los largos mantos a rayas blancas y pardas que manifestaban nuestra dignidad de escribas. Estábamos circuncidados y conocíamos la Ley: no queríamos pasar por prosélitos. Aunque no habíamos tocado cadáveres, sepulcros ni carnes prohibidas, nos acercamos a la fuente de las abluciones. Entramos luego con pasos cortos, erguidos. En el 223


altar, detrás del candelabro de los 7 brazos, una cortina verde ocultaba los rollos del Libro. Las mujeres se habían sentado ya a un lado, detrás de una reja de madera. Rezamos todos juntos y luego el oficiante leyó unos cuantos versículos del Libro, que sacó de su envoltorio de tela bordada en varios colores. A continuación el rabino me invitó a hablar a mí, de quien ya le habían dado noticias en la comunidad de hebreos. Estuve tan prudente, conforme a las súplicas de Bernabé, y se interesaron tanto por el esbozo de mis ideas que me suplicaron que volviera al sábado siguiente. Claro que esa segunda vez ya no pude contener mi verdad. Cuando les dije a aquellos varones piadosos que judíos y gentiles eran lo mismo a los ojos de Dios y que estar o no circuncidado carecía de valor alguno ante el verdadero Mesías, nos expulsaron a patadas de la sinagoga. Ni siquiera las explicaciones, aclaraciones y disculpas de Bernabé sirvieron de mucho. En vista de que me prohibieron 224


hablar en la sinagoga, decidí dirigirme a los idólatras. Se burlaban de mí, pero escuchaban. — De modo que a tu Dios lo crucifican sus vecinos y luego resucita —se reían— . Ya nos dirás cómo se logra eso, predicador. —¿Acaso no creéis vosotros, que tenéis la cabeza más dura que una mula, que Atis, aquel necio amante de la diosa Cibeles a quien adoráis, resucitó después de ser despedazado por un jabalí? ¿Acaso no entregáis dinero a los sacerdotes para que bañen a la diosa en el río, a donde la conducen en un carro tirado por burros, a fin de consolarla de su aflicción? ¿Os atrevéis a llamarme a mí embustero cuando no os pido una moneda y vengo a hablaros del amor de Dios? Pero no tenía yo demasiadas fuerzas para lograr frutos mejores. Entre Bernabé y yo bautizamos a unos cuantos, judíos y paganos. Cada vez soportaba peor el trabajo durante el día, en el taller de un tejedor, y las predicaciones de la noche. Los temblores eran cada vez más fuertes y mis ojos inflamados apenas podían 225


seguir el trayecto de la lanzadera. Finalmente hube de recluirme en un rincón del aposento que ocupaba con otros obreros para esperar allí a que me pasaran las fiebres o a que me llamase el Señor. Mis compañeros no querían acercarse a mí y escupían al suelo al verme, pues aquella fiebre que, según Lucas me contó más tarde, inyectaban los mosquitos de los pantanos, era para ellos un castigo de los dioses por haberme acercado a uno de sus templos siendo impuro. ¡Yo, que sólo al verlos de lejos deseaba ya arrancarlos de sus raíces! Sólo me atendían algunos de los nuevos cristianos, aunque con mucho recelo, porque también encontraban en la malaria la expresión de algún grave pecado, y Bernabé en los ratos que tenía libres. Casi medio año pasé con los ojos como el vidrio y el rostro como una brasa, entre convulsiones y dolores que apenas podía soportar. Y entretanto, los de la sinagoga conspiraban contra nuestro pequeño grupo, al que acusaban de blasfemia. Intentaron primero que los romanos nos expulsaran de la ciudad de 226


acuerdo con la orden imperial de la religio illicita, pero demostramos que yo era judío y que Julio César, el gran amigo de mi pueblo, había decretado que nosotros podíamos practicar nuestra religión y conseguir prosélitos. Los de la sinagoga, entonces, siguieron un camino oblicuo. Me encontraron un día sentado en la orilla del río, reponiéndome de la fiebre y, al mismo tiempo, hablando con mucho esfuerzo a un grupo de catecúmenos gentiles, mujeres y hombres temerosos de Dios. 2 fornidos levitas me tomaron en vilo por los brazos y me condujeron a la sinagoga. Allí estaban reunidos los notables de Israel y sin pensarlo 2 veces —quizá porque lo habían pensado ya mucho antes— me condenaron a recibir en el acto los 40 azotes menos 1 del ritual. Al pobre Bernabé, que acudió con la intención de socorrerme, le aplicaron la misma injusta medicina. Semidesnudos, con la piel llena de heridas, de sangre y de moratones, nos abandonaron junto a un muladar hediondo en el que los curtidores arrojaban sus desperdicios. —Ya he vuelto a equivocarme, 227


hermano mío. —Ahora no molestabas a nadie, Pablo. Ni siquiera han tenido compasión de tu enfermedad esos hijos de Baal. —Nos iremos a las costas de Jonia. Allí nos escucharán. —¿A Jonia con esa fiebre? Si no puedes dar un paso... Vámonos de aquí antes de que nos devoren los perros. Alguien nos ayudará a salir de esta ciudad. El Espíritu o mi obcecación volvieron a empujarnos por el camino erróneo. Hacia occidente hubiésemos llegado, a través de las montañas frigias, hasta Éfeso la dulce. Pero emprendimos, por incitación de Bernabé, que estaba menos desgarrado que yo, el camino a oriente. Tal vez nos empujaba un inconsciente deseo de hallarnos más cerca de casa, aunque ¿dónde estaba mi casa en realidad? Habría sido mejor enfrentarnos por fin a los mismos paisajes del infierno. Solos los 2, compartiendo un burro viejo y débil que nos habían regalado los cristianos de Antioquía —aunque era yo el que más aprovechaba sus inseguros lomos, porque apenas podía 228


el animal sostener la corpulencia de Bernabé y porque ciertamente yo era el más necesitado de alivio—, encontramos primero una meseta vacía y helada escoltada por gigantescos volcanes muertos y cubiertos de nieve, que parecían prestos a precipitarse sobre aquellos campos sin vida. De vez en cuando el asno se hundía hasta el vientre en zonas pantanosas de aguas saladas que luego dejaban picantes costras en la piel. Durante 7 días y sus noches apenas vimos a otros seres vivos que a nosotros mismos, que tampoco lo estábamos del todo: algún campesino solitario, malencarado y huidizo; unos pocos pastores que empezaban a tirarnos piedras antes de que los saludáramos, lagartos y pájaros negros que volaban alto... Dormíamos al cobijo de algunos matojos de aguzadas púas, muy juntos el uno del otro para darnos calor, y nos costaba tanto encontrar las riberas del sueño que conversábamos incansables sobre nuestras calamidades, sobre nuestros pocos amigos y los muchos enemigos que en todas partes encontrábamos, sobre las doctrinas de Jesús... 229


Bernabé, como un padre, pugnaba para que comiese un poco de aquello que llevábamos en las alforjas: panes como piedras, pescados salados, tiras de carne que parecían cuero, aceitunas e higos resecos, puerros y calabazas sin jugo, una pequeña ánfora de barro llena de huevos cocidos que empezaron a pudrirse muy pronto, cebollas para defendernos de la diarrea... A mediodía del octavo de viaje, después de 120 kilómetros de desesperanza, divisamos por fin el oasis de Iconio 9 y jardines de frutales y palmeras que no envidiaban a los de Damasco. Esta capital de Licaonia era un centro de tejedores de lana y en mi mocedad había oído yo elogiar mucho aquella ciudad, antigua como ninguna. Contaban los viajeros que había existido antes del diluvio y que se reconstruyó inmediatamente después; para reponer a los pecadores ahogados por Yahvé, un héroe fantástico, Prometeo, el ladrón del fuego, había fabricado con arcilla a los 9 Actual Konya, unos 250 000 habitantes, capital de provincia y del ascetismo místico del islam (sufismo) a partir del siglo XIII. (N. del e.)

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nuevos hombres, insuflándoles la vida. Por eso la llamaron de tal modo, ya que Iconio significa imagen en griego. Un nuevo diluvio debiera haber atraído yo sobre mi cabeza de haber sabido lo que me esperaba entre sus muros, ¡oh amigo Rufo! Todo pareció comenzar bien, sin embargo. De momento nos dio acogida un judío helenizado llamado Onesiforo, al que habían escrito sobre mí gentes piadosas de Chipre; era profesor de griego y componía versos. Degolló y asó sobre las brasas un cordero para confortarnos. En una cama de verdad, mullida y amplia, estuve durmiendo un día y una noche seguidos, con Bernabé haciendo lo mismo a mi lado. No puedo renunciar ahora a copiarte unos versos que escribió en mi honor, después de aquella suculenta cena de bienvenida, demasiado copiosa en vino. Más que nada para que enfrentes esta imagen de hace más de 20 años a la que tú obtuviste de mí en tu Tortosa natal, mi querido hermano en Cristo. Así decían los que recuerdo de ellos: Sólidos miembros en un cuerpo pequeño, muy unidas las cejas sobre los ojos juntos que brillan como el rayo, curvada la nariz, 231


larga en exceso; el cráneo despoblado y liso cual guijarro; de piernas zambo como la letra omega de los griegos. Torcido de talle y la espalda doblada, de la cabeza chica pende una barba espesa ya con polvo de nieve. No es más que un hombre, y sin embargo en ese rostro feo y pálido resplandece la gracia de los ángeles.

Y bien siguieron las cosas durante un largo tiempo, casi 2 años, en aquel paraíso de los gálatas. Anunciamos el evangelio por toda la ciudad y por las aldeas de las montañas y de los vergeles cercanos; las miradas de odio de los notables de la sinagoga no podían impedir que el mensaje de Cristo fuera expandiéndose como una bandada de pájaros de salvación. Ni siquiera los miembros de una extraña secta que solían bailar por las calles, girando en éxtasis interminablemente sobre sí mismos, con unos amplios vestidos blancos, los brazos extendidos, lograron hacernos desistir de nuestras predicaciones, aunque varias veces nos agredieron ante la multitud. Yo trabajaba con los tejedores y Bernabé empezaba a aprender el oficio. Hasta que una mujer, sin duda 232


inocente, aunque inspirada por el Maligno, vino a cercenar nuestros éxitos. Es la tercera que aparece en mi vida y juré con toda solemnidad, después de perderla de vista, que nunca más tendría tratos con ninguna otra, ni siquiera para recoger la comida de sus manos. Ya descubrirás con extrañeza y enfado, ¡oh Rufo!, que tampoco cumplí del todo aquel severo juramento... Puesto que nadie sabe lo que puede esconderse detrás del espíritu confuso de una hembra, mejor es no aproximarse a ellas, no sea que su fuego oculto termine incendiando y destruyendo las mejores obras. Muchas noches, después de la temprana cena, me ponía yo a hablar en una sala de la planta baja, con las ventanas abiertas, a prosélitos del judaismo, a gentiles temerosos de Dios, a catecúmenos y fieles. Celebrábamos nuestros ágapes del pan y del vino en memoria del Señor e iba yo explicando a aquellos gálatas generosos los misterios que encerraba la Palabra. Muy pronto observé que desde la ventana de enfrente una muchacha apenas salida de la infancia intentaba 233


con esfuerzo escuchar lo que yo decía y miraba con atención todos mis gestos y los de cuantos me acompañaban. Cada día aumentaba esa curiosidad y yo terminé hablando hacia la calle y con voz fuerte, para que pudiese oírme mejor, e incluso buscando palabras que a ella pudieran interesarle particularmente. Pedí informes sobre quién era y me dijeron que la joven se llamaba Tecla, era la hija menor de un antiguo funcionario de Koma en Francia que ahora, jubilado ya, desempeñaba un cargo notable en el gobierno de Iconio durante las horas que le quedaban libres después de la administración de sus negocios. La casa en que moraba se parecía poco a la de mi amigo el profesor Onesíforo: era de piedra, levantada en 3 alturas, con 4 columnas de mármol flanqueando las puertas e incluso lienzos de vidrio azul en 2 de las ventanas de la planta baja, detrás de la reja. Tecla solía sentarse en la planta superior, vestida con una túnica de tela rosa y peinaba unos largos cabellos dorados en los que entretejía flores de azahar o jugaba con un 234


pájaro enjaulado mientras escuchaba. En las noches más frescas solía cubrirse los hombros con una clámide de lana blanca bordeada de una banda púrpura. Sabía Onesíforo que la joven estaba prometida en matrimonio al hijo del comandante de la guarnición romana, capitán él mismo. Aproveché esa noticia para exponer algunos comentarios en torno al valor de la virginidad del cuerpo y a la entrega pura a Cristo; el matrimonio era un mal, quizá irremediable y hasta necesario, pero los elegidos debían permanecer célibes y sin contacto carnal. De ese modo nos diferenciábamos de las bestias y de los fornicadores idólatras. Advertí un cambio en la actitud de Tecla, que empezó a apoyarse en el alféizar para escucharme mejor e incluso un día salió de su habitación y paseó despacio unte mi ventana, en compañía de otra mujer y haciéndome gestos de complicidad y de simpatía. Cuando la vi a unos pocos metros de distancia, pude advertir que nunca había conocido a una muchacha tan hermosa y sospeché que jamás volvería a ver a otra igual. Luego, de 235


pronto, su ventana apareció atrancada y no la vi más, pero ese hecho coincidió con la presencia en mi tertulia de jóvenes gentiles de familias ricas, que me interrogaban severamente acerca de mis ideas sobre el matrimonio, las vírgenes, la procreación y otros asuntos semejantes. Discutían con fuerza, rechazaban mis opiniones y sólo Bernabé, con sus bromas y su benevolencia, pudo calmar sus deseos de agredirme. Pero ese freno duró poco tiempo. Al parecer, Tecla había comunicado a sus padres su negativa a casarse con el centurión a consecuencia de lo que había oído de mis labios, y esa ofensa a una familia noble alteró mucho el habitual sosiego de la ciudad. Tanto, que el sábado siguiente, mientras celebrábamos nuestro ágape, llegó un grupo de soldados y me llevaron a la cárcel. Me acusaban, como siempre, de religio illicita y de corrupción de las costumbres. En una mazmorra húmeda, oscura y sucia pasé 2 semanas, aquejado otra vez de fiebres y con sólo un mendrugo de pan y una vasija de agua por 236


alimento. Ni siquiera acudían a retirar mis excrementos, ni permitían que me visitaran mis amigos y mis seguidores. Esperaban las autoridades que Tecla recapacitase y se desdijera. Y ella misma apareció una noche. Según me dijo había sobornado a los criados de su padre con brazaletes y al jefe de la cárcel con un espejo de plata; así pudo salir primero de su casa y entrar en mi celda luego. Nada más verme, las barbas como un amasijo de brea maloliente, semidesnudo, temblando y con los ojos hinchados, comenzó a llorar. Yo tomé entre las manos su cabeza para consolarla y explicarle que ofrecía mis sufrimientos al Señor. Era muy pálida su piel y me miraba con los ojos grises, muy claros, inundados de agua. En mi estado, era poco mi poder para aliviar su pena. Me empujó suavemente para que me reclinase en la yacija de paja podrida, pidió al guardia de la puerta paños y agua limpia, al tiempo que le entregaba una moneda de oro, y comenzó a lavarme el cuerpo. Con los cabellos perfumados me frotaba los pies para devolverles la vida. 237


— Háblame de tu Dios, Pablo; habla para mí sola —decía. Yo no encontraba las palabras adecuadas y ella empezó a besarme los dedos de los pies que acababa de purificar, luego las piernas y las rodillas. No encontré fuerzas en mi espíritu para oponerme a que me desnudara por completo; humedecía los paños blancos y me iba frotando con ellos muy despacio, una y otra vez, mientras me aseguraba que nunca había encontrado un profeta como yo y que deseaba ser bautizada cuanto untes para pertenecer a nuestra comunidad. —Jamás me casaré, Pablo. Yo seguiré tus pasos adondequiera que vayas; te cuidaré y te lavaré y seré esclava tuya y de Jesús hasta la hora de mi muerte. Deseo escuchar siempre tu palabra. Sin duda hubiera debido yo detener su arrebato, pero me dejé arrastrar por el roce de sus cabellos dorados, suaves como las alas de los ángeles, que parecían ahuyentar mi fiebre; por el resplandor de sus ojos y la suavidad de sus labios. La carne es débil y más aún la carne apaleada y triste. Sintiendo Tecla que mi cuerpo 238


tiritaba cada vez más, por el frío de la noche y el contacto con los paños mojados, separó de sus hombros la clámide y la túnica y, arrodillada a mi lado, colocó sus pechos cálidos y duros como los de una estatua contra el mío, para darle calor. Siguió al mismo tiempo besándome por todo el cuerpo, recorriendo los adormecidos músculos con sus dedos y acariciándome con los cabellos, hasta que sentí un estallido de fuego en las entrañas y creí que de nuevo se habían clavado en mi sangre las garras de la epilepsia. Pero me sentía muy dichoso y reconfortado, hundido en un sosiego profundo. Apoyé las manos sobre la cabeza de la mujer, que pesaba sobre mi vientre, y me eché a llorar con ella, porque la nuestra había sido una mutua entrega de amor. Luego ella vertió en la palma de su mano un chorro de perfume que traía en un pomo atado a la cintura, me lo extendió por la piel y quedó sentada junto a mí, esperando que me llegase el sueño. Me despertaron sus gritos y las voces de los carceleros. Mientras 2 de ellos arrastraban a Tecla fuera de mi celda, los otros me daban puñetazos y 239


me aterrorizaban con palabras. Así me dejaron una vez más, magullado y desconcertado. Pero al cabo de 2 o 3 horas reaparecieron y me condujeron a rastras al patio de la prisión. Allí 2 lictores romanos me azotaron con varas hasta cansarse, ante los ojos de un funcionario que parecía distraído y cansado. Onesíforo, que recogió mis despojos en una zanja próxima a las puertas de la cárcel, me contó entre sollozos que toda la ciudad tenía ya noticia de lo ocurrido con Tecla, tanto su oposición a la boda con el romano como su visita nocturna, y que se había levantado contra los cristianos e incluso intentaban asaltar la sinagoga de los judíos. Una muchacha de 16 años no podía ofender de aquel modo a sus mayores y engañarlos para seguir a un profeta embaucador, decían. —Conviene que escapéis antes de que nos maten a todos. Ni siquiera pude replicarle. Me ocultaron en un carro cargado de telas bastas, tal vez tejidas por mis propias manos, en el que ya estaba escondido Bernabé, y de ese modo el carretero, al que quizá no le habían pagado lo 240


suficiente, nos dejó al anochecer al borde de un pantano, en una pequeña aldea de cazadores de asnos salvajes. Nos sentamos a cenar junto a las tapias de un huerto e intentamos encontrar el sueño, arrebujados en mantas que nos había dado Onesíforo. Pero eran tan violentos y regulares mis dolores que no podía dormir. Me asomaban las lágrimas a los ojos y entonces Bernabé me cogió la cabeza y la apoyó contra su fuerte pecho. — Me parece que será mejor que regresemos a nuestra casa de Antioquía y nos refugiemos en las sinagogas. Además, junto al Orontes el clima es más grato... —me dijo después de agitarse por la tiritona—. Las cosas no van muy bien, Pablo. ¿Por qué el Señor nos hace encontrar siempre palos, pedradas y puños agresivos? — Se detuvo un momento, me golpeó en el cráneo y sonrió—. Yo te había adjudicado un poco frívolamente aquella profecía de Isaías: Te he puesto para luz de los gentiles, para llevar mi salvación a los confines de la tierra. En vista de lo que nos está ocurriendo, me temo que estaba equivocado. 241


—Seguiremos adelante, amigo mío. Todavía no nos han golpeado lo suficiente. Bajaremos a Listra. —Ya me dirás qué se nos ha perdido en Listra. ¿Por qué no volvemos junto al Orontes? Allí hay gente amiga que nos aguarda. —Ten un poco de paciencia, Bernabé. Ante el temor de morir congelados, apenas despuntó el día comenzamos a caminar, como 2 mendigos desterrados y perseguidos a quienes todos se niegan a socorrer. Bernabé me pasó un brazo por sus hombros para ayudarme a tenerme de pie. Los campos de Licaonia eran todavía más yermos, ásperos y faltos de hospitalidad que los pisidios: salitrosos pantanos, las Montañas Negras, en cuyas cuevas se ocultaban los bandidos, desolada llanura sin gente civilizada. Los gálatas que por allí vivían eran supersticiosos, crédulos e ignorantes; ni siquiera hablaban griego. Aristóteles primero y más tarde Cicerón, que había andado por allí cazando al bandolero Meragenes, se habían burlado mucho de aquellos desgraciados. Le dije a Bernabé que sin duda era terreno abonado para 242


nuestra siembra. A la entrada de Listra, un pueblo grande y polvoriento, crecían 2 gigantescos tilos con las copas enlazadas. Nos contaron en seguida que se trataba de una pareja de pastores llamados Filemón y Baucis y la razón de aquel extraño fenómeno. Resulta que un día Zeus y su mensajero Hermes decidieron bajar a la tierra para conocer el corazón de los hombres. Ante su apariencia miserable, nadie los acogió, salvo aquella pareja de pobres pastores. El dueño del Olimpo decidió utilizar con ellos su omnipotencia, y la pareja le pidió tan sólo que les permitiera vivir sanos hasta el final de sus días y que, llegado aquél, les concediera el don de morir juntos. No sólo les hizo este regalo el sorprendido Zeus, sino que, después de su muerte, los convirtió en aquellos tilos eternamente abrazados... Así pues, no me sorprendió mucho que los licaonios vieran dioses por todas partes, incluso bajo los andrajosos ropajes que yo vestía... Pero antes de ese suceso conocí en Listra a una viuda judía, temerosa de 243


Yahvé, que tenía en su casa a un hijo de 15 años llamado Timoteo. Era un muchacho sensible, tímido y tan delicado —lo educaban la madre y la abuela—, que casi podía pasar por mujer. En su casa nos hospedamos, y por precio muy bajo, y toda la familia se convirtió muy pronto y recibió el bautismo. Al joven Timoteo habría de nombrarlo yo, mucho más tarde, obispo de Éfeso y estaría durante muchos años muy cerca de mi corazón. Por el momento comenzó a guiarnos por entre las perdidas aldeas del Karadagi y del Bosoladagi, las últimas montañas septentrionales del terrorífico Tauro. Aceptaban allí con facilidad mis palabras y fundamos muchas iglesias. Concluyó nuestra misión en Listra a causa de un incidente estúpido que al principio pareció divertido. Estábamos una mañana Bernabé y yo predicando en las escaleras del mejor templo de la ciudad, consagrado a Zeus. Se celebraba aquel día una gran fiesta en su honor y habían acudido gentes de todos los contornos. Entre ellas, naturalmente, enjambres de 244


mendigos, magos, saltimbanquis, cuentistas, lisiados de toda especie, curiosos y predicadores ambulantes como nosotros mismos. Vi que un tullido no me quitaba el ojo de encima y seguía con mucha atención e interés mis palabras. Estaba sentado en el suelo, frotándose la pierna inmóvil con la punta de su muleta y espantando las moscas con la otra mano. Se me ocurrió entonces lanzarle una moneda: —¡Vamos, corre por ella! El hombre se levantó de un salto y recogió su tesoro con toda presteza. Lo besó con mucha devoción a la vez que me dirigía una sonrisa cómplice. Mientras Bernabé y yo nos reíamos, unos cuantos de los que habían contemplado la broma empezaron a levantar los ojos al cielo y a dar voces: —¡Milagro, milagro! ¡Zeus y Hermes han vuelto entre nosotros, los dioses están a nuestro lado! ¡Sean benditos por siempre! ¡Alabémoslos! El grandote de Bernabé, con sus vistosas barbas negras, sus anchas espaldas y sus fuertes brazos, se parecía realmente al Zeus que presidía la entrada al templo, y tal vez mi cuerpo ágil y enjuto tenía alguna 245


semejanza con el mensajero del Olimpo. La verdad es que no tuve demasiado tiempo para considerarlo. Nos subieron en hombros y nos introdujeron en el templo, donde el sacerdote, después de enterarse del asunto, empezó a ahumarnos con incienso. No había manera de que escuchasen nuestras protestas. A empujones, y en medio de un guirigay terrible, nos sentaron en unas sillas elevadas de piedra y nos arrojaban flores y se postraban en el suelo para adorarnos. Un grupo de oficiantes apareció conduciendo a un buey y rápidamente lo degollaron ante nuestros pies. La sangre que manaba a borbotones del cuello nos enrojeció las ropas. Cuando intentaban subirlo al ara para quemarlo y ofrecérnoslo como sacrificio, conseguí por fin librarme de aquellos locos que me tenían sujeto. —¡Escuchad! ¡Somos hombres como vosotros! El cojo se ha puesto en pie porque tenía fe en el verdadero Dios que venimos a anunciaros. No somos nosotros los dioses, sino Aquel que nos envía. Vanas palabras. Aquellos insensatos estaban demasiado ocupados en 246


prender la pira del buey y en adorarnos como para detenerse a escuchar. Entre todos los dioses ambulantes que conocían y que buscaban la veneración, los sacrificios y el dinero de aquellos ingenuos, nos habían elegido precisamente a nosotros. —¡Vamos! Tenemos que escapar de aquí —le dije a Bernabé. Lo conseguimos a duras penas, ante el asombro de los que se habían tumbado boca abajo para rendirnos su homenaje y los que nos arrojaban flores, comida y monedas, entre grandes voces de entusiasmo. Por si acaso, dejamos pasar varios días ocultos en la casa de Eunice, la madre de Timoteo. Fue otro error, pues en ese tiempo los judíos de la sinagoga, con los que naturalmente habíamos tenido ya algunos conflictos, se dedicaron a pregonar que éramos brujos malvados y hechiceros, que nos habían expulsado ya de muchos lugares y que sólo pretendíamos engañar a las buenas gentes de Listra para sacarles los cuartos. Cuando una mañana reaparecí en la escalinata del templo, ni siquiera me 247


dieron la oportunidad de abrir la boca. Como si todo estuviera preparado de antemano, empezaron a silbar y a insultarme y en seguida a lanzarme piedras, tanto los judíos como los gentiles. Me cubrí la cabeza con los brazos, pero no me resultó muy ventajoso. Arreciaban los guijarros y muchos de ellos alcanzaban su objetivo. Caí al suelo, a donde siguieron viniendo las piedras, y luego las patadas. Sólo supe más tarde que cuando me creyeron muerto, y para que no quedase junto al templo huella de mi impureza, me sacaron de la ciudad y arrojaron mi cuerpo en el campo para que lo devorasen los buitres. Bernabé me contó luego cuánto habían llorado mi muerte en la casa de Eunice, su familia y todos los cristianos y amigos nuestros. Hasta muy entrada la noche no se atrevieron a salir para recoger mi cadáver. Fue entonces, mientras me lavaban la sangre para envolverme en el sudario, cuando se dieron cuenta de que estaba vivo aún. Las aves carroñeras no me habían descubierto y mis enemigos me habían olvidado. Los más ágiles corrieron a 248


buscar un camello, me cargaron sobre su joroba y con todo sigilo y cuidado me llevaron hasta la ciudad de Derbe,10 a 10 horas de distancia por los salados campos de la estepa. Allí, en aquel pueblo olvidado de las montañas, tardé más de 2 meses en recuperarme de las terribles heridas y en llenar mis venas de sangre. Cuando llevaba poco más de uno viviendo en ese lugar, se presentó un día Tecla a las puertas de mi casa. Vestía un traje oscuro de campesina, el cabello oculto por el velo, y la acompañaban 2 esclavas. Se arrojó a mis pies llorando y me dijo que había conseguido escapar de la vigilancia de su familia y que había decidido unirse a nosotros en la misión. No podía rechazarla, pues sin duda estaba en peligro su vida, y, en realidad, necesitaba una mano piadosa que me ayudase a restañar mis heridas. Bernabé me aconsejó que la 10 Las ciudades de Listra (colonia militar romana) y Dcrbc, ya desaparecidas, se encontraban en el valle de Bin Bir Kilise (de las Mil Iglesias), a 35 kilómetros al norte de Karaman. Entre los siglos IX y XI se construyeron allí centenares de iglesias bizantinas, algunas de cuyas ruinas todavía existen. (N. del e.)

