Indiana Jones y el tesoro de la reina de Saba

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PREPÁRATE PARA UNA EMOCIONANTE AVENTURA CON

INDIANA JONES® Es el año 1938. El doctor Roger Ballentyne ha encontrado lo que parece es un mapa del fabuloso y perdido —hace largos años— tesoro de la reina de Saba. El último proyecto del doctor Ballentyne, un nuevo diamante láser capaz de cortar los materiales más duros en una fracción de segundo ha atraído la atención de las fuerzas fascistas que ocupan Etiopía. Y éstas secuestran al doctor en un intento por poseer el tesoro y el láser. Tú eres George Ballentyne, el hijo de 14 años del doctor. Embarcarás para un viaje indescriptible a Etiopía con Indiana Jones, el más grande aventurero del mundo. Un desierto aborrecible, nativos hostiles y el poderoso ejército de los fascistas os esperan. Si haces la elección correcta salvarás a tu padre y encontrarás el tesoro. Si tu elección es equivocada, ¡nunca se volverá a saber ni de ti, ni de tu padre, ni de Indiana Jones! ¡BUENA SUERTE!

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Título original: INDIANA JONES AND THE LOST TREASURE OF SHEBA Copyright © 1984 by Lucasfilm Ltd. (LFL). TM* «Find Your Fate» es una marca comercial de Random House, Inc. «Indiana Jones» es una marca comercial de Lucasfilm Ltd. Usadas por autorización. Esta traducción se publica por acuerdo con Ballantine Books, una División de Random House, Inc. © Ediciones Toray, S.A., 1989.

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¿Podré realmente ayudar a Indiana Jones a encontrar

EL TESORO PERDIDO DE SABA? ¡Tengo que hacerlo! La pasada noche 2 hombres secuestraron a mi padre, el doctor George Ballentyne, ingeniero militar, cuando se encontraba en nuestro apartamento. Mi padre posee un mapa del tesoro de Saba, perdido desde hace largo tiempo, y tiene grandes conocimientos sobre un nuevo y misterioso láser de diamante. ¡Las fuerzas fascistas de Etiopía quieren hacerse con el control de ambas cosas! Así que me marcho con Indiana Jones a Etiopía, una tierra de bribones peligrosos, volcanes, laberintos subterráneos y espías implacables, para encontrar el tesoro y salvar a mi padre. Indy me dice que es responsabilidad mía. Yo debo elegir qué movimientos hay que hacer... ¡Yo me encargo de elegir cada uno de los terroríficos pasos de nuestra aventura!

ESCOGE TU PROPIA AVENTURA™ TM*: “Find Your Fate" es una marca comercial de Random House, Inc. “Indiana Jones" es una marca comercial de Lucasfilm Ltd. TM y ©: 1984 Lucas Film Ltd. (LFL)

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1 Eran las 10 y media de una noche ventosa de otoño. Yo estaba estudiando mi lección de italiano cuando de pronto oí a mi padre gritar de dolor. Me puse apresuradamente la bata y corrí al pasillo. Tenía la mano en el pomo de la puerta de la habitación de mi padre cuando oí una voz fuerte: —Necesito esas pruebas, doctor. Su láser es esencial para nosotros. Haremos lo que sea necesario para obtenerlas. Si se niega a ayudarnos, las consecuencias para usted y su familia serán muy serias. ¡Melke, coge al chico! Retiré la mano del pomo y fui a esconderme en el armario del pasillo en el momento preciso en que se abría la puerta. Un hombre alto y delgado con tatuajes azules en la cara entró en el vestíbulo. Se movió en mi dirección y sus ojos, de párpados dorados, parecieron mirar directamente hacia mí. El corazón me latía con tanta fuerza que estuve seguro de que él podía oírlo, pero el hombre dio media vuelta y se deslizó hacia mi habitación. Mi ausencia sería descubierta en unos segundos. De modo que, si quería conseguir ayuda, tenía que marcharme y... ¡aprisa! Haciendo acopio de todo mi valor corrí al estudio, cogí el bolsito con las reproducciones láser supersecretas y escapé por la puerta principal. ¡A mi espalda se oyó un colérico alarido! Corrí al ascensor, me metí en él y presioné el botón del vestíbulo. La puerta del apartamento se abrió y el hombre con la cara tatuada se 7


precipitó al vestíbulo. Nos miramos durante un interminable segundo... Luego las puertas del ascensor se cerraron. Salí apresuradamente del ascensor, en el momento mismo en que las puertas se abrieron y choqué con un hombre que se interponía en mi camino. —¿Por qué no miras por dónde vas? — rezongó el hombre. Su rostro curtido me resultó extrañamente familiar y después de pedir atolondradamente disculpas, pregunté: —¿No es usted arqueólogo? ¿No se llama usted Missouri o Misisipí, o algo así? El hombre me examinó con sus brillantes ojos azules. —Basta, chico. Mi nombre es Indiana Jones. Pero yo no te conozco. —Soy George Ballentyne —dije—. El doctor Roger Ballentyne es mi padre y está en peligro. A continuación intenté explicarle lo que había sucedido arriba. —No me suena nada bien —masculló Jones—. Iré arriba; tú busca un policía. —¡Pero, señor Jones, son peligrosos! —No te preocupes por mí, chico. No me pasará nada. Y sin más, Jones se metió en el ascensor. Con la bolsita bien sujeta, salí corriendo a la calle. Tardé varios minutos en encontrar un policía y todavía más en persuadirle para que me siguiera.

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Cuando las puertas del ascensor se abrieron en nuestro piso, mis temores se hicieron realidad. ÂĄLas puertas de nuestro apartamento estaban abiertas de par en par! EntrĂŠ corriendo, llamando a mi padre. No 9


obtuve más respuesta que un apagado quejido de dolor. ¡Y allí, tendido en el suelo, estaba Indiana Jones! Más tarde, después que el policía hubo terminado de rellenar sus formularios, Jones y yo nos sentamos a la mesa del comedor. —Le dije que eran peligrosos —le recordé. —Bien, chico. He cometido una pequeña equivocación —admitió Jones, mientras se servía el whisky escocés de mi padre—. Pero, si hubiera esperado a la policía, ellos se habrían esfumado. De este modo he podido verlos bien. Y he visto que no se han llevado ni las reproducciones, ni el mapa. —¿El mapa? ¿Sabe usted algo del mapa? —Claro. ¿Por qué crees que estaba aquí? — Jones sacó un bolso impermeable de su sucia chaqueta de cuero. Luego, tras hacer sitio en la mesa, desdobló el mapa y lo extendió sobre el tablero. —¡Etiopía! ¡El reino de Saba! —dijo señalando su amarilla superficie con su curtido dedo—. Ya conoces el interés de tu padre por la arqueología. Bien. Pues él encontró este mapa hace un año y yo he estado estudiándolo. Es auténtico, desde luego. Por desgracia, como muchos científicos, tu padre vive en su propio mundo de ensueños. Me resistí a creer lo que había leído en el Scientific Journal de este mes. ¿Sabías que escribió en esa revista sobre su nuevo diamante láser y el tesoro de la reina de Saba, todo en un mismo artículo? Jones hizo una breve pausa, para continuar así: —Esto es como poner un anuncio en el 10


periódico que diga: «¡Venid a secuestrarme!» ¿Es que no tiene idea de lo que está pasando en el mundo? Etiopía ha sido invadida por los fascistas y éstos están desesperados por conseguir cualquier cosa que les ayude en su guerra... Algo como el láser de tu padre. Y si pueden encontrar además el tesoro de Saba, tanto mejor. Tendrán todos los diamantes que necesiten para el láser y también llenarán sus arcas de guerra. —¿Y por qué seguimos sentados aquí? — exclamé— ¡Tenemos que ir tras ellos! Jones suspiró. —No es tan sencillo como crees, chico. Las cosas están muy embrolladas por aquí. No puedes presentarte alegremente diciendo: «Por favor, devolvedme a mi padre y olvidad que habéis oído hablar del tesoro de Saba» —dijo Jones tras un suspiro. —Bueno. ¿Y qué vamos a hacer nosotros? —¿Nosotros? Nosotros no vamos a hacer nada. Tú te quedarás aquí y yo me marcharé a Etiopía. —No se irá usted sin mí. —No seas estúpido —gruñó Jones—. ¿Qué haría yo con un niño? Sólo servirías para darme preocupaciones. Yo intenté hablar con calma. —Señor Jones, ¿habla usted italiano? —Pues no. Chapurreo algo el abisinio. —Yo hablo italiano, señor Jones. Mi padre y yo lo hemos estado estudiando todo el año pasado. Yo he estudiado también Etiopía... Y — añadí tranquilamente— el hombre que ha sido secuestrado es mi padre. 11


—¡Pero no eres más que un niño! —No soy un niño. Tengo 14 años y soy el primero de mi clase. Estoy en muy buenas condiciones físicas y he ganado dieciséis medallas al mérito, como boy scout, además de mi medalla de tirador. —¿Medallas de boy scout? —masculló Jones. Luego, antes de que yo pudiera replicar, levantó la palma de la mano y dijo: —Muy bien. Tú ganas. Pero la primera vez que te quejes, te mandaré a casa. —No me quejaré, señor. —Eso es lo que me temo —murmuró Jones—. Muy bien. Veamos cuáles son nuestras posibilidades. Inclinándome sobre el frágil mapa, yo señalé las 2 áreas que estaban rodeadas de un círculo rojo.

1. «Si están buscando el tesoro, pueden haberlo llevado a Lalibela. Es una población antigua y sé que mi padre piensa que es allí donde está escondido». Pasa al 71. 2. «No estoy de acuerdo. Creo que hay más de una posibilidad de que le hayan llevado a Addis Abeba —dijo Jones, señalando el segundo círculo del mapa—. Aquí es donde está el cuartel general de los fascistas, en Etiopía». Pasa al 7. 12


7 Cuando nuestro carguero se aproximaba al puerto de Djibouti, en el Mar Rojo, Jones se volvió a mí y me dijo: —George, ¿no has tenido la sensación estas últimas semanas de que alguien nos ha estado vigilando? —Ese hombre bizco parece que ronda mucho por aquí. —Sí. También me lo ha parecido a mí. Mientras la herrumbrosa proa del buque se deslizaba por las aguas de color zafiro y el muelle iba quedando más cerca, yo miré a mi lado, nervioso. —¿Qué deberíamos hacer? —pregunté. —Ignorarle. Puede que se vaya, una vez lleguemos al puerto. Pero cuando el buque alcanzó el macizo desembarcadero de madera y los estibadores se arremolinaron a bordo, el hombre bizco siguió merodeando cerca de nosotros. Eludiendo a los estibadores, Jones cogió nuestro equipaje y bajó por la oscilante pasarela. —Bienvenido a África —dijo, al tiempo que el fuerte olor a asnos, camellos y gente asaltaba mis fosas nasales y verdaderos enjambres de moscas revoloteaban en torno a mi cabeza. Sin la brisa del mar, el calor caía sobre nosotros implacable. Mientras nos abríamos camino entre el gentío, mi vista empezó a nublarse y sentí muy débiles las rodillas.

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—¡Eh, chico, no te desmayes encima de mí! Junto a aquel edificio hay un poco de sombra. ¿Podrás llegar allí? No sé cómo llegué allí y me desplomé en la escasa sombra. —Ten. Ve chupando esta tableta de sal —me indicó Jones—. Todo es a causa del calor. Al principio afecta a cualquiera. Tardarás un poco en acostumbrarte. Lentamente abrí los ojos y vi dos siluetas ante mí. Sacudí la cabeza para aclarar mi vista y comprobé que una de las siluetas era nuestro compañero bizco del barco. Abrí la boca para gritar una advertencia, pero fue demasiado tarde. El hombre blandió un garrote sobre la cabeza de Jones, que se tambaleó y estuvo a punto de caer. Pero, tras volverse, Jones arrancó la estaca de la mano del hombre y empezó a vapulearle con su propia arma!

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10 Al primer golpe, el hombre empezó a chillar. Daba chillidos estridentes que pronto atrajeron a la multitud de nativos. Respondiendo a los gritos del hombre, cayeron sobre Jones y le arrastraron hasta una plaza más grande. El Bizco iba con ellos, con las manos en la cabeza y dando alaridos. Alarmado, corrí tras el grupo. La multitud cruzó una enorme verja, penetró en un gran patio y se detuvo ante una gran casa de piedra y adobe. Al cabo de un momento, las puertas de madera se abrieron y salió un hombre anciano, vestido completamente de blanco. El Bizco corrió hacia él. Mientras señalaba con el índice de ambas manos a Jones, empezó a llorar y a gritar acusándole. Después de escucharle durante un rato, el anciano levantó la mano para pedir silencio. Volviéndose a Jones, que luchaba por librarse de las manos de dos hombres musculosos, le habló en un lenguaje desconocido. —¡Yo soy americano! —le gritó Jones—, ¡Indica a tus verdugos que me suelten! —¡Ah! Yo hablo americano —dijo el hombre— . Por desgracia, mis hombres no pueden soltarte. Pesa sobre ti la acusación de un grave delito: golpear sin motivo a un ciudadano. Nuestro país está regido por leyes severas. De encontrársete culpable, la espada cortará tu mano. —¿Y si se me considera inocente? 16


—Entonces quedarás en libertad. —¿Y dónde se celebran los juicios? — preguntó Jones—. No veo ninguna sala de tribunal. —Nuestras normas son diferentes. Ésta es tu sala de tribunal —dijo el anciano señalando el patio. Apuntando con la mano a la multitud, que seguía cada uno de sus movimientos, añadió—: Ellos son los testigos. Y yo soy el juez.

