RETABLO DE CURIOSIDADES ZAMBULLIDA EN EL A L M A P O P U L A R NAVARRA
POR
JOSÉ MARIA IRIBARREN PORTADA Y DIBUJOS DEL AUTOR
ZARAGOZA IMPRENTA «HERALDO DE ARAGÓN». COSO, 100 1ª edición 1940
INDICE 1-Curiosidades forales 2-Ciegos de juglaría 3-Toros y vacas 4-Aguas y fuentes 5-Epigrafía callejera 6-Brujos y brujas célebres 7-Cuatro tipos 8-Danzas y bailes 9-Terapéutica rural 10-La burla va por gremios 11-Ingenio tudelano 12-Galería pantagruélica 13-Viana y sus aquelarres. El brujo de Bargota 14-Humor macabro 15-La jota navarra 16-El Tarazonica 17-Del folklore religioso 18-Trasnochos y chocolatadas 19-Académicos de la lengua. Magaña y el Cuadráu 20-De las brujas de Salazar y otras rarezas 21-Burlas de pueblo a pueblo 22-Bodas y viudas. Madrastras y cencerradas 23-Capeas y corridas 24-Devoción popular 25-Del gardacho al sacamantecas 26-Comparanzas, refranes y dichos 27-Veterinaria rural 28-Curanderos y saludadores. El Cebalobos 29-Reacciones ante la Muerte 30-Pimientos, pimentones y guindillas 31-El proceso de Zugarramurdi
AL LECTOR En este libro encontrarás de todo; como en botica. Escribo en él de brujas y de curanderos, de tragones y endechadoras, de toros y lagartos, de remedios y ensalmos, de guindillas y bailes, de ciegos andariegos y de gentes de humor. Tiene, pues, mucho de revoltijo y de batiburrillo donde hacen maridaje las chanzas y las veras, la anécdota y la historia, lo jocoso y lo fúnebre. Notarás, sin embargo, que he zurcido esta sarta de cosas tan dispares con un hilván común: y es el hilván de lo popular, del genio y el ingenio rurales. De ahí que mi trabajo no es otra cosa que una zambullida en el alma del pueblo; mejor aún, un chapuzón, o un capucete como dirían por mi tierra. Que no hagan, pues, melindres los pelillosos si alguna de sus líneas se resiente de la rudeza y crudeza del ambiente villano. Mi única pretensión es la de recoger y rejuntar una serie de datos folklóricos, históricos o meramente eutrapélicos referentes a mi Navarra, en especial a la Ribera del Ebro, y el colmo de mi aspiración sería que este libro, que peca de excesivo localismo, sea lo bastante ameno como para poder leerse sin hastío fuera de mi tierra. No quiero terminar sin dar las gracias a cuantos me ayudaron en mi empeño. A mis buenos amigos Juan José Sedamero y José
María Azcona que me han proporcionado datos valiosos. Y a Agapito Martínez Alegría, Pedro Arellano y Resurrección MJ de Azcue, de cuyas obras he entresacado noticias de interés. OBRAS DEL AUTOR CON EL GENERAL MOLA. — Escenas y aspectos inéditos de la guerra civil. 1937. (Agotada.) MOLA. — Datos para una biografía y para la historia del Alzamiento Nacional. 1938. (Agotada.)
1- CURIOSIDADES FORALES
El Fuero General de Navarra brinda, al aficionado a las curiosidades sobrados temas de amenidad. Ya encierra por de pronto interés comparar nuestra vida actual con la del medioevo, que a través de sus páginas se refleja con admirable precisión. En sus preceptos, realistas y apodícticos, palpita la vida entera de los pueblos, con sus señores y sus villanos, con sus bueyes, sus perros, sus campanas, sus prados comunales y la vida áspera de las gentes del siglo XIII. El poder del Monarca y del señor feudal aparecen tan fuertes, que podían partirse por mitad al hijo impar de sus villanos, cogiéndolo el representante del Rey por una pierna y el señor por la otra y, tirando de éstas, hasta desgarrar de abajo a arriba el cuerpo.
Los labradores trabajaban de sol a sol, y su ración ordinaria se reducía a pan, sopas y una cebolla, debiendo ser el vino “bien temprado” y tan aguanoso que “sólo tuviera color de vino”. Para decidir en algunos litigios, celebrábanse (en el palenque de Artajona) los combates de hombre a hombre con bastón y escudo y los juicios del hierro rusiente y del agua hirviendo; duras probanzas, sustituidas luego por las “batallas de candelas”, merced a la benéfica influencia de las Ordenes Monásticas1 (1). Como hecho en la Edad Media, nuestro Fuero es “enorme y delicado”. Junto a la dureza agria y feudal, la sencillez ingenua, la gracia primitiva, la sabihondura de vejez en sus preceptos y en sus penas. 1
(i) En los juicios del hierro, que tenían lugar en Orcoyen, calentaban un hierro “largo como un palmo, ancho como la palma de la mano y grueso como el dedo pequeño”. El acusado se ponía un guante de lino; tomaba el hierro; se lo ceñían a la mano con un lienzo, y sellaban el atadijo- Al cabo de 3 días» se lo soltaban, y si se notaba quemadura o vejiga, lo declaraban vencido y culpable. Dispone elFuero que la mujer soltera que asegure que el padre de su hijo esuno que ya murió, debe probarlo por medio del hierro caliente, si el inculpado negaba en vida la paternidad. En el del agua, introducían en una caldera de agua hirviente siete gleras (piedrecillas) benditas, metidas dentro de un saqueteEl acusado, guiándose para encontrarlas de la cuerda que sujetaba la bolsilla, tenía que sacar las siete gleras. Hecho esto, se le ligaba la mano con un lienzo, sellando la atadura, que había de llevar durante 9 días- Si al cabo de éstos, advertíase quemadura, pagaba la penaSiaparecía la mano limpia, la pagaba el contrarioLa batalla de candelas consistía en que, una vez sorteadas entre los litigantes dos candelas iguales, las colocaban sobre unas agujas, y las encendían, con los pábilos hacia arriba o hacia abajo. Aquel cuya bujía se quemase antes, pagaba la multa al señor o al Rey-
Penas feroces: El que hiere a sus padres con las manos o con los pies, debe perder la mano o el pie con que los hirió. El testigo falso deberá ser trasquilado en cruces, y quemado en la frente con el badajo de la campana, para que quede de por siempre marcado2 (2). Y el caso espeluznante de la pena de despertamiento, que se aplica a los vengativos, a los que habiendo recibido satisfacción por el delito de homicidio (la satisfacción se daba en el cementerio de la iglesia de Villava), violasen la promesa de no dañar a sus contrarios. Al condenado a despertamiento se le sacará, desde el pescuezo hasta la rabadilla, una tira de piel (una correa dice 2
(2) Incluso en el Amejoramiento de Felipe III, muy posterior al Fuero, al testigo falso “se le taja la lengua”. Estas penas de marca y, en general» las ignominiosas, han subsistido hasta hace un siglo. Hacia 18341 se azotó en Tafalla, públicamente, a 4 ladrones* “Volvían a la cárcel y el que los capitaneaba, al bajar del asno, fue cogido violentamente por el verdugo que, con un hierro candente» le marcó en la espalda las letras P> L., que quieren decir, “por ladrón”. Cuenta esto Angel Morrás, y dice que» poco antes, se ahorcó en Tafalla a Justo Oses (a) Clianforrvn; y cuando bajaron su cadáver de la horca, lo metieron en un cubo de sardinas, donde habían pintado un gallo, un gato y una culebra; y lo tiraron, rodando, al río. Es el resabio de la antigua pena: “que se le meta en un saco con un gallo, un simio e una serpiente, y se le arroje al profundo del mar o río”. Este Chanforrín cometió un crimen horrendo. Estaba trabajando una mañana en su huerta: hizo una fosa honda y, cuando su mujer llegó con el almuerzo» la mató de un azadonazo y, arrastrándola por los cabellos, la enterró. En seguida, plantó encima unas lechugas y las regó. Un tal Romeo, que trabajaba en un huerto contiguo, lo vió todo y denunció el crimen.
el Fuero), de 4 dedos de ancha, que luego se dividirá en 2 a lo largo de las piernas, hasta encima de los talones. Y al lado de estas penas, mantenidas más que por nada por su aspecto intimidatorio, se establecen sanciones notables. Por ejemplo, la del que roba un gato. El gato debía de ser en aquellos lejanos tiempos un animal de lujo, como lo son hoy los de Angora. De ahí que fueran estimadísimos y que la ley foral tendiese a protegerlos de ladrones. Dispone ésta que “cuando un hombre hurta gato, el señor del gato debe atar al pescuezo de éste una cuerda y el otro extremo de la cuerda a una estaca clavada en el suelo. Entonces, el ladrón debe traer mijo y derramarlo con su mano sobre el gato atado, hasta que el animal quede cubierto de grano por entero”. ¡Ya haría falta mijo para rendir a un gato, así sujeto, hasta lograr cubrirlo por completo de cereal! Cuando el ladrón fuese tan pobre que no pudiera hacerse con los sacos de mijo necesarios, ¡ay de sus homoplatos, de sus costillas y de sus vértebras lumbares! “Deberán desnudarlo y atarle al cuello el animal, de forma que éste cuelgue por las espaldas del que lo hurtó. Entonces—dice— los sayones deberán encorrer al ladrón, hiriéndole y hostigando a la vez al gato, para que éste le rompa bien con sus uñas y con sus dientes las costillas al ladrón”.
En materia canina existen 2 preceptos dignos de señalarse. El uno dice que, si un perro matase a otro sobre perra joven, siendo el matador hermano de la perra, no debe pena; pero, en otro caso, la pagará el dueño del agresor. El otro manda que si alguno quisiere hacer suyo el perro muerto sin motivo, tomará una estaca de un palmo de larga; “la meterá al perro muerto bajo el rabo, dejándole cuanto es una mano fuera, y ¡se la sacará con los dientes!” Manera tan extravagante y depresiva de acreditar la propiedad del perro, se enderezaba a aminorar las disputas de esta naturaleza que, por lo visto, eran muy frecuentes y graves; pues, como el mismo Fuero explica, “los hidalgos se tenían por demás ofendidos en la pérdida de canes que de otras bestias, y hacíanse, a veces, los unos a los otros grandes cruezas por causa de los perros”. Más dura y escarnecedora es, todavía, la pena señalada al que robe el carnero que sirve de guía al rebaño. “Al que roba carnero que trae cencerro al pescuezo, le harán meter los dedos de su mano derecha, quiera que no, dentro del cencerro. Entonces, el Justicia deberá tajarle los dedos, tanto cuanto entraren en la campaneta”. Y por si esta cirugía de dedos pudiera ser tachada de cruel y sangrienta, permite sustituirla con otra sanción, que lleva su
vindicta al paladar goloso del acusado y consiste en que “hagan implir (llenar) la campaneta de mierda de home, hasta que esté rasa, y hagan implir en la boca al ladrón de aquella mierda”. (Libro V, título VI, capítulo XIV.) Tan curiosos como los preceptos de orden penal que acaban de citarse, son otros de derecho civil que en la ley se contienen, y que demuestran la agudeza de ingenio, la picardía de aldeano y la gracia rural con que el legislador acertó, a veces, a sazonar los postulados de la justicia más estricta. Así vemos que se establece la obligación de prestarse fuego unos vecinos a otros en los pueblos pobres de leña. Para lo cual, cada familia “deberá dejar en el hogar, después de haber guisado la comida, tres tizones por lo menos”. Ahora bien; al objeto de que los pedigüeños no abusen de su privilegio, dispónese que todo aquel que necesite fuego, “acudirá a la casa del vecino y, llegando al hogar, avivará las brasas; tomará un poco de ceniza en la palma de la mano y, sobre esta misma ceniza, pondrá las ascuas que quisiere llevar”. Sabia medida porque, so pena de quemarse el pellejo, no podrán extraer muchos tizones. Legislando sobre los casos que los juristas llaman de avulsión, nos brinda una alusión deliciosa a la naturaleza y a la prudencia de la clueca que sale de paseo con su pollada. Cuando los ríos caudalosos—dice—,
robando los terrenos, se introdujesen en ellos formando isla o mejana, el dueño del terreno separado no perderá su derecho a él, hasta que el primitivo cauce quede enjuto, “de tal manera que una gallina pueda pasar en seco con sus polluelos”. Tan curioso y sagaz como éste, es el subterfugio de la cama de paja para averiguar si el deudor está enfermo de veras, o si finge dolencia, con el fin de librarse del embargo. Prohibe el Fuero que se embargue a los fiadores de deudores enfermos, hasta tanto que éstos sanen o mueran. Mas, como tal aplazamiento se presta a argucias, permite que tres o cinco hombres—designados por el acreedor y por el fiador—vayan al lecho del paciente; lo saquen de la cama; lo tiendan en un lecho de paja y, cuando esté más desapercibido, prendan fuego a la paja. “Entonces, si los hombres viesen que se puede quemar el enfermo, se le tendrá por tal” y se aplazará el embargo; pero si dijesen que puede levantarse, no deberá otorgarse plazo al fiador. ¿Y el medio, tan ingenioso y práctico, de señalar la servidumbre de paso por el trecho más corto? “Si algún hombre tiene una pieza o viña y no puede ir a ella por camino seguro, porque no le quieren dar paso los dueños de las heredades próximas, vaya a su pieza o a su viña cuando pudiere y dé voces pidiendo socorro. Y por donde llegare hasta él el primer hombre, por aquel
lugar debe hacerse el camino.” Pues, aun tiene más gracia y enjundia, la artimaña que emplea para que los alcaldes dictaminen sobre si una cerca de seto de zarza llena su cometido. Es la siguiente, y lamento no poder transcribir el pasaje legal en toda su franqueza de adjetivos: “Pongan, dentro de la heredad, una asna en celo y, afuera, un asno entero. Y si el burro, teniendo trabados el pie y la mano con un codo de soga, salta por encima del seto, se declara que no es bueno.” Todos los historiadores del Derecho han detenido su atención ante este peregrino precepto navarro, donde la pasión amorosa y el instinto genésico de los asnos juega papel tan decisivo. Cuando veo en los prados montañeses esos borricos limpios, peludos y simpáticos, me acuerdo, sin poderlo remediar, de la prueba del seto de zarzas y de unos versos del Arcipreste. Que así es, ruda y aguda, aldeana y recia, nuestra legislación tradicional, la que recopiló—hacia 1237—el Rey Teobaldo; el Rey juglar que anduvo enamorado de la Reina de Francia, y que era—como nos cuenta el Príncipe de Viana—“alegre e gran cantador'’, el que trajo de su Champaña a nuestros huertos “la natura de las buenas peras e manzanas”. En nuestro Fuero revive la Navarra feudal y de todo él se exhala un recio aroma de naturaleza, de ruralismo, de vida aldeana;
como si lo hubiera hecho, aconsejado por un fraile de Ley re, un patriarca de barbas fluviales, que tuviese rebaños y bestias, y un mastín colosal, y unas palomas en el terrado de su torre, y hasta un gato, adormilado junto al fogón, en torno al cual se narran aventuras maravillosas. En las últimas páginas del Fuero se contiene una serie de fazañas: especie de ejemplos o apólogos al estilo del Conde Lucanor, enderezados a que los jueces aprendan a juzgar rectamente sin dejarse influir por las dádivas de los litigantes. Ved ésta por ejemplo: “Vinieron 2 hombres ante el Juez. Y el uno le dio unas bragas y un paño de lino para camisas y el otro le regaló 2 bueyes. Y cuando debía de juzgar el Juez, le dijo el del paño que no se olvidase de que estaban unidos. Y cuando esto oyó el Juez, le dijo que no podía ser, porque los 4 cuernos de los bueyes estaban de por medio.”
2- CIEGOS DE JUGLARIA
Como todo lo pintoresco va desapareciendo, es cada día más raro ver a esos ciegos de guitarra, descendientes de aquellos para los que compuso coplas el Arcipreste. Los ciegos eran el último avatar de los juglares, siempre andariegos por caminos de polvo y de Guardia civil, recitando, en las plazas de los pueblos, las letrillas de San Antonio, el romance a la muerte del torero o las coplas del último crimen: Sagrada Virgen del CarmenMadre de Dios soberana; ayudadme a relatar el crimen que en Cantarranas cometieron 2 bandidos
con el cura y con el ama» una noche muy oscura y armados de todas armas* Siendo mócete, he llegado a ver y oír a un ciego de sombrerón y capa que, con deje gangoso, explicaba las fases de un crimen, sobre los cuadros de un cartel en el que los chafarrinones de rojo se prodigaban espeluznantes. Al notario de Tudela le tengo oído referir que, con sus versos, mató a un ciego de Sangüesa. El ciego era mi borracho empedernido y el notario le hizo unas coplas sobre el crimen de Rocaforte, tan emotivas, que su recitador obtuvo de ellas en poco tiempo 1.500 pesetas. Fueron su perdición; porque se las gastó todas en vino y murió alcoholizado. En paz descanse. La Ribera ha dado al mundo ciegos famosos. Mi abuela contaba de uno que conoció en su mocedad: el ciego de Viana. Gañía, más que cantaba, con una voz agria y abominable: Entra la luna en tu cuarto y con ella te diviertes. Las mozas, chungonas, le pedían que repitiese. Y él, que no andaba escaso de humorismo, contestaba: —De lo bueno, poco. Tenía un lazarillo picarón, que era el mismo demonio. Una vez, al intentar el
ciego saltar sobre una acequia, le hizo brincar tan a destiempo que cayó a medio del “regacho”. Filósofo también debió de ser el ciego de Murillete. —¿Qué tal se vive?—le saludaban. —Mejor que el Rey. Todo lo que veo es mío. Por los años de 1855 al 70 se hizo muy popular por tierras de Tafalla el ciego Agustín, que cantaba coplas alusivas a las picardías de los artesanos: Diré que a los albañiles, si los llevas a jornal, con dos piedras, todo el día tienen para trabajarSi a éstos les das obras por su cuenta, te harán en cien días palacios cuarenta: de dichos palacios ¿qué es lo que sucede ? Que caen volando o luego» si llueve. Cuando acababa de denostar a los albañiles con gran regocijo del respetable, la emprendía con otros. —¡Ahora le toca a la curia!—voceaba. Y ponía de hoja de perejil a abogáus y precuradores: Cuando alguno cae en causa principian a preguntar: ¿tiene ese caracol carne?
¿se la podemos sacar? Acabadas las coplas curialescas: —¡Que se preparen los esquiladores! Y arreaba con ellos: Esquilan esquiladores con picardía los machos, luego van a la taberna hasta que salen borrachos. Luego entraban en turno de burlas, barberos, sacristanes, santeros y demás patulea. Tanto éxito como éstas, obtenían las coplas del miriñaque, con las que el ciego Agustín se chungueaba de nuestras abuelas: Se ponen los miriñaques para parecer mejor; parecen a las comportas con cellos alrededor. Las hay muchas señoritas que por comprar miriñaque se ahorran todos los días la ración de chocolate. Como se ve, no era muy selecto el repertorio del ciego Aguitin. La mayoría de los ciegos vendían, a la entrada del invierno, el Calendario Zaragozano. De uno sé que, en Pamplona, pregonaba el famoso almanaque de pastas rosadas, en forma ominosa para D. Mariano del Castillo y Ocsiero, “célebre astrónomo y único observador”. Lo pregonaba así, con un tonillo raro:
—¡Calendario Zaragozano! ¡Trae fríos, escarchas y nieves en invierno y calores en verano! En lo cual, pese al feísimo de D. Mariano, no andaba falto de razón. Los ciegos del distrito de Tudela se proveían de “Zaragozanos” en la librería de Subirán. Subirán, que tiraba en su imprenta “El Anunciador Ibérico de Tudela”, era un tipo curioso. Siempre alcanzado de dineros. Un día, al dar noticia en su periódico de una falsificación de billetes de mil, remató así la gacetilla: “Bueno: ¿y a nosotros qué?” Al pobre Subirán los ciegos ¡le armaban cada trapacería! —Que le pagué por adelantáu; ¿no se acuerda? —Mientes; que debes los de este año. Alborotaban ellos; acudía la gente a la trifulca y todos se ponían de parte de los tramposos. Desazonado por el berrinche, juraba no fiar más a ciegos. Y don Lorenzo el cura le apoyaba con este chiste: —¿Pa qué? Si aunque les hagas mil favores, nunca te han de poder ver. Por desgracia para el color local, el ciego de guitarra resulta cada día más caro de ver. La Beneficencia, los periódicos y la falta de crímenes horrendos, han arrumbado su castiza estampa. En la Merindad de Tudela, los últimos supervivientes eran el ciego de Tulebras y la
ciega de Villafranca. El de Tulebras, tan tozudo y famoso como el de Ormáiztegui, salía a la estación y, al paso del tren de Tarazona, rascaba en su guitarra mugrienta un rian-rian plebeyo y cansino. Era un tipo mañoso que hacía las labores del campo, recogía sus hortalizas y hasta trepaba a los árboles para coger nidos de pájaros y frutas. La ciega de Villafranca aún anda por ahí. Cheposa, renegrida y canija, la boca regañada que, al cantar, se le tuerce tanto que parece cantarse a la oreja, hace su vía como abrumada por el peso del guitarrón, siempre riñendo con su compadre porque le escamotea las ganancias. Este, al que llaman el Poeta porque discurre coplas, pone fin a las broncas conyugales pegándole a la prójima un codazo y ordenándole seco: —¡Canta, traidora! Y la reyerta sigue; pero en verso. Empieza ella: En Castilla me dijistes que eras un buen zapatero, y ahura resulta que no eres ni galgo ni conejero. El Poeta finge ofensa por el agravio; bizcornea los ojos; tuerce una risa solapada, y retruca: Tú también me asegurabas que eras buena costurera;
me has salido más traidora que la vaca “Barquillera”. (La Barquillera era una vaca de Zalduendo que sabía latín; la más temida en las capeas “por lo perra” y porque había dado muerte a 2 pastores.)
La ciega remata estos Juegos Florales con la siguiente tonadilla: No me vengas con canciones, que no te quiero escuchar, que te casastes conmigo por vivir sin trabajar. Jeringándose de esta forma, van por pueblos y ferias. Viajan a bordo de un carromato descuajeringáu, cuyos pingajos y falandrajos riman bien con el asno peludo. Remataré el capítulo con un cuento de ciegos, que oí de labios familiares, como ocurrido en Funes. En Funes se celebró una boda a la que, no sé por qué razón, fueron invitados todos los ciegos de la comarca. Corrió la voz y se juntaron al convite una docena de ellos. Después de la comida, el padrino, que era un guasón y un mala idea, los juntó en el corral y los formó en parejas. El se puso a la puerta y, conforme pasaban, decía: —Toma: un duro pa los dos. Pero nada les daba. Y, ya en la calle, un ciego le urgía al otro: —Apoquina la mitá que me toca. Y el compadre, asombrado:
—¿Qué mitá dices, si te lo ha dáu a tú? —¿A mí? ¡Mientes, traidor! Y alzaron sus gayatas. Y se majaron a baldurrazos, a palos de ciego.
3- TOROS Y VACAS
Se ve que nuestra tierra ha sido, desde muy antiguo, tierra de toros. Hasta nuestros bueyes bucólicos debían de ser corneadores y “homicieros” a juzgar por la pena foral. Dispone el Fuero que muera apedreado el buey que matare a hombre o mujer. “Pero si el buey — añade — era acorneador de antes y su dueño, sabedor de ello, no lo hubiere guardado, el buey será muerto a pedradas y también morirá su dueño3 (1). Siempre me acuerdo de la pena, casi toral, que un ascendiente mío, nacido en Burutain, aplicó a un buey “sorayo” que le dió una cornada cuando le estaba echando pienso. Ni le dió palos, ni “furgazos”. Le (i) Se trata de la misma pena establecida por Moisés» para estos casos, en el Deuteronomio. 3
untó de miel todo el pellejo y lo sacó a la era, a pleno sol. Para que se lo comieran las moscas. ¡Curiosa vindicta montañesa, resabio de las penas que las leyes del medioevo aplicaban a los animales! En la Ribera, “debido a la fiereza de los pastos”, siempre ha habido ganaderías bravas. Y hasta ganaderos. Ya murió uno que se ponía en las tarjetas, debajo de su nombre: "Ganadero bravo”. Dándose el caso en estas tierras que miran al Ebro, no ya de bueyes toros y ganaderos bravos, sino, lo que es más increíble, de vacas toros. Tal ocurrió hace años en Olite por culpa de un progruma de festejos y de la recia pasión taurina de sus mozos que, a fuerza de pedir todos los años “¡Otro toro! ¡Otro toro!” cuando acababan de arrastrar el sexto, hicieron que el alcalde anunciase así la corrida de fiestas: "Esta tarde se lidiarán siete novillos-toros de la ganadería fura de Santacara. Nota: el último toro será vaca.” En los prados de Funes y Peralta y en los sotos de Castejón y de Murillo han pastado los Zalduendos y Díaz, los Guendulain y los Vergara, los Alaiza y Lizasos, los Carriquiris y Espoz y Mina. Los Carriquiris, sobre todo, dieron renombre nacional al ganado navarro. Eran unos toricos de asta fina, royos, escuetos y
pequeños como los que se ven en los grabados de Goya y de Alenza; pero tan bravios y corajudos hasta el último instante, que Guerrita decía que a muchos de ellos los había visto llorar de rabia al caer heridos de muerte. No era raro que un Carriquiri despenase a 18 caballos. Los empresarios de jamelgos veíanse obligados a apercibir fuertes reservas de material cuando se lidiaban toros de la ribera del Ebro. Siendo empresario de San Sebastián el ganadero navarro Miguel Poyales, algún maligno difundió la especie de que no disponía de jacos porque, el día anterior, los Carriquiris le habían hecho una sarracina. Para desmentir el infundio hizo desfilar tras de la cuadrilla docena y media de caballos y, cerrando el cortejo, una sección completa del Regimiento ecuestre que por entonces guarnecía la capital donostiarra. Los Alaizas que pastan en Murillo, junto a la carretera, son descendientes, aunque degenerados, de los famosos Carriquiris. Esta proximidad de los pastos a la carretera ha dado lugar a sustos y acometidas a los caminantes por parte de alguna vaca recién parida o de algún toro desmandado. De chico conocí a una recadera de Arguedas, la señá Cone, que un día, yendo a Tudela a lomos de su burra, se vió atacada por un toro. Encomendóse la infeliz a la Virgen del Yugo. El bicho derrotó contra ella y, con la punta del asta, le quitó la alpargata.
No hay ganadería que no cuente con su vaca o su toro célebres, de los que se ponderan hazañas sangrientas e historias de bravura. Un pastor de “Vergara” atribuía la bravura de sus novillos a la vaca Matea, famosa porque mató a un guardia civil. Me decía: “Era mucho brava, pero muy mala madre. A lo mejor, paría al ternerico en un rastrojo y ¡ahí te quedas!” Don Jorge Díaz tuvo una en Funes, “la Ratona", que dejó raza. Estaba mocha de los palos que había recibido. Un año la llevaron en tren a Burdeos, contratada por los franceses que sabían de su renombre. La Ratona que, por lo visto, aborrecía a nuestros vecinos, se les escapó y, venteando, volvióse sola de Francia a Funes. Al atravesar pueblos, la muy ladina se fingía lechera y mansa; pero, en saliendo a campo raso, la emprendía a correr. Su misterioso olfato la condujo, a través de paisajes nunca vistos, hasta las cercanías de la manada. Y es que, al decir de Eugenio Noel, la vaca, como el toro, “oyen ruidos que ellos se saben y huelen olores que sólo a ellos llegan”. A un pastor le oí que “estos ganáus recogen muchos vientos, porque tienen el fato mucho lejano y fuerte”. Zalduendo tuvo un toro, “el Caimán”, tan noble y fiero que, después de picado, lo indultó el público de Pamplona. Desde
medio del ruedo acudió como un corderico a la llamada del mayoral. Saltó éste la barrera, le estuvo acariciando y dándole a comer alfalfa y, montado sobre sus lomos ensangrentados, entró hasta los corrales entre la ovación estruendosa de la multitud, conmovida de aquella escena. Y no es esto lo singular, sino que curó el toro, lo lidiaron en Barcelona y tomó 26 varas, matando diecisiete caballos. Lo contrario del “Civilón”, tan cacareado hace cinco años, que se dejaba cabalgar por las hijas del ganadero; pero que, al ser lidiado, resultó un mansurrón de tomo y lomo. Navarra, que ha provisto de toros al espectáculo nacional, no ha producido, en cambio, ningún torero de valía. Hace años, sonó bastante un novillero tafallés, “el Obispo”, cuyo nombre de guerra se prestaba a que cualquier viajero inglés apañase un artículo explicando cómo el arte de Cúchares contaba con prosélitos en las altas esferas eclesiásticas. Lo que en verdad pudiera ponderarse en España y en Inglaterra es la afición taurina de que siempre dio muestras nuestro viejo Reino. La historia nos enseña que las fiestas de toros se usaban ya en Navarra en el siglo XIII4 (1). Un siglo antes, el Fuero de 4
(i) También parece averiguado que fue la nuestra la primera región donde se empleó al toro como diversión pública- La primera corrida celebrada en Pamplona, de que se tienen datos, lo fue en 1385- Un cristiano y un moro, venidos de Zaragoza» lidiaron y mataron dos toros-
Sobrarbe (dado a Tudela por Alfonso el Batallador) dispone en su artículo 293 que si, conduciendo por el pueblo al matadero alguna vaca o toro, causare daño a las personas, pierda la bestia su dueño. Pero que si el daño se causase al correr la vaca o el toro ensogados, con ocasión de boda o misacantano, no debe imponerse pena, a no ser que los que tiran de la cuerda la aflojasen o la soltasen por hacer daño o escarnio. De entonces data la costumbre de correr toros ensogados. En Cascante ha quedado un dicho: “Afloja, que ése es de Tudela”, indicador de que los dueños de la cuerda daban soga cuando el “encorrido” era tudelano5 (1). Hasta el año veintitantos duró en Corella esta diversión que ha vuelto a reanudarse el 39. Según refiere Salamero, era costumbre comprar 2 toros para correrlos por las calles. Un año el toro se desligó y, como debía de ser un buenazo, prefirió la cebada a las tripas de corellano y se volvió al corral. Había uno llamado “el Pocho”, que llegó a conocerse el pueblo tan bien como el cartero. Lo corrían por espacio de una hora y, por refocilarse con el susto ajeno, le hacían penetrar en los portales; y una vez lo subieron al salón del Casino. 5
(i) Tenía tal arraigo en nuestra tierra esta diversión, que las Cortes, en 1795, declararon nulas y contrarias al Fuero las disposiciones del Poder Real que prohibieron en toda España “el uso de las fiestas de toros de muerte, y el correr éstos, y los novillos que llaman de cuerda por las calles”.
Cuando, por orden de La Cierva, suprimióse el festejo, se armó en el pueblo una trifulca de mal cariz que terminó, gracias a Dios, en mojiganga. A un burro, negro y descomunal, le pusieron dos astas, lo ensogaron y, entre gritos y bulla, lo corrieron por las calles y plazas hasta encerrarlo en los chiqueros. Tan castizo como “el Pocho” en Corella, era en Tafalla el “toro Arrula”, que llegó a ser una institución. Le llamaban así porque, al castrarlo, hirió de gravedad al castrador que se llamaba Arrula. De toro ensogado pasó a cabestro; a pesar de lo cual, lo corrían todos los años. Conservaba en tal forma su bravura nativa, que aun teniendo los cuernos aserrados no había guapo que se atreviese a torearlo' de capa. En las fiestas del año 60 hizo una de las suyas. Harto de divertir al pueblo, se metió en casa de Eachón y armó el “estrapalucio”. Después de entrar en la cocina, hacer trizas un tinajón y obligar a la dueña del inmueble a meterse bajo una cama, subió al último piso y costó Dios y ayuda bajarlo. José M.a Azcona le dedicó un artículo, donde añadía que el toro Arrula salió al balcón y predicó la rebeldía al pueblo6 (1). (i) En las memorias de Angel Morrás» que el mismo Azcona publicó, se narra un sucedido de Tafalla en relación con la materia. Le ocurrió a un tal Amaigcus, tipo chistoso y popular* Una vez, trasegando vino» se cayó de una escalera y, a consecuencia del golpazo, se le desencajó el hueso de la cadera. Desmayado lo llevaban a casa del médico en ocasión en que la gente corría por las calles ante el toro ensogado. 6
En Malón y en Novallas, tras de correr al toro en soga, lo mataban a garrotazos y navajadas. Lo de acabar con él en esta forma era antaño cosa corriente. Branet, sacerdote gascón emigrado, que visitó Tudela en 1792, describe en sus Memorias la corrida del día de Santa Ana, y consigna que uno de los 10 toros que se lidiaron aquella tarde fué muerto a garrotazos por el pueblo. Entre paréntesis diré que lo que más extrañó a Branet fue que se bendijesen los novillos que se daban al pueblo en la víspera de Santa Ana. ¿Que para qué los bendecían? Si abrís el Diccionario Espasa por la palabra TOROS, os chocará esta nota: “En Tudela, la mañana del día de la corrida, llevaban a un capuchino a fin de que los conjurase (a los novillos) para que fuesen bravos”. Que perdone el Espasa, pero lo lógico es creer que la conjura del buen fraile se enderezase a que los toros no causaran desgracias en la mocina de mi pueblo. Si vais alguna vez a Cabanillas, veréis en una de las casas de la plaza un escudo colocado a bastante altura. Resulta que, una vez, el toro en soga cogió desprevenido Amaigas que despierta y, olvidándose de sus huesos» se llega al toro y se pone a citarlo con la dalmática de saco que usan en la vendimia. El toro lo cogió; lo tiró al aire; y fué lo bueno que, al caer en tierra, se le volvió el hueso a su sitio. Curiosa historia que nos muestra hasta qué extremo llega la afición por los toros y cómo éstos pueden, en ocasiones, actuar de curanderos-
al propietario del inmueble y lo aventó por los aires, dejándolo maltrecho. En recuerdo de tan grave cogida, puso el escudo a la altura de su forzada ascensión aérea. El toro sufrió el castigo de los mozos, que lo ataron a un carro y, tras de pasearlo así por los pueblos vecinos, lo mataron de mala muerte. Con los de la casa del escudo ocurrió algo curioso. En Cabanillas, el alquiler de las vacas, que hoy sufraga el Ayuntamiento, era pagado a escote por toda la mocina; con tal rigor en la colecta, que los ausentes no se libraban de contribuir. Los únicos que se negaron siempre fueron los de la casa del escudo, por mor del mal recuerdo. Hasta que, un año, se les ocurrió abrir un balcón para ver la capea. ¡Qué hicieron! Los mozos, colmos de indignación, la emprendieron a pedruscazo limpio con la casa y hasta se conjuraron para quemarla, lo que pudo impedir la Autoridad a costa de no pocos esfuerzos.
4- AGUAS Y FUENTES
Desde los tiempos más antiguos, el agua, fuente de vida, es venerada como salutífera. “La reverencia a las fuentes, que aun conservan los romanos, se debe —como dice Frontín—a atribuirles la virtud de curar los enfermos”. En el libro de García Mercadal, “España vista por los extranjeros”, he leído que a Baltasar de Castiglione le interesaban 14 cosas raras de España: una de ellas era “las yeguas montesas que, según fama, conciben del viento”; la otra, “dónde está la fuente que deshace la piedra y la que restaña las cámaras de sangre”. Ignoro si Marineo Sículo, que respondió a las 14 preguntas del italiano, sació la curiosidad de éste respecto de la fuente
picapedrera y de la atajadora de hemorragias. A un cura viejo de Irurzun le oí decir que todas las aldeas se ufanan de poseer 3 cosas estupendas: “el agua, las campanas y... el cura que murió”. Certera observación: no hay pueblo que no tenga una fuente a la que el vulgo atribuye virtudes curativas. En Tudela brota una que la llaman de la Salud. Y otra de la Misericordia, que, según tradición, fué alumbrada por el propio San Francisco de Asís cuando estuvo en Navarra, y sobre la que antaño campeaba esta inscripción en verso: Porque Moisés tocó un risco agua dió que al Mundo curaEsta, quita calentura porque la tocó FranciscoPamplona posee un manantial en el Río al Revés al que acuden los enfermos de reuma, y en varios pueblos de la montaña son celebradas como medicinales las fuentes de agua sulfurosa, que llaman de Patueco porque saben a huevos podridos. Aún quedan por la zona de Erro, curanderos aldeanos que practican la hidroterapia en su forma más ancestral. Pero no están de acuerdo: mientras el uno es partidario de las aguas frías, el otro preconiza las calientes; con lo que se dividen la clientela. En Yanci, junto a la ermita de San Juan, surte una fontanica que cura las
enfermedades de la piel. Muchos romeros acuden a ella en la noche del Santo y de las fogaratas. Tras de lavarse, arrojan a las zarzas los lienzos y toallas con que se secan, por suponer que en ellos ha quedado la enfermedad. Los gitanos que, por lo visto, no comparten esta última creencia, hacen en ese día un buen acopio de pañuelos, lienzos y servilletas. Corella se enorgullece de la fuente Bardón, “proveedora de la Real Casa”, según vieja leyenda. Refiere ésta que una reina navarra, hallándose convaleciente en la ciudad ribera, concibió, después de muchos años de esterilidad, gracias a haber bebido las milagrosas aguas por consejo de una comadre. Cuando nació el infante real, el Monarca, agradecido al buen consejo de la corellana, ofreció concederle la merced que pidiera. —Quiero que al primer hijo que me nazca me lo hagáis coronel. —Otorgado. A poco, la mujer tuvo una hija, a pesar de lo cual, el Rey, honrando su palabra, la nombró coronela. La primera y más joven coronela de España7 (1). En Elgorriaga mana una fuente que, según fama en la montaña, posee las virtudes de la de Bardón. Sé de una navarra, casada en las Américas y privada 7
(i) Tal leyenda no carece de fundamento, pues la historia refiere que hallándose en Corella el rey Felipe V y su esposa, ésta se sintió embarazada-
de descendencia, que pasó el mar para probar las aguas de Elgorriaga. Lo malo fue que el marido se le murió en la travesía. También existe en el Castillo de Javier un pozo al que acudían los recién casados de la comarca y, para asegurarse sucesión, arrojaban piedrecitas al agua; tantas como herederos apetecían. Cuando los jesuítas (a primeros de siglo) tomaron posesión del Castillo, suprimieron esta prolífera costumbre. El año 1845, en plena efervescencia romántica, el brigadier D. Antonio Ramírez Arcas publicó un “Itinerario descriptivo de Navarra”, en el que, ponderando la bondad terapéutica del agua de Fitero que, según él, “promueve las evacuaciones de la piel, del vientre y de los riñones”, afirma que es “útilísima en las clorosis u opilaciones, hipocondrías y parálisis y, en fin, en cuantos males reconozca el facultativo la virtud o debilidad de los sólidos y excesiva fluidez o pobreza de los humores”. Se ve que nuestro brigadier poseía una idea demasiado hipocrática de la medicina. Hojas más adelante, en el capítulo del CLIMA, aludiendo a lo mucho que beben los navarros, esculpe esta graciosa observación: “El abuso que se acostumbra a hacer del vino, aguardiente y manjares crasos, da lugar a no pocas inflamaciones.” Pese a lo cual, el bebedor navarro, sin miedo a las inflamaciones, sigue “poniendo
el codo a escuadra” y apretando la tripa a la bota de vino, aun cuando reconozca las ventajas del agua, con aquello de: “Bueno es el vino cuando el agua es mala. Pero, si el agua procede de una fuente pura y cristalina... ¡prefiero el vino al agua!” Siguiendo con las fuentes, hallaremos algunas más que, si carecen de virtud curativa, poseen sin embargo su leyenda o su historia curiosas. Así ocurre con la balsa de Ayegui que, marchando de Estella a Irache, se ve a la diestra de la carretera. El manantío que la surte y que, según me han dicho, nace en el Montejurra, debe de poseer intermitencias misteriosas; pues es leyenda muy extendida que la balsa sólo se llena en vísperas de guerra, como se pudo comprobar en las guerras carlistas, en la europea y últimamente en el Alzamiento del 36. En un artículo de José Sayés (Euskalerriaren Alde-1924) hallé una tradición relativa a la fuente de la Loca. Junto a la presa del Moral, en las aguas del Arga ribero, existió antaño (y aún perduran sus ruinas) la Venta de las Armas. La tal venta era muy frecuentada por arrieros; y cerca de ella, al pie de una colina, cantaba el agua de una fuente. Añade la leyenda que un carretero guapo y fornido (diestro en lanzar la barra y cantar jotas) cortejaba a una moza del mesón a la que perseguía con carnales intentos un
criado bisojo y canijo. Este, viéndose desairado por ella y celando vengarse, apostóse una noche cabe la fuente y, al llegar los amantes, mató al galán de un puñalón aleve. La moza, entonces, extrayendo el acero del pecho de su novio, lo hundió en el costillar del asesino, con lo que las 2 víctimas disolvieron su sangre en el agua del manantío. Ella se volvió loca, vagaba por los montes y una noche, provista de una azada, cegó la fuente y entonó esta elegía, a mi juicio más propia de poema vasco que de una moza riberana: "No llores, pobre fuente, la muerte de mi amor: para llorarle son suficientes mis lágrimas.” Más humor que esta historia elegíaca tiene la historia de la fuente de Echarri. En Echarri existe, al lado del frontón, una fuente de un agua helada y dura que tiene, según dicen, la cualidad de mover y blandear el vientre más empedernido de estreñimiento. Gracias a ella y por lo que veréis, los del pueblo ganaron un partido de pelota y mucha plata a los de Val de Ilzarbe. Hará cerca de un siglo, había en este valle un pelotari maravilloso que, en fiestas de Puente la Reina, retó él solo a la mejor pareja de Navarra. Dos pelotaris de Echarri aceptaron la apuesta: —En las fiestas de Echarri nos veremos.
El día concertado para el partido, Echarri se llenó de forasteros. El frontón hervía de emoción y de “personal” y las apuestas eran atroces. Los contados vecinos de Val de Ilzarbe que no pudieron trasladarse a Echarri, imaginaron un arbitrio curioso para saber cuanto antes la victoria de su paisano. Acompañando a éste enviaron a Echarri una perra recién parida con el acuerdo de soltarla cuando el partido hubiese terminado conforme a sus deseos. Pensaban, con razón, que la infeliz, por volver a juntarse con sus hijos, correría más que un demonio. Los que la condujeron al frontón la ataron a un árbol, encaramados en cuyas ramas seguían las incidencias del partido. A lo primero, la pareja de Echarri marchaba por delante; pero pronto entró en juego el campeón y les cogió fuerte ventaja. Tanto se entusiasmaban los del árbol, que no se apercibieron de que la perra ya no estaba a sus pies. Resulta que un chiquillo, condolido de sus lamentos, la desligó; y excusado es decir la carrera que emprendió el animal, camino de su pueblo. Los de éste que la vieron llegar, echaron las campanas a vuelo y, locos de contento por las ganancias que esperaban, recorrían las calles borrachos y cantando. ¡Pobrecillos! Habían perdido. Se enteraron horas después. Lo que ocurrió fue que a las postrimerías del partido, el campeón de
Ilzarbe tuvo sed, bebió del caño de la fuente, empezaron a dolerle las tripas y a correrle los intestinos y... no hizo ya cosa derecha. Sus contrarios llegaron a igualar en el tanto penúltimo. El decisivo lo ganaron porque un fiero apretón forzó al de Ilzarbe a llevarse las manos al vientre, lo que hizo que restase la pelota tan inocente y flojo que el delantero adverso la dejó muerta a cuatro palmos de la pared. Si viviese el padre de Juanito (el héroe escolar de nuestra infancia) daría, a cuenta de esta historia, una pelmada de las suyas y alzando el dedo hasta la cúpula de su hongo abrumaría a su hijo con moralejas acerca del orgullo, de la pasión del juego y del respeto a la maternidad animal. Yo prefiero guardarme la barba.
5- EPIGRAFIA CALLEJERA
Debe de ser Pío Baroja el primer escritor que dedicó atención y tinta a esos letreros raros con que a veces (cada día con menos frecuencia) se topa uno por las calles de esos pueblos de Dios. En su libro "Vitrina Pintoresca” les dedica un capítulo entero en el que, entre otros muchos, anota esta pareja de carteles que hasta hace pocos años se veían en Estella. El uno campeaba a la puerta de una sombrerería. Rezaba así: FAUSTINOZUBIETAFA BRICANTEDESOMBREROSFI
NOSDECASTORES TELLA
El otro pertenecía a lo que cierto personaje de Arniches llamaría un establecimiento peluquérico: AQUI SE REJUVENECE SAFEITA Y CORTA EL PELO QUE PAICE MENTIRA SERVICIO, 10 cts. VINIENDO DOS DE LA FAMILIA, 15 cts.
(Baroja sólo anota el párrafo segundo por su gracia ortográfica. No la tiene menor el primero y sobre todo el último donde la protección a las familias numerosas se establece con singular videncia.)8 (1). Alberto Pelairea me contaba que en Tudela, y en la antigua Posada de Pelairea (hoy fonda de Remigio), podía verse muchos días, colgado a mano izquierda del portalón por donde entraban las diligencias de Bayona a Madrid, este cartel: Juan Regla. Ordinario de Corella a Tudela. Ha venido y no se ha ido. ¡Viva la Paz! Regla quería decir con esto que podían hacerle encargos9 (2). 8
(i) Tengo anotados 3 carteles más que se veían en la ciudad santa del carlismo. Uno: SE VENDEN ALPARGATAS. PELOTAS Y OSTIAS. Otro: SE AFEITA ARRIBA Y ABAJO (se trataba de una barbería que tenía locales en planta baja y primer piso). El tercero: SE VENDEN PELOTlTAS. JABON Y MIEL. En cierto pueblo de Navarra se leia a la puerta de un zaquizamí éste: SE ARREGLAN RELOJES Y SE PARTE LEÑA. SE TOCA EL BOMBARDINO EN LAS PROCESIONESY en Pamplona, calle de Zapatería, puede verse hoy: SE VENDEN ALPARGATAS PARA HOMBRES FUERTES9
(2) De la fonda de Remigio pudiera referir un sucedido que no resulta ajeno a la materia- Se trata de la pesada broma que una noche de fiestas gastaron 2 guasones a un viajante que dormía en el cuarto contiguo. La broma consistió en colocarle
La diligencia que hacía servicio entre Tudela y Tarazona ostentaba en su baca dos enormes letreros, uno adelante y otro atrás: Ya viene Jenaro. Ya se va Jenaro. (Jenaro era el auriga.) Cartel, también notable, el de la yesería de la Misericordia de Tudela: Se ruega a los que vengan a por yeso que traigan sacos para evitar “trabucaciones” Rasgo epigráfico característico de la Ribera es el de bautizar los establecimientos con títulos enfáticos y absurdos. En Falces hubo durante muchos años una peña de anarquistas barbudos intitulada “La Fragancia”. Al Centro de derechas le pusieron por mote El Botrino porque “entraba de todo”, quiere decirse, ricos y pobres. En Caparroso funciona hoy una fábrica con el extraño nombre de “La Candente. Fábrica de hielo”, y hay un “Garage del Ventionce”, chocante por lo nuevo del guarismo. Y, hasta hace 4 años, el barbero de Arguedas lucía un rótulo de MASAGE-RAYOS ULTRAVIOLETA que, a vista de aquellos hortelanotes de barba dura y rostro de madera, no dejaba de tener sobre la puerta de su habitación un cartel con el número 100* Excusado es decir que con ello le dieron al pobre hombre una noche de perros*
humor. La mayoría de los pamplónicas recuerda el cartel que un fabricante de pelotas, a quien su hermano hacía competencia, colocó sobre su portal para que el público de Pamplona no confundiese el género de ambos. Lo que más le chocó de Pamplona a un escritor amigo mío, fué ese rótulo tranviario de PARADA ABSOLUTA adosado a los postes que sostienen los cables; prescripción que nos hace pensar en si los conductores del Iratí guardarán el secreto de las paradas relativas. En el mismo Pamplona he oído contar el caso de un aldeano de la cuenca, que se lleva la palma en lo de interpretar con amplitud los rótulos ambiguos. Se trata de quien entró a una tienda de tejidos muy famosa en la capital a encargar una caja de muerto. Los dependientes se echaron a reír, y el cuitado les explicó con toda ingenuidad: —Como he visto en el rótulo NOVEDADES y ayer noche tuvemos la novedá del padre... En materia de letreros municipales, no faltan muestras dignas de anotación. Por ejemplo, en Tudela, se ve mío de “Se prohibe el cruce de carruajes” en la angosta calleja de las Chapinerías, por la que justamente cabe un carro. Y otro de “Se prohibe la estancia de carruajes en esta plaza”, que cuelga, irónico y anciano, en una esquina de la Plaza Nueva, llena
siempre de carros y de “autos”. En las placas que dan nombre a las calles de pueblo suele abundar la nota realista: calle de las Moscas, de las Pulmonías, de la Capa llueca (por el viento que corre), de Mirapiés (por lo empinada), de Sal si puedes (por no tener salida). Aunque la más famosa es la que existe en Agreda y de cuyo paréntesis ocupóse Unamuno en una crónica de viaje: CALLE DE CERVANTES (DON MIGUEL) Tan curiosa como esta epigrafía artesana y municipal, resulta para el buen observador esa literatura anónima, espontánea, con que la musa popular va llenando al carbón, a la brea o al lápiz, la cal de las paredes. Si hay un dicho que afirma: “Pared blanca, papel de locos” y la Biblia nos cuenta que el rey David, huyendo de Saúl, fingióse loco y “escribía en las puertas de las casas y dejaba correr su saliva”, forzoso es concluir que en España hay muchos locos atacados de la manía epigrafista parietal. Donde más se prodigan las producciones de este género es en ciertos lugares excusados, en los que, por encima de groserías y plebeyeces, suele verse de vez en vez alguna inscripción célebre. Por ejemplo, ésta que en el recóndito de un mesón de Tafalla leíase hace años: “Se ruega a los viajeros que pasen por esta estación que no dejen los bultos en el andén”. (Dicho se está que se trataba de un cámara “antiguo régimen”, la boca de cuyo
recipiente estaba al ras del suelo.) Aun más gracia tenía la que vi en el Casino de Peralta. Por lo que me dijeron, la Directiva había colocado hacía poco un water-closs francés (a más de uno de pueblo le he oído pronunciar toaterló) de lo más majo que encontraron, con su cadena y tirador de porcelana, en el que aparecía escrita la palabra TIREZ. Y como muchos de los socios, poco versados en idiomas, no supiesen utilizar el aparato, el conserje, harto de intervenir en atascones, puso a brocha esta orden cuyo lenguaje, si no muy académico, tenía por lo menos la virtud de ser claro: DESPUES DE CAG... TIRAR DEL “TIREZ” En versos de esta especie merecen transcribirse los escritos por Pelairea en el común del Centro de Fitero. El cual era parejo al de la fonda de Tafalla: de los de un agujero y 2 zapatas de cemento donde asentar los pies. Dicen así, salvo dos cambios de palabras: Retrete que es el ludibrio del Casino fuerano y donde no hay ser humano que se tenga en equilibrio. El obrar aquí me inquieta y con razón. ¡Digo yo!... La Remigio aquí... operó
y ¡se cayó una volteta!10 (1)Dejando aparte esta literatura escatológica, el letrero cuya celebridad trascendió a toda España era el que hace tres lustros ostentaba el teatro de Cascante. Este teatro cascantino (allí le llaman Coliseo con evidente hipérbole) tenía mucho de original. Cuando por vez primera traspuse sus umbrales pensé que me llevaban a una novena. Está instalado en lo que hasta los tiempos de Mendizábal fué refectorio de un convento de Mínimos, y se entra a él bajo un portal de iglesia setecentista y atravesando un claustro de lunetos y guijarros redondos, lleno de aroma monacal. Teatrillo de exiguas proporciones, sus veladas adquirían un aire de familiaridad encantador. Por su escenario han desfilado esos elencos de la legua (Mariquitica y tres con yo) donde el apuntador abandona la 10
(1) Alude el vate a la Remigia Echarren, célebre equilibrista navarra, que fué la admiración de nuestros padresLa Remigia pasaba la maroma al compás del “Danubio Azul” y del “Vals de las Olas”. Con 2 cestillos a los pies cruzó el río Arga y, provista de balancín, pasó de un lado a otro la plaza de Tafalla, a 12 metros sobre el sueloDieen que era muy bella- Durante algunos años trabajó en compañía de un forzudo montañés. “Arayonta”, el cual debía de poseer una cerviz de toro, pues, apoyando un recio arado sobre su nuca, lo levantabaLa Remigia casó con un fraile exclaustrado, y terminó sus días vendiendo décimos y pidiendo limosna por las casasSus arriesgados ejercicios constituyeron la atracción de los finales del ochocientos- Cuando Frégoli, Don Tancredo y los primeros cinematógrafos. Y cuando Mr- Charles organizó en Madrid la lucha entre un toro español y un tigre de Bengala-
concha para incorporarse como “barba” a la escena; donde “El Rey que rabió” es ejecutado con solo un piano y coros de tresena, que refuerza el pianista; y donde don Juan Tenorio, a falta del vestuario que quedó detenido en Tarazona, seduce a doña Inés envuelto en un mantón de Filipinas. (Histórico.) El patio de butacas tenía más de patio que de butacas, pues las así llamadas consistían en unos bancos largos (con tablas separando los asientos) tan claveteados y astillosos que, para no averiarse el traje, las cascantinas (al igual que los convidados del filósofo griego Menedemo) se llevaban su almohada o su cojín como si padeciesen de hemorroides. Sin embargo de todas estas cosas, lo que esparció por la nación el nombre del teatro fué, como iba diciendo, la inscripción que ostentaba sobre la cal del muro, a la altura del gallinero. En el cual trató alguien de establecer separación de sexos y, no ocurriéndosele cosa mejor, colocó frente al letrero que decía: ASIENTOS, otro jocosamente femenino: ASIENTAS. Fué Melitón González quien sacó a relucir el ASIENTAS dichoso en un artículo de “A B C”, lo que hizo que en Cascante se apresuraran a masculinizar el rotulazo de su Coliseo. Todavía cuando yo estuve en él, hará unos 11 años, se advertía la modificación.