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nombrásemos diaconisa y le permitiéramos seguir a nuestro lado, como hacían otros apóstoles de Jesús. —Será una gran carga para nosotros y continua ocasión de pecado —le respondí. —Puedes casarte según la Ley. —Una mujer a mi lado sólo sería un obstáculo permanente en mi camino. Y tú mismo no te sentirías muy cómodo. —Pero en ninguna otra mujer he visto tanta devoción... —Otros muchos dones he visto yo en ella, pero no quiero mujeres a mi lado, Bernabé. La tendremos con nosotros para protegerla, pero luego la conduciremos lejos de nosotros. Acepté de todas maneras imponerle las manos como diaconisa y decidimos llevarla con nosotros hasta Antioquía o hasta Jerusalén, para que se uniese allí a otras mujeres piadosas. Entre tanto se ocupó en Derbe de nosotros. Sus esclavas lavaban nuestras ropas y preparaban nuestra comida y ella cuidaba de mis llagas y aprendía. Pero una noche llegaron hombres enviados por su padre, que habían estado buscándola en distintos lugares, la subieron a un caballo y se fueron con 250


ella. Tanto Bernabé como yo mismo intentamos impedirlo, pero nos golpearon con fuerza hasta dejarnos inconscientes, y al despertar Tecla ya no estaba con nosotros. Sentí mucha pena por haberla perdido, aunque mi alivio no era menor. Por entonces estaba totalmente resuelto a no consentir que ninguna mujer, por amable, piadosa y bella que fuese, resultara para mí piedra de escándalo y freno en mi carrera. Libres al fin de Tecla y sin atrevernos a alejarnos mucho de Derbe ante la evidencia de que eran muchos los que nos buscaban, continuamos predicando en los pueblos vecinos y en las aldeas que rodeaban el lago Ak-Gól. Con discreción y prudencia pude mantener una vigilancia estrecha sobre todas las iglesias fundadas en Iconio, Antioquía, Listra y los pueblos de su alfoz. El joven Timoteo nos hacía de correo, ya que conocía muy bien aquellos agrios paisajes. Muy de tarde en tarde, y siempre con infinitos retrasos, nos llegaban algunas noticias confusas de lo que estaba ocurriendo en Jerusalén, en Antioquía de Siria, en Egipto... Por 251


eso sobre todo pensé que deberíamos regresar. Llevábamos 4 años fuera de casa y era necesario comunicar los resultados de nuestro trabajo. 200 kilómetros al sur, al otro lado de las montañas frías y terribles del Tauro, estaba la ciudad en que yo había nacido. Pero no sentía ningún deseo de volver a ella. Así pues, cuando estuvimos dispuestos, hicimos de regreso el mismo camino de la venida; después de todo nos sentíamos familiarizados con sus peligros. Claro que esta vez tuvimos la precaución de no asomarnos a las sinagogas, de las que tan mal parados habíamos salido, de no hablar demasiado ante las muchachas y de apartarnos de las procesiones y fiestas de dioses que encontrábamos al paso. Conocíamos en cambio a hombres buenos suficientes para que nos prestaran ayuda; incluso nos dieron algo de dinero para seguir adelante y no hubo necesidad de detenerse a trabajar para ganarlo. De Perge, donde descansamos después de la travesía de las montañas, embarcamos directamente 252


hacia Seleucia, el puerto de Antioquía. La navegación resultó tranquila, aunque mi fiebre recurrente me producía fuertes mareos y gran desazón. —Tendremos que llamar a Lucas en cuanto lleguemos —decía Bernabé—. A ver si entre él y sus maestros consiguen aliviar tus males. —¿Y no podrías hacerlo tú aquí mismo, ¡oh Zeus poderoso!? —le pregunté riendo y haciendo un gesto de devoción hacia sus recias barbas. —¡Cállate, Pablo, por Dios! No seas cabezota. A ver si estos marineros te oyen y terminan arrojándonos al mar. ¿Por qué no comes un poco? A nuestra izquierda, por encima de las suaves olas y del perfil difuso de la costa, los picachos nevados insistían en hacerme recordar todo lo que había ocurrido al otro lado, de ellos. Habría que volver a dar ánimos y enseñanza a aquellos centenares de primicias cristianas que se habían quedado sin guías ni maestros. A pesar de lo cansados que los 2 nos sentíamos.

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11. EL AÑO DE LA GUERRA

¿Creerás, querido y lejano Rufo, que después de tantas penalidades, de tanta lucha por extender la doctrina de la salvación, de tantas hambres, tanto dolor, tantas heridas, tantos miedos y sobresaltos, fuimos recibidos en Antioquía de Siria con ramos de palma, coronas de laurel, sonrisas de agradecimiento y abrazos de entusiasmo? Hablaría con injusticia, de todas maneras, si no te dijera que efectivamente muchos hermanos se reunieron a nuestro alrededor para escuchar nuestras aventuras, que nos invitaron a numerosas cenas y que cantaron con nosotros las alabanzas del Señor. Pero otros nos miraban con ojos torcidos y rumoreaban que todos aquellos conversos de Pisidia, de Licaonia, de Panfilia y Cilicia, no eran realmente cristianos. ¡Se nos había 254


pasado por alto rebanarles el prepucio a los campesinos gálatas y obligarlos a obedecer todas las viejas triquiñuelas legalistas de Moisés y de sus sucesores! Unos cuantos chismosos, antiguos fariseos, habían ido a Jerusalén con el cuento y las protestas. Y de allí mandaron con urgencia una embajada fiscalizadora, en cuanto se enteraron de que yo había regresado. Jacob, el jefe de aquella iglesia, no se atrevió a presentarse, porque le daba pánico salir de los confortables cobijos judaicos. Este Jacob, como creo haber dicho ya, era el más pequeño de los 5 hijos de María y de José, el carpintero de Nazaret; 3 de los otros habían muerto ya, incluido Jesús, que nunca regresó del desierto de Gadara. Quedaba vivo otro, que era su mano derecha y se llamaba Judas Tadeo. Mas para demostrar que él y sus secuaces estaban dispuestos a todo, me enviaba al viejo Cefas o Pedro, que de nuevo se hacía llamar en arameo Simón, como para demostrar que seguía siendo un judío más firme que ningún otro, y naturalmente a su intérprete de griego y ayudante Juan 255


Marcos, el que me traicionó a mí y a su tío Bernabé, y a Juan el del Zebedeo, el pescador, y a otros varios notables. 2 cosas querían: dinero para Jerusalén y que yo me doblegase a sus ideas. A los temerosos de Dios de Antioquía, que eran muchos, los despreciaban: se negaban a comer en la misma mesa que ellos e incluso a entrar en sus casas, porque así lo decía la ley vieja; si por alguna causa los rozaban con las manos, corrían a lavárselas con prisa, tal que hubieran tocado a un leproso; los cristianojudíos que estaban casados con mujeres gentiles fueron considerados fornicadores y deshonestos. Pagaban la veneración que todos sentían por los hombres reputados de Jerusalén tratándolos como a impuros y pecadores... Sin contar conmigo, en fin, decidieron por las buenas desposeerles de su honor de cristianos, palabra por lo demás que ellos mismos habían inventado. No pude soportar mucho tiempo tantas necedades. Por otro lado, el aguijón de la carne me tenía aquellos días postrado y tan fuertes eran los 256


dolores de cabeza que no podía pensar con claridad. Así pues, sin entregarles un céntimo de lo que ya se había recaudado, los mandamos de vuelta a su iglesia después de exigirles que se reuniera en Jerusalén un concilio de todos los seguidores del nazareno que tuvieran algo que pensar y algo que decir, especialmente aquellos que conocieran de primera mano su doctrina. Allí habríamos de dilucidar para siempre la larga pendencia. A finales del otoño del año 49, según nuestro nuevo cómputo, que empezaba justamente en el año que había nacido yo, nos pusimos en camino dieciséis miembros de la iglesia de Antioquía, con Bernabé y yo mismo a la cabeza. Llevé como ayudante personal a un muchacho ágil y despierto como un halcón, piadoso y servicial como un perro, pero que no estaba circuncidado. Se llamaba Tito. Hicimos el viaje por tierra, a través de la costa, y en 6 semanas llegamos a la ciudad mil veces santa, después de ser muy bien recibidos en las comunidades de Laodicea, Trípoli, Beirut, Sidón, Cesa- rea y otras varias. Fue también ésta una decisión 257


equivocada, pues pretendimos vencer en campo enemigo. En Jerusalén estaban todos dominados por Jacob y por una camarilla de fariseos e incluso de sacerdotes del Templo convertidos a nuestra fe que actuaban como acólitos suyos, aunque sin abandonar sus cargos de turno como sucesores de Aarón. Sorprendía mucho la presencia de aquel anciano consanguíneo de Jesús. Comía sólo sustancias vegetales, para no correr el improbable riesgo de meter en el estómago alguna carne impura; vestía exclusivamente túnicas de lino, para poder de ese modo entrar cuando lo deseara en el Templo, cosa que no permitía a los demás; iba sin sandalias y no se había rapado las barbas ni el cabello desde la crucifixión de su hermano, es decir, dieciocho años atrás. Después de haber repudiado a 3 mujeres en tiempos remotos, se mantenía célibe, jamás probaba una gota de vino y se pasaba los días orando de rodillas. Decían incluso de él que le bastaba levantar los brazos al cielo para que se multiplicaran los milagros y portentos. Lo llamaban por ello el Justo y la 258


defensa de Israel Era una especie de Moisés, Job y Jeremías en una sola persona. Pues bien, aquella figura escuálida, silenciosa, fanática y terrible, que normalmente se limitaba a escuchar — sin duda porque tenía poco que decir— , era la que gobernaba sin discusión alguna en todos los demás. —Si no os hacéis circuncidar no podréis salvaros —dijo al principio. Y no hubo modo de sacarlo de ahí. Con buenas maneras intenté explicarle que allí tenía un ejemplo de su error: el joven Tito era tan santo y piadoso como cualquiera de los presentes y no estaba circuncidado. —Córtale el prepucio ahora mismo si quiere continuar en esta iglesia tan pura —gritó Jacob con un gesto de horror. Estábamos en la antigua casa de María, con la que se habían quedado después de su muerte. Quizá desde aquel lejano día nadie había tenido la oportunidad de hacer en ella una buena limpieza: las ropas y restos de comida acumulados por todas partes despedían un agrio olor a sepulcro. El pobre Tito me miró asustado. Allí 259


mismo, delante de todos aquellos santos varones, una cirugía tan dolorosa y sangrienta... Le hice un gesto para que se tranquilizase, pero de todas maneras lo sacaron de allí a empellones y quienes lo hicieron corrieron a lavarse las manos. Abandoné entonces mis propósitos de suavidad y tomé la palabra para demostrarles que estaban equivocados. Jesús era el Mesías de Israel —les dije—, el mismo que habían anunciado los profetas. No consistía su misión, como se había comprobado, en formar un ejército al estilo de Josué o de Samuel o de los hermanos Macabeos, porque eso hubiera sido ridículo cuando existían treinta legiones romanas dominando el mundo, sino en derrotar a los enemigos del pueblo judío obligándolos a creer en su Dios, en su moral y en la superioridad de su raza. Mas tal cosa habría sido imposible si hubiera obligado a los idólatras a aceptar todas las costumbres de una tribu del desierto y a cumplir todos los preceptos que ésta había ido dándose a través de una historia milenaria. Los tiempos eran otros. 260


—Él dijo: No he venido a anular la Ley, sino a hacer que se cumpla hasta la más pequeña parte de ella. Yo lo oí de su boca —me interrumpió con voz cazurra Simón-Pedro-Cefas. — Pero tú bautizaste al capitán Cornelio y entraste en su casa, ¿no es cierto? Y eso va contra la ley de Moisés, bien lo sabes. Claro que a ti te lo inspiró el Espíritu... ¿Por qué antes de hacerlo no llamaste al herrero para que segara al romano la piel de su pene? ¿Acaso, Cefas, sólo valen tus inspiraciones y no las nuestras, aunque coincidan con toda exactitud? Cefas miró compungido a Jacob, sin responder a mi pregunta. Y también Jesús nos mandó que saliéramos del estrecho límite del judaísmo a fin de conquistar a otros pueblos, añadí. Nuestro Dios no puede ser un Dios municipal, encerrado siempre como una rata en el Templo de Jerusalén, a donde tendrían que venir de todo el mundo a ofrecer sacrificios; un Dios mutilado. Nuestro Dios, el Dios de Israel, es universal, y debe salvarnos a todos. ¿Cómo va a ser ello posible si condenamos al que come un asado de cerdo? De 261


insignificantes costumbres liemos hecho leyes sagradas, y eso no podrá aceptarlo nadie. No somos esenios. Si queremos que Israel se expanda por el mundo, hemos de librar a nuestros prosélitos de todas las minucias cerriles que nos han tenido durante siglos encadenados a nosotros mismos. Sólo los obligaremos a lo esencial, no a lo accesorio. Durante horas y días hablé, revolviéndome como una víbora en la letra del Libro para sacar el mejor partido de ella; por suerte, casi todos ellos la conocían bastante mal. Jacob callaba como un zorro y sólo abría la boca para sacar a colación el prepucio, aun sabiendo —porque se lo conté yo— que los mismos judíos de la diàspora corrían con frecuencia a los cirujanos a fin de que les borrasen o disimulasen esa marca y poder de ese modo, por lo menos, acudir a los baños públicos sin que se burlasen de ellos. Cefas seguía mis discursos con la cabeza gacha, como siempre sin saber qué hacer o qué decir, lagrimeando a veces. Su visita al centurión le estaba costando cara. En cuanto a Juan, la tercera columna de la Iglesia 262


jerosolimitana, decía a todo que sí como un bobo, a mis argumentos y a los de los ancianos y fariseos convertidos, que eran los que se me oponían con más furia. Me apoyaban naturalmente los míos. Bernabé, del que siempre se habían fiado mucho más que de mí, decía de vez en cuando una palabra favorable sobre nuestra común experiencia, aunque sentía demasiado respeto por los jefes y procuraba no insistir mucho para no molestarlos. No hubo manera de poner ninguna idea nueva en sus cabezas de granito. Fue necesario pactar. Yo les entregaría el dinero recogido en Antioquía, que era mucho, y me comprometía a pasarles subsidios regulares, con la promesa de que el administrador Mateo aprendiese a gastarlo con más cordura y sensatez; a cambio, me dejaban a mí la responsabilidad exclusiva de evangelizar a los gentiles y según mi doctrina, siempre que no asomara la nariz por las sinagogas judías. Y, con todo, los nuevos cristianos se comprometerían en el momento del bautismo a respetar las viejas costumbres de los cristiano263


judíos, sin ofenderlos ni burlarse de ellos. Para llegar a ese resultado tardamos 2 meses. Con un escrito de ese pacto regresamos a Antioquía para leérselo a los nuestros. Jacob mandaba como vigilante de sus decisiones a un hermano del apóstol Matías y yo recomendé como fedatario al único judío emigrado que encontré en la reunión, Silvano. Todo pareció solucionado cuando Cefas, a principios de la primavera, se presentó en Antioquía, acompañado siempre de su perrito faldero Marcos, para recoger más dinero e inspeccionar nuestras cosas. Se quedó muy contento. Convivía con nosotros, comía asado de liebre sin preguntar el nombre del cazador ni la raza del galgo, no rechazaba el vino y le encantaban las anguilas del Orontes, que la sirvienta de nuestra iglesia, Orosia, preparaba en las solemnidades friéndolas en grasa de oso después de haberlas dejado macerar un día entero en una salsa de vinagre con ajedrea, betónica, argemone y menta. Aunque fuesen peces sin aletas ni escamas, es decir, prohibidos por la Ley. 264


Pero a quinientos kilómetros de distancia Jacob no debía de estar muy tranquilo ni confiar demasiado en la solidez de los principios de Cefas. Nos mandó algunos espías y, cuando el anciano apóstol se enteró de quiénes eran aquellos hombres, cambió radicalmente de costumbres. Se iba de nuestra mesa en las comidas para reunirse con aquellos tipos abominables en un rincón apartado, cumpliendo a rajatabla la norma del libro Levítico, rechazaba las invitaciones de los cristianos gentiles para no cometer impureza por el hecho de entrar en su casa, se colgó filacterias del manto y puso a Marcos a investigar la procedencia de cada bocado que se llevaba a los dientes. Mis cristianos, que amaban apasionadamente a aquel primer amigo de Jesús, se sintieron muy desgraciados. Cefas y los demás los rechazaban como a apestados y empezaban a rumorear entre ellos que no eran realmente cristianos hasta tanto no se hubiesen circuncidado. Así arrastró a otros que habíamos rescatado de la sinagoga. Y lo que desbordó los cauces de mi furia fue 265


que el mismo Bernabé, mi salvador y hermano, ¡imitó su actitud! Quise creer que por no contrariar al estúpido de su sobrino y por el mismo temor que Cefas manifestaba ante las gentes de Jacob. En la primera asamblea pública, ante más de 300 cristianos de Antioquía, tuve que soltárselo a los 2 en la cara: — ¡Eres un maldito hipócrita, Cefas Pedro, sepulcro blanqueado! Hasta hace poco no rechazabas las anguilas de Orosia, ni el cerdo, ni las grajas cazadas en red, ni los convites en casa de los romanos que querían escuchar tus palabras. Ahora das de lado a esos amables anfitriones, haces que te laven la ropa cuando mis amigos la han tocado y te pasas las tardes de tertulia en la sinagoga. ¿Te parece justo que se comporte así el jefe de la iglesia de Cristo? Pues debo decirte que nuestro pacto señala que soy yo el que manda aquí, y que si nosotros prometimos respetar y no ofender a los que venían del judaismo, también vosotros debéis hacer lo mismo con los que proceden de la gentilidad. Tu comportamiento es vergonzoso e indigno. Y has arrastrado a esa cloaca 266


a mi mejor amigo. Se avergonzó tanto Cefas ante los reunidos, tal vez por haber sido descubierto ante los espías a los que respetaba tanto, que empezó a llorar y luego se arrodilló para rezar en silencio. Bernabé lo tomó, como siempre, con más sentido del humor. Me buscó a solas y me dijo: —Nunca aprenderás a tener mano izquierda, Pablo. Eres tan fanático de lo tuyo como ellos de lo suyo. Es preciso contemporizar un poco, alegrarles el ojo a esos espías de Jacob. Cuando se vayan, volveremos a lo nuestro y en paz. Acepté su comentario, y hubiese continuado unido a él de no haber ocurrido la última tragedia de aquel año. Cuando Cefas decidió largarse a casa con el dinero y nuestra enemistad, Marcos, que debió de intuir un porvenir mejor a nuestro lado, pidió a su tío que le permitiera acompañarnos en el viaje que estábamos preparando. Bernabé le dijo que sí y se limitó a comentármelo. —¿Has olvidado tan pronto que nos abandonó cobardemente en Perge, cuando nos amenazaban las montañas 267


del Tauro? Jamás admitiré a ese oportunista a mi lado. Además, he hablado ya con Silvano y será él quien venga con nosotros. —Te lo pido como un favor, Pablo. De veras que es un buen chico. —Por mí, como si me demuestras que es hijo de David. No lo admitiré conmigo. Me engañó una vez y es suficiente. Bernabé se puso muy terco y yo no cedí en mi tozudez. La evangelización exigía hombres íntegros y no cantamañanas inseguros. No íbamos de paseo, sino a trabajar. A mí me gustaban los hombres como Bernabé, duros, simpáticos, que no tenían mujer y se contentaban con lo que hubiera. No podía soportar a los débiles e indecisos. —Su madre ha muerto, Pablo, y no comparte ya las ideas de Pedro. ¿Por qué no puede venir? — Puede buscarse ideas nuevas, si es ése el problema. Le debía yo muchos favores a Bernabé, nadie como él había sido tan bueno conmigo. Pero no quería ver a Marcos a mi lado. Mi amigo decidió entonces elegir y eligió el partido de su 268


carne. Se marchó con su sobrino a su patria, a Chipre, y ya nunca más volví a verlo. Sé que murió años más tarde asesinado por judíos seguidores del mago Barjesús y no tengo lágrimas bastantes para llorar ahora su pérdida.

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12. LA CORNEJA

A finales de mayo, cuando estuve seguro de que iba muy avanzado el deshielo en los montes del Tauro, tomé la decisión de alejarme nuevamente de Antioquía. Aunque tenía experiencias suficientes para sospechar las calamidades que me aguardaban lejos de allí, no podía soportar por más tiempo el asedio continuo de los jefes de Jerusalén, la estrechez de sus mentes, la vigilancia continua y el fanatismo con que se aferraban a sus ¡deas. Si habían firmado el pacto según el cual Cefas se quedaba como responsable de las iglesias orientales, y desde ellas gobernaría como buenamente pudiese a los otros apóstoles desperdigados por Egipto, Etiopía, Mesopotamia, Armenia, Hircania y hasta la India, yo me ocuparía directamente de todo el occidente, desde Cilicia hasta Grecia. Más lejos me esperaban Roma y los confines del mundo. Allí nadie tomaría 270


cuenta de mis decisiones ni podrían perseguirme los espías de Jacob. El nuevo judaísmo salvado por Cristo bañaría con sus oleajes hasta las costas más apartadas y en tales regiones sólo se conocería la ley de Moisés reformada y despojada de ranciedades. El Libro sería adaptado a los gentiles por mi voz y la fuerza del Espíritu. En esta ocasión preparamos el viaje con más esmero. Silvano, que aceptó acompañarme, era más precavido y organizado que yo y más eficaz que el mismo Bernabé. Los fieles de Antioquía nos compraron 2 mulas dóciles y robustas, una sólida tienda de campaña y abundancia de provisiones, sandalias fuertes y túnicas cortas. En el triple cinturón llevábamos dinero suficiente y, para mejor guardarlo, Silvano se ciñó a la cadera una espada corta. Tenía unos 15 años menos que yo, es decir, 34, y era musculoso como un atleta de Esparta. Lucas me entregó 3 frascos de medicinas contra las fiebres, me miró la boca —arrancó un diente, según él podrido— y llamó a un barbero para que me redujera las 271


barbas a la mitad, a fin de que tuviese menos impedimentos físicos. —Te haré llegar noticias mías, Pablo. Me han contratado como médico de una nave y procuraré encontraros en los puertos jonios. Cuida tu salud y huye de los latigazos —me dijo cuando me daba los remedios y una suave camisa interior de buena seda como regalo de despedida. No sabíamos cuándo podríamos regresar ni adonde nos conducirían nuestros pasos, aunque tanto Silvano como yo deseábamos alcanzar las grandes ciudades griegas. Quizá incluso llegásemos a Roma. Durante el primer año de la misión recorrimos muchos territorios conocidos y desconocidos. Al pasar por la Garganta del Diablo, en la que llamaban Puerta de Cilicia, por la única y frecuentada vía comercial de occidente, perdimos a una de las muías, que se precipitó al fondo de un profundo desfiladero con su carga de galleta y de harina de cebada para hacer nuestras papillas. El camino discurría excavado en la roca, sujeto a veces a la pared por traviesas de madera: casi podía tocarse la pared 272


del otro lado con la mano, por encima del río. En las rocas aparecían leyendas para recordar que por aquel difícil camino habían pasado grandes reyes: Alejandro, Jerjes, Darío... 5 días nos llevó escalar por la montaña, a lo largo de 120 kilómetros, hasta el paso del Bulgardagi, cuyo picudo rostro se asomaba helado a 3500 metros de altura. Después bajamos a las desoladas llanuras de Capadocia; vivían allí pastores en sombrías cuevas y en huecos excavados dentro de una especie de conos que crecían como extrañas chimeneas de la tierra. Empezaba allí, entre pantanos y estepas, el antiguo reino de los hititas. De noche, si no encontrábamos posada, dormíamos al raso o en alguna de aquellas profundas cuevas. Una noche nos sorprendieron cenando 2 sacerdotes ambulantes de Sandán, el dios de aquel país y de Tarso, el que aparecía en las estatuas rodeado de espigas y racimos. Tenían el patético aspecto que ya conocía bien y que, sin duda, no se diferenciaba mucho del nuestro, la verdad: barbas largas y sucias, sandalias agujereadas, el 273


manto raído, un fardel de pan duro al hombro, el reseco polvo de los caminos incrustado en la piel, ojos iluminados por la fe y las fatigas, enjutas carnes, llenas de pústulas las piernas... —Anunciamos la resurrección de Sandán, el más amable de los dioses, hermanos míos —dijo el más anciano de ellos, todavía mayor que yo—; nunca más volverá a morir entre las llamas de junio. Ha vuelto de entre los muertos y nos conducirá a todos a la vida eterna. Porque va a terminarse el mundo y debemos estar prevenidos. ¡Un día de éstos vendrán los ángeles a llamarnos! ¿Cuál será nuestra defensa? Mientras comían nuestro queso y unos bulbos de gamones que habíamos recogido del campo, ya que eran todavía más pobres que nosotros, quise conocer su profecía y descubrí que estaban mezclando el mensaje de Jesús, escuchado fragmentariamente en alguna parte, y la noticia de su próxima venida para rescatarnos, con las antiguas idolatrías hititas. A cambio de sus predicaciones conseguían en las aldeas alimentos para continuar su 274


camino interminable. Hice un intento de explicarles la Verdad, pero estábamos todos muy cansados y nos dormimos pronto, al amor de una hoguera. Por la mañana descubrimos que habían escapado llevándose la única muía que aún nos quedaba. Silvano y yo nos detuvimos algunas semanas en Derbe, donde aceptamos al joven Timoteo, mi antiguo mensajero, a nuestro lado. Conocía bien yo los modales de los jefes de la sinagoga, así que antes de llevar hasta ella al muchacho, mandé llamar al carnicero para que lo circuncidara. Cuando curó su herida, aparecí con él entre los ancianos, que en seguida se pusieron de mi parte. —De modo, Pablo, que armas una verdadera guerra con Pedro y con Jacob para oponerte a la circuncisión, y ahora ordenas que se la practiquen a tu amigo. ¿Cómo debo entender esa inconsecuencia? —me preguntó muy sorprendido Silvano. —Por estas tierras los judíos pegan duro, amigo mío. Sólo trato de no volver a enfurecerlos. Timoteo es hijo de padre pagano y madre judía, y si lo 275


ven a mi lado con su arito de piel, podríamos terminar todos descalabrados. Y ahora tenemos prisa. Eso se llama mano izquierda, la que tanto me solicitaba el bueno y cabezota de Bernabé... Después de visitar muchas de las iglesias fundadas en mi anterior viaje y de recibir de ellas algunos donativos, intenté dirigirme a occidente. Deseaba llegar hasta Tartesos, como el profeta Jonás, aunque no para huir de Yahvé, sino llevando conmigo a Cristo; pero tuvimos que pasar el otoño entre los gálatas. Aquella gente que había venido de la lejana Francia 350 años más atrás, amante de las canciones de sus bardos, de la guerra y de la generosa hospitalidad, nos recibió con mucho afecto. Sólo tuvimos un enfrentamiento con una procesión de sacerdotes ambulantes de Cibeles, la diosa de los frigios. Eran muy habituales en el territorio. Conducían la estatua en un carro, cubierta con un velo blanco, y bailaban a su alrededor al son de címbalos, flautas y tambores. De aldea en aldea, iban organizando orgías y recaudando dinero. Me indignaron las 276


obscenidades de una de aquellas fiestas: borrachos, desnudos, enloquecidos en su idolatría, terminaban mutilándose delante de las muchedumbres y lanzándoles la sangre de sus miembros. Me cayeron unos goterones calientes en la cara. — ¡Ojalá consigáis mutilaros del todo, tronos de Satanás! — les grité. Únicamente 2 de ellos, que todavía se tenían en pie, intentaron lanzarse contra mí, pero los detuvieron las espadas prontamente desenvainadas de Silvano y de Timoteo y mi vara de fresno. Por un ramal meridional de la vía Egnacia, de la que Timoteo poseía un buen mapa, llegamos a Tiatira, Pérgamo, las nostálgicas llanuras, punteadas de escombros, en que lucharon Patroclo, Aquiles, Ulises y los demás héroes de Homero, y finalmente a Tróade. Era una buena carretera pavimentada con losas de granito, sombreada por altos árboles, animada de muchos viajeros y llena de fuentes, posadas y mesones. Al otro lado de las tranquilas aguas se veía Europa. Mientras dormía en una pensión del 277


puerto, desasosegado por los cantos de los borrachos, tuve un sueño que me obligó a cambiar nuevamente el rumbo de mis deseos. El Espíritu me ordenó que abandonara mi proyecto de predicar en Éfeso y en las otras ciudades del litoral; un ángel me tomaba sobre sus alas y me conducía al otro lado del Helesponto,11 por encima del mar, a un lugar en que muchas mujeres vestidas de negro me esperaban llorando y postradas de hinojos me pedían ayuda. Cuando se lo conté a Timoteo, mientras desayunábamos un pulpo recién asado y una jarra de vino, se sonrió incrédulo; el muchacho apenas tenía 20 años y no daba crédito a los sueños por una razón: nunca tenía sueños ni mensajes durante la noche. Pero el médico Lucas, cuando apareció 5 días después y lo recibimos muy contentos al pie de la galera en que estaba trabajando, nos animó también a cruzar al otro lado e incluso quiso acompañarnos él mismo, una vez caducado su contrato con la naviera de Éfeso. Hablamos con marineros y con comerciantes judíos 11 Estrecho de los Dardanelos. (N. del e.)