1. «No me gusta este asunto, chico —dijo Jones entre dientes—. Cuando te dé la señal, ¡corre!». Pasa a la página 12. 2. «No deberíamos hacer eso —bisbiseé yo—. Espera y corre el riesgo. Este hombre parece honrado». Pasa a la página 13. 17


12 —¡Corre, chico! —vociferó Jones. Se desprendió violentamente de los 2 guardianes que le sujetaban, me aferró por el brazo y corrimos como si nos persiguiera el mismísimo diablo. Subimos y bajamos por callejas angostas, perseguidos por un gentío vociferante. Cualquiera que fuese el camino que tomáramos, siempre estaban allí, acercándose más. Cada vez se unía más gente al grupo hasta dar la impresión de que el pueblo entero iba tras nosotros. Intenté mantener el ritmo de la carrera, pero se me empezó a nublar la vista y mis piernas se aflojaron como si fueran de goma. —¡No me hagas esto, chico! —gritó Jones. Pero yo no podía evitarlo. —Vete sin mí. Yo intentaré salir adelante. Jadeé, mientras me desplomaba en el suelo. —No seas mentecato, chico. No es ése mi estilo. Y levantando los puños, Jones se enfrentó a la multitud. FIN

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13 Jones se avino a regañadientes. Luego, volviéndome al anciano, dije: He leído algo sobre sus juicios al aire libre y creo que, si un hombre es inocente, puede quedar en libertad aquí. Nosotros no tenemos nada que objetar a ser juzgados, porque el señor Jones es inocente. —Bien hablado, joven —contestó el juez—. Si el acusado promete buen comportamiento, mis hombres le dejarán en libertad. —Dale tu palabra, Jones —cuchicheé. Jones rezongó y después dijo: —Lo prometo. No tengo nada que ocultar. A un gesto del anciano, los guardianes soltaron a Jones. Las próximas horas fueron muy interesantes. El hombre bizco, cuyo nombre era Fantu Sharif, insistió en que Jones le había atacado sin existir provocación. Jones negó la acusación y la multitud intervino con sus propios comentarios. Por fin habló el juez. —En mi opinión, el señor Sharif no ha probado su acusación. Por lo tanto, tomo la decisión de que este asunto quede zanjado. Usted, señor Sharif, pagará las costas y asunto concluido. Fantu Sharif pagó a los guardianes y se alejó sigiloso, con una expresión asesina. Volviéndose a nosotros, el juez dijo: —Si quieren acompañarme, será un placer tenerles como invitados a mi mesa. Hace largo tiempo que no tengo la oportunidad de hablar americano. 19


Jones estrechó calurosamente su mano y dijo: —Nos encantará. El juez, que se llamaba Ras Cabada, nos recibió más tarde aquella noche y nos dio la bienvenida a su hogar. Cuando dio unas palmadas, una fila de mujeres cruzó la estancia y colocó recipientes de comida sobre una mesa baja y larga. —Siéntense, hagan el favor—apremió nuestro anfitrión. Lo hicimos arrodillándonos sobre la alfombra persa que cubría el suelo y sentándonos directamente sobre los talones. —¡Comed! —dijo el anciano metiendo la mano en una cazuela humeante. Muchos platos pasaron por la sala aquella noche y bastante antes que acabase la cena yo me esforzaba por permanecer despierto. Por fin acabó el ágape, con pastelillos dulces de semillas y vino dulce, y Ras Cabada nos preguntó entonces qué nos llevaba a su país. —Puede llamarlo un capricho —contestó Jones. —Éste es un país y un momento peligroso para los caprichos —dijo el anciano—. El país ya no es nuestro. Está controlado por fascistas. Nos encontramos en estado de guerra. El hombre inteligente no corre estos peligros por un capricho. —Es que también soy obstinado —afirmó Jones sacando un purito negro. —¿Qué planes tenéis, si es que puedo preguntarlo? —Nos dirigimos a Addis Abeba, pero todavía no he decidido cómo. O bien compraremos 20


camellos y nos aventuraremos por el desierto, o tomaremos el tren de la mañana. —Cualquiera que sea la decisión que tomes, ten cuidado —advirtió Ras Cabada. Ellos dos hablaron durante horas y yo no tardé en quedarme dormido. Mucho, mucho más tarde, Jones me ayudó a ponerme en pie y ambos nos despedimos del anciano. Luego salimos a la calle. Arriba en el firmamento unas estrellas con las que no estábamos familiarizados parpadeaban en un cielo de un negro aterciopelado. -Bien, muchacho, ¿cómo vamos a Addis Abeba? —preguntó Jones.

1. «Podemos tomar el tren y viajar cómodamente». Pasa a la página 16. 2. «Tal vez podríamos alquilar unos camellos y realizar un viaje duro». Pasa a la página 44.

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16 A la mañana siguiente, muy temprano, Jones y yo tomamos el viejo tren. —Hay muchos soldados fascistas —comenté en un murmullo—. ¿Corremos algún peligro? —En realidad, no —respondió Jones con calma—. Con sólo evitar enfrentamientos, todo irá bien. Por fin el tren se puso en marcha. —¿Por qué vamos tan lentamente? — pregunté. —Este tren viaja a sólo 22 kilómetros por hora —dijo un hombre a mi espalda—. No puede ir más rápido. Por eso tarda 3 días en llegar a Addis Abeba. —¿3 días? ¡Si está a sólo 800 kilómetros! —Pero el tren se detiene cada noche para que la gente cocine sus alimentos, y también a causa de los bandidos. —¡Bandidos! —exclamó Jones. —Sí, sí. Los shiftas... Son unos bandidos terribles. Si el tren viajara por la noche, los bandidos levantarían una parte de los raíles, el tren descarrilaría y los bandidos nos matarían y nos robarían. En aquel momento 2 hombres altos, de tez morena, ataviados con ropas tribales se aproximaron a nosotros. —Son nuestros asientos —dijo uno punzando a Jones con la punta de su lanza—. Marchaos. Pensé que Jones se negaría, pero prevaleció la prudencia. —No me importa levantarme —dijo mi amigo—. De todos modos este asiento es 22


demasiado pequeño para mí. Pasamos por delante de los 2 hombres, pero ellos no se movieron para ir a ocupar los asientos. —Este cara colorada no es guerrero —se mofó el otro hombre dando empellones a Jones en el pecho—. Es una vieja y necesita sentarse. A continuación hundió la punta de su lanza en el estómago de Jones. Jones se dobló por la cintura, apretándose el estómago y jadeando. —No quiero viajar con esta vieja —dijo el primero de los hombres. Aferrando por el cuello a Jones, con una llave paralizadora, le levantó del asiento. Jones buscó torpemente su látigo, pero sus dedos carecían de fuerza para usarlo. Tenía la cara blanca de dolor. El guerrero condujo a Jones por el estrecho pasillo hacia la abierta portezuela. —Arrojaré del tren a esta vieja —dijo—. No debería ocupar el espacio reservado a los guerreros. Procurando no dejarme llevar por el pánico, yo miré alrededor en busca de ayuda, pero aparte de los soldados, que parecían divertirse, los demás evitaron todos mi mirada. Yo sabía que tenía que hacer algo rápidamente. Podía: 1. «Lanzarme contra los guerreros e intentar liberar a Jones». Pasa a la página 23. 2. «Hablar a los soldados en su propia lengua e intentar persuadirles para que nos ayudasen». Pasa a la página 26. 23


18 —¡Es terrorífico! Estamos en pleno desierto, a muchos kilómetros de cualquier lugar. ¡Nunca llegaremos a Addis Abeba! —murmuré. —Ten fe —me aconsejó Jones al tiempo que se ponía en pie—. Me he encontrado en peores trances que éste. Confía en mí. Todo irá bien. Y fue bien. Jones era un maestro con el látigo y por la tarde asamos un conejo y cuatro pájaros en nuestra pequeña hoguera. A la mañana siguiente, el sol salió temprano y muy pronto el calor resultó insoportable. Aunque al mediodía Jones distinguió algunas colinas en la distancia, cuando llegamos a ellas era de noche. —Tú quédate aquí, chico —me dijo—. Yo voy a ver si encuentro agua. Yo estaba demasiado cansado para hablar. Me tendí en el suelo y no tardé en sumirme en un sueño de agotamiento. Mucho más tarde oí pasos y algo me rozó el costado. ¡Abrí los ojos y vi un par de botas pulidas! Me levanté torpemente, mientras el oficial se volvía y decía en italiano: —¡Aquí hay otro de ellos! Colina abajo vi a Jones que avanzaba, seguido por un grupo de soldados que le apuntaban con sus rifles. —Bien. Ya he averiguado lo que hay al otro lado de la colina —dijo Jones con una mueca burlona—. ¿Puedes entender algo de lo que dicen, chico? Los soldados estaban discutiendo sobre qué 24


harían con nosotros. Por un momento me pareció que iban a dejarnos marchar. Pero, finalmente, el oficial, que tenía la vista fija en Jones, decidió llevarnos a su campamento de Addis Abeba. —¿Lo ves? ¿No te dije que llegaríamos allí? — comentó Jones. —¡Sí, pero yo no esperaba que fuese como prisioneros de los fascistas! —repuse. Tranquilízate, muchacho. Ya buscaremos un medio para salir de esto. Nos hicieron montar en un gran camión cubierto con una lona, y sentarnos con las espaldas apoyadas contra la cabina del conductor. El oficial que viajaba delante no lo sabía, pero yo podía oír cuanto hablaba. —Conozco la cara de ese hombre. No acabo de situarla, pero lo haré —comentaba con el conductor—. Detente en el orfelinato y nos desembarazaremos del chico. No nos es útil. Llevaremos al hombre a nuestros cuarteles para interrogarle. Cuando le conté todo a Jones, él inclinó el ala de su sombrero sobre sus ojos y dijo sonriendo: —¡Tranquilízate, chico! Te preocupas demasiado —dijo y luego se quedó dormido. Dos días más tarde llegábamos a Addis Abeba, una enloquecedora extensión de edificios de piedra, barro y adobe. Catervas de soldados y de nativos vestidos de blanco ocupaban las calles. Camellos, burros, caballos y niños bullían por doquier. Y allí, emergiendo en el centro de la ciudad, campeaba un viejo obelisco de piedra. 25


—¡Dios mío! —exclamó Jones asombrado—. Si no es esto lo que nosotros buscábamos, es que soy un pato con cinco patas. ¡El tesoro tiene que estar aquí, debajo de alguna parte! Se puso de pie para ver mejor, pero un soldado le obligó a sentarse. El camión se detuvo con un chirrido y unas manos rudas me sacaron de él. Uno de los soldados, que parecía aburrido y cansado, me hizo cruzar a empujones la puerta de una iglesia ruinosa. —Tengo un nuevo encargo para usted, padre Prello —dijo el soldado, cuando se acercó un cura gordo de sotana raída. El soldado me dejó en manos del cura, dio media vuelta y cruzó la puerta. —Lo que nos faltaba. Otra boca que alimentar —se lamentó el cura con un suspiro.

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—No tiene usted que alimentarme —dije yo en italiano—. No me he atrevido a decírselo a ellos, pero yo sólo estaba explorando. Mi madre se pondrá furiosa si se entera de que me trajeron aquí. Por favor, déjeme marchar. No volveré a hacerlo. El cura me miró atentamente y luego sonrió. Poniéndome una mano en el hombro, me acompañó hasta la puerta. —La vida es tan breve, jovencito... Pidamos para que cuando crezcas sigas siendo un explorador en vez de un soldado. ¡Vete a casa! Salí en el momento preciso en que el camión arrancaba. Trepé al compartimiento de la rueda de repuesto y me aferré allí lo mejor que pude, mientras el camión descendía por una calle pedregosa. Cuando empezaba a poner en duda mis posibilidades de seguir sujetándome, el vehículo frenó ante un gran edificio de adobe 27


con una placa que decía Cuartel Militar. Bajaron la portezuela trasera y quedé oculto. Pude oír a Jones maldecir mientras le empujaban al interior del edificio. Mi cerebro trabajaba rápidamente. ¿Qué harían a Jones? ¿Recordaría el oficial dónde había visto antes a Jones? En cualquier caso, yo tenía que sacarlo de allí. Pero ¿ahora?

1. «¿Podía yo idear algo que les distrajera, con objeto de que Jones se librase de ellos?». Pasa a la página 27. 2. «¿O esperaba a la noche para intentar liberarle entonces?». Pasa a la página 28. 28


23 Buscar a alguien para que me ayudase llevaría demasiado tiempo. Si alguien debía salvar a Jones, tenía que ser yo. Me coloqué detrás de uno de los guerreros y pasé mi pie por delante del suyo en el momento en que él iba a dar un paso. Perdido el equilibrio, el hombre chocó con su compañero que soltó a Jones un momento. Era todo lo que Jones necesitaba. Se volvió, empuñó el látigo y lo sacudió, haciéndole describir un amplio arco. Por desgracia, el látigo se enredó en la rejilla para equipajes. Sin acobardarse, Jones se precipitó sobre el guerrero y le propinó un puñetazo en la cara. El guerrero intentó utilizar su lanza, pero ésta fue a clavarse debajo del asiento.

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El segundo guerrero se puso en pie y saltando sobre una hilera de asientos, se acercó a Jones por detrás. Yo me apresuré a ir tras él, arrastrándome por debajo de los asientos. Cogí el látigo de la rejilla y lo pasé alrededor del cuello del hombre, impidiendo que atacase a Jones con la lanza. Forcejeando salvajemente, los cuatro nos movíamos a lo largo del vagón mientras los pasajeros se apartaban a nuestro paso. Súbitamente me percaté de que no nos quedaba lugar adonde ir. Yo me hallaba ante la portezuela del tren mirando la arena blanca y uniforme que pasaba veloz ante mis ojos. Con un alarido, el guerrero se soltó el látigo del cuello y me empujó al exterior.

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La arena no es muy blanda, sobre todo cuando se cae en ella a una velocidad de veintidós kilómetros por hora. Rodé antes de quedar inmóvil sobre la arena, mareado y gimiendo. Un momento más tarde vi que Jones seguía mi misma suerte. Lentamente me acerqué a él. Juntos observamos cómo el tren seguía su camino humeando, cruzaba el horizonte y desaparecía.

Pasa a la página 18.

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26 —¡Por Dios, ayude a mi amigo o le matarán! — grité en italiano. —¿Y por qué tenemos que ayudarle? — preguntó un soldado grandullón que holgazaneaba cómodamente en su asiento—. Ni siquiera os conocemos. —¡Es rico y les recompensará! Algo así como un acuerdo tácito reinó entre los soldados que, como un enjambre, abandonaron sus asientos y se unieron a la lucha. En un momento, el pasillo quedó invadido por oleadas de gente. Sonó un rugido de victoria y los dos nativos se esfumaron. Con un alarido triunfal, Jones y varios soldados volvieron arrogantes por el pasillo. —¿Dónde están? —pregunté preocupado. —¡Les hemos persuadido de que ir andando es más saludable! —respondió uno de los soldados. —No sé qué les dijiste, chico, pero dio buen resultado —murmuró Jones. —Les dije que les recompensarías. —¡Ajá! —dijo Jones. Buscó en su talega y sacó una botella de whisky—. La guardaba para una emergencia. Creo que ésta lo es. Hicimos el resto del viaje entre canciones y afabilidad. Después de dar a los soldados un caluroso adiós en Addis Abeba, entramos en un mercado de extramuros. Allí compramos un par de camellos y nos pusimos ropas de nativos. Pasa a la página 44. 32


27 Mientras observaba a los soldados que pasaban ante mi escondite, me di cuenta de que habían dejado el camión sin vigilancia y... ¡con el motor en marcha! Me escabullí desde detrás del camión y subí hasta el asiento del conductor. La verdad era que nunca antes había conducido, pero sabía que tenía que intentarlo. Solté el freno y giré el volante. Sonó un desagradable chirrido y el camión sufrió una sacudida y avanzó, ganando velocidad por momentos. Rostros perplejos pasaron ante mi vista como un relámpago y vi que... ¡me encaminaba directamente a Jones y sus captores! Levantando las manos, todos se apartaron de Jones y echaron a correr, 2 segundos antes de que el camión chocase contra el edificio. La cabeza me daba vueltas y el camión runruneaba cuando Jones abrió violentamente la puerta y se instaló a mi lado. —¿Has aprendido esto con los boys scouts? —preguntó al tiempo que hacía retroceder al camión alejándolo del edificio y aceleraba calle abajo. —Me pareció que esto era exactamente lo que tenía que hacer —expliqué—. ¿Saldremos adelante, Jones? Mientras yo hacía la pregunta una flota de vehículos del ejército ya había salido en nuestra persecución. —No lo sé, chico. ¡Tú limítate a mantenerte firme en el asiento y reza! FIN 33


28 Mientras yo intentaba decidir qué debía hacer, el camión fue transportado a un recinto vallado de la parte trasera del edificio. Segundos más tarde el conductor desmontaba y se iba. Yo no estaba cómodo, pero me pareció seguro el lugar y me quedé allí hasta que oscureció. Cuando cayó la noche, me arrastré desde mi escondite, me agazapé detrás de un neumático y miré alrededor. El edificio principal se encontraba a unos 6 metros de allí. Hecho de adobes, carecía de ventanas y estaba rematado por una techumbre de chapa ondulada apoyada sobre gruesos muros. Se veía luz en el espacio comprendido entre la pared y la techumbre y, mientras me aproximaba pude oír murmullo de voces. No había posibilidad de trepar por aquella pared, pero, aparcado junto a él, había otro de aquellos grandes camiones cubiertos con lona. Manteniéndome a la sombra, trepé hasta lo alto y, desde allí, me fue fácil subir a la techumbre de chapa. Directamente debajo de mí, varios hombres hablaban en italiano. —¿Qué hay de cena, Nicco? —preguntó uno. —Lo de siempre, ese maldito estofado. —Parece que al profesor le gusta —apuntó. Y mi corazón sufrió una sacudida. —¿Crees que dirá al comandante lo que éste quiere saber? —No. Es demasiado testarudo. Pero, si no lo hace, el comandante es capaz de matarle. Ya 34


sabes lo furioso que se pone.