6- BRUJOS Y BRUJAS CELEBRES
Muchos creen que la brujería es producto exclusivo de los siglos XVI y XVII, olvidando que es tan antigua como la Humanidad y más moderna de lo que parece. Tiene razón Papini al escribir, en “Gog”, que “la magia ha sido el puente único y necesario entre la animalidad y la cultura”. En la edad de piedra fué el brujo de la tribu el que dibujó, con arcillas, las siluetas de los bisontes y los renos totémicos, obedeciendo al rito mágico, brujesco, de conjurar la caza. Quien lea “El Asno de Oro”, de Apuleyo, escrito hace 18 siglos, se asombrará de que en él se hable de los untos que se daban las brujas para poder volar o convertirse en
bestias, y de esos raros ingredientes (sangre de muertos, huesos de ahorcado, quijadas de fiera, clavos de navios naufragados) que mezclaban en sus potingues. En “Las Bacantes”, de Eurípides, se describe una escena de aquelarre. El poeta Horacio se burla ya donosamente de las hechicerías de su tiempo y Lucano pinta una maga de Tesalia, digna abuela de nuestras brujas de Zugarramurdi. Un siglo antes del XVI, siglo clásico de la brujería, nos habla de ella el Arcipreste; y quien lea “La Celestina’’ verá el retrato de una brujaza del cuatrocientos, de las que desenterraban cadáveres y arrancaban los dientes a los ahorcados con las tenacillas de pelarse las cejas. Felizmente, la creencia en las brujas ha desaparecido casi por entero; a pesar de lo cual, en muchos pueblos se conserva como reciente el recuerdo temeroso de su influjo y de su maldad. Cuando Bécquer viene, en 1864, a curarse su tisis en Veruela, dedica la sexta de sus “Cartas” a una bruja del pueblo de Trasmoz, próximo a Tarazona: “la tia Casca”, contra la que, 2 o 3 años antes, se había amotinado el vecindario todo, hasta arrojarla por un barranco abajo. Hoy día, raro será el pueblo de la Ribera que no cuente con su brujo o su bruja contemporáneos. En Monteagudo se recuerda a la tía Flora; en Arguedas, a la Caramba; en Fitero, a la
Choya y, en no sé cuál, a la tía Corca. La de Cintruénigo debió de ser la Morundaca, a juzgar por la copla que he recogido: En el cielo manda Dios y en el fuerte manda el Jaca y en el camino a Tudela manda la tia Morundaca. E. Salamero, en “Estampas de mi tierra”, habla de un brujo corellano del pasado siglo. Vivía en una cueva: le temían más que a un nubláu y lo odiaban casi más que a la pedregada. Tan aborrecido era, que 4 mozos se sortearon para asesinarlo. Le cayó en suerte al más farruco, apodado “el Cotorra”; pero le entró tal miedo de tener que enfrentarse con su víctima, que, una noche (después de muchos días de insuflarle ánimos en vano), los amigos lo pusieron borracho, le dieron un trabuco y consiguieron que se decidiese. El Cotorra se apostó en unos matorrales de ante la cueva. Se temblaba como un cascabel. Cuando el brujo llegó, le descerrajó a bocajarro un trabucazo criminal. Cayó la víctima, dando ayes, y el asesino huyó a campo traviesa. ¡Infeliz! Al volver la cabeza, reparó, para mal de sus culpas, que el propio brujo resurrecto le seguía agitando sus brazos; escupiéndole maldiciones; yéndole a los alcances, hasta que el encorrido ganó su casa donde cayó enfermo
del susto. Todo había sido una farsa. Los amigos cargaron el trabuco con solo pólvora y uno de ellos se prestó a hacer de brujo y a soportar el fogonazo, el cual fue tan certero y próximo que, atravesándole la manta, le socarró la riñonera. Aparejáronle esta broma al Cotorra, porque era muy charrán y presumía de matón más de la cuenta. En Arguedas, pueblo de cuevas, hubo, no hace más de 30 años, un hombre, por apodo el Ostión, a quien la gente suponía brujo, y una vieja mucho más bruja que él: la Caramba. De ambos corren historias fantásticas. Lo que es cierto es que el pueblo temblaba ante el temor de sus maleficios. —Ha dicho la Caramba que mañana no salga nadie al monte. Y si alguien, más valiente o descreído, se aventuraba a trasponer el Estrecho de la Bardena, bastaba con que avistase un cuervo volandero o una cabra royisca, para que se volviera, viendo en ellos la figura diabólica de la vieja. La tía Caramba y su cofrade crearon en el pueblo tal clima de psicosis, que no había valiente que, en ciertas noches, se atreviese a ir al Soto o dar la vuelta al cementerio. Uno hubo y ¡bien caro que le costó! Cuando volvía, se le enganchó la punta de la manta en un zarzal y, creyendo que alguien le sujetaba, le prometía, trémulo de pavor:
“Déjame llegar a casa. Que no lo haré más”. Muchos de Arguedas siguen en la creencia de que era bruja la Caramba. Refieren que, en sus últimas horas, alargaba su brazo sarmentoso pidiendo a gritos que le diesen la mano, para transmitir a alguien su brujería. Una comadre le dió la mano del almirez y, cuando la volvieron al mortero, daba unos saltos de endemoniada. A poco de morir la tía Caramba, le ocurrió a un abogado y propietario de Tudela un sucedido tan extraño, que él mismo confesaba haber estado a un tris de creer en las brujas. El aludido, que se llamaba don Manuel Garbayo, hallábase una noche cenando en la cocina de su corraliza, a solas con su guarda, que era de Arguedas y muy crédulo. Tanto, que cuando don Manuel, por bromear a su costa, lo preguntó por las hazañas de la Caramba, el infeliz se inquietó mucho. —Por lo que usté más quiera; cállese, que nos puede pasar algo malo. —¿Qué nos puede ocurrir? ¿Que nos embruje, aquí, a los dos? —¡Por sus difuntos, don Manuel!; no me la miente, que estamos hoy a viernes y a estas horas oyen las brujas tó lo que se hable de ellas. No había terminado de decirlo, cuando, sin que el candil languideciera, apagóse de súbito, dejándolos a oscuras. Y no fué esto lo malo; sino que, al encenderlo, advirtiron
que estaba enjuto, siendo así que acababan de llenarlo de aceite. Garbayo, aunque extrañado de todo ello, que el de Arguedas interpretaba como un aviso de la difunta, siguió la broma: —¿Sabes que voy creyendo que la Caramba tiene cosas de lechuza? —No se ría usté de ella; que tié poder pa chupar el candil y hasta pa dejalo a usté desnudo encima del tejáu. —¿A mí? La voy a conjurar: ¡tía Caramba...! ¡Transpórtame al tejado! Y al cabo de un ratico, ¡el segundo apagón!, con la agravante de que, esta vez, no sólo se quedó el candil seco, sino sin mecha. El incrédulo (la cosa no era para menos) empezaba a dudar; pero, “por si las moscas’’, se propuso no quitarle ojo a la hechizada candileja. No pasó mucho tiempo sin que sobreviniese el tercer apagazo de la velada. El de Arguedas, despavorido, espeluznado, loco, escapó de la corraliza, sin que bastasen a detenerlo las voces y las risas del amo. Este acababa de notar que quien se sorbía el candil, con torcida y aceite, era un galgo del guarda que, el muy taimado, acechaba los descuidos ajenos para tirarle un lengüetazo rápido al aceite. Yo creo que estas cosas de hechicería, están ligadas, más de lo que parece, al influjo druídico de los bosques y de las
cuevas. Observad que los pueblos de la Navarra baja que más creen en brujas, tienen agujereado el monte. El misterio inherente a la oquedad, hace florecer la leyenda, sobre todo, si coincide como troglodita una de esas viejas renegridas y foscas, con ojos de sibila, como las que Zuloaga vino a buscar a orillas del Ebro para componer su famoso cuadro de “Las Brujas de San Millán”. En Valtierra se habla de un hombre “mucho malo que guardaba los diablos en un cañuto y, con esto, tenía poder”. Un viejo de Corella me contaba que un conocido suyo adoleció de un mal “incónito”. Comadres y vecinas le persuadieron de que le había hechizado la tía no sé cuántas. El hombre fué a la cueva de la vieja y, atenazándola por el gañote, la conminó: —Si no me sanas ahura mesmo, te estrangulo. Y la vieja implorante: —Suéltame: que ya te dejarán en paz los de los gorros coloráus. Me lo contaba, convencidísimo de que la vieja tenía influjo sobre los diablillos, sobre los de los gorros coloráus11 (1), que habían sido causa de la malancia de su amigo. Vidarte, herrero de Tafalla, apodado 11
(i) En la Mitología de Bretaña y de Asturias, los trasgos llevan unas caperuzas o gorros rojos- El trasgo es el espíritu travieso, bullidor e irónico, que se dedica a cometer pequeñas travesuras: apagar el candil, robar la borona, dar sustos a los caminantes nocherniegos, etc-
“Rachón”, aseguraba—en serio—haber visto una vez a una bruja. Se hallaba trabajando, cuando sintió ruido en el corralillo. Asomó a él, y vió una grulla, aleteando, que no podía levantar el vuelo. Entonces, cogió el hierro de mover los tizones y, ya se disponía a clavarlo en el cuerpo del avechucho, cuando éste se convirtió en una mujer, que, de rodillas, le pidió que la perdonase. Era la propia Tafallica, una bruja famosa en el pueblo. El Rachón, que debía de ser un buenazo, no sólo la perdonó, sino que compadecido de verla desnuda, subió a su casa y le bajó una saya vieja y un camisón de su mujer, para que se fuera. Añadía que, cuando se marchó la bruja, le dejó “mucho mal olor” en el corral. No hace más de 10 años, se habló mucho en Tafalla de una muchacha joven, de la que se corría que era bruja y que, de noche, transformada en gato, cometía pequeñas diabluras: como tirar los rallos puestos al sereno, robar cosas de las ventanas, peinar a las mujeres al revés, etcétera. Y no hace 25 años que, en Milagro, pueblo de las cerezas, se acusaba de bruja a una vieja, de nombre Joaquina y, por apodo, “la Cartago”. El párroco hubo de intervenir en el asunto. Se atribuían al influjo de la infeliz una porción de cosas misteriosas: que si un choto negro se había presentado en el cuarto de un agonizante; que si las caballerías, rompiendo los ramales, subían
por las escaleras de las casas y “andaban toda la noche demandiando”; que si, a las 10 de una mañana, se habían encendido las velas en los altares de San Ramón y San Antonio (luego se averiguó que quien las encendió fué una mujer que tenía una yegua de parto). A la que me contaba todo esto se le presentó un día, toda llorosa y encorajinada, una vecina, diciendo que “tenía que ahugar a la Cartago porque, ná más pasar por delante de su portal, se le habían muerto todos los gorrinicos que criaba la cuta". El marido de mi informante, que oyó esto, intervino: —Parece mentira. ¿Y usté cree esas cosas? ¡Usté no tiene religión! —¿Que yo no tengo religión? Venir conmigo ahura mismo. Y los llevó a la cuadra. En la pocilga yacían los gorrines muertos, junto a la cerda, que los olisqueaba. Y, esto es lo célebre: la cuta y los cuticos llevaban anudados a sus cuellos sendos escapularios, que les había puesto la que achacaba todo a la Joaquina. Al otro día le preguntaron: —¿Qué les diste de comer a los animalicos? —Habas con salváu. Y se lo explicaron todo. De lo que habían muerto era de empacho. En los primeros años de este siglo, y creo
que en Larraga, ocurrió que un recién casado denunció ante los Tribunales a un convecino suyo, por suponer que éste lo había aojado para impedirle usar del matrimonio12 (1). Por lo que se ve, en Navarra, “tierra clásica de la brujería” como la llama Menéndez Pelayo, la tradición brujesca no se limita a Zugarramurdi o a Viana, sino que pervive en muchos pueblos de la ribera. Ribero era aquel viejo a quien le oí decir que, en su pueblo, las brujas se convertían, por la noche, en cabras y que él, de chico, las apedreaba. Una noche le cortaron la oreja a una cabra roya y, al otro día, apareció desorejada una vieja. Por él supe el ensalmo que rezaban los brujos para salir volando por los aires: Untados los pies, sobaco y barriga, ¡suba el zapatero chimenea arriba! Otras veces, decían: Por encima de valles y montes al práu de VaionaLuego he averiguado que este prado de Varona no era otro que el Campo de 12
(i) Sabido es que la tan ccorriente “impotencia emocional” es atribuida a hechicería- En la carta que el Inquisidor Avellaneda dirigió, en 1527, al Condestable de Navarra DIñigo de Velasco. le dice» refiriéndose al poder de los brujos: “Saben hechizar que el hombre no tenga participación con su mujer y, a veces, hacen esto con sus propios hijos”. No hace mucho, una moza de Sos, que había sido novia del sacristán, casó con otro y, temiendo que aquél la hiciese ligadura cuando le echaran las bendiciones, llegado este momento» todo era volver la cabeza y no perder de vista al sacristán- Tanto» que éste alzó las manos y le dijo: “¡Míralas!”, para convencerla de que no hacía ningún nudo.
Barahona (Soria), al que acudían los brujos y brujas de la merindad de Tudela, y que era tan famoso como los de Zugarramurdi, Viana, Campoluengo y Trasmoz13 (1). Los embrujados acudían a la iglesia de Arbeiza (cerca de Estella), donde “les echaban los exconjuros”. Hoy en día sigue acudiendo mucha gente, sobre todo de la parte de Rioja, y es fama que las caballerías, apenas pisaban tierra de Arbeiza se espantaban, y empezaban a piafar y bramar. No faltan quienes atribuyan el fenómeno a cierto olor provocado por mano de hombre que excitaba a los animales. Acerca del embrujamiento y de los remedios que, hasta hace poco, usaba el pueblo para librarse de maleficios, tengo recogida esta copla: Yo tenía un Agnus Dei al cuello, como es costumbre: me lo quitaron diciendo quitolis pecata inunde. Dejando aparte el juego de palabras, recuerda este cantar el tiempo en que a los chicos les colgaban amuletos contra el mal de ojo, que consistían en trocitos de cuerno 13
(i) En muchos pueblos de la Montaña se conserva, como ejercicio prosódico, el siguiente estribillo que alguien identifica con la tonada que animaba a las brujas en las danzas frenéticas del Aquelarre: ¡ Adarrak okerrak Akerrak ditu Okerrak Adarrak Akerrak, Bay 1 (El Cabrón (el Demonio) tiene los cuernos torcidosTorcidos los cuernos tiene el Cabrón-)
de ciervo, pezuña de asno, diente de erizo, etcétera. Hoy día, para ahuyentar a las brujas, dicen que basta con colocar la escoba con las palmas hacia arriba. Verdad es que esta práctica sirve también para hacer que se vayan los huéspedes molestos, que lo son todos o casi todos, según decía aquél: “Da gusto tener huéspedes... por lo que se goza cuando se van”14 (1). Para adivinar si una vieja es o no bruja, sigue empleándose, por las tierras del Ebro, lo de “echar el cedazo”15 (2). Se toma el cedazo de cerner el trigo; se hacen sobre él 3 cruces con la izquierda; se clavan las tijeras sobre el aro y, suspendido así, se le interroga. Si es bruja la mujer de quien se sospecha, el cedazo da “vueltas” y si no, “se está quietico, quietico”. En Cascante suspenden el cedazo, (1) En la montaña, para librarse del maleficio de las brujas, colocan una flor de cardo junto al portal- Procede este uso de una leyenda, según la cual, la bruja no entrará a la casa, porque le será imposible contar todas las plumillas del cardo antes de media noche. Por la parte de Leiza, acostumbran a hacer, con las tenazas, una cruz sobre la ceniza del hogar, antes de irse a la canta- De este modo, la bruja no entrará por la chimeneaLo mismo hacen por “tierra Estella”, al tiempo que recitan esta oración: San Joaquín y Santa Ana, guardad lumbre para mañanaSi viene Dios, encuentre luz; si viene el Diablo, encuentre cruz, y que se vaya14
(2) Suele decirse que son brujas las que no tienen ninguna peca. En el Baztán se cree que las brujas no pueden salir de la iglesia, si el cura deja el misal abierto-
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colocando el dedo índice en una de las asas de la tijera. También se emplea este artificio para predecir si la yegua o la burra parirán macho o hembra. Según Menéndez Pelayo, durante el siglo XV, se empleaba esta práctica para adivinar quién hurtó la cosa robada o dónde se halla oculta la perdida. También leí, en “Los Zincalí”, de Borrow, que, en Inglaterra, se usaba ensalmo parecido para descubrir al ladrón, solo que, en vez de las tijeras y el cedazo, se empleaba una Biblia y una llave. El más reciente caso de brujería registrado en Navarra, tuvo lugar, hacia mayo de 1916, en la aldehuela de Subiza, situada a unas 2 leguas de Pamplona. La patria chica del Molinero musical y de los puchereros, fue escenario de sucesos tan misteriosos, en el decir de sus ingenuos moradores, que atrajo la atención de autoridades y periodistas. Toda el pueblo se creía embrujado y vivió varias semanas en pleno delirio de fantasía. Decían unos que a sus bueyes se les ponían los cuernos hacia abajo; afirmaba otro que el burro se le subió hasta la cocina, y no hubo medio de bajarlo. Según otros, los platos daban brincos en las mesas, y llovían pedruscos sobre el hogar. Familia hubo que aseguró que, por las noches, veían luces misteriosas; oían fuertes ruidos y algazaras, con orquesta de vasos y peroles y baile
general del mobiliario. Y que, al tratar de huir de aquella casa endemoniada, vieron, estupefactos, que la escalera ¡había desaparecido! Se hablaba, ¡se habló tanto!, de espantos en las cuadras, de mugidos y pateos de vacas en establos vacíos, de que al párroco, yendo de paseo, se le desgranó el rosario con que rezaba. Y no faltó en el trance quien perjurase, ¡cómo no!, haber visto a las brujas cabalgando sobre sus escobones. Por igual época intrigó a muchas gentes el enigma de la luz de Galdeano. Galdeano es un villorrio junto a la carretera de Estella a las Améscoas, en cuyos extramuros hay un lugar del que sale (y sigue saliendo todas las noches del año) un misterioso resplandor. Visto de lejos, es como un punto fosforescente; pero no hay medio de localizarlo, pues se disipa conforme uno se acerca. El fenómeno es real y a Galdeano acudieron ingenieros topógrafos al objeto de situar la lucica, que sospechaban proviniese de alguna mancha mineral. He oído decir que los teodolitos consiguieron fijarla en un palacio viejo que hay a un extremo de la aldea. Se dice en Galdeano que la luz es el alma de un hombre, muy protervo y licencioso, que pena en los infiernos. Otros afirman que es el espíritu de un escribano que
murrio a mano airada y que, habiéndose ido al otro mundo dejando muchos créditos, no sosiega hasta cobrar de su clientela todo lo mucho que le deben16 (1).
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(i) Don José Elarre, párroco de Artabia, a quien escribí sobre esto, tuvo la amabilidad de facilitarme algunos datos interesantes. Actualmente, la luz eléctrica impide distinguir el resplandor. En los años 1915 a 1918, se divisaba perfectamente desde la Peña de Amillono y alturas sobre la carretera- Era una luz tenue, clara y eflorescente, que brotaba en los mismos límites del pueblo- Muchos la fijaban en la Casa del Carpintero, razón por la cual, permanece, desde entonces, deshabitadaLos militares de Estella hicieron muchas pruebas para localizarla, mediante hogueras y otros artificios; pero sin resultado positivo. Tampoco ha sido posible averiguar la causa- Unos la atribuían a la existencia de sustancias minerales; otros, a residuos orgánicos; algunos, finalmente, a emanaciones de gasesFrente al Palacio, llamado “Casa del Escribano”, deshabitado por encontrarse en ruinas, y... por cierto respeto, hay una huerta de la que han llegado a desenterrarse trozos de tablas, como si antaño hubiera sido cementerio. En el pueblo dicen los unos que en la Casa del Carpintero murió un hombre muy avaro; otros, que si se trata de un tesoro o del alma de un réprobo*
7- CUATRO TIPOS
Corella es uno de los pueblos de más color y tradición de la ribera. Vinos recios, gente valiente y noble, edificios de ladrillo moreno, linajudos, con arcadas en la solana y blasones enormes. “La Andalucía de Navarra”, la llamaba en el XVII Fray Diego San José; y cuando se la avista desde el Portillo, rodeada de viñas y olivares, levantando sobre frondosas arboledas sus torres de ladrillo, nos recuerda—como a Madrazo—los paisajes de la Toscana. En Corella vivió durante cierto tiempo “el pobrecito Fígaro”, y aún vive en la ciudad el recuerdo del más genial de nuestros románticos. Pero, ¿para qué seguir en serio? De Corella es el apodado “Coronel'’ al que,
estando bandeando campanas, una de éstas lo lanzó fuera de la torre, yendo a dar con sus huesos sobre un tejado donde rompió 32 tejas. Cuando subían a recoger sus restos en capazo, él les salió al encuentro silbando una canción. Como si nada hubiera sucedido. En Corella también, nació “Católes”, un insigne ejemplar de ese genio chancero y chusco que produce la tierra que mira hacia el Moncayo. Tenía—porque le salía de las narices—un bigotazo fabuloso y, cuando estaba de vena, se anudaba las guias. Era confitero, y en Inocentes rebozaba cagarrutas de oveja en confitura para repartirlas entre la mocetina. Por divertirse, mandaba pregonar cosas raras: “En casa del Católes se compran huesos de cereza a real la docena”. Los chavales andurreaban todo el pueblo a la rebusca de huesecillos. Cuando entraba a la tienda el primer vendedor con su lata colmada, Tiburcio le decia: —Lo siento, chico, pero llegas tarde. Yo he compráu todos los que necesitaba. Una vez, persiguiendo limpiar su huerto de los limacos que le dañaban la hortaliza, reclutó a varios chicos. —Os doy un real por cada limaco que me cojáis. Cuando, al cabo de una hora, se juntó a ellos, le habían recogido una canasta de babosas. “¿Cómo pago todo esto?” Y muy
serio empezó a contarlas: “Limaco: un real... Limaco: otro real... Limaca: nada; limaca..., limaca..., limaca...” Con esta treta libró su huerto de moluscos. Era muy dado a bromas. En Madrid le gastó una muy fuerte a uno del pueblo, que era muy reservado y más serio que un día de pedrisco. Durmieron juntos en la misma cama y el Católes, de madrugada, se ensució en ella; y, sin que el otro despertase, se vistió y abandonó la fonda para tomar el primer tren. Al despedirse de la patrona, le explicó que a su compañero le habia dado un cólico tan repentino, que hubieron de sufrirlo las sábanas, y dejó encargado que le llevasen una taza de té. Todo el viaje se fué riendo de la impresión del otro al despertar y de la escena que mediaría entre él y la patrona. Casi peor fué la faena que le hizo a un huevatero de Castilla. Lo paró en medio de la calle: —¿Puedo elegir los huevos? —No faltaba más... —Apare usté un momento los que voy separando. Y cuando lo tenía con los brazos y manos ocupados en sostener dentro del hueco de su blusilla las 3 docenas con que le cargó, se le ocurre soltarle la faja, con lo que los calzones del pobre hombre dieron abajo, quedándosele como grillos. Y allí veríais a la gente reirse del apuro del
infeliz, condenado a inmovilidad ante el temor de hacer tortilla su negocio. Otra vez, habiendo adquirido una carretada de sarmientos, contrató a un mendruguero que se los subiese al pajar. Colocado el Católes en lo alto de la escalera, recibía la carga; pero, mientras el operario descendía a la calle, él, desde la ventana, arrojaba los haces sobre el carro El otro no cesaba de acarrear. —¿Qué, faltan muchos?—le preguntaba. —Si no sé lo que pasa... Esto no se remata nunca... Hazañas de éstas, eran en él corrientes. En las peores circunstancias, aparejaba un chiste. Cuando era tan usado meter gente en la cárcel en tiempo de elecciones, lo encerraron en la del pueblo. Una pariente suya fué a hacerle una visita. Terminada ésta y cuando la mujer, toda llorosa, se alejaba pasillo adelante, la llamó: —Ven y verás lo que hemos hecho entre éste y yo. (Aludía al recluso que ocupaba su misma celda.) —Ven, que te ha de gustar. Y lo hemos hecho entre los dos solicos. La pariente volvió sobre sus pasos esperando que le enseñase alguna labor de esas que hacen los presos, y el Católes le asomó por entre las rejas el recipiente de porcelana humeante de contenido. Una tarde formaba en un entierro. La
comitiva remansó silenciosa ante la puerta del Camposanto, sobre cuyo dintel campea esta inscripción: HODIE MIHI. CRAS TIBI. Católes fijó en ella su vista y tradujo sin miedo: ODIO LA CASTRACION17 (i). ---------------------------------------Si de Corella pasamos a Cascante, será forzoso pernoctar en la Fonda del Cojo. Es la típica fonda de pueblo donde afiladores y marchantes, tocineros y cómicos, degluten en mesa redonda servidos por garbosas Maritornes que, si no fuese por la cara, serían las más guapas de la Nación. El dueño suele girar una visita paternal durante las comidas: —¡Cómo os quitáis el hambre en mi casa, porreteros! Este fondista cascantino es un tipo bastante “chirene”, como dirían en Bilbao. En los membretes de sus cartas sigue estampando su efigie. Una fotografía de hace bastante años, donde aparece con chistera, levita y bastón, bigote retorcido, un brazo en jarras y arqueada la pierna en una imitación grotesca de Romanones. El membrete dice textual: FONDA DE ELVIRO BAZO (COJO) AVIONES A TODOS LOS TRENES. CUENTAS CORRIENTES EN TODOS LOS BANCOS DE LOS CARPINTEROS Y DE LOS PASEOS. ON 17
(i) Versión hermana de la de aquel que, al ver un santo con el dedo alzado y en la peana TIMETE DEUM, no dudó en traducir: TE METO EL DEDO.
PARLE FRANCAIS- SI PARLA ITALIANO. ENGLISH-SPOKEN Lo de “aviones a todos los trenes” hace alusión a sus tartanas. Unas tartanas anacrónicas, dignas de figurar en el Museo del Carruaje y en cuyo toldo se veía esta inscripción ambigua: “Para todos sale el Sol". Elviro, a más de Cojo entre paréntesis, tiene sus pujos de poeta. Todos los años, en la revista de la Virgen del Romero, le enjaretaba versos a San Antón: “versos que yo me discurro con mi garrica torcida"* donde impetraba la protección del Santo para sus cerdos y para que no les diera el torzón a los caballos de sus tartanas legendarias. Yo he llegado a leer varias de estas composiciones líricas; y anoté la siguiente, donde anuncia su fonda: Fonda como la de Elviro, no la pienses encontrar; buen gusto, excelente trato, y... ¡una cocina ideal! Tiene autos y monoplanos que la vuelta al mundo dan, intérpretes a los trenes y orquestina con “ jaz-band"* Habitaciones higiénicas, cuartos con baño... de sol. teléfono sin alambres, económica pensión* De este estilo, como se - ve, no muy poético, son los versos que se discurre el
Cojo “con su garrica torcida”. De él cuentan que le dijo a un viajante, viéndole retorcerse de dolores: —¿Qué le pasa a usté? —Un dolor de muelas rabioso. —¡Amolarse!—y se fué. El viajante se quedó de una pieza. A poco volvió el Cojo. —No se enfade usté, que así he curáu yo a muchos. Cuando la guerra de Africa, un hijo se le fue a la Legión. Le escribía desde Marruecos: “Padre: aquí estoy mucho bien. Ya me han hecho sargento y no he de volver al pueblo hasta que vaya con estrellas.” A lo que el Cojo apostilló: —¡Vaya! Este piensa venir de noche. --------------------------------------Tudela, que dió al mundo el último bandido generoso del siglo XIX18 (1), vió nacer a Zoilico. 18
(i) Pocos son los que saben que, hacia 1866. merodeaba por los ásperos montes de la Bardena una partida de bandoleros, cuyo jefe era un Alvarez de Tudela, apodado Moneos- Moneos asaltó una mañana la diligencia de Pamplona a Tudela, desvalijando a sus ocupantes. Iba entre éstos el Marqués de Vafearlos, al que el distrito de Tafalla acababa de nombrar diputado, y llevaba entre su equipaje unas merluzas y una tortada colosal que le habían regalado los tafalleses. Cuando le llegó el turno al Marqués, el Moneos tomó la tarta y» después de quitarle el adorno que tenía en la cúspide, devolvió el dulce a su propietario diciéndole: “Tome usted: para su señora; y digale que se lo regala Moneos”. Con este gesto de galantería terminó sus hazañas. Horas más tarde, él y su gente fueron capturados- El fuerte olor de las merluzas del Marqués sirvió de rastro para seguirlos hasta su escondite-
A Zoilico le conocí. Era un tipo enano y, hasta que se hizo viejo, dejábase crecer unas barbas en punta, que le daban aspecto de gnomo, como esos que los niños se figuran con capirotes y calzas de color escarlata. Zoilico se desayunaba con media docena de guindillas rabiosas y, yo no sé por qué, salía a todos los trenes de media noche. Era herrero de oficio, y se dedicaba a arreglar camas y hacer jergones de muelle. Poseía la difícil virtud de poder pasearse descalzo por encima de las brasas, como pasea el vendimiador sobre las uvas del lagar. Hacía su experiencia en las hogueras tradicionales, y muchas veces ante amigos y curiosos. Siendo yo niño, llegué a verle patear sobre la hoguera del barrio de la Magdalena. Daba 6 y hasta 8 pasos lentos sobre rescoldos de un palmo de brasas rusientes. Antes de esto se santiguaba y, juntando las manos, repetía un conjuro o ensalmo bastante largo que hubiera sido interesante recoger. Aseguraba que debía su facultad a la virtud de esta oración y a que jamás había blasfemado. Tan riguroso era en esto que, ni estando bebido ni en la mayor adversidad, hubiera levantado su voz al cielo. Su madre era una hembra muy barbiana, que tenía por mote “la Barbera”; y refirió cientos de veces que su hijo se quedó tan
enano porque, cuando ella lo criaba, una culebra, por las noches, se le subía al lecho y a la vez que le mamaba a ella, metía su cola en la boca del Zoilico para entretenerlo. La mujer contaba esto con vencidísima y con toda suerte de detalles. El Zoilico, animado por gentes de fuera, quiso explotar su habilidad y marchó a la Corte con intención de exhibirse en el Circo; pero no consiguió contrato. Regresó al pueblo con unas botas escandalosamente largas. A mí me daba la sensación de ser un tipo bastante oscuro y extraño. Dicen que, en cierta ocasión, le salió un rival: otro herrero que repitió su experimento andando sobre ascuas. Parece ser que estos casos de gente con los talones inmunes al fuego suelen darse de tarde en tarde por Castilla. Pero, como ya he dicho, lo extraordinario de nuestro personaje era que daba seis y ocho pasos lentamente. Los que vieron sus pies dicen que los tenía muy encallecidos. Para la gente del pueblo, la virtud del Zoilico era cosa sobrenatural, con sus ribetes de brujería. ---------------------------------En el mismo Tudela vivió a finales del pasado siglo un curioso ejemplar de esos seres polifacéticos, plurimorfos, que aciertan a alternar las más extrañas y diversas actividades y trasmutan su profesión durante el dia con la facilidad de un Frégoli.
Se llamaba Cañete. Era chiquito y calvo, con anteojos sobre la napia y unas patillas espesas, de esas que bajan chorreando pelambre hasta las quijadas, donde se hacen frondosas y crespas. El bueno de Cañete alternaba cotidianamente tan dispares faenas, que corre de él un cuento que, igual “puede ser cierto y no haber sucedido’’, que ser inverosímil y haber acaecido sin embargo. Llegó un viajante a la estación; le descargaron el equipaje y, por yo no sé qué defectos que advirtió en la facturación, se entró al cuarto del jefe, resuelto a reclamar contra la Compañía. Le hicieron esperar un buen rato mientras buscaban a Cañete, quien, debido al favor político, gozaba el cargo de Comisario de Ferrocarriles. Nuestro hombre llegó, al fin, severo y patilludo, cubriéndose la calva con una de esas gorras ferroviarias galoneadas de laurel y, a su presencia, pudo el recién llegado formular la reclamación. Desahogada su fobia contra la Compañía, el viajante marchó a la fonda, desayunó y se echó a la calle dispuesto a “hacer la plaza”. Llevaba recorridos unos cuantos comercios cuando, hete aquí, que, al salir de uno, las gafas se le caen al suelo. Contrariado por el percance, preguntó a un transeúnte dónde podrían colocarle cristales nuevos. Le llevaron, a través de intrincadas callejas, a una tienduca atiborrada de cachivaches, con este rótulo
en el dintel: “Se hace toda clase de composturas”. El dueño del zaquizamí estaba absorto en la reparación de una sombrilla. Cuando alzó la cabeza, al advertir la entrada del cliente, éste creyó soñar. ¡Pues no era el amo de la tienda el mismo que, poco antes, había autorizado su protesta! Con los anteojos apañados prosiguió sus visitas al comercio local hasta la hora de la comida. A la tarde, tras de tomar café, dedicóse a recorrer la población. Entró a la Catedral cuando las Vísperas terminaban. Detúvose a mirar a los canónigos que salían del Coro precedidos por el macero, y ¡calculad su asombro al ver, vestido con roquete y sotana, tocado de bonete y soplando música sacra en un ñgle descomunal, al mismo que, con gorra galoneada, conoció en la estación y que más tarde le compuso los anteojos! El forastero se pasmaba ante aquel ser de facultades tan enciclopédidas. En esto iba pensando horas después, cuando algo extraordinario le obligó a restregarse las gafas, juzgándose víctima de una alucinación. Pero, ¿es posible? ¡Vaya si lo era! El hombre calvo de las patillas, el ensotanado tocador de figle, iba a grandes zancadas por la calle repartiendo un paquete de esquelas mortuorias. Tanto le chocó el caso que, por la noche, en el Teatro Principal, lo comentó con su
vecino de butaca. Este escuchó riendo las extrañezas del forano y, al final, señalando hacia uno de entre los de la orquesta, le preguntó: —¿No es ése? Cañete, el gran Cañete, estaba allí con su violín bajo la barba, amenizando, según costumbre, el entreacto. El viajante, al salir de la función, iba pensando en que ya sólo le faltaba encontrarse a Cañete de sereno del barrio. Y, jlo que son las coincidencias!, da las palmadas; llega el sereno y... ¿Cañete otra vez? No, por Dios. ¡Hubiera sido demasiado!
8- DANZAS Y BAILES
El radical antagonismo que, dentro del paisaje navarro, separa a la Montaña de la Ribera se traduce en las danzas. En las aldeas montañesas perviven el ingurutxo, la espatadanza, carricadanza y demás a que alude Voltaire cuando escribe que el pueblo vasco es “un pequeño pueblo que brinca y baila en lo alto del Pirineo". En la ribera, por contraste, sigue bailándose la impetuosa y dinámica jota. En la montaña la danza en el frontón, a las atardecidas, tiene sabor y seriedad de rito. Suena el chistu, que es una “especie de quena india, un silbo tenue y dulce acompañado por un pequeño y sordo tamboril". En la ribera, son las dulzainas estridentes,
los redoblantes estrepitosos de los gaiteros de Estella y Viana que hacen alzarse el polvo de las plazas con carros, removido por los ágiles pies de la mocina. Mucho se ha escrito sobre la Jota como danza. Mirando lejos, no sería difícil hallar su origen en el clásico baile del lagar, que los griegos ejercitaban en honor de Dionysos y que imitaba las labores de la vendimia y el pisar de las uvas. En su curioso libro “Hampa", Salillas, el sociólogo, ve en la jota un baile peculiar de los países fríos, algo asi como una gimnasia con que entonar los cuerpos ateridos por el invierno. Para el poeta Salvador Rueda, tiene un sentido bélico. “La jota—dice—agita cascos, plumas, lanzas y banderas, y en ella suena el fragor del cañón, el relincho de los caballos, el choque de las espadas.” Havelock Hellis, en “El Alma de España”, observa en este baile un ademán agresivo, un gesto de combate que libra la pareja. El escritor inglés se asombra de su “vivacidad y rapidez” y de la extática violencia que en la acción muscular ponen los bailarines. Por último, Francisco Grandmontagne, que la vió bailar en fiestas de Pamplona, dice: “Es la jota suelta, brinco frente a brinco, un baile inocente, sin más finalidad que el baile mismo; la embriaguez del salto, el exceso de vida que se resuelve en gimnasia ritmica, en retozo de juventud.
Los de la llanura levantan los brazos y describen con los pies los picoteos de las púas de las bandurrias. Los moradores de la ladera siguen a las dulzainas con saltos de corzo”19 (1). Por desgracia, la tradición dancesca se va perdiendo en la montaña y en las tierras del Ebro; más que en aquélla, en éstas. Se ve que, antaño, los danzarines resultaban indispensables en los programas de festejos. Desde que el Príncipe de Viana, en sus bodas con doña Ana de eleves, trajo a Olite una tropa de juglares y danzantes moriscos de Játiva, hasta que el Regimiento tafallés, para honrar a Fernando VII, llevó maestros de danza de Pamplona que ejecutaron “el baile de los locos y el de bobos” en el atrio de las Recoletas. Branet, que visitó Tudela por los años de la Revolución Francesa, anota en sus “Memorias" que a la corrida de Santa Ana llegó el Ayuntamiento "precedido de una tropa de valencianos que bailaban al son de las castañuelas. Antes de los toros, ejecutaron diversas danzas e hicieron cabriolas y figuras con palos”, Estos mismos iban bailando en la procesión de la (i) El canto y el baile de la jota eran desconocidos en la Ribera a mitades del pasado siglo* Cuando, hacia 1S67, se organizó en Corella la primera banda de nifisica. tocó por primera vez la jota, a la que el pueblo dió en llamar “la revolvedera” porque los mozos la bailaban atropelladamente, “al furrumburrún”* De ahí esta copla de aquel tiempo : No salgas, hijo a la calle, portiue ha salido la fiera y van cantando los mozos la jota revolvedera* 19
Patrona, delante de su imagen. Hasta hace medio siglo bailaban en los pueblos de la Ribera el dance o paloteado, similar a la actual “maquildanza”. En Cascante, los bailarines, que solían ser 12, vestían traje blanco y se tocaban con pañuelos de seda de colores. Entre sus números figuraba la universal danza de las cintas de colorines que, al tiempo de bailar, iban tejiendo y destejiendo sobre un mástil. En Fustiñana, usaban un vestido algo estrambótico con faldellín hasta la rodilla. Eran 8, a más del Rabadán y el Mayoral, portador éste de la vara con cintas para la danza del trenzado20 (1). Celebrábanse estos bailes con ocasión de festividades, entremezclados con unas farsas de tipo religioso-pastoril, resabio de los Autos Sacramentales. Mayoral y Rabadán recitaban sendas composiciones o discursos. El primero, aludiendo a la vida del Santo festejado; el segundo, de tema satírico o moral, dirigido generalmente a las mujeres. Luego, se enzarzaban los diez en animado diálogo, donde sacaban a relucir los defectos de (i) El dance se conservó en Fustiñana hasta principios de este siglo“Los paloteadores, trajeados a la antigua usanza, con sayales vistosos, justillos fantásticos, calzas con cintas y cascabeles y otras prendas, acompañaban al Ayuntamiento tanto en la iglesia como en la calle, distinguiéndose en la procesión, en la cual, formando entre las filas de los devotos, avanzan y retroceden periódicamente, danzando y paloteando con dirección hacia los Santos, saludándolos y reverenciándolos.” (Juan P- Esteban-) 20
cada uno para regocijo del auditorio. En Murchante tomaban parte en estos pasos 2 personajes más: el Angel y el Demonio. El primero perseguía al segundo y acababa venciéndole. Al final, formaban todos una torre humana en cuya cúspide se colocaba el Rabadán. Hoy sólo quedan como conservadores del paloteado los danzantes de Lesaca, Valcarlos y Ochagavía. Estos últimos visten de blanco con un gorrete cónico en la cabeza. Llevan sobre los hombros un capillo hecho de muchas cintas de colores y en los jarretes unas espinilleras de almohadilla llenas de cascabeles. Los danzantes son 8, y bailan provistos de unos palos cortos que golpean entre sí las parejas. Les acompaña el bobo que, vestido de rojo y verde, con careta y un largo látigo, divierte a los chiquillos con sus gracias21 (1). El baile típico de la zona media navarra era el llamado de la era que, por última vez, se bailó en Estella en 1903. Es un baile antiquísimo, cuya tonada recogió Julio Romano, el gaitero viejo de la ciudad. Según el Padre Olazarán, es semejante al ingwrwtxo que aun se baila por tierras de Leiza, y establece su origen nada menos que en las danzas cretenses descritas por Homero en la Ilíada: (1) El dance o paloteado tiene origen remoto- Navarro Ledesma lo considera reminiscencia de las danzas orgiásticas, como al “aurresku” y la “espatadanza” vascos y dice que se trata de una supervivencia de lo medioeval que halló refugio en las montañas de Aragón y algunas zonas de Navarra-
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“A la redonda, en anchuroso cerco danzaban todos con ligera planta en fácil giro y en acordes pasos ........... …………………. Otras veces en parejas bailaban divididos*” El Padre Castillo, en “El país de la gracia” (1888), describe el baile popular que él presenció en Ujué. Mozos y mozas, unidas las manos por un pañuelo de seda anudado en el centro, danzaban en cadena. La primera pareja, haciendo arco con su pañuelo, dejaba paso a las demás. Después de repetir esta figura varias veces, mozos y mozas, puestos en filas, bailaban frente a frente al son de las gaitas y el tamboril. Del dance, del baile de la era y del fandango y la jeringosa con pandero y hlerrillos cuando guitarras y bandurrias eran desconocidas, sólo queda el recuerdo de los viejos que los bailaron, o los vieron bailar en su juventud. De muchos años a esta parte, en el valle del Ebro se baila el agarráu cosmopolita. El modernismo ha desterrado de la danza lo que tenía de gimnasia, de expresión natural y de rito. Hoy, en fiestas, los mozos de los pueblos aparejan Sociedades de Baile. “La puñalada’’, “El apretón”, “El dulce meneo” y otros nombres aun más realistas. Alquilan una bajera, alzan un tabladillo para los músicos, cuelgan del techo banderolas, cadenetas de papel o farolillos a la veneciana y ¡a bailar, a sudar y a beber gaseosa!
Los camastrones (los mozos viejos) hacen la rueda a las parejas bailadoras, por entre las que se pasea un individuo, armado de un bastón con cintas, que guarda el orden y, golpeando el suelo con su tirso, va estableciendo los relevos, a los que ningún mozo puede negarse. —¿Me hace el favor? —Ahí la tienes—contesta el relevado. Esta fea costumbre del relevo va desapareciendo. Mucho pudiera hablarse de estos bailes rurales y de las pendencias a que dan ocasión. En el de Arguedas lo famoso es el músico, que percibe su jornal, no ya en especie, sino en labores. El hombre tiene algunas tierras y su parcela en el común; pero, como carece de aperos de labranza y de caballerías, ha concertado un pacto con los mozos, por el cual, los que danzan y sudan al recio son de su bombardino, tienen que sudar luego por turno dedicando sus bravants y sus muías al cultivo de las tierras del músico. Se trata de una forma de cultivo directo a piporrazos, que jamás pudieron prever ni Jovellanos ni los autores de nuestra última Ley Agraria. Cuando ya no se trata de bailes de Sociedad, a los que sólo entran los cofrades, sino de locales públicos y de pago, el afán fiscal de los explotadores del negocio les lleva a extremos como el de convertir un baile en matadero.
Así en las fiestas de Cintruénigo de hace 7 años. Resulta que, al amparo de ese trasiego de personal que se produce en los descansos de la orquesta, había vivos que se colaban de mogollón. Y... lo que pasa: —¿Ande vas tú? —Que ya hi pagáu. Que es que hi salido. —Mentira. A ver la entrada. —Que la hi perdido. ¿No se perdió Cuba? Para evitar diálogos como éste, la Sociedad arbitró un medio de control bastante peregrino. A cada mozo entrante le cogían la mano, se la sujetaban contra una mesa, y le estampaban en el dorso el sello de la Sociedad al modo como en el Matadero marcan la carne de las reses sacrificadas. El bastonero se cuidaba de revisar las manos, y ¡a la calle quien la tuviera limpia del sellazo! El procedimiento resultaba un poquito vejatorio, pero era eficacísimo. Consignaré como final que, en Ablltas, subsiste el que allí llaman “baile del plegó'* (del pliego), con el que suelen amenizar las fiestas familiares y las merendolas entre amigos. Un mozo se coloca en el trasero un pliego de papel y otro toma en su diestra una vela. El primero comienza a bailar cantando: Y no me lo qucinnrás el plegó, plegó, plegó. Y no me lo quemará!» el pleno por detrás. mientras el otro, al compás de la música y la canción, se vuelve tarumba sin conseguir
quemarle el rabo. Tengo noticia de que este baile se practica en Italia.