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que nos dieron cartas para las sinagogas. Intenté dominar mi emoción al enfrentarme a aquella parte desconocida del mundo..., y así fue cómo los 4 pusimos finalmente pie en Macedonia, casi el mismo día en que cumplía yo los 50 años de vida en la tierra. Después de desembarcar y descansar en Neápolis,12 nos establecimos en Filipos, que era una pequeña ciudad de romanos edificada frente a un valle florido y fresco. Apenas 2 semanas después de comenzada nuestra predicación, hicimos fuerte amistad con un grupo de mujeres piadosas que solían pasar las mañanas lavando ropas ajenas en el río. La más joven de ellas, Febe, nos condujo a la casa de su dueña, una viuda rica que comerciaba en telas de púrpura de Tiatira y solía reunirse al atardecer con otras vírgenes como ella para mantener conversaciones santas. Aquel mismo día nos suplicó que nos albergásemos con ella, pues disponía de espacios sobrados y de lujos como hacía tiempo que no conocíamos. De ese modo no precisábamos trabajar en 12 Kavala (Grecia). (N. del e.)

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nuestros oficios. Así pues, Timoteo, Silvano, Lucas y yo ocupamos sendas habitaciones en el piso superior, y en la casa de aquella mujer fundamos una iglesia. Ella y sus amigas fueron bautizadas poco después y, para no causar escándalo y recompensar su afecto, tomé por esposa a la viuda, y Timoteo, a su esclava Febe. La vendedora de púrpura no se parecía en nada a Mariamne, y menos aún a Tecla; tenía aproximadamente mi edad, apenas 8 o 9 años menos, era muy solícita y trabajadora, y jamás alteró nuestras vidas ni exigió otra cosa de mí que la enseñanza del evangelio y algunos naturales cuidados. El joven Timoteo, en cambio, en razón de su edad y de la hermosura de Febe, sintió mucho amor por ella, y algunos meses más tarde, estando yo en Corinto, me comunicó que le había dado un hijo. Si en estos momentos en que escribo, ¡oh Rufo!, 18 años después de estos acontecimientos, no quiero decirte el nombre de la viuda a la que tomé por esposa, aun en contra de mis propósitos, es por miedo a mis enemigos y para tranquilidad de ella; por lo mismo, he decidido guardar 280


secretos otros pormenores de nuestra ocasional convivencia. En tal ambiente de calma y familiaridad entre las vírgenes, el trabajo comenzó muy pronto a dar sus frutos; no padecíamos acechanzas de los judíos, pues debían de ser menos de 10 los que vivían en Filipos, ya que no habían podido establecer una sinagoga, y parecía que al final encontrábamos una tierra abonada y fértil para nuestra palabra. Por las mañanas, cuando acudía a las letrinas públicas, entablaba durante largo rato placenteras conversaciones sobre Dios con mis compañeros de higiene y luego acudía al río a predicar a las mujeres que estaban allí lavando. En el camino, muy cerca del puente, había una esclava pitonisa atada con cadenas a un árbol, y a cambio del dinero que su amo cobraba predecía el futuro, leía la ventura en las manos, pronunciaba oráculos y planteaba enigmas. Ni Silvano ni yo le hacíamos caso, pero a fuerza de encontrarnos cada día a su lado terminó mostrándonos simpatía. — ¡Aquí vienen los mensajeros de Dios! —gritaba contenta al vernos—. 281


¡Ellos saben más que yo! ¡Escuchadlos, mujeres, porque anuncian el fin de los días! Acabó por convencerlas... y por perder su clientela habitual. El amo, cuando se dio cuenta de que estábamos arruinando su negocio, fue corriendo a ver a uno de los arcontes o alcaldes de la ciudad. —Andan por aquí 2 tipos revolviendo la cabeza de las mujeres —nos acusó— . Son judíos y están empeñados en que vivamos de manera distinta a como lo hacemos. Los buenos romanos no podemos permitir esas conspiraciones de extranjeros en nuestra propia casa. El arconte mandó prendernos y nos llevó a los jueces. Cuando vieron éstos nuestro aspecto y que éramos de lejos, vagabundos y pobres, sin escucharnos mandaron a los lictores que nos aplicaran el castigo de las varas. Ni siquiera nos dieron tiempo para manifestar nuestra ciudadanía romana y nuestras protestas de inocencia. Con las espaldas ensangrentadas nos llevaron a la cárcel, que eran unas cuevas con puertas de madera en la acrópolis. Nos 282


metieron los pies en el cepo y nos ataron una argolla al cuello y a las muñecas; el otro extremo de la cadena estaba hundido en la roca. En medio de la oscuridad, mientras Silvano y yo recitábamos la plegaria ritual de la medianoche, empezó a temblar la tierra, la colina se precipitaba sobre sí misma, saltaron las cadenas de la roca, se abrieron los cepos y las puertas se desprendieron de sus goznes. Los presos que ocupaban las cuevas vecinas aprovecharon la inesperada libertad y la confusión del terremoto para escaparse, pero nosotros caímos de rodillas para agradecer aquella señal de Dios. Cuando nos vio el carcelero empezó a arrancarse furiosamente pelos de la cabeza. —¿Ha sido vuestro maldito Dios? ¿Ha sido el salvador de los presos? Y ¿por qué no pensó un poco en mí? Ahora los jueces me cortarán la cabeza por no vigilarlos bien. ¡Todos huidos! —se apuntaba al pecho con un puñal para quitarse la vida. —No temas, hombre, que nosotros no escaparemos. Nuestro Dios sólo ha querido manifestar la injusticia de los 283


hombres. De tal manera le dimos confianza que nos llevó a su casa y mandó a su mujer que nos lavara las heridas y nos reconfortara con vino. Él mismo también bebió unos cuantos tragos para reafirmar sus perdidos ánimos y luego nos agradeció que le hubiéramos librado de la muerte. Por toda la ciudad corrió como fuego la noticia de la fuerza de nuestro Dios. Nos mandó llamar el arconte y le eché en cara su proceder: ¡cómo siendo nosotros ciudadanos romanos se atrevía a condenarnos al látigo sin haber sido juzgados! Lleno de vergüenza y de arrepentimiento, suplicó entre lágrimas que olvidásemos lo ocurrido y por favor que nos largáramos cuanto antes, para no alterar todavía más los ánimos de los filipenses. Pero ya se agrupaba la multitud ante su casa pidiéndonos a gritos el bautismo. Para poner en ridículo ante sus ciudadanos a aquel hombre y dejar manifiesta su injusticia, le exigimos como reparación por la afrenta recibida que nos pusiera una guardia de honor hasta la casa de mi esposa — 284


no fueran a agredirnos aquellos fanáticos—, que los propios guardias la vigilaran y, cuando estuviéramos listos, que él mismo o uno de sus funcionarios de más rango saliera a despedirnos hasta las puertas de la ciudad como gesto de desagravio. Así tuvo que hacerlo. Sin descansar apenas, aun con las espaldas sangrando, en 6 días de camino por la carretera Egnacia llegamos Silvano y yo a Tesalónica. El joven Timoteo se había librado de los azotes porque no tenía aún autorización mía para predicar y, en consecuencia, se había quedado honrando a su esposa Febe y a las demás vírgenes. Lucas, por su parte, había regresado a trabajar en las naves de Tróade. Antes del anochecer habíamos dado ya con la casa de Jasón, en el barrio judío, para quien llevábamos recomendaciones de la viuda de Tiatira. Tenía este mercader 2 grandes almacenes de tejidos en la parte baja de la ciudad, cerca del puerto, y una fábrica en lo alto, entre los de nuestra raza. En seguida nos ofreció albergue y trabajo junto a sus obreros. 285


Tesalónica era una ciudad grande, llena de marineros pecadores y borrachos, de banqueros judíos que poseían grandes riquezas y una lujosa sinagoga, de prostitutas que corrompían las callejuelas del puerto, de griegos ociosos y ladrones, de esclavos miserables y de idólatras de todas las especies. A cada uno les hablaba según su propia manera de entender y así también me comportaba. Comía carne desangrada con los judíos y mariscos con los griegos; bebía junto a los marineros y ayunaba con los esclavos; hablaba entre las naves, en los mercados y en los callejones de las meretrices; me movía por los muelles y en las infinitas escaleras de la ciudad, entre judíos y gentiles, entre sabios e iletrados. A todos les anunciaba la próxima llegada del fin del mundo; todos sabían que los signos eran numerosos. Por doquier caían las estatuas de los emperadores, aparecían cometas en el cielo, manaban sangre las fuentes, se propagaba la peste, los ríos se desviaban de sus cauces, mujeres estériles parían monstruos... Para los judíos había una señal más evidente 286


aún: el emperador Claudio los había expulsado de Roma a causa de disputas religiosas entre ellos y muchos de los ricos y de los banqueros exiliados vivían ahora en las ciudades jónicas, aunque con el temor de que tarde o temprano las autoridades los echarían también. Ocurrió entonces que estos hebreos, después de haberse reunido en la lujosa sinagoga que tenían, en vez de culpar al mensaje se ensañaron con el mensajero. Ya conocía bien el procedimiento. Empezaron a repartir dinero en los bazares, en las tabernas, en los cuarteles, en los mercados. «Estos predicadores no hacen más que alborotar y mentir; nos están engañando», gritaban. Silvano y yo nos escondimos, pero apresaron a Jasón, que era quien nos albergaba, y lo llevaron a los jueces. Como todos sabían que era hombre honesto y bueno, lo dejaron rápidamente libre. En realidad, estaban los politarcas de la ciudad hartos de las algaradas de los judíos, de sus continuas peleas, de sus sectas y su gusto por los sobornos. No obstante, no tenía yo muchos deseos 287


de vérmelas otra vez con lictores y carceleros. Conseguimos llegar hasta Barea, en las faldas del monte Olimpo, en cuyas muchas cumbres habitaban los falsos dioses, y después de un breve descanso me fui yo solo por mar a Atenas. La lanza de oro de Palas Atenea brillaba en lo alto de su templo y era como una bienvenida para viajeros de todo el mundo que largo tiempo habían soñado con visitar aquella ciudad de la sabiduría y de las artes. Mientras caminaba solitario por la gran calle de los Pórticos, en busca del barrio de los alfareros judíos, bajo un sol fuerte y claro, se me llenó el alma no de las maravillas de la ciudad, sino de una tristeza profunda y nueva. Si hubiera tenido en mis manos un recio martillo en lugar de mi vara de fresno, habría comenzado a demoler uno tras otro aquellos centenares de templos impíos, habría machacado hasta reducirlas a polvo las brillantes piedras de mármol corrompido, las vanidosas estatuas, los muros de las escuelas en que se habían enseñado tantas sabidurías falsas, aquella muchedumbre de dioses impotentes 288


que habían llegado de todas partes y a nadie salvaban... Me faltaban ánimos para buscar trabajo e incluso para desarrollar mi misión. En realidad, después de los fracasos en Filipos y Tesalónica, sabiéndome perseguido por tantos y en todas partes, doloridos el cuerpo y el alma, tenía solamente deseos de descansar. Ni siquiera disponía ahora del consuelo de la compañía; había mandado a Silvano, cuando me despedían junto al barco, que regresara a Tesalónica para cuidar la parca cosecha recogida. Creía yo que en Atenas iban a escucharme y a hacerme caso y que me abriría paso sin su ayuda. Me albergué en la casa de un alfarero nacido en Samaría, un buen hombre que por poco dinero me permitía dormir junto a su alfar, entre la arcilla húmeda, y me brindaba la pobre comida con que se alimentaba su familia. Todavía tenía dracmas suficientes de las que me había entregado mi esposa de Tiatira. Así pues, dediqué 3 semanas a conocer la ciudad y a familiarizarme con sus costumbres. Atenas no era ya 289


la patria de la sabiduría, aunque sí su estercolero. Los recuerdos de sus grandezas pasadas se mantenían ciertamente en pie, pero tal grandeza había desaparecido. Toda la provincia de Acaya, en poder de Roma, había quedado despoblada y empobrecida, las gentes notables habían huido, los filósofos estaban muertos. Los grandiosos templos eran visitados por romanos ricos y por vagabundos pobres como yo mismo: ni unos ni otros sentíamos demasiado aprecio por aquellos dioses y por quienes los levantaron. La acrópolis orgullosa se había convertido en un triste mercado; entre sus columnas no abundan los sabios, sino los ganapanes serviles; junto al Partenón, la gente dormía la siesta y comía despacio racimos de uvas. La hija virgen de Zeus, Palas Atenea, guiaba sólo a multitudes aburridas de desharrapados en busca de ocupación y a gentes adineradas que nada querían hacer... Los atenienses adoraban con más entusiasmo — quizá sólo con más interés— a los emperadores romanos divinizados que a sus propios dioses. Y si unos y otros eran abominables, por 290


lo menos éstos eran invención suya, no imágenes de conquistadores sanguinarios. La ciudad en otro tiempo coronada de violetas, según la había visto el profeta Aristófanes, aun sin perder su dulce hermosura, bajo la luz dorada y el reverbero azul y verde del mar y de los olivos olía a cementerio. Era más fácil allí, desde luego, encontrar a un dios que a un hombre, pero todos los dioses estaban muertos. Altares, estatuas, templos fabricados en toda clase de materiales, pintadas las piedras del frío mármol con todos los colores..., éstos eran los verdaderos habitantes de la ciudad. ¿Cómo habiendo un solo Dios verdadero aquella gente adoraba a tantos dioses? Descubrí pronto que hasta los mismos judíos estaban contaminados por aquel ambiente de desolación. Apenas había media docena de ellos en la sinagoga cuando acudí el sábado. Me invitaron a hablar, según correspondía a mi rango, pero lo hice sin ganas, porque todos tenían prisa por marcharse a sus negocios. En el recodo de una callecita que subía a la Acrópolis, junto a una fuente 291


seca, encontré una piedra votiva en la que había grabadas estas palabras: «A un dios desconocido.» ¿Podía ser aquél el templo de Jesús? Quise hacerme la ilusión de que así era, me encerré en el taller del alfarero y decidí preparar un discurso para los ociosos del ágora basado en aquella necesidad que la piedra señalaba. Iba yo a hablarles de aquel Dios que no conocían. Siempre dejaba que mis palabras las inspirase el Espíritu en el momento de decirlas, pero esta vez quise estar preparado. Muchas tardes había subido yo al ágora y escuchado con iracunda curiosidad la palabrería que allí se desgranaba. Hablaban de filosofía y de política y algunos centenares de desocupados que se acababan de bañar las manos y el cabello con agua de rosas parecían muy interesados en lo que les contaban. Sentenciaban normas, clasificaban conductas, narraban novedades, analizaban portentos, citaban sin cesar a sus viejos maestros muertos, se proclamaban de distintas escuelas, vomitaban palabras hermosas..., pero no decían nada. Retumbaba el parloteo bajo los pórticos, entre los bazares y 292


los edificios públicos, disputando el aire a los vendedores ambulantes de comida con la misma vehemencia nocturna de las ranas. Junto a aquellos oradores de elegantes ropajes y barbas rapadas, llenos de geometría, abundaban también los más variados profetas venidos de los mundos más remotos, que tendían sobre el suelo el manto deshilachado, junto al fardelillo vacío, colocaban encima sus pies llagados y sucios, y empezaban a proclamar a gritos todo género de sueños y de delirios. Empecé a hablar yo también y pronto se me acercaron unos cuantos. — ¿Qué cuenta este charlatán? — preguntó un hombre anciano que se apoyaba en un bastón con puño y contera de marfil. —Os hablo del verdadero Dios —dije. — Pues hablas el griego como los perros, extranjero. ¿Acaso tienes un palo dentro de la nariz o fue Démostenes tu maestro? No vamos a comprenderte mucho... -El joven que así se burlaba de mi pronunciación escupió hacia mí las semillas de la sandía que estaba comiendo. — No es más que otra corneja como 293


tantas que vienen por aquí —uno de los que se habían sentado se dirigía al del bastón. — Bueno, bueno, escuchémosle; veamos los tesoros que ha recogido el pájaro ladrón. Aquello me animó un poco y seguí predicando. Al cabo de un cuarto de hora me había quedado solo. Repetí con parecido éxito mi intento en días sucesivos y siempre llegaba alguien a llamarme corneja, pues era así como apodaban a los que, según ellos, reuníamos conocimientos de muchas partes y nos los apropiábamos, sin atenernos a una escuela previa o a una filosofía preestablecida. Tal burla, en todo caso, era más generosa que los latigazos y las cárceles con que me habían pagado en otros lugares, por lo que no me obligó a abandonar mi propósito. Creo, además, que eran curiosos y estaban lejos del fanatismo de sus propias ideas. Estoicos y epicúreos se disputaban sin agredirse sus proximidades a la Verdad, en el centro de aquel castillo de los dioses. Por ello tal vez al cabo de un mes de verme hablan do a las piedras en 294


aquella abigarrada plaza, se me acercaron cortésmente 2 hombres notables para invitar me a que expusiera mi doctrina en el Areópago, que era algo parecido a nuestro Sanedrín, aunque sin levitas dispuestos a azotar a los blasfemos. Allí los pocos sabios que quedaban en Atenas discernían si una nueva doctrina era inteligente o necia, si una nueva moral tenía sentido o carecía de él, si merecía la pena tener en consideración a un nuevo dios o rechazarlo... —Creemos, ¡oh corneja judía!, que eres un verdadero sacerdote, pues eres pobre, no te lavas nunca, hablas de lo que te da la gana y no te desanima la indiferencia general —me dijo en el Pórtico Real el presidente de aquellos profesores y estudiantes—. Tengo entendido que anuncias de nuevo la Divinidad Dual, el dios del bien enfrentado al dios del mal, como los seguidores del persa Zoroastro. Es un asunto muy viejo, pero creo que tú lo interpretas de modo más ingenioso. Nos gustaría escucharte. —Ya me he dado cuenta, atenienses, que sois gente muy religiosa — 295


empecé, como muestra de cortesía—. Paseando por una de vuestras calles he descubierto un altarcillo dedicado al Dios desconocido. Pues bien, ése es el Dios que yo os vengo a anunciar... Hablé largo rato ante el respetuoso silencio de la audiencia. Cuando llegué al punto que me interesaba más y les expliqué la resurrección de todos nosotros, los vivos y los muertos, en un día cercano, empezaron a reírse, a darse codazos y a mover la cabeza. Yo seguí, no obstante, pero muy pronto las risas se convirtieron en carcajadas y los murmullos en conversaciones en voz alta, Habían dejado de hacerme caso. — Bueno, bueno, señor corneja, no carece de interés todo eso que cuentas. —Se levantó el presidente al cabo de un rato, para dirigirse a mí—: Comprenderás que ese asunto de las resurrecciones suena un poco fuerte, sin embargo. ¿Lo has encontrado tal vez en Persia o en la lejana India quizá? Parece que ya no sólo resucitan los dioses inmortales, sino también los pobres hombres mortales —se dirigía con una sonrisa escéptica a los paseantes—. No está mal, no está 296


mal... Cualquier día que tengamos más tiempo seguiremos escuchándote, si no te importa. Has sido muy amable aceptando nuestra invitación, de todas maneras. Y empezaron todos a salir de la gran sala, sin dejar de reírse y de parlotear entre ellos. —Seguramente Sócrates conocía ese truco de la resurrección y por eso se bebió tan alegremente la cicuta— dijo entre carcajadas uno de los más viejos. Luego, en las sombras de la calle, se me acercaron sigilosas y asustadizas 2 personas, un hombre y una mujer, a preguntarme más detalles de mi doctrina, pero yo estaba convencido ya de que había fracasado en Atenas. Me encerré en el alfar, comí únicamente seco pan y bebí tan sólo agua insípida, me hinqué de rodillas para detener mi desesperación y mi apatía. 2 años habían transcurrido desde mi partida de Antioquía y solamente había cosechado golpes y desilusiones. ¿Debería abandonar definitivamente la propagación del mensaje? No terminaba de comprender cómo les asustaba tanto 297


la idea de la resurrección, si ellos mismos celebran cada uño, durante la semana santa de Eleusis, grandes procesiones en honor de sus dioses recién resucitados. Quizá un judío vagabundo no tenía el don de la palabra para convencerlos. Quizá yo debiera haberme quedado en Tarso gobernando el taller de mi padre, en vez de entregarme a aquel empeño de luchar contra todos y contra todo... O tal vez fuese mejor que acabasen mis días entre las ánforas y las palmatorias del artesano que me albergaba. Mi corazón insensato estaba lleno de tinieblas y no tenía nadie a quien recurrir en busca de consuelo; no conocía a nadie en Atenas. Escribí una carta a Silvano y a Timoteo para que acudieran a socorrerme cuanto antes y gasté mis últimas monedas en pagar a un mensajero para que la llevase. En consecuencia, tuve que hacer el viaje a Corinto en las más penosas condiciones, sin comida ni ayuda de nadie; no podía soportar por más tiempo la vida en aquella ciudad, falsa lumbrera del mundo, largo tiempo atrás apagada. 298


En el largo camino me alimenté de uvas todavía verdes que llenaban los campos y un vendedor de sandías me dejó comer cuantas quise a cambio de que le ayudase a empujar su carreta. Cuando llegué al istmo, las tripas se removían como las lonas de un molino dentro de mí y hube de quedarme 2 días bajo un olivo, sufriendo los dolores del vientre y la incontinencia. Con lo que los 4 días que había calculado para el viaje se convirtieron en 6. Un caminante que me encontró allí me regaló un pan duro, aunque muy sabroso, y se detuvo un rato a conversar conmigo. También a él le habían ido mal las cosas en Atenas; era un frigio liberto, conocedor del arte de fabricar dulces, pero nadie le había encargado trabajo en la capital de la sabiduría. Non licet omnibus adhire Corinthum! ¡No todos pueden ir a Corinto!, suele decirse, para señalar que los muchos placeres que esta ciudad ofrece no están al alcance de los pobres. Sentía un poco de temor cuando cruzaba el puente sobre el río Leuca y empezaba a atravesar los frondosos jardines, junto al anfiteatro, antes de perderme 299


en las calles bulliciosas del barrio de Craneón. A pesar de mi abatimiento y mi tristeza, pues no confiaba en encontrar allí mejor fortuna que en Atenas, tuve la dicha de llamar a la puerta que más me convenía. Vi en una tienda de alfombras del bazar a una mujer que tenía semioculto entre su mercancía un candelabro de siete brazos detrás de una lamparilla de aceite y un pequeño pez dibujado junto a él. Pertenecía la tienda a un piadoso matrimonio judío y cristiano, sin hijos, que había huido de Roma y acababa de establecerse en Corinto. —Yo soy apóstol de Cristo —los saludé. —Seas bien venido, hermano. Por causa de su amor nos arrojaron de la Porta Pórtese. Mi nombre es Prisca y Àquila el de mi marido. Me relataron el gran disturbio que se había causado en la aljama de Roma y cómo el emperador Claudio, creyendo que eran culpables los seguidores de un agitador llamado Crestos, al que no pudieron localizar, decidió expulsar tanto a sus partidarios como a los otros judíos que se les enfrentaron. Me 300


hablaron también de la iglesia de allí y de los predicadores que hablaban del fin de mundo, de la necesidad de las abstinencias, del cumplimiento de la Ley y de la circuncisión. Sus cabezas debían de ser sin duda enviados de Jacob y de Cefas. De momento no quise contradecir esas doctrinas, porque Áquila y Prisca en seguida me ofrecieron comida, lecho y trabajo en un pequeño telar también propiedad suya. Lo mismo que ellos, muchos judíos ricos se habían refugiado en aquella ciudad que rebosaba entonces de comerciantes, viajeros, buscavidas y gente de mar que entraba y salía por sus 2 puertos. Se asemejaba un poco a Tesalónica en estos aspectos, aunque era más grande y lujosa. Desgraciadamente, lo que a todos más atraía de Corinto eran las hieródulas que habitaban en la parte alta de la ciudad, en el Acrocorinto, alrededor sobre todo del templo de Afrodita o Venus, que no era otra que la Astarté de Dafne, en Antioquía, levemente disfrazada por los italianos. Eran más de 2000 mujeres dedicadas al comercio de la propia carne y cada una 301


de ellas poseía una casita cubierta de rosas, entre grandes jardines. Desde que caía el sol toda aquella ciudad del pecado se convertía en una fiesta a la que acudían miles de hombres deshonestos, llegados incluso de la misma Roma. Ya en el puerto de Tróade, paseando junto a Lucas, había oído yo a algunos marineros utilizar las palabras muchacha corintia para referirse a las rameras, y hasta mi amigo el médico me habló de una peligrosa enfermedad corintia, que se había propagado por las orillas de todos los mares, pero jamás hubiese creído que la depravación era tan ancha y completa. Mientras los 300 000 esclavos de Corinto penaban de hambre y de duros trabajos en las calles y en los talleres, gentes viciosas de todo el mundo que podían pagar los altos precios de aquellas rameras consideradas sagradas ocupaban día y noche la ciudad y dentro de los 21 kilómetros de sus muros se agolpaban más abominaciones que en la misma Babilonia. Pues en otro extremo de la acrópolis había también un barrio entero en el que hombres jóvenes e 302


incluso niños se ofrecían a la lujuria de los otros ciudadanos y de los extranjeros, sabedores de que los griegos eran tradicionalmente amantes de contravenir las mismas leyes de la naturaleza. Àquila, mi nuevo patrón, que no daba importancia a estas cosas, estaba en cambio muy orgulloso de los 5 mercados, otras tantas termas, varios teatros y anfiteatros, y las 5 grandes plazas porticadas dedicadas al comercio; incluso hablaba con cierta admiración de los 23 templos de la ciudad, sin contar la rica sinagoga judía, que no es un templo, construida también con columnas de mármol y adornada de valiosas lámparas, pinturas y otros objetos. En uno de aquellos templos, el de Asclepios, médicos sacerdotes curaban a los enfermos, como en Pérgamo, mediante la música y el sueño. — Esto no es Roma, Pablo, pero se parece un poco. — ¿Cómo es Roma? —Lo mismo que ves, pero 10 o 20 o 50 veces más... Palacios y más palacios, grandes calles, templos llenos de oro y de plata, coliseos y 303


hasta anfiteatros que se llenan de agua para celebrar simulacros de batallas navales, siete colinas llenas de jardines y de casas suntuosas, miles de personas de todo el mundo llenando continuamente las calles, comprando y vendiendo... — ¿También 20, 50 veces más pecados y abominaciones? —También. — Debo ir a Roma. Es allí donde de verdad me están esperando. —Ya no quedan judíos allí. —Volverán. Los judíos siempre vuelven, Àquila. Pero hay también esclavos, idólatras, ignorantes... Todos ellos escucharán la Palabra y terminarán prestando oídos. Debo ir antes de que se me haga tarde. — Pero antes debes enseñarnos a nosotros. Así lo hice, y lejos de las erróneas doctrinas que traían aprendidas de Roma. Más tarde, cuando llegaron Timoteo y Silvano, se encargaron ellos, como era nuestra costumbre, de llevar hasta el río Leuca o Blanco a los catecúmenos que se nos fueron uniendo, para bautizarlos. Yo me ocupaba tan sólo de imponer las 304


manos a quienes habían aprovechado mejor mis enseñanzas, Aquila entre ellos, a fin de que se ocuparan como sacerdotes de atender a tos piadosos a partir del momento de mi marcha. La llegada de mis 2 amigos, mes y medio más tarde, y la benevolencia y amistad de mis anfitriones, Prisca y Áquila, me levantaron el espíritu. Como aquéllos traían donativos abundantes de Tesalónica y de Filipos, no fue necesario que continuase trabajando en el telar. Así pues, empecé a hablar en la sinagoga, siempre con precaución y contando bien mis pasos. A pesar de ello, terminé muy pronto de hacerlo. Como ya era costumbre, el directorio de los judíos comenzó acusándome de blasfemo y de propagar falsas noticias sobre el Mesías de Israel. No podía haber muerto en una cruz el rey de Israel, como los mismos esclavos, decían. — ¿Cómo podéis tener el corazón tan cerrado y los ojos tan ciegos? No soy yo el que blasfema, sino vuestra ignorancia es la que ofende a Yahvé... Pero no voy a molestaros más, hijos de Judá. Tendréis que ir a mi casa si 305


sentís algún deseo de conocer la verdad. Prisca alquiló para nosotros precisamente la casa paredaña de la sinagoga a un rico gentil llamado Ticio Justo y allí hablábamos todas las tardes los enviados. A fin de no coincidir con su fiesta del sábado, y para no ser acusados de provocadores, celebrábamos nuestros ritos al día siguiente, el domingo. Con cánticos al Señor, lectura de los libros de los profetas, letanías, ágapes y luego la partición del pan y del vino, después de haber confesado públicamente nuestras faltas. Hasta la madrugada permanecíamos allí ese día santo dando gracias al Señor, orando y aprendiendo. Los de la sinagoga nos acusaban de que aquellos banquetes se parecían mucho a los que celebraban los idólatras en honor del dios egipcio Serapis y de que no hacíamos antes los obligados sacrificios de los corderos y bueyes a Yahvé, pero eran ciegos para aceptar lo nueva Ley. También ocurrió entonces que me llegaron noticias de Tesalónica según las cuales muchos bautizados daban 306


crédito a falsas ideas. Anunciaban de casa en casa que el fin del mundo estaba a punto de llegar y que, en con secuencia, nada de lo que pudiera hacerse tenía algún valor; con lo que muchos permanecían ociosos o robaban y fornicaban. Así pues, mandé a Timoteo que comprase varias hojas de papiro, tinta, plumas y piedra pómez para afilarlas, esponja para borrar las faltas, engrudo para pegar las hojas, sello y cordones para cerrarlas. Durante 2 días fui dictando a Silvano uno carta para aquella iglesia, la primera epístola de las varias que en adelante escribiría, y luego pagamos a un correo para que la llevase con prisa. Les pedía también, entre otras cosas, la promesa firme de que jamás escucharían a otro maestro que no fuera yo mismo y que reprobasen cualquier enseñanza que no fuera la mía. Como no surtió mucho efecto, 3 meses más tarde hube de escribir otra carta, más dura, avisándoles de las seducciones del Inicuo y recordándoles lo que les había dicho de palabra. Pero también ese enemigo de Cristo seguía trabajando a mi lado. Los judíos 307


de la sinagoga, viendo que cada vez tenía yo más seguidores, y que incluso se había puesto de mi lado su jefe Crispo, fueron directamente al procónsul romano, que acababa de llegar. Le dijeron: —Tú sabes, ¡oh Galión!, que Julio César, a quien mucho ayudamos en algunas batallas contra Pompeyo y que siempre se manifestó nuestro amigo, como gran hombre que era, nos autorizó a los judíos a que predicásemos nuestra religión en todo el Imperio, y a que hiciéramos ritos públicos y buscáramos prosélitos a nuestro albedrío. De manera que ha sido la nuestra la única religión, después de la romana, autorizada por la ley. Pero aquí en Corinto hay un hombre de nuestra taza, llamado Pablo, que está predicando una religión ilícita y consigue muchos seguidores. Debes, pues, perseguirlo y condenarlo. Nosotros pagaremos con creces y a tu satisfacción los gastos que suponga el proceso y la condena. El romano Junio Galión, antes llamado Marco Anneo Novato, era un cordobés muy letrado y honesto, hermano mayor del gran filósofo 308