A punto estuve de aflojar las manos, pero afirmĂŠ mis pies contra un fleje metĂĄlico justo a 35


tiempo. Con el corazón golpeándome, me arrastré por el borde del tejado, mirando cada habitación según pasaba. Encontré muy pronto a Jones. Estaba acurrucado en una estrecha cama de madera, dentro de un cuartucho vacío, iluminado por una desnuda bombilla que pendía del techo. —¡Jones! —cuchicheé—. Aquí arriba. —Tienes que ayudarme a salir de aquí, chico —dijo Jones, al verme—. Conocí a ese oficial en una reunión supersecreta, en Londres, hace un par de años. Él no me ha reconocido todavía, pero, cuando lo haga, comprenderá que no he venido aquí de vacaciones. Tu padre está unas puertas más abajo. Si consigo salir de aquí, tal vez podamos salvarle también. —Dime qué hago —pedí. Jones miró alrededor de la vacía estancia. —No hay mucho que hacer aquí —musitó. Luego, mirando al techo, añadió—: Ya lo tengo, chico. ¿Ves ese cordón eléctrico? ¿El que baja hasta la bombilla? —Claro —contesté mirando el delgado cable blanco que pasaba por las vigas del techo. Pero ¿de qué servirá? —Alcánzalo, lo rompes y me lo tiras. —Pero, Jones, te electrocutarás —objeté. —Me matarán de todos modos si sigo aquí, chico. Tú haz lo que te digo. Sujetándome al borde del tejado, alargué uno de los brazos tanto como pude y alcancé el cordón con la punta de los dedos. Tiré de él hacia mí, lo enrollé en torno a mi mano y di un fuerte tirón. Nada sucedió. Apreté más la mano y tiré con todas mis fuerzas. Se oyó una 36


explosión seca y discreta y las luces se apagaron. —Buen chico —siseó Jones—. Ahora déjalo caer hasta mí. Lo hice y, segundos más tarde, su rostro apareció bajo el borde del tejado. —Ya sabía yo que tenía que hacer régimen — gruñó mientras se contorsionaba para pasar su cuerpo por la estrecha abertura. Por fortuna, el hierro de la techumbre estaba viejo y herrumbroso y Jones pudo abrirse camino forzándolo. Debajo de nosotros, los hombres gritaban y maldecían en la oscuridad. —Deprisa —dijo Jones corriendo por el borde del tejado—. Tenemos que sacar a tu padre antes de que se enciendan de nuevo las luces. Me moví con toda la rapidez que pude y pronto nos dejamos caer en la lona del camión. —No se te ocurra nunca hacer esto en la oscuridad masculló Jones mientras hurgaba en los mandos. Segundos más tarde, el enorme vehículo runruneaba y Jones lo hizo girar hasta que quedó apuntando al edificio. —Me parece que tu padre debe estar precisamente aquí. Échate al suelo, chico. Es el momento de la verdad. Cuando él soltó el embrague, el enorme vehículo se lanzó directamente contra la pared. —¡Pero, Jones! —grité con incredulidad—. ¿Qué pasará si mi padre está al otro lado de la pared? —Reza, chico reza —dijo Jones. Chocamos y al momento grandes pedazos de 37


pared de adobe y planchas del techo metálico cayeron sobre el camión. Jones encendió los faros. ¡Allí, cegado por el resplandor, estaba mi padre! Jones saltó del vehículo, cogió a mi padre y le arrastró hasta el interior del camión. Tras apagar de nuevo los faros, volvió el camión, apretó a fondo el pedal del gas y salimos estrepitosamente del edificio. —Jones, ¿qué estás haciendo aquí? — preguntó mi padre trémulo. —Hemos venido por ti, papá. —¡George! —exclamó mi padre fijándose en mí por primera vez—. No deberías estar aquí. ¡Es demasiado peligroso! —Discutiremos eso más tarde —dijo Jones entre dientes, mientras el camión cruzaba dando bandazos las oscuras y desiertas calles—. Por el momento, lo que es preciso es permanecer con vida lo suficiente para salir de este país. —No —dijo mi padre—. Yo no me voy todavía. He encontrado el tesoro. —¿Estás loco? —gritó Jones—. Dentro de dos segundos esta ciudad será un hervidero de fascistas. ¡Y si nos encuentran, estamos listos! ¡Tenemos que largarnos!

1. «Roger, ésta no es una decisión inteligente. Nos iremos». Pasa a la página 33. 2. «Jones, tenemos que encontrar el tesoro». Pasa a Ia página 34. 38


33 —Sé lo que sientes, Roger —dijo Jones—. Esto no ha sido fácil para ninguno de nosotros y se hace duro marchar ahora que estamos tan cerca. Pero el tesoro ha estado escondido durante 3.000 años. Bien puede seguir así un poco más. —Creo que tienes razón —admitió mi padre con tristeza. Desde aquel momento viajamos en silencio. Jones se las arregló para eludir las patrullas y por la mañana nos encontrábamos camino de la costa. El camión se quedó sin gasolina precisamente cuando alcanzábamos el desierto y Jones lo llevó hasta un profundo barranco. —Esperad aquí, que volveré —dijo. Y desapareció en la maleza. Horas más tarde reapareció, seguido por un pequeño grupo de hombres vestidos con túnicas. Examinaron el camión por dentro y por fuera, luego se acercaron a Jones y empezaron a regatear. Una hora más tarde, cubiertos con prendas nativas, nos adentrábamos en el desierto a lomos de tres patilargos camellos. Mi padre volvió la cabeza y contempló la alta meseta que desaparecía lentamente a nuestras espaldas. —Un día —dijo a media voz—, un día volveremos. FIN

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34 —Tenemos que llegar a los túneles que hay bajo el obelisco —dijo mi padre—. Addis Abeba va a quedar intransitable dentro de unos minutos. No saldremos vivos de aquí. Nuestra única esperanza está en desembarazarnos del camión y movernos por los túneles. Es el último sitio donde nos buscarán... Allí no nos encontrarán nunca. Luces y sirenas desgarraban el aire nocturno. Finalmente, Jones condujo el camión a un callejón oscuro y paró el motor. —Lo haremos a tu manera, Roger, pero supongo que sabes bien qué estás hablando. Mi padre sonrió. —Esa gente me llevó por los túneles con la esperanza de que yo encontrase el tesoro para ellos. Les mentí. Les dije que no lo había encontrado, pero lo localicé. Muy despacio, yendo de sombra en sombra, nos acercamos al obelisco del centro de la ciudad. Mi padre presionó en una hendidura que quedaba por encima de nuestras cabezas, y un panel de piedra se deslizó a un lado. Entramos y la piedra se cerró a nuestras espaldas. La total oscuridad nos asedió desde todos los puntos y un olor acre y mohoso llegó a mi nariz. Parpadeó una luz y la silueta de mi padre quedó recortada al resplandor de una antorcha. Papá se la tendió a Jones y encendió otra para él; después abrió la marcha descendiendo por un pasadizo oscuro. El camino iba en brusco declive y las paredes 40


aparecían cubiertas de jeroglíficos. —¿Qué es lo que dice todo eso? —pregunté. —Es lo de siempre, chico —contestó Jones—. Predice la muerte a todo el que entre aquí. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. —¿No estás preocupado? —No. Uno se acostumbra. Pero siempre existe una trampa por lo menos para los visitantes no deseados. ¿La has encontrado ya, Roger? —Sí. Está a la vuelta de esta esquina. No ¡a he desconectado todavía. Aún funciona. En aquel momento una ráfaga de aire penetró en el pasadizo y las antorchas parpadearon. Jones dio media vuelta y se acurrucó. —Alguien acaba de abrir la puerta de piedra — cuchicheó—. ¿Hay otro camino para salir? —El único posible es uno que todavía no he explorado. No estoy seguro que podamos cruzarlo indemnes. Hay muchas piedras desprendidas en el techo. —¿Por qué nunca surge algo sencillo? — gruñó Jones. Luego agregó: —Bien, creo que tenemos 2 elecciones:

1. «Podemos tomar la ruta conocida, hacer funcionarla trampa sobre quienquiera que nos esté siguiendo, apoderamos del tesoro y escapar». Pasa a la página 36. 2. «O podemos aparentar que bajamos por el otro pasadizo, pero en realidad ir por el pasadizo desconocido, y esperar lo mejor». Pasa a la página 41. 41


36 —¿Crees que conocerán lo de la trampa? — preguntó Jones a mi padre, mientras nos arrastrábamos pasadizo abajo. —No. Nunca les permití llegar aquí. Les dije que era demasiado peligroso y ninguno tuvo grandes ansias de seguirme. ¡Ajá, aquí es! Sosteniendo su antorcha en alto, mi padre señaló al techo. —¿Veis aquellos 3 grandes bloques? Bien. Pues el suelo que queda debajo de ellos es sensible al peso. Si uno se detiene bajo el primero o el tercero, el suelo se hunde. —Papá, se están acercando —advertí al captar rumor de voces a mis espaldas. —Tenemos que permitirles aproximarse más, o dejarán de seguirnos —dijo Jones—. Yo iré primero, Roger; luego George, y después tú. Retrocedió un poco para tomar carrerilla y saltó a la segura losa central, pasó de un salto sobre la tercera, y se situó a salvo. —¿Podrás hacerlo, George? —me preguntó mi padre. Yo estaba asustado, pero me limité a sonreír e imitando a Jones di un salto. Llegué a la losa del centro, pero desde allí no tenía espacio para tomar impulso. ¿Cómo podría saltar por encima de la tercera losa? —Deprisa, George —apremió mi padre. Pero cuanto más miraba la losa tanto más inseguro me sentía. Y de pronto encontré a Jones a mi lado. —Rodea con tu brazo mi cintura y haz todo lo 42


que yo haga —me dijo rodeándome, a su vez con su musculoso brazo. Retrocedimos todo lo posible y corrimos juntos moviéndonos al unísono. ¡Y lo conseguimos! Segundos más tarde mi padre estaba junto a nosotros. Antes de que hubiéramos normalizado nuestra respiración, 4 soldados con antorchas aparecieron a la vista. —¡Vamos! —gritó Jones. Y los tres echamos a correr. Cuando dimos la vuelta a una esquina, pudimos oír un enorme estrépito, gritos aterrorizados y luego, silencio. Me detuve, pero mi padre me apremió para que siguiera. No podemos hacer nada por ellos, George. Tú recuerda que nos habrían matado si llegan a cogernos. Me pareció que estuvimos caminando durante horas por oscuros y zigzagueantes túneles. Dos veces más encontramos y eludimos trampas que fueron dejadas por los antiguos constructores. Finalmente nos detuvimos ante una pared blanca. —Aquí es —dijo mi padre. Y presionando otro grupo de piedras abrió otro panel. Nuestras antorchas se reflejaron en un millón de resplandecientes superficies. Nos encontrábamos en una vasta y espléndida cámara del tesoro. —De modo que no era un mito —comentó Jones, iluminando con su antorcha cofres repletos de valiosas joyas. 43


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—No, no lo era —contestó mi padre a media voz. Mientras sacudía la cabeza, empezó a ascender un tramo de escaleras que salía del centro de la estancia—. Venid, que deseo presentaros a la reina de Saba. Los peldaños eran muy altos y acababan en una plataforma recubierta con placas de oro. Un espectacular trono, con gemas incrustadas, se levantaba en el centro de la plataforma. Pero lo más asombroso era la imagen que se sentaba en el trono. Por un momento creí que estaba viva; tan real parecía. Luego comprobé que la figura sentada con tanta dignidad en su trono había sido dorada y pintada después para que pareciese viva. —Imagínate, Jones —dijo mi padre en un respetuoso cuchicheo—. Lleva siglos sentada aquí guardando sus tesoros. ¿Has visto cosa igual? —Nunca —contestó Jones—. Has hecho el gran hallazgo de tu vida, Roger. —Hemos hecho el gran hallazgo de nuestras vidas —corrigió mi padre—. De no haber sido por ti, ninguno de nosotros habría quedado con vida para poder verlo. Ahora todo lo que tenemos que hacer es coger unas cuantas piezas pequeñas que den fe de lo que hemos encontrado y regresar. —Creo que debemos hacerlo en seguida — contestó Jones con una sonrisa—. Empiezan a desagradarme estos fascistas. Y tengo la creencia de que no ganarán esta guerra. Por lo tanto cualquier día podremos volver sin correr peligro. Y aquí nos seguirá esperando todo esto hasta que vengamos. 46


—Yo también vendré —dije—. No os olvidéis de mí. FIN

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41 —¡Deprisa, Jones! ¡Les oigo llegar! —Tenemos la trampa a punto —dijo Jones y se quitó el sombrero para arrojarlo al lugar que mi padre señalara. —Esa gente activará la trampa si intentan cogerlo —dijo mi padre con tristeza—, Y nos veremos libres de ellos. Luego, efectuando un giro a nuestra izquierda, nos encaminamos a un segundo pasadizo mucho más estrecho. —Roger, no me gusta el aspecto de este techo —bisbiseó Jones mirando a lo alto. Arriba se veían pedruscos inmensos y grandes losas. Y mientras yo miraba, incluso se movieron un poco. Empezaron a caer sobre nosotros tierra y piedras. —Salgamos de aquí —cuchicheó Jones. Los 3 corrimos túnel abajo. Apenas habríamos recorrido unos 20 metros, cuando el aire se llenó de gritos desgarradores seguidos de un gran estruendo. Una fuerte ráfaga de aire apagó las dos antorchas. Luego la tierra se estremeció bajo nuestros pies y con un extraño crujido se desplomó el techo y el aire se llenó de espesa polvareda. Muchas piedras cayeron sobre nosotros y yo me precipité al suelo, cubriéndome la cabeza con las manos. Al fin cesó todo y oí a Jones y a mi padre llamándome. —Estoy aquí —dije y se encendió una antorcha. Me encontraba enterrado hasta la cintura 48


entre piedras y tierra. A mis espaldas, el camino por donde llegáramos estaba bloqueado con piedras y escombros. —Nunca podremos volver por ahí —dijo Jones a través de la máscara de suciedad que le cubría. —Pero eso quiere decir que los fascistas tampoco pueden cogernos —comenté. —Confío en que este pasadizo lleve a alguna parte —dijo mi padre. Seguimos aquel túnel descendente durante un tiempo que me pareció horas. Cuando nuestras antorchas empezaron a vacilar oímos una especie de gorgoteo profundo. Doblamos el último recodo corriendo, y nos encontramos ante un profundo río subterráneo que discurría ante nosotros. —¡Jones, mira! —gritó mi padre. Allí, junto al río, había una gran embarcación. Recubierta de oro, plata y piedras preciosas, permanecía intacta durante siglos. —Es una nave funeraria —observó Jones pasando la mano por los contornos de una terrorífica estatua humana con cabeza de zorro. —Es Anubis, el dios que guarda el mundo subterráneo —explicó Jones propinando unos golpeemos a la horrenda figura. —Es una embarcación equipada para una reina —añadió mi padre—. Esto prueba que la tumba de Saba está por estas inmediaciones. —Roger, muchacho, ¿qué te parecería dar un paseo en barco? —propuso Jones—, Podemos llevar a bordo al viejo Anubis y levar anclas. Me imagino que este río sale al pie de la meseta. Si anclamos la nave en alguna quebrada, 49


podemos ir a pie hasta la costa y conseguir suministros; luego podemos volver a buscarla. Una vez en Nueva York, haremos planes para una nueva expedición. Esta guerra no va a ser indefinida. —Pero, Jones —objetó mi padre titubeando—, esto es una pieza de valor incalculable para un museo. No podemos utilizarla para huir. Sería sacrilego. —Roger, es una embarcación. Y según puedo ver, es nuestra única salida. Puedes quedarte aquí, a adorar su belleza hasta morir a su lado. O podemos usarla para salir de aquí. Y si los dioses están de nuestro lado, conseguiremos salir. ¡Y lo conseguimos! FIN