9-TERAPEUTICA RURAL
Un médico amigo me decía que, para el vulgo, todas las enfermedades se reducen, en su origen, a 2 causas: enfriamiento y debilidad. Todavía pudiera añadirse una tercera: indigestión, y... para de contar. Así es de simple la etiología rural. En lo del enfriamiento, sigue el pueblo la doctrina hipocrática, donde todo es hablar de humedades y sequedades, de calor, frío y templanza. De ahí que el pueblo llame destemplanza a la indisposición. Y que dé tanta importancia al pasmo. Boticario era quien me descubrió que, para el vulgo, una de las enfermedades mortales de necesidad era lo que ellos llaman pasmo pasáu (la recaída en el enfriamiento); y sé de un
médico bisoño que ha jurado no pronunciar la palabra espasmo, porque la gente ignara, apenas la oye, salta triunfante: —Lo que yo decía: un pasmo. En las enfermedades juega también su papel la gana. —¿Qué tiene? —Mala gana. —Le ha dáu una desgana (un desmayo). Y el aire. Un mal aire. El que precede a la tormenta acarrea la paralís y puede dejar baldado al más cabal. Es la supervivencia del “aire corrupto”, al que los tullidos pordioseros de Quevedo atribuyen su desventura. Tan peregrina como la patología del pueblo es su terapéutica. El apego a las viejas recetas caseras y el consejo de quienes se curaron con su concurso contribuyen a mantener incólume la medicina popular, a través de todos los inventos y conquistas científicas. Ya Estrabón dice, refiriéndose a los navarros: “Exponen los enfermos al público, como loa asirios, por aconsejarse de quienes hubieran padecido enfermedad análoga”. Debido, pues, a este estancamiento y ancestralismo de la terapéutica rural, es interesante recoger sus recetas y hacer lista de sus remedios más curiosos o extravagantes. Observaremos, en pi lan i lugar, «pie muchos de éstos tienen por base el tan
conocido y medicinal aforismo de “Similia, similibus curantur”. En los “Diálogos" de Vives se lee: Para curar la mordedura del perro que mordió de noche, aplícale de los pelos del mismo perro"; y, si leisteis “La Gltanilla", de Cervantes, recordaréis cómo lu vieja gitana cura al muchacho mordido por un can, aplicando a la herida los pelos de éste, fritos en aceite. Pues bien; esta especio do homeopatía elemental sigue vigente en nuestros pueblos, donde los curanderos, para curar las mordeduras de animales ponzoñosos, recurren al remedio do succionar la herida, freir al animal vivo en aceite y aplicar ésto durante 48 horas sobre la picadura. También se usa, para la mordedura de culebra, machacar la cabeza del reptil y aplicarla a la herida. A uno del campo le he oído exponer un remedio parecido al de Vives, a saber: “cuando un crío tiene envidia de su hermanico, lo mejor es echarle en el chocolate pelos de su hermanico”. Parecido, en su esencia, al que emplean para aliviar la borrachera, y consiste en hacer que el embriagado beba un vaso de vino, en el que se haya disuelto un huevo. O en el que no se haya disuelto nada; pues bien dice el refrán que: Si quieres que el vino "no te haga daño, échale un remiendo del mismo paño. Por lo mismo, es corriente remediar las
dolencias de vientre y peritoneo aplicando sobre el abdomen el redaño (peritoneo o mesenterio) de un carnero recién sacrificado. Sobre lo cual, nos cuenta Royo Villanova que, hace años, un célebre profesor practicaba en el Hospital de Nuestra Señora de Gracia, de Zaragoza, este procedimiento pueblerino. Y añade que una tarde, al hacer su visita, se pasmó al encontrarse la sala llena de borregos, que retozaban entre las camas de los enfermos. Obedecía aquello a que el alumno interno de guardia, en vez de consignar “un redaño de carnero”, como había recetado el doctor, puso “un rebaño de carneros”. Con el cáncer, proceden de modo parecido. El vulgo tiene del cáncer una idea torcidamente macroscópica; lo suponen un bichillo voraz (una especie de cangrejillo: el cangrejo del signo del Zodíaco), y lo que hacen es saciarlo para que no se ensañe con el paciente, a cuyo efecto le aplican a éste en la región afecta trozos de carne cruda de carnero. El procedimiento contrario lo cuenta el Príncipe de Viana en su Crónica de los Reyes navarros; donde, al hablar de Sancho el Fuerte, que padecía cáncer en la pierna, nos dice que los físicos que le cuidaban en el castillo de Tudela hacían que diariamente le picase en la herida una gallina22 (1). 22
(1) El pasaje de la Crónica dice asi: “mas era caído en gran flaqueza por el gran mal» ca tenía cáncer en la pierna, que cada día le comía una gallina”. (1)
El pico de gallina, excogitado en el siglo XIII como cauterio real, es ministrado en nuestros días como lavativa de aire. Cuando los nidos nacen con síntomas de asfixia, les introducen en el ano el pico de una gallina viva, y lo mantienen allí hasta que el crío respira. En tales trances, la que se asfixia y muere es la pobre gallina; y es de ritual que la madre se la coma o, al menos, que se beba su caldo. Parecido papel de víctima que las gallinas, tienen, en la terapéutica popular, las palomas. Parar curar los males de cabeza, abren un pichón vivo y aplican sobre aquélla las entrañas callentes del animal. Mantienen este casco de plumas por espacio de una hora, porque creen que absorbe el mal. l.a prueba está—dicen— en que si el pichón, después de utilizado en esta forma, se le da a un perro, no lo come, por mucha hambre que tenga23 (2). El mismo procedimiento es empleado en los catarros rebeldes, aplicando el pichón al pecho, como aplican el pollo abierto sobre el vientre en los casos de hidropesía. El excremento de paloma es usado como ungüento, con el que se restregan el cogote para evitar la calvicie. El lagarto tiene también varias 23
(2) En Ablitas había, hasta hace poco, la costumbre de plantar sobre la cabeza de los recién nacidos una pilma de estopa empapada en aguardiente, que no se les quitaba en 15 o 20 días.
aplicaciones. El aceite en que ha sido frito lo suministran como regenerador del cabello; con su excremento, seco y finamente pulverizado, combaten las afecciones de los ojos, y un gardacho muerto, colgado al pecho, es eficaz remedio contra las rijas. En cuanto al perro, sostienen que, para evitar los calambres, no hay como ceñirse las pantorrillas con unas correas hechas con pellejo de can; y que, para atajar la sangre de heridas y cortadas, resulta eficacísimo el lametazo de un perro. El profesor aragonés Berbiela refiere, acerca de esto, el triste caso de un hombre que murió rabioso por haber dado a lamer a su mastín una llaga que tenía en la mano. El ratón de campo lo emplean, según me dijo un hortelano, para que los chicos no se orinen en la cama. “Se espelleta vivo el ratón y, antes de que se seque, se le planta a la criatura en sus partes”. La orina de caballo24 (3) es muy buena para combatir las anginas (no sé si en gárgaras o en cataplasmas); la sangre de conejo, aplicada sobre la piel, corta la erisipela; y la picadura de avispas es señalada como eficaz remedio contra el reuma. Mejor aún debe de ser el que proponía un aldeano humorista de la cuenca de Pamplona, a saber: el aliento del toro, aludiendo a los que, en el encierro, 24
(3) En la Historia de España he leído que los celtas empleaban la orina de caballo para lavarse los dientes-
corren tan cerca de las astas, que perciben los bufidos del bicho sobre su riñonera. En remedios de tipo vegetal, existe un recetario interminable. Curan la tosferina con un jarabe hecho del jugo de hojas de chumbera; la blenorragia, con el caldo de cocer los garbanzos; los dolores de vientre, cociendo pieles de pepino con malvavisco y regaliz; las lombrices, con agua de grama y raíz de minglano (cuando no con lavativas de hollín); el catarro, con vino cocido; la diarrea, con cocimiento de tapaculos25 (4). Para los flemones se aplica un higo cocido en vino; para los callos, tomate y ajo; y no hay como la lecheruela de las hojas de gamón para los eczemas o petines. Dicen también que, contra éstos, es buen remedio untarlos con la propia saliva en ayunas26 (5). En la montaña, para “atajar la sangre”, como ellos dicen, en las calenturas y catarros fuertes, se encajan 2 vasos de una infusión hecha con una hierba llamada carrasquilla. Las panochas de maíz, en infusión, constituyen un diurético espléndido. Los higos secos, aplicados abiertos sobre la piel, extirpan los granos; el perejil es usado como abortivo y, para golpes y heridas, se emplea un bálsamo de 25
(4) Así llaman al fruto del rosal silvestre. Por cierta parte de Aragón (Esplús) suelen curar las diarreas colocando un corcho bien ajustado en el ano. 26 (5) Lo de la saliva en ayunas es aplicado a muchos usos. Los gitanos—dice Borrow—hacen con ella barro para evitar el maleficio del aojamiento, yendo a coger el polvo de la puerta del supuesto aojador-
azucenas, y otro hecho con hojas de yergos al dar las 12 del día de la Ascensión. El caldo de gramen (así llaman a la raíz o macota de la caña) tiene la virtud de cortar la leche a las mujeres. “Ahora, al parto que viene, perderá leche”, reconocía el que me lo contó27 (6). Contra el dolor de muelas, el recetario es abundante: colocarse una hoja de geranio en la quijada; lavarse los pies con agua de ceniza; ponerse un diente de ajo en el codo, etcétera. También echan mano de un medicamento brutal: del aceite de enebro, que es apestoso y enciende la boca hasta el extremo de que, a más de uno, se le han suelto los dientes por emplearlo. La gente dice, con Perogrullo, que lo mejor es “enseñarle la muela al ojo”; y un aldeano bribón proponia otro remedio, aún más gracioso: dormir; parecido, en su fondo humorista, al que indica el adagio: “Al ojo, restregarlo con el codo”. Para arrancarse la muela apelaban a un recurso salvaje: se la anudaban con una liz, ataban al otro extremo de ésta un gran 27
(6) En un libro muy viejo y fantástico leí que estos remedios de tipo vegetal los ha aprendido el hombre de los animales. Decía que la celidonia y el hinojo, que se aplican a los males de ojo, los usan respectivamente las golondrinas y las culebras. La tortuga come orégano como antídoto y vomitivo. La comadreja se cura las heridas con ruda, y el oso, cuando ingiere la mandragora ponzoñosa, se remedia comiendo hormigas. Afirmaba también que la sangría fué sugerida por el caballo marino, que se sangra con la punta de una caña y se revuelca en la arena cuando quiere cortarse la hemorragia. Citaba el caso de los perros que se purgan de las lombrices, comiendo el trigo en hierba*
pedrusco, lo ponían en el alféizar de la ventana, y lo arrojaban a la calle. Lo que me asombra es cómo no se les llevaba la mandíbula entera; o la varilla, como ellos llaman al maxilar de abajo. Junto a éstos, acude el vulgo a otros remedios y amuletos tan estrafalarios, que recuerdan las invectivas de Gracián contra los médicos “que, para el mal de las entrañas, aplican los remedios al tobillo, y para el de la cabeza recetan untarse los pies”. Y así hallaremos que, contra convulsiones y dolencias nerviosas, no hay receta más eñcaz que colgarse del cuello un saquete que contenga patas de sapo secas. (El sapo ha de ser de pozo, precisamente.) Contra el reuma, meter en el bolsillo del paciente, sin que él lo note, una patata o una taba. Las dolencias de estómago se curan, asimismo, llevando una patata. Mas si, en lugar de taba o de patata, os echáis al bolsillo una nuez de tres gajos o un biche jo al que llaman “nuncabuscalo” (por lo difícil de encontrar), se os pasará el dolor de muelas en seguida. Las mujeres, para sanarse las rijas, llevan consigo una sabandija. (En el país vasco se cuelgan al cuello un canuto de lata agujereado, dentro del cual, hay una lagartija viva. A medida que el bichejo se debilita de hambre, va resecándose la rija.) Para tener buena memoria, aconsejan
comer rabos de pasas; y es corriente curar las tercianas haciendo que el enfermo tome, en ayunas, 3 piojos en agua. Al mareo se le combate de muy extrañas maneras: llevando un ramo de perejil, metiéndose un garbanzo en el zapato y untándose con tinta las pantorras. Media docena de cebollas, introducidas dentro del colchón, curan el sarampión más atrevido. La cebolla cruda, aplicada en rodajas a los sobacos y a las plantas de los pies, se sigue ministrando para bajar la calentura; y sé de más de un médico al que han vuelto tarumba con este arbitrio. También quitan la fiebre colocando un barreño con vinagre bajo la cama del calenturiento. En algunas aldeas de la Montaña, cuando los crios tienen erupciones, los echan desnudos en la pocilga del cerdo y les dan tres vueltas. En otras, para combatir la disentería, ciñen con vendas a los pies del enfermo las hojas de una planta trepadora, conocida con el nombre de “corrigüela”. Algunos de los remedios que hasta aquí llevo señalados carecen de razón y fundamento. En cambio, hay otros que parecen absurdos y que tienen, no obstante, base científica. Y es que, como dice Frankowski, “la medicina popular, madre de la moderna Medicina, lleva en sus entrañas observaciones de miles de generaciones y expresa, más de una vez, conocimientos preciosos que fueron
aprobados y utilizados por las eminencias científicas”28 (7). Poco o nada sé yo de Medicina y de Botánica; pero sí, verbigracia, que el cardo triguero, cuya savia usa el vulgo como cicatrizante, es receta que data de la medicina india. El aplicar telarañas a las heridas se usa como cicatrizante popular en Alemania y Austria29 (1); y el remedio de utilizar la orina en heridas y llagas no es tan absurdo, si se considera que la orina contiene sales de potasa, que constituyen un antiséptico30 (2). Lo de beber caldo de piojos y otros remedios repugnantes puede tener su eficacia, si recordamos que Bufón habla de los efectos terapéuticos del asco, utilizados en ciertas tribus africanas para curar fiebres e indigestiones. Los ungüentos y preparados a base de cera, disfrazados con el nombre de “curalotodo” y transmitidos de familia en familia, no son otros que los ceratos, tan 28
(7) Eugeniusz Frankowski-—“Sistematización de los ritos usados en las ceremonias populares”- 19x929 Así lo aconseja el austriaco Roth en su libro “Zipper und sein Shon”30 Las mujeres se la aplican en la cara para dar tersura a la pielEn la montaña (Ezcurra y Erasun) los diabéticos beben su propia orina. Suelen también emplear para las verrugas de los dedos excremento seco de hombre que mantienen durante varios dias sobre la parte afecta por medio de un dedilLa orina humana debe de poseer virtudes secretas que, en ciertos casos, la hacen insustituible. Hoy la emplean los fabricantes de guantes para fijar el teñido de las pieles, como emplean el excremento de perro para darles tersura.
empleados por la farmacopea de hace cien años como enérgicos antisépticos para llagas y heridas. En cuanto al ajo, que el pueblo emplea para tantos usos (lombrices, picaduras de mosquito, callos y tercianas, para estas últimas untándose los pies), debe de poseer mucha virtud. Los médicos nos lo señalan como estupendo desinfectante bronquial e intestinal31 (3), y hoy dia los mejores laboratorios extranjeros fabrican preparados a base de ajo, como específico para la hipertensión. A propósito del ajo, recordaré que Huarte de San Juan, en su “Examen de Ingenios”, expone un peregrino medio (que ya Hipócrates aconseja) para conocer si una mujer es o no estéril. El medio consiste en que la mujer duerma con una cabeza de ajo mondado en el útero. “Si al otro día sintiere en la boca el sabor de los ajos, ella es fecunda sin falta ninguna”. Y lo explica, lngénuamente, porque “penetra el vapor por la parte de dentro hasta la boca”; lo que es señal de que las vías internas se hallan libres y expeditas. Aun cuando no con fines terapéuticos, todos sabemos que el bajo pueblo usa como refresco el agua y vinagre. Este refresco— dice Polibio- -lo usaban los legionarios de Roma como el mejor. “Era obligatorio para Es creencia popular que los gitanos comen carne podrida (gallinas muertas hace tiempo) y que, si no les daña» es porque, para ello, se meten ajo en el sobaco (Azcue)31
cada soldado llevar una botella de agua y vinagre, que ellos llamaban posea u oxicrata”, Es la bebida que daban a los crucificados para refrigerar sus fauces secas por la hemorragia. La misma que, según el Evangelio, le dieron a Jesús en su agonía32 (1). Hay otra serie de remedios, al parecer pueriles, verbigracia: frotarse la verruga o el eczema con un limaco y clavarlo en un palo, con lo que, al secarse éste, se seca la verruga; ponerse al cuello un collar de ajos en número impar; cuando se secan se cura uno. Remedios para la ictericia: deshojar sobre un rio una rama de boj, hoja por hoja, hasta perder de vista cada una de ellas, o ir a orinar sobre una planta apodada rubiana o manrubio. Se trata de procedimientos dilatorios o de subterfugios (como el último de los mencionados) enderezados a que el paciente se dé las grandes caminatas en busca del manrubio, provocando así la diuresis. Más dilatorio, complicado y aleatorio es el remedio de que echan mano para curar la hernia infantil. El 24 de junio, un Juan y una María tienen que hacer pasar la criatura por entre los brazos de un 32
(1) Otro procedimiento antiquísimo siguen usando las olivareras ribereñas para desentumecerse las manos, y es llevar en el bolso una piedra redonda, que haya estado entre la ceniza del hogarLa Historia nos refiere que cuando el Cardenal Cisneros. con el frió de la muerte en los huesos, fué trasladado a Roa (noviembre 1517), llevaba entre las manos una piedra caliente.
alberchigal que hayan sido rajados de un hachazo. Luego, ligan la raja, rezan una oración y, si se cura el árbol, se cura el chico33 (1). Lo de sanar con oraciones debió de estar antaño tan arraigado en nuestro pueblo, que en el año 1725, los inquisidores de Logroño ordenaron fijar en la puerta de todas las iglesias un Edicto “contra la herética parvedad y apostasía en todo el reino de Navarra, Calahorra y la Calzada”. Se trata de un documento tan interesante como poco conocido34 (2), donde se prohiben, so pena de excomunión mayor “latse sentencise”, muchos de los remedios oracionales utilizados por la terapéutica y veterinaria aldeanas, especialmente en la zona montañesa. Las prácticas citadas en el Edicto, que atañen a dolencias humanas, son las siguientes (Copio textual): “Para la enfermedad de Erpes dicen: “Vasasua. Ichasua ozanera y ducaelen semearquen semeorobano. Jaunchecago”. Y, sacando con un eslabón chispas, las aplican sobre la zona afecta. Para las Lupias rezan 3 padrenuestros, 33
Esta práctica de pasar a los niños raquíticos y herniados a través de árboles rajados es de uso universal- Frankowski la incluye entre los que denomina ritos de frdsoEn Alemania utilizan para ello cerezos y robles- En Sos del Rey Católico, emplean los encinos; y la cura de los infantes forma parte de unas fiestas que celebran en los bosques, donde encienden hogueras y se huelgan al estilo pagano. (1)
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Fue publicado por el Pbro. D- Tomás de Azcárate Pardo en el periódico “Juventud Católico Obrera de Tafalla” el año 1924.
avemarias y glorias, santiguándose, y dicen ciertas oraciones. Para la Erisipela signan algunas veces la parte lesionada diciendo: "Zingurria Salomón, yo te signo y Cristo te sane”, y zahuman con hierbas benditas e inciensos y con cera bendita, y atan la parte lesionada con apio rezando Credos, etcétera. Para el mal de ojos aplican a ellos 5 ó 7 ó 9 granos de trigo, de uno en uno; y, echándolos en seguida en una escudilla, rezan oraciones. Para inflamaciones calientan agua con hierbas; la echan en una gamella, en la cual ponen una olla boca abajo, sobre la olla un peine, sobre el peine unas tijeras, sobre las tijeras una abuja de coser y, sobre todo, ponen la parte inflamada; y, cubriéndola con alguna ropa, dicen algunas palabras y oraciones y, a veces, el agua de la gamella se retira y se mete en dicha olla puesta boca abajo. Para sanar el mal que llaman de los Santos, encienden 3 cerillas, una por San Juan Bautista, otra por Santa Rufina y la tercera por San Antonio, y afirman que el mal es del Santo cuya cerilla primero se consuma, y a él se encomiendan. Para las tercianas van 3 mañanas seguidas al campo, rezando en el camino; y, poniéndose de rodillas ante la yerba buena silvestre, rezan una Salve y dicen: Yerba buena silvestre,
yo tengo calentura y tú no; Dios me quite a mí y te dé a ti; aquí traigo, para ti, sal y pan. Y echan migas y sal sobre la yerba.” El Edicto anatematiza la creencia según la cual “no deben entrar a la Iglesia las personas que tienen quemada alguna parte de su cuerpo”, y prohibe, finalmente, la práctica usada para curar de maleficios, consistente en “entrar los pacientes donde duermen los cerdos o beber la agua en que se hubiese lavado la persona que se sospecha les maleficia o la agua cocida con el hilo que hubiese hilado la dicha persona”. De lo que se deduce que nuestros ascendientes en el siglo de las pelucas practicaban de buena fe una sarta de remedios y ritos que encajaban de lleno en la superstición y rozaban sus miajas con la hechicería.
10-LA BURLA VA POR GREMIOS
Al modo como, en esa garita de “¡tres pelotas, diez!”, pasan, sujetos a una rueda, varios muñecos (el guardia y la tarasca, el torero y el chulo), para que el público la goce, tirándoles pelotas a la cara; yo armaré rueda parecida, donde desfilen los singulares tipos de las diversas profesiones, contra los cuales arroja el pueblo las pelotas de trapo, inofensivas, de su genio satírico. En más de una localidad se da, como ocurrido en ella, el caso que pudiéramos llamar del ALBAÑIL albañilado; del que, metido a construir una pocilga, olvida hacer la puerta y queda emparedado dentro de su
propia obra35 (1). En el ramo de la MADERA, y de un artesano chapucero, cuentan que, al colocar marcos de puerta o poyos de andamiaje, le preguntaba al aprendiz: —¿Está a peso? —No. —¿Está a plomo? —Tampoco. —Pues clava antes de que se caiga. En la cofradía de los SASTRES (y dejando de lado al de Cintruénigo que, para sacar los patrones, extendía un papel en el suelo, y tumbando sobre él al cliente, le iba silueteando con un lápiz “toda su figurica”), el más notable que conozco es el sastre de Erro. El cual, cuando llegaban los aldeanos a su casa con la pieza de tela, los despedía: —Vente de aquí a 3 días, que ya tendrás hecho. Alguno que otro le replicaba con extrañeza: —¿Pero qué? ¿Sin tomar medidas me vas a hacer? El hombre, que sabía lo “zarratracos” que eran sus clientes, les explicaba: —Medida, ¿pa qué? El pantalón... a ojo ya te sacaré; el chaleco has de llevar suelto; y 35
(1) Sobre olvidos al construir, he oído contar varios casos: “El Pueblo Español” de la Exposición de Barcelona carecía de escuela. En la Plaza de Toros de Bilbao olvidaron construir las escaleras de acceso a las gradas, y en la de Estella, los chiqueros. En el Seminario de X ocurrió otro tanto con los retretes, y por la puerta de la Caseta Real de Baños de San Sebastián tenía que pasar agachado Alfonso XIII.
la chaqueta... pa haber de andar con ella al hombro siempre... Y tenía razón. Tocante al gremio de los BUHONEROS, me contaba una vieja de Larraga que, siendo moza, conoció a un vividor que llegó al pueblo, víspera de las fiestas. En la mano llevaba una alcuza, y se puso a gritar por las calles: —¿Quién compra la verdad? Las comadres se asomaban a las ventanas, extrañadas del anuncio inaudito. —¿Quién compra la verdad por una cuatreña? Muchos mocetes y alguna que otra moza se le acercaron. El vendedor los formó en fila. Pasaban, le pagaban y les decía: —Mete el dedo en la aceiterica. -¿...? —Ahora, huéletelo. Apenas se arrimaban el dedo a la nariz, la cara se les engurruñía de asco. Todos saltaban con lo mismo: —Esto es mier... —¡La verdad!—sentenciaba el hombre. Más de una vez he pensado que era un filosofazo, que iba poniendo en práctica el apotegma del escéptico: “Los que se afanan por hallar la verdad, merecen el castigo de encontrarla.” En lo de pregonar cosas estrafalarias debió de distinguirse un tal Zala, de Falces,
que era grave como un funeral; pero que, cuando se alegraba, recorría las calles, serio, serio, con una funda de jergón al hombro y voceando con un lúgubre vozarrón de bajo moscovita: —¿Quién compra simiente de colchas? Pasando al arte BARBERIL, es triste constatar que ese afán de los fígaros rurales por llenar las paredes de espejos y sentar al cliente en sillones asépticos de dentista ha robado carácter a sus establecimientos. Antaño, había menos asepsia pero más, mucho más pintoresquismo. Cuando al cliente le metían en la boca una nuez, ¡la misma para todos!, al objeto de mantener tirante la piel de las mejillas; cuando el barbero restregaba con su propio dedazo los labios del cliente para dejarlos libres del jabón; cuando, de vez en vez, escupía sobre la brocha para hacer fluida la espuma. Al de Cirauqui se le quejó de esto un viajante, a lo que el fígaro le replicó: —¿Esto le da asco? Se lo hacía porque usté es forastero; a los del pueblo les escupimos en la cara. En el acelerado gremio de BOMBEROS, contaré lo que oí referir de un jefe de Tudela. El hombre, al ascender a la jefatura, se gastó los ahorros en comprarse un equipo flamante. Pero, para desgracia suya, transcurrían los meses sin que la
adversidad la deparase ocasión de estrenarlo. En lo íntimo de su ser, deseaba que ardiese medio pueblo “pa que le vieran majo”. Hasta que una noche—¡pim, pam!—oye que llaman a su puerta. Se asoma. —¡Que corra usté—le gritan—, que está ardiendo la casa de la seña María la Poncia! —María ¿la qué? —¡La Poncia; vaya usté a escape! Y el jefe comenzó a vestirse a conciencia: se embutió las polainas antes que el pantalón; se las quitó; volvió a ponérselas; se metió la chaqueta ante el espejo; se apretó la correa... —¡Madre! ¿Ande metió usté el pito?... —El mocete se ha dormido con él. —¿Y el hacha? —En la leñera. Otra vez: ¡Pim, pam, pam!... —¡Que vaya usté volando, que está ardiendo el segundo! Y vuelta a la “toilette” apresurada ante el espejo: a abrocharse el maldito alzacuello; a colocarse el casco; a alzarse los bigotes; a meterse los guantes angostos... ¡Pim! ¡Pam! ¡Pam! —¡Qué pasa!—rugió fuera de sí. —¡Qué ha de pasar; que hace media hora que le esperamos y está ardiendo la casa de al lau! —Pero, ¿a qué vienen tantas prisas?— vociferó. Y, sacando su pecho por la ventana,
desahogó su protesta con esta frase que barbotó iracundo, y que es digna de pasar a la historia: —¡¡Estas cosas se avisan con tiempo!! Y bajó, componiéndose aún el atavío; y, al llegar a la Casa Consistorial, ¡maldición!, se acordó que se había dejado en la suya la llave del Parque. Llamó al Corneta: —¡Anda, dile a mi madre que te la busque! ¡Corre! Para cuando llegó, de pie en el coche bomba, agitando furioso la campana..., ya no quedaba incendio. ¡Había ardido todo lo que tenia que arder! Sobre ALCALDES de pueblo, corren cientos de chascarrillos. Yo he oído el que le ocurrió al de Cárcar, por culpa de su esposa, que le obligó a ponerse calzoncillos cuando nunca los había llevado. Yendo en la procesión, sintió un aprieto fisiológico que le hizo retirarse a una calleja solitaria. Cuando se reintegró a la comitiva, comenzó a darle vueltas a su cabeza, atenazado por una horrible duda: “En mi vida me ha pasáu otro tanto... Hacer y no hacer. Porque a mí me ha paicido que hi hecho... y, sin embargo, nada.” Cuando llegó a la iglesia y tomó asiento con los demás munícipes en el escaño del Ayuntamiento, se dió cuenta de todo. Sus vecinos, por desgracia, también. De Ujué se dice que, hace un siglo, los
alcaldes disponían de un solo traje de golilla, que les confeccionó el sastre de Lerga36 (1) y que se transmitían unos a otros a la vez que la vara del cordoncillo y las bellotas. Lo más enrevesado de aquel terno eran las bragas que, al ser de las cerradas por delante, hacían muy difícil distinguir la cara de la cruz: De ahí este diálogo, de ventana a ventana, que, a cada cambio de Ayuntamiento, entablaba la nueva alcaldesa con la cesante: —Oye, chica: ¿pa qué láu se pone esto? —Muy fácil; lo ensuciáu pa atrás. Con tal explicación, la cosa no tenía pierde. Excuso consignar las conocidas chanzas contra médicos, boticarios, taberneros, curiales, confiteros, etcétera. Tampoco haré hincapié en la tan popular anécdota del CARRETERO que, después de subir a su carro a un caminante, le invitó a beber de la bota. El huésped bebió y dijo: (1) Añádese que cuando el sastre de Lerga, que era giboso, fue a hacer entrega de la prenda, en la noche de un sábado» le salieron, cerca de Ujué, las brujas de Campoluengo, la cuales le rodearon cantándole: ¡Lunes, martes y miércoles, tres! A lo que el sastre, por seguir la broma, añadió: ¡Jueves, viernes y sábado, seis! Las brujas (sabido es que les gusta oir nombrar números pares), agradecidas, le quitaron la chepa» El sastre de Lerga le contó lo ocurrido al de Ujué, que era también giboso- Este esperó a otro sábado para probar fortuna. Las brujas entonaron, haciéndole corro: —¡ Jueves, viernes y sábado, seis! —¡ Domingo» siete!—gritó el sastrico. Y le cargaron con la joroba del de Lerga. Desde entonces tenía 2: una en el pecho y... la de siempre. 36
—Muy bueno está el vinico. Y el carretero, lleno de indignación: —¿Vinico a mi vino? ¡Abajo del carro! En el oficio de los CORDELEROS, conozco a uno de buen humor que, desesperado de haber perdido mucho en el frontón, se levantó y nos dijo: —Vo a ver si hago la soga pa ahorcame. En Tafalla y Olite se dice que los ENTERRADORES de ambos pueblos coincidieron, como peones, en la corraliza de La Nava, que está en la muga de los 2 términos. En un descanso de su labor, se pusieron a hablar sobre su oficio. —Yo—decía el de Olite—vengo a enterrar uno por mes. —Yo llevo enterráus 3 esta semana— farruqueó el de Tafalla. —¡Qué hermosura!—suspiró el otro con envidia. Contra los ESCRIBANOS, corre esta copla que, en cierto pleito, le cantó un litigante perdidoso a un secretario que yo me sé: Uu gorrión con tanta pluma no se puede mantener; y un escribano, con una, mantiene casa y mujer. En cambio, puedo contar, sobre la cofradía de los LITIGANTES, el chascarrillo que le
pasó al Pite, en Milagro. El Pite (Isidro Huarte) es un procurador de mi ciudad, lo más castizo y campechano que puede darse. Con su boina, su faja roja descomunal y la manta terciada al hombro, que a menudo le arrastra por el suelo, nadie dijera que es de la curia, de no llevar los autos y papeles almacenados en un bolsillo atroz, que le coge de arriba abajo la chaqueta. De esta guisa, llegó un día a Milagro a defender a un Acarreta en un desahucio y, al rato de llegar al mesón del Cuadráu, advirtió que, en un rincón de la cocina, la barba entre las manos, mudo y abatidísimo, le miraba con ojos tristes su cliente. —¿Ahí estabas? ¿Qué te pasa con esa cara? Y el otro, con una voz de tiple, sollozante: —¿Qué ha de pasante? Que estamos perdidos, Pite; perdidos sin remedio. —¿Pues? —Que hi visto al precurador de la otra parte, con sombrero, bastón, reló, capa y toa la osma... —¿Qué te paece, Cuadráu?—le dijo el Pite al mesonero—. Porque a mí me ve de esta traza, y al otro todo majo, se cree que nos va a ganar el pleito. Pues has de saber— apostrofando al Acarreta—que yo también tengo, si quiero, bastón, reló, sombrero, capa... y lo que es menester pa defendeme contra cualquiera, por muy pincho que vista... ¿Qué te paice, Cuadráu, lo que ha
dicho? Queda un oficio, casi desconocido pero no por ello inexistente: el de los ADIVINOS que hacen presagios sobre el tiempo. El más famoso de la montaña es el de Ezcurra, porque muy rara vez yerra en sus oráculos meteorológicos. Un día de borrasca, fueron varios aldeanos a preguntarle si duraría el temporal. El miró al cielo largamente, se cercioró del curso de las nubes, olió los aires, escrutó en derredor las lontananzas y, tras de recogerse a meditar, les espetó lento y solemne: —Llueve y lloverá; pero escampará. Como nunca se equivocaba en sus pronósticos, el Concejo del pueblo acordó regalarle unas abarcas y unas hartonas: que así llaman a esas calzas de paño sobre las que se anuda el calzado. En el gremio, ya desaparecido, de los Fray Gerundios, de los PREDICADORES “estilo siglo XVIII”, tan ridiculizados por el Padre Isla, será forzoso mencionar al Abad de Mañeru. La revista “España Moderna” publicó, hace ya tiempo, un trabajo sobre él. Sólo sé que, en un sermón tremebundo acerca del Juicio Final, logró empavorecer a sus oyentes, terminando de esta manera: —¡Esas trompetas del Juicio pueden sonar, antes de un año, para muchos de los
que estáis aquí...! Esas trompetas fatídicas del Juicio pueden sonar, dentro de un mes, para otros... dentro de una “semana”, para algunos... dentro de un día... Pero, ¿qué digo un día?; esas trompetas espeluznantes pueden sonar... ¡¡ahora mismo!! —dijo con voz horripilante. Y, al instante, despeñóse sobre los fieles, en musical e inesperado chaparrón, el bramido de una trompetería lúgubre. El buen abad tenía apercibidas en el coro varias trompetas, que el sacristán y los acólitos henchían de aire, con mofletes inflados y con fuelles ocultos. De otro cura de la Montaña, dieciochesco también, he oído decir que abusaba del empleo del verbo en reflexivo; por lo que, al reprender a sus feligreses por no guardar los días festivos: —El domingo pasado -les decía salí a dar una vuelta por el pueblo. ¡Qué escándalo! En una casa, matando el cherri; en la otra, picando los mondongos; el afilador, amolando guadañas; muchos, trabajando en la pieza... ¡Por los clavos de Cristo os lo pido: no me trabajéis en domingo, no me matéis, no me piquéis los mondongos, no me amoléis en día de fiesta!37 (1). (i) El general Ros de Olano, en su libro “Episodios Militares de la primera guerra civil”, inserta el sermón que el Padre Larraga (predicador de fama, llamado en el Haztán "pico de oro”, y consejero del rey don Carlos) dirigió a los soldados liberales que, en las murallas de Elizondo, resistían el asedio carlista* Véase un párrafo como muestra: “Ego sum Páter Larraga secundum apostolorum, y vosotros 37
Pero una de las burlas más donosas que yo he oído, es la aplicable a los cofrades de Santa Cecilia y de modo especial a los MÚSICOS de Mallén (pueblo que está enclavado en la raya de Aragón y Navarra, según se baja por el Ebro) y de los cuales dicen: Los músicos de Mallén tocan poco y cobran bien. Refiere la historia que en Mallén se organizó, para unas fiestas, una pomposa banda musical. Durante varios meses, los mozos, a la vuelta del campo, se reunían a ensayar en una sala del Ayuntamiento. Y llegó el día de la procesión, para la que invitaron a las autoridades provinciales. La música, a la puerta de la iglesia, se disponía a dar el golpe. Pasaron las imágenes, la del patrón, el palio, las autoridades; y, cuando el director judíos cristianos ser, a quien yo predico : omnia moriuntur, hermanos en el Señor, que caso es decir que Cristina tiene (pie morirse. ¿Ya quién entonces vosotros defender, los que en Zubiri sólo la cabeza sacar por las rendijas? Defender la rapaza (alude a Isabel II) que viruelas y sarampión hacen muerto: omnia moriuntur, pues, y defender entonces a Satanás, y todos entonces por carlistas morir, y condenada el ánima iréis sin tropezar a porta ínferi, de la que con razón santísima dice letanía: “libéranos dómine”* Sí, pues, convertirse, pues, y peaiitensias largas haser y letanías y Carlos V libraros han y yo bendición envío cristinos que se conviertan a Cristo Jauna y al Rey Carlos, y fusiles traigan; tiren morriones y tomen boinas, y para que ayuda présteme el Angel diciendo: Ave María.” (Copio lo que antecede sólo a titulo de curiosidad; convencido, como el primero, de que el general de los liberales amañó a su capricho la arenga, poniendo en ello un gran caudal de fantasía*)
dió la señal de empiece, sonaron 4 o 5 “piporrazos” flojos, desafinados y... nada más. El director, morado de vergüenza, arengó con el gesto a sus huestes, descargó la batuta y... lo mismo. Los de la procesión se detuvieron. Los ojos de la gente recaían, pasmados de extrañeza, sobre la banda. El gobernador y el obispo le preguntaron al alcalde: —¿Qué pasa con los músicos? Y llegó, todo sofocado, el director. —Lo que pasa es que, como quiera que han ensayáu quietos, ahora no aciertan a tocar andando. La dificultad era de las tremendas. Pero como todo, menos la muerte, tiene remedio en este mundo, la solución no se hizo esperar. Alquilaron una galera de las de acarrear mies; subieron a ella a los murguistas y, así instalados, fueron piporreando tras de la comitiva, entre el irónico campanilleo que movían las mulas al agitar sus collarones.
11-INGENIO TUDELANO
Huarte de San Juan, al señalar en su "Examen de Ingenios" los caracteres que distinguen a los “no aptos para las letras”, dice: "Son los graciosos, decidores, apodadores y que saben dar una matraca... agudos, mañosos... prestos en el hablar y responder a propósito." Cuando, por vez primera, leí esta descripción, pensé inmediatamente en las gentes de mi tierra del Ebro. Yo no sé si tendrán aptitud para el estudio de las letras (más me inclino a creer que no la tengan); lo que creo es, en cambio, que la estampa del eximio doctor navarro les cuadra a maravilla. Apodadores, decidores, graciosos y
bromistas, agudos en el dicho y repentinas en la réplica; así son los de la Ribera. Con la particularidad de que este genio zumbón, chancero y ocurrente, que en todas partes se produce como hecho individual, florece en la llanura, y en mi pueblo más que en ninguno, con una profusión y una espontaneidad que asombran, justamente, a los extraños. En prueba de ello, quiero hacer desfilar ante el lector una serie de tipos de Tudela, cuyas salidas y ocurrencias las considero dignas de figurar en este libro, aun cuando sean para oídas más que para contadas. ----------------------------------------Ramón el de la Corra, inicial de esta ristra de personajes, era un hortelano tan agudo de ingenio como poco amigo de trabajar. Al menos, él presumía de esto, repitiendo esta copla: Cuando se murió mi agüelo» me dejó por capital muchas ganas de comel y pocas de trebajal. Una vez cayó enfermo. Acudió a verle el médico y le recetó sellos, a fin de que sudara. —Ya has oído—le dijo su madre cuando el doctor se fue—; que es menester que sudes mucho. —¿Quié usté que sude, madre? —Sí, hijo, sí. —Pues... póngame la azada delante.
A la azada no la quería ver ni en pintura. Decía en casa que se iba al campo, y ¡Dios sabe dónde iba! Una tarde, a las 5, le sorprendió su madre jugándose los duros en el Círculo. La infeliz, “contraminada” del disgusto, salía del café con él del brazo e increpándole, toda hipos y llantina. —¿Qué le pasa a tu madre?—inquirían les gentes. Y él, como contrariado y sin dar importancia al duro trance: —Nada, chico; que se ha empeñáu en que le compre una pepona. Una vez, en Pamplona, se encontró con un matrimonio de hortelanos de Tudela, que había ido a la capital a que el médico viese al marido, que padecía de reuma. —¿Cómo por aquí?—les dice al verlos. —Ya ves—dice ella—. Que himos venido... con una pierna de éste. —¿Qué? ¿Al pericón?38 (1)—saltó rápido el de la Corra. En unas fiestas del Pilar le robaron la cartera. Comentando días más tarde, el caso ante un corro de amigos, todos se hacían cruces de la habilidad del carterista. Uno de aquéllos le pregunta: —Pero, si la llevabas tan escondida, ¿cómo pudo quitártela? —Muy sencillo: ¡a sorbo! Ramón, en sus relatos, era meridionalmente hiperbólico. ¡Había que 38
(i) Al pericón llaman en Tudela a ese juego de chicos que cosiste en correr con una sola pierna.
oirle referir las peripecias de un viaje que hizo a Francia, acompañado do un amigo y paisano! “El viaje, mucho bien. Este y yo no llevamos nada. To el equipaje nos cabía en el cano de la nariz. Pero, de comer, mucho mal. Donde peor comimos fue en Burdeos. Nos dieron picaraza y cigüeña. ¡Y decían que era pollo! Este bastón... era una pata. Pa cenar nos sacaron una ternera que, ¡miá tú si estaría cruda!, que tuvimos que subinos a torearla encima de las mesas. Era una carne llena de hilos que, pa cométela, te la tenías que arrodiar al dedo. A mí me se escapó el carrete y me cascó un zurriagazo en la cara que palcía que m'habían dáu con el Quijote. Y aún quería éste dar propina. Pavo—le dije—, no des nada. Después de que nos han dáu de comer dromedario.” Poseía Ramón, en alto grado, la virtud de repentizar; de ver las cosas por su lado chistoso. Una mañana, paseándose por el andén de la Plaza Nueva, vio aparecer por el Arco del Hospital al Marqués de Huarte, flaco, esquelético, que volvía de caza a lomos de una burra tan pequeña que arrastraba, casi, los pies. Apenas lo vislumbró, le echó este grito: —Bájese usté; que ya lo han perdonáu. Se le ocurrió el símil del condenado a muerte que va camino de la horca. El mismo fue quien, al quedarse ciego en sus últimos años, no perdió el buen humor:
—¿Qué vida— Ramón?—le saludaban, compasivas, las gentes. —De primera. Todo el día metido en una bodega. Me levanto, me visto, me echo a la calle... Que vivo a ojo, ¿sabes? Que vivo como dentro de una tinaja. Ni en sus últimas horas dejó de bromear. Encomendaba su alma a los santos más raros del Santoral: San Rudesindo glorioso; San Zósimo; San Lesmes; San Procopio. La religiosa que le asistía, le aconsejaba: —¿Por qué no se encomienda a San José, que es abogado de la buena muerte? —Deje usté estar al pobre San José; que estará lleno de quihacer; que tendrá la mesa hasta así de expedientes. A mí, déjeme usté estos santicos sin clientela: ¡San Rufo! ¡San Homobono! ¡San Críspulo!... -----------------------------------------------De “el Cachi”, hortelano también, se recuerdan salidas felices. Una vez, regresaba de fiestas de Mallén en el mixto, e iba jugando al siete y medio con otros de su pueblo. Y el revisor: —Los billetes. Se los dan. —¿Me hace el favor del suyo?— dirigiéndose al Cachi. —Sabusté—se disculpa—; que no m’ha dáu tiempo a cogelo; que m’hi montáu en marcha. Y sigue jugando de banquero.
El revisor se aparta; escribe en su libreta; pasado un rato, se dirige de nuevo al sin billete: —Usté: a pagar el doble. Y el Cachi, repentino, con gesto de estupor: —¿Ha hecho usté siete y media, u qué? En ocasión de estar cazando sin licencia en la balsa de Murchante, le sorprendieron los civiles. Ver los tricornios y echar al agua la escopeta fue todo uno. Cuando los guardias le exigieron la entrega del arma, él, señalando el fondo de la balsa, les dice: —Ahí está; pero de ahí no saldrá mientras que no se le reviente la hiel39(1). Contaba que, cuando iba a la escuela, su madre le ponía de almuerzo una ración de morcilla. Siempre lo mismo. Hasta que una mañana protestó: —Todos los días me pone usté en el bozo morcilla de sangre. A lo que ella repuso: —Hijo mío: ya sabes que “la letra con sangre entra”. Cierto mediodía conversaban en corro, entre otros, el Cachi y el Fuches, que era muy tartamudo. El Fuciles quiso contar no sé qué de uno; pero luchaba con su memoria y con su lengua. ¿No os acordáis de aquel Don... Don... Don... Don... —¡Odo!; las doce; ¡a comer!—atajó el Cachi 39
(i) Sabido es que, en opinión del vulgo, los ahogados salen a flote cuando se les revienta la vejiga de la hiel.
oportunísimo, iniciando el desfile y dejando al Fuches con sus campanadas. Una noche jugaba al mus. Detrás de él, su padre (un ochentón sordo, de visera y patillas), cansado de mirar la partida, dormitaba plácidamente. —Mira a tu padre—le advirtió uno de los jugadores. El se vuelve, despierta al viejo de un manguitazo y le increpa: —¿Qué haces tú aqui a estas horas? ¡Hala al dibujo! (Aludía a la clase nocturna de dibujo que, en las escuelas de Castel-Ruiz, se daba a los chicos.)
Padre e hijo coincidieron otra vez en una merendola, donde los comensales la emprendían con 2 grandes sartenes de migas: las unas, blancas; las otras, coloradas de chorizo. El viejo (que había sido más liberal que Riego) abandona la sartén de las blancas y se mete a cucharetear en la rojiza. Su hijo lo ve y advierte: —Mirad mi padre; que se ha pasáu a los carlistas. -------------------------------------------------Otro tipo de gracia era el Lupia, suegro de Pelairea. Cuanto más viejo, más vivo y pronto tenía el ingenio. —¿Aun hay correa, eh, señor Lupia? —Sí; ahura acaba de caérseme la hebilla. En una noche de verano, el señor Lupia sube a acostarse, abandonando la tertulia callejera, en la que se han quedado sus
hijas festejando con sus galanes. Ya en el piso, se asoma a la calleja y les advierte: —No se os olvide de cerrarme el balcón cuando subáis; que esta noche pasada lo habéis dejáu de par en par y me se ha heláu la riñonera. —Bueno, padre. Se mete al cuarto. Y al rato, cuando ya todos lo creían dormido, sale al balcón de nuevo: —¿Qué sus paice; que soy el rallo?40 (1). El almacén de Balaguer era un local inmenso que ocupaba lo que hoy es fábrica de harinas; en donde entraban trenes, se daban bailes y hasta funciones de teatro. Una vez censuraba un catalán ante un corro de tudelanos la carencia de espíritu comercial que había notado en Tudela. —Aquí—decía—no hay decisión, ni vista para los negocios. Si yo cogiera 2000 pesetas y el almacén de Balaguer... —Pa blanquealo—le cortó Lupia oportunísimo. Solía repetir: —A mí me da igual vivir que morirme. —¿Por qué no se muere usté? —Por eso: porque me da lo mismo. En una madrugada crudísima, acompañaba en sus faenas a varios regadores. Uno de ellos, que iba hecho un adefesio con un levitón viejo, decía protestando: 40
(i) El botijo que se deja al sereno*
—Aquí querría yo ver a los señoritos; ¿pa qué no vienen a regar? Lupia le atajó: —No te quejes, mostillo. Ellos no vendrán... pero mandan la ropa. ------------------------------------------------El sombrerero Santolaria era un tudelano de cepa, siempre de buen humor. Aun me parece verle, bajete, barrigudo, con sus anteojos a lo Cánovas bajo la gorra y su perilla blanca. Antes de probar los sombreros a los clientes, se los probaba él para calcular la medida. Entraba un comprador: —Buenos días. —Felices. —Vengo a por un sombrero. —¿Para la cabeza?—preguntaba invariablemente. En cierta ocasión, el padre de un colegial muy cabezudo entró con éste a comprarle un sombrero. Ninguno había de su medida. Todos pequeños. Santolaria se hartaba de mostrar género y de destapar cajas. —Y gorras, ¿tiene usted?—le preguntó el padre, violento. Santolaria se lió a sacar gorras. Pero ninguna le encajaba. Las cajas de sombreros y de gorras atiborraban el mostrador. “Si a este mócete lo hicieran rey, no cabría en el duro”, pensaba Santolaria para su coleto. El padre, no queriéndose dar por vencido,
inquirió todavía: ¿Y no tiene usted boinas..., algo para cubrirle la cabeza?... Nuestro hombre apacentó su vista compasiva en la testa descomunal y exhaló esta estupenda exageración: —A este muete no le cubre la cabeza ¡ni una nevada! ------------------------------------------------A Doroto, que era estanquero, le venían robando de noche, con una sospechosa frecuencia. Hasta que, en una de ellas, se puso al acecho con un guardia civil. Como se barruntaba, el caco no tardó en aparecer; abrió la puerta con su ganzúa y, con las manos en la masa, lo capturaron. Cuando el guardia se lo llevaba a la cárcel, Doroto, desde la puerta, le gritó: —¿Con qué llave cierro: con la tuya o con la mía? Del mismo cuentan que, una tarde, cazando con otros, les ocurrió que se quedaron sin cartuchos en lo mejor de la jornada. —¿Qué hacemos ahora?—dice uno de ellos, rabioso de no poder cazar ya más conejos. —¡Como no les entremos a la bayoneta!...—le replicó Doroto. ----------------------------------------------El señor Ángel, dueño del Café Urbán, todo anteojos y barbas, parecía más serio que una tronada. Había instalado un cuadro, indicador de
los refrescos y dándole a una tuerca aparecían en las tablillas los helados del día: FRESA - LECHE - MANTECADO - LIMON Un cliente se encontró una mañana con que el aparato estaba descompuesto. Y se dirigió al dueño: —Señor Angel. —¿Qué pasa? —Que no sube la leche. —Tendrá alguna mosca el barquillo. Pasando ante el café un entierro: —¿Quién es el muerto?—le preguntó un cliente. —El que va en la caja. A su establecimiento acudía a diario el director de la Banda, un vizcaíno corpulento, que abusaba bastante al servirse el coñac. Todas las tardes, se colmaba la copa, se llenaba el platillo y, no contento con esto, había iniciado la costumbre de echarse una buena chorrotada al vaso del café. Hasta que un día el señor Angel se colocó frente a él, para ver de coaccionarlo con su presencia. De nada le valió. El de la batuta se sobró la copa, inundó el platillo y, cuando acabó de echarse su “ruciadica” de licor al vaso, nuestro hombre se le acerca y le propone: —¿Por qué no se echa usté ya unas góticas al pañuelo? ----------------------------------------------Esparza, el cantarero, cobró fama por lo chisme y bromista que lo hizo Dios.
Aparejaba bromas tremendas. Un día, estando de caza, como uno de sus compañeros se durmió, le untó de chucha humana los bigotes y, al despertar el pobre hombre, todo era hacer visajes de asco y guiñar las narices: —Pa mí que alguno de nosotros ha pisáu en blando—decía. —Pues yo no huelo nada—iban diciendo los demás. Y todos (también Esparza) olisqueaban y venteaban como sabuesos. Estando de obras en su casa, aprovechó la siesta de los dos albañiles para mascararles con hollín el rostro (excepto la nariz, que pueden vérsela). Hecho lo cual, despertó a uno y le dijo: —Mira cómo he puesto a ése: no le digas nada, que nos reiremos de él. Cuando el segundo se despabiló, le hizo igual advertencia. Y él se apartó a gozar, viendo cómo cada uno de los dos no podía tener la risa que le causaba el otro, y cómo los que pasaban por la calle, se reían de ambos sin que ellos se diesen por enterados. A uno que pasaba miedos nocturnos y despertaba a media noche con pesadillas, tuvo la mala idea de pintarle con fósforo en la pared de su alcoba una estantigua o fantasma horripilante. Una tarde entró al huerto de una vecina suya y le pintó con minio todos los pimientos, para que la mujer se hiciese
cruces al verlos, ya maduros, de un día para otro. Se cuenta de él que puso enfermo a un hortelano, que era algo tolondorro. Cuando marchaba al campo, de mañana, lo llamó: —Pero, del modo en que te encuentras y ¿aun vas a trabajar? —¿Qué pasa, pues? —Pero, infeliz. ¿Tú te has miráu cómo llevas de hinchada la cabeza? El otro se la tocaba, Incrédulo. —Ven aquí a vértela. Y llevándole a su taller le puso ante los ojos un espejo convexo. El muy cuitado se tragó su desgracia; volvió a su domicilio y se metió en la cama, donde, al volver de misa, lo encontró su mujer lloriqueando sin consuelo. —¿Qué te ha pasáu? —¿No ves cómo vengo? ¿No tienes ojos en la cara?... Mira qué hinchada tengo la cabeza. —¿Tú hinchada la cabeza? ¡Ah, desgraciáu! ¡Qué bien se ha reído de ti el que haya sido! ------------------------------------------------De Alberto Remón cuentan y no acaban. Remón, coloradillo y regordete, era un humorista integral. Tenía una tienduca. —¿Qué, se despacha mucho?—le preguntaban. —Sí; ahora acabo de despachar a un pobre. Un sábado, después de dar limosna a un
mendigo, le hizo sentarse. Al cabo de media hora, el pobre se cansó: —Bueno; ¿pa qué me ice usté que me siente? —¿Sabe usté? Como lo he visto tan viejecico, m’ha paecido mejor que esperase usté a ver si viene otro compañero y, así, se van ustedes dos junticos. Sus amigos no se hacían a verlo tras del mostrador. —Te aburrirás mucho—le decían. Y él: —Que no; que me divierto solo; mira... Y con su propia mano se tocaba en un hombro, luego se golpeaba el otro, como si alguien, a sus espaldas, le llamase. Y así, llamándose y volviendo la cabeza atrás, a un lado y otro, decía que mataba muchos ratos. Cuando hace 40 años debutaron en Tudela las primeras señoritas toreras, su actuación resultó lamentable. En lo peor de su faena, Remón les despachó desde el tendido esta galantería: —Si no lo hacéis mejor... ¡ah, qué poquico vais a torear!... ¡Se os va a llenar de liendres la coleta! Comentaban un día sus contertulios de café los destrozos de los ratones y lo inútil que resultan contra ellos el veneno y los cepos. —En una noche me los quité yo todos— dijo él. —¿Con qué?
—Muy sencillo. Compré un queso de bola, lo partí en pedacicos, y los eché por la cocina. Salieron a la noche los ratones, se pusieron de queso como buitres y luego... no cabían por los agujeros. Cogí al día siguiente la escoba y ¡pin-pón, pin-pón!, éste quiero, éste no quiero, ¡allí murió Sansón con todos sus filisteos! Contando sucedidos, era muy exagerado y gracioso. —Cuando llegué a San Sebastián hacía un calorazo que se asaba el infierno. ¿Qué hice? Me fui a casa, me metí en la tinaja, y no sacaba la cabeza del agua más que pa preguntar a qué hora salía el primer tren. Relatando las peripecias de una excursión por Andalucía, ponderaba: —Donde más barato está todo es en Gibraltar. Me merqué allí un paraguas por 12 pesetas, que ¡tenía 15 duros de hierro! Como que no me sirve. Me da miedo sacarlo cuando truena, no me caiga alguna centella... Marchó a vivir a Barcelona y contaba: —Himos alquiláu un piso tremendo: cada habitación como pa un regimiento, y un comedor... ¡que si hubiá que comer!... Se quejaba como un baldado de lo mucho que le gastaban los hijos: —Cuando eran muetes mi mujer los ponía en fila; cogía la jicara del chocolate, metía el dedo, les daba a todos a la boca y ¡aviáus!, ¡a la escuela! Pero, ¡amigo!, ahura que calzan del 20 pa arriba... Te digo que si
tocara un mes de 32 días... ¡m’habian amoláu! ------------------------------------------------Se podrían llenar 3 capítulos como éste con las salidas, ocurrencias y chistes do mis paisanos. Cerraré esta pequeña relación con la respuesta que, el año 1931 y en plena fiebre anticlerical, dio don Lorenzo Casado, un cura viejo, célebre en mi ciudad por sus humoradas y agudezas. Don Lorenzo llegó una mañana a la sacristía de la Catedral con una barba tan crecida y lozana, que le dijeron, bromeando, sus compañeros: —Vamos; ya podías haberte rasurado. A lo que él replicó: —¿Yo rasurarme? ¡Quiá! ¿No dicen por ahí que quieren comer carne de cura? Pues, la mía, ¡que la coman con pelo!