Séneca. Escuchó con atención a mis enemigos y respondió como sólo podía hacerlo un hombre conspicuo y de su calidad: — No tengo ganas de meterme en vuestros asuntos ni desenmarañar la confusa madeja de vuestras sectas, que bastantes quebraderos de cabeza habéis provocado ya en Roma. Vosotros sois los guardianes de vuestra propia doctrina ¡y vaya si lo hacéis con ganas!... El día en que ese tal Pablo cometa un verdadero crimen o transgreda las leyes romanas, volved a hablar conmigo y con mucho gusto os lo llevaré ante los jueces. Los corintios y seguidores míos de entre los gentiles que allí estaban curioseando o presas del miedo se rieron tanto de aquella decisión que, al encontrarse en el exterior con los acusadores, y como no sentían hacia ellos mucho afecto, comenzaron a darles patadas, puñetazos y palos. El nuevo jefe de la sinagoga, Sostenes, se enredó entre los pliegues de su magnífica túnica, cayó por las escaleras del atrio y fue el que recibió mayor paliza. Galión ni siquiera ordenó parar la pelea. 309


Así que no volvieron, ciertamente; al menos por mi causa... Llevaba yo casi año y medio en Corinto y tenía deseos de marchar para conocer cómo seguían mis otras iglesias; me había también rapado la cabeza —si es que esto no es más que una metáfora en un cráneo casi desnudo como el mío— para hacer el voto de nazireo de mis mayores, según el cual debía personalmente llevar al templo de Jerusalén las ofrendas prescritas y celebrar allí la Pascua. Así se lo dije a los fieles, que porfiaban mucho para que me quedase y no me dejaban partir. Pero mis mayores amigos, Prisca y Áquila, también estaban viendo el modo de abandonar la ciudad. Su negoció de alfombras no iba bien y deseaban probar fortuna en Éfeso; de manera que también me iba a quedar sin casa. La marcha de ellos me recordaba asimismo que todavía no había llegado a Roma y que en ninguna otra ciudad de misión había pasado tantos meses. Era preciso seguir adelante.

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13. LAS SINAGOGAS DE SATÁN

De no haber sido guiado yo por visiones, sueños y premoniciones en cada encrucijada del camino, ¿habría sabido tal vez, querido Rufo, adonde me dirigía realmente? Mi vida era un torbellino de agitación e intranquilidad, de fatigas e insatisfacciones. Era —lo soy todavía— como un astro perpetuamente errante; no tenía ya raíces y ningún lugar de los que encontraba me invitaba a echarlas. Si bien es cierto que mis seguidores de Corinto parecían obedecerme en todo, el hecho de que se hubieran bautizado no sólo mujeres y esclavos ignorantes, sino gente principal como el padre de la sinagoga, Crispo, e incluso Erasto, el tesorero de la ciudad, el sabio Zenas, el amado Gayo y muchos otros, era ya motivo de serias disputas entre ellos y se atrevían a discutir algunas de mis doctrinas, reduciéndolas o llevándolas más lejos, pensando algunos por sí 311


mismos y planteando dificultades sin cuento. Pero no podía quedarme más tiempo allí, porque a mis espaldas se multiplicaban la traición y las conspiraciones. Grandes conflictos surgían en varias de mis iglesias, y mi fiel Timoteo, tan paciente y servicial, no podía él solo resolverlos en los continuos viajes que yo le mandaba hacer. Silvano, por su parte, parecía despegarse poco a poco de mí, pues no concordaba con mis cartas a los de Tesalónica y, por lo demás, ansiaba reunirse de nuevo con su familia de Jerusalén. Para hacer compañía a mis amigos Prisca y Áquila, abordamos los 3 apóstoles en el puerto de Cencreas una nave que zarpaba para Éfeso, donde ellos iban a establecerse y hasta pensaban buscar una casa para mí. 10 días muy apacibles tardamos en cruzar el mar; cada noche la nave amarraba junto a alguna de aquellas numerosas y agradables islas del Egeo, bajábamos a tierra y cenábamos juntos mientras imaginábamos proyectos nuevos. En la ciudad nos recibieron bien y 312


pude hablar con algunos cristianos discípulos de Apolo, que habían sido bautizados por él no en el nombre de Jesús, sino en el de su primo Jojanán, el esenio.13 Me habían llegado noticias de este hombre piadoso, que también andaba predicando por Asia, aunque una doctrina equivocada, pero yo no había tenido ocasión de conocerlo. Sus discípulos me pidieron que me quedase con ellos para completar su conocimiento, pero les dije que tenía que cumplir mi voto y estar en Jerusalén para la Pascua. Silvano y yo llevábamos dinero para la iglesia madre de Jerusalén, recogido óbolo a óbolo en aquellas que yo había fundado. Àquila y Prisca se encargarían de enseñarles hasta que yo regresase. Junto a mi secretario hice la larga travesía hasta Cesarea, un mes largo de descanso en el mar durante el cual pude meditar mucho e imaginar más. Pero los más queridos de mis propósitos se me derrumbaron apenas me encontré con Jacob, su hermano Judas y Juan el Zebedeo. Fui al Templo con ellos, entregué los donativos que 13 Juan el Bautista. (N. del e.)

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tan ansiosamente me solicitaban, compré un cordero y lo sacrifiqué ante Yahvé, les hablé de los éxitos de la palabra de Jesús..., pero nada fue suficiente. Seguían fijos a la Ley, como una roca unida a la montaña, y llegaron a decirme que eran anatema todos los que creían en mi palabra y se dejaban bautizar sin la circuncisión. Es decir, que mi predicación era falsa. Cefas no estaba en Jerusalén para justificarme, ni ninguno de los primeros seguidores de Jesús; sólo ellos tres, aparte del tesorero Mateo, y eran 4 enemigos míos. Al parecer, Cefas seguía tan avergonzado de haber negado 3 veces al Señor y de haber cometido más tarde hipocresía con los alimentos en Antioquía, ante mi presencia y la de todos los fieles, que andaba perdido predicando junto a su mujer y el intérprete Marcos en remotas ciudades, desde donde no llegaban los truenos de sus dudas ni el chapoteo de sus lágrimas. Jacob era como la vara rígida de una higuera seca; tenía las rodillas llenas de callos como las de un camello de tanto orar en el Templo entre los fariseos. A pesar del pacto que teníamos firmado, 314


insistía en que yo no estaba autorizado para predicar. — Sólo Jerusalén es fuente de toda fe y sólo aquellos a quienes Pedro o yo, como jefes de la Iglesia, entregamos autorización escrita para anunciar la Palabra pueden hacerlo. Y a ti, Saulo de Tarso, no se te ha entregado ese documento. Así pues, eres un intruso, te apropias de revelaciones ajenas y tus profecías provienen del Maligno. Seas anatema, así como las iglesias que has fundado. No tenía más argumentos que enfrentar a aquellos hombres dementes y decidí no volver a verlos ni tener tratos con ellos nunca más. Silvano, que había sido amigo suyo en otro tiempo, decidió quedarse con su mujer y aguardar a Pedro, que lo necesitaba. Regresé, pues, a Antioquía de Siria, yo solo, sin esperar a oír más abominaciones. Allí pasé el otoño y el invierno, entre gente que me amaba, y tal vez hubiera permanecido en aquella amable ciudad el resto de mis días, cansado de tanta lucha y de tantas hostilidades, si no hubiese llegado a mis manos una carta obscena de 315


Judas, otro de los hermanos de Jesús, y seguidamente a mis oídos noticias que me rompieron el corazón. El ayudante y también hermano de Jacob me llamaba impío, lascivo, blasfemo y otras cosas semejantes; comparaba a mis iglesias con Sodoma y Gomorra y a mí con Balaam, el adivino que por dinero indujo a los israelitas a adorar al ídolo Baal Fogor y que escuchó duras invectivas de boca de su propia burra apaleada. Pedía que execrasen hasta la túnica que estaba contaminada por mi carne y me daba por mote Nicolás, que significaba «vencedor del pueblo». Mis seguidores me contaron también que de esa carta se habían hecho muchas copias y que circulaba ya por toda Cilicia, Panfilia, Pisidia e incluso por Frigia y Bitinia, donde apenas me conocían. Se desató mi furor cuando, después de estos insultos necios, supe que desde Jerusalén habían mandado a un nutrido grupo de predicadores bien adiestrados para que visitaran todas aquellas iglesias mías y me desautorizaran en ellas como a un réprobo y a un hereje. Calificaban a esas iglesias como sinagogas del 316


Diablo, porque a los que entraban en ellas no les mirábamos si tenían o no prepucio. Así pues, solamente a los que aceptaran ser circuncidados se les reconocería el bautismo. Apenas aguardé al deshielo. Acompañado por el joven Tito, el servidor fiel que había presenciado mi primer debate con Jacob en Jerusalén, salí por tierra para frenar si aún era tiempo las maldades de aquellos réprobos. Durante un largo año volví a padecer las penalidades del viaje, a través de más de 1700 kilómetros por toda Asia Menor. Salvé montañas hostiles, nadé ríos procelosos, crucé pantanos, llanuras desoladas y estepas de sal, me enfrenté con perros rabiosos, fieras de varia condición y bandidos astutos, muchas noches crucé las puertas del infierno, tropecé a veces con mis perseguidores, que callaban cobardes cuando yo estaba presente. De nuevo mis queridos hijos de Iconio, donde Tecla la dulce no vivía ya, perdida para siempre, de Derbe, Listra, Antioquía y todas las aldeas y ciudades que las rodeaban, hasta Ancira14 y los límites de Bitinia, 14 Ankara, actual capital de Turquía. (N. del e.)

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junto al mar Negro, escucharon mi palabra y fueron preparados para las agresiones satánicas que se avecinaban y las acechanzas de mis enemigos. No descansé un instante y vencía las fiebres y las fatigas por amor a Jesús. Domaba mi gastado cuerpo como a un esclavo inmundo a fin de que nadie destruyese mi obra. Cuando ya no me sostenía sobre mis pies opté por buscar el refugio que Prisca me tenía preparado en Éfeso. Acababa yo de cumplir 54 años y habían transcurrido casi 25 desde la muerte de Jesús. Lo primero que hice allí, dominado aún por la inquietud y el dolor, fue escribir una larga y dura carta a los gálatas, que estaban prestando oídos a mis enemigos. Aquellos pobres labriegos bautizados siempre habían sido gentes sencillas, crédulas y fáciles de seducir, y ahora se estaban entregando a los falsos enviados. Tal vez fui demasiado severo con ellos y puse a un lado el mucho amor que les profesaba, pero debía dejar claro que yo no era apóstol porque Cefas o Jacob me lo hubieran mandado ni porque tuviese un permiso de ellos, sino por 318


mandato de Jesucristo, y cuanto yo sabía venía de Él, no de sus ignorantes amigos. «Escuchadme bien, gálatas insensatos —les decía—: si en alguna ocasión alguien, aunque sea un ángel del cielo, os hablare de modo distinto a como yo lo he hecho, sea anatema y condenado a los infiernos.» Tito y yo estuvimos trabajando sin detenernos a comer o a dormir hasta que aquella carta estuvo concluida, porque apremiaba defender a mis ovejas de las dentelladas de los lobos que empezaban a marcarse en sus carnes: mis espías me contaban que había 2 iglesias en aquellas ciudades, la de Cefas y Jacob y la mía, la falsa y la verdadera, aunque había sido yo quien las fundara, y que disputaban agriamente entre sí. Y si bien no podía olvidar el zarpazo de aquellos agravios, y aun ahora, tanto tiempo después, me sangran las heridas del corazón, en seguida me puse a trabajar en Éfeso, pues al menos donde estaba yo podía asegurarme de la fidelidad de mis seguidores. Para ello empecé utilizando todos los trucos que conocía de los magos, 319


hechizadores, nigromantes, astrólogos, cabalistas, faquires, adivinadores, taumaturgos, brujos, exorcistas y sacerdotes ambulantes judíos que recorrían el mundo viviendo de sus engaños y portentos y eran recibidos con curiosidad y entusiasmo en todas partes. La empresa no era sencilla, pues, aparte de los que circulaban por libre y en solitario, en Éfeso había por lo menos una docena de sectas judías, empezando por los de la sinagoga y terminando por los que habían recibido el bautismo según el mandato del profeta Jojanán, a quien tomaban por Mesías, de manos del judío alejandrino Apolo. Pero estaba decidido a no dejarme derrotar. Así pues, a mi paso por las calles, hacía que se levantaran los paralíticos, que los ciegos vieran, que los leprosos recuperasen su carne. Me seguían las mujeres, los mudos, los poseídos, las que tenían flujo, los tullidos que se arrastraban sobre tablas y querían todos que conjurase sus males tocándome el borde de la túnica. Algunos se acercaban al taller y me robaban el mandil para hacer milagros con su contacto. Hasta que 320


un día me encontré con los siete hijos de un príncipe de los sacerdotes, que asociados actuaban en las plazas con grandes beneficios, curando a los enfermos y expulsando demonios. Tenían muchas dificultades con un poseso, que se reía de ellos y los insultaba. Apelaron entonces al nombre de Jesús, como solía hacer yo, pero nada lograron. —A ese Jesús lo conozco bien, y también a su mensajero Pablo, pero ¿quiénes sois vosotros, impotentes falsarios? —les preguntó el hombre, a quien yo había preparado para la representación. La numerosa gente que los rodeaba se doblaba en 2 a causa de la risa. — ¡Somos los 7 hijos del gran sacerdote Esceva! —respondió el mayor de ellos. — Para expulsar demonios tendríais que acudir a la escuela de Pablo y abandonar vuestra ciencia. Y después de decir esto, se lanzó con rabiosa furia sobre los charlatanes, los golpeó con fuerza y arrancó los vestidos de 2 de ellos, hasta dejarlos en cueros delante de todos. Cada vez era mayor el número de curiosos que 321


reían y golpeaban las piedras de contento. Me abrí paso entonces por entre la concurrencia, eché el manto en el suelo y alzando los ojos y los brazos al cielo, con grandes voces, hice el exorcismo en el nombre de Jesús. Se tranquilizó el poseso, cayó de hinojos y se puso a besarme los pies. Luego, una muchedumbre de pobres y desheredados comenzó a correr detrás de mí pidiéndome favores. Y me levantaron del suelo y me llevaban en el aire entre sus brazos. El sábado siguiente, después de que yo prometiese enseñarles mi ciencia, llegaron a las puertas de la sinagoga principal varias docenas de aquellos magos judíos de Éfeso y empezaron a quemar el apoyo de sus sabidurías. Papiros y pergaminos egipcios, libros persas, las colecciones de los Oráculos efesios, los tratados mágicos de Noé y de Salomón, grandes cantidades de amuletos frigios, fórmulas secretas compradas en la India y Mesopotamia..., todo ardió en una hoguera grandiosa que iluminó la ciudad. El padre de la sinagoga, mientras contemplaba el fuego con 322


lágrimas en los ojos, gritaba desesperado: — ¡Locos, más de 50 000 dracmas de plata valen esos libros! ¡Más de 50 000 desaparecidas por las artes de ese trono de Belcebúi Me afectaban poco sus protestas. A poco de mi llegada había intentado como siempre comenzar mi misión en las sinagogas, pero me expulsaron pronto de todas ellas. Al cabo de 3 meses no me permitían entrar en ninguna. Éfeso estaba llena de judíos muy ricos y era sede del principal banco de los fondos del Templo, recogidos en toda Jonia y administrados desde allí, pero entre tantos fieles de Yahvé no abundaban los que admitían la palabra de Jesús. Apenas eran una veintena en aquellos días. Aquila y Prisca tenían ya una iglesia en su casa, al lado del taller de alfombras que habían montado y en el que me permitieron trabajar de tejedor. Como muy pronto ganaron dinero, alquilaron al maestro en oratoria Tirano un aula de su propiedad situada en el gimnasio próximo a la biblioteca. En ella, cada 323


tarde, desde las 11 y media hasta las 4, después de mi trabajo y cuando los alumnos regulares se habían ido ya para dedicarse a sus ocios, reunía yo a mis prosélitos para explicarles el evangelio. Me ayudaban Prisca, Áquila, Timoteo y otros fieles a mi causa. Había numerosos cristianos llegados de Roma y de otras ciudades, seguidores de Jojanán, gentiles devotos e incluso peregrinos que habían oído hablar de mis enseñanzas. Como el número era cada vez mayor, a pesar de la hostilidad de tantos enemigos, y a fin de que no volvieran los altercados, celos y disensiones que germinaban en Corinto, decidí organizar regularmente nuestra iglesia. Impuse las manos a 24 sacerdotes y nombré también a 4 vigilantes u obispos para que los dirigieran a ellos. De igual modo, organicé sus predicaciones por las ciudades y aldeas de Éfeso, tanto en el litoral como en el interior. Mileto, Esmirna, Tralles, Sardes, Filadelfia, Pérgamo e incluso poblaciones más lejanas, como Hierápolis, en cuyas piscinas de aguas calientes iban a bañarse los romanos ricos y enfermos, 324


Colosas y Laodicea escucharon la palabra de Jesús.15 De ese modo pretendía adelantarme a los impíos que Jacob estaba enviando desde Jerusalén a todas partes. Estaban causándome muchos y graves perjuicios en Corinto, en las iglesias que yo acababa de fundar. Me llegaron emisarios para contarme lo que allí ocurría y se me llenó el alma de desesperación. Si me resultaba intolerable lo que estaban haciendo con mis campesinos gálatas, las noticias de Corinto llenaron mi corazón de acíbar. En apenas 3 años de ausencia habían echado por tierra toda mi obra. — La situación es realmente compleja y difícil, maestro Pablo —me contó la mensajera Cloe, una viuda corintia de 15 Mileto, la antigua Venecia de Asia, que tuvo 4 puertos, es hoy un conjunto de ruinas, como Hierápolis (Pamukkale) y Sardes, la patria de Creso. Tralles es Aydin (60 000 habitantes); y Filadelfia, Alasehir (20 000 habitantes); en 1304 fue tomada a los turcos por Roger de Flor y sus mercenarios catalanes al servicio del emperador bizantino Andrónico II; de la antigua ciudad no queda nada. Pérgamo (Bergama, 40 000 habitantes), como Éfeso, es uno de los principales centros monumentales y arqueológicos de Turquía. Colosas (Khonas) fue destruida por un terremoto en el año 60, cuando Pablo viajaba preso a Roma y sus vecinos fundaron muy cerca, al pie del monte Cadmo (Honaz Dagi), la actual Honaz. Muy cerca están las ruinas de Laodicea, ciudad célebre entonces por su escuela de oculistas: Eskihissar, a 8 kilómetros de la ciudad de Denezli. Esmirna (Izmir) tiene actualmente unos 700 000 habitantes. (N. del e.)

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notable riqueza que había sido bautizada por uno de mis sacerdotes y había hecho ahora el viaje para relatarme sus tribulaciones—. Ya en Corinto casi nadie menciona tu nombre. Te llaman casi todos Balaam y Nicolás, como falso profeta y enemigo de los otros apóstoles. A nuestra casa la llaman la sinagoga del Diablo. Cada vez somos menos los fieles a tu palabra. Debes venir conmigo de inmediato para arreglar aquello. Unos días antes había justamente enviado al joven Timoteo para que diese ánimos a aquella iglesia y, al tiempo, iniciase una gran colecta que yo estaba organizando en beneficio de los de Jerusalén. Sospechaba que si para la Pascua próxima nos presentábamos en la ciudad santa con abundante dinero, terminarían por dejarme en paz; ya en una ocasión anterior habíamos llegado a un pacto por este sistema. Estábamos informados en Éfeso de que los cristianos judaizantes de Jacob padecían muchas necesidades y penurias, y mi proyecto era recopilar grandes tesoros en Galacia, en Éfeso, 326


en Macedonia y en Corinto, aún distraídos de las muy parcas economías de mis esclavos y mis viudas, y acudir unos cuantos con ellos para cerrar la boca y enterrar el corazón de aquellos celosos enemigos. Timoteo, por su delicadeza y buen trato, tenía la misión de recorrer todos esos lugares y terminar su viaje en Corinto, donde el tesorero municipal Erasto le ayudaría en las finanzas. Así pues, acababa de partir de Éfeso cuando la dia- conisa Cloe me venía con aquellos espantos sobre los que, por lo demás, diversos rumores la habían antecedido y que me habían obligado, 4 meses antes, a escribirles una carta como llamada de atención. 4 partidos se habían formado en la ciudad. Unos se reclamaban seguidores de Apolo, el predicador alejandrino del bautismo de Jojanán; otros, de Pedro; otros, directamente de Cristo; los que quedaban, me seguían fieles a mí, aunque adulteraban también mi doctrina. Los primeros, porque Apolo era mucho más elocuente que yo, hablaba bien el griego, leía el Libro según Filón, vestía mejor y resultaba más 327


simpático. En consecuencia, a mí me acusaban de zafio, torpe, sucio, ignorante y poco flexible, según contaba Cloe. El pobre Apolo, que entonces vivía en Éfeso y tenía buena relación conmigo, se negaba en redondo a volver a Cortino para dejar las cosas claras. Los segundos eran los hombres de Jacob, provistos de salvoconductos, cartas y autorizaciones firmadas por él, por su hermano Judas, por Juan el amigo de los 2 y por el propio Cefas, hombres distinguidos y con dinero todos ellos. Los terceros, en fin, eran emigrados recientes que aseguraban haber conocido a Jesús en persona, lo cual les permitía desautorizar con mucho énfasis a todos los demás. Particularmente a mí, porque, según decían, un verdadero apóstol no podía andar por ahí andrajoso y pobre, sucio y enfermo, trabajando como los esclavos y durmiendo en posadas de mala muerte; ni podía negarse tampoco a aprovechar los privilegios de su apostolado, como los demás hacían; es decir, comer, beber y vestirse a costa de los catecúmenos. Ni era digno, sino más bien merecedor 328


de sospechas, que yo y mis discípulos viajásemos sin mujer, en contra de lo que los otros acostumbraban. A este conflicto se añadía la dolorosa e innúmera proliferación de los pecados, incluso entre los míos. Convivían con los idólatras, asistían a sus fiestas y comían carne de los sacrificios; uno de los sacerdotes vivía amancebado con su madrastra; fornicaban en común después de los ágapes sagrados incluso con las diaconisas nombradas por mí y se emborrachaban; las mujeres querían hablar en las ceremonias, hacían profecías sin pedir permiso a nadie, exhibían impúdicas las languideces de sus éxtasis, no respetaban a sus maridos, intentaban ocupar los puestos preeminentes de los hombres en las asambleas y se presentaban a ellas sin velo y con los cabellos sueltos, para ofensa de los ángeles encargados desde las alturas de conducir la oración a Dios, se negaban a concebir hijos y ensalzaban el pecado de Onán; unos cuantos buscaban a niños y jóvenes, dentro de la propia iglesia, y cohabitaban con ellos. Los nuevos apóstoles de la 329


libertad aseguraban que, puesto que el mundo se iba a terminar y Cristo estaba a punto de venir a salvarnos, el pecado había muerto y todo les resultaba permitido. Rápidamente, después de oídas estas abominaciones, les escribí una segunda carta llena de cólera y de reconvenciones. Temía mucho por mi querido Timoteo, que llegaría sin duda más tarde; que se burlasen de su timidez y no le hicieran caso, y les pedí por ello que no le hicieran de menos, que no lo acobardaran y que me lo devolvieran lo antes posible. Me avergüenza recordar ahora, ¡oh Rufo!, lo que sucedió. Pues fue seguramente por mi culpa, ya que era yo quien debería haber viajado a Corinto, y no Timoteo. Con igual vergüenza y desolación me lo contó él mismo, sin poder frenar las lágrimas de sus ojos. Y todavía ahora, en los umbrales de la muerte, tengo el corazón desgarrado por el dolor y la culpa. He debido de decirte ya que aquel muchacho era como un hijo para mí, desde que lo conocí adolescente en la casa de su madre Eunice en Antioquía; que yo mismo mandé 330


circuncidarlo y le pedí que me acompañara; que era el báculo de mi vejez y la alegría de mis ojos... Pues bien, quizá para vengarse de mí en su carne, o por inspiración directa de Satán, después de que se hubo presentado y hablado en la iglesia, después de celebrar el banquete del ágape, 2 de los cristianos se apoderaron de él y cometieron en su cuerpo el pecado de Sodoma, sin que ninguno de los presentes les pusiera freno. Sé que entre los griegos tal acción era considerada como natural e incluso noble, pero aquellos hombres eran cristianos por mi palabra y el propio Timoteo había bautizado a los dos, judío el uno y helénico el otro. Era principios del otoño del 56 cuando regresó mi amigo y me contó entre temblores estos sucesos que yo debería haber olvidado ya y que siempre silencié. Inmediatamente, sin siquiera pensarlo, tomé un barco para aquella ciudad maldita decidido a anatematizar en lo eterno a los culpables y pedir cuenta a todos los cómplices. Estaba Corinto en fiestas. Los de Jacob, al enterarse de que llegaba, se 331


presentaron en el puerto de Cencreas con la intención de arrojarme al mar. Huí y con mucho esfuerzo logré reunir a unos pocos de los míos. Algunos me escucharon, pero se preocuparon más de mi seguridad que de mis palabras. De manera que tuve que regresar en seguida a casa, con firme promesa de volver cuando todo estuviese más sosegado. Medité mucho durante 4 meses antes de enviar a los corintios una tercera carta16 que contenía más lágrimas que signos, después de haber buscado con mucho ahínco el bálsamo del perdón dentro de mi sangre. Entretanto, comenzaba ya a sentir el ardor de abandonar Éfeso y fundar nuevas iglesias lejos de allí. Tenía necesidad de viajar. Roma seguía atrayéndome cada vez más, y ya iba con retraso. Después de que Cefas se me anticipara y el partido de Jacob hubiese fundado allí una iglesia, debería acudir cuanto antes para colocar mis propias piedras. Pero si en Roma no podía ya ser el primero, al 16 Existe constancia de que Pablo escribió en esos meses al menos 4 epístolas a los corintios. Las que ahora se consideran como 1ª y 2ª son en realidad, respectivamente, la 2ª y la 4ª. (N. del e.)