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44 —Nunca había montado en camello antes — dije nervioso mientras el peludo y maloliente animal me miraba despectivo. —Te acostumbrarás pronto. Jones palmeó las ancas de su camello que se arrodilló obediente en el suelo ante él. Jones montó a horcajadas sobre el enorme animal. Procurando hacer caso omiso del círculo de risueños nativos, yo imité aJones. Pero mi camello no hizo más que dar resoplidos y se negó a moverse. —Tienes que demostrarle quién es el jefe, chico —dijo Jones. Azotando al camello con una vara, le forzó a arrodillarse y así pude montar. Mientras nos encaminábamos al desierto, mi camello volvió la cabeza y me miró. La maléfica expresión de su cara era la promesa de que mis tribulaciones no habían hecho más que empezar. Cabalgamos todo el día y aquella noche acampamos junto a una colina baja y rocosa. Aunque llevábamos provisiones, Jones trepó por las rocas y usó su látigo para derribar tres animales semejantes a conejos. —Son liebres africanas —dijo Jones mientras me enseñaba cómo se despellejaban y limpiaban—. Es preferible vivir de lo que nos dé la tierra y reservar nuestras provisiones para cuando sean absolutamente necesarias. Asamos los animales en una pequeña hoguera y los comimos acompañados de té caliente. 51


Jones me despertó antes del amanecer, montamos los descontentos camellos y continuamos nuestro camino hacia el norte. Las extensiones arenosas dieron paso a un terreno pedregoso con escasa vegetación. En una ocasión vimos gente y acudimos a investigar. Pero todo lo que encontramos fue una choza hecha con latas de keroseno aplastadas, un arroyuelo y un huerto de plantas raquíticas. —¿Adonde se han ido? —pregunté irguiéndome sobre los estribos y escrutando el horizonte con la vista. —Se han escondido —gruñó Jones mientras permitía a los camellos beber—. Están asustados. —¿De qué? —pregunté cuando cabalgábamos de nuevo. —De todo. De los bandidos. De los fascistas. Este país es duro, chico. O luchas para conservar lo que te pertenece o tienes que huir. Mientras cabalgábamos, Jones vio surgir una codorniz de entre la maleza y la derribó con su látigo. En una ocasión, cuando desmonté para coger un pájaro, el camello alargó la cabeza y me mordió en el hombro. Sólo los gruesos pliegues de mis ropas de nativo me protegieron de un mordisco doloroso. Enfurecido, me volví y le golpeé en el hocico. El animal, bufando rabiosamente, me miró agresivamente. Yo le devolví aquella mirada blandiendo mi vara. —Así es como debes hacerlo, chico —rió Jones—. Llegarás a ser un buen conductor de camellos. El camello se mantuvo enfurruñado hasta mucho después, pero no volvió a darme 52


problemas. Cuando Jones dio el alto, yo estaba totalmente complacido conmigo mismo. Desmontamos bajo un puente de piedra y Jones encendió una pequeña hoguera con matojos, que despidieron un penacho de humo negro y denso. —Lo mejor será intentar dormir ahora — murmuró Jones mientras colocaba las ropas a su lado hechas una bola—. Viajaremos más tarde, cuando refresque. Yo estaba casi dormido cuando mi camello protestó ruidosamente. Al principio me sentí preocupado, luego perplejo al oír a través del suelo bajo mi cabeza los cascos de animales retumbando. —¡Levántate, muchacho! —grito Jones al tiempo que alcanzaba su látigo—. ¡Tenemos compañía! Me puse en pie torpemente, mientras 8 jinetes, armados con espadas, lanzas y rifles, galopaban sobre la loma. Gritando con fiereza dirigieron sus caballos por la pendiente y, siempre a galope, nos rodearon. —¿Quiénes son? ¿Qué quieren? —pregunté aferrando a Jones por el brazo. —Son shiftas. Bandidos del desierto — contestó Jones sombrío mientras desenrollaba su látigo—. Quieren llevarse todo lo que tenemos. —¡Pero moriremos sin vituallas! —Puede ser —admitió Jones volviéndose y vigilando el círculo de jinetes. —¿Qué podemos hacer? —pregunté aterrado. 1.

«Nos superan en número, pero podemos 53


luchar con la esperanza de ganar». Pasa a la página 48. 2. «Rendirnos, entregarles lo que quieren y alejarnos andando y con vida». Pasa a la página 47.

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47 —Tu padre nunca me perdonaría, si te matasen —murmuró Jones. —¡No me matarán! —grité—. ¡Echémosles! ¡No son más que ocho! —Créeme, chico. Nada me gustaría más. Pero no puedo correr riesgos con tu vida. Bajando la pistola Jones llamó a los nativos. Con amplias sonrisas, que dejaban a la vista sus dientes sucios y rotos, los bandidos se aproximaron. En vista de que Jones no se oponía, se apresuraron a cargar todas nuestras pertenencias en nuestros camellos y se alejaron riendo. En lo alto de la loma mi camello se volvió a mirarme, curvó su boca y añadió su desagradable gruñido a las risas de ellos. —Nunca me han gustado los camellos — declaró Jones propinando un puntapié a una roca... —Podíamos haber luchado. —Ya te lo he dicho, chico. No puedo correr el riesgo de que uno de nosotros dos resulte herido o muerto. Por lo menos de este modo ambos seguimos vivos.

Pasa a la página 18.

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Blandiendo el látigo y disparando con la pistola, Jones derribó a varios bandidos en los primeros segundos del ataque. Yo saqué el rifle de Jones de la funda e, intentando mantenerlo con firmeza en mis manos trémulas, disparé al hombre que abría la marcha. Erré el tiro, pero la bala alcanzó un peñasco y arrancó esquirlas que hirieron el hocico del caballo. Relinchando, el caballo retrocedió y cayó sobre el hombre. Luego se irguió sobre las cuatro patas y emprendió carrera hacia el desierto. Al ver a su jefe en tierra, inmóvil y maltrecho, los bandidos comprendieron que la batalla estaba perdida. Por lo tanto, recogieron a sus muertos y desaparecieron con la misma rapidez con que habían aparecido. 56


—Buen trabajo, chico —aprobó Jones que se apresuraba a recargar su pistola—. Los hemos sorprendido. No esperaban que fuésemos tan duros. El que hayas cogido el rifle ha sido definitivo. ¡Lo has hecho muy bien! Mi rostro enrojeció. Con una sonrisa bobalicona, empecé a recoger nuestra impedimenta. Aunque seguimos siempre alerta, no vimos reaparecer a los bandidos. A últimas horas del día siguiente llegamos a Addis Abeba.

Pasa a la página 50. 57


50 Cansados, sucios y doloridos de tan larga marcha montados, cruzamos las enormes puertas de madera de Addis Abeba y nos encontramos con la más increíble mescolanza de seres humanos que yo haya visto nunca. Hombres negros corpulentos vestidos con toscas pieles, hombrecillos enclenques con vestiduras blancas, nobles envueltos en sedas y protegidos con parasoles orlados de flecos, se mezclaban con soldados fascistas de toscos uniformes marrones. Burros, camellos, vacas, caballos y perros discurrían entre el heterogéneo gentío. Tirando de nuestros camellos, nos unimos a la apretada multitud. Súbitamente mi camello exhaló un gran suspiro y se sentó en plena calle. Tiramos de él, gritamos, le acariciamos, para no conseguir nada. —¡Camellos! —maldijo Jones mientras sacudía su látigo—. Tenemos que hacerle andar. No podemos permitirnos el lujo de llamar así la atención. Y entonces se produjo la tragedia. Sin saber cómo, el látigo de Jones se enredó en la pierna de un guerrero y cuando Jones tiró del látigo, éste arrastró al guerrero. Jones, el guerrero y el camello se encontraron en el suelo, amontonados. El camello alargó la cabeza, cogió entre los dientes el turbante de piel de león del guerrero y se lo comió. —¡Me has insultado! —vociferó el guerrero—. ¡Y tu animal se ha comido mi turbante familiar. ¡Pido una satisfacción! 58


—Ha sido un accidente —alegó Jones. —¡Eres un cobarde! —bramó el guerrero. —¡No soy un cobarde! —bramó también Jones—. ¿Cuánto costará ablandar tu sentido del honor? Y Jones empezó a contar monedas. El guerrero hizo caer las monedas de un manotazo. Luego sacó su espada. —¡Tu vida es el precio de mi honor! —gritó. La multitud dio su aprobación con un murmullo. Entonces el camello se inclinó, cogió el turbante de la cabeza de Jones y empezó a mordisquearlo. —¡Fascista! —siseó el guerrero cuando se percató de que Jones no era un nativo.

—¡No soy un fascista! —aulló Jones, pero su voz se perdió entre las vociferaciones de la multitud, mientras el guerrero blandió la espada. Jones la esquivó y atacó con su látigo. El látigo se enrolló en el brazo del guerrero. Éste cogió 59


el látigo con una sacudida que hizo caer a Jones. Ahora el gentío hacía corro en torno a ellos, dando gritos de aliento. De repente se hizo el silencio. Un oficial fascista y dos soldados se abrieron paso entre la aglomeración. —¡Aquí no se pelea nadie! ¡Apresad a esos hombres! —ordenó el oficial. —¡Esperen! —tercié yo—. Sólo estaban entrenándose. Y volviéndome a Jones y al guerrero musité: —¡Vamos, fingid que sois amigos, o nos llevarán a todos a la cárcel! La idea de una cárcel fascista fue más fuerte que el desagrado que sentían el uno por el otro. Poni- déndose en pie, Jones y el guerrero intercambiaron falsas sonrisas y se palmearon la espalda. —¿Quién es usted? —preguntó el oficial mirando a Jones con suspicacia. Jones parloteó y rió estúpidamente. —Perdone, señor —dije yo interviniendo—. Mi hermano no es muy listo, pero no quiere hacer daño a nadie. Con su permiso, le llevaré a casa. El oficial hizo una mueca de disgusto. Hizo señas a sus hombres, se volvió por donde había llegado, entre la silenciosa multitud, y montó en un gran turismo negro. ¡Y allí, para mi perplejidad, estaba sentado mi padre! Nos quedamos mirándonos, impotentes, hasta que el vehículo arrancó y se alejó. —¡Jones! —jadeé—. ¡Mi padre iba en ese coche! Tenemos que seguirle. —Tranquilízate, chico —siseó Jones—. No podemos seguirles. Dame un minuto... Pensaré algo. 60


—¿No eres fascista? —preguntó el guerrero. —¡Ya te he dicho que no lo era! —le espetó Jones—. Pero no me has escuchado. —¿Quieres al hombre del coche? —Sí, claro que lo queremos —repliqué—. Es mi padre. Los fascistas le han secuestrado y le han traído aquí. ¿Puedes ayudarnos? —Los fascistas mataron a mi padre —explicó el guerrero— y mis hermanos están en la cárcel. ¡Yo os ayudaré! Luego se acercó al camello, le propinó una palmada y el animal se levantó.

1. «Vayamos a la cárcel ahora» —dijo con una expresión asesina en su rostro. Pasa a la página 54. 2. «Creo que debemos esperar hasta la noche» —opinó Jones. Pasa a la página 57.

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54 —¿Cómo vamos a poder entrar en plena luz del día? —preguntó Jones. —Yo, Kassaye, segundo hijo de Aun el León, tengo un plan —dijo nuestro nuevo amigo, y cogiendo a cada uno de nosotros por un brazo, nos llevó dentro del bazar. Entre regateos y zalamerías, compró una docena de mantecosas gallinas, unos cestos de verduras y un saco de pan recién cocido. Lo apiló todo sobre una carreta recién comprada y después colocó un nuevo turbante en la cabeza de Jones. Después salimos en dirección al campamento fascista. Después de ocultar nuestras armas bajo las túnicas, cabalgamos hasta las puertas del campamento. Actuando como un estúpido, Kassaye empezó a pedir un pago tan ridiculamente bajo por sus mercancías, que los centinelas nos hicieron entrar en las cocinas, sin cesar de sacudir la cabeza ante nuestra estupidez. Por el camino, yo distinguí el coche estacionado delante de una puerta abierta. —¡Jones, Kassaye! —murmuré—. ¡Mirad, es el coche! Sin permitirse ni una indecisión, Kassaye hizo girar el carro, subió los peldaños, cruzó la puerta y penetró en la estancia. —¿Qué es?... ¡Fuera! —barbotó el oficial sentado ante la mesa. Pero yo no le escuchaba ya. Porque en una silla delante de la mesa estaba sentado... ¡mi padre! 62


Jones se colocó junto al oficial antes de que éste hubiera tenido tiempo de moverse. —¡Estáte callado o te mataré! —ordenó poniendo la boca del rifle bajo la barbilla del oficial. —El hombre se quedó helado. Jones le quitó el cinto, lo ató fuertemente y le amordazó con su propio pañuelo. —¡Jones! ¡George! —exclamó mi padre débilmente—. ¡No puedo creer que realmente estéis aquí! —¡Deja eso para más tarde, Roger! Todavía tenemos que escapar. Después con un movimiento veloz, arrancó las cortinas de las ventanas y las lio alrededor del cuerpo de mi padre. —Puedes pasar por un nativo, si no se te mira muy de cerca. Bien, en marcha. Los cuatro bajamos los peldaños y empujamos la carretilla delante de nosotros. Pero en lugar de ir hacia las puertas, Kassaye marchó en dirección opuesta. —¿Adonde vas? ¡Tenemos que salir! — musitó Jones. —¡Mis hermanos! —bisbiseó Kassaye. —La cosa no saldrá bien dos veces. Salgamos ahora e ideemos otro plan —apremió Jones. Pero Kassaye siguió su camino. —El honor —musitó Jones. Tras un momento de titubeo, siguió a Kassaye. La cárcel era fácil de localizar. Había dos guardianes a la entrada. Kassaye intentó pasar con su carro entre ellos, pero los dos hombres 63


le cerraron el camino con sus rifles. —Nos han dicho que entreguemos aquí estos alimentos —dije yo confiando en facilitar las cosas. —¿Quién te envía? —preguntó uno de los guardianes. Yo tartamudeé e intenté convencerle, pero Kassaye estaba impaciente. Prorrumpiendo en un grito de guerra, sacó su espada de la vaina y mató al guardián más próximo. Después de esto, sólo reinó la confusión. Jones empleó su látigo y su rifle y yo intenté utilizar la pistola, pero la perdí antes de haber podido hacer un solo disparo. Mi padre cogió un pedrusco y derribó, como mínimo, a un soldado, pero nada valió para cosa alguna. Al poco estábamos rodeados por los soldados y sometidos a ellos. De modo que ahora, Jones, Kassaye y yo estamos sentados en una celda y el comandante vuelve a tener en sus manos a mi padre. Los hermanos de Kassaye se hallan en otra celda, al final del pasillo y Kassaye me dice que tiene un plan. No podemos darnos por vencidos, lo sé. Espero que ese plan sea mejor que^l primero y que esto no sea verdaderamente el... FIN

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57 —Yo, Kassaye, tengo plan —dijo el guerrero, que se encaminó al bazar permitiendo que le siguiéramos. En cuclillas en el suelo quemado por el sol, le observamos mientras regateaba con un viejo desdentado. Por fin se cerró el trato y, sonriendo ampliamente, el viejo cruzó sus manos sobre el pecho e hizo repetidas reverencias. También sonriente y cortés, Kassaye dijo: —Que vivas largo tiempo y en paz, abuelo. Volveremos al anochecer. —¿A qué viene todo esto? —preguntó Jones, cuando los tres salimos del bazar y fuimos a sentarnos a la mesa de un café bajo la sombra de un enorme árbol. Kassaye no le prestó atención y sonrió malicioso. En seguida se puso a charlar con un chiquillo harapiento que se presentó a nuestra mesa. Jones, aunque furioso, renunció a preguntar. —Addis Abeba es muy interesante —dijo Kassaye con aire inocente—. Visitad palacio y monumento antes de marchar. —¿Qué monumento? —pregunté yo estúpidamente. —¡Oh! Muy viejo monumento a reina muerta. —¿Cómo? —exclamó Jones poniéndose en pie de un salto—, ¿Dónde está? ¡Llévanos allí! —No, no —contestó Kassaye moviendo su maciza cabeza—. Sólo broma. Está prohibido. Está maldito. Muerte ataca a quien quiere entrar. 65


—Qué tontería —le espetó Jones—. Todo el mundo saquea los cementerios. ¿Qué hay de especial en éste? —Está maldito —insistió Kassaye testarudo. Y sólo la reaparición del chiquillo con los platos de comida nos evitó entregarnos a mayores discusiones. Mientras saboreábamos la comida, caliente y condimentada, Kassaye levantó un vaso lleno de un líquido ambarino. —Esto es tej —dijo con una sonrisa, y nos ofreció la bebida, que era una especie de cerveza. Yo tomé un pequeño sorbo y empecé a toser y escupir. —¿Qué es? —pregunté atragantándome. —Una bebida nativa —jadeó Jones—. Se te sube a la cabeza antes de diez minutos. —El tej nos llevará al campamento fascista esta noche. Entonces liberaremos la familia — explicó Kassaye sonriendo—, Y a lo mejor rompemos algunas cabezas. —¡Está bien! —contestó Jones—. Pero para eso faltan todavía 8 horas.