12-GALERIA PANTAGRUELICA
Los navarros, por razón de su estirpe, gozaron fama a lo largo de la historia de un apetito y un poder digestivo fabulosos, y hoy en día, subsisten ejemplares aldeanos que se esfuerzan por demostrar su parentesco con el voraz y mitológico Tragantúa. Estrabón dice de los montañeses que hacían sus comidas en torno a una gran mesa, dispuesta en forma semicircular. Los viejos, los magistrados y los guerreros más insignes ocupaban los sitios de honor. Se empleaban muchachas en el servicio; y sobre un estrado, músicos y cantores amenizaban el festín, que terminaba con improvisaciones de los bardos y con alegres danzas. Según Chao, a los navarros de la Edad Media se les dió el sobrenombre de “grandes
comilones”. Tras de un copioso desayuno, volvían a almorzar a las 11 para obedecer a lo que divertidamente llamaban en lengua romance la ley del Reyno. Comían a la una con el mismo apetito que si no hubieran tomado nada durante la mañaña; y a las 5 se sentaban nuevamente a la mesa para luego cenar a las 10, comiendo, como el hombre de Horacio, para beber otro tanto. Si escudriñáis la historia de nuestros reyes medievales os asombrará ver que Sancho Abarca “perseveraba 10 días enteros en voto de privarse de todo alimento hasta lograr alguna gran victoria sobre los moros, para después devorar a la punta del asador un cordero tostado, bebiendo sin respirar un cántaro (un decalitro) de recio vino de Tudela”. Yanguas y Miranda refiere que en una fiesta que dio en Olite el Príncipe de Viana, el año 1443, se consumieron entre otras viandas: 16 carneros, 11 cabritos, 10 lechones, 2 terneras, 120 gallinas, 3 pemiles, 15 libras de tocino gordo, 8 de almendras, 6 conejos y 10 gazapos. Lo que se dice una granja pecuaria. El Fuero General contiene una disposición por la que se prohíben los banquetes en el Camposanto con ocasión de enterramientos. Este resabio de paganía desapareció; pero quedó el recuerdo. Todavía, en los pueblos de la montaña la familia del muerto brinda un banquete a los parientes y allegados que
concurren al funeral, cuando aún flota en la casa el humo de las velas funerarias41 (1). De glotones contemporáneos se podría escribir un volumen. Conozco a un anfitrión de pueblo, venerable, que entre año sólo come habas y tocino, pero que en fiestas se desquita. He aquí la minuta de uno de sus yantares, cuya nota me ha dado quien tomó parte en la batalla: l.°) Entremeses variados. 2.°) Lechuga, escarola y pepino. 3.°) Sopa de hierbas. 4.°) Sopa de ajo. 5.°) Sopa de cocido. 6.°) Alubias verdes. 7.°) Alubias royas. 8.°) Alubias pochas. 9.°) Acelga. 10.°) Achicoria. 11.°) Borraja. 12.n) Chuletas con tomate. 13.°) Costillas con tomate. 14.°) Filetes albardados. 15.°) Congrio. 16.°) Langosta. 17.°) Salmón. 18.°) Merluza. 19.°) Pollo. (i) Nótese que las citas que expongo refiérense a banquetes y que si saco a relucir casos contemporáneos es porque su misma excepcionalidad y rareza les hacen encajar dentro del título de mi libro. Característica de nuestra tierra ha sido y es la sobriedad; aquella sobriedad foral ya mencionada que reducía la ración de nuestros campesinos a pan, sopas y una cebolla. 41
20.°) Cordero. 21.°) Perdiz. 22.°) Tarta. 23.°) Frutas. 24.°) Melocotón en vino. Café, copas, habanos y sidra achampanada. Es de advertir que el anfitrión se comió 2 perdices y repetía de todos los platos42 (1). Pamplona ha dado a la gastronomía insignes ejemplares de Tragantúas. He oído contar de un “Medicaz” que llegó a deglutir trozos de plato, suelas de zapato y... (no quiero decirlo por si puede producir repugnancia). Zaia es otro de quien se cuentan casos estupendos. Y Atondo, que era muy gordo y muy piadoso. El cual, en un banquete de elecciones donde se daban vivas enérgicos a Nocedal y al integrismo, empuñando una tremenda garra de carnero, lanzó el grito de ¡VIVA EL MARTIRIO!, que resultó fuera de ambiente. Hará cosa de 15 años ocurrió en Sanfermines un caso tan extraordinario como trágico: el de un toro que, después de muerto y descuartizado, ocasionó la muerte 42
(i) ¡Qué relativo es todo en este mundo! Si leéis el “Don Jaime” de Francisco Melgar, veréis que una comida de mandarines en China se compone a veces de 6oo platos. ¡Seiscientos!, en los que entran 40 y 50 manjares diferentes- El yantar empieza al mediodía y termina a las 7 de la tarde. El príncipe carlista que refiere esto, fueinvitado por el mandarín de Liao-Yang a una cena compuesta de 120 platos distintos que duró de 4 a 8 de la tarde y en la que consumieron las más variadas viandas- Desde nidos de golondrinas a gusanos de mar, pasando por los huevos podridos y las alas de tiburón. Los chinos siguen siendo en culinaria y en glotonería loa maestros del mundo- Como lo son en otras muchas cosas.
de 3 hombres que se atracaron de su carne. “Caramozorro”, el Botero y Paniagua se llamaban las víctimas. En el mismo Pamplona vivía no hace mucho un pelotari que debía de tener en la mesa tanto saque como en el frontón. De él cuentan que se atrevió con una tortilla de 12 huevos hecha a base de paja. Y que en cierta ocasión, hablando sus amigos de comidas y platos, le propuso uno de ellos: —¿Ya te comerías tú un arcipreste? —¡Si está bien guisáu!...- contestó, suponiendo se trataba de cosa comestible. Mi respeto al lector me impide hablar de un par de Sociedades que funcionaron en Pamplona y cuyo objeto parecía ser castigar los estómagos de sus socios hasta hacerlos inasequibles a la basca. Por la Ribera no se prodigan los “gounnands” como por la montaña; pero se dan casos terribles. Todavía se habla de un militar ribero que llenó los finales del siglo pasado con su voracidad. 48 huevos fritos se comió un día en la Borda Blanca pamplonesa. Otra vez hizo más y fue zamparse 51 huevos crudos y 3 chorizos de la Rioja sin beber nada. Falleció de un hartazgo de pimientos rellenos. A un tío mío, que luchó al lado de los carlistas en 1873, le oí contar de un voluntario de Tudela. Le ocurría lo que a Sancho Abarca. A menudo se pasaba 3 días sin comer. Pero, ¡ay!, al cuarto era capaz de
apechugar con el buey más robusto de la Barranca. Un día se embuchó de una asentada 24 libras de pan, una docena de guindillas y media pinta de aguardiente. Si el médico no acude a tiempo de salvarlo, la “diña” como Celipón, o como el Feliciano de Tudela, que se murió de un atracón de alubias. La mayoría de estas desgracias tienen su origen en apuestas. Apuestas lo más difíciles y extravagantes que se pueda ocurrir. El tío Patagorda, un roncalés bastante bruto, hizo la de comerse un almud de habas antes que su pollino. Y le ganó. Deglutía los caracoles como “el Royo del Rabal” zaragozano: con casca y todo, lo que acabó causándole la muerte. Un tal Garde de Mélida jugó más de una vez, después de sus banquetes, a fumarse 5 puros a un tiempo. ¿Cómo se las arreglaba? Se metía 3 de ellos en la boca y los restantes 2 en los caños de la nariz. Los que le han visto echando lumbre y humo por 5 sitios, dicen que parecía un zetzenzusco. Ramón el de la Corra, tudelano de chispa, ganó la apuesta laminera y extravagante de comerse 12 jicaras de chocolate “untando con cascos de chocolate crudo”. En cambio, M. E. de Izco perdió la de beberse en 5 minutos 5 botellas de cerveza teniendo un grillo vivo dentro de la boca. “No pudo terminar—me decía un testigo— porque se le apoderó la espuma”.
Aún se recuerda en el Baztán la hazaña de un nombrado “tripazay” que, echándose a beber a morro de una cuba de vino, la rebajó 3 dedos. También he oído hablar (aunque ello no me conste) de un borrachinga a quien el portalero le exigió el pago de consumos por un garrafón de medio decalitro que llevaba. —Por la mía va que paso el vino sin pagarlo—retó al consumero. Este tomó sus precauciones, suponiendo que el otro recurriese a la fuerza. ¡Sí, la fuerza! Lo que hizo fue amorrarse el garrafón, trasegar a su estómago los 5 litros del vinazo y pasar ante los bigotes, erizados de espanto, del agente, diciéndole mientras se golpeaba la barriga, palpitante y ruidosa como un odre a medio llenar: —¡Lo ves cómo los paso! En Tudela he conocido algunos tipos singulares de la especie pantagruélica: Benito el Bardenero, que comió en chilindrón un galgo “que se le puso tristecico”. Miranda, que engullía ratones vivos; y un Moracho, del que se cuentan cosas inauditas. Bebiendo agua, aguanta el chorro de una regadera, lo que da idea de lo holgura de su gaznate. Cierta vez se encajó entre pecho y espalda todos los tomates que cupieron en el mármol de un velador. Tiene la boca tan enorme y elástica que se mete melocotones de la Mejana enteros. Una tarde de merendola en una corraliza, después de atiborrarse de alimento en
forma que espantó a los circunstantes, propuso: “Ahura me como lo que me digáis.” Y devoró 2 panochas de maíz que pendían del techo. Y aún añadió: “Atarme una soga al cuello, echarme a un alfalfar y me como toda la alfalfa que alcance.” Cuanto llevo hasta aquí consignado, fruto es de referencias—la mayoría fidedignas— que me han sido facilitadas por muy varios testigos. Sin embargo, hay un caso que conozco directamente por haberme más de una vez entrevistado con el protagonista, del que quiero ofrecer una estampa que complete esta galería. Se trata de “Mil Duros”. Mil Duros es el apodo tudelano del sereno de mi barriada en los años de la República. Gran tipo de árabe. Corpulento y ventrudo cual tinajón manchego, y con un rostro de color oliveño mate, que se dijera el de un Sultán. A él pudiera aplicarse lo que Gracián escribe en “El Discreto”: “Ponen otros su felicidad en su vientre: sólo toman de la vida el comer, que es lo más vil”. Mil Duros discrepa en esto del genial jesuíta y mira el mundo y los sucesos bajo su aspecto comestible. ¿Cantan los gallos? Y él comenta: —Miá tú que ese ronquillo... en pepitoria, ¿eh? Y la boca se le hace aguas de pura gula. Una noche se quemó una pajera, grande
como una casa. Todo Tudela salió a las eras a ver el fuego. Doce mil pesetas de daños. Mil Duros se hizo esta reflexión ante el siniestro: —¡Qué rescoldo más rico pa asar patatas! Y cuando el público se retiró, introdujo en las brasas 40 patatones y se los zampó a solas sobre la toque del puente de hierro. Para este hombre, la vida es un rosario de hartazones y un calendario de ventregadas. ¡Da gloria ver el gozo epicúreo con que recuerda sus comilonas! Ha comido de todo; porque, como él demuestra: —Todo lo que anda es bueno de comer. Ha comido animaluchos, pajarracos y bestias: lagarto, perro, mochuelo, picaraza, culebra... Capaz sería de comer ruejos... si fueran blandos. Más de una noche le vi haciendo su vela con una lechuza muerta entre los dedos. —¿Ya es bueno de comer ese avechucho? —Mejor que el mochuelo. Dice que da una grasa “mucho rica”. Yo le tiraba de la lengua: —¿Es verdad que comiste una vez macho? —Sí: uno que se desgració en la Azucarera. —¡Marrano! ¿Y no te dió asco? Me miró con un gesto indulgente: —¿Asco? ¡Menudos magrones tenía el tío en l’anca! Y me guiñaba el ojo como si regustara aún el zancarrón de la caballería.
Mil Duros está deseando que pase algo gordo en Tudela: un crimen, un motín, una quema, en los que él haya intervenido, para poder ir a Pamplona como testigo sumarial y, de paso, propinarse un “alitargón” en Casa Marceliano a costillas del Ayuntamiento. —Y eso que ahura—dice torciéndose la boca abierta con el dedo—tengo gibada la herramienta. Lo interesante es oirle relatar sus banquetes. Descrita por su boca, una comida es un combate desigual y feroz contra el alimento. De ahí que él las presente en forma de reyerta, de batalla: —La emprendí con las pochas... ¡Ah! ¡Qué paso llevaron las 2 fuentes!... Les eché el diente a las perdices, ¡probecicas!..., cuatro cayeron en un relámpago. Sacaron unos pollos doradicos, tiernicos... ¡les casqué una paliza! Ahura; pa tocatón el que le di al ternasco. Cogí 2 garras por mi cuenta y risriás, con 5 serruchazos me las dejé en los güesos... Pa postre, bizcochada; ¡qué rica estaba la porretera! Me pegué un tripotazo que me llegaba la bizcochada al garganchón. Y eso que había almorzáu, hacía poco, patorrillo con sangrecilla y menudencias. ¡Ay, San tana, qué alitargón cogí! Te paicerá mentira, pero ya consentí que la entregaba... Nos fuimos al frontón, ¿y has visto tú poder parar sentáu? Me entró un sudol, una sofoquina... ¿Cómo desahugo yo
esto? Y me fui al excusáu y me puse a dal blincos. Pa ver si hacía güeco, ¿entiendes?; no me pasara como al Feliciano, que de un empapuzón de alubias se fué a los arcipreses. ¿Qué sabe nadie lo que yo pasé? Pero el final de este relato es épico: “Estuve ichando fiemo 4 días. Con lo que yo iché de mi cuerpo había pa femar 3 filas de alcachofas.”
13-VIANA Y SUS AQUELARRES. EL BRUJO DE BARGOTA
Viana es una de las ciudades de Navarra más sugestivas para el observador. Galdós, gran viajero e insigne catador de paisajes, confesaba que estaba enamorado de 2 pueblos, “los más vetustos y sepulcrales que he visto en mis correrías por España. El uno es Madrigal de las Altas Torres. El otro, Viana de Navarra”. A Valle Inclán le entusiasmaba. A Zuloaga le encanta, y Gustavo de Maeztu ha impreso, al aguafuerte, el aspecto ceñudo y sepulcral de este pueblo frontero de altas torres y murallas antiguas43 (1). 43
(1) Victoriano Juaristi describe a Viana en acertada estampa: “La tierra que a Navarra separa de Castilla tiene ya la austera sequedad del pardo sayal- Sobre el llano irregular, roto acá y allá por jorobas peladas, se levantan aún torres y muros
Todavía se enseña al viajero el pequeño barranco donde, en marzo de 1507, en una escaramuza nocturna en la que César Borgia se adelantó al galope hacia la gente del Conde de Lerín, 3 soldados beaumonteses lo acorralaron y le dieron muerte, sin saber que mataban al que quiso ser César de su siglo. Todavía se señala el lugar donde quedó desnudo, atravesado de lanzadas, como un San Sebastián pagano; desnudo, bello y pálido, como una estatua en mármol de Donatello. Pero Viana no sólo es famosa por ser cillero de la historia del Reino, sino por el renombre de sus aquelarres. A 6 kilómetros del pueblo, junto a una balsa, está el célebre campo de las brujas, que tanto suena en los procesos inquisitoriales de los siglos XVI y XVII. El campo, rodeado de jarales, chaparros y tamarices, formaba como un vasto anfiteatro, cuya entrada debía de ser difícil y laberíntica. En Viana dicen que el sol no alumbra aquel lugar resquebrajados o rendidos. La silueta es la de un pueblo español en las postrimerías del feudalismo. Aún se entra en Viana bajo un portón o arco; pero, muros adentro, la vida nueva ha trazado buenas calles... Abundan aún las fachadas renacentistas y barrocas y no se han perdido algunos interesantes vestigios de la Edad Media. Canecillos bien labrados, clavos y aldabones de artística forja y blasones tallados hay en todas las calles; en cualquiera de ellas puede hacerse un film de capa y espada; puede cantarse una trova* Y se canta* Rostros tostados, brazos desnudos; mujeres hechas para la maternidad, deshechas por ella: chiquillos bulliciosos, entre los que pasan las yuntas de muías* En el suelo, canastos de pimientos; en el aire, interjecciones. ¡Ay, estas interjecciones de la Ribera como pedradas, como trallazos, como carcajadas!”
funesto, y es cierto que todavía permanece inculto y estéril, pues “en su suelo color azufre pálido apenas brota alguna que otra maloliente planta de estepa”44 (2). Los aquelarres de Viana no difieren mucho de los de Zugarramurdi y Laburdi. Las brujas acudían por los aires; la una, a lomos de un chivo; otras, cabalgando en escobas; otras, sobre sierpes aladas, murciélagos y buhos gigantes, esqueletos de bestias y demás fantásticos medios de locomoción. Poco después de las 11 de la noche, llegaban los dulzaineros y tamborileros (aun hoy son famosos los dulzaineros de Viana), seguidos de una turba de chiquillos que conducían, atado de una pata, el gallo. A este gallo lo colocaban en lo alto de un tamariz, para que anunciase la aurora. Media hora después, un trueno muy gordo precedía a la aparición del diablo. En la ceremonia ritual de la adoración y del beso, los brujos de Viana lucían sus habilidades acrobáticas, dando ágiles volteretas ante El. En determinadas festividades celebraban Misas Negras; y, al ofertorio, presentaban al Diablo criaturas recién asesinadas, cuyos cadáveres devoraban los brujos en comunal banquete. Al cantar el gallo del tamariz por vez primera, los reunidos, formando corro ante el Macho cabrío, bailaban cada vez más frenéticamente hasta rendirse. Al 44
(2) Agapito Martínez de Alegría. “El brujo de Bargota" (1929)’
segundo quiquiriquí, se despedían del Demonio, besándole en el sitio donde la rabadilla pierde su casto nombre. El homenajeado les incitaba a que hiciesen maldades y judiadas, adoptando figuras de perros, gatos, lobos, zorros y aves de rapiña, para lo cual les bastaría untarse el cuerpo con orines de “zarrapo”. He visto un grabado de la época que representa el Aquelarre vianés. Allí se ve al diablo y a las brujas revolviendo sus pócimas en unas ollas descomunales, mientras que los volatineros hacen cabriolas donairosas y voltetas de honor ante el Trono del Diablo. Al lado izquierdo del dibujo, aparece la procer figura de un brujo aristocrático, que identifican con la de Juan de Bargota y que asoma, por fuera de su capa, una mano de siete dedos, con las yemas abultadas y esféricas. La bruja más famosa de Viana era una vieja, coetánea del de Bargota, a la que llamaban La Ciega. Esta redomada hechicera fue quemada por la Inquisición en castigo del crimen que cometió con el anciano Conde de Aguilar. Al cual, tratando de devolverle la juventud y los arrestos por medio de sus artes de magia, le administró un narcótico y, después de picar el cadáver en menudos trozos, púsolos a cocer en un caldero donde había mezclado esta sarta de extraños ingredientes: grasa de gardacho, sangre de murciélago, lenguas de víbora, sesos
de codorniz, soga de ahorcado, espinas de erizo, pies de tejón y un enemiguillo”. Se pasó varias horas revolviendo la extraña mixtura con un hueso de lobo; lanzó ensalmos, conjuros; invocó fórmulas cabalísticas y abracadabras...; pero el infeliz viejo se empeñó en no reencarnar. La Ciega pagó su crimen con la vida, y en el proceso que contra ella instruyó el Santo Oficio logroñés resultó complicado su amigo y camarada de brujería, el castizo y paradoxal Johan de Bargota. Johan de Bargota (Bargota es una aldea próxima a Viana) es el brujo más célebre de Navarra. Lo cita Moratín y, modernamente, el sacerdote Agapito Martínez Alegría ha publicado un sugestivo opúsculo, donde refiere muchas de sus hazañas y transmutaciones. Nuestro héroe vivió a caballo en los 2 siglos clásicos de la brujería: en las postrimerías del XVI y a los comienzos del XVII, que es el siglo del proceso de Zugarramurdi. Lejos de ser un rústico, un ignaro, era todo un intelectual y un tipo formidable. Más que brujo, era un nigromántico que, estando en Salamanca, haciendo estudios para clérigo, aprendió, en la célebre cueva de la ciudad del Tormes, las artes ocultas que tanta fama dieron al Marqués de Villena, su maestro y amigo. Las llamadas artes ocultas reducíanse entonces a lo que hoy llamaríamos prestidigitación e
ilusionismo y a los cien medios adivinatorios, desde la astrología judiciaria a la “onuxomanteia”, que así llamaban a la ciencia de precedir por medio de las uñas manchadas de aceite. Johan, en realidad, no era otra cosa que un hábil prestidigitador, a la vez que un guasón redomado, que explotaba la candidez de sus contemporáneos y vecinos. Decían éstos que tenía una capa que le hacía invisible; que conjuraba y atraía las nieblas de la Peña de Codés y del valle del Ebro para volar envuelto en ellas; que, de esta forma, se trasladó a Madrid y apareció en los cielos sobre la Plaza donde se celebraba la corrida por las bodas de Felipe III (1599) y que, merced a estos periplos taumatúrgicos, asistió a todas las campañas de Fernando el Católico en Italia y a algunas de las guerras de Carlos V. Don Leandro Fernández de Moratín, después de desvirtuar esta última fantasía, demostrando que Juan había muerto para cuando ocurrieron las citadas guerras, recoge la leyenda según la cual, el de Bargota, enterado del peligro de muerte que amenazaba al Papa Julio II, pidió a su diablo que le llevase a Roma, donde pudo prevenir al Pontífice de la conjura tramada contra él. Menéndez Pelayo, aludiendo a los viajes fantásticos del beneficiado ribereño, dice que el Papa a quien previno era Alejandro VI y que, en otra de sus excursiones aéreas,
presenció la batalla de Pavía. Dejando aparte estas y otras leyendas, lo que parece acreditado es que Juan era un regocijante mixtificador, maestro en cien trucos de magia, con los cuales pasmaba a sus paisanos haciéndose pasar por hechicero. Acudía, verbigracia, a la misa del alba, jadeante, con aire de cansancio, las botas embarradas hasta el tobillo. Al pasar por el atrio, refunfuñaba para que le oyesen: —¡Cómo está de barro el prado de Cantabria!45 (1). Un día de mitades de agosto, en que el sol derretía las piedras, entró a la iglesia embozado hasta el entrecejo, con el sombrero y el capotón llenos de nieve. —¡Qué frío hace en los Montes de Oca!— dijo mientras se sacudía los copazos helados... Con estas artimañas, corrió por toda la ribera la fama de que asistía a los aquelarres, hasta que lo acusaron de brujería denunciándolo al Santo Oficio logroñés. Cuando, una noche, se presentaron los alguaciles de la Inquisición a detenerlo, Juan, después de muchas excusas y requilorios, les pidió que le permitieran 45
(i) El “prado de Cantabria» famoso por sus aquelarres, estaba cerca de Logroño. Por eso, el Viejo cantar castellano: En los campos de Logroño, siempre anda suelto el demoño, que Correas explica, por ser la Rioja “tierra fatigada de granizo y piedra, y echar la culpa a los brujos que allí se castigan’’-
cambiarse las calcetas, pues las tenía llenas de agujeros. La vieja que le servía de ama se puso a descalzarlo. Imposible. Las condenadas medias parecían pegadas a las pantorrillas. Entonces, uno de los corchetes escupióse las palmas, se arrodilló, agarróse a una pierna del clérigo y la emprendió a tirones tan sañudos que, en uno de ellos, él y la vieja se quedaron con la pierna en las manos. Juan empezó a sangrar a chorros y a lanzar alaridos y a pedir lienzos con que vendarse. Los corchetes huyeron de la casa, temerosos del cruento estropicio que acababan de cometer; pero ¡cual no sería su pasmo! cuando, a la amanecida, advierten que la pierna (que el del tirón llevó consigo en su atolondramiento) era mi madero rodeado de vendas y calzas. Añagazas como éstas las urdía y ejecutaba con una habilidad y una presteza maravillosas. Una noche de fiestas de Pamplona, se alojó en el mesón de la Urraca; y, por estar lleno de huéspedes, lo aposentó la dueña en una habitación donde dormían el Abad de Otiñano y un mozalbete sobrino suyo.. Al buen Abad le hizo maldita gracia el tener que pasar la noche junto al famoso y tan temido brujo. Y, a la verdad, que sus recelos no carecían de fundamento. A poco de entrar Johan en la alcoba y encender el candil, previno a los que estaban acostados: —No se asusten vuesas mercedes de lo
que van a ver, pues es el caso que yo acostumbro a dormir sin cabeza. Como lo anunció, lo hizo. Muy despaciudo, se cogió la cabeza entre las manos, se lió a darle vueltas en ademán de desatornillársela y, una vez desprendida del cuello, la colocó sobre la mesa donde estaba el candil. Cura y sobrino botaron a la vez del camastro. —¡Socorro! ¡Favor! ¡El brujo!... Medio mesón se despertó a la grita. Y cuando huéspedes y criados penetraron con luces en la estancia embrujada, diputaron de locos al Abad y al sobrino. ¿Qué cabeza quitada ni qué ocho cuartos? Juan roncaba apaciblemente, con su testa de carne y hueso sobre los hombros. El suceso, al igual que los 4 precedentes, es rigurosamente histórico. ¿Cómo pudo el de Bargota hacer lo que hizo? El lector se lo explicará cuando le diga que, a la muerte del brujo, se hallaron en su casa, entre otras engañiflas, 2 cabezas de goma iguales a la suya natural. Se le atribuyen otras muchas hazañas; algunas de ellas hijas de la fecunda fantasía, otras reales y que tienen su explicación. Cuentan que un día, yendo de camino, se cruzó con un arriero soez, y tanto y tan de recio disputaron, que Juan, furioso, se vengó de su contradictor colgándole toda la recua que conducía del chapitel de la torre
de Viana. En la misma ciudad, le estropeó el negocio a un ambelero que exponía sus orzas y pucheros bajo la barandilla de Santa María. Los curas, al salir de un funeral, le instaron a que hiciese algún prodigio de los suyos. El, en ocasión de atravesar la plazoleta unos olivareros con sus varas, se abrió el manteo y echó a volar una docena de perdices. Estas, atolondradas, fueron a refugiarse entre las ollas del ambelero; y los mozos, en su afán de cogerlas, no dejaron cacharro sano. Cuando la calma se restableció, apareció dentro de una de las tinajas “una perdicica de papel, muy bien pintada y rellena de guano, que pesaba como una paja”. Tales habilidades, propaladas como milagros, y sus falacias de simulador contribuyeron a que el vulgo lo mirase como a hechicero y a que le denunciaran como tal al Santo Oficio. La Inquisición lo condenó; abjuró de sus extravíos y terminó sus días como un santo. En su desván, y a más de las cabezas de goma ya mencionadas, apareció un copioso arsenal de hechicería: tratados de ciencias mágicas, desde la Astrología a la Nigromancia, pasando por la cartomancia y la pyromancia y, junto a estos librotes, una porción de cachivaches que utilizaba para sus travesuras: 4 cuernos, redomas y tarros de ungüentos y pinturas; cristales y espejuelos, una bolsa con avellanas llenas
de azogue tapadas hábilmente con cera (¿qué de diabluras no habría hecho con ellas?), una cola de caballo, un sudario de muerto, etc. Todavía las gentes de Bargota enseñan al turista la morada que habitó el brujo y que, según conseja popular, fue construida en una noche, como el puente de Mérida. Es una casa baja y renegrida, con un arco tapiado y unas ventanas de sabor gótico. Antaño la adornaba un escudo, en el que aparecían esculpidas una pájara y 12 pajarillas, que la gente relacionaba con el prodigio de las perdices. Hace años que los dueños del inmueble quitaron el blasón, para eludir los interrogatorios a que les sometían los viajeros. Aun hoy día, la casa es mirada con aversión y espanto; y no hace mucho que anunciaron su venta en cinco mil pesetas, sin que se presentara comprador. No falta en el lugar quien asegure haber oído salir de ella, a las noches, ayes y gritos lastimosos. En los aullidos de los gatos en celo imaginan las voces ululantes de las almas del brujo y de la bruja que le perdió. El fantasma de Johan el clérigo discurre aún por las callejas de su villa natal, con su sombrero de amplias alas y su capa talar, ideando falacias y bromas con que aterrorizar a los vecinos y dejando asomar, para que al verla se santigüen las beatas, una mano de siete dedos con las yemas de
bulto, como las manecillas de los sapos.
14-HUMOR MACABRO
Me han dicho que, en Corella, abre la procesión de Viernes Santo un esqueleto humano, de cuyo costillar suelen colgar racimos de uvas. No he podido saber el porqué y el origen de esta extraña costumbre; pero, más de una vez he pensado, que en esa mezcla irreverente de lo báquico y lo macabro, en esas uvas que cascabelean sus mieles sobre los huesarrones amarillentos de la Parca, pudiera hallarse todo un símbolo del humorismo popular. Humorismo que sabe reír hasta en el umbral trágico de la Muerte, y cuya fórmula parece condensarse en esta comparanza que, en más de una ocasión, he oído de labios hortelanos: —Ese se morirá riéndose: como los caballos.
O en este tríplice aforismo, que también usa el pueblo y que resulta digno de Epicuro o de Ornar Kayyam: —Buen trago: buen zoquete y enseñarle los dientes a la Muerte. Por las tierras del Ebro, que principalmente conozco, no es infrecuente el caso de esos hombres humoristas que, una vez puestos a bien con Dios, hacen chanzas y chistes en el epílogo de su existencia. Sé de uno que, instantes antes de expirar, se incorporó en el lecho y exclamó, con una gran voz: —Tus... Y mus. Supusieron en un principio que deliraba. Era que no quería que dijesen que se había ido al otro mundo sin decir ni tus ni mus. Pelairea contaba de un viejo de Fitero que una tarde, en el portal de su vivienda, jugaba al tute mano a mano con una vecina. La atosigaba: —Vente en bastos... ¡Amos; corre: echa carta! —¡Josús, qué hombre! ¡No tiene poca prisa! —Y la tengo: q’hi avisáu a don Antón hace media hora y va a llegar de un momento a otro. —¿A don Antón el cura? —Sí; que va a darme el Viático. Se lo dieron, y aquella misma noche falleció. El mismo Pelairea hablaba de otro fiterano
al que, estando en las últimas, le fueron a decir: —De parte del notario, que a qué hora quiere usté que venga. —Dile que venga cuando quiera, que de aquí no m’hi de mover. En Tudela se cuenta del famoso Carlín. Su mujer era muy chiquita; y una vez, en una reunión numerosa, cuando todos se levantaron, le dijo: —Vamos: levántate. —Que ya estoy—contestó toda ingenua sin calar la ironía. Este Carlín hizo desternillarse de risa a cuantos asistieron a su muerte. No podía alentar, y cuando le llevaron el balón de oxígeno, tomándolo en los brazos, ordenaba: —Bailar, bailar, que me han traído la gaita. Al oír la campanilla de su Viático, haciendo con la diestra ademán de empuñar la corneta, lanzó el toque taurino: —¡Taratatí tatí!, ¡la puntilla pa Carlín! Tudelano también era Manuel Vicente, alias "Madero”. En sus últimas horas entraban familiares y amigos a hacerle la pregunta de rigor: —¿Me conoces, Manuel? —¿Y a mí, ya me conoces? A lo que contestó con gracia espléndida: —¿Qué sus paice, que estamos en Carnaval? El que no conociese a estas gentes, podría
ver en estas bromas “in artículo mortis” una mueca pagana. Nada de eso. Ellos saben morir como cristianos, aunque bromeen como hombres por aquello de “genio y figura, hasta la sepultura” y porque, en general, el español mira a la Muerte sin espanto, con esa especie de estoicismo católico, tan singular y nuestro, que siempre han admirado los extraños. Del mismo modo, esta familiaridad de nuestro genio con lo escatológico explica la tendencia de las gentes a la alusión o la historieta de ultratumba. He oído de una viuda de Falces, muy chisme y ocurrente, que les contaba a sus amigas las cartas que su esposo le dirigía desde el otro barrio. —Me escribe—les decía—que está rechinchoneáu de bien: que donde él vive sobra cada garbanzo como un puño. Dice que al tío Pocarropa le han dáu el garapito y está haciendo los primeros dineros. Que don Froilán, aquel viejo de barbas, está hecho un pelotari de primera. Ya se ha visto con todos los del pueblo. Ayer estuvo en la corrida con el marido de la Damianaza y ¿sabéis lo que le encargó? Que le digamos a su mujer que le mande lo que le falta de mortaja; que, por ahorrar, lo mortajó con media capa y ahora el pobrico de él no tiene ropa pa ir a confesarse46 (1). 46
(1) Antaño era costumbre que los hombres se pusiesen la capa cuando se confesaban por Pascua. El garapito (palabra que proviene de carapito: medida de vino como de un cántaro) es un impuesto municipal sobre el vino y
Yo he conocido a un procurador de mi pueblo que es otro aficionado al humorismo lúgubre. Durante muchos años, y al dar las 10 de la noche de Animas, le mandaba a un conocido suyo, muy miedoso, un pliego de aleluyas de ultratumba, con versos alusivos a la Muerte, y dibujos míos de calaveras, diablos y esqueletos, cuya graciosa fantasia recordaba los cuadros del Bosco o los retablos de la Danza Macabra. Nuestro curial, que es royo, gordo y comilón, suele contar que muchas noches, estando a solas en su lecho, ha recibido la visita de la Implacable. Se le aparece de improviso, el cuerpo inmóvil y haciendo muecas con la cabeza, castañeteando las quijadas con un macabro crepitar de cigüeña. —Buenas noches. —Felices. —¿Un trago? ¿Un cigarrico? Por complacerla le ofrece un trago de la bota. Ella bebe y se amansa. Cuando fuma le sale el humo por los ojos vacios. —¿Qué, mucho trabajo? —A por ti venía; pero, por hoy, te dejo. Me llegaré a ver a Fulano. Y, ya se sabe: al otro día, Fulano en las esquelas. Una noche se le presentó más furiosa y gestera que nunca. Nuestro hombre le alargó la petaca. No la perdía de vista ni un el aceite que los Ayuntamientos arriendan a un particular encargado de su cobranza y al que llaman por esto garapitero.
momento. Ella entonces apoyó su guadaña en un rincón y se puso a liar el tabaco. Lo mismo hizo él, pero, ¡ay Dios!, cuando bajó la vista para untar de saliva el papel... ¡¡riás!!, la Parca aprovechó el descuido para tirarle un guadañazo artero, rapidísimo, asesino. “Gracias que me di cuenta y me agaché corriendo. Si no ando listo, allí me amuela. La borlica del gorro de dormir me la quitó del tajo.” El mismo cuenta que se murió una vez; y describe sus sensaciones de difunto con tal riqueza de detalles, que se diría el relato de un resucitado. Afirma que, cuando uno se muere, sigue oyéndolo todo; y que él, yendo en la caja, escuchó las conversaciones de los que acompañaban su sepelio. “Lo que tiene que no puedes mover ni las cejas”. Entrados en materia de muertos, referiré al lector 3 sucesos históricos. Si en la guerra civil se han dado casos de enterrar un cadáver por otro y aparecer a los dos días en el pueblo el supuesto difunto, hace años (viven hoy los testigos) acaeció en Tudela un hecho más curioso todavía: el de un entierro en el que faltó el muerto, pues se llevó hasta el Camposanto el ataúd vacío. La cosa, que parece increíble, tiene su explicación. Era el cadáver de un hombre que murió en accidente, y al que hicieron la autopsia en el depósito que hay en el corralillo del Hospital, junto a la sacristía de
la Iglesia. Los carpinteros depositaron en la sacristía el ataúd cerrado y se fueron sin ver a nadie. A la hora del sepelio, creyeron todos que el cadáver estaría en la caja y cargaron con ella hasta el cementerio. Iban a darle tierra y a bajarla con sogas a la fosa, cuando Pitito el enterrador, extrañado del poco peso, la hizo abrir y... ¡vacía!47 (1). ¿Cómo no se apercibieron sus conductores? Muy sencillo. Algo notaron todos, pero cada cual por su parte creyó que el peso gravitaba sobre los otros 3. Uno de ellos ya dijo que él no se extrañó nada porque “¡como le habían hecho la autosia!’. ¡Lo menos se creía que la autopsia dejaba a los cadáveres en chasis! No tengo averiguado si celebraron segundo entierro. Lo probable es que, sin bajar del Camposanto el ataúd de marras, subieran al difunto en la famosa Caja del Mostillo. Con este apodo irreverente llamaban en Tudela a una caja con andas que se guardaba en el Hospital y en la que conducían los cadáveres de los accidentados y los sin familia. En materia de olvidos y confusiones al meter en las cajas a los difuntos, tuvo lugar, hará unos 15 años, en una fonda de Sangüesa un paso tragicómico, del que la prensa se ocupó y cuyo personaje principal 47
(i) Un guasón hubo allí que quitando importancia al sucedido, dijo aludiendo al muerto: “Habrá venido por el alcorce”.
era un viajante de Carcastillo. Resulta que a este hombre lo alojaron, sin él saberlo, en una habitación paredaña a la en que yacía un cadáver. Y sucedió que, apenas rayó el día, los de la agencia fúnebre confundieron el número del cuarto y, tomando por muerto al dormido, cargaron con sus huesos. Ya lo tenían sobre la caja cuando se despertó. El viajante que, medio en sueños, ve el ataúd, llega a dudar si habría muerto o tratarían de enterrarlo vivo y, zafándose de los que le agarraban, se arrojó como loco por el balcón, cayendo a una belena donde quedó maltrecho del trompazo. Por su parte los funerarios, al ver al muerto revivir, huyeron de la alcoba empavoridos, despertando con sus voces de susto toda la fonda. Caso parejo sucedió en Tafalla en el año del cólera, 1885. En Tafalla, hasta hace poco tiempo, los muertos eran llevados al cementerio en carro; y quien no lo tenía, lo alquilaba a otro para este menester. En el verano de aquel año fatídico, hubo día en que murieron cien vecinos, y el encargado de llevarlos era un botero gordo y dionisíaco, apodado “el Chulito”. El Chulito no debía de tener mucho escrúpulo de su ingrata misión y hacía su camino almorzando copiosamente sobre montones de cadáveres negros. Se había familiarizado de tal suerte con los difuntos, que se tendía a descansar entre ellos. Cierto día acertó a pasar ante el
depósito de cadáveres un forastero, en el preciso instante en que “el Chulito", rodeado de muertos, se incorporaba de su siesta desperezándose. El foraneo, aterrorizado, echó a correr como ánima que lleva el diablo, sin atender las voces del resucitado que, haciendo portavoz de sus manazas, le gritaba: —¡No te asustes; que soy Chulito! El cólera se cebó en Tafalla horrorosamente. En una sola casa murieron 11, y desapareció más de la quinta parte de la población. Al caer de la tarde, se encendían hogueras en las que se quemaba azufre. La rapidez con que morían los apestados dio lugar a esta escena patética. Era entonces enterrador un tal Máximo, quien, ayudado por su hijastro Agapito y algunos peones, pasaba el día abriendo zanjas sin enterarse de la vida y las muertes de la ciudad. “Una noche en que padre e hijastro vaciaban a la luz de la luna un carro de cadáveres, al tocar el de una mujer, vieron que era el de la suya y madre de Agapito, que ni sabían que hubiera estado enferma”. Tomo estos datos y los demás que atañen a Tafalla de las Memorias de Angel Morrás, publicadas por mi tocayo Azcona; y lamento que este capítulo, que era de humor macabro, acabe en serio. Aunque pienso que un caso tan singular como éste le va bien a un retablo de curiosidades, y le iría mejor a una copla de cante flamenco del
estilo de la de Juan Simรณn.
15-LA JOTA NAVARRA
La jota, como música, brotó del vientre hueco pero fecundo de la guitarra. Cuando en el siglo XVI el Arcipreste de Hita escribe aquellos versos admirables: “Allí sale gritando la guitarra morisca, de las voces aguda, e de los puntos arisca”, dijérase que anuncia el nacimiento de la jota. Porque la jota es como la guitarra que describe Joan Ruiz: gritadora, aguda, arisca. Y porque es árabe como ella. Waldo Frank, siguiendo la opinión de Ribera, corrobora el origen morisco de la jota. “La jota—escribe—es una copla con la música de la malagueña puesta al compás de 3 por 8. La canción clásica del Sur se
hizo romántica”. Afirma una leyenda que Aben-Jot, árabe valenciano, la transplantó a Calatayud. Lo que parece comprobado es que en los Sitios de Zaragoza cuajó musicalmente y adquirió resonancia nacional. Allí, entre el estallido de las granadas de Lefévre y de Lannes, se hizo con ese gesto heroico y ese tono farruco y viril que la distingue de las demás canciones regionales. De los Sitios pasó a Navarra. “Nos la trajeron—dice Campión —los voluntarios navarros que habían peleado a las órdenes de Palafox” y en nuestra tierra se aclimató, lloreciendo con peculiares caracteres, tanto en la música como en la letra48(1). Hablando de ella, dice el autor del “Genio de Navarra": “El ribereño canta y baila la jota... La limpidez de las noches facilita las rondas, los amoríos y las serenatas. Los mozos de temperamento aventurero cogen la manta, se embozan en ella, se echan a la faja un arma y salen a la calle a relinchar por las esquinas". Este ambiente, que parece una estampa de españolada, debió de existir hasta que las bombillas eléctricas ahuyentaron las rondas nocturnas y terminaron con las navajadas. Baroja define a la jota como “la brutalidad cuajada en canción". Yo diría que es la 48
(1) A pesar de lo que Campión dice, la jota, como canto y como baile, no se conoció en la Ribera hasta 1870 aproximadamente.
virilidad hecha canción; el cantar más macho, más fanfarrón y bravo que existe. Francisco Grandmontagne, que asistió en 1922 a las fiestas de San Fermín, la oyó en todos los tonos: “en tono de desafío, de amor desventurado, de pena, de gozo, por lo alto, por lo bajo, bravucona, piadosa, en quejido de cárcel, de alegre libertad, en todos los ritmos imaginables”. Le entusiasmó y emocionó, sobremanera, el tono lento, triste y profundo de la jota que se canta en la ribera del Ebro, inmediata a las tierras de Aragón. “Cantada esta jota por una moza navarra en un trigal salpicado de amapolas, con la hoz en la mano y en el cielo los ojos, la impresión es inolvidable y acaso más honda que aquella que nos producen los genios de la melodia”49 (1). Más todavía le gustó lo que tiene la jota de “coraje hecho reto musical, de desplante lírico de los jaquetones”. Anota ésta: Ya no hay quien a mí me tosa en Tudela ni en Alfaro; en llegando a la taberna 49
(x) En el mismo artículo» alaba Grandmontagne la aptitud musical de los navarros y dice, con palmaria exageración, que» “en Pamplona, todo el mundo lee música a primera vista”- La afición musical y orfeonística de la patria de Eslava y de Gayarre debe de proceder de muy antiguo, pues, en Arróniz, se halló un mosaico romano en conmemoración de TITO SERVIO SCRIBA, primer escritor dramático y director de orquesta de Pamplona- Nuestros reyes, v. gr-» Teobaldo I, el Príncipe de Viana y Francisco Febo» fueron muy dados a la música y a tocar la vihuela o la flauta.
todos me alargan el jarro. Y añade esta otra, ponderándola como “la bravata más estupenda que he oído en mi vida”: A mi corazón le dieron veinticinco puñaladas y se levantó diciendo: ¡ Aquí no ha pasado nada! Félix Urabayen, en “El Barrio Maldito”, confiesa haber sentido parecida impresión ante la jota ribereña que cantaron los de Peralta en la Plaza del Castillo. Comenta el ritmo lento, alargado y sollozante; la mezcla de dulzura y de fuerza, de lamento y de grito retador que hay en su melodía. Copia esta copla que, por lo visto, le gustó: No sólo son cazadores los que por el monte van; unos cazan codornices y otros... las hijas de Adán. Hasta hace pocos años, la jota lo era todo en la Ribera. En ella, halló refugio y expresión la lírica del pueblo. Por eso, toda el alma de la tierra llana, todo su hondo sentido agrario, hortelano y carretero, el amor, y la picardía, la burla y la bravata, siguen latiendo entre los 4 versos de la copla, como en las cuerdas de una guitarra bien templada: Cojo mi mula y mi carro
y voy por la carretera ; no hay venta en que no me pare, ni moza que no me quiera. Pero, orillas del Ebro, no sólo hay carreteros majetones que farruquean por las ventas y brindan sus amores a las mozas; el hortelano y el pastor se disputan el cariño de la mujer, entreverando la alabanza propia con el desprecio ajeno: No te cases con pastor, que huelen a pellejina; cásate con labrador, que huelen a rosa fina. Copla a la que parecen replicar los pastores con esta otra, gráfica y genial: No te cases con del campo, que llegan del campo tarde, con la alpargata arrastrando y la cara de vinagre. Y en la pugna ancestral entre el monte y el llano, entre lo agrario y lo pastoril ante el eterno femenino, vuelve a la carga el agricultor, empleando un argumento gastronómico: Si te casas con del campo, no te faltarán melones, pepinos y calabazas* alubias y pementones*
Sin embargo, unos y otros coinciden en una aspiración aristocrática y chocolatera para después de su casorio: ¡Cuándo querrá Dios del cielo y la Virgen soberana que nos traigan a los dos el chocolate a la cama! Como coinciden en el mismo ideal femenino. El ribero ve a la mujer bajo su aspecto eugénico. A él le gusta la moza fuerte, de tez tostada y flancos recios, apta para la misión maternal. Puesto a elegir entre modelos de pintura, prefiere las rollizas mujeres de Rubens a las espirituales de Boticelli o del Greco. De ahí esta copla ruda y francota: Aunque tu padre me de el macho y la mula blanca, no m’hí de casar con tú porque eres estrecha de ancas. En jotas amorosas, el repertorio popular ofrece muestras estupendas: ¿ De qué le sirve a tu madre cerrar la puerta el corral, si me de he llevar a su hija por la puerta prencipal ? Si tuviera cuatro mulas y la cebada pa echarles y tierras pa cultivar... ¡ ya me querrían tus padres!
O ésta, que es parecida: Si tendrías olivares como tienes fantasías, más de cuatro labradores a tu puerta llamarían. Cuando, hará cosa de 15 años, cundió entre las mujeres la moda del pelo corto, “a lo garlón”, los riberos no pasaban por ella: Esta noche no he dormido y hasta he tenido torzón porque he soñáu que llevabas los pelos a lo garzónLes molestaba que las de su igual imitasen en esto a las señoritas, que fueron las primeras en enseñar la nuca. Por eso, los mocicos de mi pueblo sacaron esta copla: ¿ Por qué te cortas el pelo y te das tanta pintura, si eres hija de hortelano y andas entre la verdura? En el terreno de los madrigales epigramáticos y de los epigramas sin circunloquios, la musa ribereña nos ofrece surtidos ejemplos: Cuando me pongo a alabar a la moza c mi cariño, la comparo con el cerdo... que no tiene desperdicioBuena moza si lo eres; pero tienes cinco faltas:
desdentada y orejuda, fea, legañosa y chataAún más clásica es ésta, donde el símil pecuario es empleado en toda su crudeza cerril: Tienes la cara de vaca y los ojos de ternera y... si en algo te hí faltáu, dispensa, patas de yegua. Las dos que siguen, no dejan de tener filosofía y gracia: Entre burras y mujeres pongo yo la comparanza; dices isó! y echan al trote; dices ¡arre!» y te se paranEntre la mujer y el campo me tienen aborrecido: la mujer me pare muetas (mocetas) y al campo lo coge el río. Como muestra de copla elegiaca, consignaré ésta, que cantan mucho y que encierra fuerte sentimiento: Cuando se murió, la puse un pañuelo por la cara, pa que la tierra no toque carica que yo besara. Las jotas bravuconas, que tanto abundan en el acervo popular, nos vuelven a la época de las rondas nocturnas; a los tiempos románticos del puñal y el trabuco, cuando las reyertas entre la mocina se prodigaban con excesiva facilidad. Las coplas de este
jaez tienen una reciura y una fuerza brutales: Ahora tiene la ocasión quien por valiente se tenga; va la ronda por la calle, no hay nadie que la detengaCuatro somos de cuadrilla y los cuatro con abarcas y no les tenemos miedo a esos de las alpargatas. Entre mi hermanico y yo y otro que le dicen Sola nos atrevemos con cinco, aunque vengan con pistola. A las que pudiera añadirse ésta de indomabilidad femenina, que una moza barbiana de Miranda de Arga cantaba cuando a las “carcas” les cortaban el pelo: Carlista tengo de ser aunque me corten el moño; por uno de 5 duros (billete de Banco) hay pelucas en Logroño. Pero donde la valentía y la majeza llegan al límite, es en estas bravatas de desafío: ¿ Pa qué quieres perdigón y trabuco naranjero, si no tienes corazón pa darle gustico al dedo? Dicen que me ha de matar un majo de una estocada, yo le perdono la vida si me la da cara a cara*
Existe otro linaje de coplas, a través de las cuales se refleja el sentido de clases, la distancia antagónica entre pobres y ricos, tan acusada en la Ribera a principios del siglo que corre: Ya no podemos tener los pobres mujer bonita, con la mayor sencillez viene el rico y te la quitaQuieren los señores ricos ver muertos de hambre a los pobres y. en llegando el haba verde, se ponen como cebonesA las que pudiera añadirse, como compensación, esta otra, impregnada de sentido cristiano: El ser pobre no es deshonra ni mancha ningún linaje; Jesucristo vino al mundo pobre y sin quererlo nadie. Para final del florilegio, anotaré dos jotas: la una de aire mozo, petulante y pagano, digna de Anacreonte: Dejar que la juventú se divierta como quiera; mañana nos moriremos; se nos comerá la tierra. La otra es la del rentista satisfecho, la del que cifra su aspiración en estar a bien con
Dios y en poseer lo suficiente para no depender de la tierra. Quien la canta se me figura un hombre que está a la puerta de su casa, con los pulgares en la sisa de su chaleco, riéndose del mundo y de sus vanidades: No hay más amigos que Dios y un duro en la faltriquera; si quiere tronar... | que truene! si quiere llover... 1 que llueva! Cada pueblo de la ribera disponía de cantarines que, a la manera de los versolaris, contendían poéticamente, improvisando coplas50 (1). Peralta y Andosilla han producido y siguen produciendo excelentes cantadores de jota. Hace años obtuvieron celebridad los hermanos Pajes, de Tafalla, insuperables animadores de cuadrillas y rondas. En Madrid, les invitaron a impresionar un disco gramofónico, por el que les pagaron 50
(i) En materia de coplas improvisadas, es digna de mención la que oyó el Cardenal Benavides en un viaje que hizo a Corella. La misma noche de su llegada, una rondalla de cantarines le obsequió con diversos cantares* Su Eminencia salió al balcón a agradecer las jotas; pero, amigo de la espontaneidad, indicó su deseo de oir una que fuera improvisada. El jotero de turno que, como buen ribereño, no tenía mucho respeto a las categorías y era capaz de encajarle una fresca al lucero del alba, se discurrió al momento y disparó a pleno pulmón esta bárbara copla, más bárbara aún que la que apunto: Que nos dé fruto la tierra y nos den uvas las vides y que se vaya a la mierd... el Cardenal Benavides. Al aludido, lejos de ofenderle, le cayó tan en gracia el exabrupto que años después lo recordaba.
48 duros. Y como sus amigos les tomasen el pelo a cuenta de la exigua remuneración y de las fabulosas ganancias que habría obtenido la Editorial, ellos se consolaban con esta frase, que alguien debió de sugerirles y que a ellos les produjo gran efecto: “No nos importa, porque con ese disco himos pasáu a la posteridá.” Recientemente, triunfó en los escenarios de Madrid e impresionó discos de jotas un cantador de la ribera, Raimundo Lanas. Muchas de ellas se han difundido por España, merced a los altavoces y a los voluntarios navarros, que las cantaban en el frente, alternándolas con el “Carrasclás” y con el “No hay quien pueda".
16-EL TARAZONICA
Uno de los ferrocarriles más singulares de nuestro país es el que une Tudela con Tarazona, el Ebro con el Moncayo. La gente le ha dado un nombre cariñoso: el Tarazonica, y un apodo peyorativo: el Escachamatas. La vulgaridad de su recorrido comienza por hacerlo interesante. Ni un puente decentito, ni una curva arriesgada, ni un paisaje bravio, ni una leyenda de mareo como los trenes vascos, ¡nada! El Tarazonica parece haberse olvidado de los pueblos de su trayecto. Dijérase que juega con ellos al escondite por entre los olivos.