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menos nadie antes que yo llegaría a España, que era un territorio rico, salvaje y grande. Los judíos que allí vivían no habían escuchado aún la palabra de Cristo. Pero la vida en Éfeso era provechosa. Aunque vivíamos en pobreza e incluso pasábamos temporadas de muchas hambres, pues no podía trabajar suficientes horas en el taller como para ganar el justo sustento, la academia de Tirano estaba más llena cada día, los judíos habían reducido sus ataques y los magos no habían vuelto a perseguirme. Por unos meses sufrí grandes dolores de cabeza, tal vez causados por los problemas en Corinto, y una vez padecí el ataque de epilepsia, aunque estaba con Prisca y Àquila y me atendieron con esmero. Las fiebres de la malaria habían suavizado mucho su aguijón, quizá por el clima benévolo de la ciudad o por las medicinas que Lucas me enviaba de vez en cuando desde Macedonia, donde seguía trabajando entre los marineros. Una de las ventajas que me ofrecía Éfeso era su calidad de ciudad santa. El santuario de Artemisa o Diana, 333


como la llamaban los romanos, diosa virgen y protectora de la ciudad, atraía a millares de peregrinos y devotos ante los que podía ejercer mi influencia. Se levantaba el templo en una colina, con dominio de toda la ciudad, sobre ciento veintisiete columnas que a su vez descansaban en figuras labradas de mármol. Decían que la imagen había caído de los cielos: era negra, rebosante de ubres, como Astarté, y estaba tallada en madera de vid. El templo era como una ciudad en sí misma, llena de sacerdotes eunucos, de artesanos que fabricaban reproducciones, de rameras sagradas, músicos, curanderos, faquires, oradores. Lo había quemado hasta sus cimientos un loco llamado Eróstrato para que todos recordasen su nombre, la misma noche en que nació Alejandro, hacía 400 años, pero había sido reconstruido de nuevo con más lujo y esplendor. Incluso era uno de los bancos más ricos del Imperio, pues los sacerdotes custodiaban grandes cantidades de dinero que la misma diosa protegía. Como el templo tenía también el derecho de asilo y a ningún 334


criminal podían prenderlo dentro de su recinto, abundaban en los alrededores ladrones, asesinos, gente sanguinaria llegada de toda Asia e incluso del otro lado del Helesponto.17 Bajando del templo por el norte, después de la puerta Corésica abierta en la muralla, mostraban su magnificencia el estadio y varios otros templos, extendiéndose hasta las mismas aguas del río Meandro, verdes de nenúfares, que se ensanchaban en una laguna. Las garzas y los cisnes de los pantanos volaban hasta allí, por encima de los anchos campos de gamones asfódelos, cuyas flores eran las de la muerte, según contaba Homero. Florecía también la cañaheja, en cuyo hueco Prometeo había escondido el fuego cuando se lo robó a los dioses que no existen para traérselo a los hombres. Al otro lado de la vaguada, pasadas las grandes termas, se abrían las columnatas del ágora, hinchadas siempre de 17 Este templo, una de las 7 maravillas del mundo, fue saqueado por los godos en 263. Se reconstruyó una vez más y, a partir del siglo vi, los reyes cristianos de Bizancio utilizaron sus mármoles y columnas para la construcción de Santa Sofía en Estambul y de la basílica de San Juan en Éfeso (actual Sel?uk, 15 000 habitantes, ya derruida). 335


muchedumbres de mercaderes y ociosos, y resplandecían los grandes edificios de la biblioteca de Celso, el teatro, el odeón, baños, fuentes y palacios hasta la puerta Magnesia, donde comenzaba la avenida de los Sepulcros, en lo alto del monte Pión. Yo vivía en la aljama, el barrio apretado y sombrío de los hebreos, y bajaba todos los días al aula de Tirano; me quedaba hasta la noche por aquella región, enseñando, o bien visitaba las casas de mis fieles y cenaba con alguno de ellos. Particularmente me gustaba hacerlo, a causa de la calidad de la comida y del cariño con que me aceptaban, en la casa de Basílides y Aspa- sia, mis antiguos patronos de Tarso. Ella me había pedido que la bautizara en secreto. Pero lo que suponía una ventaja para mis predicaciones terminó con el tiempo trocándose en causa de males gravísimos. Me refiero a las multitudes de peregrinos que acudían a Éfeso a homenajear a Artemisa. Algunos años atrás, los 10 asiarcas millonarios que pagaban las fiestas de la diosa habían decidido que todo el mes de mayo 336


estuviera consagrado a ella y fueran festivos todos sus días, uno tras otro. Se habían multiplicado los peregrinos y, en consecuencia, la riqueza de los efesios. La ciudad era un mercado de lo sagrado y se vendían miles de estatuillas de Diana, libros de oráculos, reproducciones a escala del templo en oro, plata y bronce, amuletos, recuerdos variados de la visita. Yo solía situarme ante las tiendas y proclamar incansable y a grandes voces que todo aquello era idolatría, que no podían existir dioses hechos por la mano del hombre y que Dios sólo era uno y era Espíritu. Con lo cual convencía a muchos y disminuían los negocios. Uno de los plateros más ricos, un hombre grasicnto pero ágil y simpático llamado Demetrio, terminó pensando que era yo el culpable de que las ventas de aquellos objetos se redujeran. Ya anteriormente había hecho quemar centenares de libros, muchos de los cuales se fabricaban en Éfeso y ahora pretendía hacer otro tanto con las reproducciones. Se situó un día en lo más alto de las gradas del templo y se dirigió a los presentes para agitar sus 337


espíritus. —Primero fueron los libros de oráculos y ahora la emprende contra las imágenes —dijo—. ¿Adonde vamos a parar? Éfeso es rico por sus fábricas y en ellas trabajan miles de ciudadanos. Ese judío llamado Pablo quiere quitarles el pan de la boca y condenar a la miseria a sus familias. Fijaos, efesios, en cuántos de vosotros estáis parados porque no se vende nuestra mercancía. ¡Y él es el culpable! Pero además de eso anuncia que la majestad de nuestra diosa perecerá, que el templo caerá en ruinas, puesto que la propia Artemisa es sólo un trozo de madera. ¿Quién ha oído una blasfemia semejante? ¿Cómo un extranjero se atreve a insultar a la más grande de las diosas, la protectora de nuestra ciudad? Prendió el fuego en unos cuantos y empezaron a gritar: —¡Artemisa es grande! ¡Viva la Artemisa de los efesios! ¡Castiguemos al blasfemo que nos deja sin trabajo! Subieron otros a multiplicar las palabras de Demetrio, se organizó una ruidosa algarabía y cientos de obreros e industriales, acompañados por los 338


peregrinos que no contaban con aquella atracción, iniciaron una tumultuosa carrera por la ciudad vieja, rodearon el monte Pión y fueron saltando al circo. Se les unieron sacerdotes, prostitutas y los judíos enterados de que iban todos contra mí. —¡Los leones! ¡Que traigan los leones para Pablo! —clamaban desde las gradas—. ¡Que se sacie en ellos nuestra hambre! No guardaban leones numidios en los subterráneos del teatro, para mi suerte. Porque los más exaltados bajaron hasta el ágora y me prendieron mientras estaba yo dando mis lecciones. En volandas me subieron al circo y me arrojaron a la arena. Descerrajaron las jaulas de las fieras y sin las ceremonias habituales ni el mandato del asiarca director de los juegos soltaron a media docena de onagros y a 2 osos que estaban encerrados allí. Atronaron las risas y se redoblaron los insultos. Yo me encontraba en el borde de la arena, junto a las piedras, viendo aterrorizado cómo los onagros y los 2 gigantes negros corrían desesperados por todo 339


el perímetro. No podía esconderme en parte alguna y menos aún hacer frente sin armas a aquellos monstruos. Uno de los osos me vio y comenzó a caminar hacia mí moviendo a un lado y a otro la enorme cabeza de boca babeante. 2 de los asnos salvajes se lanzaron contra él y empezaron a cocearlo y a lanzar grandes rebuznos. Muy pronto los 8 animales se pusieron a pelear entre sí, como disputando sobre cuáles de ellos me obtendrían a mí por botín. Y en las gradas miles de personas aplaudían, gritaban y se ponían de parte de ellos. En el teatro cabían más de 50 000 personas y estaba lleno en su mitad. Recibí en el hombro el mordisco de un onagro y empezó a manarme la sangre, lo que entusiasmó más a los amotinados. «¡Judío blasfemo! ¡Viva Artemisa de Éfeso! ¡Sólo ella es grande!», gritaban cada vez con más fuerza. El mismo Demetrio quiso alzar la voz para detener aquella infamia que él había iniciado y no podía ahora controlar. Apareció entonces en lo más alto del circo uno de los asiarcas, a quien yo 340


conocía, y con su honorable presencia consiguió calmar un poco la furia de aquellos fanáticos, después de mucho rato de tener las manos extendidas: — ¡Efesios y huéspedes de Éfeso! — gritó—. No es regular lo que estáis haciendo. Ningún mortal, mago judío o emperador del mundo, podrá nunca mancillar el honor de Artemisa, porque ella está tan sobre nosotros que ningún hombre puede ofenderla jamás. Pero si ese desgraciado es culpable de que mermen nuestros negocios y carezcáis de trabajo, será condenado por los jueces como merece. No conviene que digan de nosotros que arrojamos a los peregrinos a las fieras y que se tambalee el prestigio de nuestra hospitalidad; eso nos haría perder más de lo que hemos perdido por causa suya. Los onagros y los osos no entendían tan razonable discurso y seguían peleando en torno a mí, caído y rodando varias veces por el suelo entre sus patas. Todo mi cuerpo aparecía lleno de sangre y de las humedades de su saliva. Estaba seguro de que iba a morir en un 341


instante y a entregar mi vida por Cristo Jesús. Sin embargo, saltaron a la arena los cuidadores de las fieras, las empujaron diestramente con lanzas y escudos y consiguieron recluirlas en sus zahúrdas. Mientras las estaban arreando, se arrojaron desde las gradas, sudorosos y agitados, mis amigos Àquila y Prisca, que habían sido advertidos de lo que sucedía. Arriesgando su propia cabeza me tomaron entre los 2 y me condujeron a rastras hacia la puerta que los vigilantes del circo habían dejado abierta. Volvían a imponerse en las gradas los gritos, las protestas, los insultos y las condenas. Ellos no hicieron caso alguno. Me echaron un manto por la cabeza y con gran astucia lograron mezclarse entre el desventurado pueblo, como si también ellos pidieran mi muerte, hasta que poco a poco consiguieron conducirme a su casa.

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14. LA ÚLTIMA TENTATIVA

No me sentaban nada bien la toga romana, los bordados de hilo de plata, las sandalias de cuero fino y las barbas rapadas («sólo me falta una corona de laurel para que me confundan con Apolo», le dije riendo), pero Àquila pensó que eran el mejor disfraz en aquella situación para que nadie en el puerto me preguntara quién era y qué estaba haciendo allí. En numerosas cartas había hecho promesa de viajar a varias iglesias en las que ansiosamente me esperaban, pero la rebelión popular y la amenaza de que me devolvieran al circo o, por lo menos, de que me condujesen a los tribunales, alteró por completo mis planes, que de todas maneras nunca habían sido muy claros. Me apremiaba llegar a Roma, porque los enviados de Jacob y Cefas estaban logrando allí 343


mucha fortuna, después de que se quedase en nada el decreto de expulsión de Claudio. El nuevo emperador, Nerón, que llevaba 2 años en el pretorio, parecía un hombre sensato y honrado y no se apartaba de los sabios consejos de su maestro Séneca. Si mis enemigos habían intentado adueñarse de mis propias iglesias en Asia, tenía yo también derecho a hacer lo mismo con la suya de Roma, especialmente teniendo en cuenta que aquel territorio de gentiles me correspondía a mí, conforme al pacto sellado en el concilio de Jerusalén, nueve años antes. Roma era la capital del mundo, sólo desde Roma lograría imponerse de verdad el cristianismo sobre todos los pueblos. Y aun cuando en aquel sembrado de los judaizantes de Jacob no me hicieran caso o me persiguieran tanto como en los demás lugares, más allá estaba España, a donde no habían llegado ellos todavía, ¡oh Rufo! Dejaría para otra ocasión más propicia la visita de inspección a mis fundaciones en Asia, en Jonia y en Grecia. Lo que me acuciaba más, aparte de huir de Éfeso, era entregar 344


en Jerusalén, durante la Pascua, la cuantiosa suma de dinero que Timoteo, Tito y mis otros ayudantes habían ido recogiendo. Si en Jerusalén no veían en esa generosidad nuestra un rasgo de sometimiento espiritual, de caridad y de deseos de concertar la paz para siempre, ya no imaginaba qué podría hacerse. Pero nadie iba a impedirme que después de ese pródigo intento de conciliación emprendiese el camino de Roma, tantas veces postergado. Escondido aún de la furia popular en la casa de la diaconisa María, cerca del gimnasio de Vedio, en el que ella misma trabajaba como cosedora, hice llamar a Tito y le ordené que viajase a Corinto. — ¿A Corinto, Pablo? Después de lo que sucedió a Timoteo jamás volveré a esa ciudad abominable. Y después de como te recibieron a ti... Que la maldición caiga sobre ellos. —Tú no eres Timoteo. Eres más fuerte y más agresivo que él, y no estás circuncidado. No debes temer nada. — ¡Vaya, que no debo temer nada! Allí todos me conocen como brazo derecho 345


de los nicolaítas. Me llaman una de las más fieles burras de Balaam... Deja que se las arreglen ellos solos. Corinto ya no existe para nosotros, Pablo. Olvídalos. — ¿Y quién va a recoger el dinero recaudado? No podemos perderlo. — Que se lo metan en sus culos hinchados. — Pero de ese oro depende nuestro éxito en Jerusalén. — Manda a otro, si tienes tanto interés. O ve tú mismo. — ¿A quién puedo mandar, Tito? ¿Quién de entre los míos es más fuerte que tú? ¿Quién tiene más valor? Iría yo mismo, pero me da pánico enfrentarme a aquellos hijos de... Podría perder los nervios. Y tampoco me encuentro muy bien de salud, ya lo sabes. — Que no, Pablo. No insistas. Yo no estoy dispuesto a que... Fue preciso que le obligase conjurándole en el nombre de Jesús, nuestro Salvador; y poniendo a sus órdenes a 4 hombres fuertes en los que confiábamos mucho; 2 de ellos habían sido gladiadores del circo y no tenían miedo ni al Diablo. También le 346


entregué una carta escrita entera con mi propia mano dándole poderes absolutos para hacer y deshacer en mi nombre dentro de la iglesia que se me había sublevado. En Corinto quedaban sin duda muchas personas fieles a nosotros, las mismas que habían recogido los donativos, y no permitirían que a mis hombres les sucediese lo que a Timoteo. También ellos sabrían defenderse mejor, llegado el caso. A regañadientes, asustado incluso, Tito tuvo que obedecerme. Aliviado, pues, de esa inquietud, me eché sobre los temblorosos hombros la hermosa toga que me había comprado Prisca, dejé que me perfumaran el cuerpo, y bajé acompañado de un pequeño séquito hasta el puerto interior de la ciudad. 2 soldados se acercaron al verme y sentí de pronto los latigazos del miedo, pero ellos no preguntaron mi identidad, sino que saludaron marcialmente y me desearon buen viaje. Me consideraban uno más de los ricos peregrinos romanos que visitaban Éfeso. Después de cruzado el canal de 2 kilómetros, me embarqué en el puerto 347


de Panormo en una nave que ya estaba dispuesta. De las colinas que abrazan Éfeso caía sobre la laguna del río Meandro una luz verde y acogedora, pero me resultó triste; de la lejanía empezaban a llegar los cánticos y la música con que los idólatras festejaban un día más a Artemisa. Yo estaba seguro de que nunca volvería a pisar las piedras de aquella ciudad prodigiosa en la que había pasado los 3 años más difíciles de mi vida; ninguna otra había sabido retenerme tanto ni en ninguna otra había derramado tantas lágrimas. Esperaba que en Filipos, donde me aguardaba mi mujer, podría descansar y recuperarme. El barco, único que aceptó rescatarme de la persecución por el soborno de Áquila, hacía su navegación hasta Tróade. Bajé a tierra, pues, e intenté, mientras esperaba otro medio de transporte, reunir a los fieles que allí había y difundir las enseñanzas que la vez anterior el apresurado Espíritu me había prohibido ofrecer. Durante algunas semanas encontré mi garganta cerrada como un sepulcro y 348


mi corazón seco como el desierto. Las congojas y tribulaciones pasadas en Éfeso habían convertido mi palabra en un campo de sal. Me dolía tanto la cabeza que el cerebro parecía agitarse dentro de ella como un pulpo desesperado entre las manos de los pescadores. Se me hincharon de nuevo los ojos y en los momentos más inoportunos me sacudían los temblores de la fiebre. Mandé mensajeros pidiendo urgentemente que Timoteo y Tito volvieran a mi lado, pues estaba seguro de que me hallaba a las puertas de la muerte, y me embarqué en un pequeño velero de pescadores que me llevó hasta la isla de Imbros; allí cambié a otro, en el que viajé, encogido entre los cordajes como un cadáver, hasta la de Samotracia; luego, en otros más, a Tasos. Los 2 hermanos a los que Prisca había encargado de mi custodia me bajaron en brazos, por fin, en el puerto de Neápolis y en unas angarillas que improvisaron corrieron conmigo por el desfiladero del monte Pangeo y bajaron luego al valle en cuyo otro extremo brillaba ya la pequeña 349


acrópolis de Filipos. La que había sido mi esposa durante tan poco tiempo me estaba esperando junto a las otras mujeres, Febe, Evodia, Sintiqué, la pitonisa Drusila, juntas todas llorando y dispuestas a cuidarme y conservarme a su lado. Afortunadamente, sólo 2 enviados de Jacob habían aparecido por Filipos y ambos fueron arrojados al río por las mujeres, hasta que tuvieron que volver sobre sus pasos. De modo que aquella iglesia seguía siendo, unida y firme, fiel a mis enseñanzas. Enviaron varios correos urgentes para buscar a Lucas, que seguía trabajando en las naves. Yo continuaba en el lecho cuando él se presentó dispuesto a guardarme la vida. Me dio a beber polvo de mandràgora disuelto en cerveza y más tarde una medicina muy valiosa que había comprado a un médico del Ponto y llamada triaca: tenía más de sesenta componentes, según me dijo, entre ellos carne de víbora. Vertió un poco en un vaso lleno de vino de dátiles, lo dejó macerar durante la noche y luego lo tomé en ayunas, con gran alivio de todos mis dolores. En cuanto a los 350


ojos, me los ungió con un ungüento egipcio hecho de minerales que yo no conocía. Pidió también a mi mujer que machacara pétalos de rosas con mostaza y me los hizo beber con miel cocida, a fin de que me sanase el pecho. Él mismo, abandonando los trabajos de los que subsistía, pasó muchos días a mi lado, hasta que vio que podía ponerme en pie y caminar por entre los frutales del jardín de Ella. Durante estas semanas de convalecencia y meditación, encontré fuerzas para escribir una larga carta a los romanos, a quienes no conocía aún, anunciándoles mi próxima llegada y los verdaderos fundamentos de la doctrina de Jesús. En la celebración de la Pascua había ya recobrado las fuerzas, después de 4 meses entre los dientes de Caronte. Unos días antes había regresado Tito de Corinto y me trajo buenas noticias. Lo habían recibido bien, habían expulsado de la comunidad a todos los fornicadores, borrachos y sodomitas y se habían esforzado para reunir buena cantidad de dinero con la que yo pagaría mi tranquilidad en Jerusalén. 351


Aquellas santas mujeres de Filipos, y en primer lugar la que ha sido mi esposa según la Ley, ocupan ahora el rincón más soleado de mi corazón. Fueron ellas, y toda la iglesia de Macedonia, las que me han sido fieles hasta este momento, las que más se inquietaron por mi salud y mis andanzas, las que siempre me enviaron socorros cuando los necesitaba, las que nunca olvidaron mis palabras ni me traicionaron, las que me ofrecieron cuando estuve a su lado consuelo, alimento, albergue y calor... ¡Benditas sean por siempre y que Cristo Jesús se acuerde eternamente de ellas! Seis días después de celebrada la Pascua entre los hermanos en una atmósfera de inmensa alegría y también de tristeza, sabiendo que nos separábamos de nuevo, y sin haber podido ofrecer, a causa de mis males, mi cordero en el Templo de Salomón como eran mis deseos, recuperado aunque débil aún, decidí emprender viaje a Jerusalén. Estaban comenzando los días plácidos y calurosos del año 58 y la larga navegación no me asustaba. Mandé reunir a un nutrido grupo de 352


obispos y de presbíteros de todas las iglesias fundadas por mí y les pedí que ellos mismos fueran depositarios de los donativos que habían recogido. No quería llevarlos yo mismo, para que no volvieran a acusarme de autoritario, soberbio y banquero de las sinagogas de Satán. Cada iglesia ofrecería su dádiva a Jacob y a Mateo: ellos sabían que ésas eran mis iglesias, que yo las había fundado. Se hizo todo con el mayor secreto. Lucas dispuso en qué puertos y en qué naves viajaría cada uno, y no comunicó a nadie el nombre del barco que íbamos a tomar nosotros. Habían llegado rumores de que los de Jacob y los fariseos de las sinagogas de toda Grecia y de Asia Menor se habían confabulado y habían pagado a criminales para matarme y que también me perseguían los zelotas con sus curvos puñales, desde que se había corrido la noticia de que yo ansiaba viajar a Roma desde Jerusalén y entregar a los invasores romanos el pueblo de Israel. Me acompañaban Timoteo, Tito y el filipense Epafronio, portador del dinero de la ciudad, además de 2 hombres encargados de 353


nuestra seguridad y del propio Lucas, el guardián de mi salud y organizador de la travesía. Éramos, pues, siete hombres, si puedo contarme a mí como uno entero. Por culpa de vientos en contra tardamos nueve días en arribar a Tróade, ya en el Asia. Al amanecer del décimo, después de haber amarrado en ese lugar para pasar la noche, reiniciamos el viaje hacia la isla de Lesbos; después a la de Quíos y la tercera noche quedamos detenidos frente a Éfeso, donde no quise desembarcar para visitar a los amigos y dormir entre ellos, a causa de los peligros que corría. Samos, Mileto, ciudad en la que los presbíteros subieron un momento a saludarme y a despedirme; Rodas, cuyos vientos favorables al acercarnos a tierra nos trajeron aroma de rosas... En Pátara cambiamos de nave y navegamos por mar abierto, dejando a nuestra izquierda la isla de Chipre, hasta Tiro, donde nos detuvimos 7 días a descansar; luego formamos una caravana para bajar por tierra hasta Cesárea, donde paramos otra semana más en casa de Felipe. 354


Estábamos conversando sosegadamente en su jardín una tarde cuando apareció de pronto Agabo, el profeta itinerante que años atrás se había presentado en Antioquía para comunicarnos las penurias que sufrían los de la Iglesia de Jerusalén. No llevaba ya su barba atada a los pies con una cuerda, sino que ésta le rodeaba el cuello como a un perro y cargaba a la espalda un saco de cenizas con las que se rociaba continuamente a sí mismo y a los que estaban junto a él. Se dirigió en línea recta hacia mí, me desató uno de los cinturones y se lo ciñó a sí mismo. — El hombre a quien pertenece este cinto —exclamó con los ojos en las nubes— será atado con tanta firmeza como yo lo estoy ahora en el lugar al que se dirige. ¡Ésta es mi profecía! Y el que quiera creer mis palabras, que las crea. ¡Cuídate de los que pretenden apresarte, oh gran doctor y maestro! Nos lanzó una rociada de ceniza y se alejó. Algunos de mis amigos rieron con ganas, pues todos éramos conscientes de que nos acechaban muchos perseguidores y de que intentaban capturarnos. Pero yo me 355


quedé sin el cinto. —Creo que Agabo recoge por todas partes objetos que pertenecen a los santos para venderlos luego por ahí — dijo Lucas sin dar importancia a la cosa—. A Cefas le robó una sandalia vieja con la excusa de una profecía igualmente aguda... Con ese negocio gana para comer el pobre hombre. Algún mercader le compra esos recuerdos para comerciar con ellos entre los italianos y entre los astures, que parecen muy aficionados a coleccionarlos, según me han contado. 4 días antes de Pentecostés partimos todos de allí: los siete, más quince hombres santos que se nos unieron por si alguien nos atacaba. El camino estaba lleno de caravanas grandes y pequeñas, judíos de toda la dispersión que acudían a celebrar la santa fiesta. Era ya el mes de julio y en la llanura de Sarón estaban segando las espigas; habíamos tardado más de 3 meses en el viaje. Y más de 40 años habían transcurrido desde que yo entrara por aquellas mismas puertas y me dispusiera a buscar la casa de Gamaliel para empezar mis estudios. Ahora me había 356


menguado el entusiasmo y la esperanza me rehuía. Toda la ciudad y los montes y valles vecinos estaban plantados de las tiendas de campaña de los peregrinos. Más de un millón de judíos habían llegado de todo el mundo para celebrar la Fiesta de las Semanas y ofrecer a Yahvé el sacrificio del primer ramo de cebada y de la primicia del pan. Habíamos avisado a los hermanos de Jerusalén de nuestra llegada, pero no tenían albergue para nosotros, ni en la casa de María la madre de Marcos ni en ninguna otra de las muchas que ahora poseían. Lucas consiguió que un compañero suyo, judío chipriota establecido allí, aceptara recibirnos a los siete en su casa, aunque sólo a mí y a él pudo darnos lecho. — Es mejor que tus hombres se queden haciendo guardia en las puertas; no sé qué habrás hecho, profeta, pero dicen que tienes muchos enemigos que te buscan — me dijo el médico. Estaba metido ya en la boca del león y en el nido de las víboras. Al día siguiente corrí con toda osadía a visitar su guarida, la gran casa de la tía de 357


Bernabé, que ella les había dejado en heredad. Entregamos primero todo el dinero recogido, con lo que Jacob y cuantos lo rodeaban alabaron y dieron gracias a Dios con grandes voces. Luego, de pie entre ellos, les recité un informe completo de lo que había hecho a lo largo de los 10 años que había estado lejos: el número de los convertidos, las iglesias fundadas, las cicatrices que adornaban mi cuerpo, de varas, de látigos, de zarpazos de fieras, de arañazos, de pedradas, de asaltos de bandidos, de obstáculos en los caminos..., las limosnas recibidas para ellos, los sacerdotes y obispos nombrados, los infinitos viajes cumplidos, el nombre de los fieles más destacados de la gentilidad, las sinagogas en que había hablado... Se mostraron muy satisfechos, e incluso el apóstol Juan, con rostro iluminado, profetizó un gran porvenir para todas aquellas iglesias y me dio las gracias por mi esfuerzo en nombre de todos. — Muy bien, Saulo, muy bien —añadió Jacob con voz casi inaudible, atragantado por las toses—. Debo felicitarte por todo ello. Has hecho un 358


buen trabajo y aquí están los frutos. — Señaló con una mano de esqueleto las bolsas del oro—. Nada que objetar sobre ello, loado sea Yahvé. El único problema que subsiste —ahora estuvo tosiendo casi 5 minutos y su hermano Judas le golpeó insistentemente la espalda—, el único problema es que enseñas a los judíos de la dispersión que hay que abandonar a Moisés y no exiges a los gentiles convertidos por tu palabra que se hagan circuncidar. Y que desprecias el sabbath y celebras los ágapes en el día siguiente, el que los idólatras dedican al sol... ¡Y todo eso va contra nuestra doctrina! ¿No es así? Todos los reunidos levantaron las manos al cielo para decir a gritos y repetidamente que sí, que era cierto. — Bueno, eso es lo que nos cuentan, y son gente muy conspicua la que nos lo cuenta... Vienen de Corinto, de Éfeso, de Macedonia, y todos nos cuentan lo mismo. — Hizo una pausa para escupir un gargajo en el suelo—. De manera que tus enseñanzas no se ajustan a las de Pedro y a las nuestras y a las de todos los otros discípulos que si vimos y conocimos a Jesús de Nazaret. 359