1. «Entretanto ¿por qué no echamos un vistazo a esa tumba? No puede haber ningún peligro si vamos sólo a mirar». Pasa a la página 59. 2. «No —vociferó Kassaye— ¡Está maldita! La familia es más importante. ¡Nosotros seguimos el plan!». Pasa a la página 62. 66


59 —Kassaye no irá al monumento —declaró el guerrero obstinado—. ¡Está maldito! Jones se arrellanó en su silla, encendió un puro y exhaló una nube de humo azul. —Sí —murmuró mientras contemplaba la punta de su puro—. Supongo que, si eres un cobarde, no puedes evitarlo. Probablemente te viene de familia. Kassaye se puso en pie de un salto, espada en mano. —¡Te atreves a llamarme cobarde! ¡Te atreves a insultar el honor de mi familia! —gritó con el rostro contraído por la ira—. ¡Te mataré! ¡Kassaye no tiene miedo a nada! Jones ni siquiera parpadeó. Levantando la vista hacia el furibundo guerrero, repuso: —Acabas de decir que te da miedo entrar en la tumba. No sé por qué, puesto que allí no hay más que huesos y polvo. Lo mejor será que vayamos el chico y yo. Él no tiene miedo. Poniéndose en pie, Jones cogió sus pertenencias y mi mano y juntos echamos a andar. —No te vuelvas a mirar —me cuchicheó Jones. Segundos más tarde Kassaye estaba a mi lado. —Nunca encontraréis esa tumba. Éste no es el camino. Yo, Kassaye, el león del desierto, que no teme a nadie, os mostraré el buen camino. Jones me hizo un guiño y los dos dimos media vuelta y seguimos a Kassaye. 67


El monumento se encontraba en el mismo centro de la ciudad y se erguía como un pilar liso de piedra. Jones silbó entre dientes y se quedó mirándolo fijamente. Antes de hablar pasó a su alrededor 2 veces, leyendo los jeroglíficos esculpidos en la piedra. —O soy un imbécil o esto es del siglo X antes de Cristo. Creo haber visto monumentos similares a éste en Egipto. Cambió de posición a los camellos para que con sus cuerpos nos cubriesen y luego empezó a hurgar en los grabados y hendiduras.

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Le llevó un buen rato dar con el idóneo. Pero, cuando ya Kassaye empezaba a inquietarse, se escuchó un estruendo sordo y una losa de piedra se descorrió. Un aire acre nos envolvió cuando las sombras del interior se revelaron por primera vez después de muchos siglos. —¿Por qué no ha hecho esto nadie antes? — pregunté muy nervioso mientras penetrábamos en el monolito—. Porque no está tan escondido... —Ya has oído a Kassaye. Pesa una gran maldición sobre este lugar. La gente de aquí sigue creyendo eso después de 3 000 años. La losa se cerró a nuestras espaldas. Jones encendió una linterna y caminamos por el estrecho túnel. Nos condujo por una pendiente durante largo rato. Luego, en la distancia, vimos reverberar una luz. —Mirad —dijo Jones—. Se bifurca aquí. 1. «El túnel de la derecha asciende y hay luz al final». Pasa a la página 66. 2. «El de la izquierda sigue descendiendo». Pasa a la página 69.

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62 Jones se indignó, suplicó, argumentó, pero nada de lo que dijo hizo cambiar de idea a Kassaye. Hasta que, por fin, Jones se dio por vencido y se sumió en el silencio para el resto de toda la larga tarde. Cuando cayó la noche, Kassaye se levantó del pie del árbol en donde había estado durmiendo. Tras sacudir sus ropas, nos hizo ademán de que le siguiéramos y volvimos al bazar. El anciano nos dio la bienvenida con su sonrisa desdentada e, inclinándose profundamente, abrió un par de puertas de madera. Allí, en un pequeño patio, había una carreta llena de barriles. Kassaye subió a la carreta, comprobó el contenido de los barriles y sonrió. No sé cómo persuadimos a los camellos para que tirasen de la carreta que llevamos, entre grandes sacudidas, al campamento fascista. —¡Alto! ¡Identifiqúense! —gritó el centinela. Kassaye bajó de un salto y se aproximó al hombre. Servil y reverencioso, dijo: —Soy yo únicamente, Rusef, un vil gusano del desierto que viene a entregar un regalo. —¿Qué regalo? —gruñó el centinela. —Pero si es el cumpleaños de vuestro comandante. Él encargó estos barriles de cerveza tej para sus hombres. Así podrán celebrar su cumpleaños. ¿No te lo ha dicho? Yo tenía que haber llegado hace unas horas, pero se me rompió la carreta. Lo mejor será que te deje aquí la carreta para que los hombres beban. Así el comandante no se enfadará con 70


Rusef. —¿Cumpleaños? ¿Tej? —preguntó el centinela suspicaz, mientras probaba el contenido del vaso que Kassaye le ofrecía—. Bueno. Está bien. Déjalo aquí y yo me ocuparé de ello. Yo sé cómo se pone cuando se enfurece. Qué extraño que haya hecho esto. Dejando la carreta, Kassaye, Jones y yo condujimos los camellos fuera del campamento. —Buen trabajo, Kassaye —cuchicheó Jones—. Dentro de una hora todos los soldados del campamento estarán borrachos o dormidos. —¡Oh, mucho antes! —dijo Kassaye con una risa contenida—. He añadido algo extra al tej. Y así treinta minutos más tarde volvimos al campamento y, esquivando a los soldados que yacían tendidos en sus puestos, liberamos a mi padre, a la familia de Kassaye y a todos cuantos pudimos encontrar. —¡Jones! ¡George! —dijo mi padre—. ¡Gracias a Dios que estáis aquí! ¡Ellos conocen lo del láser y lo del tesoro, también! Todos los días me llevan a los túneles e intentan que les diga dónde está. Me he hecho el tonto hasta el momento, pero sé que está por aquí. ¡Jones, tenemos que encontrarlo antes de irnos! Jones empujó a mi padre al interior de uno de los grandes camiones cubiertos de lona y yo trepé tras ellos. —Roger, estás loco —dijo Jones manipulando la puesta en marcha—. En cualquier momento alguien se dará cuenta de lo que ha pasado y ocurrirá algo como si se abrieran los infiernos. No todos han bebido esa pócima. Como para corroborar las palabras de Jones, 71


se empezaron a oír sirenas, ladridos de perros y tres hombres armados con rifles salieron del edificio principal. —¡Abajo! —gritó Jones. Una vez encendido el motor, Jones dio marcha atrás y con gran estrépito salimos del recinto. Encima de mí hubo ruido de vidrios rotos y los fragmentos llovieron sobre nosotros.

1. «Jones, si vamos por el laberinto de túneles, nadie pensará en buscarnos por allí». Pasa a la página 34. 2. «Roger, nuestro gobierno necesita ese láser. Si todos morimos o caemos prisioneros en algún campamento fascista, no lo tendrá nunca. Tenemos que marcharnos... ¡ahora!». Pasa a la página 33. 72


65 Jones dijo al Bizco que nosotros habíamos decidido tomar el tren para Addis Abeba. —Quisiera que cambiasen de idea y se quedasen con nosotros —contestó el Bizco—. Pero, si no cambian, yo iré con ustedes. Es demasiado peligroso para viajar ustedes solos. —No, no. No queremos ni oír hablar de eso — dijo Jones, afablemente—. Sabemos lo importante que su peregrinación es para usted. No se preocupe por nosotros. Nos arreglaremos bien... —Pero... pero... —balbució el Bizco débilmente. En realidad no tenía nada que decir y nosotros nos alejamos dejando a los 2 muy frustrados. Afortunadamente, Jones había dormido con el cinturón del dinero puesto y pudimos comprar alimentos a otros peregrinos. Volvimos a internarnos en el desierto y yo respiré aliviado al encontrarme en aquella vasta extensión. Mientras nos encaminábamos al ferrocarril, Jones dijo: —Me siento mucho mejor así, chico. Tu padre nunca me perdonaría, si te matasen. Una vez tomemos el tren estaremos razonablemente a salvo.

Pasa a la página 16. 73


66 Kassaye me seguía de cerca. Yo le notaba tembloroso y una vez llegué a oír el castañeteo de sus dientes. Su miedo resultaba contagioso. Y no tardé en notar el estómago revuelto. —Jones, ¿por qué no vamos a ver qué es esa luz? —pregunté. —Muy bien, chico. ¿Por qué no? —dijo Jones. Y desviándonos a la derecha, corrimos hacia la luz. Cuando al fin llegamos a ella, nos dimos cuenta de que la luz se filtraba a través del suelo del pasadizo. —Es extraño —musitó Jones, y se inclinó a examinar el suelo—. George, Kassaye, ¿no oís voces? Cuando los tres nos agachamos juntos, se oyó un ruido apagado y... ¡y el suelo se hundió bajo nuestros pies! Sacudiendo desesperadamente los brazos, los 3 nos precipitamos al fondo y caímos en una estancia iluminada. Nos levantamos tambaleándonos y tosiendo y nos encontramos con un espectáculo terrible. ¡Los fascistas! ¡Estábamos rodeados por ellos! Antes de que pudiéramos echar mano a nuestras armas, nos apresaron y nos registraron.

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—Esto es de lo más raro —dijo el comandante—. Lleváoslos y encerradles. ¡Que no haya ni un descuido! Éstos, o son locos o son enemigos. Averiguaremos cuál de las dos cosas son y les trataremos de acuerdo con ello. Cuando nos llevaban lejos de allí oí decir al comandante: 75


—Teniente, esto podría ser lo que andábamos buscando. Este agujero debe formar parte del sistema de túneles que hay bajo el obelisco. Podría conducirnos al tesoro de Saba. Una vez encontremos el tesoro, podremos forzar al doctor a revelarnos los planes del láser. ¡Entonces la victoria será nuestra! Rápidamente traduje a Jones lo que oía mientras nos empujaban a un vestíbulo brillantemente iluminado. Sus ojos se encendieron de ira y se formaron 2 manchas rojas en sus mejillas. —¿La victoria? —masculló Jones apretando los dientes—. ¡No, si yo puedo evitarlo! FIN

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69 —Probablemente no es más que un desprendimiento del terreno —dijo Jones mirando la luz—. Vayamos a la izquierda. Y giramos a la izquierda, hacia la oscuridad. Yo estaba muy asustado y no sin motivos. Dos veces Jones encontró trampas que podían habernos matado. Una vez tuvimos que abrirnos paso durante una caída masiva de rocas entre los restos de dos esqueletos destrozados. Finalmente, Jones se detuvo ante lo que parecía una pared lisa. Pasando los dedos por la roca, presionó, tiró, tanteó y de repente, ante mi sorpresa, la pared hizo un ruido y se movió hacia dentro. Kassaye se estremeció de miedo y rehusó entrar en la oscuridad que había al otro lado. Sosteniendo la linterna en alto, Jones y yo entramos en la estancia. Y nos encontramos con una luz tan potente que nos forzó a protegernos los ojos. Atisbando cautelosamente entre mis dedos, pude contemplar un espectáculo asombroso. Hileras y más hileras de placas de brillantes espejos reflejaban la luz de la linterna sobre nuestros ojos. Nos movimos lentamente hacia delante y pudimos ver algo todavía más asombroso. Allí, en pie, con armaduras y cascos de oro, había todo un antiguo ejército, dispuesto para servir a una reina. A una reina muerta. Nos deslizamos entre las hileras de muertos y pasamos a una segunda estancia, más grande. —Bien, muchacho. Parece que hemos dado 77


con el bote de la confitura —dijo Jones mirando alrededor. Y no pude discutírselo. Cascos con incrustaciones en pedrería, barras de oro y plata, muebles de oro y otras ricas ofrendas estaban apilados en las cámaras de paredes pintadas al fresco. Al tiempo que señalaba el orgulloso rostro pintado en una de las paredes, Jones comentó: —No creo que haya ninguna duda. Hemos encontrado el tesoro de Saba. —¿Está la reina aquí en alguna parte? — pregunté. —Sí. En alguna parte —respondió Jones—, Probablemente hay muchas estancias como ésta. Pero la tendrán custodiada. Dentro de pocos años la guerra habrá terminado y podremos volver. Jones cogió un puñado de piedras preciosas de la arqueta más próxima y se lo guardó en el bolsillo. —Si el plan de Kassaye no da resultado, podrán servirnos para comprar la libertad de tu padre. Siempre hay una salida cuando se tiene bastante dinero. Mira, muchacho, coge esto. Jones me pasó un pequeño objeto de oro. Era un escarabajo, un insecto que se cree trae buena suerte, con rubíes incrustados. —Me retracto de todo lo que te dije en Nueva York, muchacho. Has sido un gran explorador. Tu padre puede estar orgulloso de ti. Y ahora, ¿por qué no vamos a decírselo? FIN 78


71 —Cuéntame más sobre Lalibela —pidió Jones, cuando nuestro barco se aproximaba ai puerto de Assam en el mar Rojo. Mientras contemplaba el paso de las gaviotas, apoyado en la borda, intenté recordar lo que había leído. —Estoy seguro de que sabes que los etíopes son cristianos y lo han sido desde el siglo XI. Pues bien, Lalibela es el centro religioso del país. Allí todo es roca volcánica y, cuando construían una iglesia, excavaban alrededor un gran patio exterior y dejaban en el centro un gran bloque cuadrado de roca. Después esculpían en el bloque de roca puertas y ventanas y luego vaciaban el interior. Allí todo está esculpido: bancos, altares, recintos, estatuas. En total hay diez iglesias de roca. Mi padre piensa que es una especie de colmena, llena de túneles. Es el lugar perfecto para esconder un tesoro. Arribamos a puerto a última hora de aquel día y a la mañana siguiente compramos mulas, provisiones y ropas nativas, y nos pusimos en camino. —¿Por qué hay tanta gente en los caminos? — preguntó Jones frotándose el rostro con la túnica para limpiarse el polvo. —Estamos casi en Navidad —le respondí—. Y van de peregrinación a Lalibela. —Eso es una buena noticia —afirmó Jones—. Nadie se fijará en nosotros entre esta multitud. Seremos dos rostros más. 79