Comienza por dejar a Murchante a 2 kilómetros y pico del apeadero. (No puede perdonar que el pueblo de Magaña y de Basiano posea mayor número de tílburis que todos los de España juntos.) Igual ocurre con Cascante, por lo cual las tartanas del Cojo se encargaban de salvar la distancia. A Tulebras lo deja allá lejos, tomando el sol sobre el alcor en que se asienta. Y a Malón... a Malón no se atreve a arrimarse, dando sin duda oídos a una copla tan popular como ofensiva. En su afán de diferenciarse de todos los demás ferrocarriles, no tiene —a su salida de Tudela— ni estación, ni reloj de doble esfera, ni campana, ni siquiera esa placa de altura sobre el nivel del mar en Alicante, tan esencial a todos los andenes. Una vulgar explanadilla, a cuya izquierda se alza un pabellón con Señoras y Caballeros (Igual que en los discursos) y a la derecha la rinconada que la trasera del Restaurant del Norte hace con un vallado de traviesas. Típica rinconada llena de jaulas, talabartes, mesas cojas y tiestos, entre matas de evónimos y unas acacias mustias ligadas con alambres a fln de que el fondista pueda tender las ropas de su prole. Y al foro de escenario tan inefable, ¡el tren! Un tren de máquinas cuellilargas que según malas lenguas—son apisonadoras jubiladas que la Diputación vendió a la Compañía, procedencia que explica esa
afición que sienten por salirse a la carretera. Los coches de viajeros descienden—según otros—de antiguas diligencias y sillas de posta, pues son a modo de cajones forrados de hojalata color verde botella y tan bajos que es preciso cuidar, al levantarse, de no romper la lámpara; pero tan resistentes, que aguantan sin “escachuflarse" toda la recia humanidad del lampista cuando cruza sus techos en los anocheceres. Sufridos vagoncetes que se pasan la vida añorando que un mozo de estación los reviste, martillo en mano, propinando a sus ruedas golpecitos auscultadores. Hay uno, el más demócrata del globo, con 3 departamentos de diferente clase, donde no es raro ver viajar bajo el mismo techo al Obispo de la diócesis, al garapitero de Novallas y a la huevera cascantina. La carencia de túneles ha permitido a los empleados del furgón agujerear la techumbre de éste para sacar el tubo de la estufa con cucurucho y todo, lo que presta al vagón el encanto hogareño de un carruaje de circo. Lo malo de estos coches es que la Compañía, con una falta de previsión imperdonable, olvidase dotarlos de ese departamento tan preciso cuyo nombre excusado es decir. Fue en vano que un viajante de Reus sugiriese a la Empresa la conveniencia de instalar bacines para casos de apuro. Nuestro Tarazonica, fiel a su afán
de singularidad, sigue siendo en España el único ferrocarril para estreñidos. Pese a los exigentes, estos y otros defectos merecen olvidarse ante las múltiples atracciones que brinda el recorrido. La Compañía, afanosa de agradar al viajero, conduce sus convoyes a una velocidad tan moderada que el personal puede enfrascarse largamente en la contemplación de la feraz campiña y apreciar los avances del “mildiu” en los viñedos. Debido a esta prudencia en la tracción, he podido observar, yendo a fiestas a Tarazona, cómo los maquinistas enrojecían de vergüenza viendo a los mozos bajarse en marcha a coger uvas (histórico) y a llenar sus botijos en las acequias del Zauril, para volver luego a su asiento, superando “por pies” la velocidad del Escachamatas. Pero donde esta lentitud adquiere caracteres de tragedia es al subir la cuesta junto al campo de fútbol tudelano. Ninguno lo diría; porque el Escachamatas, a su salida de Tudela, es capaz de encajar al más pintado el timo del expreso. Sale furioso, fanfarrón, vomitando humo, barriendo el suelo con anchos bigotazos de vapor. Los que estamos en el secreto sabemos bien que tal alarde viene impuesto por la necesidad ineludible de tomar carrerilla. Sin embargo, todo es inútil. Apenas gana la primera revuelta ya no puede con su
alma. Suda, se sofoca, jadea. A mitad de pendiente le canta el pecho de manera angustiosa: su ¡fa, fa, fá! se hace desgarrador: los viajeros, sin poder evitarlo, hacen fuerza aferrando sus dedos contra las ventanillas. Metros antes del paso a nivel con la carretera de Zaragoza, la máquina da pena: silba, se queja, escupe piedras, trapos, tabas de oveja y tizonazos de carbón de Utrillas. Hay quien dice que tose, y no falta quien asegure haberle oído proferir por su chimenea palabrotas indignas de un tren de vía estrecha. Su paso por el campo de deportes se prolonga en tal modo, que (perdóname, lector: aquí exagero) un día de partido permitió al once de Tarazona meter 3 goles a la vista de sus paisanos que aplaudían rabiosos desde las ventanillas. Pendiente tan extenuadora para las pobres máquinas hizo que éstas, hartas de echar los bofes, se conjuraran para causar chandríos y demostrar al mundo de lo que eran capaces cuesta abajo. Hasta entonces sus estragos y travesuras eran los tan corrientes en las máquinas: incendiaban rastrojos, espantaban rebaños, asesinaban burros o hacían enfermar de taquicardia a los pollos del jefe de Malón. Lo malo fue cuando les dió (hará unos 15 años) por descarrilar. Un buen día la número 13, declarándose en huelga de frenos caídos, arremetió
contra las vallas de la estación de origen y se plantó en la carretera con la desfachatez de una apisonadora. Otro día, la 15, aprovechando la ausencia del consumero, le convirtió en astillas la caseta, le aplastó una amorosa cardelina y, horadando las tapias del corralón trasero, fué a hundir sus hierros en el profundo foso, tras de un salto espectacular. Tal ardor extendió su contagio a los vagones de mercancías y una tarde dos de ellos se escabulleron del andén cascantino y, aprovechando la pendiente, repitieron la hazaña de la máquina número 15. Yo llegué a verlos en el fondo del silo, maltrechos, extenuados por el esfuerzo agotador. (Casos históricos los tres en todos sus detalles.) Tamañas pruebas de potencialidad obligaron al Muy Ilustre Ayuntamiento a cambiar de lugar la garita del portalero (verídico) y a establecer en favor de éste un seguro de vida. Consignaré para final que el Tarazonica enorgullécese de ser el único ferrocarril que ha utilizado la tracción humana como fuerza locomotriz. Fué un día de fiestas de Tarazona y cuando la escasez nacida de la guerra mundial obligaba a las máquinas a alimentarse de traviesas. En la pendiente a la salida de Tudela y más tarde en la de Malón se hizo la marcha tan penosa y lenta, que más de 2 docenas de viajeros, viendo en el aire su esperanza
de llegar a los toros, echaron pie a tierra, arrimaron el hombro a los estribos y, entre chanzas y veras, enardecidos por las voces de los demás, contribuyeron por 2 veces a sacar del atasco al trenico. Lo que no es cierto, aunque se cuente, es lo del peatón que llevaba el correo de Murchante a Tulebras y solía viajar en la máquina. Un día el maquinista le vio que se iba a pie por el sendero de junto a la vía. Trató de detenerlo: —Espera: que salimos ahora mismo. —Gracias: que llevo prisa. No quiero terminar el capítulo sin dedicar a su protagonista un apostrofe sentimental y cursi. Como éste, por ejemplo: ¡Viejo y genial Escachamatas! Tú eres el único ferrocarril castizo que rueda por España. Tú, en pleno siglo XX, en el siglo de los Vagones-Lits y los expresos aerodinámicos lanzados a 200 por hora, sigues con tozudez de mártir, inasequible al desaliento, arrastrando por viñas y olivares tus máquinas asmáticas y tus coches desvencijados, quemando mieses y espantando ovejas, condenado a escuchar eternamente el absurdo rian-rián del ciego de Tulebras.
FOLKLORE RELIGIOSO
Quisiera recoger en un capítulo lo más interesante del folklore religioso de mi tierra, zurciendo en él cuanto ha llamado mi atención en materia de ceremonias, procesiones, romerías, costumbres y cofradías. Juan Branet, en su citado libro, compuesto en los finales del siglo XVIII, recoge ya algunas ceremonias y costumbres de tipo religioso, que han subsistido hasta hace poco tiempo. Así nos dice que, a mitad de Cuaresma, los chicos en los pueblos de la Merindad tudelana recorren las callejas armados de garrotes, con los que van golpeando las puertas de las casas para buscar a la mujer
más vieja y acogotarla. Añade que, durante esta singular procesión, iban cantando las letanías de la Virgen, y que en tal día las ancianas se escondían para evitar la vindicta infantil. Esta extraña costumbre perdura aún, que yo sepa, en Murchante y en Fustiñana; si bien la mocetina se reduce a aporrear las puertas viejas y calañadas, mientras canta: A matar la vieja por todo el lugar; si no nos dan huevos ellas caerán* No será extraño que se trate de una intimidación contra las brujas, ya que en los pueblos se tiene por tales a las mujeres de más edad. El mismo autor describe algunas ceremonias religioso- populares que presenció en Tudela. Una de éstas, la de la Adoración que tenía lugar en la iglesia de los PP. Menores, donde “3 frailes, disfrazados de Reyes Magos y precedidos en su marcha por un farol estrella que colgaba del techo, ofrecieron sus presentes al Niño y bailaron durante la misa, lo mismo que muchos niños, al son del órgano que ejecutaba una gallegada o contradanza”51 (i) Describe también la ceremonia del Descendimiento que en la tarde de Viernes Santo celebraban los Franciscanos y que no podía ser más realista. Se colocaba en el presbiterio un crucifijo en alto y, frente a él, la imagen de la Virgen enlutada con un largo velo. El predicador exhortaba a los fieles a acudir en auxilio de María y a ayudar al 51
(1). La costumbre de bailar en el templo debió de continuar en el siguiente siglo. Angel Morrás refiere en sus Memorias que en Tafalla, hasta 1837 y durante el Ofertorio de la Misa del Gallo en la iglesia de San Francisco, salían a bailar el bisabuelo de los actuales Flamarique y una mujer apodada la Chula. Un fraile (el Padre Gorriti) tocaba el chistu y el tamboril e invitaba a los bailadores con esta copla más propia de una zambra que de una misa: Salga la Chula con Flamarique; salga la Chula, salga a bailar52 (1). Otra de las ceremonias que llamaron la atención del viajero francés y que pervive en nuestros días, es la bajada del Angel que, a las 6 de la mañana del Domingo de descendimiento. Entonces, 4 hombres vestidos con albas, ascendían hasta la cruz por unas escaleras y, ayudados de martillos, tenazas, lienzos, etcétera, iban quitando, a medida que el predicador se lo señalaba, el INRI, la corona de espinas, y los clavos que sucesivamente presentaban a los pies de la Virgen* Por fin, y con los lienzos, descendían el cuerpo de Jesús, que era una talla de miembros articulados; lo colocaban en un féretro cubierto de gasa negra, y bajo palio de luto lo paseaban en procesión a los acordes del Miserere. (1) Hace 35 años, en Corella» al final de la Misa del Gallo en el Convento de PP. Carmelitas, subían al presbiterio un hombre y 2 niños vestidos de pastores, los cuales ejecutaban una vistosa danza pastoral al compás de lindos villancicos. Hoy día acompañan el cántico de éstos con zambombas, hierrillos, panderos, castañuelas y unos silbatos que, introducidos en el agua, imitan el gorjeo de los pájaros. 52
Resurrección, se verifica en la Plaza de los Fueros de mi ciudad. En el edificio principal de ella y a la altura del tercer piso aparejan un templete o tabernáculo. Al dar la sexta campanada, las puertas se abren y aparece un niño vestido de ángel que, colgado de un rebullón de lana azul, imitando una nube, va deslizándose a lo largo de una maroma sobre la plaza, hasta llegar al otro extremo de ésta, donde se halla una imagen de la Virgen con el rostro cubierto por un paño de luto. El Angel llega por los aires, quita el velo a la Virgen y, con éste en la boca, es ascendido al tabernáculo cuyas puertas se cierran tras él. Seguidamente, se incorpora a la procesión que conduce al Santísimo presidida por el Cabildo y el Ayuntamiento. Antaño se celebraba la Bajada en la Plaza Vieja. El Angel iba vestido de tafetán, con casco dorado, coraza bordada de lentejuelas y alas pintadas, y llevaba una antorcha encendida en la mano izquierda. Hoy lleva en ella una banderola que agita incesantemente en ademán de nadar. Otra tradición tipien de Tudela es la del Volatín, que simboliza el suicidio de Judas. En la mañana del Miércoles Santo, sacan al balcón de las escuelas de la Plaza Nueva un monigote de madera articulado, Va sujeto al extremo de un vastago, que accionan desde dentro con una manivela, y vestido de clown. Tras do encenderle un puro de cohete, que estalla ante su roatro, lo
zarandean de lo lindo, hasta que el traje de percalina se le cae a jirones. Los mocetes, abajo, se disputan Ion pingos del frenético Volatín53 (1). En Tafalla, el Sábado de Gloria, por la noche, colgaban “judas” rebutidos de puja sobre las calles y el Domingo de Pascua, a las 2 de ¡a tarde, los quemaban. El año 1883 se suprimió esta moda porque, a veces, en fuerza de agitar los muñecos, caían ardiendo y los mozos los arrastraban ensuciando las calles. En Uztárroz, y también por la Ulzama, aparejaban por Carnavales un gigante de paja y lo tenían colgado de una cuerda entre 2 balcones. Esta clase de dominguillos simbólicos eran muy del agrado popular. Hermanos de los citados son los llamados en Cintruénigo “Chapalangarras” y en Corella “Juamberingas”. A estos últimos los suspendían sobre las calles y, a fuerza de tirones, los hacían danzar frenéticamente al paso de la procesión de San Juan, hasta destrozarlos. 53
(i) Yanguas y Miranda.¡i imM0 u m iM,|i, mi “id Semanario Pintoresco Español”, mi .<11Ionio, llmin i|« ni rH)ms, sobre el Angel y él Volatín, espectáculos que . 111, lo HIHIII i ln misma hora- Dice que nunca falta alguna v¡<-m qin , al vi 11 • vlulmil¡simas contorsiones del Volatín, exclame mi Imin |.I.■ oI<I. i M —¡Y que haya IU.MIO >|n» pnnui hijos pa verlos en tan triste situación! Del Angel ctusiln mío MUI HI lia. |M , iimnlida iba repartiendo asperges y lamparones de M I I I|HII>||,|H mi|ne IÍIH cabezas y el traje de los espectadores désciiídaduM*
Corella ha sido el pueblo de la ribera que mejor ha conservado la tradición en todo. Quedan aún en la ciudad muchos testigos de las impresionantes rogativas de penitentes que solian salir en las épocas de pertinaz sequía. Los hombres, entunicados y en silencio y las mujeres detrás, enlutadas y rezando en alta voz sus preces, desfilaban al filo de la amanecida. Había entre ellos quienes portaban pesados instrumentos de mortificación: ejes de carro, barras de hierro, cruces. Otros se ceñían al cuello o a los tobillos pesadas cadenas que arrastraban ruidosamente. Algunos, por extremar su penitencia, se introducían entre los dedos de las manos o de los pies afilados trozos de caña y pedazos d„e vidrio, con lo que la sangre de sus heridas iba regando el suelo (1). Estos campeones de la fe y la religiosidad navarras, recorrían así, no sólo las calles de la ciudad, sino que, re(i) Procesiones de esta índole eran antaño muy corrientes- La Condesa de Aulnoy (1692) describe con todo pormenor escenas de flagelación que vió a su paso por España y procesiones donde lít sangre de los disciplinantes salpicaba a las damas espectadoras- Un siglo más tarde (hacia 1770), el obispo baztanés Irigoyen y Dutari dictó una Pastoral prohibiendo tales excesos y las desnudeces de los disciplinantes. Goya, en uno de sus grabados, nos legó el patetismo de estos cortejos cuyos cofrades,
tocados con capirotes y cubiertos tan sólo con una falda, se azotaban despiadadamenteTodavía en 1890 el pintor belga Veraheren y el español Darío de Regoyos vieron en San Vicente de la Sonsierra (pueblo cerca de Haro) el desfile nocturno de una Hermandad, de flagelantes que se azotaban con unos látigos rematados en vidrios afilados, escena que describe el primero de ellos en su curioso libro “España Negra”Eugenio Noel, en “España nervio a nervio”, pinta la procesión que presenció en un pueblo serrano, dondenn mozo oficiaba de Nazareno, cargado con una cruz pesadísima y llevando sobre su cabeza una caperuza tejida de espinos que le hacían sangrar de las sienes.
zando el Via Crucis, escalaban el Calvario que existe extramuros hasta llegar a las Cruces Altas. Casi un kilómetro de camino pedregoso. A su regreso oían misa en la Parroquia de San Miguel. Todavía se echa la gente al campo, en la mañana de San Juan, a sanjturnarse. Recogen unas flores amarillas y se reúnen en los huertos a tomar chocolate en común. Mantienen la creencia ancestral de que el rocío que cae en esa noche destruye todo maleficio (1). En la fiesta de San Pascual sale un cortejo religioso donde los cofrades, revestidos completamente con unas flores amarillas que allí llaman floridas, danzan por turno ante la imagen del Bailón, a los acordes de la gaita. A los Santos de las Cofradías los adornan en el día de su festividad con roscos, ramos de albahaca, etc., y perviven hoy día la procesión del Rosario y la castiza y musical Aurora (2). En cuanto a las procesiones de Viernes Santo, ya dejé En muchos pueblos, los mozos, a la vuelta de la Sanjuanada o de la Sampedrada, obsequian a sus novias y amigas con ramos de flores, albahacas o tomillo colgándolos del balcón o del picaporte de sus casas. A esto llaman “poner la enramada”- Dándose el caso de que los desdeñados se venguen de las desdeñosas colocando, en lugar del ramo, el cadáver de un gato o de un perro(1)
Siendo yo chico» recorría las calles de Tudela la procesión del Rosario con sus faroles y sus hileras de hortelanos que iban rezándolo y cantaban en los Misterios- Antaño, las mujeres sacaban candiles y velones a las ventanas, alumbrando de este modo el paso del cortejoDelante de él corría un monaguillo, haciendo sonar una campana. Detrás, solía ir un mócete abrumado con una capa enorme en la que “aparaba” las limosnas que» para la luminaria del santísimo Rosario, le arrojaban desde los pisos. Al llegar a las respectivas parroquias, los asistentes rezaban las letaníasLa Aurora sigue saliendo en nuestros pueblos en los días de fiestaLos “auroros” (el ser auroro viene de herencio y es honor), apenas amanece, recorren las calles cantando unas coplas antiguas e ingenuas» compuestas de ocho versos con estribillo, acompañados por instrumentos de aire. (2)
consignado cómo en la de Corella sacaban, no hace mucho, un esqueleto de verdad con guadaña en la mano y racimos de pasas colgándole de las costillas falsas. Según me han dicho, la procesión corellana tiene mucho que ver, por la variedad de pasos y comparsas que la componen. En una de éstas marcha la Reina Esther con su corte infantil de azafatas. En Cascante, el vecindario de algunas calles iluminaba el paso de la procesión por el curioso procedimiento de los caracoles. Sacaban al portal de sus casas unos tableros cubiertos totalmente de conchas viejas de caracol, a las cuales, llenándolas de aceite y sumergiéndoles una mecha, las hacían servir de lamparillas. Ponían también, no sé por qué, devanaderas y ramos de romero llenos de caracoles. De éstos tomó su nombre una calleja típica de la ciudad. A la de Estella siguen concurriendo los gremios armados de alabardas, en recuerdo de cuando las llevaban de verdad para defenderse de los judíos que, en alguna ocasión y al pasar el cortejo por la calle de la Rúa, lo atacaron a mano armada. De disponer el orden de los gremios en el desfile se encarga un personaje al que llaman el Andador (el actual tiene el apodo de Caguerilla), quien, al formarse la comitiva, va nombrándolos con arreglo a una lista tradicional.
Esta lista ha dado origen a una frase muy generalizada: la de “ídem de lienzo”. Y es que el tal Andador leía y lee así: Pelaires. Curtidores. Tejedores de paño. Idem de lienzo. Este ídem, tan gracioso, le chocaría a más de un forastero; y hoy lo repite media España sin conocer, a buen seguro, su origen estellés.
La procesión del Santo Entierro tudelana tiene más de un detalle sugestivo. Por ejemplo: uno de los emblemas es de una candorosa simplicidad. Un carraptichete (así llaman por allá abajo a los entunicados) levanta un estandarte compuesto de una sábana partida en dos que cuelga de una tabla horizontal. La tabla ostenta esta inscripción : “Y EL VELO DEL TEMPLO SE RASGO”. Lo que demuestra que en mi pueblo se forjan una idea excesivamente doméstica de aquel “Sancta Sanctorum” jerosolimitano y salomónico que rasgó su misterio a la muerte de Cristo. Como mantienen una idea demasiado hortelana y mejanera de Gethsemaní. El primer paso es uno de “La Oración del Huerto”, al que yo llamaría “El Huerto de la Oración”. Porque no es más que un huerto con barandillas, cuajado de flores, atiborrado de hortalizas, de arvejones tempranos y primerizas habas, coronado de ramos de olivo, colgándole docenas de naranjas, prisioneras en mallas de las que usan para pescar anguilas. El paso es un pedazo de Mejana; y entre la profusión barroca de sus flores y sus verduras, de sus naranjas y sus empeltres, casi desaparecen la cara agonizante del Señor y el cuerpo chiquitín de un angélico, lleno de gracia ingenua, un angélico de morado tontillo que prorrumpe
al extremo de un alambre y que, al meneo del paso, bailotea donosamente sobre el pálido rostro de Jesús. Haría interminable este capítulo si me pusiera a reseñar las cien curiosas tradiciones religiosas que aún quedan por los pueblos. Sólo diré que, en los de la ribera del Aragón, había la costumbre de que las mujeres subiesen a la torre en la mañana de Santa Agueda a tocar las campanas; y, una vez en el campanario, se desgreñaban, arrojando por las ventanas horquillas y peinetas. En Ablitas, la noche de este día, encienden una pequeña hoguera en lo alto del campanario. Existe la creencia de que en tal noche se distribuyen. las tormentas por los distintos lados en que han de descargar al verano siguiente. En Tudela, y también en Ablitas, siguen sacando por las calles el cerdo de San Antón, que luego rifan. En Fustiñana, se encargan de alimentarlo los vecinos. Anda suelto de casa en casa y lo llevan a dormir a una cueva (1). En este mismo pueblo y en la noche víspera de las fiestas, ponen en el portal del Ayuntamiento una comporta con vino y un cesto con “las nueces de la Virgen”. Todo el que quiere come y bebe gratuitamente. Tan apegados son a esta costumbre, que un año en que la cuba se cambió de sitio, no hubo nadie que bebiese ni probara las nueces.
Hoy, éstas son arrojadas “a repuña” desde el balcón municipal; procedimiento que se emplea en Ablitas, donde vierten sobre el pueblo 2 o 3 canastos de peras y manzanas. También habría para llenar un libro entero con las tradiciones y leyendas marianas, procedentes del ciclo de las apariciones. Desde la de Ujué, con su milagro del pastor y de la paloma, hasta la de Sancho Abarca que (1) En varias localidades ribereñas solía colocarse en la mañana de San Antón un cíngulo suspendido sobre una calle a manera de arco, por debajo del cual iban pasando cuantas bestias había en el puebloMás general era la costumbre de que los dueños de caballerías, a lomos de éstas» diesen varias “revueltillas” en torno a la columna con la imagen del Santo que plantaban para este efecto en alguna plazuela o explanada.
se le apareció al rey de este nombre y, gracias a la cual, consiguió derrotar a los moros. La de Fitero se apareció a un pastor sobre una barda de la que tomó el nombre. El bardal, que todavía se conserva, ofrece la rareza de no tener espinas. Pero si se trasplanta un trozo de él, le nacen. La de Castejón hizo su aparición sobre un espino, vestida de pastora y con abarcas. Tenía ganadería propia, compuesta de las vacas ofrecidas por sus devotos. Y, habiendo un pastor robado la campanilla de la vaca que guiaba a las demás, para ponérsela a una de su manada, ocurrió un hecho milagroso. Y fué que esta vaca, que era brava, entró a la ermita en la mañana de la fiesta y, llegando al altar, arrojó la campaneta robada; tras de lo cual se volvió al campo sin hacer daño a nadie. El Padre Castillo, de quien recojo esta leyenda, dice que, a finales del siglo pasado (1888), se conservaba la campanilla. En tradiciones de otro género, contaré la que cita Dionisio Ibarlucea en su Atlas de Navarra-1886. Según él, en el Convento de las Claras de Tudela se da el caso de que el fuego de la cocina no deja ceniza. Débese esto a que una hermana lega pidió al Señor y obtuvo de él tal gracia. También he oído que en el Convento de Benedictinas de Corella ocurrió, hará unos 30 años, el suceso, tenido por milagroso, de que la
campana voltease sola en ocasión en que trataban de escalar la tapia unos ladrones. En la huerta de este Convento se conserva un trozo de zarza, que dicen proceder de la mata en que se revolcaba San Benito cuando le atribulaba la tentación. En el mismo Corella subsiste entre los chicos la costumbre de “tirar piedras a la monja condenada”, arrojándolas contra las tapias de la huerta de las Carmelitas Descalzas; Esta curiosa tradición tiene su fundamento histórico en un proceso que registra Menéndez Pelayo en su “Historia de los Heterodoxos”. Se trata de una monja impostora, de principios del siglo XVIII, llamada doña Agreda de Luna, la cual, merced a falsos éxtasis, visiones y milagrerías, mantuvo durante 20 años fama de santa en su convento de Lerma. De Lerma pasó a Corella como Abadesa, y su fama atraía al convento muchedumbres crédulas de toda la región, que solicitaban de la santa curaciones y rezos. Se repartía entre las gentes, como emanadas del cuerpo de la Madre Agreda, unas piedrecillas de buen olor con la señal de la cruz y una estrella. Al fin cayó en poder del Santo Oficio y el proceso fue sonadísimo. Resultó ser una bribona, falsaria, autora de abominables impurezas y hasta de algunos infanticidios. El pueblo, indignado de la burla de que había sido víctima, comenzó a llamarla “la monja condenada” e inició la costumbre que
hoy perdura (1). Respecto a Cofradías, resulta digna de mención la de Flagelantes que hasta no hace muchos años funcionaba en Tudela y cuyo origen se remonta al siglo XVI. Los cofrades tenían en los lunes y viernes no feriados media hora de oración mental y ejercicio de disciplina durante diez minutos, desnudos de medio cuerpo arriba y a oscuras. En Viernes Santo se reunían. Comían pan en común y bebían agua en una misma jarra de barro. (En Corella y Cascante representaban la Pasión y en determinada festividad se confesaban en voz alta ante los demás.) Todavía hoy impresiona la capilla de esta Hermandad, sita en el Claustro tudelano. La preside una imagen rechoncha de San Dionís y un Cristo trágico de ojos de esmalte y pelos de verdad que le cubren casi la cara. De (i) No fué el de ésta el único caso de heterodoxia producido en Corella» pues consta que, en el año 1742, la Inquisición condenó por brujas a las monjas del Ara-Coclú
las paredes, llenas de cuadros con dibujos alegóricos y sentencias en verso, cuelgan las disciplinas de cáñamo, finas y largas, rematadas en nudos durísimos. Flota en la estancia semioscura un aire, como pasmado de eternidad, y un ambiente severo y ascético que entusiasmó a Zuloaga. En la segunda puerta hay un cartel que dice: Tú que entras por esta puerta; deten el paso y advierte que este sitio te convida a que mueras en la vida para vivir en la muerteEn materia de romerías, la más famosa de Navarra es la de Ujué, que sigue celebrándose desde hace 11 siglos, y proviene del voto que hizo Tafalla en tiempos del rey don García de Nájera cuando, gracias al valimiento de la Virgen, resistió el cerco de los moros. Los cruceros, a veces en número de hasta seiscientos, cubierto el rostro con capillos, entunicados y portando pesadas cruces sobre los hombros, recorren—rezando y cantando—los 19 kilómetros que separan Tafalla del Santuario de Ujué en un ambiente de austeridad y penitencia edificantes. Los hay que arrastran pesadas cadenas y quienes llegan con los pies bermejos de sangre, heridos por las
malezas, ollagas y piedras del áspero camino. El año 1918 hizo la vía una pobre mujer que llegó a Ujué aspeada, con los desnudos pies heridos, llevando en brazos al único hijo que le quedaba (los otros se le habían muerto) para ofrecerlo a la Virgen, pidiéndole se lo dejase como único consuelo en su aflicción. Mucha gente acompaña a los romeros. Detrás de ellos marcha la clerecía y los Ayuntamientos de los pueblos cercanos. Un año, en los de la República, hubo palos y zalagarda, pues los rojos atacaron a los romeros y éstos se defendieron bravamente. Otra curiosa romería de Tafalla a Ujué se celebra en la primera noche de mayo. Al dar las 12, 12 hombres, a los que llaman los Apóstoles (1), salen del templo de Santa María; y, entunicados, con un báculo crucifero en la diestra y un farol en la izquierda, haga el tiempo que haga (a veces bajo lluvia y granizo), marchan a Ujué descalzos, en fila y en silencio, rezando el Rosario que dice el sacerdote que los guía. Romería pareja a la de Ujué celebran a la Virgen de Roncesvalles los pueblos de Valcarlos, Espinal y Burguete y las villas del Val de Arce. Los romeros (en la que se celebra a finales de mayo se cuentan por centenares) van vestidos con una túnica hasta la rodilla y, con los brazos alzados en forma de V, sujetan el travesaño de la cruz, cuyo madero recio y redondo soportan sobre
sus espaldas. Estas romerías de cruceros navarros deben de ser las únicas que mantienen hoy en España la tradición religiosa de otros tiempos. (1) Esta hermandad de los Apóstoles se fundó hace más de tres siglos* Los que la integran se imponen la obligación de ir a Ujué durante 10 años*
TRASNOCHOS Y CHOCOLATADAS
Por Navarra corre un dicho que reza: “San Miguel: las mocitas al cuartel”. Alude a la costumbre, tan arraigada antaño, de reunirse las mujeres en tertulias caseras, apodadas cuarteles o trasnochos, reuniones que duraban todo el invierno. Tenían lugar en la bajera de una casa, generalmente en la estancia contigua al establo, destinada a guardar la paja para la cama o pienso del ganado. Venían a ser como lo saraos de la gente humilde, con la particularidad de que las asistentes se llevaban la labor, excelente pretexto para la cháchara, que sería incesante, porque, como ya dijo el Arcipreste talaverano, “La mujer ser mucho parlera; regla general es
dello”. Debían de ser muy curiosas estas tertulias. Por mi edad no he alcanzado a conocerlas, pero los relatos de gente anciana me permiten imaginármelas en todo su color y ambiente. Las comadres (mozas y viejas) en corruelo, sentadas en cuclillas sobre la paja limpia con que alfombraban el pavimento. Quiénes hilando, quiénes haciendo medias o labor de punto, zurciendo y cosiendo otras. Y, más de una, cortando trajes sin ser sastra, porque parece que en tales sitios, las hablillas de campanario, las pullas, el chismorreo vecinal y las murmuraciones (“y no es por murmurar, bien sabe Dios”) andaban a la orden del día. En medio del corro, el candil agitaba su lengua burlona alargando sobre las paredes las sombras de las circunstantes. En torno al candilón, arropándose de penumbra, la estancia, olorosa y caliente de establo, con panochas de maíz en las vigas del techo, los rincones engualdrapados de telarañas polvorientas y, dispersos por las paredes, los bastes, las azadas, las alforjas rojizas, los cencerros, cañizos, hoces, calabazas y demás aparejos y talabartes que suelen guarnecer las antecuadras. Y cuando la conversación languideciera (rara vez), llegaría de adentro el ram-ram del borrico masticando panizo, o la tos de la cabra o el gruñido del cerdo modorro. Y, afuera, el viento fuerte del invierno
silbando en la calleja, arrastrando por tejados de brujas sonidos de campanas heladas... En general, estaba prohibido el acceso a los hombres. Era la trasnochada sólo para hembras, y entre todas pagaban a escote el gasto del candil. A veces se jugaba a la baraja (a maravedí la partida de brisca) y, en vísperas de fiesta, se armaba zambra y bailoteo. Una vieja cogía el pandero y las demás, por turno, cantaban y bailaban: Si bailas con tu majito, salada, písale el pie; si se ríe, bien te quiere y si no, retírate. Cortejar con forastero es beber agua en boteja; que no sabe la que bebe ni tampoco la que dejaAlternaban las jotas de la tierra con las seguidillas, coreadas con palmas por las del corro: ¿Qué haces ahí moza vieja que no te casas, y te vas arrugando como las pasas? Al estribillo, niña, al estribillo. Una pulga saltando rompió un ladrillo. El candil sin aceite, la inanta rota y el borrico en la cuadra no ve ni gotaCuando, por rara permisión, entraban mozos en el trasnocho, la cosa terminaba mal; pues nunca faltaba quien soplase el
candil para gozarse con los chillidos de susto de las mozas. En algunas partes, estas veladas eran llamadas BIGUIRÍAS; y antaño, cuando mozos y mozas se juntaban bajo la campana de la cocina para limpiar el trigo o desgranar el maíz, las biguirías y los trasnochos, sobre todo por la montaña, debían de constituir una especie de aquelarres domésticos, donde se llegaba a excesos que “no serían admitidos ni aun entre los turcos’’. Así opinaba Fray Bartolomé de Santa Teresa en un libro que publicó en Pamplona a principios del ochocientos con un título en vasco, de lo más largo y enrevesado: “Euscal-Errijetaco olgueta ta dantzeen neurrico - gazt ozpindura... Iruñean 1816”. En la zona de Estella, denominábanse candiladas. Se reunían las hilanderas desde las siete hasta las doce de la noche. No asistían hombres, a no tratarse de chiquillos o viejos. El candil y la paja los ponía la dueña de la casa y el aceite era sufragado por las asistentes, la más vieja de las cuales se cuidaba de despabilar de rato en rato el candilón. En Aguilar de Codés la cuchipanda se iniciaba entonándose por todas las cofrades un cantar, siempre el mismo: Ursula, ¿qué estás haciendo? ¡Ay chica!, que estoy hilando con el huso y con la rueca cáñimo, cáñimo, cáñimo-
Las vísperas de las festividades se permitía lo que llamaban la pajada y consistía en que, al apagarse el candil, las comadres se liaban a arrojarse puñados de paja entre la algarabía que puede imaginarse. En la zona media siguen celebrándose estas tertulias a la entrada del invierno, con ocasión de deshojar (churir) los maíces. Se reúnen varias familias completas en una casa y, terminada en ella la labor, en las de los demás, sucesivamente. Y una cosa es notable: la reunión se disuelve automáticamente en cuanto aparece una mazorca de maíz royo. Es raro que aparezca, pero si así sucede, el trabajo se deja para otro día. Por la montaña tienen cariz más divertido y picaresco. Las canciones son bastante anacreónticas y la función termina en baile al compás zalamero del acordeón. En la ribera, los cuarteles duraban hasta la primavera y las trasnochadoras celebraban el final de la temporada con una gran chocolatada. La afición a la tertulia y al chocolate es proverbial entre las mujeres de Tafalla hacia abajo. Lo que más le chocó a Branet, durante su estancia por tierras del Ebro en los finales del 1700, fué el que los hombres estuviesen “desde el punto de la mañana hasta las 8 en que van al trabajo, hechos unos postes bebiendo y charrando a la
puerta de las tabernas” (1) y el que las mujeres se reunieran a jugar a los naipes formando corro a la puerta de sus casas, costumbre que ha llegado hasta nuestros días. En cuanto a la afición al chocolate, debió de constituir, hasta hace poco tiempo, casi un vicio. Por esos pueblos, las lamineras formaban legión; y a los maridos les debía de saber a cuerno quemado encontrarse, a la vuelta al hogar, con que sus prójimas, descuidando sus deberes domésticos, estaban dándole que le das al morenillo de la chocolatera. El folklore popular abunda en alusiones epigramáticas a esta afición por el cacao que mostraban las hijas de Eva. Por ejemplo, esta copla: Fueron tantos los excesos de una mujer laminera que, a puro de darle besos, rompió la chocolateraO esta otra, oriunda de Ablitas y recogida por Arellano: Barrio de los caracoles, barrio de las lamineras que a las cuatro de la tarde plantan la chocolatera. (i) Branet dice que, en aquel tiempo, el signo distintivo de las tabernas consistía en “una escalera colocada delante de la puerta”A la escalera debió de sustituir la bandera colocada sobre el dintel, por lo que dice una viej a copla: Quítate de esa ventana,
no me seas ventanera, que la cuba de buen vino no necesita banderaHoy, a las puertas de las tabernas, cuelga la rama de romero o el ramo de laurel- De ahí ese dicho que el pueblo emplea cuando se achaca a una persona culpa que no ha cometido: “No vayamos a poner ramo donde no hay taberna”. Este signo se usaba en Inglaterra por la época de Shakespeare, de quien es esta frase: “El buen vino no necesita rama”.
Yo sé de un jornalero de cierto pueblo ribereño que le encajaba a su mujer palizas soberanas por causa de la golosina. Llegaba a casa, borracho; sorprendía a la mujer latineando y, después de coger la chocolatera y arrojarla por la ventana, increpaba a su costilla con esta retahila injuriosa, casi siempre la misma: —Puñeserilla; laminerilla; hija de Pedrajillas; que no t’has visto un pan encima de otro hasta que t’has casáu con Benito Sesma, hijo de Carlos. Benito Sesma, hijo de Carlos, llegaba, en su odio al chocolate, a registrar el armario en las noches de los domingos en busca de la prueba del delito. (Porque la dichosa chocolatera volvía a casa después de cada proyección con una nueva abolladura en su cuerpo. La hija se encargaba de pasar a la casa vecina y recogerla del tejado.) Si el hombre olía que su mujer había delinquido, montaba en iracundia y alborotaba toda la vecindad: —¿Dónde está esa laminerilla, que la tengo de matar ahura mismo? Y cogía en su diestra la destral o el cuchillo. —Déjela, padre; ya la matará usté mañana—le disuadía su hija, habituada a estos arrebatos vinarios. —Bueno; mañana la mataré. Y Benito, hijo de Carlos, después de mucho refunfuñar, se sumergía en la cama, aplazando para el día siguiente la ejecución
del uxoricidio. Broncas de este jaez se prodigaban con bastante frecuencia por la ribera. Sé de uno de Milagro, que empleaba para castigar las laminurías de su mujer un palo corto y recio, siempre el mismo. Murió este hombre, acudieron parientes y allegados a velar su cadáver y, a media noche, alguien de aquéllos le indicó a la hija del difunto que preparase chocolate para la concurrencia. La moceta se fué a la cocina, pero, al cabo de un rato, abandonó el hogar y la chocolatera y se encerró en su cuarto dando gritos. —¿Qué pasa? —¡Que está padre con la estaca en la mano y un ojo abierto! Y así era. Resulta que a uno de los parientes, quizás al mismo de quien partió la idea de la chocolatada comunal, conocedor de las palizas que en vida dió el difunto a su mujer, ocurriósele colocar entre las manos del cadáver el temido garrote, para que la hija, en alguna de sus salidas al pasillo, viese la facha amenazadora que componía el muerto. A propósito de estacas, de chocolates y de matrimonios, podría referiros el cuento (que esto ya no es historia) de aquel párroco al que se presentó una vecina, portadora del garrote con el que la majaba su marido cuando la sorprendía chocolateando. —Vengo—le dijo al párroco—a que usté
nos descase porque mi hombre me pega mucho. —¿Qué dices? ¿Descasarte? Y tu marido, ¿está conforme? —Sí, señor; él mismo se lo dirá, que está ahí abajo. Subió el marido y el cura le preguntó si era firme su voluntad de divorciarse, contestándole él afirmativamente. —¿De modo que los 2 habéis pensado bien vuestra resolución? —Sí, señor—contestaron a dúo. —Está bien; arrodillaos. Trae tú esa estaca. Y tomando el baldurro de manos de ella, comenzó a descargar recios golpes sobre las espaldas del matrimonio. —¡Basta, basta!—gemían ellos. —Pero vamos a ver—dijo el cura, cesando de golpear—, ¿no queríais que os descasase? —Sí; pero no de esta forma. —Es que no hay otra para los cristianos. ¿No sabéis quo el matrimonio no puede deshacerse sino por muerte de los contrayentes? Pues si tratáis de que disuelva el vuestro, ha de ser así: moliéndoos a garrotazo limpio, hasta que uno de los 2 muera54 (1). Ante lección tan elocuente sobre la indisolubilidad del vínculo conyugal, la guluzmera y el de la estaca abandonaron la 54
(i) Antonio de Trueba recoge en uno de sus Cuentos esta historieta como ocurrida en Guezúrraga (Vizcaya).
morada del párroco arrepentidos de su pronto. Para final de la materia chocolatera consignaré que Dionisio Pérez, en su famoso libro “Guía del buen comer español", señala como platos típicos de nuestra tierra las "chuletas de cordero a la navarra”, cuya fórmula copia calificándola de “receta sublime”, y las “perdices en chocolate”, plato exquisito que—según dice—llamó la atención de un cocinero célebre cuando lo probó en Estella, y que sigue sirviéndose en Pamplona y en las comidas finas de la ribera.
ACADEMICOS DE LA LENGUA. MAGAÑA Y “EL CUADRAU”
Cuando v e m o s que un exquisito novelista contemporáneo ha dedicado un libro entero a contar las habladas de “Belarmino y Apolunio” no juzgará mal el lector que yo ofrende un capítulo a un Belarmino de Navarra nacido en Murchante, pueblo de recios vinos y de tílburis anacrónicos. Nuestro h é r o e (falleció hará unos 15 años) se llamaba Leónidas, como el de las Termopilas, y por apellido Magaña. Era rubio y flacucho, con un bigote royo y fanfarrón y los ojos saltones, ribeteados de escarlata. Como el gran Miguel Angel, tenía la nariz chafada de un baldurrazo que le arrearon siendo mocete. Dicen que, a consecuencia de esta lesión, se le trastornó un tanto la chaveta.
Ello es que, siendo ya maduro, le dio por empollarse diccionarios y por hacerse con un copioso acervo de palabras abstrusas. Apodaba a la silla “descansamiento humanal”; al pan, “el amasijo farináceo”, y a las alubias, “hermafrodísicas indigestas, aunque ventosas”. Para expresar que se rieron mucho, decía: “nos escanciamos de riseces” y exponiendo que, en cierto asunto, se lavaba las manos, le espetó un día al Rector del Colegio de Tudela: “Me pilatirarizo”. Decía que se dedicaba “a literaturar por tierras de Navarra y Aragón”. Conozco a quien conserva cartas suyas, empedradas de retorcidas locuciones: “Celebro la marcha de su cónyuge con su entronizada hija galiciana para que así evacúe de su mente el dolor por la pérdida de su fruto ventrali”... Seguía noticiándole de la buena cosecha: “Los frutos, gozosos; ya recogidos en la morada urbanal”. Se despedía con “zalemas a la señora y para usted, altísimo don José, la vociferación piramidal de su amigántico vitali”. Como escribía, hablaba. Solía ponderar “la nocturnidad de la nocturnancia”. Declarando en un juicio de faltas, le largó al juez: “Caminaba yo con cuatro depósitos acuáticos, vulgo cántaros...” Y una vez que le preguntaron tras de muy grave enfermedad: —Pero, ¿no te habías muerto? El contestó:
—Aún pululo. Para felicitar en su cumpleaños a una dama pamplonesa, le mandó esta tarjeta: Hace triginta anualidades que la evacuaron del maternal seno. Por tal motivo la parabiendeo. Leónidas Magaña. Tocador de vihuela. inventor de la Aulética española.
Se decía inventor de un arte nuevo (el arte de silbar), al que llamaba Aulética. Magaña pasó una larga temporada en Pamplona. A varios socios del Casino les cayó tan en gracia, que le metieron en la mollera que era un genio. Llegaron a editar un periódico, todo escrito por él. La gozaban oyéndole embutir a cada paso sus jerigonzas churriguerescas. Llamaba al camarero: —Tú, el de la alquitara cafeteril: apropíncua. —¿Qué va a ser?—inquiría el mozo. Y él, para pedir café con leche, copa y puro, espetaba con énfasis: “Apropíncua cafetal con sustancial cabral, con espíritu provechoso de lo vídico RatafaRosoli y aditamento nicotiniáceo. Ausencia pecuniaria.” Con las dos últimas palabras daba a entender que se hallaba a dos velas. Lo de la “ausencia pecuniaria” era endémico en él. Hijo de labradores acomodados, se aguantó
tanto las ganas de trabajar, que fué perdiendo sus intereses hasta quedar en situación precaria. Aseguraba que vivía de los chiviteos y lácteos (tenía un chivo y varias cabras) de las oleaginosas y las vídicas (un olivar y una viña) y de los trafiqueos judiciarios. En su época de Pamplona se dedicaba a vender berros que cogía en el río. Un vate de su pueblo nos lo describe así: Solterón de gran charla y trato ameno, con sólo cuatro cabras por fortuna que siempre apacentaba en campo ajeno, jamás sintió año malo o pena alguna; pues no había merienda ni banquete, comida» cena, juerga o algazara, boda» convite, fiesta ni sorbete, que no metiera gratis la cuchara-
Que metiera la cuchara era cierto. Lo de gratis, no tanto, porque le daban bromas atroces. Lo admitían a las merendolas de las bodegas por reirse de su vocabulario y, al final, lo incordiaban tirándole agua, cal, ceniza y mazos. —¡No arrojéis cuerpos duros!—protestaba él. A cambio de comer se dejó un día socarrar los bigotes. En otro trance le dieron a beber alcohol de 90" y por poco lo matan. Una noche le obligaron a asistir a una cena en bodega, colocándolo con la tripa sobre una comporta y cabeza abajo. Por más escarnio, le enchufaron un cabo de vela en salva sea la región y así alumbraba el ágape. Le persuadían de que estas pruebas debía soportarlas un poeta. En unas fiestas hizo de Don Tancredo y, tras de las cuadrillas, desfiló sobre un coche adornado de flores que ostentaba un cartel: “AL LITERATO MAGAÑA” He oído que la vaca le pegó un palizón, pero esto no me consta. Abusaban de que era un infeliz. En unas elecciones a Cortes le convencieron de que lo habían elegido candidato. Vestido de chistera y levitón hizo su entrada triunfal en el teatro de Tudela, donde largó un discurso tan magañesco que todos “se escanciaban de riseces”. Por la noche lo repitió en su pueblo “donde
nadie es profeta” y, desde las ventanas, proyectaron contra él cuerpos blandos de los que crecen en los huertos. Como tenía maña y ocios, llegó a domesticar un par de gatos. Sus cabras le atendían por sus nombres y, cuando las llevaba a pacer en pieza de otri, les gritaba: —¡Lolita, mira el guarda! Y escapaban. Otra de sus características era lo fornido de su dentadura. Poseía unos dientes esmochados al rafe de la encía y unas quijadas de león. Doblegaba monedas y hacía trizas huesos de aceituna y de dátil; en ocasiones las piedricas del cascajo. Se apostaba a comerse más huesos que su galgo y en menos tiempo que él. En la fonda del Cojo de Cascante le propusieron cierto día: —¿A que no eres capaz de beberte de un trago esta copa de Ginebra? —No sólo me la bebo, sino que me la como. Y trituró entre sus mandíbulas el vidrio. Como hombre-avestruz, Leónidas Magaña no hubiera hecho mal papel en un circo. En Fitero hay un tipo—Casto el Cuadráu— cuya jocosa peculiaridad consiste en que trabuca los vocablos e incurre en lapsus, ignoro hasta qué punto
involuntarios. Alberto Pelairea guardaba en la memoria muchas frases de Casto. Por ejemplo: No hay tinto malo. Guardia típico. Gurrión de canariera. De chúpame dómine. Petaca minuta. ¿Sabes tú que paice esto el Carnaval de liza? Descubriendo las artes de un tahúr que hacía martingalas, exclamaba: —¡Menudo martirologio te traes tú! Y hablando de otro que ganó mucho en la ruleta: —¡Si lo pillaran en Montejurra! Una tarde, camino de su huerto, se cruzó con el médico: —¿Qué, de dar una vuelta? —Sí; todas las tardes doy mi paseillo para digerir bien —le respondió el galeno. —Pues miusté: yo no paseo pero dirijo.
Se quejaban una vez en el pueblo de que estaba el pan mal cocido. —Como que el panadero ha caído enfermo. —¿Enfermo? —Sí; dice que le han salido varietés por las piernas. En ocasión de una reyerta que tuvo con su hermano, sacó éste la navaja. El Cuadráu echó mano a la suya, pero le sujetaron manos conciliadoras. —Déjalo, Casto: que está loco. —¿Loco? ¿loco? Pues... ¡los locos a la Inclusa! En lo de trastrocar palabras, se cuenta por Pamplona de un Regidor del siglo pasado que, al comunicar a Madrid el paso de una nave aeronáutica, redactó: “Debido a la gran altura del globo, no pudimos distinguir al anacoreta.” Y de un tal Martín Sara, cuyo mote era IDIOMA. Siendo cordelero le cayó el gordo en la lotería; y el buen hombre, persiguiendo pulir su inteligencia, se compró una gramática. Ella le acarreó el apodo. Porque una vez, en la carnicería, le dijo al matarife que quería
idioma de buey. Se le había grabado aquello de “Lengua o idioma es...” Lo hicieron concejal, y era muy duro de convencer. Cuando algún compañero o el propio secretario esgrimían papeles o le mostraban escrituras a fin de disuadirle, él se aferraba a esta cazurra evasiva que tiene más enjundia de lo que parece: —¿Papeles? ¡Bah!... El papel aguanta todo lo que le ponen.