Según lo cual, todo nos obliga a pensar que eres un profeta por libre, por así decirlo, rebelde y tozudo como nadie, desde luego; un predicador ambulante que no sabe muy bien lo que se trae entre manos y no respeta los acuerdos tomados por esta santa asamblea en el concilio de hace 10 años... Levanté la mano y la cabeza para protestar. — ¡Calma, calma, hijo mío! No reniego de tus indudables dotes, no, líbreme Yahvé. ¡De lo que dudo es de tu ortodoxia e incluso de esa religión que andas enseñando por ahí! ¡Porque somos judíos, judíos de la cepa de Moisés, de Abraham, de Jacob; judíos que hemos visto al Mesías! ¡Pedro, Tomás, Bartolomé, Jacob el Mayor, el degollado por Herodes Agripa, Mateo, Felipe, Andrés..., todos judíos! ¡Y también Jojanán el Bautista, judío! ¡Y Esteban, al que tú mataste, judío! ¿Te sientes judío también tú, Saulo de Tarso? — ¡Como el primero! —grité. A mi lado, los ojos brillantes de Lucas estaban lagrimeando; mi amigo temblaba—. Tan judío como tú, Jacob, 360


y como todos éstos. ¡Pero los judíos solamente podremos conquistar el mundo si abandonamos esas costumbres rancias, esas leyes ridiculas, esos ritos innecesarios! Ya te lo he explicado más de una vez y los hechos me están dando la razón. — ¡Cabeza como una roca, Saulo de Tarso! —dijo entonces Judas—. No queremos escuchar más insensateces como ésas. Bastantes veces las has proclamado. Sólo dinos si eres o no eres judío. — De la tribu de Benjamín, circuncidado en el octavo día — respondí con tanta calma como desesperación. La asamblea decidió entonces ponerme a prueba. Tendría que manifestar pública y ostensiblemente que seguía fiel a las prácticas judaicas. No me opuse, pues ésa era en realidad mi intención. Aunque la propuesta concreta era muy dura. Afortunadamente, Lucas tenía dinero para ayudarme y Tito y Timoteo corrieron a buscar más entre los prestamistas. El concilio me propuso que buscase 4 hombres que hubieran hecho el voto 361


de nazireo y no pudieran por pobreza cumplirlo; debía costear todos sus gastos en el Templo durante las fiestas y pagar de mi bolsillo sus sacrificios. No me negué. Busqué a los 4 pobres, pagué al barbero para que les rapara la cabeza y al sastre para que los vistiera adecuadamente, compré quince ovejas para el sacrificio —tres por cada uno de nosotros— y otros tantos cestos de pan, tortas y pasteles de aceite, más quince ánforas de vino de calidad; es decir, las ofrendas con las que luego se quedaban los sacerdotes. Necesité también dinero para pagar su hospedaje y su manutención durante los siete días que pasamos juntos en los atrios del Templo, entre millares de desconocidos, tan desconocidos como aquellos 4 desventurados y efímeros compañeros. Mi edad y mi precario estado de salud soportaban mal aquel enjambre maloliente y gritador, la hedentina de la sangre que corría en ríos desde el altar de los holocaustos, el vaho de la muerte que lo impregnaba todo, la pestilencia de los excrementos de animales y hombres, el insomnio, el 362


agobio de los vendedores y cambistas, el zumbido de las plegarias, los empujones y peleas, la compañía de los que morían allí asesinados o por sus enfermedades... Pero quizá era más intolerable soportar la humillación que aquello significaba para mí y la traición que cometía a lo que había estado predicando. No les resultaba suficiente el dinero tan trabajosamente reunido en tantas partes. Querían que todo Jerusalén, incluidos mis hermanos y mis seguidores, supiese que yo no había abandonado la Ley, que era judío, aunque no un judío como yo pretendía serlo: griego, letrado, conocedor del mundo, abierto al mundo, dispuesto a inyectar en el cuerpo del mundo la verdadera sangre de lo judío..., sino como ellos deseaban: torpe, cerril, viejo, cruel, ciego, fanático, cazurro, intransigente, despiadado... Sin embargo, los fariseos seguidores de Jesús no tuvieron tampoco bastante con todo esto. Ya habían preparado el cepo. En el séptimo día, concluido mi tiempo de purificación, me encontré con Tito y con Trófimo de Éfeso 363


cuando me dirigía al Templo y les pedí que me acompañasen. Trófimo era gentil y había sido bautizado. Les mandé que me esperasen en el atrio de los gentiles, al otro lado de las grandes puertas de bronce, mientras yo entraba en el de los judíos para comunicar a los sacerdotes que mi purificación estaba terminada. Trófimo se quedó sentado junto a una barrera de madera en la cual, cada pocos metros, estaba escrito en latín y en griego el aviso: «Pena de muerte a todo extranjero que se atreva a penetrar en el recinto sagrado.» Ni siquiera los soldados romanos acantonados en la vecina torre Antonia y vigilantes ahora desde los tejados de los pórticos se atrevían a incumplir aquella ley, que incluso Roma había ratificado. De pronto surgió un fuerte griterío a ambos lados de las puertas y se alzaban manos que me señalaban a mí y a Trófimo. — ¡Muerte, muerte! ¡El gentil ha penetrado en el Templo! ¡Israelitas, castiguemos esa abominación! ¡Ahí marcha el culpable! En un minuto eran centenares los que 364


se golpeaban el pecho y se rasgaban los vestidos. Los espías de Jacob y los fariseos con los que se habían asociado, estratégicamente situados entre la multitud, azuzaban a los presentes, que como perros hambrientos se lanzaban sobre mí y comenzaban a darme puñetazos y patadas. Los levitas tocaron sus trompetas para avisar del peligro de contaminación del lugar sagrado y algunos sacerdotes, enrolladas a la cintura sus túnicas blancas enrojecidas por la sangre, corrían por todas partes con los jiferos en alto. — ¡Traición, traición! ¡Anatema! En medio de la espantosa algarabía, no me daba muy bien cuenta de lo que estaba sucediendo. Sentí sólo que me arrancaban los vestidos y me levantaban en vilo; sobre un mar de manos encrespadas como garras navegué hasta las puertas y luego caí violentamente sobre la escalinata exterior. Me expulsaban del Templo, me arrojaban del seno de mi pueblo. Fue como un terrible resplandor que me deslumbró: ninguna condena podía serme tan terrible. Pero no tenía allí tiempo ni capacidad para meditar 365


mucho en ello. La multitud seguía gritando histérica y los más atrevidos se preparaban ya para darme muerte. Pero debían hacerlo afuera para no manchar el recinto de Yahvé, quizá en el mismo terraplén en que Esteban había sido lapidado. Mientras decidían a gritos el lugar, apareció un grupo de soldados romanos, de los que hacían guardia alrededor del Templo, con un decurión a la cabeza. Formaron un círculo a mi alrededor y preguntaron a qué venía aquel escándalo. Se adelantaron algunos fariseos y hombres de Jacob, que compartían el odio hacia mí, para explicar en qué punto había quebrantado yo la Ley y de qué modo era automáticamente reo de lapidación. — Bueno, vamos a ver eso —dijo el decurión. Mandó a los guardias que me condujeran al patio de los centinelas y ellos consiguieron abrirse camino con sus lanzas ante la agitada muchedumbre. —Conque otra pelea por diferencias religiosas, ¿eh? ¿No pensaréis terminar nunca de poneros de acuerdo? A ese 366


dios vuestro me parece a mí que le gustan demasiado la sangre y las revueltas —me dijo el jefe con una sonrisa incrédula y moviendo la cabeza—. Bueno, te daremos unos azotes por haber alterado el orden y para que nos cuentes quién eres de verdad y qué haces aquí; así, por el momento te salvamos de la muerte a manos de esos locos. Luego hablaremos con el tribuno. Me desnudaron de los jirones de ropa que aún me quedaban sobre la piel, me ataron las muñecas con correas y me tumbaron en un caballete de madera, al que me sujetaron bien. Uno de los soldados tenía ya en una mano, y lo acariciaba con la otra, el látigo de ásperas tiras de cuerda reforzadas con púas y bolas de plomo. —Soy ciudadano romano —dije con un hilo de voz—. Apelo al César. — ¿Cómo? ¿Es verdad lo que dices? ¿Acaso no eres un judío como ésos? — preguntaba con los ojos muy abiertos el centurión. — No te estoy mintiendo, comandante. Antes de azotarme avisa al tribuno. Debes conocer bien lo que ordenan las leyes. Soy ciudadano romano y no 367


puedes azotarme hasta que no haya condena judicial firme. Ya sabes a qué te arriesgas. —Yo pagué buenos denarios por esa ciudadanía y tú no tienes aspecto de haber sido muy rico en ningún instante de tu vida... — Llama al tribuno para que lo compruebe. Si miento, podrás matarme cuando te plazca. Cuando se presentó el tribuno, quedó perplejo un instante. Por alguna razón había creído que yo era cierto judío egipcio que estaba dirigiendo en el desierto a una tropa de 4 mil zelotas rebelados contra Roma. Ahora resultaba que era ciudadano romano y le estaba hablando en griego. Mandó que me desataran inmediatamente. Me dijo que se llamaba Claudio Lisias y que antes de tomar una decisión deseaba escuchar mi historia.

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15. LOS JUICIOS

Durante toda mi vida, ¡oh hermano Rufo!, he estado en pelea continua con los hombres, como habrás visto por los acontecimientos que he entresacado de mis experiencias. Pero jamás he sentido temor a enfrentarme a ninguno de ellos: judíos o romanos, partidarios de Cefas o de Jojanán, sacerdotes o gobernadores, reyes o bandidos. Porque yo tenía la razón de mi parte y eso da siempre mucho vigor a la lengua y sobrado fortalecimiento al ánimo. Sólo temía a las piedras de manos anónimas, a los látigos de los soldados y de los levitas, a las patadas de las multitudes y a los dientes de las fieras; y eso únicamente en algunos casos y por haberlo probado en demasía. Los hombres nunca me causaron miedo. Ahora me encontraba nuevamente 369


entre sus manos, y bien agarrado. Pero el tribuno de Roma en Jerusalén estaba tanto o más asustado que yo. En realidad, y después de una larga conversación, admitió que no entendía nada. Lo cual tampoco me pareció extraordinario. — ¿Pretendes decirme, Pablo de Tarso, que un judío pobre, pequeño, jorobado, viejo y zambo está intentando cambiar el mundo? ¿Sin una espada al cinto ni un soldado a sus espaldas? ¿Sin un denario en el bolso? Mucha osadía me parece. Pero hablas con la convicción del que está seguro de que yo pueda creerle... —La fe es un regalo de Dios, tribuno Lisias. Yo sólo te he contado la verdad. Puedes creerla o no, como más te plazca. —Pero, según me dicen, la mitad de Jerusalén quiere matarte. Algo habrás hecho para merecer esos odios, me imagino. Personalmente, tengo la certeza de que tu amigo no traspasó la barrera, me lo han dicho los soldados, eso sí... ¿Cuál es tu culpa? —Ninguna que vaya contra las leyes de Roma. —O eres un loco o eres un hijo de los 370


dioses. Pero yo me inclino más bien por lo primero. Sobre todo cuando miro tu aspecto... Te presentaré mañana ante el Sanedrín y escucharé lo que ellos digan. Es tu propio pueblo el que debe juzgarte, no Roma. Yo prefiero lavarme las manos en este asunto. —Pero no olvides que soy ciudadano romano —insistí—. Estoy inscrito en el censo del pretorio de Tarso. —Está bien, está bien... Ya mandaré investigar eso. El juicio ante el Sanedrín no comenzó de modo muy alentador. Estaba presente la mayoría de sus 70 miembros, más los príncipes de los sacerdotes, guardias y funcionarios. A mí me mantenían con las manos atadas al cuello por una recia correa, entre 4 soldados romanos. Apenas pronuncié unas palabras de identificación, el sumo sacerdote Ananías, con las manos bien agarradas a su lujosa túnica negra, ordenó a un levita que me hiriese en la boca. El dolor del golpe no era grande, pero un escriba como yo sabía el significado simbólico de aquel gesto: que el tribunal no me consideraba hijo de 371


Israel, heredero de mis antepasados, miembro de la tribu elegida por Yahvé en el principio de los tiempos... Seguramente era el castigo que querían infligirme desde que los traicioné en el viaje a Damasco, hacía ya 25 años. Pero era un castigo tan injusto como excesivamente severo. Me hinché de cólera. — ¡Yahvé también te partirá la boca a ti, pared de cuadra blanqueada, raza de víboras! —grité al sumo sacerdote. Todos los integrantes del Sanedrín comenzaron a chillarme, a señalarme con el dedo, a arrojarme lo que tenían a mano y a pedir mi muerte sin más dilación. Estaba escrito —y yo lo había leído muchas veces— que era reo de muerte quien insultase al sumo sacerdote de Yahvé. Me di cuenta, pues, de que por ese camino no iba a ninguna parte y procuré enmendar el error. (Aunque no estaba mintiendo, querido Rufo, porque poco tiempo después los zelotas mataron a puñaladas a Ananías, por saberlo demasiado amigo de los invasores romanos.) — Disculpadme, altísimos representantes del pueblo — dije con 372


toda humildad e intención—. No sabía yo que ese hombre fuera el sumo sacerdote de Yahvé... — ¿Pues quién si no él tiene poder para herir en la boca? —dijo uno de los acusadores. — Eso es cierto, conforme a la Escritura, pero he pasado muchos años fuera de la ciudad y no conocía a la persona. Tampoco imaginé que un sumo sacerdote podría condenarme antes de haberme escuchado... Alguna parte de la argumentación debió de persuadirlos: cesó el alboroto y me permitieron hablar. Me fijé que estaban, mezclados pero impermeables como siempre, los fariseos y los saduceos más conspicuos de Israel. La única manera de escapar con vida era poner en evidencia su enorme división. Los primeros, conocedores de la Ley, simulaban en público cumplirla, pero les interesaba sólo mantener el poder que tenían, enriquecerse con las ofrendas del Templo y vivir en moradas cada vez más grandes y lujosas. Esa misma inquietud tenían los saduceos, pero ni conocían la Escritura ni simulaban cumplir sus mandatos. El único punto 373


de divergencia en su fe eran los ángeles y la resurrección, misterios que solían llenar todas sus discusiones. Así pues, fui derecho al asunto. Inicié mi discurso hablando de los ángeles y citando a todos los profetas que habían hablado de la resurrección. En apenas 5 minutos logré que el Sanedrín se dividiera en 2 partes: los fariseos me daban la razón, los saduceos me la negaban. Y, como ocurría siempre, se liaron a voces entre ellos y muy pronto pasaron a los hechos: se tiraban de las barbas, se rasgaban los vestidos, amagaban los primeros tortazos... Mientras los saduceos intentaban acercarse a mí para destruirme, los filisteos, ahora, luchaban por defenderme... Cuando los soldados se dieron cuenta de la catástrofe que se avecinaba, desenvainaron sus espadas y a empujones lograron sacarme de la sala de juicios y devolverme a la cárcel. A media tarde me hicieron comparecer ante el tribuno. — No sólo no he solucionado el problema —me dijo con voz desilusionada Claudio Lisias—, sino que las cosas están cada vez peor. 374


Acaba de presentarse ante mí un informador y me ha comunicado un plan que han urdido en el Sanedrín. Me pedirán que mañana por la mañana te lleve otra vez ante ellos para escucharte de nuevo, pero no menos de cuarenta hombres se han conjurado a no comer ni beber hasta que te maten; han sido pagados por ello. Sin embargo yo no puedo permitir que esto ocurra a un ciudadano romano y tampoco quiero disturbios en la calle. Así pues, he preparado una carta para el gobernador Antonio Félix y esta misma noche irás tú a llevársela a Cesárea. — Para que me agarren en el camino... —No temas. Estás bajo el poder de Roma. Tenía razón el tribuno Lisias. Preso iba, pero me acompañaban 200 soldados de infantería con sus 2 centuriones, 70 jinetes, 200 lanceros y 100 arqueros árabes y sirios. Quizá ni el mismo César, pensaba yo entonces, viajaba con una escolta semejante. Salimos al anochecer, y cuando me creyeron seguro a mitad de la llanura de Sarón, después de 12 horas de 375


viaje, los hombres de a pie regresaron a sus cuarteles. Muy vencido ya el mediodía siguiente, entraba yo en Cesárea, por entre hermosos jardines y palacetes, montado en un caballo como no había tenido ocasión de disfrutar nunca. La acogedora brisa del mar parecía salir a darme la bienvenida. Me condujeron directamente al suntuoso palacio de Herodes, ocupado ahora por el gobernador romano Félix. Era un hombre gordo, de pelo amarillento, la grasa le brillaba en la sotabarba. Me miró con un gesto de leve desprecio que no podía encubrir su aburrimiento. Abrió la carta y la leyó en voz alta delante de mí. Era muy breve. «Creo que se trata de un asunto puramente religioso entre ellos», había terminado su informe Lisias. — Encerradlo en la cárcel —dijo el gobernador con un movimiento pesado de la mano—. Ya decidiré cuando lleguen sus acusadores. No tardaron muchos días en hacerlo. Ananías y varios de sus compañeros trajeron consigo a un abogado romano, adulador, palabrero y torpe, 376


tanto al menos como el mismo sumo sacerdote. Fue incapaz de demostrar nada durante el juicio, por lo que a mí no me costó mucho gasto de ingenio persuadir al procurador Félix de mi inocencia. No había conculcado ni una sola ley romana, porque era judío y predicaba una forma de judaísmo, a lo cual estaba autorizado. Todo el resto eran disputas teológicas, añadí. ¿Podría Roma juzgarme por defender la tesis de la resurrección de la carne, si aparecía en los profetas? Pero Félix, que gobernaba Palestina con el poder de un rey pero con el alma de un esclavo, temía a los judíos tanto como era temido por ellos. Robaba mucho al tesoro imperial y no podía permitir que lo desenmascarasen. Por otro lado, estaba casado con Drusila, una muchacha de 17 años y raza judía, hija menor del rey Herodes Agripa (el mismo que había matado a Jacob el hijo de Zebedeo18 y hermano de Juan), a la que tampoco deseaba contrariar. Legalmente debería haberme puesto en libertad, pero no se atrevió a hacerlo. 18 Santiago el Mayor. (N. del e.)

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—Se aplaza la causa —sentenció—. El acusado queda bajo custodia militar. Sabes bien, si has tenido paciencia para conocer estas alturas de mi vida, ¡oh Rufo!, que no había tenido hasta entonces mucho tiempo para aburrirme. Los azares se sucedían tan vertiginosamente desde que Bernabé fue a buscarme a Tarso, que ni siquiera había gozado de reposo para pensar un poco en mí mismo. Antonio Félix me lo dio en abundancia. Me tuvo detenido 2 años, aunque sin mucho rigor. De vez en cuando me enviaba un mensajero para averiguar si estaría dispuesto a pagar bajo mano un rescate personal y de cuánto podría ser éste, pero pronto se dio cuenta de que no poseía apenas otra cosa que las ropas que cubrían mi cuerpo. Sin embargo, tal desilusión no endureció su espíritu. Permitía que mis amigos acudieran a visitarme y gracias a ello estuve siempre informado de lo que sucedía en mis iglesias y en las de los otros. Timoteo y Tito pasaron más tiempo a mi lado que en sus casas. Lucas venía con frecuencia, pues trabajaba ahora en las costas de Palestina y en las naves que unían sus 378


ciudades. Manteníamos largas conversaciones y él anotaba mis discursos del pasado con la intención de recogerlos luego en un libro. También viajaba de vez en cuando al interior del país en busca de hombres que hubieran conocido a Jesús y después me transmitía con mucha pasión lo que había escuchado de su boca. Estaba muy contento, porque mi salud nunca había sido tan buena. El descanso, el mucho sueño, la comida regular y el excelente clima de Cesárea me aliviaron mucho los achaques, de modo que el día en que cumplí los 60 años, rodeado de todos ellos, me sentía más fuerte y joven que cuando tenía 40. El gobernador fue tan generoso que permitió a Tito comprar en el puerto unos pescados frescos y sabrosos y asarlos en el patio de la cárcel, ante la mirada codiciosa de los guardias. Pero les ofrecimos parte de nuestro vino —que Lucas había comprado en una nave de la isla de Cos— y se unieron con entusiasmo a nuestro ágape. Esa atmósfera de sosiego y paz, de amistosa convivencia, llegó incluso hasta el gobernador, que cuando se 379


encontraba aburrido o triste solía llamarme para escuchar el relato de mis viajes y de mis desventuras. No era hombre que me resultara simpático Antonio Félix, el gobernador romano que más habían odiado los judíos por sus injusticias y expolios, cobarde y blando como un sapo, pero era mi amo y poseía las llaves de mis cadenas. Por otro lado, tenía así la oportunidad de hablarle de Jesús. Más a la joven y hermosa Drusila que a él mismo, pues solía dormirse en seguida a causa del mucho vino que añadía a sus sobremesas. Una vez incluso me invitó a hablar a lo largo de un interminable banquete al que había invitado a otras gentes de poder, a filósofos, escritores y militares ilustres, todos los cuales habían llegado a Cesárea en un viaje de vacaciones. Después de la actuación de las bailarinas, los magos, los cantores, los faquires, los saltimbanquis y los poetas, me pidió entre risas que explicase a sus amigos mi ciencia de la resurrección y mis profecías. Con voz áspera les relaté cómo se aproximaba el final del mundo y de qué modo se destruiría la Tierra y 380


resucitarían los santos para acudir a la presencia de Dios. Terremotos y fuegos de volcanes, inundaciones de los ríos y del mar, vientos que arrastraban torres y palacios, desatadas las fieras, arrancados los grandes árboles como espigas de cebada, las montañas chocaban entre sí con gran furor, plagas innumerables se prodigaban sobre toda la tierra para purgar pecados tan graves como los que todos ellos estaban cometiendo. Marana Tha! ¡Llegaba el Señor del Trueno y del Castigo y los iba a encontrar desprevenidos y borrachos...! La joven Drusila tenía los bellos ojos llenos de lágrimas. Ella conocía las profecías y se daba cuenta de que yo no estaba mintiendo. El gobernador sudaba más que nunca, dominado por la angustia. Algunos de los presentes me miraban asustados; otros reían y llenaban su copa para no escucharme. El maestresala se acercó a mí y me pidió que regresase a mi celda, que ya encontraría el gobernador otro momento más oportuno para que siguiera yo explicando mi ciencia. No volvió tal momento, desde luego, 381


y habría muerto olvidado en aquella prisión si el emperador Nerón no hubiese despojado de su cargo a Félix, después de que el torpe procurador ordenara una matanza estúpida de judíos que a su vez habían asesinado estúpidamente a medio centenar de griegos vecinos de Cesárea... A los 10 días de la llegada del nuevo gobernador, Porcio Festo, se decidió estudiar de nuevo mi causa. Como no me vio culpable de crimen alguno y yo había apelado al César, y me negué a desdecirme por miedo al Sanedrín, decidió enviarme lo antes posible a Roma para que se me juzgase allí. Por fin podría llegar a Roma, aunque no fuera en la situación que yo había deseado. Todavía unos días antes del viaje tuve oportunidad de quedar libre. Llegó de su corte en Tiberíades el rey Herodes Agripa II,19 hermano de la 19 Son varios los Herodes que aparecen en los relatos de esta época, todos del linaje de los macabeos. El primero es Herodes el Grande (37 a. de C.-4 a. de C., con lo que Jesús nació entre el año 17 y el 4 a. de C., aunque resulte paradójico). Este Herodes fue el que mandó matar a los Inocentes. A su muerte repartió sus reinos entre 3 de sus catorce hijos, todos llamados Herodes: Arquelao obtuvo Judea, Samaría e Idumea y fue depuesto en el año 6; Filipo, Iturea; y Antipas, Galilea y Perea y más tarde los territorios de 382


hermosa Drusila (que por aquella orden imperial consiguió llegar a Roma antes que yo), para saludar al nuevo gobernador. Oyó hablar de mí y, como estaba informado de todas las grandes disputas judías, solicitó a Festo que me llevaran a hablar ante ellos, también al término del gran banquete. Esta vez procuré ser más prudente. Prediqué con calma, sin alzar la voz; hablé de las Escrituras y del Mesías, de la enseñanza de Jesús y de la misión que me había encomendado. Agripa, como judío, al igual que su esposa y a la vez hermana Berenice, alcanzaban a seguir mis explicaciones, pero el gobernador Festo, que parecía intentarlo honestamente, se agarraba la cabeza entre las manos y hacía Arquelao. Antipas es el que degolló al Bautista y el que aparece en el juicio de Jesús (Le., 23, 7). Fue depuesto el año 39. El emperador Claudio entregó sus reinos en el 41 a Herodes Agripa I, antiguo amigo de Calígula, nieto de Herodes el Grande —de quien lo apartaron para que no lo matara— y dueño ya del reino de Filipo (muerto en el 34). Le sucedió en el 49, después de una regencia de su hermano menor Herodes de Caléis, su hijo Herodes Agripa II. nacido en el 27 y muerto exiliado en Roma hacia el año 100. Fue el último de la dinastía. Éste es el que escuchó a Pablo, al igual que sus 2 hermanas Drusila y Berenice, mujer de Félix la primera y casada anteriormente la segunda con su tío Herodes de Caléis; después convivió incestuosamente con Agripa II. (N. del e.) 383


gestos de desesperación. —Me da la impresión, Pablo de Tarso —me dijo por fin—, que se te han hecho agua los sesos de tanto estudiar esos viejos libros. No entiendo una palabra de lo que dices. ¿No será por ventura que ese hombre está completamente loco y quiere contagiamos? —terminó dirigiéndose al rey. Agripa sonrió con cierta benevolencia. —Sin embargo, de continuar hablando terminaría convenciéndome incluso a mí de que me haga cristiano. No son palabras huecas ni viento del mar lo que sale de su boca. —¿Qué debo hacer con él? —preguntó Festo—. Lleva 2 años en la cárcel y todavía nadie le ha podido acusar de ningún delito. Salvo el de tener la cabeza como un enjambre de avispas bajo una tormenta, pero eso no lo castiga la ley... —Podría quedar libre —dijo el rey mirándome con ojos que me parecieron afectuosos—. Si estás seguro de que no van a descuartizarlo sus enemigos... —Pero ha apelado al César. —Entonces, que sea Nerón quien lo 384


libere.