Más entrado el día, cuando sentados a la escasa sombra de un pedrusco hacíamos una comida de dátiles secos, cebolla y queso, se acercaron a nosotros 2 hombres, uno de ellos con estrabismo. —Buenas tardes, honorables señores — saludó el hombre bizco—. Nos dirigimos a Lalibela, igual que ustedes, y he dicho a Fredo, mi estimado compañero, que sería muy agradable viajar en compañía de otros caballeros educados como nosotros. ¿Por qué no viajamos juntos para seguridad y placer de unos y otros? Pronto seremos grandes amigos. Me quedé mirando asombrado al individuo bizco y sonriente y a su huraño compañero. ¿Cómo sabían ellos que íbamos a Lalibela? ¡No se lo habíamos dicho a nadie! ¿Cómo sabían que no éramos nativos? Tanto Jones como yo vestíamos las túnicas del país. ¡Algo iba mal! Para mi sorpresa, Jones, que había escuchado con toda cortesía, asintió con la cabeza y dijo: —Me parece una buena idea. Pero ¿por qué van a Lalibela? —Porque somos personas religiosas — contestó el Bizco, cruzando las manos y elevando piadosamente la vista al cielo. ¿Cómo iba Jones a tragarse aquella historia? ¡Ni un niño se la creería! Me puse en pie, dispuesto a hablar, cuando una vivaz mirada de advertencia de Jones me detuvo. Poco después, nuestros nuevos compañeros estaban comiendo de nuestras provisiones, y Jones me llamó por señas a un lado. Mientras arreglaba el cargamento de la mula, 80


cuchicheé: —¿Por qué les permites que vengan? Estoy seguro que no crees esa historia. Mírales. ¡No son peregrinos! —Mantén la voz baja. Claro que no son peregrinos. El hombre bizco viene tras nosotros desde Nueva York. ¡No te vuelvas! ¡Y escúchame! ¿No es preferible tenerles donde podamos vigilarles a que nos sigan a escondidas? —Creo que tienes razón —dije a regañadientes—, Pero no me gustan esos hombres. —No te he pedido que les adoptes, chico. Basta con que seas sociable. Todo forma parte de un juego y tú tienes que amoldarte a mis reglas. Intenté ocultar mi desagrado, y viajamos juntos hasta llegar al pie de la gran meseta que llevaba a Lalibela. Nuestros compañeros, que no habían hecho nada más que comer, beber, dormir y evitarse trabajos, se acercaron para hablar con Jones. —¿Cómo irá usted, señor Jones? —preguntó el Bizco.

1. «Tenía pensado seguir a los demás peregrinos y subir por este lecho seco del río». Pasa a ia página 74. 2. «Fredo y yo conocemos una ruta más rápida. Vengan con nosotros». Pasa a la página 95. 81


74 —Creo que seguiremos a los peregrinos — repitió Jones—, Los atajos pueden ser peligrosos. El Bizco y Fredo protestaron, pero no pudieron hacer cambiar el pensamiento de Jones. Viajamos por el lecho seco del río durante todo aquel día. Después del calor del desierto, el ambiente era fresco y confortante. A nuestra izquierda podíamos oír murmullo de agua. —Son canales de regadío —explicó el Bizco— . Así la gente puede tener cosechas todo el año. La mula de Fredo empezó a cojear después de la comida, y al anochecer nos habíamos quedado muy rezagados del grupo de peregrinos al que habíamos estado siguiendo. Mientras Jones y yo nos envolvíamos en nuestras mantas junto a la hoguera, el Bizco y Fredo se pusieron en pie. —Esta noche nosotros nos purificaremos y oraremos —dijo el Bizco—. Que duerman bien. Nos veremos por la mañana. —Se necesitará más que oración para purificarles —musitó Jones cerrando los ojos. No sé cuánto tiempo había estado durmiendo, cuando la tierra empezó a temblar bajo mi cuerpo y nuestras mulas a relinchar histéricamente. —¡George! ¡En pie! —gritó Jones. Me levanté adormilado, intentando averiguar qué estaba sucediendo. —¡Corre, George! ¡Corre! —insistió Jones. Tambaleándome, le seguí mientras corría a la orilla más cercana. Estaba todavía atontado por 82


el sueño y apenas había alcanzado la orilla, cuando oí un enorme fragor. Al levantar la vista, vi una inmensa cortina de agua negra y estruendosa precipitándose sobre mí. Las mulas, cuyas siluetas se reconfortaban a la luz de las ascuas de la hoguera, retrocedieron y mordieron las cuerdas que las ataban. Segundos más tarde fueron tragadas por el agua. Oí los alaridos de Jones desde arriba llamándome, cuando el agua llegó al campamento.

Me sentí como si hubiera sido alcanzado por un camión. Sacudiendo brazos y piernas mientras el agua me llegaba al cuello, salí una vez a flote y volví a hundirme de nuevo. Esta vez sentí una terrible presión en torno a mi pecho. Así que esto es ahogarse, pensé. La presión se hizo mayor. Después algo me aferró por el cabello y tiró de mí. 83


Mi cabeza salió del agua y, a pesar del dolor de mi pecho, hice una profunda inspiración. Y luego, aterrándome a rocas y ramas, llegué a lugar seguro. Jones me abrazó. Después me tendió boca abajo, me golpeó la espalda y empecé a echar agua fuera. Me sentía como un guiñapo pero estaba vivo. Por la mañana la riada había ido disminuyendo, hasta cesar. Nuestras provisiones habían desaparecido. Corriente abajo encontramos el cadáver de una mula. No encontramos el de la otra. Estábamos recuperando algunas de la provisiones de la muía muerta, cuando el Bizco y Fredo hicieron su aparición. —¡Oh, qué alegría que estén todavía vivos! — dijo el Bizco. Fredo aparentaba cualquier cosa menos alegría. —¿Dónde estaban cuando ocurrió esto? — inquirió Jones. —Orando —se apresuró a responder el Bizco. Jones les volvió la espalda para dirigirse a mí y decirme: —Tuvimos suerte anoche, chico. Lo normal es que hubiéramos muerto. 1. «Tal vez deberíamos librarnos de estos tipos. Son peligrosos. Quién sabe si no podríamos alcanzar el tren a Addis Abeba, si nos desviamos de aquí». Pasa a la página 65. 2. «Todo va bien —dije—. No tengo miedo. Podemos seguir adelante». Pasa a la página 77. 84


77 —¡Hace falta algo más que eso para asustarme! —dije indignado. —¿Estás seguro? —preguntó Jones mirándome atentamente—. Me gustaría echar un vistazo a Lalibela, pero no merecerá la pena hacerlo si tú estás muerto. Tu padre nunca me perdonaría que te mataran. —A mí tampoco me gustaría mucho. Pero sigamos adelante. Tengo la corazonada de que es allí adonde llevaron a papá. —Está bien, chico; tú decides —dijo Jones, y se volvió al Bizco para decirle que continuaríamos el viaje. —¡Excelente! ¡Excelente! —exclamó el Bizco. Viajamos toda la mañana y sólo nos detuvimos para examinar el pantano de donde había procedido la inundación. Los obreros se secaban el sudor del rostro, mientras reparaban la rotura que, según Jones, había sido causada por dinamita. —¡Es espantoso! —murmuró el Bizco, pero por un instante, creí descubrir una ligera sonrisa en el rostro de Fredo. Los obreros vivían cerca y Jones pudo comprarles unas mulas en sustitución de las que habíamos perdido. Mientras contaba las monedas de plata sacadas del monedero de su cinturón, una mirada de codicia apareció en los ojos de Fredo y decidí mantenerle bien vigilado. A última hora de aquella tarde descubrimos unas ruinas en lo alto de una colina. —Portuguesas —dijo Jones—. Del siglo XVI. 85


Poco después, las orillas del río fueron haciéndose más altas, hasta que quedaron por encima de nuestras cabezas. El camino fue estrechándose más y más, hasta que nos vimos forzados a caminar en fila india. Jones y yo abríamos la marcha. Nos aproximábamos a un gran saliente rocoso en lo alto del sendero, cuando se produjo un gran fragor. Me detuve a mirar y quedé perplejo al ver a Jones lanzándose sobre mí. Antes de que yo pudiera reaccionar, nos precipitamos al suelo, yo debajo de Jones. —¿Qué está pasando? —balbucí. Pero mis palabras se perdieron con el estruendo de la explosión. Jones no se detuvo a contestar. Me empujó a una hendidura de la orilla y se metió también él a mi lado. Segundos más tarde oí varias explosiones más y el ruido de las rocas al caer. Por fin reinó el silencio y Jones rodó sobre sí mismo hacia fuera. Nos quedamos mirando asombrados alrededor. El gran saliente rocoso había desaparecido pulverizado. El lecho del río estaba lleno de escombros. —No creí que iban a darse por vencidos fácilmente, pero pensé que esperarían a la noche — dijo Jones sombrío. —¿Qué quieres decir? —Nuestros amigos. Ellos tuvieron que colocar la carga la noche pasada y la han activado por algún medio manual cuando nosotros llegábamos. Ha sido una suerte que no sean muy expertos en esto, o los dos estaríamos muertos. 86


Nos pusimos de pie y vi que las ropas de Jones estaban rasgadas y manchadas de 87


sangre. —¡Jones! ¡Estás herido! —Estoy bien, chico. Eso es mucho más de lo que puedo decir de las mulas. Y una vez más tuvimos que seguir el viaje a pie. —¿Dónde crees que están ellos? —pregunté, cuando reanudamos nuestro camino por el lecho del río. —Muy cerca. Querrán comprobar si ha dado resultado su trabajo, pero darán tiempo a que lleguen los buitres y las hienas, por si únicamente estamos heridos. Yo me estremecí. —Entonces, ¿por qué procuramos encontrarles? —Son unos idiotas y unos chapuceros, pero han estado a punto de matarnos dos veces. Ya es hora de pararles los pies. Los encontramos al oscurecer. Creyéndonos muertos, habían acampado entre las ruinas y encendido una gran hoguera. Les observamos mientras asaban un cabrito y se movían delante del fuego, con una jarra de cerveza del país. Habían bebido mucho cuando nos acercamos a ellos. —¡Señor Jones! ¡Señor George! ¡Creíamos que estaban muertos! —exclamó el Bizco, tambaleándose sobre sus pies—. Fredo y yo intentamos encontrar sus cuerpos y no lo conseguimos. Pensamos que habían quedado sepultados bajo el alud. —¿Conque alud? —barboteó Jones. Entonces, con el rabillo del ojo, vi moverse la mano de Fredo. 88


—¡Cuidado, Jones! —advertí cuando la mano de Fredo se levantó empuñando un cuchillo. Con tanta rapidez que yo no pude ni tener la certeza de haberlo visto, Jones sacó la pistola con una mano y con la otra, el látigo. El látigo describió unas curvas y se enrolló en el cuerpo del Bizco. Una bala derribó a Fredo que dio un grito. Todo concluido. Jones desarmó a ambos, amordazó sus bocas con sus propias ropas y los ató. Después de buscar en el equipaje de aquellos hombres, limpiamos las heridas de Jones. Éste se cambió luego de ropa poniéndose una túnica de Fredo. Después atacamos el asado, del que pronto no quedó otra cosa que la osamenta pelada. Finalmente, Jones echó tierra sobre la hoguera, con unos movimientos de su bota, y con las mulas de Fredo y del Bizco nos alejamos en la noche. —Jones, ¿qué les sucederá? —pregunté. —Los encontrarán —contestó Jones montado ya en la muía. —¿Quiénes? —Sus amigos, o las hienas. Depende de quién llegue primero.

Pasa a la página 82. 89


82 Tardamos otra semana en llegar a Lalibela, pero los caminos estaban siempre atestados de peregrinos y nadie volvió a atentar contra nuestras vidas. Cuando cruzábamos las rojas murallas de la ciudad, Jones se envolvió la cara con la túnica, de modo que sólo sus ojos resultaban visibles. Yo seguí su ejemplo. —¡Fascistas! —bisbiseó Jones. Mirando alrededor, comprobé que había soldados por todas partes. —¿Qué vamos a hacer? —Déjame pensarlo un minuto —contestó Jones. Llevamos las mulas a un patio desierto, y reflexionó sobre el problema.

1. «Estaremos a salvo entre la multitud. Seguiremos con los peregrinos hasta que encontremos una oportunidad para explorar». Pasa a la página 104. 2. «O podemos movemos con todo descaro. Aunque nos vean, no van a buscar camorra con unos americanos». Pasa a la página 83. 90


83 Nunca me ha gustado andar ocultándome — dijo Jones—, Adelante. Sacamos las mulas y volvimos a la calle. Un grupo de soldados caminaba marcialmente por la calle. Nos detuvimos ante ellos y Jones me hizo que hablara con el teniente que los mandaba. —Buenas tardes —dije en italiano—. ¿Dónde podemos encontrar a su comandante? El hombre nos miró con aire de sospecha. Luego, señalando el camino por donde habíamos llegado, dijo: —Hay un monte grande en las afueras de la ciudad. Lo encontrarán allí. Le dimos las gracias con mucha cortesía y nos alejamos. Cuando llegamos al pie del monte, llevamos nuestras mulas por el angosto sendero que serpenteaba por empinada ladera. Al terminar una curva cerrada tuve la sorpresa de ver a mi padre al lado del comandante. Debajo de ellos había varios hombres cavando en la dura y roja tierra volcánica. Jones me dio un tirón y me apartó de allí antes de que nos vieran. Agazapados en la ladera de la montaña, discutimos sobre lo que convenía hacer: 1. «Tenemos que ir y salvarlo —dije—. No hay muchos soldados. Podemos conseguirlo. Sé que podemos». Pasa a la página 84. 2. Indy dijo: «Esperemos a que se vayan, los seguimos y lo rescatamos de donde lo 91


tengan encerradoÂť. Pasa a la pĂĄgina 86.

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84 —Tienes razón, chico. No son demasiados. Y la mayor parte de ellos están resguardados en esas trincheras. Están en desventaja. ¡Vamos! Dimos la vuelta a la curva a todo correr y les apuntamos con nuestras armas. —¡Quietos! —dije en italiano—. ¡No se herirá a nadie! —¡Jones! ¡George! —exclamó mi padre echando a correr hacia nosotros—, ¡Gracias a Dios que habéis venido! ¡Está aquí! ¡El tesoro! ¡Lo he encontrado! Mi padre y yo ayudamos a Jones a conducir a los fascistas al interior de las trincheras. Los tres íbamos hablando y riendo.