DE LAS BRUJAS DE SALAZAR Y OTRAS RAREZAS
Dije en otro lugar que Menéndez Pelayo llama a Navarra la tierra clásica de la brujería. Lo de q u i é n e s fueran sus introductores en nuestro viejo Reino, es materia que ha dado origen a muy diversas opiniones. Según tradición recogida en las Crónicas de Nuestra Señora de Aránzazu, quien introdujo la brujería en Navarra y en Vizcaya fué un francés de Guiana, llamado Hendo (de quien le viene el nombre a Hendaya y al monte Indomendía), gran hechicero y brujo, en cuya persona pretendía el demonio ser adorado de las más rústicas y sencillas. Este Hendo embaucó a muchas gentes; las instruyó en toda suerte de maldades y hechizos, y las obligó a prestar
reverencia y adoración al demonio. Campión sostiene que las prácticas hechiceras, tan difundidas por Navarra antaño, “son restos de las antiguas: de la agorería y de la demoniolatría, que practicaban—según Lampridio—los antiguos vascones y continuaron practicando hasta el siglo XII. De las antiquísimas supersticiones latentes brotó en el siglo XVII la brujería”. Otros autores discuten si la hechicería llegó a Navarra con los romanos o con los bearneses, no faltando quienes achacan su introducción a los judíos y a los gitanos (1). Extremo comprobado es que los libros de Caballerías contribuyeron en alto grado a difundir la brujería por toda Europa. Ya para 1507, la Inquisición de Calahorra condenó a muerte a veintinueve mujeres navarras, por delitos de hechicería, semejantes a los de la Peña de Amboto. En la Peña de Amboto se había descubierto, siete años antes, una secta de brujas que tenían trato con los demonios. El diablo presidía los aquelarres; unas veces en forma de macho cabrío, otras en apariencia de un mulo grande y hermoso, y algunas en forma humana, pero satánica, (1) En nuestra tierra han debido de abundar mucho los gitanos. Ya en 1549, las Cortes de Tudela dictaron una ley prohibiendo su entrada en el Reino y castigando con la pena de cien azotes al que violase la prohibición- Según Menéndez Pelayo, en los siglos xvi y xvir se les
acusaba de haber difundido la brujeríaJerónimo de Alcalá, en su “Historia de Alonso, mozo de muchos amos”, escrita en el siglo XVII, describe a los gitanos diciendo la buenaventura por las aldeas de Navarra, exigiendo lo primero el cuarto o el real para hacer con él la señal de la cruz y sacándoles luego raciones de tocino a los aldeanos simplicísimos, que creían en los augurios de aquéllos como si proviniesen de un ApóstolEn la Relación que en 1618 hizo el Dr- D. Lope de Isasti, aparece que un niño, a quien interrogó sobre detalles de los aquelarres, aseguróle que las brujas “iban vestidas al uso de las gitanas, con los mantos bajo el sobaco, y bailaban al compás de un pandero de mal son”. Diré, por último, que la gitana más hechicera (en el buen sentido), la famosa Carmen, inmortalizada por Merimée, no era andaluza, como la gente cree, sino navarra, y de EchalarEn la novela célebre se la oye barajar caló y vascuence: el mvnchorró, el panoli y el majarí, con la maquila, el berreteco y algún que otro agur jauna. Su novio, el bandido José, es de Elizondo; y deja el trabuco para cantar zorcicos vascos con la guitarra al pecho.
con un gran cuerno sobre la frente y unos dientes muy largos, que le sobresalían de la boca. En 1525 se formó un proceso de brujería contra muchas personas de los valles de Roncal, Salazar, Aézcoa y Aoiz, actuando de juez don Pedro Balanza y componiendo el resto del Tribunal un capellán, dos verdugos y dos brujos confidentes que conocían a todos los acusados. Muchos de éstos murieron en la hoguera. Dos años más tarde, se descubrió en el valle de Salazar un foco muy considerable, por confesión de dos niñas de 11 y 9 años, que declararon ser “jorguiñas” (sorguiñas) y conocer a todas las que lo eran, con sólo verles cierta señal en el ojo. Sobre este histórico proceso existe en la Biblioteca Nacional un documento lleno de interés, que el año 1933 publicó Julio Caro Baroja en la “Revista de Estudios Vascos”. Se trata de la carta que, en 1527, dirigió el Inquisidor Avellaneda al Condestable de Navarra don Iñigo de Velasco, en la que cuenta cómo fué al valle de Salazar y lo que le ocurrió cierto viernes con una bruja. Describe así el suceso estupendo: “...Traté con una que en mi presencia se untase y por una ventana se fuera a su a juntamiento (al aquelarre), y así un viernes, casi a la media noche, pasé a la posada donde ella estaba con mi secretario, el alguacil, el cabo de escuadra y con otros soldados y hasta veinte paisanos y en
presencia de todos se untó con un ungüento ponzoñoso (capaz de matar a un hombre) y llegó a la ventana que es alta y el suelo de abajo una gran peña donde un gato se hiciera pedazos y hizo invocación al demonio. El cual vino como acostumbraba y la tomó y la abajó en el aire casi hasta el suelo” Añade que, bajo la ventana, estaban apostados el cabo de escuadra con un soldado y un paisano, y que “uno de ellos, espantado de ver tal prodigio, comenzó a santiguarse y a decir ¡Jesús!, de forma que la bruja se desapareció y así se les fué; y al lunes siguiente, a tres leguas de allí, la cacé con otras siete más, en una borda de un puerto donde había nieve. Las condenamos a muerte y algunas fueron ajusticiadas en Pamplona.” Asegura este fantasioso inquisidor que ha visto 3 casos de a juntamiento con el demonio, entre ellos el de una chica menor de doce años. Que en el valle de Salazar las brujas son más de cien; y en Aézcoa, Roncesvalles y el lavadero, hasta Pamplona, pasan de doscientas. Que las hechiceras, para hacer sus ponzoñas, “matan niños de teta y los desentierran y les quitan los cuajos y corazones, como yo por experiencia he hallado ser así, abriendo sepulturas y hallando cadáveres de niños a los que faltaba el corazón”. Tan maléfico es para este hombre el poder de la secta que, “si se pierden los trigos en
flor, o las bellotas, o si aparecen en alguna región criaturas ahogadas o cuerpos de sapos, es señal que allí hay brujas y que son las causantes de tantos estragos”. Explica que “por haberse juntado más de mil brujos entre Pamplona y Navarra y Viana, provocaron una terrible pedregada que, por espacio de tres horas, cayó sobre Pamplona, seguida de un aguacero tan copioso, que se llevó molinos, viñas y terrados de los alrededores de la capital”. En el capítulo sobre las brujas de Zugarramurdi podrá ver el lector lo que hay de realidad y de fantasía en estas y otras imputaciones de aquella época, tan pródiga en sucesos raros y en delirios de la imaginación (1). (i) El xvn es el siglo de lo esotérico* En 1683 se expulsó de Pamplona “a una persona que llamaban Marimacho, desconociéndose su sexo* Medio cuerpo en bajo vestía de mujer y de medio cuerpo arriba en forma de hombre, con cabellera de hombre: no tenía oficio ni beneficio ni forma de recogimiento, y se tenía por cierto que era alguna persona desterrada de alguna ciudad de Castilla”* (Actas del Ayuntamiento de Pamplona* Archivo Municipal.)
Del mismo tiempo data la creencia en las lamias y en el mito del Basajáun, que han pervivido hasta nuestros dias. En la montaña, como en el país vasco, se habla aún de las lamias, y se señalan pedregales, simas y cuevas donde vivían. Así en Aézcoa, Arizcun (Lamiarrita), Zugarramurdi y Vera. Las lamias andan por el campo hasta que canta el gallo, hora en que entran en servicio las brujas. Para unos, son mujeres con pies de pájaro. Para la mayoría de los videntes, poseen cuerpo de sirenas y andan siempre buscando peines con que alisarse los cabellos, y espejos para hacerse la “toilette”. Resurrección M.a de Azcue habló en Navarra con una vieja que le aseguró haber visto una vez una lamia. Es el mito clásico que revive bajo forma diversa. Las lamias (las xanas en Asturias) constituyen la postrera variante de las ninfas, que los griegos creían ver entre la fronda de los arroyos. Como el terrible Basojáun no es otro que el dios Pan, que llenaba de terror (pánico) y de ruidos los bosques de la Hélade. El Baso-Jáun (Señor Salvaje), ente peludo, fortísimo y horripilante, habita en los abismos y en los bosques, ruge, brama y aúlla, y persigue a pastores y caminantes. El Basojáun vascón, dice un autor, es “el orangután que proveyó a los antiguos egipcios y griegos de la fábula de los
Silvanos y de los Sátiros”. Pudiera haber contribuido a perpetuar esta leyenda la existencia—confirmada—de salvajes, de hombres selváticos. Le Roy, que dirigía en 1790 la corta de árboles del Monte Irati, para dotar de mástiles a la Armada Real, refiere en sus Memorias que sus obreros vieron, en varias ocasiones, a una pareja de selváticos, de salvajes. La mujer era de rostro palidísimo y extraordinariamente hermosa. Andaba en el traje de Eva y sus cabellos sueltos le cubrían hasta la cintura. Más de una vez asomó de entre la espesura de la selva, para contemplar el trabajo de los leñadores. Estos—añade Le Roy—trataron de cazarla, pero no consiguieron su empeño. Volviendo a las brujas de Salazar y Aézcoa, consignaré que late todavía en aquellas montañas el recuerdo de las que, en 1527, dieron tanto qué hacer y qué andar al buen inquisidor Avellaneda. Según Azcue, hace setenta años había en Ochagavía tres brujos: Martina Xococoa, un hombre de Eseverri y una mujer de Zubiate. Durante su agonía, la Martina ni siquiera miraba al cura. Cuando expiró, hubo una enorme granizada. Lo mismo sucedió al fallecer los otros dos (1). En la Aézcoa, y hacia la misma época, era tenida por bruja una mujer, a la que apodaban “La Caliente”. A poco de morir, su cadáver se puso boca abajo; y cuantas veces lo volvieron, tantas tornó a cambiar
de postura. En Bigüezal, Zubieta y Vidángoz ha debido de haber brujas hasta fines del último siglo. En la plaza de Isaba se solía cantar esta canción, alusiva al último de los pueblos citados: En Vidángoz brujería de noche suelen andar; si te pillo, no te pillo, no te dejaré escapar. Las brujas de Salazar se reunían en el Soto de Tarragona y las de Aézcoa, en el prado de Petiribero. (i) Doña Josefa Recondo, de Vera, le contó a Azcue que “a una conocida suya, mujer pobre, yendo de Vera a Sara antes de amanecer, para vender leña, se le aparecieron más de una vez las brujas y, en más de una ocasión» le hicieron bailar” al son de una canción cuya tonada y letra recoge el autor en su libro.
Hasta hace pocos años, los embrujados y endemoniados de Salazar y de Roncal acudían a la famosa procesión de Jaca. En Jaca guardan el esqueleto de Santa Orosia—cuyo cráneo se venera en Yebra—y el 23 de junio se celebra una fiesta religiosa, única en toda España por su ambiente y su fuerza emotiva. En el cortejo, al que concurren el Obispo y la Clerecía, el Ejército y las Autoridades, forman todas las cruces parroquiales del Obispado (muchos de cuyos portadores visten los pastoriles capusáis), los cofrades de la Santa, golpeando el suelo con recios báculos, y los danzantes de la ciudad—de vistoso indumento—que van bailando donairosamente ante la comitiva. El esqueleto milagroso va dentro de una arqueta de plata, que conducen en andas. En torno al paso, se apretujan los poseídos por el demonio; furiosos, gesticulantes, revolviendo los ojos, echando espumarajos por la boca, impetrando con voces rabiosas o quejumbres desgarradoras el milagro que los libere del Maligno: ¡Por os pes! ¡Por os dedos! ¡Por os ojos! ¡Por la lengua! Algunos, en su desesperación, alzan las manos insultando a la Santa. Los más furiosos y poseídos marchan sujetos por fornidos gitanos que, desde antiguo, ejercen
mercenariamente este ingrato menester. Los demás llevan al lado familiares. Y todos ellos pugnan por pasar y repasar, agachados, bajo las andas; faena ésta en la que ponen toda su fe. Nadie debe coger del suelo los jirones de ropa o pañuelos que arrojen los posesos, por ser superstición del vulgo que en ellos ha quedado su maldad. La procesión remansa ante la plaza llamada del Toro, donde se alza un templete de manipostería, construido para este efecto. Desde su balaustrada, el Obispo bendice a la multitud con el esqueleto de la Santa que tiene articulados sus huesos y va ricamente ataviado. En el momento de la bendición, los posesos, excitados por sus familiares que llegan incluso a pincharles para provocar la salida de los demonios, ponen sus gritos en el cielo; y las imprecaciones, los aullidos y las súplicas se confunden en espantosa algarabía. La víspera solían los posesos acudir a la Catedral, que se llenaba de curiosos. Allí, les mostraban cruces e imágenes; y era de verlos retorcerse y hacer visajes. También les anudaban a los dedos unos cordoncillos, llamados midas, por ser de la medida del esqueleto de Santa Orosia. Sostenía la gente que, cuando los enfermos rompían los cordeles, era señal de que los demonios acababan de abandonarlos. Solían arrollar estas midas a los dedos de los difuntos.
Quienes presenciaron esta famosa procesiĂłn y me refirieron estos detalles, me dicen que, actualmente, ya no acuden a ella endemoniados; con lo cual ha perdido lo que tenĂa de aguafuerte goyesco y de recia estampa popular.
BURLAS DE PUEBLO A PUEBLO
Corre un dicho según el cual “medio mundo se ríe del otro medio”. En el pequeño mundo rural ocurre mucho de esto, y las rivalidades localistas encuentran desahogo e p i g r a m á t i c o en esas historietas y canciones que los de un pueblo o valle aplican a los del vecino. Recuerdo haber leído en un libro de Fernán Caballero, que los comarcanos de cierto pueblo de Andalucía hacían burla de él, refiriendo que un año en que fue víctima de una violenta inundación, su Ayuntamiento, temeroso de que el estrago volviera a repetirse, dirigió al Rey un Memorial pidiéndole que declarase al pueblo ¡puerto de mar! Reduciendo a Navarra nuestra observación, podría componerse un folleto
con las pullas de pueblo a pueblo, de las que sólo ofreceré una muestra. Echando a andar desde el Pirineo, nos encontramos con que los salacencos menosprecian a los aezcoanos, atribuyéndoles que, para castigar a un topo muy dañino, se reunieron en Concejo y, tras de discutir prolijamente acerca de la muerte más cruel y ejemplar que habrían de aplicarle, eligieron la de ¡enterrarlo vivo! En el mismo valle de Salazar, zahieren a los del pueblo de Jaurrieta con esta especie de adivinanza: ¿ Carrilludo, pantorrilludo y atalantáu en el andar? ¡ Jaurrietano! ¡No puede fallar! Volviendo a la Aézcoa, hallaremos un pueblo llamado Orbara, sito debajo de una peñaza suelta y amenazante que, según la leyenda, se desprendió del espinazo de la serranía. En los valles vecinos se refiere que, cuando la peña llegó al borde del tajo donde se afinca, los orbaranos, temerosos de que se derrumbara sobre el pueblo, entonaban en la lengua de Aitor: Orbará» Orbará, berrendico peñará. (Párate, párate, peña de Berrendi.) Y, persiguiendo deshacerla la apedrearon ¡con huevos!
—¡Ya suda! ¡Ya suda!—clamaban animosos cuando el peñasco se llenó todo de chorretones. En el Baztán, las burlas tienen un aire ingenuo e infantil, de honestos pareados: Elizondo—culo redondoIrurita—toca la chulubita. Baztanés—culo del revésLa última letrilla parece aludir a los tripazáis, a los “gourmands”, que abundan en el valle. En la zona noroeste, y prosiguiendo nuestro recorrido a través de este mapa burlesco, están Betelu, del que dicen en vasco: “Betelu: sorguiñ guztiñ ucullu” (Betelu: cuadra de todos los brujos) y Azpíroz, pueblo en alto, de cuyos naturales se mofan por aquellos contornos mediante una historieta cazurra. Dicen que un día en que las nieblas cubrían como un océano todo el valle, 8 aldeanos, persuadidos de que en las nubes se podía flotar, resolvieron precipitarse sobre ellas, metidos dentro de 2 arcones, navegando en los cuales proyectaban llegar hasta América. Los 4 argonautas de la primera expedición, una vez convenidos con los de la segunda en avisarles del buen fin de su
empresa por medio de un silbido, se encerraron dentro del arca y se lanzaron al precipicio. Rato hacía que habían desaparecido entre las boiras, cuando al cuclillo se le ocurrió silbar. Los de arriba, reconociendo en ello la señal concertada, se encerraron en el arcón y, ¡blindibláun!, al abismo también. Un poco más al norte, nos encontramos con Areso y Leiza; 2 villas antagónicas. Los de esta última cantan una canción en vasco: “Aresoarran banderá”, alusiva a una lucha entre mozos, en la que los de Areso llevaron la peor parte. Por esta zona, el pueblo víctima es Ezcurra. Cuentan del ezcurrano que fue a Tolosa y, al ver por vez primera unas calabazas, preguntó qué era aquello y le dijeron que huevos de yegua. Adquirió, en el acto, los 2 más garrafales. Cuando volvía al pueblo, una de las cuburbitáceas se le cayó barranco abajo y, como en uno de sus tumbos hiciese saltar a una liebre, el buen hombre, viendo en ella la cría de caballo, se dió a llamarla cariñosamente: —Potrico, potrico... El bicho fue a perderse entre la espesura, visto lo cual, se consoló con esta frase: “¡Bah! Ya dicen que lo que cría el monte, tira pal monte, sí.” Y... siguió su camino. Refieren, asimismo, que el escaño que ocupaba en la iglesia el Ayuntamiento era
tan justo que, cuando los munícipes llevaban capa, no cabían sentados. Trataron de alargarlo, haciendo que dos bueyes, uno por cada lado, tirasen de él. El banco se rompió; y, decididos a hacer otro, 13 leñadores andurrearon todo el monte a la busca del tronco más robusto. Elegido éste, advirtieron los infelices que ¡no llevaban hachas! Y como no era cosa de volverse, discurrieron otro procedimiento. Agarróse uno a la copa, el siguiente a sus pies y así los trece. Cuando estaban colgados, el de arriba, angustiadísimo, gritó: —¡Que las manos se me resbalan! —¡Escúpetelas! Con esto, dieron todos sus cuerpos en tierra. Allí yacían cuando saltó una liebre. Lo interpretaron como señal de que uno de ellos acababa de fallecer. Para cerciorarse, se levantó el menos molido y se puso a contar: —Uno, dos, tres..., doce. Faltaba uno. Lloriqueando, regresaban al pueblo, donde sus trece novias les esperaban. Sólo al ver que ninguna de éstas se quedó sin pareja, cayeron en la cuenta de que estaban completos. Era, que el contador se olvidó de contarse a sí mismo. Casi de peor género es la interrogación que los del valle de la Burunda dirigen a los naturales de Lacunza: “¿Lacunzaco perzac zer piñ egin zun?” (La caldera de Lacunza, ¿qué fin llevó?)
A los lacunzanos la preguntita les sabe a cuerno y, en más de una ocasión, se han liado a mamporros por su causa. La contestación de rúbrica es: “Iré aitac eta amac eguin zuena” (El mismo que tu padre y tu madre) Al Archivero del Ayuntamiento pamplonés le he oído decir que, en cierta ocasión, un lacunzano, de los pocos que no se ofenden, contestó: “Malcorratic bera eroita lepoa ausi zun” (Cayó del monte abajo y se rompió el cuello) Mi curiosidad por conocer la verdadera historia de la caldera quedó saciada gracias a un lacunzano (1). La zona media nos ofrece variadas muestras del folklore satírico rural. Desde el pareado: “La procesión de Artica: dos chicos y una chica”, con el que se pondera toda concurrencia escasa, hasta la adivinanza alusiva a 3 pueblos, que forman triángulo equilátero: “Elcano, Ibiricu y Egüés, ¿cuál está en medio de los tres?” (i) El presbítero y escritor D- Blas Alegría, quien» contestando amablemente a la carta que le dirigí, me ofreció la versión que textualmente copio: “El sábado infraoctava de la Ascensión, se celebra anualmente la fiesta llamada Amaletari en el santuario de San Miguel de Excelsis.
Uno de los pueblos que asisten a ella es Lacunza- Como en aquellas alturas no había, en aquel tiempo, posada, cada romero se llevaba consigo la pusca o raciónLos de Lacunza hacíanlo en común. Al efecto preparaban de víspera el gran mondongo; metíanlo en una caldera ad hoc... y, a la mañana siguiente: ¡alón! Los que hayan subido al Aralar por la parte de la Barranca, habrán visto a mitad del camino una peña resbaladiza, que obstruye el paso- ¡Allí fué! Uno de los que conducían la tremenda caldera perdió sin duda el equilibrio» soltó la carga y caldera y condumio se precipitaron en el abismo- De entonces le viene a ese paso la denominación: “perza botazen enecoa” (de la caída de la caldera) con que se le conoceAñaden que el molinero de Huarta, al intentar detener una de las morcillas con el rastrillo, quedó tuerto a resultas del reventón de aquélla-”
pasando por la copla de onomatopeya, que imita el son pomposo de las campanas de una aldea: “¡Qué ton-tos son los de O-ricáin! ¡ Sartén quemáu, quemáu, sartén! De más enjundia es la historia que corre, como ocurrida en Burutáin. Según ella, los de este pueblo, tratando de imitar a los de Babel, se pasaron dos años apilando comportas hasta casi tocar el cielo. Tan “hasta casi”, que sólo les faltaban una. No pudiendo encontrarla, se dijeron: —Quitemos la de abajo. ¡Y la quitaron! Tan donosa burla como ésta aplican en la cuenca de Pamplona a las aldeanas de Salinas de Oro. Si Estrabón habla de unos negros bozales de Etiopía, que saludan con improperios la salida del sol, las de Salinas, que diariamente acuden a Pamplona a vender sus productos, casi hacían lo propio. De ellas se cuenta que acudieron al Alto Tribunal en pleito contra el sol; porque, a la ida, les daba de cara y, a las tardes, repetía su ofensa, hiriéndolas de frente. La sentencia absolvió al astro rey y condenó a las salineras a cambiar el horario de sus viajes: salir por la tarde, hacer noche en la capital y regresar al pueblo a la mañana.
Por los pueblos de “tierra Estella” no faltan cuchufletas. Los de Puente la Reina llevan fama de “fatos”, de envanecidos. De donde nace el dicho: “¿De Puente y sin dinero? Malamente”. O éste, que es parecido y cuyo origen data de las guerras carlistas: “¡Oró, oró, qué airico! ¿De Puente y sin borlas? Malamente”. Los de Arróniz son motejados de “soperos”. Les atribuyen tal afición por comer sopas, que refieren que, un año, se gastaron los dineros para las fiestas en pan: lo desmigaron sobre la balsa, y se la bebieron a morro. Desde entonces no tienen agua. De la misma zona es este cantar, tan ofensivo como viejo: Judíos son los de Estella, pero más los de Lerín; porque mataron a Cristo seis días antes de abril (1). A un hortelanazo de la Ribera, le oí este otro, de sabor baturro: Brutos son los de Lerín, pero más los de Larraga, que le rompieron a un santo los morros de un sartenazo. Por las tierras del Ebro, no se perdona a los de Milagro el que se ufanen de sus cerezas famosas. Por eso cuentan que, cuando a un milagrés se le pregunta: “¿De dónde eres?”, si es en el tiempo de aquella fruta, contesta todo hueco y fanfarrón:
—¡De Milagro! Y en lo demás del año, humildemente: —De Milagrico. Fuera de esto, las cuchufletas riberanas cuajan en jotas, para cantarlas a voz en grito con acompañamiento de guitarra: Los de Ujué son madrolleros; los de San Martín, catatos; los de Olite son charrines; los de Tafalla. borrachos* (1) Debe de provenir del siglo xv, cuando las juderías de ambos pueblos eran las más importantes de Navarra.
En el reparto de las pullas, cada pueblo aguanta su vela. Y si los de Cascante llevan fama de “locabis”, los tudelanos pasan por presumidos y burlones: “Más bufón que los de Tudela”, reza una comparanza. De los de Ablitas dicen que, para que sus hijos salgan espabilados, apenas los destetan, los ponen a reñir contra el espejo. Si lo arañan, saldrán finos. Si no, ¡mal asunto! Los corellanos dicen de los de Cintruénigo que “hablan como quien bebe en calabaza” (gor gor) (1). De lo que éstos se vengan cantándoles: Los mocitos de Corella son pocos y fanfarrones; para pedir a una moza, se juntan cuatro mocones. Como puede apreciarse, no es raro que los burlados se conviertan en burladores. Y así: Fontellas, corral de vacas. Cabanillas, de cabritos* Fustiñana, de lechones... ¡ mira qué tres pueblecitos ! Ocurre que los tres pueblecitos se conciertan para impetrar de la Virgen de Sancho Abarca que haga oficio de San Antonio con las doncellas del más próximo pueblo aragonés, dedicándole este cantar de jota, tan gracioso en su agraria rudeza: ¡ Oh Virgen de Sancho Abarca! ¿qué haces en ese terrero, viendo a las mozas de Tauste
que se les pasa el tempero? (i) En su “Geografía de España”, Manuel Miranda Garro decía que en CintruénigO' se conservaba el tipo del ribero navarro en toda su pureza. Yo he notado que los hombres de este pueblo son de quijadas anchas, y hablan sin abrir casi la boca-
Y es que al ribero no le gusta que se queden las mozas “pa vestir santos”. La soltería femenina, prolongada más de la cuenta, llega a indignarle. Por eso exclama: ¡ Tanta naranja en la China! ¡ tanto limón por el suelo! ¡ tanta mujer sin marido, como hay en ese Fitero! En el valle del Queiles, es víctima de burlas el pueblo de Malón, situado en la frontera argonesa. La terminación de su nombre (y no otra cosa) hace que de él se diga este estribillo: Malón: en cada casa un ladrón; en casa el Alcalde, el hijo y el padre; en casa el alguacil, hasta el candilLa vecindad con Aragón da lugar a esta clase de reyertas, en las que los navarros tienen que oir lo suyo (l). Un dicho popular en Aragón dice: “Navarro, ni de barro”. Peor sátira encierran las palabras que Gracián, el jesuíta aragonés, les dedica en “El Criticón”, donde Critilo dice a Andrenio: (i) Los dicterios más duros contra Navarra proceden de Aymeric Picaud, peregrino francés del siglo XII, al que, por lo visto, trataron “peor que a un peal” nuestros antepasados- Los califica de “gente bárbara» feroz, capaces por un maravedí de matar a un francés, si pueden”- Nos los describe
“hirsutos y feroces”, con sus dalmáticas de pellejo, capusáis negros y abarcas, con sus azconas y sus cuernos de caza llenos de flechas. Y, después de ofrecer una ofensiva etimología de la palabra navarro, dice de éstos: “Parecen cerdos comiendo y perros hablando”Campión, en su “Compendio Histórico de Navarra”, replica a las injurias del romero gascón.
“Verás hombres más cortos que los mismos navarros, corpulentos, sin sustancia.” Y, más adelante: “De Pamplona no se hizo mención por tener más de corta que de corte; y, como es un punto, toda es puntos y puntillos Navarra.” Pérez Galdós, en su “Zumalacárregui”, recoge una copla que los aragoneses dedicaban a nuestros voluntarios del cuarto Batallón: Navarrico, navarrico» no seas tan fanfarrón; que los cuartos de Navarra no pasan en AragónPor su parte, los riberos navarros hacen burla de los aragoneses, diciendo que son “más brutos que un carro vulcáu” y “más cortos que el paso del lechonero”. Hasta que una cuarteta jotera acude a dirimir, con una broma, la pugna regional: Un baturro y un navarro se apostaron a correr. El uno llegó primero y el otro llegó después. Quedan, no obstante, pueblos baturros, como Utebo y Mallén, que siguen siendo víctimas del epigrama ribereño. Los de Utebo llevan fama de brutos, y les sabe a demonios oír el dicho: Los de Utebo. que fueron a pescar y pescaron un maderoReferí en otra parte la graciosa ocurrencia
de los mĂşsicos de MallĂŠn. Y aĂąado, para terminar, el chascarrillo del clima.
Atribúyese a un pueblo aragonés, cuyo alcalde recibió del gobernador la orden de llenar un padrón de estadística que contenía varias casillas referentes al número de vecinos, producción, estado sanitario, clima, etcétera. El buen hombre reunió a los concejales y, mal que bien, fueron llenando las primeras casillas. Pero al llegar a la del CLIMA, se atascó el carro. Los munícipes se miraban unos a otros; acudieron al secretario, consultaron librotes. ¡Que si quieres! Nadie acertaba con el significado del vocablo maldito. Y, como el tiempo transcurría sin que nadie supiera salir de aquel atolladero, acordaron completar el padrón en la forma siguiente: “CLIMA. No existe en este pueblo; pero, si es menester, lo encargaremos a Zaragoza.”
BODAS Y VIUDAS. MADRASTRAS Y CENCERRADAS
En materia matrimonial, c u e n t a Navarra con la especial institución de las bodas a vistas. Ya para el siglo XIII, alude a ellas el Fuero, cuando, en su libro 4.", titulo l.°, capítulo II. nos dice que “Si algún infanzón quisiere casar a su hija... debe coger dos o tres parientes y decirle ante éstos: Casarte queremos con Fulano, que es conveniente para ti. Y ella puede rehusar a uno y otro de los que le propongan para marido; pero, al tercero que le quieran dar, ha de aceptarlo a la fuerza”. Este rito tradicional que, según un autor, fue patrimonio de las tribus ibéricas y del que habla el Romance del Cid, se ha
conservado en la montaña hasta nuestros días. Navarro Villoslada se ocupa de él en “La mujer navarra”, serie de artículos que publicó en una revista madrileña. Yo he tratado de leer esta obra del ilustre vianés; pero a pesar de haber escudriñado bibliotecas e importunado a amigos, no conseguí mi empeño. En las bodas a vistas, como se ve, la voluntad y, en ocasiones, el interés económico de los padres prevalecen sobre el cariño de los novios. Los contrayentes pasan a segundo lugar. Son sus progenitores los que deciden el casorio. Urabayen, en “El Barrio Maldito”, describe una de estas vistas de aldea en la que los padres del futuro novio acuden a la casa de la elegida. Y mientras ella y él —que no se conocían—callan sin levantar la vista del suelo, aquéllos hablan dé tierras y de prados, de onzas y yuntas, mientras estudian a sus futuros yerno y nuera con la sagacidad del naturalista ante un insecto desconocido. Esta usanza tenía, al lado de indudables ventajas, no pequeños inconvenientes. En ocasiones, la pareja iba a la Vicaría desprovista de todo anticipo sentimental. Dos o tres entrevistas bastaban para dar por concluso el noviazgo. De ahí que un montañés que yo conozco suela decir, en broma, que le cambiaron la mujer. Su padre le llevó a vistas a un pueblo, muy distante del suyo, y a una casa
donde había tres mozas, las 3 altas, robustas y de un notable parecido. Nuestro aldeano se apalabró con una de ellas. Marchó a verla dos veces; se casaron y cuando, al regreso de su luna de miel, vió a las cuñadas, invadióle la persuasión de que le habían dado una por otra. —No me importa—decía—porque, gracias a Dios, la que me dieron me ha salido buena. De otro aldeano de Sorauren oí contar que en la austera y ritual ceremonia de las vistas, cuando a la hora del postre se planteó la cuestión económica, el padre de ella, partidario de las aportaciones por igual, le advirtió metafóricamente: —¿Sabes lo que te digo? Que mi hija llevará la comida si tú llevas la cena. A lo que el muy tunante replicó, con graciosa cachaza: —¡Bah! Pues yo... en comiendo bien, igual me importa no cenar. Pasando de las bodas a las viudas, preciso es consignar que habrá pocas legislaciones, tan favorecedoras de las viudas y tan duras para con las que reiteran matrimonio, como la navarra. El Fuero habla con encomio de la foaldat, de la fidelidad conyugal, de la lealtad a la memoria del cónyuge muerto. En esto, yo creo que el dechado nos lo brinda la Isabelita del romance; un romance muy viejo, ungido de emoción y de gracia, que se conserva en la Ribera, entonado como canturia por las chicas que saltan a la
cuerda. Es aquel, tan precioso, que dice: —Soldadito, soldadito ¿ De dónde ha venido usted ? —De la guerra, señorita; ¿qué quiere Vuesa Merced? —¿ Ha visto usté a mi marido en la guerra alguna vez ? —No, señora, no lo he visto, no sé de qué señas es. —Mi marido es alto y rubio alto y rubio, aragonés. En la punta de su espada lleva escrito que es Marqués. —Por las señas que usté ha dado, su marido muerto es. Lo llevaron a Valencia a casa de un genovés—Siete años he esperado y otros 7 esperaré; si a los 14 no viene» monjita me meteré, de esas monjitas que llaman monjitas de Santa Inés—Calla, calla, Isabelita; calla, calla, mi Isabel. Yo soy tu querido esposo y tú mi linda mujer. Para desgracia de las viudas, el ejemplo de esta heroína no logra muchas imitadoras. Y digo para su desgracia ya que, por lo común, no suelen ser afortunadas las viudas que repiten consorcio. Que no en balde decía San Pablo, con aquellas
palabras que a mí siempre me han hecho impresión: “La mujer cuyo marido fallece, quedará libre... cásese con quien quiera. Pero mucho más dichosa será si permanece viuda; y estoy persuadido—añade—de que también en esto me anima el espíritu de Dios.” (Epístola a los Corintios; cap. VII, vers. 40.) No obstante la prevención legal, la profética admonición paulina y las cencerradas, la mayor parte de las viudas han preferido, y siguen prefiriendo, la desdicha de un nuevo casamiento. La epigramática rural abunda en chanzas contra el afán, a veces prematuro, de repetir enlace, que se apodera de ciertas viudas. Montañés era quien me contó el siguiente chascarrillo: Un hombre, viejo y achaquiento, matrimonió con una moza joven, a la que muchas veces repetía: —¡Bah! Si yo muero, pronto te buscarás otro marido. Ella juraba y perjuraba que le sería fiel tras de la muerte, como se lo era en vida. Pero él, celoso y receloso, decidió someter a probanza las promesas de su costilla. Para lo cual, y tras de haberse concertado con su amigo más íntimo, se fingió muerto. El amigo acudió a dar su pésame a la viuda, y, quedándose a solas con ella en la alcoba mortuoria, comenzó, a lo primero con circunloquios, y después crudamente, a requerir su amor.
La viuda, lejos de mostrarse reacia, admitió con el mejor talante los requiebros y, al cabo de una hora, mostróse demasiado dispuesta a cambiar de estado. Tan dispuesta, que su requeridor, temeroso de que el difunto, enfurecido de oír aquello, se incorporase, no halló arbitrio mejor para salir del trance que plegar velas y oponer, al buen ánimo de la viuda, argumentos en contra propia. —La cuestión es que yo... si te voy a decir verdá... pero tengo un defecto grande... que nadie sabe entodavía. —¿Qué tienes, pues? —No te diré; me da mucha vergüenza. —Jesús; ¿tan grave es eso? Ya me figuro; que estás tísico o enfermo. —Peor casi; es que de noche, ¿sabes? pues... sin querer... me ensucio en la cama; como los chiquillos. Ella se echó a reír de largo. Cuando acabó, le dijo, mintiendo a costa del difunto: —¡Valiente cosa! ¿De eso te apuras? ¡Bah!, ya estoy acostumbrada, sí. ¡Las veces que este pobre (señalándolo) me habrá hecho lo mismo!... —¿Yo? ¡Mentirosa, traidora!; ¿yo ensuciarme en la cama?—saltó el difunto, harto de oirla. Con lo que la farsa terminó en tragedia. Sé de una simple de Mendigorría que, explicando lo mucho que la quería su marido, contaba que diariamente la obligaba a rezar un padrenuestro, para
que no se quedara viuda. Con las madrastras, la musa popular llega a ensañarse: “Madrastra, el nombre le basta”; “Madrastra: el diablo la arrastra”, repite, con encono, el refranero. Y se cuenta de una madrastra, muy ladina, que tenía un hijo propio y dos hijastros. A la hora de comer, servía a cada hijastro una ración y al suyo nada. Pero en seguida les decía a aquéllos: —¿No os da lástima?; vuestro hermanico, el pobre, sin comer. ¿Por qué no le dais la mitad cada uno? Accedían los infelices, de donde resultaba que su hermanico, el pobre, comía doble que ellos. Otra usaba de treta parecida con los hijastros. A mediodía les planteaba este dilema: —¿Qué queréis más, comer o que os dé una peseta a cada uno? —La peseta. Y por la noche, cuando llegaban desfallecidos de hambre: —El que no me dé la peseta, no cena. La devolvían; ¿qué remedio, si no? Esta animadversión popular hacia las madrastras parece encontrar eco en las leyes de nuestro viejo Reino, las cuales establecen rigurosas medidas y acertadas reservas, para evitar que los entenados puedan resultar víctimas del segundo consorcio... Dijérase que guardan el mal recuerdo de la célebre Juana Enríquez,
mujer de Juan II y madrastra del Príncipe de Viana, a cuyo influjo se atribuye la desheredación, la cárcel y hasta la muerte por veneno del desdichado Carlos. La misma prevención y recelo hizo que el pueblo, desde muy antiguo, castigase con cencerradas los matrimonios de los viudos. La Ley 59 de las Cortes de los años 1724 al 26 prohibía, bajo pena de un mes de cárcel y multa de 50 ducados, organizar cencerradas o concurrir a ellas, “aunque sea con motivo de casamientos de viudos o viudas” (1). Andando el tiempo, las cencerradas se reservaban para castigar los casorios de viudos viejos con mujeres jóvenes. Hogaño, va desapareciendo esta costumbre; pero los viejos recuerdan cencerradas de ordago, en las que todo el pueblo participaba y que, más de una vez, terminaron con puñaladas o trabucazos. No valía que los novios, en evitación de ellas, se casasen temprano o lo hicieran en otro pueblo. La vindicta popular les esperaba, inexorable, al regreso del viaje de bodas. La gente, armada de sartenes, calderas, almireces, pe(i) Antaño, cuando se descubría una mujer de mala vida, se le afeitaban las cejas y» en medio de una brillante cencerrada, se la conducía hasta los límites del valle- Una vez en ellos, la despedían, dándole una sábana y un pedazo de pan- (J- A- Chao, “Viaje a Navarra”- 1835.)
Años después que nuestras Cortes, en 1797, el Obispo de Calahorra, Aguiriano, reprobó, en una Pastoral, la costumbre de las cencerradas.
rolas, collarones, esquilas, cencerros y demás aparejos de ruido, organizaba durante varias horas el estrépito más insoportable frente a la casa de la infeliz pareja. En Ablitas recuerdan todavía la copla que, después de la cencerrada y por espacio de mucho tiempo, le cantaron a un sastre muy viejo que se casó con la criada: ¡ Celestina, Celestina! Cuántas veces dirá el sastre: Celestina» dame el mono (el orinal), que no puedo meneame. Y a mi abuela le he oído referir la imponente asonada que se armó en Miranda de Arga hacia mitades del siglo pasado. Un viejo de más de setenta años, viudo tres veces y apodado el Marchena, casó, tozudo, con una moza, un tanto floja de tornillos, que tenía por mote la Pachisvobis y era hija de Perico el Simple. El murgazo duró ¡ocho días!, durante los cuales guardó fiesta todo el mundo. Calderos, orinales, cencerros y esquilones, pozales con pedruscos, toda la batería del estrépito se empleó para armar batahola. Los enemigos de Gedeón hubieran vuelto a huir ante el fragor y estruendo que movían los mirandeses. Las campanas doblaron a muerto, y
recorrió las calles una grotesca procesión fúnebre. Medio pueblo formó en ella, portando velas y candiles, y a su final, sobre unas parihuelas y metido en un cofre vetusto de los de clavos y pellejo de cabra, conducían a un viejo, apodado Pedrote, que representaba al homenajeado; el cual Pedrote, asomaba por fuera del reducido ataúd su cabeza, cubierta de guedejas a usanza de la época, y los huesancos de sus rodillas encalzonadas. Otro símbolo del cortejo consistía en un dominguillo rebutido de paja, que representaba al hijastro de la Pachisvobis. Cualquier vieja del pueblo recuerda hoy las canciones que, alternando con las salmodias fúnebres, entonaban los manifestantes: A la Pachisvobis la quieren casar con un viejo chocho; ¡ lástima me da ! Mocos y gargajos no le faltarán; las impertinencias que los viejos dan. Josefa del alma, hazme chocolate, hazme chocolate que no puedo más* Al remansar la comitiva ante la casa de los desposados, se hizo tan recia la matraca, que desde las ventanas cayeron sobre la multitud paletadas y pozalazos de tizo-
nes encendidos. Con aquello la mojiganga adquirió caracteres de motín, y las autoridades se vieron precisadas a meter en la cárcel a mucha gente. En la exigua perrera municipal juntáronse hombres y mujeres y organizaron grandes juergas y bailes, que coreaba, desde la plaza, la muchedumbre. Juan José Salamero presenció, en cierto pueblo de la Ribera, la agresiva asonada con que obsequiaron a un pastor reincidente cuando salía de la iglesia, recién casado. Fué tan brutal, que sólo por milagro se concibe que los novios salieran bien del trance. Porque el vecindario, en lugar de sembrar de flores el camino de los esposos, lo que hacía era arrojar sobre ellos enormes recipientes de barro: ollas, palanganas, barreños y macetas vacías. La pareja infeliz dió muestras de un heroísmo singular.
De nada pareció apercibirse; ni de los proyectiles que se hacían añicos ante sus pies, ni del estrépito infernal de latas arrastradas, cencerros, coberteras y calderos que aparejaban a sus espaldas. En Caparroso la matraca comienza el día en que amonestan al viudo o viuda víctimas. Los alborotadores ocupan posiciones en lo alto de los cabezos que rodean el pueblo y a la luz de la luna baten su instrumental con un ahinco y una obstinación dignos de mejor causa. El vituperio se repite en las noches siguientes hasta la del casorio.
CAPEAS Y CORRIDAS
Antaño, las corridas y capeas se amenizaban con muy diversas suertes y artilugios. Un viajero francés, que visitó la ribera navarra a finales del siglo XVIII, nos dice que era frecuente en las novilladas poner botargas (1), muñecos de mimbre y maniquíes bajo los cuales se escondía un mozo que, al ser acometido, escapaba. Cuenta que vió en Tudela colocar ante los toriles una estatua hueca, de cuyo interior salieron crías de zorro y gatos que espantaron al animal. Añade que solían poner 2 figuras de madera (un hombre y una mujer) clavados a los extremos de una barra giratoria para gozar con el espanto del novillo ante el movimiento de las figuras. La tradición de las botargas es antiquísima. (i)
Ascanio el gramático refiere que en las fiestas taurinas de Roma se empleaban—h&oe la friolera de veinte siglos—hombres de paja para excitar a los toros, que se encarnizaban con ellosHasta ^íace poco, los ganaderos navarros servíanse de estos dominguillos para probar la bravura de sus becerros-
Leyendo a Ignacio Baleztena (“Premín de Iruña”), me enteré de que en los siglos XVII y XVIII el llamado toro de fuego era un toro de carne y hueso, aparejado con una manta toda erizada de cohetes, troneras y fuegos de artificio que construían los güeteros de Pamplona. Este toro infernal, que parecía salido de los antros de Plutón, era toreado por los mozos al final de la corrida de San Fermín, ya de noche (1). El mismo Baleztena refiere que, con ocasión de la visita de la Reina Isabel de Valois a Pamplona, se soltó por la plazuela del Palacio un toro con una rueda de artificio sujeta a los cuernos. En el año 1868 sacaron en Tafalla un toro muy bravo con una paloma atada al testuz; más de un valiente llegó a tocarla; pero no la pudieron coger. Por entonces, los toros salían con una moña o divisa y el arrancársela constituía para los mozos un honor, aunque a veces les costara la vida. Por igual época, en Tudela, una mujer del pueblo introdujo la novedad del cántaro. Durante muchos años, en la corrida de Santa Ana, la referida mujer se echaba al ruedo y, estando el toro en él, lo cruzaba rápidamente llevando sobre su cabeza un cántaro lleno. Le salieron imitadoras y el alcalde tuvo que suprimir la peligrosa suerte (2). Año por año van desapareciendo estas novedades que
(r) Según algunos autores, el toro de fuego constituía diversión popular entre los celtíberos. Atribuyen su origen a la batalla de Hélice, en la que el caudillo celtíbero Orisón derrotó al cartaginés Amílcar lanzando por la noche contra sus filas novillos uncidos a carretas, llevando sobre las astas haces de leña ardiendo. Las Rebecas y canéforas de la Ribera tienen arte especial para correr llevando el cántaro a la cabeza sin que se les derrame ni se les caiga- En Fustiñana, Corella y Cintruénigo se celebran “Carreras de mujeres con cántaros llenos”» en los que no se les permite poner las manos ni un instante(2)
amenizaban las corridas y las capeas. Actualmente sigue empleándose la llamada suerte del cesto. Un mozo, que sostiene sobre su tripa un cesto, avanza seguido de una larga ristra de hombres, y aguanta así las embestidas de la fiera. En Peralta he visto levantar en el centro de la plaza una rueda de carro al extremo de un poste vertical. Los perseguidos saltaban a los radios y, encaramándose a pulso, esquivaban los derrotes de la vaquilla. En muchos pueblos establecen el valladar humano: una grada baja; a veces un banco de carpintero, lleno de hombres, al que saltan los acosados. Las vacas no se atreven a arremeter contra “tantismo personal”. Sin embargo, un año, en Murchante, una ladina se atrevió con los del tabladillo y causó no sé si una o dos muertes. En Cascante el valladar humano se instala en lo que llaman el “furuco” o “zuruco”. En el lado de la Plaza Mayor ocupado por la Casa Consistorial dejan sin vallar un espacio de unos ocho metros a la sombra del tablado de la música. Entre los maderos que sostienen éste se apretujan los mozos y, cuando la vaca trata de penetrar en el “furuco”, le arman tal
alboroto de bramidos y manotazos de aspaviento que acaba por huir espantada. En Cintruénigo, introducían en el suelo la mitad de una pipa vacía, metidos en la cual dos mozos incitaban a la “fiera”. Cuando ésta arremetía, se agachaban, chasqueándola. En Tafalla ejercitaba suerte parecida, a mitades del ochocientos, un Cojo de Arta joña que llevaba una pata de palo. Se metía hasta medio cuerpo en un puntido o sumidero y, desde allí, citaba al toro. Cuando éste iba por él, se ocultaba dentro de su agujero y, sacando la pata de palo, le daba golpes en el morro. El avieso cojo se hizo «on esto muy popular. Otra diversión fuera de programa consistía en citar al astado desde un portal abierto y obligarle a penetrar en el zaguán; en ocasiones, a subir al piso, donde se armaba entre los inquilinos el guirigay y trapatiesta consiguientes. En las fiestas de Ablitas, hace siete años, ocurrió un caso de éstos. Un manso que salió furo y corneador se metió, persiguiendo a un mozo, en un portal y, ascendiendo por la estrecha escalera, llegó al segundo piso. Cundió el pánico dentro de la casa, cuyos balcones empe>zaron a vomitar gente sobre los tablados. Poco
después, de una de las ventanas de junto al alero se descolgó un mozo y quedó asido de la punta de los dedos sin atreverse a dar el salto. En seguida se vio asomar por el hueco la cabezota enorme del cabestro inquilino que, en un rasgo bucólico, se puso a lamerle los dedos con su lengua áspera y rosada. En muchos pueblos de Navarra, a imitación de la capital, tiene lugar a las mañanas el encierro del ganado por las callejas, entre la desaforada grita de las mujeres. En Cascante celebraban una especie de encierro oficial. El día en que llegaban las vacas las subían por la calle Mayor, precedidas y seguidas por todo el vecindario, hasta meterlas en el Ayuntamiento, en cuya planta baja habilitaban los chiqueros. En Estella y en algún pueblo más, las chicas corren ante el ganado y las hay más valientes que los hombres. En las últimas fiestas de la ciudad del Ega (1939), 3 muchachas resultaron cogidas y no sin consecuencias para sus huesos. Fuera de casos excepcionales, las mujeres intervienen en las capeas como desaforadas gritadoras. Ellas van subrayando las emociones de la fiesta con chillidos tan agudos y largos, que se clavan como agujas en el oído: —¡Corre, que te cogeeeee! —¡Arrímate, Mendiola, que te Y
convieneeeee!
la letra final la alargan y entrecortan golpeándose la boca con la mano a la manera de las moras (1). No será extraño que esta manera de gritar tenga procedencia árabe. La pasión por las capeas en los pueblos de Tafalla abajo llegaba (hoy ha menguado notablemente) a extremos inconcebibles. Pedro Arellano escribe, comentando la locura que sienten los de la Ribera en oyendo cencerros, que un año en que el encierro coincidió en Ablitas con la Misa Mayor, casi todos los fieles, en un momento de inconsciencia, salieron a la puerta del templo a presenciar el paso del ganado. En Cascante, todo el pueblo, sin distinción de clases, edades ni sexos, sale a las afueras de la ciudad a esperar las vacas; y si a cualquier hora del día o de la noche queréis poner en movimiento al vecindario (a las mujeres las primeras), no tenéis más que gritar: “¡Que las entran!”, o mover una de esas talanqueras o vallas giratorias con las que cierran las bocacalles cuando el ganado va a pasar. El año 1865 el Ayuntamiento de Tafalla se dividió en dos bandos. Proponian los unos que el dinero de las capeas se utilizase en adquirir un terno para la
iglesia de Santa María. Los otros se oponían al cambio de consignación. Hasta que el alcalde adoptó la postura ecléctica diciendo textualmente: “Yo quiero terno y cuerno”. así se hizo. Hubo dalmáticas y toros. Al año siguiente suprimió, sin motivo, las capeas. Se temía una alteración del orden; pero todo quedó reducido (i) Waldo Franck, en su “España Virgen”, dice, aludiendo a las mujeres de Marruecos: “Se oye un grito agudo que se hace palpitante al golpear con la mano los labios entreabiertos*” Y
a que los mozos se pusieron una toca blanca y negra, diciendo, en son de chunga, que eran los lutos por la mujer del teniente alcalde que había muerto hacía poco. Como cita interesante en relación con la afición taurina de mi tierra (donde se ha dado el caso de sentirse toreras hasta las religiosas), citaré el que refiere el sacerdote francés Branet, que residió en Tudela durante el año 1797. Branet consigna en sus “Memorias” que, el día de Santa Ana de aquel año, las Capuchinas y las monjas de la Enseñanza “hicieron correr una ternera por el interior de sus conventos respectivos, de modo que no hubo comunión al día siguiente aun cuando era de regla” (1). ¡Sería cosa de ver a las buenas monjitas citando a la novilla, para correr, llenas de susto, por los senderos de la huerta o esconderse en las puertas del claustro! La Plaza de los Fueros tudelana se construyó ex-
profeso, hace dos siglos, para ver las corridas: con sus balconajes a igual altura y sus casas de tejado común (2). Y es curioso también este dato: a las corridas asistía el Cabildo catedralicio, que tenía su palco junto al del Regimiento (3). (i) En el Diccionario Espasa (artículo TOROS) puede leerse que “con motivo de la canonización de Santa Teresa de Jesús, se corrieron toros dentro de la catedral de Palencia”. (2) Ya que hablo de plazas de toros, diré que el ruedo mayor del mundo es el de la vieja Plaza de Toros de Estella, hoy en ruinas* Una vez toreó en ella Frascuelo. —¿Qué le parece a usted la plaza?—le preguntaron. —Que no se llenará nunca—contestó* Y así era* Su constructor, un hombre apodado el Majo, tuvo el capricho de que su redondel ganase en diámetro al mayor de España: el de la Plaza de Valencia. (3) Mariano Sáinz, en sus “Apuntes tuledanos”, da cuenta de un suceso medio religioso y medio taurino digno de consignarse* A mitades del siglo pasado, llegó a Tudela la cabeza milagrosa de San Gregorio Ostiense (protector de los campos contra la langosta).
En esta plaza de mi ciudad he presenciado más de un pánico por causa de las dichosas vacas. Como ocurre que en agosto y septiembre se celebran las fiestas de casi toda la Merindad, no es raro que se desmanden los ganados de las capeas; sobre todo, teniendo en cuenta que los mozos procuran estorbar su entrada en los pueblos, con vistas a prolongar las fiestas. Debido a esto, bastaba que a cualquier mala idea se le ocurriese hacer sonar cencerros o gritar simplemente: “¡las vacas!, ¡las vacas!”, para que el gentío, que en las noches de música llena la plaza, se disolviera, volcando sillas y veladores, en una loca zarabanda que arruinaba a los cafeteros. Alguna vez ha sido de verdad; como cuando una vaca huida cogió al “Cacorro”. “Cacorro” era más sordo que una pared. De él se cuenta que, en un juicio que tuvo, le preguntaba el presidente de la Audiencia: —¿Cómo se llama usted? —Sí, siñor. —Acérquese. Que cómo se llama usted. —¿Yo? Francisco Sánchez Ventura, alias Cacorro, hijo de viuda, mal criado. —¿Es usted el procesado? —No, siñor. Soy el dilincuente. Pues bien; a este Cacorro, por ser ton sordo, le pilló la vaca junto al arco de la
plaza, le dió varios zarrapotazos y, al final, lo echó al aire. Al caer, se le disparó un Con tal motivo, hubo corrida- Y cuando, al anochecer, el Ayuntamiento, el Cabildo y el pueblo acompañaban procesionalmente la imagen para despedirla, apareció por el puente del Ebro un novillo tuerto de los lidiados a la tarde. La procesión se desbarajustó en medio de una confusión espantosa- El capellán que portaba la imagen perdió en la huida el bonete y el solideo y, lo que es peor, la cabeza del Santo perdió la valiosa mitra que la adornaba-
pistolón que llevaba, pero ni las cornadas, ni la volteta, ni el disparo del pistolón le hicieron daño alguno. Mis paisanos siempre llevaron fama de apasionados por la fiesta taurina; y corre un cuento de uno de ellos que se coló en el cielo y, como no hubo medio de dar con él, hizo el Señor que un ángel trompetero anunciase corrida en Tudela. Al oir el pregón, el intruso abandonó la gloria a escape. Años atrás, la Plaza de mi pueblo llevaba mala fama. Se armaban broncas fenomenales y, por si un picador alargaba la pica o barrenaba al toro, llovía sobre él cuanto de arrojadizo había en los tendidos. Mis paisanos, en la Plaza de Toros, eran bastante “sarracenos”; y, si puedo citar casos muy gordos en apoyo del calificativo, debo también hacer constar que las cosas han cambiado completamente55 (1). Sólo diré que, hace bastantes años, dos de los empresarios de la Plaza se trasladaron, creo que a Madrid, para ofrecer a Rafael el Gallo la corrida de Santa Ana. —Quisiéramos que torease usté en Tudela. —¿En Tudela de Duero? —No; en Tudela de Navarra. 55
(i) El epíteto sarracenos no es mío, sino de un ribereño procer, el Conde de Rodezno, quien en su libro “Carlos VIIDuque de Madrid”, escribe” : “Aquellos hombres cabileños, mediterráneos y sarracenos como todos los riberos de Navarra”-
El calvQ torció la jeta como si le acabaran de mentar la bicha. —Allí no va el hijo e mi mare, aunque me paguéis ustede er doble. —Pero, ¿por qué?—le preguntaron. Se limitó a decir: —“Tiran mucho casuelasos”.