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16. LA GRAN TRAVESÍA

Varias cosas perdía cuando finalmente me embarcaron en Cesárea: demasiados meses de inactividad y sopor, los aullidos nocturnos de mis enemigos, que como chacales se reunían de vez en cuando ante las ventanas de la cárcel para insultarme y pedir mi muerte, una leve esperanza de convertir a la fe al rey Herodes, lo que hubiese significado mi éxito definitivo en Palestina, y, en el fin, el temor de no llegar nunca a Roma. A finales del mes de setiembre, en una época que muchos pronosticaban poco propicia para la navegación, abordamos una galera egipcia de carga general llamada Apis. Transportaba tejidos de lino, cebollas y gran cantidad de dátiles con destino a Adrumeto, en Misia, y era al parecer la única que los romanos pudieron 386


encontrar en fechas tan tardías, antes de que se suspendiera la navegación durante todo el invierno. Dirigía la expedición oficial el centurión Julio, de la cohorte Prima Augusta Itálica, que parecía un hombre educado, respetuoso e inteligente. También la mayoría de los cuarenta hombres que mandaba se distinguían de los soldados normales del ejército. Los frumentarii o peregrini eran correos imperiales, espías, policías secretos del Estado y se ocupaban también del traslado de prisioneros. Imponían respeto más que por sus armas numerosas, nuevas y bien cuidadas, por su carácter disciplinado, serio e incluso cortés. Muchos curiosos de Cesárea se arremolinaron en la rada para verlos formados y para despedirnos. Pues no era yo el único prisionero. Otros doscientos cincuenta embarcaron conmigo, reos de diversos delitos, ladrones, asesinos, criminales comunes en diversas tierras y, sobre todo, reconocidos enemigos de Roma. Los llevaban a la capital para que se pudriesen en sus cárceles, para venderlos como 387


esclavos y para que participasen en los espectáculos del circo, según la categoría de sus culpas. A mí, en cuanto ciudadano romano pendiente de juicio, se me autorizaba a llevar a mi lado hasta 4 esclavos para que me sirvieran. Tomé conmigo a mi amigo Timoteo y a Lucas, que no hubo de pagar pasaje a cambio de sus servicios médicos. Ellos se ocuparon el día anterior de comprar víveres abundantes para la travesía: harina, legumbres, cecina, uvas e higos secos y vino. Soplaba viento de poniente y los galeotes, vacías de fuerza las velas, tenían que esforzarse mucho para hacer avanzar el pesado navío. Pasamos junto a la costa meridional de Chipre para aprovechar la navegación al socaire de la isla y luego fuimos arrastrándonos lentamente hacia el norte. Después de 15 días atracamos en Mira, el gran puerto cerealista de Asia Menor, y allí el centurión Julio, puesto que la Apis continuaba con rumbo norte, contrató otro barco para que nos condujese a Italia. Pertenecía a una naviera fenicia y solamente tenía 3 bancos de 388


remeros. El viento continuaba enemigo. En una semana tan sólo conseguimos llegar hasta Cnido, y cuando el capitán intentó abrirse camino por entre las numerosas islas para doblar el cabo Matapán, en el sur del Peloponeso, los fuertes vientos nos empujaron hacia mar abierto. El barco se bamboleaba como una alondra en el aire. En la bodega, los prisioneros vomitaban unos sobre otros, revueltas sus cadenas, y el olor se mezclaba al del trigo humedecido. Lucas pidió permiso a Julio para que nos permitiera abandonar el camarote en que nos habían alojado (apenas una frágil pared de madera nos separaba de la gran sala de los penados) y salir a respirar en cubierta. Me había liberado de las ligaduras apenas separados de tierra firme y no rechazaba mi proximidad y mi conversación. —De modo que tú eres el jefe de esos cristianos, ¿eh? —me preguntó un día, cuando mis amigos y yo contemplábamos los saltos de los delfines. —¿Los conoces? 389


En Roma hablan mucho de ellos. Dicen que fornican entre hermanos y entre madres e hijos, y que se reúnen a cenar carne de niño hervida, como más abajo de África y en Hispania. Y que después de comidos, los hacen resucitar. —Es una bonita historia. ¿Lo has visto tú? —pregunté. —No, pero eso dicen. —También en Arabia cuentan costumbres muy divertidas de los romanos. Seguramente te las habrán referido alguna vez. —Así es, así es... De lo que veas, cree la mitad; y nada de lo que te cuenten. Eso dice el proverbio. Yo veo que sois gentes tranquilas y que coméis tan mal como nosotros. —Y después lo arrojamos al mar, como todos —añadí. —Así celebramos cumplidamente nuestra fiesta del Yom Kipur, aunque ya pasó hace 10 días —dijo Lucas con una gran carcajada. — ¿En qué consiste esa famosa fiesta? — En ayunar, precisamente. Como no tenemos aquí niños tiernos que llevarnos a la boca... Afortunadamente, antes de chocar —

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contra los arenales de la Gran Sirte, en Cirene, al otro lado del mar, el barco encontró la isla de Creta en el camino, por donde desde luego no estaba previsto navegar. Teníamos ante nosotros más de 200 kilómetros de tierra a nuestra derecha para defendernos del viento. En medio de ellos el capitán decidió cobijarse en un lugar llamado Kaloi Limenes, Puerto Bonito. No le ajustaba bien el nombre, porque era un pueblo polvoriento, de borrosas casas ocres, y en el muelle no había depósitos ni almacenes. No obstante, pudimos saltar a tierra —a los penados no se les permitió—, comprar alimentos frescos y comerlos sobre un suelo que no giraba permanentemente bajo nuestros pies. Estuve imaginando que tal vez cerca de allí, al otro lado de las colinas, la infiel Mariamne perfumaba con nardo las ropas que el sol acababa de secar. Ni siquiera podría reconocerme si ahora corriese hasta ella... Pero Julio tenía prisa por llegar a Roma y a los 9 días ordenó continuar la travesía, aunque estábamos ya metidos en el mes de noviembre. Lucas se inclinó sobre mi litera para 391


hablarme. —Ya sabes que me he pasado la mitad de la vida en el mar, Pablo. Es una locura seguir con estos vientos. A ti te harán caso si se lo dices. Tenemos el invierno encima. Ya han tenido que decretar el mare clausum, mar cerrado. Julio no me hizo caso. Tampoco el capitán: se le pudriría el trigo si se quedaba a invernar en aquel puerto. Como máximo, aceptó llegar hasta Fenice, unas 40 millas más adelante, donde podría poner la carga a seguro. Apenas llevábamos 2 horas costeando, pasado el cabo de Matala, cuando se abrió paso por entre las nubes el viento más terrible de aquel mar, al que aborrecen todos los marineros como a una bestia: el euraquilón. Empezó a alejarnos de la costa, por encima de la montaña en que el mar se había convertido de pronto. El tifón que venía del nordeste, frío y violento como un látigo, parecía jugar con la pesada nave; tan pronto la lanzaba en una dirección como en otra, la elevaba y la hundía en las aguas. Arriaron las velas que no se habían rasgado y dejaron libre el 392


timón antes de que se partiese. Empezaban a caer las sombras de la noche. A nuestra derecha, detrás de la muralla móvil del oleaje, vislumbramos las colinas, sin duda acogedoras, de la pequeña isla de Cauda. Por lo menos esa barrera natural detuvo por un rato el empuje del viento y los marineros lograron izar el bote de salvamento, que colgaba del barco, medio perdido y lleno de agua. Después el capitán ordenó que utilizasen las estachas para ceñir las cuadernas. Lucas, Timoteo y yo mirábamos asombrados cómo los marineros se colgaban sobre las olas e iban amarrando con fuertes maromas toda la nave, por temor a que se partiese en trozos. Hicieron lo mismo con la arboladura y ordenaron a los galeotes que abandonasen los remos. Finalmente soltaron 4 áncoras para que retrasasen nuestra enloquecida marcha hacia los bancos de arena de África. Llegó la noche y después el día, que era tan oscuro como la noche. No había estrellas ni sol para guiamos. El rostro del cielo se había cubierto por un velo, rasgado de vez en cuando por 393


las brillantes ráfagas del relámpago; la lluvia se desprendía de él como planchas de metal heladas. A la deriva en los brazos de aquella respiración del infierno que no se detenía nunca, sólo esperábamos la muerte. Julio mandó liberar de sus cadenas a los presos para que ayudasen a arrojar al agua la carga e incluso parte del barco, empezando por lo que se consideraba menos útil: el trigo lo primero, las jarcias, las pértigas, los molinos de mano, las jaulas de gallinas y las cabras de leche, las propias cadenas... Soldados, criminales y marineros, esclavos y ciudadanos de Roma permanecíamos todos atados bajo la cubierta, asaltada continuamente por las olas, con las escotillas bien cerradas, llorando unos, rezando casi todos, sin comer ni beber ni dormir. Así transcurrieron 13 días y solamente habían muerto 3 pasajeros, pese a los esfuerzos de Lucas. Antes de que amaneciera el decimocuarto, alguien en cubierta empezó a dar voces. ¡Se vislumbraba tierra! Con la sonda empezaron a cantar la profundidad: ¡20 brazas!, ¡15 394


brazas...! Nos atrevimos algunos a subir a cubierta. Oí ruidos acompasados a popa y caminé hacia allí. Creí que estaban trabajando para taponar con trapos las vías de agua. Un grupo de galeotes y marineros intentaba, sin embargo, echar al agua una chalupa para huir en ella y estaban ya cortando los cabos que la amarraban. Pero si ellos escapaban con el único bote, pereceríamos todos. Avisé en seguida a Julio y 4 soldados los desanimaron de su intento a latigazos. Al amanecer aconsejé a todos que aprovechasen los últimos alimentos. Hasta el mismo capitán sacó una caja de madera llena de queso seco que guardaba en su cabina. Compartimos las últimas alubias hinchadas por el agua salada, los restos de harina apelmazada y llena de gorgojos, el trigo revenido, las pasas... Mientras acumulábamos fuerzas para el último intento de salvación, oí que un soldado preguntaba a Julio si era el momento de cumplir la ley. —¿Queda alguna ley ahora, aparte de la de los vientos? —pregunté. —No puedo permitir que ningún 395


prisionero escape. Ésas son mis órdenes —dijo el centurión—. Si no puedo llegar con ellos a Roma... —Debemos matarlos —añadió con ojos helados el soldado. Tenía ya la mano en el puño de la espada. La decisión era absurda. Después de tantas penalidades, ¿tenían que morir aquellos hombres? ¿Quién se atrevía a proclamarse dueño de la vida y de la muerte, aparte de Dios mismo? El centurión, después de meditarlo un rato, me hizo caso. —Está bien —ordenó—. Romperemos los cabos de las amarras para que el barco sea arrastrado a tierra. Luego, que todo el mundo salte y que se salve el que pueda. Nuestro viaje ha terminado y que los dioses nos protejan. Cuando chocó la nave con las primeras rocas del fondo y se abrió en trozos como un higo demasiado maduro, se despojaron los soldados de sus armaduras y los demás de cuanto llevábamos encima. Algunos se ataron a la espalda trozos de madera; otros se introdujeron en los barriles vacíos del agua... Saltamos entre la furiosa espuma de las olas, que se agitaban 396


amenazadoras y hambrientas, y la mayoría, pese a nuestra debilidad y desesperanza, nos reunimos vivos en la playa. Estábamos en la isla de Malta, cuyo nombre significa precisamente refugio, poblada por gentes muy oscuras de piel, pequeñas de estatura, que no hablaban latín ni griego. Sin embargo corrieron a socorrernos con mantas, comida y vino caliente. En torno a un fuego nos mirábamos entre nosotros, como llegados de otro mundo, como heroicos y afortunados compañeros del mismo Ulises. Pronto llegaron funcionarios y soldados romanos, que se ocuparon de nosotros y nos dieron albergue para pasar allí el resto del invierno. Antes de comenzar la primavera, nos embarcaron en La Valetta en una nave alejandrina que también transportaba trigo y había invernado allí, con más prudencia que la nuestra; se llamaba Dioscuros, es decir, estaba protegida por los patrones de la navegación, Cástor y Pólux, los 2 ídolos gemelos que servían también para apodar la doble virilidad que cuelga del vientre de los varones. El día era fresco, pero 397


radiante. A nuestros pies, el mar no era ya aquel caos satánico y hostil que habíamos conocido, el enemigo al que se enfrentó Yahvé antes de crear la Tierra, sino una plácida y amena superficie líquida con aroma de sal. Nos detuvimos a pasar la noche en Siracusa. Luego navegamos por el estrecho de Mesina y al día siguiente frente al palacio de mármol en el que se había refugiado el emperador Tiberio, sobre la isla de Capri, cuando estaba ya completamente loco. Finalmente atracamos en el puerto de Pozzuoli, a la sombra del brillante Vesubio. Era allí donde solían dejar su carga de trigo los barcos egipcios, en gigantescos silos, para que luego se distribuyera a toda Italia. Como era la primera nave que llegaba aquel año — lo que significaba que empezaría a abaratarse el pan—, salió mucha gente a recibirnos, con guirnaldas, música y bailarinas. Se sorprendieron un poco al ver cómo la procesión de encadenados, todavía con el terror en los ojos, bajaba a tierra entre las filas de soldados, pero nos prestaron poca atención y nos olvidaron en seguida. En el puerto descubrí en seguida a 398


varios hombres con túnicas pardas a rayas blancas, las manos escondidas entre el vestido para que nadie sintiese codicia y tentación de robarles sus gruesos anillos de oro, barbas muy largas y pupilas brillantes y suspicaces; a su lado, también algunas mujeres curioseaban intensamente con sus ojos negros y dulces; vestían trajes de un solo color, principalmente negros y verdes, y ocultaban el oscuro cabello dentro de apretados pañuelos marrones. Algunas lloraban mansamente porque se dieron cuenta en seguida de que los presos veníamos de su lejana patria. Mientras nos conducían al depósito, Lucas corrió ansioso por los muelles en busca de gente conocida, y pronto descubrió a 2 antioqueños a los que él mismo en otro tiempo había curado y bautizado. No eran despojos humanos del Orontes arrojados en aquellas costas, como solían decir burlonamente los italianos acerca de los pobladores de la capital siria, sino 2 honrados mercaderes de armas que esperaban un barco para regresar a su patria. Julio me permitió ir a cenar con ellos, aunque bien atado por el codo a 399


la muñeca izquierda de un soldado, y también pasar en su compañía y en la de otros hermanos los 7 días que tardó en organizar la marcha a Roma. Fueron amargas las noticias que me dieron. Muchas de mis iglesias de Galacia, de Cilicia y de Siria se habían pasado finalmente al bando de Jacob, el cual había enviado mensajeros diciendo que yo había muerto en la cárcel de Cesárea, como un réprobo; otras seguían tan fieles a mi enseñanza que eran consideradas como las más diabólicas e impuras. Y, entretanto, los mejores de mis antiguos amigos seguían trabajando por el mundo y cosechando muchos triunfos. Al mismo tiempo, nos ofrecieron palabras de muerte. Varios de los primeros seguidores de Jesús habían desaparecido en aquellos años, y entre ellos me citaron a Cefas o Pedro, el jefe supremo de todas las iglesias. Había intentado como yo mismo llegar hasta Roma, donde quería asentar sus iglesias, lejos ya de sus vacilaciones, pero las fatigas y los muchos años no se lo permitieron. Muy enfermo, tuvo que ser desembarcado en la isla de Rodas y allí 400


entregó suavemente sus días entre los brazos de su esposa y de Juan Marcos, su secretario. Fue éste el que lo comunicó a los demás, y vivía ahora en Antioquía a la espera de que alguien lo reclamase para la propagación de la fe. También mi viejo compañero Bernabé, su tío, el que estuvo tanto tiempo al lado de mi corazón, había muerto, pero asesinado por criminales fanáticos pagados por el mago judío Barjesús, al que había avergonzado yo delante del gobernador Sergio Pablo... De otros apóstoles y evangelistas menores hacía mucho que no se tenían noticias y se difundía el rumor de que quizá también habían abandonado la vida entre los hombres. Todo eran olvidos y muertes, desdichas y trabajos. El Señor no se decidía a alegrarnos con su venida, tan anunciada... Pero ahora, quizá, la vida y la esperanza estaban delante de nosotros, en Roma. En los 7 días que tardamos en llegar a la capital del mundo pude comprobar sin estupor que ni la tierra era diferente ni las posadas resultaban mejores. En los anchos campos en los que crecían viñas y olivos, tapizando 401


de grises y verdes las colinas, millares de esclavos trabajaban bajo la vigilancia de capataces armados con largos látigos. Una reata de burros cansados arrastraba barcazas a través de un canal, hacia las lagunas Pontinas. Allí también hicimos noche. A los presos comunes se les hacía dormir a la intemperie, pero yo tenía privilegio de cobijarme con Lucas y Timoteo bajo techo. Hubiéramos preferido, en realidad, haber dispuesto de nuestra tienda de campaña. Como en los rincones más apartados de Asia, los albergues eran sucios y llenos de toda abominación; servían carne de esclavos asesinados diciendo que era de cerdo y para ello la aderezaban con espesa y maloliente salsa de garum; falseaban el vino; entre los juncos de las camas anidaba todo género de sabandijas; lagartijas y arañas cubrían las harapientas paredes; durante el sueño nos despertaban las camareras para prostituirse con nosotros por unos sestercios; hacían brujerías las posaderas y sus maridos procuraban robarte o estafarte; resultaba difícil encontrar el reposo entre los quejidos y ronquidos de los otros huéspedes, 402


las peleas de los muleros, los juegos de dados de sus dueños, el humo que salía de las cocinas, el lloriqueo de los niños y los espasmos de los fornicadores... Pedí al centurión que me permitiera dormir al aire libre con los demás condenados. Cuando tomamos la vía Apia que venía de Brindisi, en la posta de las Tres Tabernas, apareció un grupo de hermanos que conocían nuestro viaje para saludarnos y abrazarnos. Lloramos juntos la muerte de Cefas y me dijeron que ahora debía ser yo el jefe de toda la Iglesia, a falta de que lo ratificaran en Jerusalén. — Eso nunca lo harán Juan y Jacob — les respondí—. Si una vez pidieron al Señor que les cediera los lugares preeminentes en su Reino, con la desaparición de Cefas van a tener su mejor oportunidad. Lo único que aguardan los Hijos del Trueno es a tenerme a mí entre sus manos. Seguimos todos juntos el viaje. En lo alto de las colinas empezaron a descollar algunos grandes templos y palacios en sus laderas. Lugares que habían conocido sangre de tantas batallas dormitaban pacíficos y 403


melancólicos. Cementerios interminables, de pueblos diversos, estaban sembrados en lo que la vista alcanzaba a ver, y los muertos pedían la atención de los vivos en las escrituras de las lápidas y los mausoleos, solicitándoles saludos u ofreciéndoles consejos bienhumorados e inútiles. La carretera se ensanchaba luego y a su lado se erguían casas de varios pisos como yo nunca había visto, con aspecto de cárceles tristes, del color del polvo mojado. No me parecía hermosa aquella ciudad de la que me habían hablado tanto. Los largos acueductos salvaban pequeños valles y calles concurridas. El circo señalado con un obelisco egipcio, templos, templos, templos de los idólatras... —Esto es Roma —dijo el centurión Julio con una sonrisa de alivio. —Nuestra última cárcel —rezongó a mi lado el hombre que encabezaba la lista de los presos, e hizo tintinear sus cadenas.

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17. LA CADENA

Prisca y Aquila no me habían mentido acerca de la ciudad de Roma, cuando tanto lamentaban en Corinto haber sido expulsados de ella, pero tampoco me dijeron la verdad completa. La primera noche de mi estancia dormí en el campamento de los pretorianos, en la calle Nomentana, junto al resto de mis compañeros de infortunio. Al día siguiente, cuando enviaron a cada cual a su destino, decretaron para mí la prisión atenuada, lo que significaba que tenía libertad de movimiento, pero atado siempre por la muñeca izquierda a un policía. La cadena no era gruesa ni pesada, aunque tampoco tan larga que no tuviese siempre pegado a mí, como una sombra silenciosa y hostil, el cuerpo de un pretoriano sólido que necesariamente había de seguir cada uno de mis pasos. 405


En los 2 años que duró esta forma de prisión, conocí a muchos de ellos, pues se relevaban cada 3 días. Los había taciturnos y secos, parlanchines y graciosos, generosos y fieros, melancólicos, risueños, añorantes, opacos, misericordiosos, rígidos... Después de unas semanas arrastrando a todas partes a aquellos obligados compañeros, terminé casi viviendo como si no existiesen. Pocos de ellos hablaban griego y ninguno arameo; sólo a 3 pude comunicarles las palabras de Jesús. Los más, cuando caía la noche, ataban firmemente la cadena a un lugar seguro y me hacían prometer que no intentaría romperla; luego se iban a su casa. Otros, en cambio, más asustadizos o desconfiados, dormían a mi lado, en el catre de al lado o sobre el suelo, se sobresaltaban con mis sobresaltos, se removían con mis ronquidos y se levantaban a orinar cuando tenía que hacerlo yo, siempre 3 o 4 veces cada noche. Me dieron un permiso especial, en atención a mi raza, para vivir al otro lado del río Tíber, donde se hacinaba gran parte de los veinte mil hijos de 406


Sión que se habían establecido en Roma. No era más confortable el barrio que la aljama de Tesalónica, aunque las calles carecían de las profundas cuestas de aquélla. Casi todas las casas eran de madera y estaban tan pegadas las unas a las otras que los llantos de los niños, las peleas conyugales y los humos de las cocinas se compartían a toda hora. Por entre ellas se acumulaba todo género de inmundicias, lo mismo que en todos los barrios pobres de Roma. Arrojaban los vecinos sus excrementos, los restos escasos de sus comidas, todo aquello que les resultaba inútil, y el agua podrida que corría por el centro nunca conseguía arrastrarlos del todo. Por otra parte, eran tan estrechas e incómodas las viviendas que muchos pasaban gran parte del día en la calle, bien porque sus negocios lo exigían o porque era más ameno ese género de vida que el de los interiores. Las lluvias desbordaban de vez en cuando el río, y todo el barrio parecía perderse en un naufragio, incluso con bestias y niños ahogados flotando en las estrechísimas callejuelas. Pude darme cuenta en seguida que 407


no toda Roma era tan sórdida, aunque sí su mayor parte. En muchas de sus colinas se alzaban grandes palacios entre bosques magníficos y en las partes modernas construían constantemente ínsulas de hasta 5 pisos de altura, con fatigosas escaleras por el interior. Pero aun en esas calles faltaba el aire puro; el ruido de los carros que de día y de noche circulaban sobre el irregular empedrado, cargados con toda especie de mercancías, era tan grande que quizá ninguno de los vecinos conseguía dormir jamás. Aun en aquellas partes en que los edificios de mármol deslumbraban por su hermosura y por su grandeza, en competencia con los palacios públicos, los teatros, los templos numerosísimos, apenas se podía caminar de día. Millares de ociosos, de esclavos, de soldados, de mendigos, sillas de mano, perros vagabundos, jinetes, animales de carga, peregrinos y jóvenes sin ocupación se agitaban como desesperadas hormigas, especialmente a partir de las 3 de la tarde, cuando todos los que tenían algún trabajo que hacer lo 408


abandonaban. Quiero decirte, ¡oh Rufo!, que no me gustaba Roma y que habría preferido regresar a Filipos, a Antioquía e incluso a Tarso. Nunca entendí que cerca de un millón y medio de cuerpos insistieran en permanecer en aquella enloquecida Babilonia. A mí me impedía huir la cadena que me amarraba al pretoriano de turno y quizá también, de no haberla sufrido, mi infinito deseo de confundir y dominar a aquella ciudad. Lucas me alquiló una pequeña chabola junto al Tíber, en un extremo de la judería. A los 3 meses se fue. Hizo un intento de encontrar trabajo, pero descubrió en seguida que en Roma odiaban a los médicos tanto como los judíos a los samaritanos. Los pocos que había eran todos orientales y ambulantes, y tenían fama de brujos y trapaceros, que aprovechaban los dolores ajenos para aligerar la bolsa a sus dueños y meterles en el cuerpo enfermedades nuevas de las que posteriormente lucrarse. —Si los griegos lo echan todo a perder con su literatura y los filósofos con su charlatanería, los médicos son 409


todavía peores. Eso es lo que oyó Lucas en Roma. De modo que prefirió regresar a sus naves y sus puertos. Timoteo lo siguió muy pronto, camino de Éfeso, para donde le di nombramiento de obispo principal. Allí llevaban mucho tiempo esperándolo su esposa Febe y su hijo. Estaba también muy cansado y nadie sabía cuál iba a ser mi suerte. Pero no quiere decir esto que me quedase solo. En Roma vivían por entonces varios miles de seguidores de Jesús, judíos conversos la mayoría, pero también gentiles que se habían atrevido a acercarse a la Luz; esclavos, mujeres, soldados reclutados en Asia e incluso, aunque en secreto, algunos verdaderos romanos, poderosos y ricos, que habían escuchado la enseñanza a veces de boca de sus mismos esclavos. No sabían aún a quién seguían: si a Jacob, a Jojanán, a Pablo de Tarso o a cualquiera de los numerosos predicadores que en los más de treinta años transcurridos desde la crucifixión de Jesús habían ido llegando a anunciar un evangelio que apenas conocían y no siempre renunciando al 410


provecho que eso les reportaba. Para mi fortuna, la larga carta que había escrito a la iglesia de Roma desde Filipos se había difundido mucho y, además de esto, residían en la ciudad numerosos conocidos a quienes, a lo largo de los últimos 20 años, había ido encontrando en Asia, en Grecia o en las fiestas de Jerusalén. Así pues, cuando conocieron mi estado, venían muchos de ellos a mi casa, después de la cena, y a la luz de las lámparas de aceite les comunicaba la Palabra y después partía el pan entre ellos. Socorrían también mis necesidades, pues me resultaba imposible trabajar, en parte por la cadena del brazo y, sobre todo, porque mis crecidos años me habían hurtado mucho vigor de las manos y de los ojos. También salía yo, y me aventuraba a hablar en los mercados y en los foros, pero la proximidad del pretoriano solía ahuyentar a los curiosos. Ni siquiera en los retretes públicos, que invitaban como en Filipos a la conversación sosegada, tranquila y fructífera, podía librarme de mi escolta. De manera que eran pocos los que se atrevían a 411


enfrentarse a aquella sospechosa barrera policial. Hice, como puedes imaginar, varios intentos en las sinagogas, pero solamente me autorizaron a hablar en sus puertas. Los judíos que no habían apostatado de Yahvé y de la Ley estaban permanentemente demasiado asustados como para permitir que un espía imperial participase en sus ritos. Se había comentado en Roma, poco antes de que llegase yo, que un grupo de ellos habían comido a un griego, al que antes habían cebado con esmero en la profundidad de un bosque, y que había varios otros en parecida situación, a la espera del día del banquete, y que los de la secta de Crestos, es decir, los cristianos, aquellos por cuya causa el emperador Claudio había expulsado de Roma a todos los israelitas casi 20 años atrás, devoraban también a los niños y en su templo adoraban a un dios con cabeza de burro colgado de una cruz. Mis compatriotas estaban convencidos de que en cualquier momento se desatarían las furias y los expulsarían de nuevo, quemarían sus negocios y arruinarían sus vidas. Y ello 412


a pesar de tener prosélitos entre las gentes de poder, incluso en el mismo palacio de Nerón. No les di esta vez la oportunidad de que me apedreasen o me pusieran entre las manos de los levitas, f Aquel que deseaba escucharme, sabía dónde estaba mi casa. Lo hicieron muchos, quizá más que en ninguna otra ciudad en que yo había vivido. Muerto Cefas, al que recordaban con mucho afecto, no habían conocido a ningún otro de los verdaderos apóstoles. Los enviados de Jacob habían causado muchas confusiones, pero no quisieron quedarse. Por lo demás, las leyes de Moisés estaban demasiado lejos de los afanes de aquellos judíos, I’ muchos de ellos descendientes de los esclavos que había capturado Pompeyo hacía más de un siglo. Los hijos de sus hijos consideraban incluso vergonzoso presentarse en los baños para que todos se burlaran de su prepucio cortado; con lo cual, apenas podían relacionarse con sus clientes habituales. Centenares de esclavos y de pobres que se habían asomado a las 413


sinagogas esperando encontrar en el Dios Unico el consuelo que los otros dioses les negaban, aceptaron muy pronto las enseñanzas de Jesús, cuyo amor y misericordia no exigían el sometimiento a los dictados del lejano Templo de Jerusalén. Así pasé mis días de esclavitud. Tuve mucho tiempo para meditar, para escribir numerosas cartas a los amigos perdidos y a las iglesias que me seguían fieles. Una mañana que ya anunciaba los fuertes calores veraniegos del año 63, el soldado que debía hacer su relevo me entregó un papiro oficial de los jueces. Habían visto mi causa y habían decidido sobreseerla. No era culpable de delito alguno y podía desde ese momento caminar por Roma sin la opresión de aquella cadena cuya marca herrumbrosa me marcaba la piel. Pero no me gustaba Roma. Quedaban allí numerosos sacerdotes, nombrados por mí o por otros evangelistas que me habían antecedido, y disputaban con gran competencia para atraer a los fieles a sus iglesias. Ni siquiera aceptaban ya las ocasionales órdenes de Jerusalén y sólo unos cuantos 414


consideraban que debía otorgárseme a mí la autoridad máxima. Cuando se supo que el Sanedrín de Jerusalén había ordenado condenar a la lapidación a Jacob, el obispo de la ciudad y hermano de Jesús, porque la secta que dirigía molestaba demasiado las digestiones de los sacerdotes y mermaba sus ganancias, muchos escaparon de allí y Judas su hermano hizo una fugaz visita a Roma intentando conseguir la dirección de su iglesia. Lo mismo que Juan Zebedeo hizo respecto de Éfeso. Pero en Roma eran ya demasiados los que querían encabezar aquella multitud de fieles confundidos y animosos. Yo no tenía las antiguas fuerzas para enfrentarme a ellos y, por otro lado, tampoco ningún deseo de instalarme en una buena casa para administrar la fe de los creyentes. Así pues, tuve casi tantas prisas para alejarme de allí como los pretorianos para escapar de mi pobre casa. ¿Adonde podía ir, si la mayor parte de mis amigos se encontraba tan lejos? ¿Dónde estaba realmente mi casa? Bajé andando hasta el puerto para 415


mirar una roca que manaba aceite desde el mismo día del nacimiento de Jesús, según contaban; se había convertido en una verdadera iglesia, por la gran cantidad de devotos y de curiosos que la visitaban. Incrédulo ante el raro espectáculo, cansado y hambriento, me senté solitario en una casa de comidas llamada Taberna meritoria, llena de soldados, marineros y peregrinos; bajo su fresco emparrado se gozaba de una plácida visión del mar. Zumbaban las avispas por encima, como ángeles golosos. Pedí una jarra de vino y un guiso de cerdo con pimientos, que resultó demasiado pesado por el condimento y la grasa; sin ganas de moverme de allí, entablé al terminar el refrigerio conversación con un comensal vecino. Había estado 4 años en Tarragona, trabajando en la construcción de un templo, como pulidor de mármoles, y esperaba ahora que lo llamaran para trabajar en otro lugar. —¿Había muchos judíos por allí? —le pregunté. — Esa raza pérfida está en todas partes, viejo. Pero no eran muy 416


numerosos ni molestaban demasiado —respondió. Decidí entonces embarcarme para España. Difundiría allí el mensaje que ya conoces bien, ¡oh Rufo!: Marana Tha! ¡El Señor llega!