Creo que aquello fue nuestra equivocación. Prestábamos demasiada atención a cualquiera que no fuésemos nosotros mismos y por eso no oímos a los soldados hasta que fue demasiado tarde. 93


—¡Hagan el favor de detenerse! —dijo una voz áspera. Nos volvimos y nos encontramos ante los fríos ojos del teniente y de toda su tropa, que estaban arriba con las pistolas desenfundadas. Por eso ahora estamos en una prisión de Lalibela, preguntándonos si esto es verdaderamente el FIN

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86 Jones acabó persuadiéndome de que, sin tener un plan mejor, sería una equivocación intentar rescatar a mi padre. Pero, aunque yo sabía que él tenía razón, hice todo el camino de descenso por la montaña tan ceñudo como es capaz de estarlo un niño de cinco años. Y no supe con toda certeza que Jones obraba bien hasta que, estando ocultos en un bosquecillo, vi al teniente de fríos ojos y a sus hombres deslizándose silenciosos montaña arriba. Si nos hubiéramos quedado allí, nos habrían capturado. Avergonzado, le pedí disculpas. —No tienes ni que mencionarlo. Aunque me resulte duro admitirlo, yo he cometido también algunas equivocaciones en mi vida. Ahora estáte tranquilo. Pronto bajarán. Jones tuvo razón. El teniente y sus hombres desfilaron montaña abajo llevando a mi padre en el centro. Uniéndonos a un grupo de peregrinos, seguimos a los soldados hasta la ciudad sin ser vistos. —¡Excelente! —comentó Jones cuando mi padre y el comandante entraron en un edificio de adobe cercano al centro de la ciudad. —Siempre es más fácil secuestrar a alguien cuando hay mucha gente alrededor. Ahora pongámonos a trabajar. Caminamos por la ciudad y Jones habló con p¡- lluelos, con sacerdotes y con peregrinos. Muchas cantidades de dinero cambiaron de manos. —Es Navidad. Lo llamaremos caridad —dijo 95


Jones, mientras estrechaba una última mano y sonreía afable. Luego cambiamos nuestras mulas por 3 caballos cuyo propietario dijo que corrían como el viento. Al anochecer una música extraña y lastimera llenó los aires. —Bien -—dijo Jones moviendo la cabeza al ritmo de los tambores—. Parece que el lugar está llenándose de gente. Mientras conducíamos los caballos por las calles atestadas, nos dio la impresión de que el número de peregrinos se había duplicado. Nos abrimos paso con grandes dificultades. Cuando llegamos al lugar convenido, encontramos esperándonos a los picaros, los sacerdotes regiamente ataviados con sus sirvientes y sus tambores, y multitud de peregrinos vestidos de blanco. —¡Qué confusión! —dijo Jones sonriendo ampliamente. Luego dio la señal y todos nos pusimos en movimiento. Cantando sonoramente, sacudiendo acompasadamente los incensarios y aporreando los tambores, la multitud invadía las calles. Pero, cuando nos aproximamos a un edificio de adobe, la estrepitosa y oscilante procesión hizo un giro y cruzó las puertas. El gentío llenó el pequeño edificio en toda su capacidad y los cantos, el sonido de los tambores, el olor a incienso y el humo de las antorchas se hicieron insoportables. El sudor me resbalaba por el rostro y me sentí muy mareado. Se produjo un breve griterío cuando los 96


asombrados guardianes fueron reducidos por Jones y sus hombres alquilados. La multitud continuó desenfrenada formando alboroto, hasta que Jones dio la señal; entonces abandonamos el edificio y proseguimos calle abajo. —Esto les enseñará —dijo Jones con una sonrisa de felicidad—. Apuesto algo a que nunca se imaginarían lo que acaba de suceder. —¿Qué ha sucedido, Jones? —pregunté totalmente aturdido— ¿Lo hemos conseguido? En ese momento un peregrino que caminaba junto a Jones echó hacia atrás su turbante. ¡Era mi padre! Nuestro plan había sido un éxito. Mi padre y yo nos abrazamos, incapaces de hablar. —Mirad. No me gusta estropear este encuentro —dijo Jones—, pero tenemos que tomar una decisión:

1. «Los guardianes serán descubiertos pronto y entonces esto será un infierno. Yo sugiero que montemos los caballos y salgamos de aquí». Pasa a la página 89. 2. «No podemos, Jones. Yo sé dónde está el tesoro —dijo mi padre—. Tenemos que quedarnos». Pasa a la página 90.

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89 —¡Jones, estamos tan cerca! ¡No podemos irnos! —objetó mi padre—. ¡Piensa en el tesoro! —Mira, Roger, ahora estamos vivos, ¿no? Pues me gustaría seguir vivo —añadió Jones montando su caballo—. Usa la cabeza, Roger. El tesoro no es más que piedras y metales. ¿Acaso es tan importante como tu hijo? Normalmente, yo soy tan ambicioso como el primero, pero, si yo tuviera un hijo, no le haría correr riesgos. Y menos a este chico. Si tuviera que elegir entre otros niños, diría que él es el ganador. —Sí, claro. Tienes razón —contestó papá, y montó en su caballo sin decir una palabra más. Fue un viaje largo y duro de vuelta hasta el mar Rojo. Cabalgábamos de noche y dormíamos de día. Los fascistas no cedieron fácilmente, pero nosotros tampoco, y al fin fuimos nosotros los ganadores. Mientras el herrumbroso vapor salía del puerto, mi padre apoyado en la borda miró atrás, hacia los contornos de la purpúrea meseta. —Un día de éstos, tú y yo, Jones, volveremos y encontraremos el tesoro. —No os olvidéis de mí —dije—. Ahora sé muchas cosas de Etiopía. ¡Puedo ser una gran ayuda! Jones me alborotó el cabello cariñosamente y me dijo: —Chico, cuando llegue ese día, tú serás el primero de la lista. FIN 98


90 —Mira, Jones, lo primero que esperarán que hagamos es cabalgar hacia la costa. Creo que deberíamos quedarnos aquí, y dejar que continúen su caza del pato salvaje. Conozco un lugar donde nunca nos encontrarán —dijo mi padre. —No es mala idea —musitó Jones. Luego se volvió a los tres hombres de duro aspecto que estaban tras él, y les puso al corriente del nuevo plan. Ellos negaron con la cabeza y empezaron a retroceder hasta que Jones puso más monedas de plata en sus manos. Por fin se cerró el trato y los tres hombres tomaron nuestros caballos y salieron de la ciudad. —Les verán y les seguirán. Pero para cuando los fascistas les hayan dado alcance nosotros ya nos habremos ido —razonó Jones—. Bien, ¿dónde está ese lugar? —Seguidme —dijo papá y se mezcló con la multitud. Le seguimos con dificultad porque las calles estaban abarrotadas de peregrinos. —Deprisa —musitó mi padre. Y abriéndonos camino entre las blancas túnicas, penetramos en el atrio de una enorme iglesia. Incluso en la oscuridad resultaba impresionante. —Por aquí —bisbiseó mi padre. Jones y yo le seguimos al interior del edificio. Estaba todo muy, muy oscuro. Una especie de linternas encendidas pendían de las paredes, resplandeciendo como ojos coléricos. 99


Mi padre bajรณ de la pared una de aquellas linternas y levantรณ una sรณlida trampilla del suelo, detrรกs del altar mayor. Todos bajamos por ella.

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—¿Qué lugar es éste? —pregunté tocando las paredes que se cerraban a uno y otro lado—. No me gusta. Es espeluznante. —No tiene por qué gustarte —respondió mi padre—. Representa el descenso a los infiernos. Se supone que debe asustar para que uno sea mejor. Mañana estará lleno de peregrinos. —No nos habrás traído aquí para que nos volvamos mejores, ¿verdad, Roger? ¿De qué se trata? —quiso saber Jones. —Se trata de que no hay nada en aquella montaña. Conduje a los fascistas a una búsqueda equivocada. —En cuanto llegué aquí, me di cuenta de que los altos sacerdotes de estas iglesias llevaban grandes gemas incrustadas en sus ropas y llevaban adornos de oro de diseño antiguo. —Pero, Roger, eso no quiere decir nada — protestó Jones—. Éste es un reino antiguo. ¿Esperabas que sus obras artísticas fuesen de diseño nuevo? —No, naturalmente que no. Pero muchos lucen círculos de oro puro con el perfil de una mujer grabado en ellos. Y he visto varios báculos de oro y marfil rematados con el mismo perfil. Cuando intenté examinar las piezas, los sacerdotes se pusieron muy nerviosos y me evitaron. Sé que estoy en lo cierto. Han encontrado el tesoro de Saba y lo ocultan aquí abajo. Es un lugar perfecto... a mucha gente le asustaría entrar aquí. Comprendí aquello. Yo estaba realmente asustado. Aunque Jones y papá iban delante de mí y teníamos una linterna que iluminaba el 101


lugar, aquello era aterrador. Y me seguía pareciendo que oía a alguien detrás de mí. Pero cuando me volvía para mirar, nunca veía a nadie. El pasadizo se fue estrechando y descendiendo cada vez más abruptamente, describiendo una espiral, adentrándose más y más en el fondo de la tierra. Las paredes habían quedado lisas por los miles de manos que se habían apoyado en ellas a lo largo de siglos. Finalmente, el sendero se allanó y avanzamos con lentitud. Fue Jones quien encontró el cuadrado que habían cortado en el techo, por encima de nuéstras cabezas. —No puede ser esto —dijo—. Es demasiado obvio. —Los peregrinos tienen que pasar por aquí a oscuras. Nunca lo podrían ver —contestó mi padre. Un escalofrío me recorrió. No podía imaginarme hacer aquel recorrido en la oscuridad. —Vamos, George, mira si puedes abrirla — dijo Jones, levantándome hasta que pude alcanzar la trampilla. Encontré la aldaba, la descorrí y la puer- tecilla descendió. Jones me empujó a la oscuridad. Luego pasó mi padre con la linterna y detrás llegó Jones. Cuando mi padre levantó la linterna todos quedamos deslumbrados por los reflejos. Después lo vimos. ¡El tesoro! Verdaderos montones de él. Gemas, oro, plata y joyas, apilados a la altura adonde llegaba nuestra luz. —¡Lo veo y no puedo creerlo! —murmuró mi padre. 102


—Créelo —dijo Jones—. Es real. —¿Qué hacemos ahora? —pregunté. —Coger unos pocos objetos pequeños y marcharnos. Tenemos que salir del país y esperar a que la guerra haya terminado. Luego volveremos a completar el trabajo —dijo Jones. —No será necesario que volváis —dijo una vo- cecilla trémula y tenue en inglés—. Porque no saldréis nunca. Y entonces la trampilla se cerró. Un momento antes de que acabase de cerrarse, la voz añadió: —Habéis encontrado lo que pensabais robar, pero los antiguos guardan bien sus tesoros. Vuestros huesos les ayudarán a mantener la vigilancia. FIN

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95 —Lo que dicen ellos es sensato, hijo. Mira el mapa. Si subimos a la mesa por aquí y atajamos, estaremos en Lalibela 3 o 4 días antes. —Jones, si eso es verdad, ¿por qué no va todo el mundo por ese camino? —Todo el mundo no es como nosotros. Nosotros somos muy valientes —dijo el Bizco hinchando el pecho. —¿Y por qué hay que ser valiente? ¿Es que hay peligro acaso? —pregunté. El Bizco se encogió de hombros y esquivó mi mirada. —Puede haber pequeños aludes. Sólo eso. —Los aludes no son cosa preocupante, chico. Anda, no protestes —dijo Jones. Y se hizo lo que proponían. A pesar de mis dudas, no tuve elección por lo que monté en mi muía y les seguí. Pero decidí mantener bien vigilados a Fredo y al Bizco. Era una cuesta muy escarpada y las mulas tanteaban con cuidado cada paso, antes de descargar en él todo su peso. Había signos de deslizamiento de rocas por todas partes. En algunos trechos, se habían desprendido fragmentos de la montaña, dejando grandes hendiduras en el suelo. Poco después de mediodía la muía de Fredo empezó a darle problemas, desviándose o negándose a moverse. —Sigan ustedes —nos gritó el Bizco—. Puede que se le haya metido una piedra en la herradura. Pronto les alcanzaremos. 104


Mientras Jones y yo cabalgábamos, tuve la seguridad de que algo iba mal. El camino era cada vez peor. La tierra era arenosa y llena de piedrecillas que resbalaban bajo los cascos de las mulas. Pronto fue necesario desmontar y llevar las mulas de las riendas. Estábamos a mitad de una cuesta larga y lisa cuando de repente, el suelo cedió bajo mis pies. Me arrojé a tierra, esperando amortiguar mi caída, pero al momento todo un tramo de camino empezó a deslizarse. —¡Quieto, chico! ¡Ya voy! —gritó Jones. Y a través de la lluvia de tierra y piedras le vi correr tras de mí. Intentó sujetarme, pero no había nada a qué agarrarse. La tierra se desmoronó y yo rodé cada vez más deprisa ladera abajo. Todo se hizo borroso y a continuación hubo una explosión de rojo y negro dentro de mi cabeza. Desperté y me encontré con Jones inclinándose hacia mí. El camino era cada vez peor. La tierra era arenosa y llena de piedrecillas que resbalaban bajo los cascos de las mulas. Pronto fue necesario desmontar y llevar las mulas de las riendas. Estábamos a mitad de una cuesta larga y lisa cuando de repente, el suelo cedió bajo mis pies. Me arrojé a tierra, esperando amortiguar mi caída, pero al momento todo un tramo de camino empezó a deslizarse. —¡Quieto, chico! ¡Ya voy! —gritó Jones. Y a través de la lluvia de tierra y piedras le vi correr tras de mí. 105


Intentó sujetarme, pero no había nada a qué agarrarse. La tierra se desmoronó y yo rodé cada vez más deprisa ladera abajo. Todo se hizo borroso y a continuación hubo una explosión de rojo y negro dentro de mi cabeza. Desperté y me encontré con Jones inclinándose hacia mí. —¡Dios mío, chico! ¿Qué querías hacer? ¿Matarte? —Pero, Jones —contesté con voz débil—, no lo he hecho a propósito. ¡Ha sido un accidente! —¡Eso no es excusa! Me levanté trémulo y me palpé la cabeza. Tenía un gran chichón en la sien y retiré los dedos manchados de sangre. —Allí hay un arroyuelo —dijo Jones—. Vayamos a que te laves.

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El arroyo brotaba de una pequeña gruta, bordeada de musgos y helechos. Era tan hermoso que yo apenas podía creer que formase parte de aquella tierra seca y árida. Acabábamos de entrar Jones y yo en la gruta cuando se oyó un fragor cortante que retumbó en las paredes de la montaña. —Ya estamos metidos en el fregado —dijo Jones. Y cogiéndome por un brazo, me arrastró hasta el rincón más profundo de la cueva. —¿Qué pasa? —Un alud. Escucha —me respondió. Un nuevo estruendo contenido, amenazador. Luego se hizo más intenso y más profundo y las paredes de la cueva empezaron a temblar. Sobre nuestras cabezas cayó tierra y el arroyo cesó de fluir. Luego sonó sobre nosotros un fragor semejante al producido por un tren de carga. Por las laderas rodaron piedras de! tamaño de casas y rocas más pequeñas saltaron por los aires como si fuesen balas. Al fin concluyó todo. Nos arrastramos hasta el exterior y echamos un vistazo. Todo era diferente. La ladera se había desmoronado y la tierra y los pedruscos habían caído al lecho rocoso. La gruta nos había salvado la vida. —Debí hacerte caso, chico —dijo Jones con amargura—. Pero pensé que todo saldría bien. Si alguna vez llego a poner las manos encima a esos payasos, les haré trizas. —¿De qué estás hablando? —¿No has oído ese ruido cortante, antes de que se produjera el alud? Fue un disparo de 108


rifle. Nuestros amigos lo provocaron adrede. Si tú no llegas a caerte y no encontramos esta cueva, a estas horas estaríamos enterrados bajo los escombros. Yo empecé a temblar. —Lo siento —dije mientras me esforzaba por controlarme. —No lo sientas, chico. Al fin y al cabo, no todos los días una montaña está a punto de desplomarse sobre uno. Entonces se oyó un gorgoteo y el arroyo volvió a fluir. Me tendí junto a él y me eché agua sobre la cabeza. —¿Qué opinas, chico? ¿Qué deberíamos hacer?

«¿Alejarnos de aquí e ir a tomar el tren hasta Addis Abeba? No quiero poner más veces en peligro tu vida». Pasa a la página 16. 1.

«¿O seguir adelante? Ellos pensarán probablemente que hemos muerto». Pasa a la página 100. 2.