DEVOCION POPULAR
Sabida cosa es que el bajo pueblo trata a los santos con una familiaridad, entre ruda y campechanota, que toca, a veces y sin querer, en la irreverencia. Los adora y los siente tan próximos (tan prójimos) como si fueran paisanos suyos. Humaniza su trato con ellos en tal forma que, cuando les pide algo, llega a mezclar la coacción con la súplica, en un reniego amable de padre a hijo. Tenemos un ejemplo en el cariño de Tudela por su Patrona Santa Ana, que una copla de jota expresa con sentida emoción: Al irse a Aragón la Virgen, dejó en Tudela a su madre; que no hay rincón en la tierra donde más de veras se ame.
Pues bien; es popular el dicho de “Santa Ana, mengüete...”, que responde a un suceso de hace bastantes años. Con motivo de una avenida de las más alarmantes del
río Ebro, el Regimiento y el Cabildo acordaron, como era costumbre, sacar en rogativa la imagen de Santa Ana a la entrada del puente. Y en ocasión en que la muchedumbre imploraba de la divina imagen el descenso de las aguas embravecidas, un hortelano “mucho bruto” clamó con vozarrón que oyeron todos: —¡Santana, mengüete; si no, capucete! Que era decirle: o mengua el Ebro, o te damos un remojón. En el libro “Mitología Asturiana”, de C. Cabal, me encontré con que, en Cudillero, los pescadores, la mañana de San Pedro, atan una cuerda a la garganta de la imagen del Santo y lo sumergen en el mar, mientras un pescador le conmina a que bendiga las aguas y atraiga a los besugos. A veces, lo tenían hundido varios días. Los párrocos, después de muchos años de campaña, consiguieron desterrar la costumbre. El zambullir imágenes de santos en el mar y en los ríos para impetrar de ellos la pesca o la lluvia debió de
ser antaño usanza general. Aun hoy en Cataluña y en León las mozas casaderas esconden a San Antonio en el pozo de sus casas hasta que les depare un rondador. En Jaca, el esqueleto de Santa Orosia tiene los calcañares carcomidos a fuerza de inmersiones en demanda de agua para los campos. Volviendo a mi Navarra, contaré que en Ablitas, y en el día de San Antón, los mocetes, hasta hace poco, recorrían las calles con una estatua de madera toscamente tallada, que decían ser la del Santo, y a voz en grito le pedían la lluvia para lograr cosecha. Esta costumbre y el hecho de que un día de pedrisco se sacase a mitad de la plaza de Corella la imagen de San Roque, constituyen la supervivencia del procedimiento que, según he leído, empleaban los campesinos nava-
rros del siglo XVI para pedir la lluvia al Santo y que consistía en gritar: —¡Que se le bañe! ¡Que se le bañe! (1). Felizmente, las coacciones de este género, en las que algún sutil pudiera ver restos de viejas idolatrías, han desaparecido para siempre. Subsiste, en cambio, la familiaridad francota y confianzuda en el trato con las imágenes apuntada al principio. En Corella, y en la víspera de San Juan, trasladan la diminuta efigie del Bautista (a quien, por esto, llaman San Juanillo) desde su ermita a la parroquia del Rosario. Antaño la conducía el párroco en brazos y había la costumbre de que un vecino, gracioso y decidor, fuese delante echándole cuartetas y diciéndole cosas al Santo en tono de reproche cariñoso y de súplica: “¡Tunantuelo!; que nos has hecho pasar mal año; que nos has dejáu sin trigo con los bochornos que nos has mandáu; ¡cuida con las tronadas; no nos destroces la hortaliza!; ¡San Juan: a
real el pan!”, etcétera. El Padre Isla, en una de las cartas que dirigió a su hermana, cita la frase de un navarrote que no deja de tener agudeza. Dice el autor de “Fray Gerundio”: “Tu insigne país (alude a Galicia) se parece mucho al concepto de la santidad que formaba cierto navarro, el cual, siempre que veía la estatua de algún santo de medio cuerpo, decía con gracia: Eso es una friolera: santo... santo de medio cuerpo arriba también lo sería yo; la dificultad está en serlo de medio cuerpo abajo.” (x) Acerca de esto, el periódico parisino “La Tradición” publicó un artículo en 1889 <111-77)* Recientemente, en Estella, cuando se celebraban rogativas para pedir lluvia, los cofrades que formaban la procesión iban cantando esta tonada en forma de letanía: ¡ Ojalá llueva! ¡ojalá, ojalá!
En Corella, y en la Parroquia del Rosario, hay una imagen de San Francisco que talló un escultor indígena con la madera de un pomar, motivo por el cual le sacaron cantares: San Francisco el del Cordón ¡ quién te conoció pomar ! en el huerto del tío Burque junto a un guindo garrafalExiste una variante de los dos versos últimos que dice: del pesebre de mi burro eres hermano carnal, y que, a pesar del aparente ultraje, tiene su explicación histórica, ya que con los residuos de la madera que utilizó el artista, alguien del pueblo sacó las tablas para una pesebrera (1). Casos como éste son inevitables y, para demostrarlo, os podría encajar esta copleja: Hasta la leña del bosque tiene su separación; una sirve pa hacer santos y otra para hacer carbón. En materia de coplas chanceras, alusivas a santos, pudieran apuntarse varias muestras. A un hortelano de Cintruénigo le oí una,
que parece inocente, y que encierra en su último verso sátira parecida a aquella de Quevedo cuando, al ofrecer flores a la Reina, le largó el conocido pareado: Entre la flor blanca y la roja Su Majestad es coja. (i) Para este caso hallé una cita de Baltasar Gracián» quien, en su “Oráculo Manual”, escribe: “Nunca bien venerará la estatua en el ara el que la conoció tronco en el huerto.”
La que apunté rezaba de este modo: San Sebastián fué francés y San Roque peregrino, y lo que lleva a los pies, San Antón, es un cochino• Años atrás, en la ermita del despoblado de Pedriz, sito entre Ablitas y Murchante, los labradores de los pueblos vecinos celebraban la fiesta de San Juan con un banquete al que acudía el clero. Y era costumbre que, acabado el yantar, uno de los cofrades obsequiase a la imagen barbuda del Santo con esta jota de mala pata: Adiós» pulido San Juan que, como eres tan mal mozo, no has podido reclutar ni un ocho pa resurate. En Cintruénigo cantan una que parece inventada por algún laminero: Si la Virgen de la Paz se volviera caramelo, me la comería yo el veinticuatro de enero* Y en otro pueblo que yo me sé, ensalzan el martirio de Santa Agueda entonando esta otra: Gloriosisma Santa Aguéda, de las santas sin rival, que le cuertaron les pechos igual que se cuerta un pan. Coplas de este jaez se han llegado a cantar en los pueblos y se siguen cantando con un apego tal a la tradición, que los párrocos se ven y se desean para desarraigarlas. Tal ocurre en El Buste, aldea próxima a
Tarazona, donde, desde muy antiguo, vienen dedicando a San Roque una tonada irrespetuosa; pero tan reciamente ahincada en el alma del pueblo, que venia tolerándose hasta hace pocos años y que, en cierta ocasión, la escuchó el propio Cardenal Soldevila, cuando era Obispo de aquella diócesis. Esta letrilla tradicional, cantada y accionada por los mozos cuando la imagen del Patrón sale a la calle, es como sigue: Sooo... Sooo... soberano San Roque, de... de... devino Señor, asnos... asnos... partécipes de Tanca... de Tanca... de la Encarnación. Los busteños gozan en subrayar los vocablos más carreteros, el ¡so!, el ¡de vino!, el ¡asnos! y el ¡del anca!, por lo que el cántico cerril, gritado a voz en cuello al aire del Moncayo, en el ambiente agrio de la plaza con sol, del pueblo pardo y de la fiesta religiosa, constituye un espectáculo pleno de reciedumbre y de pintoresquismo. Más conocida que la de El Buste es la cuarteta, cazurra y torpe, atribuida a varios pueblos y que—según noticias— era cantada al descorrer los cortinajes que ocultaban la efigie de San Marcos: ¿ Qué es aquello que aparece detrás del altar mayor? Es San Marcos protomártir, virgen y madre de Dios-
En su afán de elogiar al Evangelista, la musa aldeana no reculaba ante el peligro de adjudicarle los más disparatados atributos. Del mismo modo, he oído contar de un pueblo de la Rioja donde sigue representándose un paso religioso de la Pasión que se inicia con la escena del prendimiento, mediante este diálogo que, dicho con la prosodia y el tonillo con que lo dicen, debe de resultar jocoso: —¿Eres el Mésias? —El mesmo. —Pues... dásus preso. En mi orilla del Ebro perviven muchos dichos en relación con la materia. Exagerando la osadía de alguno: “Ese es capaz de hablarle a Dios de tú”. Mofándose de un orgulloso: “Se cree que es del sobaco de Cristo”. Para dar evasiva: “Rézale una Salve al Credo”. O éste que aplican cuando recelan de algún prójimo: “¡Que te conozco, San Antón, que me quieres matar el burro!” Los de Valtierra, no sé por qué, dicen que su Patrón San Irineo fué garapitero y otro dicho que aplican los riberos para alegrarse de la desgracia ajena es éste: “San Jorobarse está en Caparroso, debajo del puente”. Ya Baroja observó que es rasgo peculiar de la ribera de Navarra el de barajar en la conversación nombres de símbolos y atributos del culto. En su novela “La Ruta del Aventurero” nos cuenta que, a su paso por Valtierra en una
tarde de bochornazo, y como se quejase del calor en la taberna, alguien le adoctrinó con esta hipérbole “sarracena”: “Aquí en verano se asa el Palio y en invierno se hiela la Virgen.” Sin embargo, es de justicia reconocer que por encima de tales despropósitos y excesos, la devoción del pueblo tiene una fuerza y un arraigo pasmosos. Cualquiera de esos campesinos rudos y mazorrales que le encajan chanzas a un Santo, sería muy capaz, ante un ultraje a la Patrona de su pueblo, de repetir aquella reacción de Ignacio de Loyola en caso parecido de que habla el P. Rivadeneyra (1). Y aun habría que ver si, puesto en trance de revivir la escena, dejaba rienda suelta a la caballería. (i) Cuenta el biógrafo del Santo que, yendo éste de camino a lomos de una muía, se juntó con un moro que iba a caballo* Trabaron ambos conversación y, en el curso de ella» el infiel ultrajó la virginidad de María. San Ignacio, herido en lo más caro de su amor, resolvió matar a su acompañante y, como se acercasen a un lugar donde se bifurcaba el camino, soltó las riendas de su muía para que ésta, siguiendo junto al moro o apartándose de él» decidiese sobre la muerte del adversario. Y ocurrió lo segundo, que los viajeros se separaron»
DEL GARDACHO AL SACAMANTECAS
El bajo pueblo, que está dotado de una enorme capacidad de ilusión, sigue creyendo en una gran folla de extravagancias, y cuenta con un vasto repertorio de presagios y de supersticiones, de prácticas y ritos. Algunos de los cuales aparecen emparentados con lo religioso, mientras que otros rezuman el resabio de viejos usos de hechicería. Como este libro tiene mucho de batiburrillo y yo prefiero la amenidad al cientifismo, expondré cuanto llevo recolectado en la materia, sin esa rigurosa sistematización que aconseja Frankowski, sino agrupando los ejemplos en racimos de afinidad y parecido. De chicos, nos imbuyeron una cosecha de creencias tan ingenuas como absurdas. Por ejemplo: que, untándose con ajo las palmas de las manos, se hace saltar la regla con
que golpea el maestro; que el jugar con fuego llevaba aparejado irremisiblemente el hacerse pis-pis en la cama; que el coger en el campo ciertos margaritones producía dolor de cabeza; que, al que mata una culebra a pedradas, se le llenan de rayas negras las manos; que es peligroso que la luna entre en el cuarto donde duermen los chicos (1). Nos decían que, cuando el pan se pone boca abajo, pena la Virgen; que, si viéramos alguna vez una liebre colorada, nos pegásemos en la frente con una piedra, y que, entonces, la liebre se iría toda mansica a nuestra casa; que las lagartijas y los sapos fuman, y que, cuando a una de aquéllas se le corta la cola y el trozo seccionado se retuerce, es que echa juramentos y maldiciones (2). Nos enseñaron este apotegma en verso, previsor y fatídico: Si te pica la vibóra, no vivirás una hora» Si te pica el “arraclán”» ya no comerás más pan. Convenciéronnos, asimismo, de que la saliva del sapo es tan mortal como la picadura de los alacranes. Esta última creencia no es exclusiva de la infancia,
y de ella sigue participando la gran masa del vulgo. Constituye la pervivencia del influjo satánico del sapo, difundido en la época brujesca, cuando con su saliva fabricaban los hechiceros sus mezclas “ponzoñosas” y el unto verdinegro con que se ungían para poder surcar los aires. Los gitanos evitan el dormir descubiertos a la luz de la luna. Creen, de antiguo» que la mirada de la luna es venenosa y produce fuerte escozor en los ojos y, a veces, la ceguera. Borrow cita, en apoyo de esta creencia, un versículo de la Biblia: “El sol no te herirá por el día, ni la luna por la noche.” (Salmo 131, versículo 6.) En Baztán, cuando a los chicos se les cae un diente, lo echan al tejado diciendo: “Murciélago: toma mi viejo y dame mi nuevo”. En Roncal lo tiran al fuego, pero, en vez de decir murciélago, dicen: “Señor...”, etcétera. En muchas partes, cuando dos mocetes ven a un perro defecando, se agarran por los dedos meñiques para que cese en su postura- Y se sacan las mentiras unos a otros» haciendo crujir los huesos de los dedos* (1)
(2)
Idéntico carácter de tabú posee, para el vulgo, el lagarto; el gardacho, como le llaman ellos. Por eso dicen: "Más malo que la cola del gardacho”. “Jura más que un gardacho” (1). Los que tienen la cola partida poseen singulares virtudes. De un hortelano recogí textualmente esta versión: “El gardacho de dos colas, lo metes en una caja llena de salváu y hace numéros con la cola, a lo que se pasea. A mi cuñada le hizo la sargantesa el 24, cogió un décimo en el estanco y, ¡mira!, le tocaron cuarenta y cuatro duros.” Esta fe en que los números que dibuja el lagarto saldrán premiados, se mantiene tan viva que, a los de Sádaba, les cayó dos años seguidos la lotería, gracias a esto; y yo sé que, en Ujué, medio pueblo jugó unas Navidades a un décimo, cuyos guarismos les señaló el gardacho sobre la caja del salvado. Ya vimos cómo la sangre del lagarto y el aceite en que ha sido frito figuran como remedios
infalibles de la terapéutica popular. También es empleado en la Ribera como amuleto. A un caminero de Mendavia le oí que muchos jornaleros, cuando trabajan en el campo, se meten bajo la boina un lagarto o una lagartija viva, como medio de preservarse contra la picadura de las culebras. A la vista de esta práctica, más extendida de lo que parece, yo no sé si es mejor exponerse sin amuleto a la mordedura inofensiva de la culebra, o soportar el cosquilleo de la sabandija paseándosele a uno por los pelos (2). En la montaña (Yanci), cunde el temor de que el (i) En Val de Yerri tienen superstición por los zorros- Para ellos, el raposo es travieso, burlón, y encarna las características atribuidas a los trasgos en la mitología céltica. (2) Azcue recoge este aforismo: “Cuando aparece el lagarto, cerca está la culebra”»
lagarto se echa al rostro de las personas y no se suelta hasta que suenan las campanas de los. cinco pueblos del valle. En la mitología astur, el lagarto aparece ligado estrechamente a las brujas. Yo he llegado a pensar si este recelo que sentimos todos contra el saurio viscoso y verde radicará en ser el lagarto el último avatar del dragón mitológico, con el que, salvando el tamaño, tiene bastante semejanza (1). Parecida aversión siente el pueblo por la culebra, maldecida en el Paraíso como refiere el Génesis. Y es creencia muy difundida que estos reptiles, no sólo maman a las vacas, sino que suben a la cama de las que están criando y les vacían el pecho, mientras meten su cola en la boca de la criatura, para impedir que con su llanto despierte a la madre. Falsa creencia; ya que la boca de la culebra carece de aptitud succionadora. También se dice que la lechuza sorbe las lámparas de aceite.
En orden a presagios, creen en Aézcoa que, cuando el gallo canta antes de media noche, las brujas andan cerca. Hay que encender la vela bendita y arrojar sal al fuego. Las gallinas, cacareando a las nueve de la noche, anuncian desgracia o muerte. Del mismo modo, los abejones y mariposas negros auguran inminente desdicha. Los afiladores, dicen por la Ribera, traen aire. En el país vasco, los consideran como emisarios de la lluvia y la nieve. Las monjitas (unos pájaros de buche rojo) (i) Se cuenta de un “matraco” aragonés que, al visitar un Parque Zoológico, lo que más le chocó fué el cocodrilo. Tanto, que con un palo le hostigaba a través de la reja. Un empleado lo advirtió, y empezó a reprenderle con tal violencia que, mollino el de la varica» le amenazó: “A ver si la emprendo a furgazos con tú y con el gardacho”. Para el buen hombre, el cocodrilo era un gardacho viejo* En lo cual no andaba muy desatinado.
son presagio de mal tiempo. Las arañas corriendo, y los gallos, cuando cantan mucho, anuncian lluvia. Las ranas, al croar, barruntan buen tiempo. Otros dicen que malo. Pero el signo no es de fiar, por aquello de: Cuando la rana canta, nublado viene; no hay mejor señal de agua que cuando llueve. Por último, si en el momento de alzar, coincide la campanilla del monago con la campanada del reloj de la iglesia, ello es augurio de muerte para algún vecino. El acervo de prácticas ligadas a festividades religiosas es bastante copioso. Cogiendo una malva al rayar el sol el 24 de junio (fiesta de San Juan), florece la noche de Navidad, al toque de Maitines. En esta misma madrugada, y en cuanto sale el sol, se distingue a su lado la rueda de Santa Catalina. Según el tiempo que hace el día de San Juan, ha de hacer durante el verano; y echando, al dar las doce de la noche anterior, un huevo en un vaso de
agua a la vez que se dice un ensalmo, adopta aquél la forma de un navio. Otros sostienen que aparece la rueda de Santa Catalina; y las muchachas creen ver castillos, ataúdes y hasta el rostro de sus prometidos. Esta práctica de hidromancia, empleada por los adivinos del siglo XVI, se usa en varias regiones de España, y la cita Menéndez Pelayo en el tomo III de “Los Heterodoxos”. En Berlín, y en la Nochevieja, vierten estaño derretido en agua fría, y, por las figuras que se forman, intentan adivinar el porvenir (1). El que nace en la noche de Navidad, puede ser zahori. Llevará una cruz en el paladar; adivinará dónde hay (1) Así lo dice Pedro Gárate» “Ensayos Euskarianos”. 1935-
agua y, en el sitio donde al pasar le tiemble la pierna izquierda, habrá un tesoro. En el día de la Ascensión hay muchas gentes que salen a los olivares a comprobar si, como dicen, a las doce del día las hojas de los olivos se vuelven y se ponen en cruz unas con otras. Echando una gallina a dicha hora, se pone llueca y empolla. En esto de las lluecas y los empolles, siguen usos singulares y antiguos. Observando el consejo del romano Varrón (1), cuidan de ponerles los huevos en número impar (el número preferido es el de trece); se santiguan con ellos; les colocan encima cruces hechas con dos pajuelas y en ocasiones derraman sobre cada huevo una gota de cera de la que ardió ante el Monumento de Jueves Santo. Lo par y lo impar tiene más importancia de lo que parece (2). En la cuenca del Aragón (Mélida, Carcastillo) emplean, para encontrar a los ahogados, un curioso pro-
cedimiento: echan al río, de manera que flote, un pan redondo, en el que clavan tres velas encendidas, y aseguran que se detiene en el lugar donde el cadáver yace sumergido. Para ahuyentar la mala nube y el pedrisco, son muy (i) Varrón decía: “Yn supponendo ova» observant, ut sint número imparia”(2) José M-a Azcona habla, en un artículo, de cierto pamplonés, medio industrial, medio artista y gran mixtificador, que inventó un aparato para captar radiogramas- Se coge— decía—media patata fresca, se le clavan tres o cinco alfileres» se arrollan unas primas de bandurria y ¡a oir ondas! Los alfileres pueden ser tres, cinco o siete; pero ¡ siempre en número impar ! Lo impar tiene también influjo en materia de brujas. A éstas les encocora el número non- En cambio, los pares las contentan y sosiegan. De aqui que, cuando se le pega un puñetazo a una bruja, diga: “¡Pégame más!” Para que sean dos-
diversos los remedios: agitar una campanilla y echar dos piedras a lo alto, mientras recitan una jaculatoria alusiva a la hora de nona, en que murió Cristo. En los pueblos de la ribera del río Aragón emplean piedrecillas, que guardan dentro de un puchero lleno de agua bendita, de la que se reparte el Sábado Santo. Por la parte de Leiza, queman unas flores, que son bendecidas para este fin en la mañana de San Juan. Para alejar el rayo, cuelgan del dintel de las casas ramos de espino. Cuando en Tudela sacaban a Santa Ana al Portal en días de pedrisco, los mocetes entonaban una salmodia, imitando el tañido especial de las campanas: Téntere nublo,—tente tú ; los angeles—van con tú. Si eres agua—ven aquí; si eres piedra—vete allí. Y los infanticos, en la misa de rogativa, cantaban una melodía ingenua y juguetona: Si viene mala nube, así que se la invoca, envía algún Querube
la nube a disipar. Por los pueblos de la Ribera he oído recitar esta letrilla : Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita con papel y agua benditaSanta Bárbara doncella, líbranos de la centella y del rayo mal airadoJesucristo está clavado en el árbol de la cruz; Padre nuestro.—Amén Jesús-
Acerca del granizo corre una leyenda, según la cual, un labrador a quien sorprendió una recia tormenta en el raso de la Bardena, vió que iban por las nubes dos gigantes a caballo, envueltos en capas coloradas. El uno le gritaba al otro: —¿Descargo aquí? —¡No: déjalo para más adelante! Y seguían galopando. Luego he visto que esta versión tiene su arraigo en la creencia—extendida en el siglo XVI—de que en la tempestad caminaban los diablos, por lo que había “conjuradores de ñublados”, descendientes de los antiguos tempestara romanos. Sin que falten los que relacionan el pedrisco con el pecado de blasfemia, como antaño era relacionado con las brujas. Me contaba J. M.a A. que vendió un campo que tenía en Lerín. La tierra era mollar y grasa; pero, como es ineludible que el comprador ponga reparos, dijo: —La tierra es mucho buena, la verdad; pero, ¿sabusté?, como cae en el camino de la Rioja y pasan
por allí tóos los arrieros de Ezcaray, jurando como condenáus, no hay ramalico e piedra que no la coja. Más de una vez he oído decir a los hortelanos, aludiendo a una pieza víctima del granizo, esta frase, henchida de estoicismo cristiano y de fe providencialista: “Que nos la apedreó Dios.” Otra observación curiosa: en la Ribera existe una leyenda acerca del destino de Maco. Este Maco no es otro que el Maleo, del que cuenta San Juan (en el capítulo XVIII, versículo 10 de su Evangelio) que dió a Cristo una bofetada. La gente dice que Dios le castigó a golpear eternamente, con los nudillos de su mano, una gran piedra de molino, cada vez que, al girar, pasa ante él. A cada golpe se le descoyuntan los artejos que vuelven a encajársele
en cuanto alza su mano para pegar de nuevo. A cada golpe que descarga pregunta: —¿Hay mundo o no hay mundo? La gente sigue llamando maco al golpe dado en la cabeza con los nudillos de la mano cerrada. Otra creencia que regía hasta no hace mucho es la de los sacamantecas, variante última del vampirismo atribuido antaño a las brujas. Hoy está reducida, como la del cocón, a producir miedo a, los niños; pero hace ochenta años, cuando se estaba construyendo el ferrocarril de Pamplona a Tafalla, en esta última merindad corrió la voz de que las máquinas se lubrificaban con manteca de chicos, y hasta se dijo que habían faltado algunos en Barasoain y en otros pueblos, robados por los maquinistas, para engrasar sus locomotoras (1). En cuanto a signos adivinatorios, cuando se quiere averiguar si una mujer dará a luz varón o hembra, se le ordena de pronto: ¡Enséñame las manos! Si muestra el dorso, el fruto de su vientre será chico; si la palma,
moceta. También se usa el echar en el suelo a la mujer, con los brazos estirados y las manos unidas por encima de la cabeza; en esta posición se la invita a que se levante rápidamente y, si al hacerlo se apoya primeramente sobre el pie derecho, será chico; si sobre el otro, chica. Otro de los arbitrios consiste en observar el volumen (i) El establecimiento del tren despertó muchos odios y temoresLo llamaban “matapobres”, suponiendo que muchas gentes tendrían que cambiar de oficio en cuanto funcionase. Y a propósito. Cuando en 1860 rodó el primer convoy de Tafalla a Olite. D- Pió Díaz de Rada invitó al viaje a su hacedor o sobrestante, que se llamaba Félix Marín y era de Andosilla- A la vuelta le preguntó: —¿Qué te ha parecido el tren? A lo que el otro, tras de rascarse la cabeza, dijo: ' —Andar, anda bien: lo que tiene es que no hace fiemo•
y forma del vientre. Si es grande y redondeado, contiene fruto varonil; si pequeño y aplastado, dará fruto femenino. Ricardo Royo Villanova describe la práctica adivinatoria usada en Aragón, consistente en poner en manos de la madre el homoplato mondo de un corderino asado. Luego toman el hueso por su base con una tenacilla, lo arriman al fuego y, según las manchas que en él aparezcan, establecen su vaticinio. Sin embargo, nada supera en interés al intento atrevido y donoso del Dr. Huarte de San Juan, que, en su “Examen de Ingenios”, afirma la factibilidad de engendrar macho o hembra. El mismo Royo Villanova cuenta que, por la parte de Cinco Villas, no se casa ninguna mujer sin hacer antes el diagnóstico del amor, por un procedimiento infalible. Se coloca en el antebrazo una hoja de la llamada planta del amor (parietaria) y, si le produce rubefacción, irritación o rojez, es prueba de que ama con pasión al pre-
tendiente, siendo por él correspondida. En el caso contrario, el amor no existe. En Tudela, cuando se quiere desajenar a un mozo de un mal querer, machacan huesos humanos y mezclan este polvo en la comida del galán. En otras partes, para lograr que el mozo se enamore, dicen que no hay como mezclarle en la bebida las raspaduras de sus propias uñas; que ¡ya es difícil! (1). Una mujer he conocido que, para librar a su hijo de ir a Africa en el sorteo de los quintos, le cosió al forro del pantalón, y en lugar donde no lo advirtiese, el hilo umbilical de dos mellizos. (i) Acerca de las uñas he oído que, cortándoselas a los chicos tras de una puerta, les crecen mucho las pestañasEn Sos dicen: “Si quieres que el diablo pase mala semana, córtate las uñas el lunes por la mañana”, lo que indica que hasta para esto tiene el pueblo sus días fastos y nefastos-
¡Cualquiera le quitaba de la cabeza que, gracias a tan raro amuleto, no le había tocado mal número a su Pablo! Sigue creyendo el vulgo en el nefasto influjo de la ligadura, prohibida bajo severas penas en las leyes antiguas. Si, en el instante de dar el cura la bendición sobre los novios, alguien hace un nudo, el matrimonio será infecundo hasta que el nudo se deshaga. Muchos matrimonios guardan un trozo del pan de la boda, con lo cual no hay discordias ni riñas entre los cónyuges. En muchas partes, mantienen el rito de alimentar a los recién casados en la noche nupcial. En Aragón, a las tres horas de haberse acostado, les entran caldo de gallina y vino fuerte. En Irurzun, hace años, los amigos del novio entraban a la alcoba matrimonial a regalar a la pareja una gallina asada, cuya comida presenciaban. Son diversas modalidades de los que denomina Frankovski ritos de agregación, comunes a muchos pueblos, y que consisten en la presentación de sal (1), pan y agua a los recién casados, y en las comidas en común. En Larraga, y en los banquetes con ocasión de bodas, distribuyen a los comensales por parejas de diferente sexo y cada pareja come de un mismo plato. De
este modo, no sólo ahorran vajilla, sino que facilitan el cumplimiento del adagio, según el cual, “de una boda sale otra boda”. En Cascante, durante la ceremonia nupcial, colocan en el suelo y tras de cada contrayente una tortada y un vaso de vino rancio que permanecen en tal sitio toda la misa. Cuando los recién casados, “del bracete” y al frente (i) La sal siempre tuvo un sentido amoroso. Según Plutarco, los griegos de su tiempo llamaban salada a la mujer de belleza graciosa y picante» porque la sal incita al amor. Para ponderar el amor de dos personas, decían los latinos que comían “circa salem” (alrededor de la sal)- For ello, el vuelco del salero» constituía mal presagio amoroso-
de la comitiva, llegan a casa de la novia, la madre de ésta, u otra mujer que haga sus veces, se asoma a la ventana y derrama sobre los cónyuges abundantes puñados de trigo, simbolizando de esta forma el deseo de que nunca les falte el pan. En algunos pueblos de la montaña, los amigos del novio le presentan un gallo, que tiene que matar de un golpe para que sea feliz en su matrimonio. Las embarazadas deben abstenerse de comer moras, porque, de hacerlo, el niño nacería marcado. Cuando a una mujer se le han muerto dos hijos, al tercero que nazca lo sacan a bautizar por la ventana. (No por la puerta, ni por la escalera.) En Aragón buscan para padrino, en estos casos, al padre de un zahori, quien recibe al recién nacido en la calle, tomándolo de un capazo con el que lo descuelgan por la ventana. Al volver a la casa, el padrino atraviesa el umbral de espaldas. Según Menéndez Pelayo, “en el fondo de muchas de las prácticas y supersticiones populares, puede encontrarse algo de ibérico, y algo también de paganismo oriental y clásico”. • Buena parte, también, debe tener en ellas la mitología celta.
COMPARANZAS, REFRANES Y DICHOS
La musa popular dispone de un nutrido repertorio de personajes históricos, con los que adoba sus comparanzas y ponderaciones. Por su parte, cada pueblo echa mano de tipos locales o comarcales que considera insignes en la materia objeto de ponderación. Preguntando a los viejos sobre el origen y razón de sus dichos, se llega a averiguar el uno y la otra. Cuando, en los pueblos de la ribera del Arga, se oye decir de alguno que es “más malo que Pierres”, alude el vulgo—sin saberlo—a la funesta memoria de Pierres de Peralta, inquieto personaje, que sonó mucho en nuestras guerras civiles del siglo XV, y que el año 1469 asesinó en Tafalla al Obispo de Pamplona, don Nicolás de
Chávarri. De los que viajan y se mueven mucho suele decirse: “Ese anda siempre de un láu pa otro, como la cabeza de San Gregorio”. Se trata aquí de la cabeza de plata de San Gregorio Ostiense, que se venera en la Basílica de Sorlada (valle de Berrueza), a la que antaño llevaban de pueblo en pueblo, para bendecir los campos contra la langosta. Es la cabeza que en Tudela — como antes referí— perdió la mitra que la adornaba, por culpa de un novillo tuerto, que descompuso la procesión de despedida. En Cascante es corriente esta frase: “Más tonto que Zabundio”. Zabundio era tan corto de mollera que, “cuando iba a vendimiar, se llevaba uvas pa postre”. Presumía con una pipa que se había encontrado y que tenía llave y todo, y era una cánula de irrigador que halló entre la basura. También le achacan que, una tarde de estío, conduciendo del pueblo al campo un cesto con bolados de azúcar, para que no se le calentasen, lo sumergía de cuando en cuando en la acequia. Por mi pueblo se dice: “Más tonto que el tonto de Arguedas, que comia tierra”. Lo de deglutir tierra, he visto luego que no es cosa exclusiva de tontos. Por lo menos, antaño no lo era. Leyendo las “Meditaciones” de Fray Diego de Estella, hallé esta cita: “Acaece que un hijo de padres ricos y que come delicados manjares en la mesa, anda
amarillo, flaco y enfermo. Y es la causa de esto que, después que se levanta de la mesa de su padre, come tierra en escondido”. Por otra parte, la Condesa de Aulnoy, en su “Viaje por España”, anota que, a finales del siglo XVII, era costumbre entre las damas españolas “mascar y comer tierra sigilada”. “Pasar más aventuras que Marcelo por la mar”. En el valle del Aragón se cuenta que Marcelo vivía con su madre tan pobremente, que se fué a las Américas a probar fortuna. Marcelo no le enviaba ni un cuarto a su madre, pero en todas las cartas la animaba: “No se apure usté; si no le basta con una criada, coja dos.” En Tudela, para exagerar lo mucho que parla alguna cotorrona, dicen: “Habla más que la Parrica” (1). Esta Parrica—me explicaron—tenía un cerdo y, un día, el carro de la basura se lo despanzurró. El Ayuntamiento, harto de oirla, se avino a darle siete lechones; pero ella alborotaba y porfiaba que le dieran el suyo. En Puente la Reina, para ponderar la productividad de un negocio o lo inagotable de alguna riqueza, dicen: “Ni la cuba de San Joaquín, que cuanto más sacaban, más tenía.” La frase debe su origen a un milagro. Cuentan que un
fraile que pedía limosna para San Joaquín demandó en una casa, cuya dueña le dijo: —Para usted todo el vino que saque de esa cuba. Y le mostró una donde sólo había heces. El mendicante aceptó la oferta; llenó la cuba de agua y se llevó una carretada de pellejos de vino. De otros dichos no he llegado a saber el porqué. Por ejemplo: “Más contento que Chupina”; “Más tonto que Pichoto”; “Más viejo que Renrén” o que Carracuca; “Más canso (pesado) que el Dola”; “Se queja más que Juan Garrón”; “Más tuno (o más malo) que Briján”. Tampoco acierto a comprender lo de “Más mala que la madre de San Pedro”. Cuando alguno no se resuelve a hacer algo y se teme que decida lo peor, dicen: “Ese va a hacer la del sapo, que después de estar un año sin atreverse a saltar el río, saltó y cayó en medio”. En Villafranea corre este dicho: “Tiene más leche que la perra del Mocazos”. Uno del pueblo me lo explicó (“Que
daba de mamar a trece perros y aún se le iba la leche a ohorrotones”.) (1) Coincide que» en vascuence, “parrica” es sinónimo de mujer muy parlera.
En Murchante: “Más bien mandáu que la burra del Salinero”. (Se llamaba Catalina: la cargaban con dos crios pequeños, uno en cada serón; se iba solica de Murchante a Ribaforada y, al llegar, llamaba con la pezuña en la puerta.) En Miranda de Arga, aludiendo a algún simple: “Tiene menos fundamento que Perico Mangas”. —¿Qué hizo Perico Mangas?—le pregunté al que lo decía. —¿Qué va a hacer? Pues que a los 70 años lo echaron de la escuela ¡por enredador! Del mismo pueblo es esta comparanza: “Más revolvedor que Pedrín”. El tal Pedrín—a lo que me explicaron—era un mozo tan pendenciero y afanoso de broncas, que en las noches de música se desataba las alpargatas, para emprenderla a manguitazos con el que, por descuido, le pisase las cintas. También hallé el origen de la frase “Ataquen y ganemos”, a la que se aferran los inhibicionistas, los tranquilos, los cobardes y, en general, los ojalateros, los del ¡ojalá ganen! Un tío mío conoció, siendo chico, al autor de ella, que era un viejo al que llamaban en el pueblo “el Pelirrojo”, y que andaba recaído y doblado de espaldas, por lo que ahora diré. Pelirrojo peleó junto a los carlistas en la primera guerra civil y, una mañana de
operaciones entre Tolosa y Villafranca, él y otro prefirieron seguir tumbados en el pajar del caserío donde habían pasado la noche, a obedecer la voz de la corneta que llamaba a combate. En lo más recio de éste, cuando el valle del Oria resonaba de tiros, el filosófico Pelirrojo alertaba su oreja y, guiñando el izquierdo, le decía de rato en rato a su compinche: —¡Ataquen y ganemos! Dicho lo cual, se zambullía entre la hierba, dejándose invadir por la más dulce de las modorras. Terminada la acción, alguien los delató; y no sé si era Mina o Zumalacárregui quien ordenó que los azotasen ante toda la tropa formada. El propio general contó los vergajazos, que fueron cien por barba, actuando de verdugos dos corpulentos gastadores. De resultas del palizón, el Pelirrojo se quedó con la espalda doblada para toda su vida. En orden a refranes, aforismos y apotegmas, me dió hace tiempo por recoger cuantos llamaban mi atención; y llegué a reunir dos o tres cientos. Espigo aquí los más característicos, con la advertencia de que ninguno de
ellos figura en la colección de los 8.000 que el año 1936 publicó una Editorial madrileña: “Donde hay bonete, no falta zoquete.” “El que de joven come sardina, de viejo c... la espina.” “El que ha nacido pa ochena, nunca llegará a ser real.” “El que de servilleta pasa a mantel, ni Cristo puede con él.” “Para casero un buen lechón y si gruñe, matarlo.” “Un buey nunca se rasca con un burro.” “El que de mujeres se fíe, y de alpargatas, si llueve, ¡ya está aviáu!” “Al viejo se le cae el diente, pero no la simiente.” “¿Qué sabe el burro cuándo es día de fiesta?” “Paso de buey, diente de lobo y... ¡hacerse el bobo!” “El que de “soma” viene a pan, pica como un alacrán.” “Los cuernos y las cifras, pa quien los pone.” “Don sin din, campana de palo.” (Señor de Don sin din...ero, de nada vale.) “Pucherico pequeño, pronto se sobra.” (Los de baja estatura tienen el genio súbito.) “¿Cazador con levita?... ¡quita, quita!”
“¡Dame, dame!—Hasta las campanas tiemblan cuando dan.” “El montañés y el gorrión, los más tunos de la Nación.” “De hombre tiple y de mujer tenor, ¡líbranos, Señor!” “Con dos cuescos y una bufa, queda la cama como una estufa.” “No hay peor gente que hombres y mujeres, y algún soldáu.” En materia de dichos consignaré unos cuantos de los que llevo recolectados. Alusivos a tontos: “No vale ni pa escuchar si llueve.” “No sabe ni hacer la O con un vaso.” “No sirve ni pa contar los cabezudos”; “ni pa calentar agua pa afeitar.” De un listo: “Ese le cuenta los pelos a una calavera.” De una mujer hacendosa: “Es capaz de sacar polvo de debajo del agua.” De gente baja de estatura: “A ése le pica el gallo en el trasero.” “La fulana es de las que se p... y levantan polvo.” De un pobre: “No tiene ni pa hacer cantar
a un ciego.” De un simple: “Tiene menos sustancia que el caldo de vigilia.” De un fanfarrón: “Ese tiene un duro y se lo pone en la frente.” De un descuidado: “Es más sucio que las orejas de un confesor.” (Por los muchos pecados que oye.) De uno de mala suerte: “Más desgraciáu que el pollo que tira la cigüeña.” De un desaliñado: “Se le sale el calzoncillo por la manga.” De un entrometido: “Querría ser el novio en las bodas y el muerto en los entierros.” De un hipócrita: “Tiene cara de Jueves Santo y hechos de Carnaval.”
De la mujer alegre: “Esa es de las que bailó en Belén.” De la moza que atrae a los hombres: “Paice el agua bendita, que todos van a ella.” De un narigudo: “Ese ensucia la balsa con la nariz.” De los altiruchos: “Más largo que la caña de la doctrina.” “Fulano es una torre de huesos.” De un ordinario: “Es más bruto que un carro vulcáu.” De un cura lento: “Le dura la misa más que un traje de pana.” Otras muchas frases felices podrían añadirse a las anteriores : “Andábamos a paso de lechonero”; “Está el cielo más raso que el c... de un choto”; “¡Venga agua! Hasta que Dios pueda beber a morro”; “Ahora bajo, que estoy en la bodega”; “Aún hay burra, que pede”; “Este puro agarra más que la Justicia”; “Hace ése tanta falta como los perros en misa” (1); “Esa carga, tan grande, la llevará la burra pediendo”; “Si Fulano me insulta, pronto irá la Unción pa él por la calle”; “Mandar a uno
con Jesu(1) Sobre esto de los perros en misa, transcribiré una icita del viajero inglés Havelock Ellis- El cual, hablando de las iglesias españolas y de esa inocente y natural libertad con que en las grandes ceremonias se ve a las mujeres “sentadas al pie de las columnas, agitando sus abanicos”, y a los niños “que se entretienen silenciosamente en los rincones”, dice: “No gozan de menor licencia los perros y los gatos; yo he visto en Tudela un perro acomodado como un ovillo en el sitial más confortable del presbiterio y, probablemente, lo dejaban allí para que vigilase la Iglesia, pues levantaba la cabeza como un guardián siempre que entraba un desconocido”Y continúa diciendo que, en la catedral de Gerona, vió “un gato que paseaba por delante del altar mayor durante la misa, y las personas que cruzaban le iban acariciando”. (“El Alma de España”- 1928-) En el Archivo diocesano de Pamplona se conserva una Pastoral del siglo XVIII o del xix, en la que se prohibe a los clérigos cazadores llevar sus perros a la iglesia- En las iglesias de la montaña, se ven rejas colocadas entre el enlosado del atrio para evitar que los cerdos entren al templo.
cristo” o “Mandarlo a criar malvas” (matarlo); “Poco fiemo harás tú en el pueblo” (breve será tu estancia en él); “Entrarás a mi pieza; pero saldrás con los pies pailante”. Y, para final, esta que le oí en mi despacho de abogado a un cliente de Fustiñana, y que es digna del Romancero: “El otro día lo paré y le dije: O se arregla el herencio como es debido, o tus asaduras o las mías han de salir al sol.” El mejor de nuestros literatos se devanaría los sesos buscando una expresión pareja, y jamás la hallaría tan enteriza, tan recia y fuerte, como la que dijo a su pariente el que le amenazaba con rajarle las tripas de un cuchillazo, si el herencio no se arreglaba.
VETERINARIA RURAL
Tan originales como los métodos que el pueblo emplea para sanar la enfermedad del hombre, resultan las prácticas utilizadas desde antiguo para atajar los males del ganado. Varias de entre éstas aparecen ya condenadas en el Edicto, dado en 1725, por los Inquisidores de Logroño “contra la herética parvedad y apostasía en todo el Reino de Navarra”. Son las siguientes: “Para curar el ganado de algún mal que padece o preservarle de los lobos, suelen pasar 3 géneros de granos, o un género tres veces, por la garganta de algún lobo muerto, y dan a comer el dicho grano al ganado.
Para que no se pierda ni sea dañado de otros animales, ponen un maravedí con la cruz arriba, e inclinado hacia el paraje donde algún ganado se hubiese perdido, y, al siguiente día, el dicho maravedí echan de limosna en la Caja de las Animas, diciendo una oración para que Dios “se los guarde de perros y perras, lobos y lobas, las bocas cerradas y ladrones de manos atadas. Fía. Fía. Fía en Dios y la Virgen María. Padre Nuestro y Ave María”. Para el mal de los ganados en la garganta (llamado mal de pájaros) hacen ciertas santiguaciones y dicen algunas palabras en secreto, repetido tres veces esto. Para otra enfermedad, le quitan tres pelos y, cruzados, se los dan a comer entre un manojo de hierbas, tres veces y con oraciones... Pasan las gallinas tres veces alrededor del llar de la cocina para que no se ausenten de las casas.” Desterradas hoy estas prácticas, donde la superstición hacía maridaje con la jaculatoria, y lo cristiano andaba en mezcla con la hechicería, quedan remedios y fórmulas tradicionales, interesantes todos en su aspecto folklórico, y resabiados, algunos de ellos, de la añeja superstición. Una vez le pregunté a un hortelano por
qué dejaban crecer tanto las telarañas en las cuadras; y me dijo, muy en serio, que lo hacían para evitar que a las caballerías les den torzones, nombre que aplican a los cólicos (1). El mismo me adoctrinó sobre un extraño sortilegio para curar estos torzones y consiste en montar sobre la bestia a un chiquillo que sea mellizo (si no es gemelo, no hay virtud curativa). Añadiendo que, a falta de mócete, bastaba echar sobre los lomos de la caballería la mandarra (la blusa) del mellizo. La credulidad popular, como puede apreciarse, es caudalosa. Por la montaña mezclan piojos al pienso de los cerdos, con lo que dicen que engordan mucho. Para secar (cortar la leche) a las hembras, sean perras, cabras o burras, les atan al cuello una soga de es(i) El verdadero y principal objeto de las telarañas es evitar la plaga de las moscas.
parto. Este remedio es muy corriente y sospecho que tenga eficacia, porque más de una vez he visto callejear por esos pueblos, balanceando sus ubres, perras y cabras que llevaban ese áspero y extraño dogal. También he visto que a los gatos, para que no se arguillen, les arrancan con los dientes la puntita del rabo, a lo que denominan “quitarles el arguillo” o el rubín. Y cómo, cuando se sofocan de calentura las caballerías, les asperjan la boca con un hisopo empapado en vinagre y sal. Pero es entre pastores y ganaderos donde más uso se hace de fórmulas y ritos antiguos. Si Keyserling escribe: “El que quiera conocer el arte culinario de la Edad de Piedra, visite hoy a los pastores de las sierras españolas” (1), yo añadiría que el que quiera penetrar los secretos de la veterinaria bíblica, vaya a las bordas del Pirineo o a las cabañas pastoriles del Moncayo o de la Bardena.
Un pastor bardenero nos enseñaba un día—con miajas de misterio—un canuto; y como le interrogásemos sobre su contenido, nos explicó que en él guardaba “sáin de culebra, lo mejor que hay pa las punchas y los tarranclos” (grasa de reptil para sanar la herida de espinas y astillas). Los esquiladores curan a las ovejas de las heridas que les causan con ceniza y carbón en polvo. En Roncal, para evitar que la paniquesa (la comadreja) dañe a los recentales, queman abarcas. En otras partes, ponen pan y queso, pues dicen que les gusta mucho. Cuando quieren destetar a los recentales, untan la ubre (1) “Europa. Análisis espectral de un continente”* — Conde de Keyserling.
con cirria de la misma madre (1) y si una res se sofoca de sobrealiento, le sangran la vena del ojo derecho. Para que las recién paridas arrojen la placenta, les hacen, en la trasera del lomo, una cruz con dos tallos de esparraguera y, con la lana próxima, forman el atadijo en cruz. Los males de ojo los remedian introduciendo una pajuela por la nariz de la res enferma (¿asueroterapia?). Cuando éstas se blandean (por padecer de diarrea), no hay mejor cosa que hacerles tragar una vedija de su propio vellón untada en aceite de enebro. La cura de flemones la practican introduciendo por el bulto un canutillo de paja, que hace oficio de drenaje, y por el que desahogan el mal humor. Y la nube en el ojo desaparece sangrando al animal de la oreja y vertiendo una gota de esta sangre en el ojo. Los pastores de ganado vacuno recurren, de la misma manera, a ritos y expedientes ancestrales. La marca
del ganado debe hacerse en seguida que nacen las crías, señalándolas en la oreja con uno o varios tajos, dados precisamente con navaja. Aunque tengan que defenderse a palo limpio de las cornadas de la madre furiosa, como ocurre no pocas veces. Cuando a una res se la caga la moscarda y se le llena de gusanos la herida, aseguran que se le cura ésta y se le caen los gusanos si tiene la suerte de pisar la planta de un cardo setero. (i) A propósito de este remedio coprogénico. diré que los hortelanos suelen untar con excremento de perro los árboles recién plantados para ahuyentar a los conejos* Ellos mismos defecan sobre las berzas y alcachofas que han elegido para dar simiente (las más garifas y lozanas del huerto), al objeto de evitar que las roben antes de que echen fruto* Por la montaña utilizan el excremento del ganado vacuno para cubrir las heridas del hacha en los árboles recién podados*
Lo del cardo en relación con la pezuña de la vaca o toro debe de poseer su sortilegio, porque otra de las fórmulas que emplean para desahuciar a los gusanos es la siguiente: se cogen dos cardos silvestres frescos y se sigue a la res hasta lograr colocarlos en cruz sobre la huella de la pezuña que esté más próxima a la lesión. Aposentados así los cardos, se coloca sobre ellos una piedra y, conforme se secan, se va secando la gusanera. Una vez hablaba yo acerca de estos y otros recursos pastoriles con cierto ganadero tudelano, muy entendido en la materia. Me dijo que él sabía un remedio “eficacismo” contra los males de bazo de las ovejas, y consiste en sangrarles el bazo pinchándoselo con una lezna. El secreto para la operación está en introducir el hierro entre la tercera y la cuarta costilla del animal. Me aseguraba haber curado a una oveja que padecía de la hiel con el siguiente arbitrio: colocaron un tiesto a la entrada de la cabaña y orinaron en él
los pastores. Al otro día, le dieron a beber a la enferma el líquido del tiesto. “Y es que la orina—me decía— tiene lo suyo”. Este buen hombre, no obstante ser “leído y escribido”, creía en esa sarta de supersticiones en las que creen todos los pastores “que no tienen principios”. Me enseñó que los lobos nunca hacen carne (no atacan al ganado) en el sitio donde su hembra está criando. Sostenía que al lobo se le barrunta, porque, cuando anda cerca, “se estufa uno” (se le ponen los pelos de punta) (1). También es fácil presentirlo si el pastor tiene buen “fato”, porque la boca del lobo huele apestosamente. —¿A qué?—le interrumpí. —¿A qué va a ser?: a carne corrompida. (i) Otro ganadero decía que esto de estufarse cuando el lobo anda cerca es tan cierto que, a más de un rabadán, se le ha escapado del cogote la boina.