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SEGUNDA CARTA A RUFO DE TORTOSA

Teófila, amiga y sierva de Dios, diaconisa de la iglesia de Heraclea, en el Ponto, a su desconocido hermano en Cristo Rufo, si todavía vive, obispo de Tortosa, en Hispania: Paz y Gracia de parte de Cristo Jesús y Dios Nuestro Señor. 15 años han transcurrido desde que mi padre, el apóstol Pablo de Tarso, me dictara las palabras que ahora con mucho temor te envío. Día y noche, durante todo este tiempo, he estado dudando si era conveniente que llegasen hasta ti estas palabras, a pesar de que mientras las pronunciaba estaba él muy convencido de que así debía cumplirse y tampoco me dijo nada en contra cuando por última vez se fue de nuestra casa en Nicópolis. Pero sucedieron tantas cosas después que no me atreví a hacerlo en su momento, aunque las guardé siempre 418


conmigo, a veces con desesperación y riesgo, por si alguna vez tomaba la decisión de dar cumplimiento a su mandato. Como sin duda no ignoras, circulan por todo el mundo numerosas cartas de mi padre, muchas de ellas falsificadas por sus amigos y también por sus enemigos; otras, que él jamás escribió pero se ofrecen con su firma. Cada uno pretende reclamarse de su autoridad y de su profecía para tener prestigio ante los otros; o bien añadieron argumentaciones heréticas a sus doctrinas para así llenarse de razón. Y por ese motivo han manipulado de tal manera sus escritos que ya nadie nunca podrá saber cuáles salieron de sus labios y cuáles no, y cuánto de aquellos lo dijo verdaderamente él: ni Timoteo, ni Lucas, ni mi madre, ni tampoco yo... Para tu tranquilidad, sin embargo, te diré que estos extensos papiros que te envío recogen con toda fidelidad lo que me dictó durante muchos días en nuestra casa. Solamente he destruido algunas hojas que me parecieron desmesuradamente llenas de furia y de ira contra sus enemigos, los 419


hombres que hoy son considerados santísimos y presiden las grandes asambleas y concilios. Y no lo hice por temor a que tú los leyeras, pues sé que eres de verdad su amigo, sino por miedo a que robaran lo escrito durante mis largos viajes y me condenaran a mí por ellos. El mismo Pablo, también, me mandaba romper a veces relatos de sus viajes, después de juzgar que eran reiterativos y que iban a aburrirte. Pues ¿qué importancia tenían el número real de latigazos que le dieron, las pedradas que hirieron su carne, las veces que naufragó, los miles de kilómetros que recorrió, las iglesias que fundó, las noches que pasó a la intemperie, las bandas de sicarios que lo atacaron y los sufrimientos que padeció? Bastantes han quedado ya relatados como para enumerar e insistir en los que finalmente prefirió desdeñar. Y algunos detalles que no quiso contarte por miedo o por modestia o por simple timidez, los encontrarás aquí y podrás comprender en su plenitud el alma de aquel hombre tan grande y tan santo como no vieron otro los siglos. 420


Yo soy Teófila, como te he dicho, la única hija que Pablo de Tarso tuvo, según él mismo me confesó muchas veces. Yo soy la muchacha de la que te habla en su epístola, a la que generalmente compara con la hermosísima Tecla de Iconio. El judío heleno Aristarco, con el que asegura estar viviendo, no es otro que mi tío, el hermano menor de mi madre Lidia. Y mi madre Lidia, esposa legítima de mi padre Pablo de Tarso, es aquella mujer de Tiatira de la que te habla tantas veces sin mencionar su nombre. Ha muerto también, inundada de lágrimas y de tristeza, y por eso huelga ya ocultar su nombre. Cuando los hombres de Jacob y de Juan y los fariseos, unidos en una fraternidad de muerte, se aprestaron a la gran persecución contra mi padre, tuvieron noticias de que en Filipos seguía viviendo su esposa, rica gracias al comercio de la púrpura. Le quemaron uno de sus almacenes — entonces estaba mi padre preso en Cesárea Marítima—, y si los otros cristianos de la ciudad y los mismos gentiles no les hubieran hecho frente, sin duda la habrían matado. 421


Ella entonces, conmigo en los brazos, tuvo que huir a Europa; se estableció con poca fortuna en varias ciudades, pues sus socios de Tiatira terminaron convencidos por los enemigos de Pablo y dejaron de enviarle la baba de esos moluscos vestidos de púas y llamados múrices con que fabricaba la púrpura. En una de esas ciudades pudo pasar algún tiempo junto a mi querido padre, pero a él terminaron arrojándolo de allí, como le sucedía siempre, y de nuevo se iniciaron sus exilios interminables. Te hablo de Cidonia, en la isla de Creta, donde él estuvo después de haberte conocido. Al final tuvo Licfia que refugiarse en Nicópolis, en el Épiro. Allí tenía su hermano Aristarco un pequeño negocio de vinos y allí fue donde mi padre me dictó la relación abreviada de los hechos de su vida, según la promesa que te había hecho. Han ocurrido muchas cosas desde entonces, como bien sabrás. Después de las terribles matanzas de cristianos que ordenó Nerón, cuando cientos de los fieles de Cristo tuvieron que servir de diversión pública representando los tormentos de sus falsos dioses e 422


incluso dando luz con las llamas de su cuerpo a las calles de la ciudad, otros muchos murieron en Roma y en otras partes. 2 años después de que Pablo concluyera su dictado, vino a cumplirse la profecía del Señor. El general Tito, hijo del césar Vespasiano, arrasó la ciudad de Jerusalén y no dejó piedra sobre piedra del Templo de Yahvé. Más de un millón de judíos de todas las sectas murieron en las rebeliones que precedieron a los hechos y en la represión que los siguió. Así fue como desapareció para siempre la Iglesia réproba de Jerusalén. Por otra parte —y te lo cuento para que sepas cómo es este mundo en que vivimos—, con ese sanguinario romano, ahora emperador y muy amado por su pueblo, compartió el lecho la traidora Berenice, la hermana de Herodes de la que mi padre habla, después de haber dado la espalda a su gente y de burlarse de sus cuantiosas lágrimas. También por aquellos días empezó a divulgarse una falsa revelación del profeta Juan Zebedeo, llena de odio hacia mi padre y hacia las iglesias que 423


él había fundado en Asia. No sólo llama mentiroso, Nicolás, Balaam y blasfemo a Pablo de Tarso, sino que intenta condenar para siempre a los hermanos de Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea, que fueron enseñados por él. No dudo que habrá llegado a tus manos una copia de esa inmundicia rencorosa llamada Apocalipsis, pues se ocuparon de hacer muchas copias y de sembrarlas por todo el mundo. Debes saber, ¡oh Rufo!, que Juan consiguió con ella convencer a muchos y, poco después, adueñarse él y los otros hombres de Jacob de esas 7 iglesias de Asia y de muchas otras que Pablo había establecido en todos aquellos países. Son hombres que no entendieron nada de lo que se encerraba en el mensaje de Jesús. Por eso en estos momentos, como sabrás, el nombre de Pablo casi se ha borrado de la faz de la tierra. Son muy pocos los que se mantienen fieles a su memoria y guardan su recuerdo, cuando todavía están frescos sus huesos bajo la sal y las aguas de una laguna muy lejana. Hasta yo misma, debo confesarlo, dudo a veces de la 424


certeza de sus profecías, pues el Señor no ha llegado, aunque él predijera que estaba tan próximo. Y no sólo eso, sino que aparece desterrado para siempre de entre nosotros. ¿Quién puede ahora, pues, gritar Maraña Tha! sin ser tomado por loco? Vencieron los judíos que deseaban ser siempre judíos en Cristo, aunque su Templo sea sólo una nube de cenizas diseminadas por el desierto y sus Leyes sagradas estén enterradas entre el cuero mohoso de sus viejos libros. Viendo esa cruel persecución y que muchos de sus antiguos amigos lo consideraban como el mayor hereje, el Inicuo y el Anticristo, los que con mayor amor seguían sus doctrinas tuvieron que ocultarse, perseguidos por los otros o temerosos de serlo. Así fue como Timoteo fue expulsado por Juan de su silla episcopal de Éfeso y es ahora nuestro maestro en Heraclea. También a Tito lo arrojaron de Creta, se refugió en Dalmacia y allí le dieron muerte no hace mucho hombres enviados de Éfeso. Yo también huí, acosada por tanta persecución, ocultando mi nombre y mi origen; tardé 2 años en encontrar gentes fieles 425


a Pablo, como son las de Bitinia, y aquí vivo ahora entregada al servicio de Dios, junto a mi amado esposo Epímaco y a nuestros 2 hijos, Publio y Agapito, nietos del apóstol de las gentes... Así pues, en estas ciudades y aldeas perdidas del mar Negro, por las que mi padre pasó tan fugazmente, es donde se conservan mejor sus enseñanzas verdaderas. Ésta es, pues, la razón por la que me haya retrasado tanto en el envío del relato que compuso para ti. Tan lejos de los latidos del corazón del Imperio, tan escondidos de todos y tan postergados por los demás seguidores de Jesús, nos llegan de tarde en tarde noticias de otras iglesias. Pero son siempre viejas y confusas, por lo que no puedo considerar si son también verdaderas. Un navegante llegado de Hispania nos relató hace 2 meses que en tu patria los hombres justos eran muy numerosos y muy ricas las iglesias; y que en ellas nadie hablaba ya del Templo, de Moisés y de la circuncisión. Así pues, creo que seguís, como nosotros, fieles a Pablo y espero que tus ovejas nunca se descarríen, ¡oh 426


Rufo!, de ese recto camino. También me llegaron noticias del destino de Tecla, aquella mujer que tanto consoló a mi padre en Iconio y en Derbe. Un predicador ambulante que bautizaba en nombre de Jojanán y anunciaba, como tantos otros, el cercano fin del mundo, me contó que había visto con sus propios ojos, tiempo atrás, lo que había sucedido a la muchacha. Estando ella en Antioquía, bajo la protección de mi padre y de los suyos, un hombre se enamoró de ella y la pidió en matrimonio; y como Tecla se negase a ello por su amor a Pablo, la acusaron ante el juez de adúltera y sacrílega y fue condenada por éste a morir en el fuego. La echaron, pues, a una hoguera, pero las llamas se negaron a hacerle daño y Tecla se alejó por su propio pie de aquélla, caminando sobre el rescoldo. En vista de lo ocurrido, decidieron castigarla a ser devorada por las fieras en el circo, delante de la multitud. Sacaron primero osos, leones y leonas, todos muy hambrientos, que se devoraron entre sí y no quisieron tocar a Tecla. Luego el juez mandó que la arrojaran a una piscina llena de 427


cocodrilos y caimanes, pero ella pronunció la fórmula de nuestro santo bautismo y las bestias murieron en el acto. De nuevo la llevaron al circo y la pusieron ante fieras mucho más feroces; otras diaconisas y matronas las rociaron desde las gradas con agua bendita perfumada y los terribles animales quedaron instantáneamente paralizados. Como el prefecto viera que las fieras no atacaban a la santa, ordenó que introdujeran en el coso una manada de toros bravísimos cuya acometividad previamente había sido exasperada clavando en sus cascos herraduras de hierro incandescente, y ligando sus testículos con cuerdas muy apretadas; cuando los toros entraron en la pista, desde las gradas arrojaron a Tecla atada de pies y manos. Los toros la vieron caer, pero no fueron hacia ella sino que se quedaron repentinamente quietos; y como las ligaduras con que habían atado a la joven milagrosamente se quemaron, ella salió de nuevo ilesa de la prueba. No se atrevieron aquellos hombres a más intentos, y Tecla regresó a Iconio, donde fundó una casa para vírgenes a las que gobernó con sabiduría y amor 428


hasta el día de su emigración hacia el Señor. Acerca de los últimos días de mi padre, todo lo poco que sé lo debo a una carta de su amigo Tito que guardo como un tesoro. Con estas hermosas palabras termina: «¡Feliz noche eterna, amado maestro! ¡Que un coro de ángeles arrulle tu sueño! Maraña Thafo A los 3 o 4 meses de terminar la relación de sus viajes que ahora te mando, sintiéndose nuevamente con ánimos para continuar su camino, decidió salir de nuevo a predicar y a enfrentarse a cuantos lo contradecían. A pesar de las lágrimas de mi madre y de las mías propias, a pesar de nuestros temores y de nuestros consejos, pues ya tenía cumplidos los 70 años y las fuerzas se negaban a sustentarlo, subió a una nave con destino a Creta, donde pidió a Tito que lo acompañara, y también a un profeta ambulante amigo de los 2 llamado Agabo, que andaba entonces por allí. Juntos viajaron por varias ciudades, expusieron la recta doctrina en varias iglesias, y finalmente mi padre tomó la decisión, inspirado por el Espíritu que 429


le hablaba en sueños, de regresar a Roma. Aunque la ciudad le disgustaba profundamente —nunca olvidaré las imágenes que de esa Babilonia me refería—, estuvo siempre obsesionado por difundir en ella las palabras de Jesús. También tenían previsto encontrarse allí con Lucas, que después de haber escrito un libro sobre los discursos y los viajes de mi padre y de haber tenido que añadirle relatos de otros apóstoles por imposición de los pilares de la Iglesia y de borrar la historia de algunos sucesos que no consideraban gratos, finalmente se había visto obligado a ocultarse entre la multitud y a cambiar de nombre, aunque no de oficio, a fin de que cesaran de perseguirlo. Se estaba echando encima el invierno cuando cruzaban los oscuros y siniestros bosques de la Campania. En las aldeas, los idólatras estaban celebrando los homenajes a los Lémures, que son como el recordatorio de los familiares muertos, y con ese motivo se emborrachan y fornicaban. Bajo la lluvia, Agabo y Pablo, los 2 con muchos años, caminaban lentamente sobre las resbaladizas losas de granito, 430


no muy lejos de Roma. La calzada era recta y larga, de casi 30 kilómetros, y cruzaba por entre las marismas Pontinas, lugar bien conocido a causa de los riesgos de bandidos. Tito iba delante, él solo, cantando. Ni siquiera tuvo tiempo para volver sobre sus pasos y repeler el ataque, como tantas veces había hecho durante sus viajes con mi padre. 2 grassatores o sicarios salieron de la espesura y sin mediar palabra alguna, sin sentir misericordia hacia aquellos 2 pobres ancianos desamparados, clavaron sus puñales en los cuerpos de Pablo y de Agabo; se apoderaron de los hatillos que llevaban al hombro, de los cintos en los que guardaban el poco dinero que les quedaba, de sus mantos y saltaron a una barca en la que empezaron a remar furiosamente. Cuando Tito llegó corriendo, se habían perdido ya en el dédalo de los pantanos, y tanto mi padre como su compañero estaban muertos. Tito me contaba también en su carta que enterró piadosamente a los 2 allí mismo, entre los juncos, al borde de la vía Apia. No tuvo tiempo ni dinero para colocar sobre sus cuerpos una lápida 431


de piedra que recordara los nombres de aquellos 2 profetas de Jesús. Así pues, nunca volví a ver a mi amado padre después de que se alejó de nosotros en Nicópolis, lo mismo que tampoco tú no has podido volver a escuchar sus palabras, aunque él tuvo siempre deseos de regresar algún día a tu lado. Tampoco conozco más detalles de los 3 últimos años de su vida. No obstante, y cuando casi todos han olvidado ya a Pablo de Tarso, han borrado sus doctrinas y se han alzado contra sus seguidores, este relato de su vida que me dictó mientras sus ojos me miraban con ternura y quizá con algo de miedo, servirá tal vez, y con ese fin te lo envío, para que tú y los tuyos guardéis una parte de su memoria.

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CARTA A LOS CRISTIANOS DE TORTOSA

Polícrates, vendedor de libros y de estatuas en Alejandría y servidor del difunto maestro Hegesipo: a los cristianos de Tortosa, de la clase que sean y si alguno queda, herederos del obispo Rufo, en el segundo año de gobierno del joven emperador Severo Alejandro, hijo de Heliogábalo: paz y bien. Por promesa que hice en el lecho de muerte a mi protector Hegesipo de Bagdad, y con la sospecha de que mis desvelos y el dinero que me cuestan vayan a resultar vanos, tomo la determinación de enviaros estos fajos de papiros que para uno de vosotros fueron escritos. Han pasado más de ciento cincuenta años y no puedo tener esperanza alguna de que aquel obispo al que Pablo de Tarso conoció en uno de sus muchos viajes siga vivo. Pero tal vez sí lo esté alguno de sus hijos o de sus nietos, y como estos 433


escritos son herencia de ellos, aquí los envío con la presunción de que esta vez lleguen a su destino. Y lo hago no por comunidad en la fe, sino porque se acerca el fin de mis días y no podré reposar tranquilo sin haber cumplido antes esta promesa hecha a Hegesipo. En realidad, y durante los casi 50 años que he estado vendiendo pergaminos, papiros y otras clases de libros o de productos escritos, nadie se interesó por estos de Pablo, que han permanecido polvorientos y olvidados en un rincón de mi tienda. Pero mi protector siempre manifestó apreciarlos mucho, no sé si a causa de la plata que pagó por ellos o en razón de la persona principal que los compuso, a la que siempre manifestó gran admiración y respeto. El afanoso Hegesipo consiguió los papiros en Éfeso, pero antes de que me tomara a su servicio, en el transcurso de su primer viaje por el mundo. Debéis saber que este generoso sabio dedicó su tiempo y su fortuna a recorrer todas las sinagogas cristianas que estuvieron al alcance de sus pasos; hizo relación de las listas 434


de obispos que habían tenido en ellas, recopiló libros y documentos y guardó para la posteridad todos los materiales documentales que estimó oportunos. Luego pasó los últimos años de su vida, hasta el 193 de vuestra manera de contar, aquí en Alejandría componiendo una ingente y voluminosa obra con todo aquello que había visto, había descubierto y le habían relatado. Por eso su gloria será imperecedera. Amén. Según me contó cuando estudiaba el relato de Pablo, el emisario que lo llevaba desde Heraclea hasta Tortosa, por encargo de Teófila, fue apresado en Éfeso por algunos cristianos enemigos de las doctrinas del profeta de Cilicia. Lo apalearon y torturaron con el fin de descubrir los secretos que aquel mensajero guardaba, como siempre han hecho las bestias humanas. Él se mantuvo firme hasta la muerte y, antes de que le sobreviniera, entregó los escritos a un anciano que había conocido al profeta de Tarso y a su amigo Timoteo, el cual los ocultó en una caja de plomo y los enterró junto a la laguna del río Meandro. 435


Durante ese primer viaje de Hegesipo, ya la memoria del profeta de Tarso brillaba de nuevo sobre la tierra. Tal vez en ese salvaje y lejano Occidente en el que vivís no os hayan llegado los ecos de las grandes disputas que han entretenido desde 200 años a los sabios y a los hombres de fe de todo el oriente civilizado. Si así fue, podéis al menos sentiros dichosos. Como ya cuenta Teófila, después de la divulgación de la más popular de las versiones del Apocalipsis que escribieran Juan Zebedeo y sus lacayos (yo conservo hasta una veintena de copias diferentes, muchas de las cuales poco se parecen entre sí), el recuerdo de Pablo en toda Grecia y el Asia Menor fue riguroso anatema. Era considerado como el gran hereje de esa misteriosa doctrina imaginada al parecer por un tal Jesús ben Pandera, o de Nazaret, o de Galilea, o Cristo... Se quemaron sus cartas, se escribieron otras bajo su nombre, intercalaron trozos en algunas, borraron palabras y, en definitiva, lograron que nadie supiera con certeza qué era lo que había en 436


realidad predicado. Como al mismo tiempo aparecieron centenares de evangelios distintos, escritos por locos, iluminados, hombres sensatos, buscadores del poder, profetas verdaderos y falsos, pedigüeños ambulantes y otros más, y aun esos escritos fueron también mutilados, censurados, hinchados, reformados y alterados en mil modos, no queda hombre sobre la tierra que sepa lo que verdaderamente ocurrió y si ese Jesús de Galilea dijo lo que cuentan que dijo, y si era un profeta auténtico o si realmente existió. No voy a desvelaros yo el enigma ni a añadir más conjeturas a las que ya existen, pues en realidad no me importa nada lo que ese profeta hizo o dijo, como tampoco parecía importarle mucho al autor de esta memoria que os envío. En todo caso, he sentido alguna curiosidad por el individuo que tanto trabajó y luchó en favor de unas ideas que yo no comprendo ni quiero conocer mejor. Mi maestro Hegesipo, que sí creía en casi todo, intentó organizar el laberíntico rompecabezas y en esa pretensión dejó la luz de sus ojos y, 437


luego, la misma vida. Yo he aprovechado sus desvelos, pues he sobrevivido, y nada mal, gracias a la cantidad de manuscritos que me dejó y que sentaron la base de mi negocio. En aquel primer viaje, digo, en que compró los envejecidos papiros de Éfeso, algunas profecías de Pablo de Tarso eran admitidas ya por casi todos. No la principal de ellas, pues el Mesías que anunciaba jamás llegó, como fácilmente puede demostrarse, ni condujo a los suyos hasta la gloria de Dios (sino más bien a los estómagos de los leones, en realidad), pero los cristianos no debían de dar mucha importancia al asunto. Y siendo él considerado principalmente un hereje, declarado enemigo de otros jefes de la secta de Jesús, otro hereje fue curiosamente el que vino a rescatar su doctrina. El hermano pequeño de Jesús, Jacob, ahora llamado Santiago, había sido condenado a muerte en Jerusalén (más o menos en el tiempo en que Pablo, su enemigo, dictaba estos recuerdos), siendo al mismo tiempo sumo sacerdote de Israel y obispo supremo y máximo de todos los 438


cristianos. Lo que quiere decir que judíos y cristianos seguían siendo la misma cosa, al menos la mayor parte de éstos. Los de Jerusalén se refugiaron en la Perea cuando la destructora llegada de Tito y fundaron allí una secta cristiana diferente, llamada de los ebionitas. Con ello, creo yo, y así lo deducía Hegesipo, perdieron para siempre toda posibilidad de apoderarse del gobierno de todos los cristianos de Asia y de Europa. Entonces, por el año 135, apareció en Roma un hombre llamado Marción, naviero rico del Ponto, que se había hecho cristiano en Sínope por la palabra de seguidores de Pablo. Entregó 200 000 sestercios a los jefes de la Iglesia romana y ellos le dejaron predicar en las sinagogas. Pero Marción vino a demostrarles que no podían ser la misma cosa el Dios de los judíos y el de los cristianos —como ya había sospechado Pablo, a juzgar por lo que he leído de estos escritos—; el Demiurgo rencoroso, cruel, ciego, sanguinario y vengativo del Libro no podía ser el mismo Dios de amor que había enviado a Jesús y cuya salvación Pablo había anunciado 439


incansablemente a lo largo de sus viajes por medio mundo. Marción predicaba además, como Pablo, el celibato, la abstención sexual y la parusía, es decir, la inminente llegada del Señor para premiar a todos los creyentes. En realidad, tampoco yo mismo puedo decir con absoluta certeza lo que predicaba aquel ricohombre del mar Negro. Lo expulsaron finalmente de Roma, él consiguió recuperar parte de su dinero y logró más tarde muchos adeptos en las tierras de Bitinia, Paflagonia y Ponto, donde perduraban las profecías del apóstol de Tarso. Allí florece la secta herética de los marcionitas mucho tiempo después de que su fundador fuera desollado vivo por sus enemigos los ortodoxos, según me han contado... Y se conocen poco sus creencias porque un abogado africano de Cartago, asentado en Roma, antes de ponerse a refutarlas una a una, quemó todos los libros de Marción en los que estaban escritas. ¿Dijo Marción lo que Tertuliano, ese abogado cazador de brujas, dice que dijo? ¡Cómo saberlo ahora! De cualquier manera, el nombre de Pablo 440


volvió a resonar en Roma. Y como más tarde ese mismo Tertuliano, que renegaba de todo razonamiento afirmando aereo porque es absurdo» (aunque con brillantísimo estilo literario, ciertamente), terminó volviéndose carismàtico y pasándose a una nueva secta fundada por el frigio Montano, antiguo sacerdote de la diosa Cibeles, rico y divulgador de una dieta de rábanos ideada por sus 2 mujeresprofetisas, secta a la que antes también había combatido fieramente el cartaginés, las diferentes facciones cristianas no sabían ya con qué doctrina quedarse y cuál era la verdadera. Hace apenas 4 años me informaron de que acababa de morir en su ciudad natal, solo, consumido y triste, el célebre apologista latino que sin pretenderlo, y oponiéndose a ellas, popularizó de nuevo y sacó de las sombras a las antiguas predicaciones de Pablo de Tarso. En los tiempos de Pablo y en los siguientes había ya 8 o 10 clases distintas de cristianos que convivían según soplaran los vientos: judíos rebanados y sin rebanar (de eso habla mucho él, incluso demasiado), gentiles 441


atraídos por el judaísmo, judíos que aceptaban a los gentiles no circuncidados, los que jamás habían oído hablar de Moisés, zoroastrianos piadosos, magos que habían visto a Jesús en sueños, los que seguían a este o a aquel apóstol u obispo o profeta... Ahora mismo, como sin duda sabréis, todas esas facciones se han multiplicado más aun y unas a otras se llaman herejes y se persiguen con saña. Hace apenas ocho años me contaron que en Roma hubo grandes disturbios a la hora de elegir a Calixto como obispo de la ciudad, pues pretendían que fuera al mismo tiempo jefe de todas las Iglesias del mundo, y otro obispo romano muy notorio llamado Hipólito se separó del grupo en un ruidoso cisma... En esas inacabables peleas entre obispos para saber quién manda sobre los otros y, en consecuencia, quién es el que tiene la verdad de su parte (pues poder y verdad están resultando una misma cosa), ignoro de qué parte estáis los de Tortosa y si pueden interesaros a estas alturas las opiniones y las peripecias vitales de Pablo de Tarso. Sea como fuere, en Roma se decidió 442


anudar para siempre la amistad de Cefas y Pablo (e incluso la de éste con Jacob y Juan) y hasta se ha extendido la falsa creencia de que ambos predicadores murieron mártires en aquella ciudad. No se trata sino de un intento de reconciliar todas las creencias, anular todas las discrepancias y unificar todas las doctrinas. Al fin y al cabo, en Roma hay cada vez más dinero y más gente, y si ahora resulta que Jacob y Pedro y Pablo predicaban todos lo mismo, lógico parece en consecuencia que sea Roma la fuente de la verdad, como ya lo es del poder. Pablo de Tarso no quiso o no pudo organizar debidamente a sus seguidores, dejarles en herencia reglas prácticas y medios de defensa. En buena parte seguían dependiendo de las sinagogas judías. Lo cual era lógico en un hombre convencido de que el fin del mundo estaba tan cercano. Ahora, cuando el mundo sigue afortunadamente alumbrado por el sol y él no está para verlo, lo han convertido en una especie de jefe adjunto de todas las sectas, sean cuales sean sus creencias; y hasta los 443


cristianos que más se parecen a los brujos de Babilonia y a los sacerdotes de los faraones —como los que me rodean, por ejemplo— sienten gran veneración por él y suelen considerarlo como el que verdaderamente imaginó las raíces de toda su fe, más incluso que el hijo de Pandera muerto en una cruz. Tan habilidosa trama urdida en Roma me induce a sospechar que los papiros que os regalo serán quemados pronto, si alguno de vosotros no lo impide. Yo cumplo mi promesa a Hegesipo; del resto no me importa nada. Pues ¿qué sois realmente? ¿Judíos disfrazados? ¿Quién era realmente el profeta principal al que seguís? ¿Verdaderamente vivió o es todo una patraña en la que se mezclan seres de humo y centenares de predicadores de los caminos, cuerdos y locos, cuyas palabras fueron espigadas por profetas sectarios? Si finalmente os habéis sacudido el polvo de los desiertos judíos, ¿por qué continuáis leyendo en su Libro las atrocidades más groseras y poniendo al lado de hombres honestos como Pablo a remotos fantasmas del pasado como Abraham 444


y Moisés y a rufianes como David? ¿Cuál es realmente vuestro Dios?

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