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100 Decidimos seguir adelante y la suerte nos acompañó. Nos las arreglamos para subir por la ladera y seguir lo que quedaba del camino. De repente oímos un sonoro relincho y nuestras dos mulas, a las que habíamos dado por muertas, galoparon hacia nosotros. Los animales se mantuvieron pegados a nosotros como cola durante el resto del día. Pasamos una noche fría en la montaña. Una vez hubo un terrible aullido y una escalofriante risa. Me senté bruscamente, despertando de un sueño desapacible. —Vuelve a dormir, chico —dijo Jones, que seguía sentado sosteniendo su rifle—. No es nada. Un león acaba de capturar su cena y las hienas están esperando las sobras. Me tumbé y me cubrí la cabeza con la manta, encogido en el duro y frío suelo. Puede que Jones tuviera razón. Tal vez no deberíamos haber ido. Los boy scouts no están preparados para aludes, diques rotos y gente que intenta matarles. Tenía la cabeza herida, los músculos doloridos y deseaba marcharme a casa. Me despertó el olor a café. Calentándome junto a la pequeña hoguera encendida por Jones, contemplé las líneas rosadas que aparecían en el cielo gris y aspiré el aire cortante y frío. Los miedos de la noche desaparecieron al primer sorbo de café bien caliente. Habíamos terminado nuestro café cuando sonaron pisadas y el Bizco y Fredo llegaron tambaleándose a nuestro campamento. El 110


brazo de Fredo iba envuelto en unos trapos. Jones se puso en pie de un salto y empuñó el rifle. Pero Fredo y el Bizco, apenas llegaron junto al fuego se desplomaron. —¿Qué les ha ocurrido? —les espetó Jones. —El alud —musitó el Bizco—, íbamos inmediatamente detrás de ustedes. Casi nos mata. —Necesitan más práctica—declaró Jones—. Un canalla no se deja pillar en su propia trampa. Pero Fredo y el Bizco no respondieron y, por primera vez, me pregunté si Jones y yo nos habíamos equivocado con respecto a ellos. Jones debió compartir mis dudas porque no dijo nada más y, después de servirles café, levantamos nuestro campamento y continuamos el camino. Fredo y el Bizco estaban demasiado cansados para crearnos ningún problema y pasaron el resto de la mañana dormitando a lomos de sus mulas. Hacia el mediodía llegamos a un desfiladero profundo. Sobre el hueco había un puente, hecho de gruesa soga anclada en rocas. Con sólo mirarlo sentí un susto de muerte. —¿Tenemos que utilizar esto? —pregunté nervioso—. ¿No se puede cruzar por otro camino? —Si hubiera otro camino no habrían tendido este puente —suspiró el Bizco. —Bien, a George no le gusta —dijo Jones—. Así que consideraré un gran favor personal si ustedes dos se van a buscar otro camino. Ustedes vayan hacia el norte, que nosotros buscaremos por el sur. Nos reuniremos aquí en 111


una hora.

Fredo masculló algo entre dientes y el Bizco se mostró disgustado; pero no tenían nada que decir, así que se marcharon. Tan pronto como desaparecieron, nosotros retrocedimos y Jones desmontó y condujo a su muía por el oscilante puente. —¿Qué estás haciendo? —grité. —Cruzar el puente. ¿Qué otra cosa parece que hago? —gruñó Jones—. A menos que quieras que esos tipos vuelvan aquí e intenten matarnos en cada recoveco, también tú vendrás por aquí. —¡Pero yo creí que iban a buscar otro camino por donde cruzar! —me lamenté. —¿Te harás adulto alguna vez? ¡Éste es el único camino! —barbotó Jones—. Han hecho lo que les he pedido sólo para no infundir sospechas. No han renunciado. Ahora déjate de 112


lamentaciones y ven por aquí.

Con el corazón literalmente en la boca, conduje mi muía a lo largo del puente. No bien hube puesto los pies en el otro lado del desfiladero, Jones empezó a cortar las cuerdas del puente con un cuchillo. —Esto arreglará el asunto —dijo Jones según iba cortando las cuerdas. Observamos cómo el puente se desplomaba y se estrellaba en el lado opuesto del desfiladero. Luego montamos en nuestras mulas y cabalgamos camino abajo.

Pasa a la página 82. 113


104 Nos unimos a una larga fila de peregrinos que se movían, serpenteantes, por el patio central de las iglesias. En cabeza de la oscilante fila iban altos sacerdotes, vestidos con ropas bordadas en rojo, azul, púrpura y oro. Caminaban tras ellos unos hombres altos y musculosos que hacían sombra a los sacerdotes con parasoles con orlas de oro. Cuernos y flautas dejaban escapar sus notas lastimeras, retumbaban los tambores y el aire estaba cargado de un humo de olor dulzón. —Sígueme, chico —cuchicheó Jones. Cuando llegó al más alto de los templos antiguos, nos colamos dentro. —¿Ahora qué? —pregunté. —Registraremos este lugar. Registramos arriba y abajo, sin éxito, hasta que Jones encontró una trampilla detrás del altar. Cogimos una enorme vela y descendimos a la oscuridad de abajo. Era escalofriante. La trémula vela apenas iluminaba nuestro camino a través del pasadizo bajo y estrecho, y yo seguía escuchando ruidos. De repente Jones se detuvo. —Sostén la vela —cuchicheó—. Voy por esa esquina a echar una mirada. Jones avanzó con sigilo y dio la vuelta en la esquina, dejándome completamente solo. Y entonces le oí gritar de sorpresa. Yo seguí inmóvil sujetando la vela e intentando dominar el pánico. ¿Qué había visto 114


Jones? Después oí voces excitadas y Jones reapareció. ¡Con él venía mi padre! Reímos y lloramos hasta que Jones nos interrumpió. —Podemos celebrarlo más tarde. ¿Por qué no nos cuentas lo que está pasando, Roger? —Es realmente sencillo. Los fascistas han estado siguiendo mis trabajos sobre el láser de diamante, pero no tenían el lugar de los diamantes. Luego leyeron el artículo sobre el tesoro de Saba y acudieron a mí. Fue una tontería escribir sobre la abundancia de diamantes que se suponía existía entre esos tesoros, pero nunca pensé... —suspiró mi padre. —No les habrás dicho nada, ¿verdad? — preguntó Jones bruscamente. —Claro que no —contestó mi padre—. Les he dado algunas informaciones incorrectas y pasará bastante tiempo antes de que se den cuenta de ello. En cuanto al tesoro, les he inducido a excavar zanjas en las afueras de la ciudad. Allí no hay nada, ni nunca lo ha habido, pero ellos no lo saben. —Entonces ¿cómo has llegado tú aquí? — preguntó Jones. —Les dije que necesitaba explorar otro sitio. Hay un par de guardianes arriba esperándome. Ellos están demasiado asustados para bajar aquí y yo no he encontrado otra salida. Pero creo que el tesoro está aquí, en alguna parte. Esta zona es mucho más antigua que los templos. No me sorprendería que Saba lo hubiera usado como catacumba funeraria. —Bien, ¿a qué estamos esperando? — preguntó Jones. 115


Y los tres nos aventuramos por el oscuro corredor. Éste torcía a la izquierda y luego descendía en espiral, profundizando más y más en la tierra. Cuanto más avanzábamos más repetidamente me preguntaba yo si llegaríamos a salir alguna vez. Estaba yo a punto de sugerir que volviéramos, cuando Jones la encontró. No era gran cosa. Solamente un contorno cuadrado en el techo. Jones me izó hasta allí, yo encontré la aldaba y abrí la trampilla.

No creo que llegue a olvidar nunca mi primera contemplación de aquella estancia. Incluso a la débil claridad de la vela, todo eran destellos y resplandores. Había montañas de diamantes, rubíes, esmeraldas, zafiros y otras piedras preciosas. Oro, plata y marfil formaban rimeros hasta el techo. 116


Hundimos las manos entre las piedras preciosas, levantamos lingotes de plata y dejamos escapar exclamaciones de asombro ante la belleza de las joyas. —Nunca imaginé nada distinto a esto — declaró mi padre—. ¿Qué hacemos ahora? —Bien —dijo Jones—, según lo veo yo, tenemos 2 elecciones:

1. «Podemos recoger unas cuantas piedras de éstas, sobornamos a los guardianes y escapamos». Pasa a la página 115. 2. «O podemos coger todo lo que podamos transportar y buscar otra salida». Pasa a la página 108.

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108 —Pero, ¿qué lugar es éste? —pregunté yo—. Me da escalofríos. —Está hecho para darlos —contestó mi padre—. Los túneles representan el infierno. Los peregrinos discurren por ellos en la oscuridad, medio muertos de miedo, y salen convencidos de que deben ser buenos y así podrán ir al cielo. Sospecho que los túneles forman realmente parte de una religión nativa primitiva, y que la iglesia los ha aprovechado para sus propios fines. —¿Crees que los sacerdotes conocen la existencia del tesoro? —preguntó. —Lo dudo —contestó mi padre—. De lo contrario, a estas alturas ya se lo habrían llevado todo. En aquel preciso momento oímos voces debajo de nosotros. Después de apagar la vela, Jones levantó un poco la trampilla y escuchó. Al cabo de un momento la cerró. —Peregrinos —dijo. —Excelente —declaró mi padre—. Dentro de pocos minutos los túneles estarán atiborrados de ellos. Es la ocasión perfecta para escapar. Nos uniremos a algún grupo de ellos en el pasadizo. Apresuradamente, cogimos unas cuantas piezas selectas de oro y varios puñados de piedras preciosas. Luego nos agazapamos en la trampilla y esperamos. A los pocos minutos oímos voces. Cuando los peregrinos pasaron, nos deslizamos hasta el 118


corredor y los seguimos. —Pudimos oír sus improvisadas plegarias cargadas de temor, y debo admitir que yo compartía su miedo. El túnel era siniestro a la luz de la vela, pero resultaba terrorífico en la oscuridad. —Jones, hay otro túnel a la derecha. Lo puedo palpar.

1. «¿Debemos seguir a los peregrinos y mezclarnos con ellos? Tal vez los guardianes no se fijen en nosotros». Pasa a la página 110. 2. «¿O debemos tomar el camino lateral? Puede que sea precisamente el que hemos estado buscando». Pasa a la página 112.

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110 Cuando nos acercábamos al final del túnel, Jones se deslizó tras el último peregrino y lo aferró por la ropa. El hombre exhaló un apagado grito y se desvaneció. —Seguramente se imaginó que lo habían atrapado los diablos —dijo Jones con una risilla. A toda prisa despojó al hombre de sus vestiduras y se las entregó a mi padre. Luego corrimos a unirnos a los otros. —Cubrios la cara con las túnicas —siseó Jones cuando volvíamos al templo. E, imitando a los otros, nos inclinamos y nos dirigimos a la puerta. Nunca sabré qué fue lo que salió mal, pero de repente dos guardias saltaron y desenfundaron sus pistolas. —¡Deténganse! —gritaron en italiano. Atravesamos la puerta como rayos, apartando a los peregrinos como el viento aparta las hojas, y corrimos a mezclarnos con el grueso de la multitud. Súbitamente Jones sacó un puñado de piedras preciosas y las lanzó al aire. El sol reverberó en sus facetas, antes de que las piedras cayesen entre el gentío como una lluvia de brillantes. La gente, en torno a nosotros, se enardeció y gritó echándose al suelo en busca de las piedras. Los dos guardianes luchaban por alcanzarnos, pero la excitada muchedumbre no les permitía el paso y nosotros pudimos deslizamos como fantasmas en la niebla. El viaje de regreso a la costa fue una 120


pesadilla. Creo que la mitad de la población de Etiopía nos buscaba, pero a pesar de ello logramos escapar. Cuando el potente trimotor se elevó al cielo africano, Jones dijo: —Roger, hemos hecho un gran descubrimiento. Cuando esta guerra haya concluido, ¿por qué no volvemos aquí los tres y acabamos este trabajo? Mi padre sonrió y posó su mano sobre la de Jones. Riendo como un loco, yo apoyé mi mano sobre las de ellos. FIN

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112 Nos deslizamos hasta el túnel lateral y el murmullo de los peregrinos fue desvaneciéndose lentamente. Tras unos minutos, Jones sacó una cerilla y encendió el resto de nuestra vela. Estábamos en un pasadizo más estrecho y más tosco. —Probablemente se usaba para ayudar a limpiar de escombros —musitó Jones—, Espero que podamos encontrar un camino de salida, cuando lleguemos al final. Llegamos al final bastante pronto. El pasadizo acababa en una pared lisa, sin signo alguno de salida. Por eso moví la palanca que había en la pared. Pensé que abriría alguna puerta secreta o algo parecido. Pero no fue esto lo que sucedió. Jones dio un alarido: —¡No! Y se precipitó hacia mí. Chocamos contra la pared y se produjo un gran estruendo. —¿Qué ha sido ese ruido? ¿Qué ha pasado? — grité alarmado. —Una salida falsa —dijo Jones huraño, apartándose de mí y mirando al techo. —¿Qué es eso? —pregunté preocupado. —Una trampa, chico. Está colocada desde hace largo tiempo para cazar a quien intentase alcanzar el tesoro y escapar con él. —¿Quie... quieres decir que estamos atrapados? —Ésa es la palabra exacta, chico. ¡Mira! Volviéndome, vi a mi padre pasando las 122


manos sobre lo que parecía ser una sólida pared de cascotes, que cubría el pasadizo del suelo al techo.

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—¿Alguna cosa, Roger? —Nada. Ni un resquicio —dijo mi padre desesperado—. Está sólidamente cubierto todo. Vamos a morir. —No, si yo puedo evitarlo —dijo Jones. —Mira por aquí, chico. Mira por esa resquebrajadura de la esquina de la pared. ¿Ves lo que yo veo? Acerqué el ojo a la resquebrajadura y, ¡vi luz de día! —Creo que es una pared exterior. No puedo asegurar que seamos capaces de abrirnos paso hasta allí. E incluso, si lo hacemos, puede que nos quedemos atrapados en la escarpadura de una montaña. Pero es nuestra única posibilidad y tenemos que usarla. Tú eres el más pequeño, George, así que coge mi cuchillo y mira qué puedes hacer. Y en eso estoy ahora, abriéndome camino, escarbando en la roca volcánica, intentando abrir un pasadizo. Cada vez que me muevo, oigo los pedruscos moverse encima de mí. Estoy aterrado. Pero estoy determinado a no dejar a mi padre y a Jones en la estacada. Yo les metí en este embrollo y yo les sacaré de él... ¡aunque sea la última cosa que haga en mi vida! FIN

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115 Con nuestras ropas preparamos una especie de mochilas y cogimos una selección de los objetos más valiosos. También guardamos puñados de piedras preciosas en nuestros bolsillos. Tras echar una última ojeada, nos deslizamos por la trampilla y cerramos después. Avanzamos por los largos y oscuros túneles y, por fin, volvimos al templo. Cuando nos encontramos libres de aquellos paredones siniestros, me sentí como si me hubieran quitado un gran peso de encima. Jones y yo nos agazapamos en las sombras, mientras mi padre llamaba a los guardianes para intentar convencerles. Al principio, uno de los soldados se negaba a dejarse sobornar y vi que en ese momento Jones sacaba su cuchillo. Pero cuando mi padre aumentó la cantidad, la codicia sustituyó al honor y los soldados cogieron su tesoro y desaparecieron rápidamente. Me gustaría decir que el viaje de regreso resultó tranquilo y cómodo, pero no fue así. Fuimos perseguidos por los fascistas, tuvimos que luchar con nativos, bandidos del desierto y fascistas nuevamente, antes de conseguir llegar a bordo de un barco que nos llevará a casa. Mientras veíamos la costa africana desaparecer en el horizonte, Jones y mi padre levantaron sus vasos para brindar por el día en que volveríamos en busca del tesoro de Saba. FIN 125


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