Y para confirmarlo, me refirió que, hallándose con el rebaño en el monte de Fustiñana, advirtió la presencia del lobo por el olor. Su olfato y su barrunto no le engañaron. A poco vió cómo el lobo se alejaba de la manada, llevándose un cordero entre los dientes. “Le tiré el palo, le hice soltar la presa y, a pedruscazo limpio, lo perseguí un buen pedazo”. A los pastores, como a los cazadores y los marinos, se les debe perdonar que exageren en gracia a su inventiva y a la recia y sincera persuasión con que refieren sus más inverosímiles aventuras (1). El pastor, sobre todo, posee una gran copia de ilusión y sus ojos siempre están prestos a abrirse ante el milagro. El pastor representa lo eterno, lo universal, lo inmutable. Un ovejero de la Aézcoa, un rabadán roncalés, un mayoral de las Bardenas, tienen la misma facha fosca e hirsuta que tendría un pastor de la Biblia, un pastor celtibérico, un rabadán del siglo XIII. La
misma dalmática de pellejo, los mismos calzones sujetos a las calzas de lana burda, igual zurrón e idénticas abarcas. Hasta la misma gorra de pellejo de cabra o el sombrero de paño macerado en molinos de batanes. Por eso es el pastor lo más tradicional y ahincado a lo viejo que existe. Y si su ciencia culinaria es similar a la del hombre de la Edad de Piedra, sabe también de ensalmos y remedios antiguos, conoce la virtud de las (1) A propósito de ganados y de pedradas, y a título tan sólo de curiosidad, referiré un original sistema de compra a escandallo (así le llaman), que se emplea en Tudela para adquirir un hato de ganado. Se encierra éste en un corral» y un hombre, desde fuera de la tapia, lanza una piedra. La res tocada por la piedra (para que no haya engaño se quedan dentro del corral dos hombres, uno de cada parte) se aparta y se pesa- Multiplicando, luego, los kilos que pese por el precio por kilo (que fijan previamente), se obtiene el precio que el comprador ha de abonar por cada una de las cabezas contratadas-
plantas y de la grasa de la culebra y es crédulo de agüeros en su ingenua rusticidad. Más de un remedio de los que hoy usan de buena fe, caería, puestos a hilar delgado y riguroso, bajo el anatema setecentista de los Inquisidores de Calahorra. Yo sé de un ganadero de Corella que, habiendo averiguado que el cortarles la cola a las ovejas en el día de Viernes Santo tiene mucha virtud, ordenó en testamento a sus herederos que continuasen esta práctica. Y que en algunos pueblos, al objeto de adivinar si la esperada cría ha de ser macho o hembra, recurren al ensalmo de suspender de un hilo o cuerda el cesto. Si éste da vueltas, será macho; si adopta otra postura, será hembra. También formulan sus presagios realizando no sé que signos y operaciones en la cabeza de la madre, tras de lo cual, se atienen a si mueve la testa en una u otra dirección. Finalmente os diré que, en la Montaña, quedan aún
curanderos aldeanos a los cuales acuden los casheros cuando sus bestias han sido desahuciadas por el veterinario o ministrante. Uno hay en Leiza, y sé su nombre, que, cuando trata de sanar a un cerdo, penetra en el establo; se postra de rodillas ante el agonizante; enciende, a derecha e izquierda de éste, dos velas; y reza, juntando sus manos, tres Credos al revés y muy de corrida; habilidad esta última que no es tan fácil como parece, y que bastaría, por sí sola, para merecer el regalo con que, seguramente, premiarán sus servicios. ¿Que no? Probad a ello: “Amén, perdurable vida la y, carne la de Resurrección la, pecados los de perdón el, Santos los de comunión la...”, etcétera.
CURANDEROS Y SALUDADORES. EL CEBALOBOS
El curandero brota del alma popular como algo necesario, ineludible; como brotan el coplero y el zahori, la bruja y el adivino, el endemoniado y la vieja elegiaca. El curandero tiene ante el vulgo la sugestión de lo clandestino, lo misterioso y sobrenatural. Porque nació en la noche de Navidad y tiene una cruz bajo la lengua. Porque es el séptimo varón que parió una mujer, sin haber hembra entre ellos. Porque le viene de abolorio la habilidad de encajar huesos, el arte de diagnosticar sin tocar al paciente, o la virtud de distinguir las hierbas curativas. Y, en último remate, porque—empleando términos jurídicos—el curandero es el recurso de apelación en los desahucios, al
que acuden los simples de espíritu y los sin esperanza, cuando el facultativo no acertó en el remedio o aseguró que no lo había según la ciencia. No hace muchos años la Prensa nacional daba cuenta de que un pobre hombre había perecido abrasado dentro de un horno, en el que se metió por consejo de un curandero medio brujo. Lo terrible es que el hecho era repetición de otro, acaecido pocos años atrás. Casos como éstos hacen pensar en lo que dijo Schiller: que “hasta los mismos dioses fracasan en su lucha contra la estupidez”. En Lahoz (Aragón) vivió un pastor que, para curar todas las enfermedades, le bastaba con tener a la» vista un mechón de pelo del paciente. El doctor Royo Villanova, de quien tomo esto, añade que en Esplús, cuando alguien es mordido por un perro, en la duda de si será rabioso, acude a un lugar próximo donde el saludador le pasa la lengua por la herida y se lleva la rabia... y un pesetón (1). A un médico le oí que, ejerciendo la titular de Ochagavia, fué llamado a la casa de un viejo que padecía cólico nefrítico. Se dispuso a reconocerle los lomos; pero el viejo se resistía, terco, a la exploración. Resultó que los llevaba ceñidos con una faja que le oprimía contra la riñonera una boñiga de vaca, caliente. Tal remedio lo había sugerido una vieja gitana de la cueva de Ezcaroz, apodada “La Roja”, y que tenía
sus ribetes de bruja. Quien me dijo esto, me refirió el caso contrario, aunque igualmente de sugestión. Le avisaron para ver a una moza que ardía en calenturas. Cuando, a la otra mañana, repitió la visita, la familia le recibió con alborozo; —Aquella varica brillante que le puso usté ayer, la ha curáu de raíz. La enferma conservaba aún en el sobaco el termómetro, que el doctor olvidó(1) No se olvide que los saludadores, propiamente tales, eran los que, en el siglo xvi, curaban la rabia con la saliva y el aliento*
Por la montaña abundan el curandero y el saludador bastante más que por la ribera. Ya dije de unos de la zona de Erro, que sanan todo con aguas frías y calientes. En Leiza ha habido, no hace mucho, un famoso saludador. Y otro en Goizueta, que curaba la mordedura de la culebra con oraciones: colocaba dos velas ante el paciente y rezaba ¡treinta Credos deprisa y al revés! Este mismo, sanaba las ciáticas y el reuma signando varias veces el pie de los enfermos. El padre de Ramón y Cajal era un curandero muy acreditado, de Petilla de Aragón (Navarra). Leyendo la vida de Gayarre, vi que una curandera del Roncal salvó al tenor famoso de una rara dolencia que le aquejó en su juventud. En cambio, la tozudez de Petriquillo, empeñado en extraer la bala de la pierna de Zumalacárregui, provocó la septicemia que ocasionó la muerte del general carlista (1). En Pamplona, y en la calle de la Merced, vive hoy una gitana que cura el reumatismo haciendo que el enfermo lleve una taba en el bolsillo; y la ictericia, dando a comer a los amarillentos piojos vivos entre migas de pan. En el gremio de los herbolarios, sigue ejerciendo su arte, y con acierto, el curandero de Huid, que visita en Pamplona y acude con
frecuencia a las ferias de Irurzun. En este pueblo, y en la Fonda de Otamendi, se dió este caso. Veintidós médicos se hallaban reunidos en banquete cuando uno de ellos advirtió que, en la estancia contigua al comedor, el herbolario de Huici recibía a su numerosa clientela. (i) Santa Teresa de Jesús nos dice que pasó algunos meses en el pueblecillo serraniego de Becedas sometida al tratamiento de una curandera famosa* En el capítulo referente a “Terapéutica rural”, dejé consignados muchos de los remedios que usa el vulgo y que siguen preconizando los curanderos; verbigracia: para la tosferina, echar al crío desnudo en la pocilga de los cutos y darle tres vuelticas; para la sarna, revolcarse, en cueros, sobre un trigal que esté empapado del relente caído en la noche de San Juan; para las tercianas, envolverse, también desnudo y durante doce horas, en un montón de hojas secas que estén fermentando; aplicar a las torceduras y distensiones unos
emplastos a base de aguarrás, clara de huevo y salmuera..., etcétera. Por el valle del Ebro, no han faltado los curanderos y curanderas célebres. Una de éstas había en Valtierra y extirpó a un mozo de Fustiñana las verrugas que llevaba en su cuerpo, con solo hacer que se las contase. Lo malo fué que, al mes siguiente, le brotaron de nuevo; y cuando denunció el caso a la vieja, ésta le replicó que las habría contado mal. En un pueblo de la ribera del Aragón hay un ensalmador que sana a sus clientes haciendo invocaciones al Espíritu Santo. En Tudela, conocí a un curandero, muy práctico en encajar huesos, al que llamaban “el Escacho”. Llevaba mucha fama por todo el contorno, y a él alude Baroja en “La Ruta del Aventurero”. Después de reducir la luxación, para lo que aplicaba su propia saliva, ceñía la parte lesionada con unas pilmas de estopa empapadas en miel y trementina. Le venía este arte de herencio. He oído referir que su madre, siendo muy vieja, seguía ejercitando su habilidad y suplía con astucias y maña la falta de vigor.
Una vez, desesperada de no poder ensamblarle a uno el jugadero de la rótula, le hizo tenderse en las baldosas; se puso ella a bailar y diciéndole: “Mire, mire qué garbo tengo”, cuando lo tuvo distraído, le hundió su calcañar en la rodilla, logrando—merced a esto—encajarle las tabas. La más famosa curandera de nuestros tiempos era la de Ilarregui. No había luxación que no arreglara. Incluso médicos acudían a su consulta. Al morir, heredóla en el arte una sobrina. Sin embargo, el curandero más genial y enigmático de estos años atrás fué uno de Corella, que se llamaba Juan, y al que apodaban, no sé por qué razón, “el Cebalobos”. Según me han dicho, el Cebalobos curaba ya para finales del pasado siglo, observando el color del pelo de los pacientes y haciendo uso de sangrías. Mas, cuando su renombre llegó al ápice, fué hará cosa de quince años. Romerías de enfermos acudían a él desde los puntos más distantes, atraídos por
su fama de terapeuta y unas miajas también por sus dotes de adivino y sus remedios entre singulares y estrafalarios. Más de un médico tuvo que amenazar a sus clientes con dejar de asistir a los que fuesen a Corella en busca del milagro curanderil. El Cebalobos era un rústico, seronero de oficio. Recibía a su clientela en la cuadra, vestido con una dalmática de arpillera, de las que usan los truj aleros. A lo que parece, conocía el secreto medicinal de muchas hierbas y estaba impuesto en remedios antiguos. De todas formas, se trataba de un tipo original y nada lerdo. Más de uno acudió a su consulta en son de broma. El los calaba y, como él, su mujer, la tía Capazas, que, en recelando de alguien, lo desahuciaba diplomáticamente diciéndole: —Que no vesita. Como digo, tenía establecida su clínica en el establo y contaban las gentes que, con solo ponerles el ojo o
mirarles al pelo, adivinaba el mal que padecían. Para mí, que no actuaba solo y que tenía en la ciudad y en los “autos” de línea confidentes a los que—dada la locuacidad de que hace gala el pueblo cuando viajaíes era fácil averiguar la historia clínica de los peregrinos. Hubiera lo que hubiese, el hecho es que las gentes se pasmaban de asombro cuando el castizo Cebalobos, tras de mirarles de hito en hito unos instantes, les enjaretaba muy serio: —Usté ha tenido cuatro cólicos al hígado. —Si yo no veo mal, pasó usté las tercianas hará dos años. Cuentan—quizá se trate de un infundio— que a un hombre hético le adivinó: —Usté está mucho malo del pecho. —Sí, señor; el médico me dice que estoy tísico. —Usté ha sido músico, ¿verdá? —Hasta hace tres años. —Claro; de ahí le viene su mal: de soplar tanto al instrumento. —Que no, señor: que yo tocaba el
bombo... A un hacendado de Corella muy obeso que solicitó su diagnóstico, le dijo que lo que tenía era “un enrone en el mondongo”. Con ello quería expresar que las dolencias del paciente obedecían a exceso de tejido adiposo en el abdomen. Cebalobos ministraba remedios vulgares y extraños y componía bebedizos de hierbas, cogidas por él mismo. Aconsejaba baños de arena, y a una vecina de Tudela le hizo meterse, en cueros y hasta el cuello, en un montón de estiércol en fermentación. De uno sé, a quien le recetó que se bañase los pies y se bebiese el agua; como a otro, que padecía intermitentes, le aconsejó echar media docena de piojos en el
caldo, lo que indica que utilizaba (como los salvajes de que cuenta Buffón) los efectos terapéuticos del asco. A cierta moza, que padecía de tifoideas, la mandó ponerse en los pies el bazo de un carnero recién muerto; y a un chiquillo, que sufría tercianas, lo curó haciendo que lo envolvieran en el vellón de una oveja recién esquilada. Brutal remedio; la criatura sudó tan reciamente, que el mal se le fué en agua. Partidario también de lo impar, recetaba siete tragos del agua en que hubieran cocido siete garbanzos, después de haber estado al sereno siete noches seguidas. Propinaba bastante el agua de ruda a su clientela mujeril. Una vez, le recetó a un reumático “una infusión de hormigas y hojas de noguera asustadas”. Le preguntaron qué quería decir con las hojas de noguera asustadas. El replicó: que había que arrancarlas de repente, de un tirón rápido, “sin que las hojas se dieran de guarda”. Por lo que un médico me dijo, muchos de
los remedios del terapeuta corellano no carecían de fundamento; sobre todo, cuando empleaba infusiones de vegetales. Me contó el caso de una mujer que sufría de flujos. Ningún facultativo logró curarla, y aquél la remedió con unas hierbas que buscó en el monte. El mérito del Cebalobos estriba, a mi entender, en su tozudo apego a lo tradicional y en su difícil enciclopedismo, capaz de conjugar los remedios empíricos del vulgo con el arte de los herbolarios, la ciencia de Avicena con los expeditivos lancetazos del Dr. Sangredo.
REACCIONES ANTE LA MUERTE
Siempre me acordaré de un entierro que presencié, por casualidad, en un pueblo de la ribera. Llegué en ese momento impresionante en que sacaban el ataúd del humilde portal, colgardo de terciopelos negros, cortezosos de ceras viejas, donde una Dolorosa palidísima apretaba sus manos bajo las siete espadas. La muerta era una chica joven; y su madre, de bruces sobre la ventana del primer piso, daba al aire de la estrecha calleja los alaridos de su aflicción, agitando los brazos, desgreñándose los cabellos con sus manos crispadas, como la figura del humano dolor, como una Niobé clásica de las riberas del Ebro. —¡Ahura la sacan!—había dicho una comadre vieja.
Y a los gritos desgarradores de la madre, que parecía loca, se unió el coro de voces plorantes, de hipos y de suspiros que hacían dentro y fuera de la casa las que habían velado toda la noche (1). Pero no fue esto lo que me chocó, sino lo extraño de la elegía que aquella madre dedicaba a la muerta: —Adiós, hija mía... Que me s’ha muerto sin notalo... Adiós... Ya no te verá tu tío el de América... Probecica... con lo buena que eras y lo gorda que te estabas pusiendo... Jamía... Ahura que s’iba a hacel de vestil... que la había compráu una saya y un delantal... ¡Qué 15 años más ricos!... La más maja..., la más buena del mundo... Adiós, rosa de Jericó. Hasta el valle de Josafat. Luego he llegado a ver que estas endechas ditirámbicas, estos emocionantes panegíricos y estos patéticos aspavientos son muy corrientes en los entierros pueblerinos (2). En los pueblos de la montaña» era costumbre hasta hace poco que la viuda, cubierta con un velo la cabeza, acompañara al ataúd de su marido» Antaño, la viuda iba exhalando gritos desgarradores: ¡ai ené! (¡ay de mí!) seguida de las plañideras que, en voz alta, ensartaban elogios fúnebres del muerto- Eas amigas de la viuda, lejos de calmar su desesperación, la excitaban diciendo en vascuence: “Todo se ha perdido para ti; no te queda sino perecer”. Era corriente que las viu(1)
das, en estos trances, se golpeasen el rostro y se arrancasen los cabellos. (Cita de R. M.a de Azcue-) Tan corrientes y de ritual entre la clase humilde, que a veces encajan dentro de las normas del “bien parecer”. Así ocurría en este caso que Salamero me refirió: En un pueblo de la Ribera quedóse viuda una pobre mujer a la que su marido propinaba frecuentes palizas- Acudió a consolarla una dama de alcurnia en el momento en que los alaridos de la “desconsolada” adquirían mayor patetismo y en que comadres y vecinas se veían y deseaban para calmar los arrebatos de locura y los extremos de desesperación a que se entregabaTales fueron la alarma y susto de la buena señora, que solicitó y obtuvo de las circunstantes la permitiesen quedarse a solas con la viuda- La cual» entonces, completamente tranquila y sin señales de haber llorado, le dijo en tono confidencial: —No se asuste, señorita; que lo hacía por el “bien paicel”. (2)
Una mujer que yo conozco llora siempre que alude a la memoria de su pobre hermano. Era éste un carnicero gordo, muy gordo, mucho más gordo aún, y murió de un ataque de apoplegía. Cuando ella dice “¡mi pobre hermano!”, se le adolece todo el alma, la voz le tiembla y los ojos se le diluyen en agua. Uno se ve obligado a participar de su tribulación, con esas frases de circunstancias, indispensables en estos trances: —¡Qué bueno era! ¡Y qué trabajador! Tan sano como parecía y... morir de repente... —¡Ay!—dice ella—. Pobrecico. Y ¡qué chocolates más ricos se tomaba todas las tardes! ¿Pa qué; pa qué? Todas las mantecas se las llevó al otro mundo... Tan coloráu, tan lucido como estaba, y se nos fué con todas sus carnes, con todas sus carnes... ¡Señor! ¡Señor! Tengo observado que a estas gentes humildes les aflige atrozmente que los difuntos hayan ido a la fosa robustos y lucios. Es muy corriente oirles: —Ya ve usté; tan reluciente, ¡paice mentira!, tan reluciente, y morirse con todas sus carnes... Se ve que ellos querrían entregar a la muerte una
momia seca, exprimida, una torre de huesos, donde gusanos y necrófagos no tuvieran ya nada que hacer. No hace mucho que una viuda de Lodosa, lamentándose de la pérdida de su esposo, muerto en la guerra, me decía llorando: ¡Con lo gordo y lo blanco que estaba el endividuo!... Otra cosa que lamentan con amargura es que los difuntos hayan estado poco tiempo enfermos. —Acostarse y en dos días se fué... ¡en dos días! ¡Fíjese usté, si es trago pa una madre! Parecen preferir que el enfermo se esté un año en la cama esperando el guadañazo aleve de la terrible Segadora.
Bonifacio de Echegaray escribió un libro sobre las ceremonias y ritos funerarios del país vasco, y más de un folklorista ha pretendido ver resabios de antiguas creencias y supersticiones en esa serie de operaciones: ventilar la alcoba, cerrar ojos y boca a los muertos, taparles las narices con hilas de estopa, que obedecen a causas fácilmente explicables, como lo de quemar azúcar en la alcoba mortuoria para evitar malos olores y lo de colocar un plato de sal sobre el vientre de los difuntos con el objeto de impedir la hinchazón del abdomen. Pasando de los hechos a los dichos, sería cosa de recoger, si no fuesen tan universales, esas frases manidas y esos lugares comunes con que las buenas gentes suelen amenizar el dramatismo de los pésames: “No somos nada”. “¿Quién lo diría?” “Si vendía salud...” “Si parecía que había hombre para toda la vida”. “Parece talmente dormido”. “Se ha quedáu como un pajarico”. “Pues ya... camino que todos hemos de llevar”. “Ya
se ha hecho lo que se ha podido”. “Vaya... habiendo recibido todo...” “Salú pa encomendarlo a Dios”, etcétera. En medio de estas fórmulas de ocasión, recuerdo una que usan los hortelanos para notificar la muerte del enfermo, y que encierra mucha cristiana filosofía: “Ya está en la Verdá”. Hay otro dicho popular en relación con esto, que me hizo gracia al oirlo por primera vez, y que lo suelen aplicar cuando no ocurre ni una cosa ni otra de las que deben acaecer. Y es: “Ni cenamos ni se muere padre”; expresión que, a buen seguro, guardará relación con algún sucedido célebre. En más de un pueblo quedan mujeres, dignas continuadoras de las plañideras de la antigüedad y de las endechadoras del medioevo, que acuden a invadir de sollozos y llantos la casa mortuoria, dirigidas por alguna vieja a quien le viene el arte de abolengo.
En Cascante y en Corella hay hogaño ejemplares de estas ancianas elegiacas. La de Cascante era, hace años, la tía Ratona. Por dos pesetas, acudía a rezar y a plañir ante el lecho de los difuntos. Disponía de un repertorio de inacabables jaculatorias que sólo ella sabía y que le habían sido transmitidas familiarmente, Dios sabe desde qué siglo. Estas rezadoras suelen también ser contratadas para ensartar sus plegarias en los rosarios domésticos, que la familia del finado le dedica en las noches siguientes a la muerte. Pedro Arellano ha recogido algunas de las que salmodia la comadre de Ablitas: En el monte murió Cristo, Dios y hombre verdadero; no murió por sus pecados, sino por pecados nuestros* Enclavado está en la Cruz con duros clavos de hierro. Padre mío de mi alma, Divino, manso cordero* La pecadora fui yo que tan ofendido os tengo. Constantino Cabal, en su obra sobre
folklore astur, alude al gremio de endechadoras que todavía existe por las tierras del Principado y que, en su afán de alabar al muerto, llegan a proferir dislates, como decir de un difunto joven: “¡Con lo listo que era cuando fuimos juntos a la escuela!” En materia de entierros, consignaré la usanza de Cascante; por la cual, los que acompañan portando cirios introducen entre la cera de éstos una moneda de diez céntimos, como ayuda para el gasto del alumbrado. Y la del valle de Baztan, donde los portadores del ataúd lo conducen en forma que toque o roce en las esquinas del trayecto, cariñosa señal de despedida que hace el difunto a las casas de su aldea natal.
José M.a Azcona me contaba que en un pueblo cuyo nombre no cito había antaño una curiosa usanza fúnebre. Los portadores del ataúd, antes de enfilar el camino del cementerio, daban varias vueltas en torno de la fuente que brolla al centro de la Plaza Mayor. Cuantas más vuelv tas, mayor honra y homenaje para el difunto. Y ocurría que, cuando al cabo de las tres de rigor, los conductores de la caja enderezaban la trayectoria, nunca faltaba algún amigo del difunto que, sujetando a alguno de ellos por el faldón de la levita, implorase: —Otra vueltica; otra vueltica. se le daba otra vueltica más. si el amigo quería quedarse tranquilo de haber honrado al muerto, todavía se acercaba a los cuatro para pedirles: —Lo última vueltica; ¡probe! Con este ¡probe!, dicho en tono de lástima, aludía al difunto. En Tafalla los entierros se detenían frente al Hospital viejo. Allí se despedía el duelo; los acompañantes desfilaY Y
ban ante él en la ceremonia de la cabezada y el clero entonaba las últimas preces. Las amistades del difunto solían sufragar responsos para aquel momento; con lo que, en ocasiones, la ceremonia se alargaba. Debido a esto, algún vate plebeyo tuvo la ocurrencia de cambiarle la letra al oficio de difuntos: A éste que ha comido sopa de carnero. ¡ Detenélo* Detenélo! Y a éste que ha comido sopas de ajo, lleválo pronto pa allá abajo* Finalmente, y aunque no encaje muy del todo en el asunto, recordaré al lector un sucedido que le oí a Pelairea. En Fitero, vivía un hombrecico muy prudente, un bendito de Dios, de ésos que van a todos los entierros. Coincidió uno de éstos en un día de lluvia, en que
las calles se llenaron de barro; y nuestro personaje, careciendo de botas, tuvo la infeliz ocurrencia de pedirlas prestadas a un conocido. ¡Nunca lo hubiera hecho! Todo el mundo se apercibió de que pisaba con calzado ajeno. Porque ocurrió que el dueño de éste, que debía de ser un musido avariento, se colocó tras de él y le iba a cada paso aconsejando: —Cuida con ese charco... No pises eso... Súbete a la acera. Pasó tanta vergüenza que, aborrecido de pedir préstamos a avaros, al entierro siguiente fué en demanda de botas a casa de un rumboso. Pero, ¡ay!, salió perdiendo con el cambio. Cuando el bendito de él marchaba satisfecho de que nadie advirtiera que llevaba calzado de otri, pisando con cuidado como si fuese suyo, se le acerca el rumboso y le dice en voz alta: —¿Te están bien? —Dijo que sí rápidamente con la cabeza, y ya se escabullía para no ser notado, cuando el otro volvió a la
carga: —Oye: por mí no las cuides, ¿eh? Aunque las manches me da igual, ¿sabes?, que son muy viejas. Setenta ojos convergieron su mirada indiscreta en las malditas botas que, para colmo de desdichas, le venían un poco grandes. Nuestro hombrecico se puso rojo como la grana, dijo el ¡ábrete, tierra! y volvió a casa corrido de vergüenza, recordando la fábula del grajo que, cuando era mócete, se aprendió de memoria: Con las plumas de un pavo un grajo se vistió: pomposo y bravoi en medio de los pavos se pasea* La manada lo advierte, le rodea* Todos le pican, burlan y lo envían... ¿ Dónde, si ni los grajos le querían ?
PIMIENTOS, PIMENTONES Y GUINDILLAS
El padre Ebro cuenta entre sus productos con la jota, la remolacha y el pimiento. El pimiento, con su rojo revolucionario, le va bien a la policromía frutal de la ribera, como le va bien a una paella amarillenta la nota grana de los que el pueblo sigue llamando “pantalones de soldáu”. Su fuerza cáustica y picante rima bien con el alma de las gentes que beben agua del Ebro; y una boca encendida de pimientos y guindillas es la más apta para la interjección, para la jota retadora. Como la jota, es picante y bravio; y si aquélla es el grito hecho música, el pimiento, con su brasa escarlata, es el grito cromático más valiente de la paleta. El pueblo clásico de los pimientos es
Lodosa. Como lo es Corella de los cardos, Milagro de las cerezas, Falces de los ajos y Tudela de los espárragos y alcachofas. Si alguna vez vais a Lodosa por octubre, os asombrará el espectáculo de las enormes ristras de pimientos que, colgando de largas perchas, cubren las casas desde el alero hasta el dintel. Callejas y rincones se visten de escarlata, y los tapices rojos que engualdrapan sus edificios le prestan un aspecto fantástico de pueblo engalanado que festeja el otoño. “Si pintase yo esto, nadie lo creería”—me confesaba durante un común viaje a la villa ribera Gustavo de Maeztu. Leyendo a Paúl Morand vi que muchas aldeas de Bulgaria ofrecen espectáculo idéntico, ya que en ellas también desaparece la cal de las fachadas bajo cortinas de pimientos que se secan al sol macedónico. Por octubre, las calles de Lodosa se pueblan de corruelos de comadres, afanadas en ensartirlos atravesándoles los rabos con enormes agujas enhebradas en liz. —Esto es lo mejor que hay: ¿no ve usté lo gordas que estamos todas en este pueblo? La que esto nos decía (robusta ella) expresaba el sentir de los médicos, que nos presentan al pimiento y a su derivativo el pimentón como alimentos los más ricos en vitaminas. Y como nos chocase ver el borde de los
tejados protegido por hileras de ollagas espinosas, nos explicó que las ponían para contener a las ratas, que saltan de las tejas a las ristras y las estrvzan. Añadiendo que el cultivo del pimiento era “mucho pesáu” y requiere cuidados constantes desde febrero, en que se siembran, hasta que se recogen bajo la luna roja de las vendimias. A costa de pimientos y guindillas podría referir más de una historia. En un huerto de la Mejana estaban varios hortelanos merendando guindillas, cuando acertó a pasar ante la puerta el Deán Sodornil. —¿Qué estáis comiendo?—les preguntó. Y uno de ellos: —Dos palabricas de la Salve. Y como el Deán no comprendiera, le aclaró: —“Gimiendo y llorando”. A éstas las traga uno gimiendo y las echa uno llorando. Y es que, lo mismo las guindillas que los pimientos, les gusta a los del campo que sean fuertes, de los que “pican más que un cantero”, de los que “hay que agarrarse a una reja” cuando escaldan la lengua. Sabiendo esto, un propietario tudelano, el señor De Benito, que invitó a una furriela en su corraliza a varios conocidos, tuvo la previsión de aconsejarle al guarda que hizo' de cocinero: —Oye, Babil: procura que no piquen los pimientos, que viene gente forastera. —Pierda usté cuidáu. No faltaba otra...
Pero, ¡ay!, cuando salieron a batalla los “pantalones de soldáu” tan apetecidos, no hubo cofrade al que no le encendiesen la boca. El anfitrión, escaldado también, increpó al guarda: —Pero, ¡so bestia!, ¿no te encargué que no picasen? —Que no pican. —¿Cómo que no, animal? A lo que el muy cazurro le explicó: —Si lo sabré yo... ¡los hi lamido uno por uno antes de ichalos a la cazuela! Nos figuramos el efecto que esta declaración de probatina salivar causaría en los comensales. A esos pimientos rojos y grandes, cuyas ristras alternan en las fachadas con las colgaduras de panizo, los llama el bajo pueblo “pementones”. Un cura viejo me contaba que, cuando se proclamó la República de 1873 y los contados republicanos de mi pueblo recorrieron en manifestación las calles tocados con gorros frigios, los hortelanos (carlistas en su inmensa mayoría) que desde las tabernas los veían pasar y que en su vida habían visto aquellos gorros escarlata, decían meneando la cabeza con gesto escamón y desconfiado: —¡Ay, qué tañer de pementones! Esta similitud del pimentón y el gorro frigio es lo único que podría explicar el sentido de cierto lábaro o pendón que hace ocho años paseó por las calles de
Caparroso. En noviembre del 31 se celebró en el pueblo de los carros y de los galgos un bautizo civil, de aquellos que amañaban y pagaban los capitostes republicanos para que Azaña viese con regocijo cómo España iba dejando de ser católica(l). Como era de prever, la civil ceremonia resultó mojiganga plebeya; que, si no encontró ambiente, tuvo en cambio ribetes de gracia. Allí veríais la extravagante procesión pisando el barro de las callejas camino del Ayuntamiento. Delante, “el secretario del Centro” enarbolando la bandera del 14 de abril y seguido de 40 republicanos. Tras de ellos, el padrino con una percalina tricolor que le colgaba de los hombros a manera de capa pluvial, lleno de unción y de orines de criatura, llevando en brazos al neófito al que luego impusieron el doble nombre de Fermín Angel, en recuerdo de los sublevados en Jaca. Hacia mitad de la comitiva marchaba un mozo, portador del más chirene de los lábaros. Consistía en un palo en cuya punta brillaba la escarlata rabiosa de un pimiento morrón y de la que colgaba (zarandeando sus mondongos), una ristra de longaniza. (i) La moda de “laicizar los sacramentos” inventada y subvencionada por la República, dió lugar a que, en un pueblo ribereño, un jornalero le dijese al alcalde que “tenía un mócete de siete años y que quería que comulgase por lo ¡cevil”.
No faltaron en el trayecto vayas y cuchufletas; a pesar de lo cual, los hierofantes de Caparroso, graves, hieráticos, llenos de emoción laica y de percalina, recorrieron la villa bajo el simbólico pimiento, bajo la longaniza venerable. Quien esto escribe, publicó a los dos días un artículo del que son estas notas. Las izquierdas cayeron sobre mí chaparreando injurias; me llamaron desde “pobre literatoide” a “sacristán de la Mejana”, de donde colegí que mi inocente burla les había sabido a cuerno quemado, o, por decir mejor, a pimiento quemado. Porque habéis de saber que el humo del pimiento supera en fetidez al del cuerno quemado, y resulta tan insufrible que, adelantándose al empleo de los gases de guerra, fué arbitrado como arma en las guerras civiles del ochocientos. Pérez Galdós refiere que, cuando Zumalacárregui prendió fuego a la iglesia de Villafranca de Navarra, el 27 de noviembre de 1834, los soldados carlistas, persiguiendo rendir a los urbanos que se defendían en la torre, “quemaron en el interior de ésta gran cantidad de pimentones, a fin de asfixiar más pronto a los sitiados”. Igual arbitrio empleó el general carlista, 3 meses después, contra los que resistían en el hospital de Los Arcos, hecho que cuenta Henningsen
señalándolo como “uno de los más crueles experimentos ensayados en la guerra de España”. Sabiendo esto, no es de extrañar que en agosto del 36, un veterano requeté de Estella se dirigiera a Mola brindándole un procedimiento eficacísimo para rendir al adversario “cuando se hiciera fuerte en edificio o casa aislada”. Decía así la peregrina epístola, que yo mismo le leí al general: “Primero, se derriba la puerta a cañonazos. Luego se penetra en el portal por medio de un “auto” blindado y, una vez ganada la planta baja, se vierte en ella un costal de paja, se le prende fuego y se arroja sobre la hoguera una docena de guindillas bien secas, las cuales invadirán con un vapor todo el edificio, tan fuerte que pondrá a los sitiados en la alternativa de asfixiarse todos, entregarse o huir.” Y al final esta nota inefable, definitiva: “Así se evitan derramamientos de sangre.” En nuestros días el humo del pimiento y la guindilla
se utiliza tan sólo en las zumbas de Carnaval. Hace cinco años sobreseyó el Juez de Tudela el sumario contra un vecino de Cascante por “tentativa de incendio”, al advertir que sólo se trataba de una broma carnavalesca. Su autor era un mocico que, habiéndose propuesto desalojar el baile del Coliseo, se subió, sin ser visto, al escenario y con unas pajuelas, tres guindillas y un bote de hojalata agujereado aparejó una fábrica de gases lacrimógenos. También en Carnaval, dos chuscos de Elizondo despejaron el baile de la plaza cruzándola deprisa, portadores de un caldero humeante de guindillada. Los que han olido este humo sostienen que es más intolerable aún que el del azufre hirviendo que atormenta —según el Dante—a los condenados. Eugenio Noel, en su obra “España nervio a nervio”, nos describe el espanto provocado en la feria del Henar por unos condenados gitanos que quemaron guindillas y crines. Pinta el desbarajuste que se arma en el ferial: los animales que, enloquecidos, rompiendo ronzales y atropellando cuanto encuentran, huyen hacia el campo a galope, con los ojos irritados y las narices anchas
de terror, para acabar cayendo en manos de los calés que, apostados en sitios estratégicos, van atrapando las mejores bestias. La añagaza debe de ser antigua en la raza gitana. Jorge Borrow, en “Los Zincalí”, habla de un pánico universal y súbito que a mitades del siglo pasado presenció en una feria donde había tres mil caballerías. “Los caballos relinchaban, coceaban, tratando de escapar en todas direcciones; algunos parecían totalmente poseídos, pateando y corriendo con las crines y la cola rígidas, como cerdas de jabalí; muchos jinetes perdieron la silla.” Añade que la gente acusó a los gitanos y la emprendió con ellos a palo limpio, hasta arrojarlos del ferial. Don Jorgito nada nos dice, porque era gran amigo de los “faraones” (1); pero todo hace suponer que el medio que éstos utilizaran fuese el del humo “pementonero”. (i) Tan amigo, que se tomó el trabajo de verter al lenguaje caló los Evangelios*
31-EL PROCESO DE ZUGARRAMURDI “Lo hermoso es horrible y lo horrible hermoso; volemos a través de la niebla y del aire corrompido.” Macbeth.
Zugarramurdi es una aldea de Navarra, próxima a la frontera pirenaica y al monte de Larrún, donde está la famosa gruta. El alto monte, cuya cogota barren las boiras, y la misteriosa oquedad de la cueva contribuyeron a crear la leyenda de brujas más fantástica de España, y estoy casi por decir que del mundo. Por lo cual, y por ser el de Zugarramurdi un caso típico que resume toda la historia y prácticas de la
brujería, he creído oportuno ofrecer al lector un resumen del celebérrimo proceso, ajustando lo más posible mi relato a la letra de las declaraciones sumariales. Fué el año 1610 cuando la Inquisición de Logroño56 (1) celebró Auto de fe contra las brujas navarras. María de Zozaya y 6 mujeres más fueron quemadas; y absuelta, por haber sido buena confidente, María de Yurreteguía. Lo de Zugarramurdi lo descubrió una francesa de Hendaya, que había sido de la secta. Ella acusó de bruja a la Yurreteguía, y ésta cantó de plano. Es interesante repasar las confesiones de los acusados. Se pasma uno del caudal tan tremendo de fantasía que atesoraban y de la unanimidad de todos ellos en cuanto a los detalles esenciales; lo que demuestra que vivían en pleno delirio de imaginación y que se hallaban convencidos de haber visto lo que habían oído o soñado. Todos ellos describen al Demonio con cuerpo de cabrón, presidiendo los aquelarres desde el trono donde estaba sentado. El uno testifica que es “de 56
(i) La Inquisición para Navarra tenía su sede en la Rioja (Calahorra y Logroño), en razón a que los navarros, al amparo del Fuero, opusiéronse siempre al establecimiento de la misma en su tierra. Tudela no permitió que los inquisidores de Aragón realizasen información acerca de la muerte de San Pedro Arbués y amenazó con que, si venían, los echaría al Ebro. En 1510, ordenaba la ciudad a sus diputados que procurasen “que nos quiten de aquí este fraile que se dice inquisidor” ; y, 60 años más tarde, se negó a dar posada a los del Santo Oficio. (Yanguas- Diccionario de Antigüedades de Tudela-)
horrenda y espantosa figura’’; la otra, “que despide pésimo olor”. Coinciden en que su rostro es triste, feo y airado, y en que lleva, rodeándole el cráneo, una corona de pequeños cuernos. Dos, muy grandes, le nacen en el colodrillo y otro en la frente, que relumbra, iluminando el aquelarre: todos han contemplado sus ojos espantosos y su barba de chivo y oído su voz “ronca y tristísima”. Había entre los brujos jerarquías. Graciana de Barrenechea, verbigracia, era la Reina del Aquelarre; y los veteranos se distinguían de los iniciados, de los catecúmenos de la secta, que los maestros presentaban al Diablo. Estos iniciados (los que por vez primera asistían al Aquelarre), después de renegar de la Religión Católica y tomar al Diablo por Dios, le besaban en diversas partes del cuerpo y, finalmente, bajo la cola. Entonces el demonio los señalaba para siempre, clavándoles la uña en la espalda o el pecho; y después, con un hierro candente, les grababa en la niña del ojo y sin dolor un sapillo, señal perenne que servía a los brujos para reconocerse. La parte herida por las uñas del diablo les quedaba, para siempre, insensible. Juan de Echalar poseía la marca en la piel del estómago, pues los inquisidores le pincharon en ella con un alfiler largo y no sintió dolor alguno. El diablo premia a las maestras, a las
reclutadoras de novicios, dándoles unas monedas y un sapo vestido, que tienen que cuidar. Este sapo, vestido de etiqueta, será en adelante como el genio tutelar de los iniciados. Los cuales, una vez admitidos en la secta, se ponen a bailar con los demás. En los aquelarres se baila atrozmente al son de la flauta y del tamborino. La flauta la tañía Juan de Goiburu y el tambor lo tocaba Juan de Sansín, que debía de ser un calzonazos porque, dándole y dándole a su tambor, aguantaba que su mujer fuese la predilecta del demonio en las orgías de las grandes solemnidades. Bailaban hasta que el gallo, con su quiquiriquí, barruntaba la aurora. A la vuelta, los sapos les acompañaban por los aires; y Goiburu, el de la flauta, declaró que, cierto día en que el canto del gallo le sorprendió camino de su casa, el sapo desapareció, por lo que hubo de continuar su marcha a pie. Los sapos eran de 2 clases, desnudos y vestidos. Los primeros los empleaban para obtener, pisándoles la tripa, el agua verdinegra con que se untaban. Los segundos hacían de guardianes, despertadores y acompañantes aéreos de los brujos. A los chicos que acudían a los aquelarres (raptados por las brujas, que los untaban cuando estaban dormidos) los proveían de unos palitroques, a fin de que pastoreasen la copiosa manada de los sapos desnudos.
Maestros y brujos cuidaban cada cual de su sapo. A estos bichos los vestían con un casaquín, hecho de paño o terciopelo, de colores, que se cerraba bajo la barriga. Estaban tocados con capirotes y les colgaban al cuello cascabeles y dijes. Comían de la mano de sus amos, y hasta dialogaban con éstos. Una de las acusadas, que se llamaba Beltrana Fargue, confesó haber dado el pecho a su sapo. El aquelarre se celebraba 3 veces por semana (los lunes, miércoles y viernes) en el Prado de Berroscobero —entre Urdax y Zugarramurdi—y, alguna que otra vez, en la famosa cueva. Daban principio después de las 9 y, conforme llegaban los cofrades, se arrodillaban ante el Diablo y le besaban... donde ya se sabe. Juan de Echalar, que hacía de verdugo, azotaba con ‘mimbres o espinos a los que faltaban a lista o se habían ido de la lengua, violando el secreto, rigurosísimo, de la comunidad. Cuarenta chicos de Vera fueron así azotados, por haber dicho que unas brujas los habían llevado al Aquelarre. Los padres de los interfectos le contaron lo del castigo al Párroco, y éste hizo que los cuarenta marchasen a dormir a su casa. Se enteraron, por el Diablo, los brujos y cercaron la parroquial, con propósito de sacar de ella a los muchachos. Y, viendo al Párroco que, vestido de sobrepelliz y estola, conjuraba a sus huéspedes con breviario e
hisopo, hacían mofa de él y, subiendo al tejado, rompían tejas y armaban ruidos espantosos. Añaden los testigos que dos noches en que el Vicario se descuidó de exorcizarlos, los brujos arramblaron con los rapaces y, conduciéndolos ante el Demonio, los azotaron cruelmente. Durante el Aquelarre, además de bailar y refocilarse, se holgaban espantando a los pasajeros nocturnos; para lo cual, el Diablo los transformaba en cerdos, cabras, ovejas, yeguas, etcétera. En el proceso de Logroño, declaró el molinero de Zugarramurdi—Martín de Amayur—que, yendo una noche al molino, fue asaltado por unas brujas a las que tuvo que ahuyentar a palos. Una de ellas—María Presoná—se le acercó tanto, que recibió un garrotazo. El pobre hombre cogió un susto tan recio que, en llegando al molino, cayó desmayado. Otra vez, una tal María de Iriarte y otras brujas, transformadas en gatos y perros, escondiéronse entre unos castaños y, al paso de tres pastores del pueblo, los espantaron, removiendo hojas secas, y los persiguieron. Los encorridos echaron mano a sus armas y habiendo gritado: ¡Jesús!, gatos y perros emprendieron la huida, hasta meterse en una balsa. Los pastores enfermaron a causa del susto. La más bruja de todas, la condenada a muerte, María de Zozaya, se burlaba donosamente de un clérigo muy cazador de
Rentería. “A ver si mata V. M. muchas liebres, para que nos convide”, le decía, en viéndole salir. En seguida iba a casa, se untaba, se convertía en liebre y, corriendo y haciendo piques ante los galgos, los mareaba y esquivaba hasta rendirlos; hecho lo cual, reíase del dómine, ejecutando ante sus barbas cien donosas cabriolas. Durante el Aquelarre, no podían los reunidos mentar el nombre de Jesús ni el de la Virgen. Una noche acudió a la Junta una moza francesa que bailaba con castañuelas y daba unos brincos tan altos como una casa. A María de Iriarte, el asombro ante aquellos saltos le hizo exclamar: “¡Jesús!, ¿qué es esto?” Al instante se hizo un gran ruido, y el aquelarre se sumió en tinieblas; con lo que hubieron de volverse a casa más que de prisa. Lo mismo acaeció otra noche en que el demonio llevó a los brujos a la costa, para que viesen cómo levantaba tempestad contra 3 navios. Uno de los espectadores, estupefacto ante lo que veía, gritó: ¡Jesús!, y la mar se calmó de repente57 (1). El día de San Juan, los de la secta entraban en el templo, donde insultaban a los santos y les hacían la señal de la higa. En las vísperas de las grandes fiestas cristianas, solían celebrar la Misa Negra. El (i) El Dr- Lope de Isasti, en la Relación que escribió sobre las brujas de Cantabria, afirma que varias de éstas, guiadas por María de Zozaya, aparejaron una galerna que hundió las naves que mandaba Antonio Oquendo57
diablo, ayudado por demonios acólitos, oficia cantando e interrumpe la ceremonia para predicar. Al Ofertorio, todos le ofrecen regalos y viandas y le adoran como de costumbre “y al tiempo que le besan—copio textual—tiene prevenida (y les echa) una ventosidad de muy horrible olor”. Luego les da de comulgar un bocado negruzco, en el que está pintado el Diablo, y les hace beber una bebida amarga. Acabada la misa, “conoce a todos, carnal y somáticamente”; y uno y otros, en espantosa mescolanza, se huelgan con actos torpísimos y desenfados eróticos que excuso referir. Sólo diré que la María de Zozaya y, como élla, otras brujas, confesaron haber tenido trato marital, casi continuo, con Satanás. A más de éstas, confesaban haber cometido otras muchas maldades. Desenterraban los cadáveres de las iglesias y les sacaban “los huesecillos y los sesos hediondos”, que ofrecían al Diablo, y que éste les hacía comer, holgándose mucho de ello. En la época de los frutos y acompañadas por el Maligno, buscaban por los campos sapos, bichos y sabandijas. Mezclándolos, en una olla, con huesos y seseras de muerto y con el agua verde de los sapos vestidos, fabricaban las ponzoñas, polvos y ungüentos con los que destruían cosechas, dañaban ganados y hechizaban personas. Para maleficiar a éstas, las sorprendían
durmiendo y las untaban en cuello y pecho con sus pócimas o les echaban a la boca los polvos letales58 (1). Graciana de Barrenechea confesó haber matado así a veinte personas, entre ellas a una bruja rival. También hacían de vampiresas, en la acepción genuina de la palabra. Pinchando en las sienes, en el espinazo y en las venas de las criaturas, les chupaban la sangre. María de Iriarte confiesa haber chupado y ahogado a 9 criaturas, y haber dado la muerte, mediante polvos y ponzoñas, a 3 hombres y una mujer. Miguel de Goiburu se sorbió a un sobrinico suyo hasta dejarlo exangüe. Dos de los procesados reconocen haber asesinado, de esta forma, a sus propios hijos. Cuando moría algún brujo o persona embrujada, sus parientes—y el Demonio con ellos—lo desenterraban y, después de sacarle las tripas, despedazaban el cadáver en el Aquelarre, para comérselo de tres maneras: crudo, asado y cocido. Cuanto más hediondo fuese el manjar, (x) El Dr- Fornara de Taggia, publicó en Genova, hacia 1877, unos estudios sobre los efectos fisiológicos del veneno de sapo. Sostiene que son bastante parecidos a los de la digital, y observa que a los perros les produce sueño* Muchos han explicado las fantasías de los brujos como brotadas en estado de sonambulismo, producido por los untos y potajes que usaban: manteca, opio, belladona, mandrágora, cicuta y otras plantas narcóticas. Así opina también Cervantes en el “Diálogo de los perros”, cuando le hace decir a Berganza que la hechicera Cañizares cayó en sueño narcótico, producido por el ungüento. 58
más exquisito se les antojaba. A tal punto llegaba su placer, que guardaban los huesos para otro día; y cociéndolos con una hierba llamada belarrona, que “los ablandaba hasta parecer nabos”, se los comían. Dándose el caso de devorar los padres los cadáveres de sus hijos. Y viceversa. Tal es la narración de lo más enjundioso de la causa contra las brujas de Zugarramurdi. ¿Qué hay de verdad y de mentira en toda esta balumba de atrocidades, de prodigios y extravagancias? A raíz, precisamente, del proceso del Santo Oficio logroñés, el tratadista Pedro de Valencia, discípulo de Arias Montano, escribió un “Discurso sobre las brujas y cosas tocantes a la magia”, que causó gran efecto y contribuyó decisivamente a mitigar el rigor de la Inquisición contra la brujería. En él sostiene que todas esas historias fantásticas de ungüentos y de viajes aéreos dependen de la imaginación, de la fantasía, y carecen de toda realidad. Añade que se trata de “embustes de los reos, torpemente interrogados”, y explica los traslados aéreos como una “visión nacida quizás de estar compuesto el unto de yerbas frías, como cicuta, soldno, yerba mora, beleño y mandrágora, que, no sólo producen efectos narcóticos, sino visiones agradables”. Por la misma época, el inquisidor Alonso de Salazar (uno de los vocales del Tribunal
que juzgó a la Zozaya y compañeras brujas) fué enviado a Navarra con el en- cargo de averiguar lo que hubiera de cierto y de falso en los negocios de brujería. Este hombre, que era listo y de estrecha conciencia, tomó declaración a 1.802 personas. Investigó si había aquelarres en San Esteban, Iráizoz, Zubieta, Sumbilla, Donamaría, Arráyoz, Ciga, Vera y Alzate. Descubrió 22 ollas y una lista de potajes, ungüentos y polvos de los que utilizaban las hechiceras. Y, al final de sus investigaciones, escribió un largo informe59 (1). ¡Qué distinto del que escribió un siglo antes (en 1507) aquel cándido y crédulo inquisidor Avellaneda, que vió a la bruja salacenca arrojarse por la ventana! Advierte don Alonso de Salazar que todos los testigos le confesaron que dormían antes de salir para el Aquelarre, lo que indica— concluye—que soñaban. Refiere que una moza aseguróle que acudia al Aquelarre volando; unas veces en 'figura de mosca, otras de cuervo, y que salía de su casa por los resquicios y agujeros más diminutos. Y añade él: “Las cosas que dicen que les pasan y hacen como brujos no se han podido comprobar... son todas vanas e inciertas... embustes... sueño o flaqueza del cerebro”. De las 22 ollas y de la lista de los potajes, “todo es falso, irrisorio y fingido”. Los 59
(i) El informe fue publicado por Julio Caro Baroja en el Anuario de Eusko-Folklore de 1933*
testigos mienten, o por malicia o por ignorancia, y “tengo por muy más que cierto que no ha pasado ni sucedido, real y corporalmente, ninguno de los hechos testificados en este negocio”. Denuncia Salazar las violencias a que recurren los Comisarios y Ministros de la Inquisición; aconseja “alzar la mano de estas cosas y procesos que serían nocivos”, y, por último, descubre los defectos cometidos en el proceso de Zugarramurdi, culpándose de no haber defendido lo suficiente el voto particular que formuló por discrepar del fallo. Ya para el año 1540, el Obispo de Pamplona, en el “Manuale Pompilonense” (colección de instrucciones para los sacerdotes de Navarra), les previene contra brujos y endemoniados, por lo mucho de falso y fingido que existe en ello; y recomienda que, en tales casos, lleven al brujo o poseído al médico, a fin de que éste lo reconozca. Y el Padre Feijóo (carta XX) escribe, hablando de la brujería: “Hubo, en los tiempos y territorios en que reinó esta plaga, mucha credulidad en los que recibían las informaciones; mucha necedad en los delatores y testigos; mucha fatuidad en los propios acusados: los delatores y testigos eran, por lo general, gente rústica.” Los testimonios que anteceden lo explican todo. De los famosos aquelarres, fuera de los bailes y orgías que en muchos casos
existieron, todo lo demás es fantasía, creída y propagada por histéricas y delirantes. “Jamás—dice un autor moderno—se puso comprobar la existencia de un aquelarre, ni hallar escoba alguna de las alegadas.” Lo asombroso es el estado colectivo de embeleco que se apoderó de la sociedad en la época de la brujería. ¿Explicación? La que nos da el autor del “Teatro Crítico” y es, que “el vulgo es la patria de las quimeras y no hay monstruo que, en el caos confuso de sus ideas, no halle semilla para nacer y alimento para durar. El sueño de un individuo, fácilmente se hace delirio de toda una región60 (1). Por lo que hace a la Inquisición y sus condenas, el pretender juzgarlos con nuestros ojos del siglo XX es empeño vano y estúpido. Los procedimientos de nuestra Inquisición no diferían de los puestos en práctica casi universalmente, y en su honor hay que consignar que fue la menos cruel de Europa, como lo demostró el proceso de Logroño. Al tiempo de celebrarse éste, se celebró en Burdeos otro para juzgar a las brujas del Laburdi francés. El Juez, que se llamaba De Lancre, mandó quemar a cientos de mujeres perturbadas o histéricas. En tiempos de Francisco I—dice Pedro Crepet— se quemaron en Francia ¡cien mil brujas! El protestante Menzel, en su “Historia de los 60
(i) Feijóo» “Teatro Crítico”. Milagros supuestos-
Alemanes”, escribe que “más brujas fueron quemadas en Alemania, que herejes en España durante siglo y medio”. Por último, el inglés H. C. Lea, en su “History of the Inquisitión in Spain”, afirma que la comparación entre las inquisiciones española y romana es sumamente favorable a la primera, añadiendo que, por lo general, era más benigna que la justicia civil. FIN
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